CAPITULO V PRIMEROS CHISPAZOS
Horner vio cómo el jinete empezaba a cruzar el río. Las órdenes de Olsen eran concretas y terminantes. Debía disparar a matar y no fallar el tiro. Nadie, en pleno día, debía llegar hasta la orilla derecha del Sauces, si procedía de la orilla izquierda. Levantó el largo rifle Sharps, acabó de montar el percutor, que sólo estaba amartillado a medias, y esperó a que Jenkins llegara a unos ciento veinte metros. Horner se consideraba capaz de acertar un blanco mucho más difícil; pero no quería correr riesgos innecesarios.
Toda su atención estaba fija en el hombre que cruzaba el río. No pensó en que alguien podía haber previsto aquella trampa. No imaginaba que nadie fuera capaz de verle, teniendo el sol de cara. El podía disparar a placer, con el sol a su espalda y. viendo cómo sus rayos cegabán a Jenkins. Este cruzaba el rio por el lugar previsto por Olsen: el vado. No obstante, más arriba y más abajo había otros centinelas apostados por si a alguien se le ocurría cruzar a nado el Sauces.
La distancia se había reducido a menos de ciento cincuenta metros. El tiro se estaba haciendo excesivamente fácil. Horner apoyó el rifle sobre una piedra y afinó la puntería. Una bala del 45-100-550 en el pecho abría un boquete que ningún cirujano era capaz de tapar. Con otros rifles se hacía imprescindible apuntar a la cabeza y acertar el difícil blanco. Con el Sharps-Creedmoor, modelo 1869, no se podía fallar un tiro a menos de doscientos metros. Los puntos de mira eran de una precisión increíble, y todas las piezas del arma parecían, por lo perfectas, salidas de una relojería y no de una armería.
El gatillo podía sensibilizarse de tal forma que soplando sobre él se provocaba el disparo.
Horner había probado muchas veces aquel rifle, del que tan orgulloso estaba. Lo había ganado en un concurso de tiro celebrado en Bridgeport, y más que un arma de fuego corriente era un rifle de lujo, digno de un coleccionista de armas.
Había llegado el momento de comprobar sobre un ser de carne y hueso cómo se portaba el Sharps. Horner centró los puntos de mira contra el pecho de Jenkins y acercó el índice al gatillo en el momento en que desde la otra orilla, y empleando un riñe mucho peor, el «Coyote» disparaba sobre el reflejo del sol en el punto de mira del Sharps.
Este se disparó al caer sobre él Horner, con la cabeza destrozada por el proyectil, y Jenkins, que de momento, al oír silbar sobre su cabeza una bala que llegaba de la otra orilla, pensó que su «compañero» le quería impedir la feliz llegada a la margen opuesta, comprendió al oír la detonación del Sharps de Horner y ver la humareda del disparo, que tenía muy bien guardadas las espaldas.
Volviéndose, agitó la mano derecha en mudo pero expresivo saludo a «Martínez», y aquella noche, cuando de nuevo cruzó el río y volvió al barracón del «Círculo D», lo hizo siendo portador de un rifle que entregó a su compañero.
Volviéndose, agitó la mano derecha en mudo, depositando el arma sobre el camastro.
El «Coyote» tomó entre sus manos el rifle y lanzó un silbido de admiración.
- ¿De dónde lo ha sacado, Jenkins? -preguntó.
- Lo encontré debajo de un muerto que tenía una bala dentro del ojo izquierdo. Por cierto que… me olvidaba de darle las gracias. Fue usted muy oportuno. ¿Con qué rifle disparó?
- Un Spencer que tenía usted por aquí, muy descuidado.
- ¡No es posible! -Jenkins sintió que un cabrilleante escalofrío galopaba por todo su cuerpo-. Con ese rifle no he podido dar jamás en el blanco. Y le aseguro que no eran blancos pequeños. Todo lo contrario. Si llego a saber que me protegía usted con semejante chatarra, me hubiese muerto del susto.
- Conozco todos los trucos y las malas artes de los Spencer -replicó el «Coyote». Con sólo mirarlo comprendí que su rifle desviaba veinte centímetros a la derecha, en un disparo a doscientos metros. Se portó bien. Ni mejor ni peor de lo que yo esperaba.
- ¿Qué clase de tirador es usted?
- Bastante bueno -sonrió el «Coyote»-; pero no divulgue mi habilidad. En estas tierras, en cuanto la gente sabe que uno es buen tirador, ya le buscan para convencerle a tiros de que no es tan bueno como él mismo se figura.
- Conozco a la gente. No diré nada y le estaré agradecido siempre. Me alegro de haberle traído el rifle del muerto. Me parece que es de los mejores.
- No había visto otro igual -contestó el californiano, acariciando el arma como si fuese un ser vivo.
Era un Sharps especial, hecho a mano. Sin duda, uno de los prototipos fabricados para experimentación y por encargo. El cañón medía unos noventa centímetros de largo. Era redondo, modelo «Rigby». Estaba grabado a buril y con incrustaciones de oro y plata, representando los dibujos, hojas, flores y frutas, así como pájaros exóticos y fantásticos. Sobre el cañón se leía: «Sharps Rifle Company. Bridgeport. Comí.» y en un lado del mismo cañón: «Pat., april 5, 1869». Las alzas eran micrométricas, y la culata, de roble circasiano, era de un amarillo suave, pulida y abrillantada como un espejo.
- Es maravilloso -comentó el «Coyote».
Amartilló el riñe varias veces para deleitarse con el cristalino eco del acero de los muelles. Era como el tañido de una campana. Y a los oídos del «Coyote» aquello era música arrebatadora.
- También traje las municiones que el tipo tenía en su poder.
Jenkins acompañó aquellas palabras con la entrega de medio centenar de cartuchos de gran calibre.
- ¿Qué tal fue la comisión? -preguntó el «Coyote», guardando los cartuchos-. ¿Aceptaron?
- Sí. Mañana empezarán a traer ganado al «Círculo D». Están dispuestos a todo con tal de impedir a Sinton que se beneficie de su ruina.
- A Sinton no le gustará eso. ¿Ha avisado al banco?
- Sí.
- Esa plata nos va a estropear lo mejor de nuestro negocio.
- Temo que lo haya estropeado totalmente. Pero podemos obtener algunas compensaciones. Ahora, descansemos. Mañana será otro día. A primera hora empezarán a llegar las reses.
- ¿Cómo se tomará Sinton la muerte de uno de sus hombres?
- Mal.
- ¿Cómo reacciona cuando se enfada?
- Hace que sus hombres disparen.
- ¿Nunca ha intentado venir al «Círculo D»?
- No. Tiene miedo. Alguien le presagió que aquí le pasaría algo malo.
Olsen se sentó frente a Sinton y explicó lo ocurrido:
- Un balazo en el ojo. Muerte instantánea. Horner no era de lo mejor; pero servía para estos trabajos. A la gente no le gusta que se deje sin castigo la muerte de uno de los suyos. Hay que hacer algo.
Sinton hizo un gesto de impaciencia.
- Ahora no me interesa lo que haya podido ocurrirle a uno de mis hombres. Acabo de saber algo mucho más importante, Olsen. Daniels ha encontrado la plata y va a enviarla al banco para pagar su hipoteca. ¡Veinte años escondida en el sótano! ¡Ciento sesenta mil pesos! ¡Tanto tiempo sabiendo dónde estaba la fortuna principal del viejo, y sin atrevernos a ir!
- A mí no me lo dijo. Yo hubiera ido.
- No era necesario. Ahora será más fácil. Para llevar el dinero al banco tienen antes que hacerlo cruzar el río.
Te apoderarás de él. ¡De todo!
- No será fácil. Uno de ellos es un tirador maravilloso. Y si además el «Coyote» ronda por allí…
- No te preocupes, Olsen. Tú ve a convencer a esos idiotas de que no les conviene llevar sus ganados al «Círculo D». Yo me encargo de impedir que la plata llegue al banco. Evita derramamiento de sangre; pero no lleves demasiado lejos tus esfuerzos para conservarla dentro de las venas de esos cuerpos. Si meten todo el ganado en las tierras de Daniels, nos estropean lo mejor del negocio.
- Lo evitaremos.
Olsen salió al frente de quince hombres bien armados, camino de Lucero, y se dirigió al rancho de Forrest, el más importante de todos.
Forrest les vio llegar y no se hizo ilusiones acerca del motivo de la visita del mestizo. Como aún estaban lejos, pudo reunir a sus hombres. Eran seis. Cuatro mejicanos y dos yanquis.
Les dijo lo que podía ocurrir y que no les consideraba obligados a arriesgar sus vidas por cuarenta dólares al mes.
Los dos vaqueros de Montana asintieron con la cabeza y, montando a caballo, se retiraron de la lucha sin pedir ni la parte de sueldo que les correspondía. Los cuatro mejicanos fueron en busca de sus rifles y esperaron junto a su jefe la llegada de Olsen.
Este y los suyos miraron despectivamente a los cuatro mejicanos y a Forrest.
- Si no puede reunir más fuerzas que éstas, no busque pelea, Forrest -dijo Olsen al ganadero-. Es mejor que lleguemos a un acuerdo. Su ganado nos interesa. ¿Cuánto quiere por él?
- No vendo.
- ¿Se da cuenta de lo mucho que arriesga con esa negativa?
- Me doy cuenta de muchísimas cosas, Olsen; pero ahora ya no estamos solos. Tenemos un jefe y vamos a pelear.
- ¿Los cinco? -Olsen soltó una carcajada. Mientras hablaba mantenía su caballo en continuo movimiento, atrayendo hacia sí la atención de Forrest y los otros.
Forrest lamentaba haber dejado llegar a los de Olsen hasta allí. Ahora era demasiado tarde para resistir con alguna posibilidad de éxito. Todos los hombres de Olsen llevaban revólveres y los tenían al alcance de la mano. Podían disparar seis veces cada arma, mientras que los mejicanos sólo estaban en condiciones de hacer cuatro disparos. Uno cada uno. Luego…
- ¿Qué quiere, Olsen?
- Comprarle su ganado.
- ¿Y si no quiero vender?
- No pregunte esas tonterías.
- No quiero venderles a ustedes.
Olsen apenas movió la mano, que apareció armada con un amartillado revólver, que cubrió a los cinco hombres con un continuo y oscilante movimiento.
- Las manos al cielo - dijo-. ¡Pronto!
Ninguno intentó resistir. Habían dejado pasar la oportunidad de defenderse y tanto los mejicanos como, sobre todo, Forrest, se daban cuenta de que obedeciendo podían ganar algo. Tratando de resistir lo perderían todo. ¡Y lo perderían en seguida!
- Entraremos en la casa y discutiremos lo que nos conviene a todos -dijo Olsen.
Como todas las de Paso Lucero, a excepción de algunas que fueron levantadas en tiempo de los españoles, la casa era de madera, a la que el clima había comunicado una sequedad de yesca. Apenas hubieron entrado los cinco hombres, seguidos por Olsen y unos cuantos de los suyos, fueron atados con tiras de sábanas, que luego fueron empapadas con petróleo.
- Cuando os encuentren, no estaréis ya atados -dijo Olsen.
Forrest estuvo a punto de protestar, pero viendo la resignación de que hacían gala los mejicanos, irguió la cabeza. Sabía que nada iba a conseguir suplicando por su vida. Mirando a Olsen, escupió:
- ¡Mestizo!
El insultado insinuó la sombra de una vaga sonrisa.
- A todo condenado se le concede el favor de decir unas cuantas palabras antes de morir. ¡Buen viaje!
Habían traído al salón el barril de petróleo para las lámparas y lo vaciaron estratégicamente para conseguir una rápida combustión; luego, unas cuantas cerillas encendidas prendieron en el petróleo, y las llamas lo invadieron todo. Cuando llegaran a los cinco condenados, prenderían en las sábanas y así los cadáveres, al ser hallados, no presentarían ninguna ligadura que pudiera indicar la criminal condición del suceso.
- Pero todos sabrán la verdad y… comprenderán -dijo Olsen. Montó a caballo y ordenó-: Tú, Castle, quédate con Morrison, Gonzaga y Seller por si alguien viniese a apagar el incendio. ¡Que no lo apaguen! Nosotros vamos a estar presentes en otro sitio. No podrán acusarnos de nada.
- ¿Y a nosotros? -preguntó Castle.
- Vosotros tendréis una coartada en el rancho. No os preocupéis.
Olsen y los otros se fueron al galope, y el polvo que levantaron sus caballos se mezcló con el humo del incendio. Castle y sus compañeros fueron a colocarse en una pequeña y rocosa loma desde la cual podían dominar el camino. Subieron a ella llevando de las riendas a sus caballos.
- En cuanto se hunda el tejado nos marcharemos -dijo Castle.
- No me gusta esta clase de trabajo -protestó Gonzaga.
Castle miró, despectivo, al mejicano.
- ¿Crees que te pagan cien dólares al mes por tus habilidades como domador de potros? Cobras sueldo de asesino. Y no digas que no lo sabías.
- Al «Coyote» no le gustan estas cosas -dijo Gonzaga.
- El «Coyote» está ahora en el fondo del río.
- Ya lo han dado por muerto docenas de veces y siempre ha resucitado.
- Esta vez, no. Porque aunque hubiera llegado vivo a la otra orilla, los de Daniels lo habrían matado…
Un relincho sonó al otro lado de las rocas de la cumbre y los cuatro hombres intentaron desenfundar sus revólveres; pero cuatro disparos casi simultáneos brotaron desde el punto hacia el cual se dirigían, y como una aparición surgió de improviso, ante ellos, empuñando dos humeantes revólveres, un enmascarado vestido a la mejicana.
- ¡El «Coyote»! -gritó Gonzaga, levantando las manos mientras de su oreja izquierda, destrozada por un balazo, brotaba un chorro de sangre. Sus tres compañeros le imitaron en todo, señalados para el resto de su vida con la infamante marca del «Coyote».
Este avanzó hacia ellos, ordenando por encima de sus humeantes Colts:
- Bajad a la casa, sacad a los que están en ella, y si veis que llegáis tarde y que vuestra canallada ya no tiene remedio, no os molestéis en salir. Os obligaría a volver adentro. Y no imaginéis que dispararé a mataros. Tiraré contra vuestras piernas, y de todas formas arderéis vivos. ¡Pronto! Se me ha terminado la paciencia. Que salgan ellos delante. Luego vosotros. Y una vez fuera, podéis volver al rancho. Yo no os haré nada más.
- Pero… -comenzó Castle,
Otra vez habló uno de los revólveres del «Coyote» y la oreja derecha de Castle perdió todo el lóbulo.
- Ya os he dicho que mi paciencia se ha terminado.
Los cuatro corrieron alocadamente hacia el incendiado rancho y entraron en él, hacia las llamas, huyendo de un peligro que les resultaba mucho mayor e inmediato.
El «Coyote» montó en su caballo y les siguió, llegando cuando Forrest y los mejicanos, lívidos de terror y ennegrecidos por el humo, salían de aquel infierno, empujados por Castle y sus compañeros, que habían llegado tan a punto que al momento, apenas hubieron puesto los pies en el exterior, la techumbre de la casa hundióse con estruendo sobre un volcán de llamas, humo y chispas.
- ¡Es el «Coyote»! -exclamó uno de los mejicanos, que quiso precipitarse a los pies de su salvador.
Este ordenó:
- No hagas tonterías, hombre. Y no te metas en medio cuando tengo las armas en las manos. -Dirigiéndose a los de Castle, dispuso-: Ya os podéis marchar.
Iban a obedecerle cuando llegaron, en frenética galopada, veintitantos hombres del pueblo, que acudían, atraídos por el incendio.
- ¿Qué ha pasado? -preguntó Rice, ganadero que se había erigido en jefe de la partida.
- Nos querían quemar vivos -explicó Forrest-. El «Coyote» nos salvó. Hizo que ellos mismos nos sacaran del fuego… Tan a punto…
Las sangrientas marcas del «Coyote» indicaron a los jinetes quiénes eran los culpables y Rice gritó, descolgando su lazo:
- ¡Empecemos a hacer justicia! Cuerdas y árboles.
Tenemos suficiente de todo…
- ¡Un momento! -ordenó el «Coyote»-. Los doce primeros que intenten poner sus manos encima de estos hombres, fracasarán. Los demás tal vez lo consigan. Cuando quieran pueden empezar.
Nadie se movió y, sonriendo bajo su antifaz, el «Coyote» dijo:
- Dense prisa. Tengo ganas de ver quiénes son los doce hombres más valientes de los aquí reunidos.
- ¿Defiende usted a estos asesinos después de haberles puesto su propia marca? -preguntó Rice, con acento de herida dignidad.
- Trato de evitar que el número de asesinos aumente. He prometido la vida a estos cuatro hombres y, tanto si van al Cielo como si bajan al Infierno, no quiero que desacrediten la palabra del «Coyote». Por lo tanto, regresen ustedes al pueblo y, si tantas ganas tienen de pelea, vayan a buscarla donde pueden encontrar hombres como ustedes, vivos y bien armados.
- Está bien -dijo Rice-. Esta vez gana usted, «Coyote»; pero no olvidaremos lo que ha hecho.
- Tiene razón el «Coyote» -dijo Forrest-. De no ser por él, ahora estaríamos asándonos ahí -y señaló el montón de ascuas humeantes que era todo lo que quedaba de la casa-. Yo voy a llevar mis ganados al otro lado del río; pero ni ahora ni nunca olvidaré que todos los días o años de vida que me quedan se los debo al «Coyote».
Castle y sus tres compañeros montaron en sus caballos y se fueron sin que nadie intentara impedirles la marcha.
Cuando al cabo de media hora llegaron a los terrenos del rancho de Sinton, éste, que estaba en la galería con Olsen, notó en seguida las huellas de sangre que sus gentes traían en sus ropas.
- ¿Qué ha sucedido? -gritó.
Al ver las heridas y el lugar en que se hallaban, Sinton sintió como una puñalada en los ríñones. Olsen, que le había seguido y estaba a su lado, comentó:
- Fue muy lamentable que las cosas se nos estropearan cuando ya le teníamos cazado. Nos costará mucho volver a tener todos los triunfos en nuestras manos.
- Ese «Coyote» nos hundirá.
- Acabaremos con él -dijo Olsen.
Sinton se volvió, irritado, hacia su capataz.
- ¿Cómo? -preguntó, furioso.
- Siendo más listos que él.
- Nadie es más listo que el «Coyote» -dijo Esperanza Sinton, que había acudido a ver lo que pasaba-. Conoce todos los juegos y todas las trampas.
- Hay algo que no puede saber -dijo Olsen.
- ¿Qué? -preguntó, despectiva, la joven.
- Que yo soy mejor tirador que él.
- Si cree usted eso, se va a encontrar con un balazo en el cuerpo. Y la bala habrá salido del revólver del «Coyote».
- Las balas que dispara el «Coyote» no llevan mi nombre -dijo Olsen.
- Si lo cree, ¿por qué no le desafía?
Olsen irguió la cabeza. Su rostro jamás había sido tan inexpresivo; pero no habló en seguida, porque su voz hubiera denunciado su emoción. Al fin preguntó:
- ¿Por qué me odia tanto que hasta desea verme morir a manos del hombre que aspira a terminar con su propio padre, señorita Sinton?
- No tengo por qué contestar a esa pregunta. Además, yo no le odio, señor Olsen. Sólo le desprecio.
- No hables así -pidió Sinton.
- Si no fuese por la ley de la sangre, también te despreciaría a ti. Y si imaginas que habré de someterme a tus decisiones, te equivocas. Nunca seré la mujer de este mestizo.
- ¡Por favor! -rogó Olsen.
- Lo he decidido muy firmemente; pero… existe una posibilidad.
- ¿Qué quieres decir? -preguntó David Sinton.
- Antiguamente los reyes ennoblecían a sus guerreros elevándolos del ínfimo rango de mercenarios al de condes o duques, por el valor que demostraban en el campo de batalla. De un plebeyo podían hacer un príncipe. Sólo se necesitaba que el plebeyo fuera valiente. Si realizaba una fabulosa acción heroica, tenía la seguridad de merecer un premio y el honor de que en adelante se le recordase por su acción y se olvidara su pasado.
- ¿Adonde va a parar, señorita? -preguntó Olsen.
- Yo no seré jamás esposa dé un hombre a quien todos consideran un asesino y, además, un mestizo; pero me casaría con ese hombre si todos le admirasen por algo que jamás logró hacer nadie.
- ¿Qué he de hacer?
- Desafiar al «Coyote». Hágalo acudir a Lucero y allí, en plena calle, a la vista de todos, sin engaño alguno, de hombre a hombre, mátele. No me importará ser la mujer del hombre que ha vencido al «Coyote», si le ha derrotado noblemente.
Olsen movió la cabeza.
- Lo dice creyendo que yo sería el vencido.
- Sí. Es verdad -replicó Esperanza-; pero si por suerte o valor ganase usted, yo cumpliría mi palabra. Si el triunfo lo consiguiese usted por medio de una traición, no ganaría nada.
- ¿Y si el «Coyote» no acudiese a mi reto?
- Sólo he puesto una condición: mate usted cara a cara al «Coyote» y seré su mujer. Mientras viva el «Coyote» nunca me casaré con usted.
Olsen irguió la cabeza.
- Mi familia es noble. Mi sangre india es la mejor que puede haber. Pero no importa. Si he de matar al «Coyote» para que su capricho se cumpla, le mataré.
Hizo una pausa antes de terminar;
- Si antes no me mata él a mí. De las dos maneras ganará usted, señorita Sinton. Su vanidad o su odio quedarán satisfechos y, a pesar de todo, aunque debería despreciarla, no puedo evitar el amarla aún más que antes. Y lamento que no pueda usted sentir hacia mí una mínima parte del amor que yo le profeso.
De nuevo se interrumpió a causa de una íntima emoción que su orgullo le impedía demostrar. Luego siguió:
- Puede usted burlarse de mis sentimientos, si lo desea; pero sepa que si lo hace se burlará de algo noble y honrado. De lo único bueno que hay en mi, señorita Sinton. No me interesa ser bueno. Nunca he querido serlo; porque la bondad es, casi siempre, cobardía. Yo no soy cobarde. Pero la quiero. No puedo evitarlo. Si pudiera arrancarme el cariño que siento hacia usted, me lo arrancaría, aunque tras él siguiera mi propio corazón. Mas, aunque me matase, mi alma seguiría queriéndola. Sé que el alma no puede morir y por eso me resigno a seguir amándola. Ya ve que le enseño mi juego y mis armas. Puede hacer lo que se le antoje. ¿Quiere que mate al «Coyote»? Le mataré… o moriré en el intento. Así se verá usted libre de mí. Y… como tal vez no tenga ocasión de hablar de nuevo con usted, sepa que si he permanecido aquí ha sido porque la quise desde que la vi por vez primera. Si he matado, robado y engañado en beneficio de su padre, lo hice porque así me aseguraba el permanecer a su lado y me garantizaba el poderla ver todos los días. Si he cometido muchas de esas cosas que la gente llama canalladas, lo hice para ascender en el aprecio de su padre. Para serle útil y necesario. Para resultarle tan imprescindible que, para no perderme, tuviera que darme hasta lo más importante de todo. Por eso he sido lo que soy y lo que usted desprecia. Pero ahora ha llegado mi momento. Usted ha puesto sus condiciones y yo las he aceptado. Espero que nunca se vuelva atrás.
- Haré honor a mi palabra -dijo Esperanza-. Y si no le importa casarse con una mujer que le odiará y despreciará durante toda su vida, cumpla mis condiciones.
- Así lo haré. Adiós.
- ¿Adonde va, Olsen?
La pregunta de Sinton no obtuvo respuesta del mestizo. Este, muy alto y erguido, caminando con envarado paso, se fue hacia donde estaba su caballo y, después de ensillarlo con lenta minuciosidad, montó sobre él y se dirigió hacia el Oeste, como si huyese de aquellas tierras.
Tardó cinco días en regresar de Los Angeles. Al volver trajo mil tarjetones de veinte por quince centímetros, en los cuales había hecho imprimir:
DESAFIO AL «COYOTE»
El próximo sábado, desde las once de la mañana a las tres de la tarde, le espero en la calle Mayor de Lucero, frente a la taberna EL LUCERO DE LA TARDE, para matarle o ser muerto por usted. Iré armado con dos revólveres calibre 44, sin rifle. No trato de tender ninguna trampa. Lucharé cara a cara y tendré mis armas enfundadas; pero dispararé en cuento le vea.
Olsen.
Y durante los dos días siguientes, los tarjetones fueron clavados en todos los árboles, en todas las puertas y pegados a muchas piedras, para que alguno de ellos llegase a manos de su destinatario.