CAPITULO III HARPER DANIELS
Harper Daniels se detuvo frente a los dos hombres. Su mano derecha sostenía el Winchester último modelo. De su cintura pendía un revólver Colt, calibre 44, con cachas de cedro. Estuvo unos instantes mirando suspicazmente al compañero de Jenkins. Al fin, preguntó:
- ¿Quién es?
- Ha venido a ayudarnos -dijo Jenkins.
- Anoche sonaron tiros. ¿Qué pasó?
- Hubo un tiroteo en la otra orilla del río -explicó Jenkins-. Acudimos a ver lo que pasaba. No tuvo ninguna importancia.
- Bien… -Harper Daniels calló y su expresión alteróse, haciéndose vaga y soñadora-. No me importa que se hagan disparos en las tierras de la otra orilla -dijo lentamente-; pero sólo yo tengo derecho de disparar aquí, en esta orilla. David vendrá a entregármela; pero no le servirá de nada, porque le mataré. Sí… Ha tardado mucho tiempo en venir desde San Diego. No aceptaré ninguna excusa…
Sus pensamientos volvieron a perderse en las nebulosas de su cerebro y de súbito, con una fiereza que sorprendió al «Coyote», gritó:
- ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí?
El revólver apareció como por ensalmo en su mano derecha, apuntando a Jenkins y al «Coyote», moviéndose de derecha a izquierda y viceversa, con el percutor levantado y el cilindro lleno de cartuchos.
- ¡Ya saben que no me gusta que vengan forasteros! He hecho poner muchos carteles que lo advierten. Díganme quiénes son. Pero si me engañan, sus nombres sólo servirán para marcar sus tumbas.
- Yo soy Bradford Jenkins, el hijo de su hermana Rosa.
- Rosa… -Daniels reflexionó-. ¡Ya recuerdo! Sí…, se casó con Jenkins… El era un hombre que no servía para nada… Sólo sabía robar… Nunca quiso trabajar. Al fin lo colgaron de un árbol. Era lo que se merecía. Lo digo tal como lo siento. Y si tú eres como tu padre, sobrino, no acabarás mejor que él. Servirás de comida a los buitres.
Tras un breve silencio, durante el cual reflexionó, Daniels continuó:
- Jenkins era una calamidad. No había nada bueno en él. Ni un rasgo. Ni un detalle. Ni un sentimiento. Ni siquiera una idea. Los indios zuñís le ayudaron a salvarse de sus perseguidores y él correspondió al favor robando veinte caballos y muchos víveres. Vino aquí y yo le quité los caballos y los hice devolver a los indios… Acabó por no tener amigos en ninguna parte. Por eso, al llegar la hora fatal, se encontró solo. Si eres hijo de mi cuñado, procura recordar cómo y por qué murió tu padre…
Volvió a callar y de nuevo siguió, siempre encañonando a los dos hombres, que no aprovecharon ninguna de las múltiples oportunidades que tuvieron para desarmarle o matarle:
- ¡Qué pareja! Pájaros del mismo plumaje. ¡Un par de buitres venidos al «Círculo D» a devorar las últimas piltrafas de carne pegadas al calcinado esqueleto…!
Irguió la canosa cabeza y con intenso brillo en los ojos dijo, adquiriendo una patética grandeza y golpeándose el pecho:
- ¡Pero el muerto aún vive! ¡Os lo advierto a los dos! Vivo y tengo afiladas las uñas.
Bradford Jenkins movió la cabeza:
- No se excite, tío. Este es José Martínez. Trajo el caballo roano que le quitaron hace unas semanas. Los asesinos a sueldo de Sinton le persiguieron hasta el río y estuvieron a punto de matarlo. Ahora se ha resguardado aquí y me ayudará a reunir algún ganado. Trabajará como vaquero…
- No puedo pagar el sueldo de ningún vaquero -dijo Daniels.
- Ya se lo dije…
- Tampoco admito criados a quienes no puedo pagar. No acepto limosnas de nadie. Y mucho menos de mis inferiores.
- Martínez trabajará a un tanto por ciento de lo que se gane. Como yo. El resto se lo daremos al banco hasta poner a flote el rancho. Es lo que acordamos.
Daniels enfundó su revólver. Vacilante musitó:
- ¡Ah, sí! Ya recuerdo…
Dio medía vuelta y volvió hacia su palacio. Jenkins comentó, riendo:
- Hay que repetirle las cosas continuamente. Su cerebro va a la deriva. Su primer impulso es disparar sobre todo forastero que se cruza en su camino. En el caso de usted habrá que estarle repitiendo día tras día que es usted de los nuestros y no de los otros. Por fin llegará a recordar su cara y ya no estará usted en peligro. Si se encuentra de nuevo con él, no imagine que le recuerde. Daniels no recuerda a nadie. Sólo vive pensando en la traición de que fue víctima. Si le vuelve a ver a usted pensará que es un enemigo y puede disparar y hacerle daño. En estos momentos ya no se acuerda de usted. A mí me ha olvidado docenas de veces. Si le pregunta quién es usted, conteste que es socio mío. Socio del sobrino de Harper Daniels. Eso tal vez lo recuerde. Ahora voy a echar un vistazo a los caballos. Quien ha visto los caballos del «Círculo D» puede afirmar que conoce a los mejores animales del mundo. No existen otros que se les puedan comparar. Usted ya ha comprobado su calidad. Es lo único que Harper Daniels ha defendido heroicamente.
Jenkins se dirigió hacia la cuadra y por encima del hombro aconsejó a su compañero:
- Quédese por aquí. Yo volveré dentro de un par o tres de horas.
- ¿No quiere que le acompañe? -preguntó el «Coyote».
- Prefiero ir solo.
Se marchó un momento después y el «Coyote» aguardó a perderle de vista, dirigiéndose luego hacia la casa palacio de Harper Daniels, meditando sobre la extraña personalidad de Bradford Jenkins. ¿Qué móviles impulsaban a aquel hombre a permanecer en aquella hacienda? ¿Qué buscaba?
Se acercó al «Alhambra» y estudió el terreno para no tropezar con Harper Daniels. Subió al porche y después de recorrerlo en busca de una abertura practicable encontró una de las puertas abierta. Era una de las que correspondían a las habitaciones y el californiano la cruzó cautelosamente, cerrando tras él y permaneciendo unos momentos inmóvil, adaptando sus ojos a la penumbra interna, tras la intensa luminosidad del exterior. La estancia era de alto techo y en el centro, sobre una riquísima alfombra cuyos colores no habían sido amortiguados por el tiempo, se veía un magnífico piano de cola, sobre cuya tapa descansaba un portarretratos. Intrigado por lo que veía, el «Coyote» se acercó al instrumento. Era un soberbio piano alemán, de ricas maderas y en tan perfecto estado como el día en que salió de los talleres de Brunswick.
Aquella perfecta conservación contrastaba con el estado de la sala, cuyos cortinajes pendían polvorientos y ajados de las galerías de los dinteles de las puertas. La gran araña de cristal que pendía del techo tenía las velas agrietadas y los cristales de Bohemia de sus lágrimas cubiertos de una casi pétrea capa de polvo. Este lo invadía todo, excepto el piano, la banqueta del mismo y la alfombra sobre la cual estaba colocado.
Al examinar el retrato, el «Coyote» vio que se trataba de un daguerrotipo, sistema fotográfico ya en decadencia y desuso. Representaba a una mujer vestida a la moda de veinte años antes, y, por lo que Jenkins le había contado supuso que se trataba de Hope Gables.
El «Coyote» pasó a la habitación contigua. Su desaliño era inconcebible, y los sillones, sofaes y sillas estaban destrozados por la acción del polvo. La crin que los rellenaba se asomaba por los desgarrones de la tapicería. Había grandes espejos de empañadas lunas y por doquier se veían las telarañas tendiendo sus hilos en los rincones, en las lámparas y en las patas de los muebles…
El silencio de la casa fue roto, súbitamente, por una nota musical. El sonido llegaba de la habitación contigua y al primero siguieron otros, como si un dedo fuera pulsando las teclas del instrumento, siguiendo la escala musical.
El «Coyote» caminó de puntillas hacia la puerta que daba al salón de música y por la rendija de la misma vio a Harper Daniels que, de pie frente al piano, lo estaba limpiando con una gamuza mientras iba apoyando el dedo corazón de la mano izquierda sobre las teclas, como si quisiera asegurarse de que el instrumento se hallaba bien afinado.
No parecía oír nada más, y el «Coyote» le pudo examinar a placer. Más tarde le vio salir de la sala; pero el que dejara destapado el piano le hizo suponer que regresaría pronto. Efectivamente, a los pocos momentos reapareció Harper Daniels trayendo dos candelabros de nueve brazos llenos de velas nuevas. Los dejó sobre el piano, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Esta vez el anciano quedó como abstraído frente al piano. El «Coyote», comprendiendo que la cosa iba para largo, salió por la puerta que daba al pasillo y realizó una breve inspección de la casa, saliendo por fin por la puerta de la cocina para regresar al alojamiento de los vaqueros del «Círculo D».
Era casi mediodía y en el barracón reinaba un sofocante silencio. El «Coyote» se acercó al camastro de Jenkins y vio, debajo del mismo, una pequeña maleta de madera. Era una simple caja a la que se había aplicado un asa y un cerrojo. El «Coyote» hubiera disfrutado mucho abriéndola y averiguando qué guardaba allí Bradford Jenkins; pero éste no le parecía hombre capaz de dejar tras él nada importante al alcance de cualquier curioso. Probablemente, lo único que habría dentro de aquella maleta sería una mosca que huiría en cuanto él levantase la tapa. Esto u otro dispositivo preparado de forma que denunciara cualquier manipulación o registro.
Jenkins regresó a media tarde y encontró a su compañero tendido en la cama, leyendo una antigua edición de «Pablo y Virginia».
- ¿Ha comido algo? -preguntó Jenkins.
- Sí. Encontré tocino, huevos y harina. Preparé lo mismo para usted; pero, viendo que no llegaba, me lo comí todo. Se hubiera puesto muy malo.
- Yo comí en el campo -dijo Jenkins-. ¿Cómo encontró la comida?
- Buscándola en la cocina. No me costó mucho dar con ella.
- Lo celebro. Es usted un buen buscador.
- No me quejo de mi habilidad.
- ¿No ha encontrado nada más?
- No he buscado nada más.
- ¿Y… no ha registrado mi equipaje?
- No.
- Me ha decepcionado usted -dijo Jenkins, con un exagerado suspiro.
- Lo lamento. ¿Esperaba que me enterase de todas sus verdades y secretos?
- Por lo menos supuse que lo intentaría.
- No creo que sea usted tan cándido como para confiar sus secretos a un débil cerrojo. Vi su maleta ahí debajo. -El «Coyote» señaló la cama-. Pero si yo fuese rata desconfiaría del queso colocado al más fácil alcance de mi hocico.
- Pudo buscar en otro sitio.
- Tal vez he buscado -sonrió el «Coyote».
Los ojos de Jenkins se, movieron veloces mirando hacia un ángulo del barracón. Cuando volvieron a su normalidad, tropezaron con la irónica sonrisa de «Martínez», que dijo:
- En su lugar, Jenkins, yo buscaría otro escondite mejor. Ese ya no le sirve.
Jenkins fue hacia el rincón y de entre unas tablas de la pared sacó un pequeño envoltorio. Un paquetito no mayor que una carta.
- ¿No es usted demasiado listo, Martínez?
- No soy listo. Sólo soy observador.
- Procure no ver demasiado. Es peligroso.
- La curiosidad ha causado muchas y muy famosas víctimas. Eva, la mujer de Lot y alguna más que no recuerdo. Soy observador, pero no curioso.
- Pues disimule sus cualidades. Me ponen nervioso.
- Le prometo enmendarme.
- No obstante…, me parece que he cometido un error asociándole. ¿Quién es usted, Martínez?
- Dudar de la palabra de un hombre es arriesgado en el Oeste -advirtió el «Coyote»-. Si ya le dije quién soy, no debe insistir en sus preguntas. Y si quiere saber la verdad, hable usted claro.
- ¿Cree que le he mentido?
- Creo que no ha dicho toda la verdad. Pero no me importa. Su verdad no es asunto mío.
Jenkins se encogió de hombros y pasó el resto de la tarde ocupado en remendar una camisa, Al anochecer fue a hacer la cena y rechazó la ayuda que le ofrecía el «Coyote». Los dos cenaron juntos; luego Jenkins trajo el café en dos potes de hierro estañado. Dejó uno delante de su compañero, comentando:
- Puede que le falte algo de azúcar. Escasea. Hay que ahorrarla.
Instintivamente el «Coyote» presintió un peligro. Era aquel sentido especial que le había salvado tantas veces cuando lo tuvo en cuenta y que le hizo lamentar no haberle prestado la debida atención cuando, excesivamente seguro de sí mismo, despreció la advertencia.
- Lo lamento -dijo-. Me gusta el café dulce.
- Hay quien dice que el café ideal es el que se toma sin azúcar.
No obstante el comentario, Jenkins se levantó para ir a buscar el azúcar. Apenas se quedó solo el «Coyote», a falta de recipiente mejor, se quitó una de sus botas y echó dentro de ella el café del pote de Jenkins, procurando dejar el cacharro tal como estaba cuando el otro se marchó, luego vertió dentro de dicho pote el café contenido en el suyo y, por fin, dentro del pote que ahora estaba vacío, el café conservado dentro de la bota. Apenas se la hubo calzado de nuevo, volvió Jenkins con el azucarero. El «Coyote» notó la rápida mirada que el otro dirigía a su pote de café, convenciéndose de que Martínez no había cambiado los recipientes. Como no había allí ningún vaso ni pote que permitiera trasegar los líquidos, Jenkins dio por seguro que todo estaba como antes.
- Yo también me pondré algo más de azúcar -dijo-. En caso de necesidad podemos ir a Lucero a buscar más.
Pensando en el sabor que podía tener un café que había pasado por el interior de una bota de montar, el «Coyote» acentuó la dosis de azúcar, a pesar de lo cual fue aquel el peor café que había bebido en su vida
- No haría usted un gran cafetero -comentó.
Jenkins sonrió comprensivamente. El creía conocer el motivo de que su compañero no hubiera bebido un buen café.,
- Verdaderamente, no es muy bueno que digamos -admitió después de beber su propio café y mientras examinaba distraídamente la pequeña cruz trazada con la uña en el estaño de su pote-. Yo fregaré los platos -añadió-. Usted ya lo hizo a mediodía. Vaya a descansar. Mañana tendremos mucho trabajo.
- Me gustaría salir a dar un paseo -dijo el «Coyote».
- No lo intente. Daniels dispara sobre cualquier sombra. Acuéstese y duerma. Tiene que estar muy cansado.
- No mucho -dijo el «Coyote»-. Además, el café me quita el sueño.
- El nuestro es tan malo que no creo que llegue a quitarle ni un minuto de sueño.
Jenkins se fue a fregar los cacharros; pero cuando volvió, su compañero aún estaba despierto, leyendo el libro de antes. Conteniendo su impaciencia, Jenkins indicó:
- Tenemos que apagar la luz. De noche es peligroso tenerla encendida demasiado rato. Puede atraer a los…
- ¿Mosquitos?
- Los de por aquí son de plomo muy duro. Muy peligrosos. Muy malos para la salud.
Jenkins apagó los quinqués y, para no despertar sospechas, tumbóse en su camastro. Le zumbaban levemente los oídos y al apoyar la cabeza en la dura almohada sintió como si se estuviera cayendo al fondo de un pozo. Se recobró en seguida; pero al abrir los ojos la oscuridad se llenó de puntitos luminosos, de chispas eléctricas multicolores, mientras un viento huracanado soplaba, sofocante, contra su rostro y sus oídos.
No logró coordinar sus ideas y cuando trató de levantarse no pudo y de nuevo tuvo la sensación de que se hundía en un abismo. Esta vez no consiguió recobrarse. Un tupido velo le cubrió y ya no supo natía más hasta muchas horas más tarde.
El «Coyote» esperó un rato, luego se incorporó silenciosamente y deslizóse hasta el camastro de Jenkins. Escuchó su respiración y experimentó gran alivio al darse cuenta de que dormía.
- Has tenido suerte de que el café no contuviera veneno -dijo, sonriendo-. Sí sólo querías dormirme, hay que suponer que tratabas de impedir que viese u oyera algo.
El «Coyote» sacó el antifaz que se había preparado y se cubrió el rostro con él; luego, utilizando la puerta lateral, salió del barracón. La noche era cálida, a pesar de la humedad que llegaba del río. Se oían los agrios chillidos de las aves nocturnas y el correr de algún pequeño roedor. Del arábigo palacio de Harper Daniels llegaba un reflejo de luces en varias habitaciones.
El «Coyote» se dirigió hacia la casa. Antes de llegar oyó un chapoteo de remos en el agua. Empuñando un revólver se acercó al río y por fin encontró un pequeño bote atado a un sauce. Del pie del árbol partía un estrecho sendero que debía de conducir directamente a la casa. El enmascarado lo siguió y, en efecto, a los pocos momentos llegó frente al palacio.
Apenas salió de la espesura sus oídos captaron unas inconfundibles notas musicales. Procedían del piano que el viejo Daniels había estado limpiando aquella mañana.
Pisando con la suavidad de un gato, el «Coyote» fue hacia la puerta que comunicaba la sala de música con la galería circular. A medida que se acercaba crecía la intensidad de las notas musicales; pero ya no se trataba de notas sueltas, como al principio. Ahora la melodía brotaba maravillosamente perfecta. Un vals de Chopin donde menos podía esperarse.
El «Coyote» sonrió pensando que sin duda Chopin jamás supo que existiera aquel lugar en el mundo y que en un palacio de estilo árabe, levantado allí por un fantástico ganadero, iba a sonar uno de sus valses interpretado en un piano de Brunswick.
Asomando cautamente la cabeza, el «Coyote» echó una veloz mirada al interior de la sala, retirándose en seguida para meditar sobre lo que había visto. Mientras se apartaba de la abierta puerta, el «Coyote» sintió que un escalofrío le corría desde la nuca hasta los tobillos, brincando luego hasta la cabeza para erizar todos sus cabellos.
Fue una sensación instintiva e irrazonada. Como no podía ser realidad, asomó de nuevo la cabeza y mientras sus oídos se llenaban con las limpias notas del vals, el «Coyote» estudió la escena que se ofrecía a su mirada. De pie, junto al piano, Harper Daniels escuchaba atentamente, arrobado, sonriendo con una dulzura que transformaba todo su rostro. Ante el instrumento y entre los dos candelabros, cuyas velas estaban encendidas, creando una isla de luz en la penumbra, una mujer vestida a la moda de veinte años antes deslizaba sus manos sobre el teclado, arrancando al instrumento una cascada de notas purísimas.
Lo más notable de aquella presencia femenina era el casi exacto parecido de la mujer que tocaba el piano con la que estaba en un marco, sobre la caja del instrumento.
El «Coyote» cruzó rápidamente el espacio que quedaba frente a la puerta y llegando a la habitación contigua, la de los sillones destrozados, fue en seguida hasta la puerta que daba al salón de música. Desde allí veía casi al alcance de la mano a la extraña pareja formada por Daniels y el vivo retrato de Hope Gables. El «Coyote» no creía en fantasmas, porque los pocos que había encontrado en su vida se resolvieron siempre materialmente. Parecieron fantasmas, pero no llegaron a serlo.
Se acercaba el final del vals y cuando la mujer dejó de pasear sus finas manos, embellecidas por la halagadora luz de las velas, sobre el teclado, Harper Daniels aún estuvo unos minutos viviendo en el extraño mundo de sus fantasías.
- Has sido muy buena, Hope -dijo al fin.
- Gracias -murmuró la joven. Hizo intención de seguir tocando, pero Harper la detuvo.
- No. Hoy, no. Prefiero hablar. Sé que no eres real y temo que no puedas seguir viniendo todas las semanas, como hasta ahora. Y… no hemos hablado. Me he conformado con tu presencia; pero quiero hablar. Mi silencio ha durado muchos años, Hope. ¡Te he esperado siempre! No pude creer que tu carta fuese real. La recibí hace veinte años. Me decías que te habías casado con Davy, creyendo que cumplías mis órdenes y mis deseos.
- Sí -musitó la mujer.
El «Coyote» captó la ansiedad que vibraba en la voz de la muchacha.
Harper Daniels no advertía nada. Sacó una cartera de piel, muy ajada, y de ella una carta, que se caía en cuatro pedazos de tanto como había sido abierta y doblada. Casi sin mirarla, Daniels leyó:
«Señor Daniels: No sé cómo empezar esta carta. Aunque estoy convencida de que no hay en mí la menor culpa, no puedo evitar un profundo remordimiento. Sé que le he causado mucho daño y sé que mi marido no me dijo la verdad cuando, hace dos meses, nos casamos. Por él mismo he sabido la verdad. Es horrible. Jamás creí que pudieran cometerse acciones semejantes. Pero estas cosas ocurren y en este caso yo he sido arrastrada por los acontecimientos. Hoy es demasiado tarde para retroceder. Hoy he sabido la verdad. Hoy he sabido que usted no leyó la carta que había escrito el que hoy es mi esposo. La firmó confiando en que en ella se decía lo mismo que usted había dictado. Usted ignoraba que él escribió aquella noche otra carta y se la dio a firmar, abusando de la confianza que usted tenía puesta en él. Desgraciadamente es demasiado tarde para volver atrás. Quisiera no haber sabido nunca esta verdad que me convierte en una mujer avergonzada de su marido! Todo ocurrió al anunciarle yo que esperaba nuestro primer hijo. Esto le produjo tal alegría que bebió para celebrarlo. Luego convidó a sus amigos y vaqueros. Todos bebieron y al fin Davy se emborrachó. Desgraciadamente, su borrachera no le hizo caer sin sentido. Le hizo hablar tanto que toda la verdad de su farsa me fue revelada. Creí morir de vergüenza. Me sentí como deshonrada. Casada con un hombre que no tenía ningún derecho a ser mi marido. Fue espantoso. ¡Qué vergüenza, Dios mío, qué vergüenza! ¡Cómo lamento no tener el dinero que usted me dio tan generosamente! Al día siguiente de nuestra boda se lo di a Davy. Lo necesitaba para unos negocios y yo no me consideraba legalmente dueña de tanto. Si tuviera ese dinero huiría de Paso Lucero para esconderme en un extremo del país donde esperar, impaciente, a mi hijo, para criarlo sin dejar que nunca supiera quién es su padre; pero esto no puedo hacerlo y debo permanecer al lado de mi marido, purgando mi culpa. Lo que más deseo, ahora, es que usted sepa que no hubo en mí conocimiento ni complicidad. Que imaginé cumplir sus deseos y que estaba deseando conocerle personalmente para darle las gracias arrodillada ante usted. Hoy sé que todo esto no puede ser. Sólo aspiro a merecer su perdón. No me guarde rencor. Se lo suplico.
Hope Gables.»
La joven sentada al piano tomó la carta como una reliquia y la examinó brevemente.
- ¡Pobre señor Daniels! -musitó.
- Aquella noche, por primera vez en mi vida…, por primera vez en una larga y honrada vida, destapé una botella de coñac y bebí hasta vaciarla. -Daniels se llevó las manos a las sienes-. ¡Fue vergonzoso! Fue degradante. Rompí muebles, apuñalé sillones y abatí lámparas de cristal. Salí fuera y disparé contra todo lo que se movía. Fui a tu cuarto y desgarré las sábanas, las cortinas, las alfombras. Hice añicos los espejos y machaqué los juegos de plata del tocador. Sólo respeté los trajes, porque al ir a destrozarlos me pareció que te veía dentro de ellos.
Daniels hizo una pausa. Se advertía que no coordinaba bien las ideas. Se pasó las manos por la frente y con voz ahogada continuó:
- No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que volví a ver con claridad. Yo creía que sólo habían pasado horas; pero cuando recobré la razón todo estaba viejo y polvoriento. Por doquier crecían matorrales. Los caminos de la hacienda estaban llenos de arbolitos que habían crecido en ellos, borrándolos. La casa estaba llena de telarañas, y yo era un viejo. Mis vaqueros se habían marchado. Otros ocupaban parte de sus puestos. Me dijeron qué yo les pagaba sus sueldos y que ellos hacían lo imposible por salvar mi casa; pero que era inútil. De todas partes llegaban los cuatreros a llevarse el ganado. Y a mí nada me importaba una cosa ni otra.
»Volví a perder la noción del tiempo hasta que de pronto, una noche, oí las notas que tus dedos arrancaban al piano y vine seguro de encontrarte. Sabiendo que al fin habías llegado a tu hogar. Pero en seguida comprendí que no eras real. Que era tu espíritu. Porque alguien me dijo que habías muerto.
- ¿Por qué no reclamó usted lo que era suyo? Si Davy Sinton le robó todos sus bienes…
- El único bien que me importaba eras tú -replicó Daniels-. Y como ya sabía que no podría recobrarte, lo demás no me importaba. Y si le arruinaba a el no podría evitar que tú sufrieras los efectos de aquella ruina. Por ti casi le perdoné. Pero si él hubiera venido, le habría matado. Y le mataré el día en que el destino le traiga hasta mi casa.
- Debe perdonarle. También él ha pagado muy cara su culpa. Ha sido un castigo secreto; pero terrible. Un castigo que sólo han conocido tres personas, además de Dios. Porque desde el día en que… yo supe la verdad, la puerta de mi cuarto quedó cerrada para él. Y sobre la mesita de noche tuve siempre un revólver cargado para dispararlo si él intentaba llegar hasta… mi.
- ¿Le habrías matado?
- A él, no. A mí. Pero no fue necesario. La puerta siguió cerrada hasta el último día. Davy sólo conoció dos meses de felicidad.
- Yo ni eso tuve -suspiró Daniels-. ¡Dios mío! Sólo he conocido unas horas felices. Estas. Cuando tú acudes a tocar el piano. El que yo compré para ti, recordando que Asa Shin Mercer me dijo que eras muy buena pianista y dabas lecciones de piano.
La joven acarició las teclas del piano, arrancándole suaves ecos y, por último, bajando la tapa, lo cerró, levantándose luego y quedando de pie frente al instrumento.
- ¿Ya te marchas? -preguntó Daniels, sin atreverse a tocarla.
- Debo irme -musitó la joven-. Usted permanezca aquí hasta que las velas se consuman. Ya falta poco. Es todo el tiempo que nos conceden. Dentro de siete noches procuraré volver. ¡Adiós!
Sus labios rozaron, cálidos, la helada mejilla del anciano. Luego la joven se dirigió hacia el pasillo, mientras Harper Daniels permanecía frente al piano viendo cómo las velas se iban consumiendo en llamas y cera derretida. Por sus ásperas mejillas corrían unas lágrimas; pero ni una vez volvió el rostro ni intentó seguir a la bella aparición.
El «Coyote», más dueño de sí mismo, salió de la casa y por el camino seguido antes llegaba junto al sauce al que estaba amarrada la barca. Esta seguía allí y el «Coyote» esperó durante unos diez minutos.