CAPITULO IV

No se utilizó mejor cadalso que el ofrecido por la viga del pajar. No valía la pena perder tiempo y dinero en hacer más elegante la muerte de un doble asesino. Pero cuando Estrada quedó de pie sobre el cajón de los rifles, con la cuerda al cuello y en espera que retirasen de bajo sus plantas el cajón, el reo, con las manos atadas a la espalda pidió que le dejasen hablar.

- Es sólo un momento -dijo cuando se hizo silencio-. No voy a decir nada de cuanto sé acerca de ciertas personas. Voy a pedir un favor personal. Algunas de las personas que me están oyendo conocen al «Coyote» o pueden ponerse en relación con él. Les ruego que lo hagan. El sabrá donde encontrar las pruebas para defenderla a ella. Y nada más. Pueden ustedes seguir adelante con la fiesta.

- ¿Quién derribará el cajón? -preguntó Dodie Johnes.

- Yo no haría ese trabajo por nada del mundo-dijo Blaine.

- Creo que muchos lo harían gustosamente; pero no se atreven a descubrir sus instintos -dijo don César-. El temor al qué dirán les retiene.

- Ahí viene Preston con dos mejicanos a quienes detuvo ayer por borrachos -observó Dodie-. Tal vez los haya convencido para que realicen el trabajo.

Observando a los mejicanos que seguían al comisario, don César pensó que los hermanos Lugones ya tenían que haber observado la coincidencia de don César de Echagüe en los lugares donde actuaba el «Coyote». Puede que ellos supiesen la verdad desde muchos años antes; pero sabían ser discretos.

Evelio y Timoteo iban riendo como si la perspectiva de enviar a la eternidad a un semejante, les causara un gran regocijo.

- El nudo está mal hecho, comisario -dijo Evelio-. Así se columpiará cinco minutos pataleando y no va a ser un espectáculo bonito.

- Pues, ¿cómo ha de estar el nudo? -preguntó Preston.

- Más atrás de la oreja -explicó Evelio-. Si quiere que la cosa termine pronto tiene que arreglarlo.

Preston había prometido a los dos mejicanos la libertad a cambio de actuar como verdugos en aquella ejecución. Volviéndose a Evelio, ordenó:

- Sube a arreglar el nudo.

Evelio se encaramó de un brinco en la caja y movió un poco el nudo de la cuerda. Nadie se fijó en que sus labios se movían en un susurrante aviso a Estrada.

Este iba a protestar; pero Evelio advirtió:

- Orden del «Coyote».

Saltando al suelo anunció:

- Ya está, comisario. Cuando quiera empujamos; pero si quiere que lo hagamos al estilo de nuestra tierra, déjenos un par de caballos; ataremos los dos extremos de una cuerda a las sillas y los haremos galopar para que la cuerda derribe el cajón y el pobre hombre salte al otro mundo.

Se trajeron dos mulas y una cuerda. Se ató cada extremo a la cola de cada mula y cogiendo Evelio a una de ellas por las riendas y haciendo lo mismo Timoteo con la otra, las hicieron galopar hacia el cajón, para lo cual obligaron a los espectadores a dejar mayor espacio libre.

La cuerda arrastraba por el suelo y cuando llegó al cajón lo lanzó hacia delante, mientras la gente gritaba entre aterrada y complacida por la violenta emoción.

Hubo un instintivo e irreprimible cerrar de ojos, y cuando al abrirlos de nuevo todos esperaban ver a Estrada debatiéndose al extremo de la cuerda, vieron ésta con el lazo roto balanceándose en el aire mientras el reo cruzaba la puerta del pajar.

Un tercer mejicano había abierto la puerta del pajar y con un revólver en cada mano esperaba que alguien intentase oponerse a la fuga del reo.

Arthur Preston fue el único lo bastante valiente para echar mano a, su «Colt», pero Juan Lugones le arrancó un trozo de carne del brazo derecho y el comisario retiró la mano del arma, convencido de que el mejicano podía mejorar la puntería si él insistía en utilizar el revólver.

El pajar tenía dos puertas y dentro del mismo había cuatro caballos. Los tres mejicanos y Estrada salieron al galope por la puerta trasera. Evelio tomó la dirección del grupo, guiándolo por un polvoriento callejón entre unos corrales de ganado. Junto a uno de ellos se veía un alto montón de postes. Al pasar junto a él, Evelio volvióse y agitó la mano. Timoteo, que cerraba la marcha respondió con otro ademán y al pasar junto a los postes, que habían sido reunidos allí retirándolos de los corrales, desmontó de un salto, corrió hacia donde se veía el extremo de una cuerda y cogiéndolo lo ató al pomo de la silla. Un tirón del caballo fue lo suficiente para que la alta pila de postes se derrumbase cerrando impasablemente el camino que seguían los fugitivos. En el mismo instante, desde el pajar llegaron algunos disparos. Un par de balas aullaron al rebotar contra los nudos de las maderas. Luego el polvo ocultó a los fugitivos y Timoteo, después de cortar la cuerda que había servido para derrumbar el montón de troncos, siguió al alcance de sus hermanos que estaban ya en el llano galopando directamente hacia un próximo cañón.

- ¿Por qué me han ayudado a escapar? -preguntó Estrada a sus tres salvadores.

- Ordenes del jefe -explicó Evelio-. El sabrá por qué lo ha hecho. Pero no se imagine que ya está a salvo. Aún falta bastante.

- Mira -dijo Timoteo señalando al aire-. Una paloma.

Cogió el rifle «Henry» que llevaba en la funda que pendía de la silla y moviendo la palanca metió una bala en la recámara. Comenzó a disparar contra la paloma y sus hermanos le imitaron.

- Dispare contra ella -dijo Evelio a Rufino-. Hay que hacer lo posible por matarla.

- ¿Por qué? -preguntó el joven.

- Porque es una paloma mensajera y debe de avisar a sus amigos.

Los cuatro dispararon la carga de sus rifles; pero la paloma siguió volando a unos doscientos metros de altura. Los proyectiles silbaron muy cerca de ella, haciéndole desviar un par de veces el camino; pero en seguida volvió a tomar el rumbo que su instinto le señalaba y se perdió de vista antes de que los Lugones y Estrada terminasen de cargar sus rifles.

- ¡De prisa! -ordenó Evelio-. Tenemos que salir del cañón antes de que nos puedan esperar a la salida.

Galoparon desesperadamente por el fondo del barranco, siguiendo un difícil y tortuoso camino. Al cabo de una hora llegaron a la salida, desembocando en un estrecho valle casi al mismo tiempo que por otro cañón que desembocaba en el extremo opuesto aparecía un grupo de jinetes.

- Esos son los famosos «Compañeros del Silencio» -dijo Evelio, señalando hacia los que llegaban.

- Lo menos son veinte -observó Timoteo.

- No podemos hacerles frente en campo abierto -indicó Evelio-. Vamos hacia la cabaña.

Esta se levantaba a unos cien metros de la boca del cañón. Era de gruesos troncos y de dos pisos, detalle poco habitual en aquellos lugares.

Soltando los caballos, los cuatro hombres se metieron en la cabaña.

- Por fortuna se previno esta parada -observó Evelio, señalando unos paquetes-. Tenemos munición para resistir mucho tiempo.

Se interrumpió un instante y luego siguió, riendo:

- Les vamos a dar trabajo. Colocaos junto a las ventanas y disparad contra ellos.

Mientras decía esto hacía seña a sus hermanos, moviendo la cabeza hacia la entornada puerta de la cocina.

La tarde anterior habían salido de allí, dejando la puerta cerrada y, sobre todo, habiendo cerrado con llave la puerta de la cocina. Evelio había insistido en ello y sus hermanos le habían demostrado que la puerta ahora entornada estaba cerrada.

Mientras Timoteo y Juan iban hacia la cocina, uno por la derecha y otro por la izquierda, Evelio se parapetó estratégicamente con un revólver en cada mano.

Timoteo empujó la puerta de la cocina permaneciendo junto al quicio. Dentro de la cocina se vio un movimiento y Evelio disparó tres veces. Sonaron dos gritos de dolor y la caída de un cuerpo sobre las tablas del suelo. Tres hombres dispararon desde dentro contra Evelio, mientras sus hermanos disparaban a ciegas contra el interior de la cocina.

Rufino vio un bulto que se movía hacia el fondo de la otra habitación y disparó dos veces su «Henry». Sonó otro grito y una segunda caída. Luego dos hombres trataron de huir de la trampa en que estaban metidos y Evelio disparó seis veces.

- ¡Cuidado que llegan los otros! -gritó, señalando las ventanas.

Sus hermanos corrieron a ellas y con los rifles dispararon sobre los jinetes que se acercaban, imponiéndoles mayor cautela que hasta entonces.

Mientras tanto, Evelio y Rufino Estrada entraron en la cocina. Cinco cuerpos estaban tendidos en grotescas y trágicas posturas. Dos casi en el umbral de la puerta de la cocina al exterior. Otro, sentado con la espalda apoyada en la pared. De no ser por la trágica postura de la cabeza se hubiera podido creer que estaba durmiendo. Otro, yacía de bruces en medio de la cocina, y el quinto, al pie de una tosca mesa, aún se movía, quejándose levemente.

- Nos esperaban -dijo Evelio-. Se ve que esos del Silencio tienen mucho interés en cogerle vivo. Le pudieron matar mientras estaba usted plantado en medio de la sala y no lo hicieron.

Rufino se pasó la mano por la frente.

- Es horrible. Cuando me dijeron que trabajaban para el «Coyote» creí que me engañaban y que eran ustedes también miembros de esa banda…

Evelio aseguró la puerta de la cocina y luego subió al piso para asegurarse de que no quedaba nadie oculto allí.

- Hay que prepararlo todo -dijo al bajar-. Contra estos no importa, pero cuando lleguen los otros tenemos que marcharnos. El jefe ha dicho que no disparemos contra la gente del pueblo.

- Pero, entretanto, da gusto tirar así -dijo Timoteo, disparando contra los enemigos parapetados en el exterior, tras las rocas y los árboles.

La cabaña estaba llena de humo de pólvora y de estruendo de disparos. Los troncos de la cabaña eran tan gruesos que no dejaban pasar ni un solo proyectil; pero las ventanas daban entrada a muchos de ellos, algunos de los cuales rebotaban en las piedras de la chimenea.

Estos eran los más peligrosos, pues llegaban de ángulos inesperados y no cabía ninguna protección. Evelio arrancó la puerta de la cocina y la llevó hasta la chimenea, apoyándola contra ella. De esta forma, los proyectiles, no encontrando una superficie dura, dejaron de rebotar y se incrustaron en la madera.

- ¡Atención los de la casa! -pidió una potente voz, desde fuera-: ¡No disparen!

Los otros habían interrumpido el fuego y los Lugones hicieron lo mismo. La voz siguió:

- Que salga Estrada y no le haremos nada. Le prometemos la vida a cambio de un simple informe.

- ¿Qué dice a eso, señor Estrada? -preguntó Evelio.

El joven se encogió de hombros.

- Lo siento por ustedes -dijo-. Será mejor que me entregue. Ya se han enredado bastante.

- Por nosotros no se preocupe. Estamos hechos a estos apuros. Además… No tenemos la pretensión de vivir hasta el día del Juicio Final. Si usted no le teme a la muerte, nosotros aguantaremos.

- ¿Creen que el «Coyote» nos ayudará?

- No confíe en él -dijo Evelio-. No es omnipotente. Si quiere salvar el pellejo salga con las manos en alto. No creo que le maten. Lo habrían, podido hacer cuando mataron al juez. Se ve que le necesitan vivo.

- ¿Qué contestan?

- ¡No nos atrevemos a salir! -gritó Evelio-. Será mejor que entren a buscarnos; pero no se extrañen si disparamos. Es que nos gusta tirar al blanco.

- ¡Estrada! -siguió la voz-. Es la última oportunidad que le damos. Si insiste en no salir acabaremos con usted.

- Ya pueden empezar a acabar con nosotros -gritó Evelio.

Cogió un puñado de cartucho y lo arrojó por la ventana, diciendo:

- ¡Ahí va esto por si les falta munición!

Una descarga cerrada envió una densa masa de plomo casi rozando a Evelio Lugones, Pero, aparte del estruendo y del zumbido de los proyectiles, más el choque contra la pared frontera a la ventana, la descarga no produjo mejores efectos ni más daño.

- ¿Por qué no se trajeron un cañón? -gritó Timoteo- ¡Estoy deseando asistir a una batalla de verdad!

Los de fuera tenían reservado algo que sin duda los sitiados no esperaban. De antemano sabían cuan difícil es hacer salir a tiros a los que están parapetados en un edificio sólido. La cabaña lo era y no cabía esperar de los veteranos Lugones que se dejasen impresionar por unas altisonantes amenazas. Tampoco esperaban poder entrar en la cabaña y sacar de ella a los cuatro hombres. Y la resistencia de éstos les demostraba que la trampa tendida antes había fallado. Era imprescindible convertir la cabaña en un lugar incómodo para los que estaban en ella y para esto nada mejor que el petróleo y el fuego.

Doblando un joven abeto por medio de un lazo tirado a su copa, colocaron luego una garrafa de cuatro litros y medio de petróleo; luego, soltando la cuerda, el abeto, al enderezarse, lanzó contra la casa la garrafa, que se hizo pedazos en el tejado.

Juan Lugones vio caer frente a la ventana un chorro de inconfundible líquido y, aspirando el olor, comentó:

- Esto se pone feo, hermanos. Llueve petróleo.

Cuando la tercera garrafa se reventó contra las paredes de la cabaña, Evelio localizó el medio de que se valían los de fuera para lanzar el combustible.

- Te apuesto un peso a que reviento la próxima en el aire -dijo a Timoteo, que estaba cerca de él.

Aguardó a que los otros forzaran de nuevo al abeto y con el «Henry» amartillado estuvo atento al instante en que otra garrafa surcó el aire hacia la casa. Disparó dos veces y no dio en el blanco.

- Perdiste, hermano -dijo Timoteo, tendiendo la mano abierta para recibir el peso.

- Tú no aceptaste la apuesta -dijo Evelio-. No me vengas con reclamaciones.

- ¿Servirá de algo ganar la apuesta? -preguntó, amargamente, Estrada.

- Sirve de distracción en tanto que nos matan -dijo Evelio-. En algo nos hemos de entretener, ¿no? ¡Ahí viene!

Esta vez el disparó fue certero y la garrafa reventó a mitad de camino, derramándose el petróleo sobre los sitiadores.

- ¿Te convences? -preguntó a su hermano-. Venga mi peso.

- Tampoco yo había aceptado -replicó Timoteo-. Si quieres ganar el peso tienes que reventar la próxima. ¿Te conviene?

- La próxima y todas las demás -rió Evelio-. Ya estás preparando todo tu dinero.

Pero la siguiente garrafa, a pesar de los dos disparos de Evelio, llegó a su destino y lo mismo ocurrió con ocho de las diez siguientes.

El olor a petróleo era intensísimo dentro de la cabaña, cuando desde fuera llegó, dejando en el aire un surco de llamas, la primera flecha incendiaria.

En dos minutos la cabaña quedó envuelta en una masa de fuego. Desde dentro siguieron llegando algunos disparos aislados, luego comenzaron a estallar las municiones acumuladas en previsión del sitio; pero en ningún momento los sitiados intentaron abrirse camino a través de las llamas, alimentadas por la sequedad de los resinosos troncos.

- Deben de haberse asfixiado -dijo el jefe de los sitiadores-. No esperaba que tuviesen tanto temple.

- Es que esa historia de que los mejicanos son cobardes no es más que una de tantas historias fantásticas de las que se cuentan por estos lugares -dijo otro-. Creo que ya es hora de marcharnos. No creo que los otros tarden mucho en llegar. El jefe asintió con la cabeza y sacando un papel cogió un cartucho de la canana y con el plomo de la bala dibujó una calavera sobre una equis, como si fuese un par de tibias cruzadas, y con un alfiler sujetó el papel a un tronco.

- Vamos -dijo-. Ya se hace tarde.

Había varios heridos, aunque ninguno de gravedad. Todos pudieron cabalgar dejando tras ellos convertida en una inmensa hoguera, la cabaña donde se habían encerrado los tres Lugones y Estrada.

La humareda fue divisada en el cielo por los hombres que seguían a Preston en su persecución de los fugitivos. Ignoraban a qué obedecía; pero cuando vieron el incendio y Preston encontró el papel con el dibujo de la calavera, la explicación resultó aparentemente muy sencilla:

- Los Vigilantes han hecho justicia -dijo, mostrando a los otros el papel-. Podemos volver al pueblo.

Había muchas señales de lucha; especialmente cápsulas vacías que sembraban el suelo como huellas de un intenso tiroteo, desde el exterior. Lo astillado de los troncos y la cantidad de ramas caídas demostraba, asimismo, que los que se encerraron en la cabaña defendieron enérgicamente su vida.

- Creo que sería conveniente asegurarnos de que la cabaña no estaba vacía cuando se incendió -dijo don César, que había formado parte de la partida que persiguió a Rufino Estrada.

- Se hará de noche antes de que volvamos al pueblo -observó Blaine-. Si estaban ahí dentro no quedará gran cosa de ellos cuando el fuego se apague.

Predominó la opinión de don César y cuando toda la cabaña se vino abajo se empezó a echar agua sobre la hoguera, retirando algunos troncos hasta conseguir ver entre las cenizas y pavesas cuatro cuerpos casi consumidos pero acerca de cuya condición humana no cabía la menor duda.

- Ya podemos regresar -dijo Arthur Preston.

Don César cabalgó hacia Estrada sintiendo en lo más profundo de su ser una intensa amargura y una angustia que no le permitió cambiar comentario alguno con Blaine, que iba junto a él ni con Dodie Johnes. Este, adivinando el motivo de aquel silencio, preguntó:

- ¿Conocía usted a los muertos?

- Sí. Eran gentes de Los Angeles. Allí eran muy conocidos. No comprendo como se mezclaron en este asunto.

- ¿Qué piensa hacer con la hacienda que ganó? -preguntó Dodie, el tabernero-. Si no le interesa conservarla yo se la compraría por su verdadero valor.

- Ya veré. No sé. No me gusta haber adquirido la propiedad. Si Estrada tiene herederos se la entregaré a ellos.