CAPITULO VII EL DUELO

«Indio» Olsen estaba en el patio, junto al abrevadero de los caballos, que utilizaba como lavabo. Desnudo de cintura para arriba, lavaba su torso con la fresca agua extraída con la bomba. Hombre meticuloso y hasta irritantemente limpio, aquel sábado en que iba a esperar al «Coyote» para luchar con él, extremaba su aliño, como si en vez de ir en busca de la muerte se preparase para una fiesta. Además, había reunido sus mejores ropas y cuando al fin se vistió su aspecto era el de un gran señor de siglos antes. Vestía calzoneras con botonadura de plata, camisa de hilo y chaquetilla corta de ante, con adornos bordados con hilo de plata. Se cubría la cabeza con un sombrero ancho, de copa baja, del tipo californiano. Su larga y sedosa cabellera brillaba como la de una mujer y quedaba echada hacia atrás, hasta los hombros. La chaquetilla tenía aberturas en los sobacos para facilitar una mayor libertad de movimientos.

Calzaba el mestizo unas botas de altos tacones, adornadas con espuelas mejicanas de plata y de enormes rodelas. No había descuidado ningún lujo y lo único que contrastaba con tanta elegancia y riqueza eran los dos revólveres y las fundas en que descansaban. Eran los revólveres habituales, en las fundas de siempre. Y éstas estaban muy usadas, grasosas, suaves e ideales para lo que eran necesarias.

En cambio, los dos cinturones canana eran nuevos, ricos y estaban ceñidos, muy bajos, en torno de las estrechas caderas del mestizo. Para ahorrar innecesarios pesos, Olsen sólo había colocado en ellos quince cartuchos de repuesto, además de los doce que llevaba en los revólveres. En realidad con un par de cartuchos hubiera tenido suficiente, porque lo que no pudiera hacer con ellos lo haría el «Coyote». Si Olsen no disparaba primero y daba en el blanco, no viviría para contarlo.

De las fundas pendían dos tiras de cuero para sujetarlas en torno a las piernas; pero de momento colgaban sueltas, pues llevar las pistoleras sujetas cuando se va a caballo es arriesgarse a perder las pistolas.

Olsen había cargado por sí mismo los cartuchos de sus revólveres, asegurándose de que los pistones estaban en perfectas condiciones, midiendo la pólvora con toda precisión y metiendo luego las balas de plomo en la cápsula, tras de asegurarse de que pesaban todas lo mismo y de que ninguna estaba deformada. Si fallaba un solo tiro sería porque el Destino lo había dispuesto así.

Presa de extraña emoción, Esperanza Sinton siguió desde detrás de su ventana todo lo que hizo Olsen.

Mientras éste se lavaba el pecho, la joven imaginó el efecto que en aquella carne produciría la herida de muerte.

Había soñado y deseado tanto que el «Coyote», o quien fuera, matase a Olsen, que ahora se sorprendía del sentimiento de culpabilidad que la embargaba. También le extrañaba el sentir un poco menos de odio hacia aquel hombre. Y, al mismo tiempo, una sombra de piedad.

A las diez de la mañana, ya a caballo, Olsen inició el camino hacia Lucero. Cuando pasó al pie de la ventana de Esperanza, inclinó la cabeza en mudo saludo, presintiendo la presencia allí de la mujer por quien iba a arriesgar su vida.

La joven recordó la frase ritual de los gladiadores en el circo. ¡Los que van a morir te saludan! Lo había leído en una novela y ahora lo estaba oyendo como si lo dijera el propio Olsen.

Su padre entró un momento después.

- No sé si alegrarme de perder a Olsen -dijo-. Lo necesitaré; pero él sabe que me hace falta y se ha vuelto muy exigente.

Esperanza no replicó. Había estado a punto de decir algo inaudito. Por fortuna se supo contener; pero un momento después, sin saber por qué y dando a todos la impresión de obedecer a un morboso impulso, montó a caballo y galopó hacia Lucero.

Olsen estaba frente a la taberna, paseando de un lado a otro de la calle, con las manos siempre cerca de las culatas de sus revólveres, atento el oído a la menor señal que anunciara la llegada del «Coyote».

Aparecía muy tranquilo. Todo el fatalismo de su sangre india se había apoderado de él. Lo que tuviera que ocurrir sucedería inevitablemente. El sólo debía ser el instrumento del Destino. Para su bien o para su mal.

Varias veces comprobó la flexibilidad de sus manos, la ligereza de sus nervios, la perfecta «salida» de los revólveres, que se movían en las fundas como engrasadas bielas. No existía el peligro de qué ninguna de las dos armas quedara encajada en la funda.

A las once en punto salió el dueño de la taberna para anunciar a Olsen la hora que era, uniendo su curiosidad a la de todos los que habían acudido a presenciar el duelo. Muchos no creían que el «Coyote» aceptase el desafío. No por miedo, sino por no estar allí o por no querer exponerse a caer en una trampa.

No obstante, la calle hallábase llena de gente que ocupaba los lados, dejando el centro a los que deseaban matarse.

Olsen captaba, indiferente, el odio que le profesaban todos los testigos de la inminente lucha. Sabía que le deseaban la muerte; pero también sabía que, a pesar de ser tantos, no se atrevían a atacarle. Rogaban por su muerte a manos del «Coyote»; pero eran incapaces de ayudar al enmascarado atacando en grupo a su odiado enemigo.

Esto le hacía sentirse más fuerte y más seguro de sí mismo.

Al mismo tiempo, la presencia de tantos curiosos le daba la seguridad de que la llegada del «Coyote» no le cogería desprevenido. La multitud gritaría en cuanto viese llegar al enmascarado jinete.

En aquello se equivocó, porque al aparecer el «Coyote» en el extremo de la calle que Olsen no podía ver, nadie dijo ni una palabra. Ninguno quiso prevenir al mestizo. Y todos los alientos se contuvieron, logrando por la causa opuesta el mismo efecto. No fue el griterío lo que previno a Olsen. Fue aquel silencio, denso como el plomo, el que le hizo comprender que se acercaba su adversario.

Esperanza Sinton seguía, desde su escondite en el almacén, los movimientos y reacciones de Olsen. Estaba trastornada por los desconcertantes pensamientos y sentimientos que se agitaban en su pecho. ¿Cómo podía ella sentir angustia por la suerte del hombre a quien odiaba y que tanta repulsión le producía?

Muchas veces al pensar que «Indio» Olsen, el mestizo, podía estrecharla entre sus brazos y tener derecho legal a besarla y acariciarla, Esperanza había sentido vergüenza y repugnancia. ¿Por qué ahora notaba la proximidad de un terrible sentimiento? No llegaba a sentirlo aún. Presentía que iba a sentirlo.

- Dios mío, perdóname -pidió mentalmente-. Hazme ser fuerte y tener fe en mis propias convicciones…, que se me están desmoronando.

La figura de Olsen era de una gran belleza plástica. Alto, esbelto, cimbreante, ágil. Parecía un bailarín a punto de iniciar una trágica danza.

Se movía sobre las puntas de los pies, con las manos entreabiertas casi junto a las culatas de los revólveres, dispuesto a empuñarlos en cuanto la figura del «Coyote» apareciera en la calle a distancia segura.

El sol hacía brillar las platas de su traje y de sus espuelas. La muerte parecía flotar sobre él, amparándole o a punto de descargar su guadaña.

En aquel momento, doblando el recodo de la calle y apareciendo frente a Olsen, a cien metros de él, se vio la sombría figura del «Coyote». El ancho y alto sombrero, el negro traje y el revólver, muy bajo, a su derecha.

Era una figura menos airosa que la de Olsen; pero había en ella más fuerza. Incluso más seguridad y más indiferencia.

Olsen sintió como un golpe en el pecho y sus manos se acercaron más a los revólveres. No llegó a desenfundarlos, porque a noventa metros es difícil acertar de un solo disparo en un punto preciso. Y si el primer disparo no mataba al «Coyote», éste sería el vencedor. Era mejor esperar e ir al encuentro del enmascarado.

Olsen empezó a andar pisando con las puntas de los pies, mientras el «Coyote», con la misma indiferencia de siempre, seguía adelante, moviendo los dedos de la mano derecha cerca de la culata del revólver.

Olsen respiró profundamente. Había caminado diez pasos y sentíase cansado, como si hubiera llevado a cuestas una tonelada. Diez pasos más y ya podría disparar, aunque cincuenta metros seguían siendo una distancia excesiva. Lo prudente sería esperar hasta los veinticinco metros; pero el «Coyote» había disparado muchas veces a distancias mayores de veinticinco metros y sus adversarios no vivieron para poder decir que falló el tiro.

Esperanza le seguía con fija mirada. Era como estar presenciando los preparativos de una ejecución. Reo y verdugo iban uno al encuentro del otro. El «Coyote» mataría a Olsen, pero la sentencia había sido dictada por ella. Ella condenó a muerte a Olsen y ahora iba a ver cómo se cumplía la sentencia.

La calle era como una ancha avenida de pupilas fijas y bocas cerradas. Nadie hablaba. Todos miraban con los ojos desorbitados, esperando que sonasen los disparos y una de las dos figuras cayera al suelo.

Al llegar a los treinta metros, Olsen notó que había recorrido diez pasos sin respirar. Abrió la boca y empezó a tomar aire.

Era lo que esperaba el «Coyote». Olsen había cometido el error de perder su ritmo respiratorio. Aunque intentara reparar el fallo, ya no estaba a tiempo. No podría superar el instante de desconexión que existía en su organismo y que, si no era suficiente para impedir que Olsen desenfundara sus armas, bastaba para reducir en una décima de segundo su velocidad.

La mano del «Coyote» desapareció de donde estaba y lo mismo ocurrió con las de Olsen; pero el disparo del enmascarado sonó una fracción de segundo antes que los disparos de Olsen, cuyos revólveres apuntaron contra el suelo cuando hicieron oír su atronadora voz.

Muchos se dieron cuenta de la diferencia entre el disparo del «Coyote» y los de Olsen. El primero sonó débil en comparación con la atronadora voz de los 44 del mestizo.

Pero éste, después de disparar contra el suelo, soltó los dos revólveres, dio un par de pasos adelante, se dobló hasta caer de rodillas en el polvo y permaneció allí, en aquella postura, sin terminar de caer; pero sin fuerzas ni voluntad para nada más.

- El «Coyote» ha utilizado un Colt del treinta y dos -dijo uno que estaba cerca de Esperanza-. Ni que hubiera salido a cazar conejos.

- En su lugar, yo habría usado un cuarenta y cinco -dijo otro-. Con esos calibres pequeños hay que ser muy buen tirador para conseguir algo. En cambio, con un «pepino» del cuarenta y cinco lo mismo detienes a un gigante que a un toro. El empujón que da la bala es suficiente.

- Además, destroza todo el organismo -dijo otro-. Al que le meten bien metida una de esas balas ya pueden empezar a enterrarlo. Mientras que esas del treinta y dos sólo matan si pegan en el corazón.

- Ahora le rematará -dijo otro-. ¡Fijaos!

El «Coyote», dejando atrás la humareda del disparo, que se quedó; flotando en el inmóvil aire del mediodía, llegó junto a Olsen con el revólver amartillado y sin perderle de vista pasó junto a él y llegó donde estaban los revólveres de su adversario. Los recogió del polvo y, guardando su pequeño 32, conservó en las manos los 44 de Olsen.

Este seguía de rodillas, apoyándose en el suelo con la mano izquierda. No se veía ninguna herida; pero en el suelo ya había sangre.

- ¡Acabe de una vez! -pidió Olsen al enmascarado.

El «Coyote» mostró, al sonreír, su blanca dentadura.

- No admito órdenes. Las doy. Cúrese y luego márchese de aquí. ¡Que no le vea nunca más, porque entonces emplearé una bala del cuarenta y cinco y pondré en la dirección otro punto de destino más importante! En mitad del corazón.

- ¿Por qué no aprovecha ahora su ventaja?

- Porque hasta en los lobos admiro el valor, Olsen. Y usted es valiente. Tome.

Se inclinó y, ante la general estupefacción, metió los dos revólveres en las fundas de «Indio». Luego le cogió por el sobaco derecho y le ayudó a levantarse.

- ¿Podrá llegar hasta su caballo?

- ¡Suélteme! -gritó Olsen-. Esto es peor que si me hubiera matado. ¡No le he pedido nada! ¡Suélteme!

- Como quiera. Adiós.

El «Coyote» dio media vuelta y, volviendo sobre sus pasos, fue en busca de su montura, El silencio entre los espectadores había adquirido nueva intensidad. Nadie entendía aquella extraña justicia del «Coyote».

Pero si éste había perdonado, los otros no estaban dispuestos a ser tan generosos. Olsen estaba herido en el costado derecho o en la cadera, no podía moverse y la pérdida de sangre embotaba su mirada. También sus manos se movían torpemente. Era el roble caído y todos quisieron hacer leña de él.

Mas antes esperaron a que el galope del caballo en que se marchaba el «Coyote» sonase bien lejano. Cuando dejaron de oírlo, todos, como obedeciendo a una orden que nadie había dado, avanzaron hacia el herido. Varias cuerdas fueron desenrolladas.

Olsen, como hipnotizado, les veía hacer sin poder reaccionar. O tal vez no quería, porque la vida que el «Coyote» le había regalado le resultaba insoportable, humillante y despreciable. ¡No quería deber nada a nadie!

Desde su observatorio, Esperanza Sinton vio cómo se formaba un amplio semicírculo en torno a Olsen y luego, una vez formado, se iba cerrando hacia él. El sol hacía brillar las claras cuerdas de los linchadores y, entre tanto, la víctima permanecía junto a su caballo sin hacer nada. Indiferente. Casi majestuosa.

Esperanza no pudo resistir más. No analizó sus sentimientos. No quiso pensar por qué hacia aquello. Y no quiso porque desde hacía unas horas conocía la respuesta. Cogiendo su pequeño Spencer, se lanzó hacia la masa de linchadores y se abrió paso a través de ella como un hierro candente a través de una masa de manteca. Surgió de pronto frente a Olsen, a quince pasos de él, que, al verla empuñando un rifle, sonrió con amargura.

- Dispare, señorita Sinton -dijo con voz clara-. Usted tiene muy buena puntería; pero ni aunque me destroce el corazón podrá matar mi…

Esperanza llegó junto a él y entonces, volviéndose hacia los que se habían detenido para ver en qué terminaba el encuentro entre la joven heredera de Sinton y el mestizo, gritó:

- Voy a disparar hasta que termine las balas. ¡Cobardes!

El clic-clac de la palanca metiendo una bala en la recámara del rifle fue como una campanada de aviso a los linchadores.

Luego sonó un disparo y un surtidor de polvo brotó a medio metro de los pies de los que rodeaban a Olsen. Esperanza había tirado sin apuntar, pero ahora, con el arma a la altura de la cadera, estaba a punto de disparar recto al grupo.

- ¿Por qué hace esto, señorita? -preguntó Olsen.

- ¡No me lo pregunte! -sollozó Esperanza-. ¡No puedo contestar! ¡No quiero! ¡No me lo pregunte!

Las lágrimas corrían por sus mejillas. Lágrimas de vergüenza, de humillación; pero también de algo más. De algo más fuerte que el orgullo, que la sangre y más fuerte que la vida misma.

Olsen comprendió y sus manos empuñaron como por ensalmo los revólveres que le habla devuelto el «Coyote».

Lo mismo que el viento del otoño barre las hojas secas de los caminos tirándolas a la cuneta, los dos revólveres barrieron, con sólo su aparición, la cobarde masa de linchadores. Huyeron a la desbandada, aterrados, como si ante sus ojos hubiese resucitado un muerto.

Esperanza y Olsen quedaron solos en medio de la calle. El mestizo volvió a enfundar sus revólveres. Acercóse más a su caballo y trató de montar en él.

Sin decir nada, Esperanza sostuvo de las riendas al animal, evitando que al moverse impidiera a Olsen montar. Luego le ayudó con todas sus fuerzas.

Desde lo alto dé su montura, Olsen bajó la vista y encontró la mirada de Esperanza hundida en el suelo, humillada.

- Déme las riendas, por favor, señorita Sinton.

Ella obedeció sin mirarle.

- He sido mala -dijo.

- Usted pudo matarme el día en que para salvar al «Coyote» destrozó el catalejo. No lo hizo y se lo agradecí. Y hoy le agradezco lo que ha hecho. No volveré a importunarla con mi presencia. Adiós y… gracias…

Hablaba humildemente, como un esclavo.

Al mismo tiempo, y con suavidad, tiró de las riendas que aún sostenía Esperanza, y, conteniendo las náuseas que le producía la herida, hizo que su caballo siguiera hacia el Oeste, camino del rancho de Sinton.

Al cabo de un momento, y a través del zumbido de la sangre en sus oídos, Olsen oyó los pasos de otro caballo, luego Esperanza Sinton apareció a su lado.

Juntos fueron cabalgando por el camino de Paso Lucero. A media tarde, Esperanza vendó la herida de Olsen. Y aquella noche, cuando fray Miguel de los Santos iba a cerrar las grandes y agrietadas puertas de la humilde misión de San Miguel, vio llegar directamente, como si fuesen a entrar en la misión a caballo, un hombre herido y una mujer que le sostuvo y le ayudó a desmontar.

El franciscano acudió a prestar su ayuda.

- ¿Qué puedo hacer por ustedes? -preguntó.

- Nada -dijo Olsen-. No hemos venido a molestarle.

- Sí; tenemos que molestarle, padre -dijo Esperanza-. Tiene que casarnos.

- No -dijo Olsen-. Eso, no. Ella quiere sacrificarse.

- Lo quiero, padre. Y mis motivos son honrados.

- Para celebrar el matrimonio es imprescindible el mutuo consentimiento, hija mía -replicó el fraile.

- Yo amo a este hombre, padre. Y además de quererle tengo con él una deuda que debo pagar.

El franciscano miró a Olsen. El hombre vaciló moral y físicamente.

- Si ella quiere… -musitó, apoyándose en la joven-. Pero yo no la merezco, padre. Mi sangre y mí piel…

- Dios no entiende de sangres ni de colores -murmuró fray Miguel-. Si es vuestra mutua voluntad uniros en matrimonio…, sólo hace falta un testigo; pero a estas horas… no sé si podremos encontrarlo.

Volvióse hacia el interior del templo.

- Sí, fray Miguel de los Santos, puedo servir para eso -dijo una voz de hombre que a Esperanza le resultó vagamente familiar.

Luego, cuando el que estaba en el templo avanzó por el pasillo central, Esperanza identificó su paso, su gran sombrero, que ahora llevaba en la mano, y, sobre todo, el antifaz que le cubría el rostro.

- ¡El «Coyote»! -murmuró-. ¿Qué hace aquí?

- Estaba seguro de que vendrían y me adelanté para esperarles por si me necesitaban. Dentro de un momento llegarán dos de mis hombres que podrán firmar en el registro de matrimonios. La firma del «Coyote» tal vez no resultase legal; pero seré testigo de su boda.

Esperanza inclinó la vista. Fray Miguel se retiró, dejando solos a los tres.

- ¡Le extraña mi comportamiento, ¿no? -preguntó la joven al «Coyote»-. Yo creía odiarle y, en realidad, le amaba. Pero le quería en contra de todas mis opiniones y sentimientos.

- Creo que comete un error -dijo Olsen.

- No sé -murmuró el «Coyote»-. Creo que todos los obstáculos aparentes sólo sirvieron para ocultar el amor verdadero antes de ahora. Pero habiendo salido el amor a la superficie, lo demás es agua pasada que ya no puede mover molino.

- La Ley puede perseguirme -dijo Olsen.

- Yo le conseguiré un indulto de todas sus culpas hasta el día de hoy. Luego pueden volver al rancho Sinton.

- No volveré nunca más allí -aseguró la muchacha.

- ¿Por qué no? -sonrió el «Coyote»-. Es su hogar. Allí está su padre y su fortuna. Aún pueden hacerse muchas cosas. Todo cambiará cuando el ferrocarril pase por Paso Lucero. Su padre, señorita Sinton, es un gran hombre, y usted una hábil mujer de negocios. Ha heredado de su padre su agudeza para los atrevidos negocios. Deje de ayudar a Daniels en contra de su propio padre. Y no crea que David Sinton fue el canalla que muchos creen porque le odian o le envidian. Como todos en la vida, hizo cosas malas y buenas; pero las malas no fueron tantas como usted misma imagina. Su padre se lo explicará.