CAPITULO VIII

Nelly miró curiosamente a don César de Echagüe cuando don Goyo hizo las presentaciones.

- Tiene usted un amigo que habla muy bien de usted, señor -dijo la joven-. Don Goyo le profesa un sincero afecto.

- ¡Por que se lo merece! -tronó el hacendado, dando una palmada en la espalda de don César-. Aquí donde le ve con este aspecto de calamidad, es nada menos… Bu… Bueno… Pues… digo. Digo que es todo un hacendado.

Nelly y el senador pasaron a sus habitaciones y don César, sonriendo para los demás, dijo con voz que sonaba suave; pero no lo era:

- ¡Don Goyo! ¿Se da cuenta de lo que ha estado a punto de soltar?

- No seas tonto. Son de confianza. Aunque hubiera dicho quién eres, que no lo he dicho, no te habría ocurrido nada. El senador trata de acabar con la ilegalidad, y ella es nada menos que la viuda de Estrada. Se va a casar con él…

- Ya lo he leído. Ahora vaya a descansar y luego ya hablaremos.

- ¿Qué vas a hacer tú?

- Hablar lo menos posible, don Goyo. No lo olvide. Hablando poco nunca se dicen demasiadas cosas. No salga del hotel sin esperarme. Tenemos que hablar.

- ¿Verdad que hice bien diciéndole a Rufino que volviera aquí y que el «Coyote» entraría en contacto con él?

- Hizo mal con eso e hizo peor enviando a los Lugones.

- ¡Pobrecillos! Parece mentira que hayan muerto los tres. Yo siempre imaginaba que por lo menos uno de ellos alcanzaría una vejez bien respetable. ¿No hiciste nada para salvarles?

- Cuando le llega a uno su hora marcada de antemano en el reloj del Destino, no hay salvación posible, don Goyo -dijo don César. Lanzó un suspiro y también él dijo-: ¡Pobrecillos! ¡Qué muerte!

- ¿No piensas vengarlos?

- Claro; pero de momento no sé quiénes son los culpables. Ya daremos con ellos.

Don Goyo subió a su cuarto mientras don César iba al «León Rojo» a jugar unas partidas con Blaine.

- ¿Ha visto a la mujer de Estrada? -preguntó el jugador, sin levantar la vista de los naipes.

- He hablado con ella -replicó don César-. ¿Por qué?

- Es muy hermosa.

- Lo parece rectificó don César-. Y éste es su mayor mérito. Parecer hermosa y dar la impresión de que lo es, a pesar de que no es tan linda como uno imagina.

- Eso es muy complicado -dijo Blaine-. ¿Cuántas cartas?

- Déme dos ases.

- Si lo hiciera tendría que servirme una escalera real para ganarle -replicó el jugador-. ¿No cree preferible que lo dejemos a la suerte?

- Bien. De todas formas jugamos poco.

- ¿Qué piensa hacer con la hacienda de Estrada? -preguntó Blaine.

- No lo he decidido. ¿Por qué?

Blaine sirvió dos cartas a don César y tres para él. Mientras las examinaba, dijo:

- Puede que a mí me interesara comprarle esa finca. ¿Por qué no me pide un precio por ella?

- ¿Qué precio? -inquirió don César empujando un dólar hacia el centro de la mesa.

- El que a usted le convenga. Tengo tres reyes.

- Yo tres ases -dijo don César-. Por ahora me sonríe la suerte. Yo pediría mucho. Puede encontrar usted fincas mejores.

Dodie Johnes, el dueño del «León Rojo», sentóse a la mesa, a ver el juego.

- ¿Quiere tomar parte? -propuso Blaine.

- Gracias. Una vez perdí a pesar de tener cuatro ases en la mano. Me prometí no jugar nunca más. Me basta con ser espectador. Disfruto de las mismas emociones y me ahorro los riesgos

- ¿Qué dice, don César? ¿Vende?

- Creo que no me conviene vender en seguida. Tengo el presentimiento de que me van a hacer una buena oferta.

- ¿Quién? -preguntó Dodie.

- Unos forasteros que han llegado del Norte.

- Vaya con cuidado. Si quiere un consejo, venda a gente conocida.

- ¿Cuánto ofrece, señor Blaine?

- Tal vez unos… ¿Qué le parecerían veinte mil dólares?

- No es mucho. Espero obtener más.

- Yo no puedo darle más de veinte mil -suspiró Blaine-. Y esto haciendo un esfuerzo.

- Puedo ayudarle, Blaine -dijo Dodie-. Si don César pide una suma concreta podemos ver de alcanzarla entre los dos. Ya me lo devolverá jugando al «póker». Me dolería perder un jugador como usted. La gente viene a beber sólo por el gusto de verle jugar, señor Blaine. Me hace ganar mucho dinero.

Blaine sonrió.

- Gracias. Lo tendré en cuenta cuando don César se decida a pedir. ¿Cuánto quiere?

- Insisto en que lo mejor es esperar.

- ¿Por qué no lo juega a las cartas? Puede perderlo; pero si ya una vez tuvo suerte…

- Gracias, señor Blaine. Prefiero conservarlo. Ya le he dicho que es posible que le venda a usted la hacienda Estrada. A mí no me interesa conservarla.

- Yo se la compraría a buen precio -dijo Valentín Florentz, que había entrado en el «León Rojo» y había escuchado parte de la conversación a espaldas de clon César.

Este volvióse y saludó con una inclinación de cabeza.

- Precisamente pensaba en usted cuando dije que esperaba una oferta mejor. Diga lo que piensa ofrecer y… qué motivos le impulsan a hacer la oferta.

- Creo que el último punto de su comentario es el menos indicado. Mis motivos sólo me interesan a mí.

- Verdaderamente… creo que tiene usted razón. Perdóneme. No debí decir eso, señor Florentz.

- Tampoco tiene demasiada importancia. Mis motivos son sentimentales. Mi prometida fue, antes, esposa de Estrada. Pensó vivir en la hacienda y ahora le gustaría poseerla. ¿Cuánto quiere?

- No sé -suspiró don César-. La oferta del señor Blaine asciende a veinte mil, más otro tanto que le prestaría el señor Johnes. -Don César indicó por medio de un ademán al dueño del local-. Son cuarenta mil.

- Esa hacienda no puede valer tanto.

- Puede que el suyo sea un valor sentimental, señor Florentz. O acaso hay en ella algo de mucho valor para alguien.

- ¿A qué se refiere? -preguntó Blaine.

- A nada concreto.

- Puedo ofrecerle cincuenta mil dólares -dijo el senador.

- Si quiere igualamos la oferta -dijo Dodie Johnes a Blaine.

- Ya no es necesario -dijo éste-. Perderíamos el tiempo pujando contra tan poderoso enemigo. ¿No es cierto, senador?

Florentz sonrió, halagado.

- Desde luego, sería inútil, si es el dinero lo que importa. Celebro su sensatez, don César. Siempre es bueno vender a quien ofrece el mejor precio. ¿Realizamos ahora la operación?

- Estoy deseándolo -respondió el californiano-. Me interesa volver a casa lo antes posible. Aquí tengo el título de propiedad. Si usted tiene el dinero…

- Puedo extenderle un talón…

- Lo siento -.interrumpió don César-. Prefiero dinero contante y sonante.

- Yo acepto como bueno su talón, señor Florentz -dijo Dodie Johnes-. Haré traer los cincuenta mil dólares.

- No es necesario -dijo don César-. Basta que el Banco me certifique que los ha recibido. Y perdone la desconfianza, senador. El caso fue que, una vez, vendí ganado a un hombre que hasta el momento aquel había sido rico. Mientras yo le vendía el ganado, él sin saberlo, se estaba arruinando. Fue muy lamentable para todos; especialmente para mí.

Florentz firmó un talón que entregó a Dodie. Este sacó para don César un montón de cartuchos de monedas de oro. Sólo faltaron siete mil dólares, que se trajeron del Banco Wells y Fargo.

- ¡Magnífico! -aprobó don César-. Así no caben temores ni errores. No me gusta desconfiar de nadie cuando realizo una operación así.

- Sus palabras son casi un insulto -observó Florentz.

- Para ser un insulto les falta que yo desee que usted lo tome como tal -dijo don César-. No trato de ofender a nadie. Sólo quiero proteger mi dinero.

- No se hable más de ello -dijo Florentz-. Me ha hecho un favor. Por cierto que me interesa que me haga otro recibo y traspaso de la propiedad a nombre de la señora Nelly Dunn. Quiero que sea para ella.

En este momento oyóse un tumulto hacia la oficina del enterrador y a los pocos infantes apareció don Goyo caminando a grandes zancadas y dominado por una perceptible alegría que algunos creían prestada por el alcohol.

- ¡César, muchacho! -gritó al ver al hacendado.

Fue a él con los brazos abiertos y anunciando para que todos lo oyeran:

- ¡No son ellos, César! He visto los cadáveres y no son ellos. No son ni los Lugones ni Rufino Estrada. Están muy desfigurados, quemados y horribles; pero aun así, te aseguro que no son ellos. ¡No y no! ¡En absoluto! Hay cosas que nada puede cambiar. Ni un incendio. ¡Si lo sabré yo! Los cuatro cadáveres son de otras personas; pero no de ellos.

Don César sintió ciertos deseos que no eran precisamente de sonreír; pero sonrió alegremente.

- Es usted un bromista, don Goyo.

- ¿Que yo soy un bromista? -Don Goyo lanzó un resoplido-. ¿Desde cuándo? No creo que tú me hayas visto bromear nunca, César. Hablo en serio y bien en serio. ¡No son ellos!

- Eso os muy curioso -observó Florentz-. Si los muertos no son los que se creía, ¿dónde están los vivos?

- No haga caso de don Goyo -dijo don César-. No sería ésta la primera vez que se equivoca en una cosa importante.

La presencia del senador impidió a don César hacer ninguna seña a don Goyo para que éste callara, y por ello, el viejo coronel siguió afirmando a voz en grito que los cuatro cadáveres no eran los de Estrada y los tres Lugones.

- Debe de tener razón, don Goyo -dijo, por fin, don César-. Vayamos a cenar y dejemos en paz a la gente.

Se lo llevó casi arrastrándolo y cuando estuvieron a alguna distancia del «León Rojo», don Goyo insistió:

- Ya sé que tú no me crees, César; pero te aseguro que no son los cadáveres de los pobres Lugones…

- No hace falta que lo asegure tanto, don Goyo -casi gritó don César-. Sé perfectamente que no son ellos, y también lo sabían «Los Compañeros del Silencio», o, por lo menos, lo sospechaban; pero ahora, con los alaridos de usted ya están seguros de ello.

El estupor hizo enmudecer al coronel.

- Pero… ¿Es que he cometido alguna indiscreción?

- Era más importante hacer que todos creyeran que los Lugones y Estrada habían muerto. Ahora tendrán que reanudar las pesquisas para dar con ellos.

- Pero si los sitiaron y los quemaron…

- La cabaña tenía un subterráneo que comunicaba con un pozo de mina que iba a desembocar en el monte. Huyeron por allí cuando empezó el incendio de la cabaña… ¿Qué le costaba fingir que no advertía el error?

- Pero… ¿Yo qué sabía?

Don César sonrió ante el abatimiento de don Goyo. Lo veía como a un chiquillo travieso pillado en falta.

- No se preocupe. Lo pasado, pasado está y por mucho que hagamos no lo transformaremos en futuro. Pero sabiendo que yo estaba aquí ya pudo imaginar que sabía si los Lugones estaban muertos o vivos.

- Eso sí -admitió don Goyo-; pero como eres tan poco aficionado a ver muertos y tan escrupuloso… -Don Goyo recordó y casi a todo pulmón siguió-: La verdad es que nunca me acuerdo de quién eres y te confundo con lo que pareces.

- Don Goyo: si sigue usted así, tenga por seguro que me retiro a mi pellejo de don César de Echagüe y olvido mi piel de coyote. Se está usted convirtiendo en un ser peligroso.

- Perdón, César. No tengo remedio. Te aseguro que desearía cambiar de carácter; pero no puedo. Siempre me resurgen las malas costumbres. ¿Ya sabes lo que te quería decir Estrada?

- Me lo ha dicho. Y ahora, por favor, procure no meterse en ningún lío. «Los Compañeros del Silencio» son malos enemigos.

- No les temo…

- Pues yo sí, y no como César de Echagüe, sino también como el «Coyote».

- Les das demasiada importancia. No pueden ser muy peligrosos. Al fin y al cabo, se ocultan y trabajan en el anónimo. Si fuesen valientes darían la cara.

- El «Coyote» hurta la cara, don Goyo.

- ¡Oh! Pero… Bueno, tú eres distinto. A ti te sobra coraje para meterlos a todos en cintura.

- Los Lugones han peleado con ellos y dicen que no son, precisamente, unas tímidas damiselas.

- Pero ¿cómo fue que se encontraron los cadáveres?

- ¿En la cabaña? Muy sencillo. Ellos iban a la cabaña, donde todo estaba dispuesto para su fuga a través del túnel de una vieja mina que les conducía hasta las montañas Pero alguien, desde Estrada, avisó por medio de una paloma mensajera la fuga y «Los Compañeros del Silencio» tendieron una trampa dentro de la cabaña. Evelio, según creo, se dio cuenta de lo que pasaba y se anticipó a ellos. Los mataron a todos y dejaron cuatro cadáveres en la cabaña cuando la incendiaron. Ellos huyeron por el subterráneo, llevándose el quinto cadáver, que enterraron en cualquier sitio. Cuando la cabaña se hundió entre llamas, los cadáveres quedaron tan quemados que los del pueblo, al llegar, sólo encontraron cenizas y cuatro restos humanos muy difíciles de identificar. Dieron por muertos a Estrada y a los tres Lugones, aunque «Los Compañeros del Silencio» sabían que en realidad se debían haber encontrado nueve cadáveres y no cuatro.

- Pero ¿a qué viene tanto interés por parte de esos fantasmones?

- Estrada posee un retrato en el cual se ven algunos de los jefes de esos estranguladores. Ese retrato pondría la cuerda del verdugo alrededor de unos cuantos cuellos.

- ¿A quiénes pertenecerían esos cuellos?

- Esa sí que es una pregunta difícil. Estrada no conoce a ninguno. El retrato es bastante antiguo. Tiene unos siete años, por lo menos, y los hombres que aparecen en él han cambiado bastante.

- ¿Lo has visto?

- No. He intentado llegar hasta él; pero incluso de noche disparan demasiado bien los compañeros esos. Me metieron dos balas tan cerca de la cabeza, que por poco me dejan sin ella Me tuve que replegar, so pena de dejar mi piel en sus manos.

- Pero, ¿dónde está el retrato?

- En la hacienda Estrada.

- ¿Y la has vendido?

- Sí.

- ¿No era más prudente conservarla hasta dar con el retrato?

- Hacerlo hubiese sido tanto como decir quién es el «Coyote». Vamos a cenar y olvídese de quién soy. Además, no me busque más trabajo del que ya encuentro yo.

- ¿Quieres que diga que no son los Lugones?

- ¡No! No rectifique, pues nos iba a meter en un lío mayor. Insista en que son ellos. Así no supondrán que le han dado órdenes en contra.