JOSÉ MALLORQUÍ
CAPITULO PRIMERO
Ciñeron la cuerda alrededor del cuello del joven Estrada, colocando el nudo directamente detrás dé la oreja izquierda. John Blaine contemplaba la escena a través de la gran ventana, de pie junto al mostrador del «León Rojo», la principal taberna y sala de juego de Estrada, California, a mitad exacta del camino entre San Diego y Los Angeles, junto al mar.
La cuerda había sido pasada por el gancho que pendía de la saliente viga que se utilizaba para subir los fardos de alfalfa al pajar de la cuadra de la «Wells amp; Fargo Express», situado junto al parador de la misma agencia y frente al «León Rojo».
Rufino Estrada estaba de pie sobre un cajón que aún mostraba en sus costados las letras indicadoras de su contenido original: «Rifles Sharp». La breve distancia que separaba al condenado de John Blaine permitía a éste notar la mortal palidez del joven y el temblor de sus rodillas.
Dodie Johnes, el propietario del «León Rojo», comentó, dirigiéndose a Blaine:
- Este pobre muchacho no tiene el menor aspecto de ser un asesino. Cierto que últimamente bebió más de lo que es bueno para la salud; pero no es el único que bebe demasiado, Blaine.
Este sacó un oscuro y largo cigarro y lo encendió con firme pulso. Era más bien bajo, delgado, de manos finas y ágiles, cabeza pequeña y facciones muy correctas. Durante la Guerra Civil había alcanzado el grado de coronel en el Ejército Confederado, y al finalizar la campaña tuvo que emigrar a California por no poder soportar la visión de su Georgia ocupada por los yanquis y gobernada por los negros, que de ignorantes esclavos habían pasado a ser ignorantes políticos.
- No, realmente, Estrada no parece un asesino -admitió-. Supongo que usted, señor Echagüe, debe de opinar como yo, ¿no?
Don César acababa de acercarse al mostrador en busca de unos cigarros. La pregunta de Blaine le hizo encogerse de hombros.
- ¿Quién sabe? Oí que reconocía sus culpas y que había asesinado a Duckfoot para robarle su oro.
Dodie Johnes ofreció a don César la caja de cigarros. El californiano escogió unos cuantos puros y pagó su importe, encendiendo luego uno de ellos con la cerilla que Blaine le ofreció.
Para ninguno de los pocos que estaban en el bar y de los muchos que se congregaban fuera, en torno al condenado, era aquél el primer linchamiento que presenciaban. John Blaine había asistido a muchos e, incluso, había tomado parte activa en varios de ellos. El primero a que asistió tuvo lugar en su tierra natal. Fue cosa del Klan y los reos fueros tres negros que una noche entraron en una casa donde sólo vivían mujeres, viudas de oficiales confederados, y antiguas propietarias de ricas plantaciones de algodón. Por ser lo que habían sido, el oficial yanqui al mando del destacamento de ocupación, no quiso tomar ninguna medida contra los culpables. El Klan hizo justicia. Entonces, el oficial persiguió a los supuestos linchadores y Blaine apeló a la fuga hacia Tejas, refugio de los que tenían que sustraerse a la acción de la justicia yanqui. En nueve largos años de ir de un lado a otro de Tejas, Nuevo Méjico y California vivió lo suficiente para que el linchamiento de un hombre dejara de ser una novedad, aunque siempre resultaba un espectáculo poco agradable.
- De todas formas, yo creo que Estrada es inocente -dijo Dodie Johnes.
- De ser inocente no habría huido del pueblo -observó Blaine.
- De no serlo, no hubiera regresado -insistió Dodie-. El regreso para que lo colgaran resulta inexplicable.
- Sin embargo, no debe de ser tan inexplicable -dijo Blaine-. ¿Qué le parece a usted, don César?
- No estoy dentro de Estrada… -respondió, con irónica sonrisa el hacendado. Y agregó: -ni lo lamento. En estos momentos, cualquier otro lugar es más cómodo y seguro.
- ¿Qué piensa usted hacer con la hacienda de Estrada? -preguntó Blaine.
- En primer lugar, examinarla. No creo que valga lo que arriesgué por ella.
Blaine lanzó una lenta columna de humo hacia el techo y sin mirar al californiano dijo:
- Tengo la impresión de que usted deseaba ayudar a su compatriota. Diez mil dólares son muchos dólares para arriesgarlos a ciegas, sin saber si el rancho Estrada los valía.
Don César miró de reojo a John Blaine.
- Es raro que un jugador profesional, como usted, diga eso -observó-. Yo tenía buen juego y podía ganar.
- Podía perder. Estrada estaba muy seguro de su juego.
- Yo jugaba. No compraba. Si él me hubiese pedido diez mil dólares por su hacienda, no se los habría dado sin antes asegurarme de cuánto valía en realidad; pero no se trataba de dar algo a cambio de algo. Se trataba de arriesgar una cantidad. Sólo esto. Cuando se juega no se trata de dar diez mil para recibir diez mil. Lo arriesgué los diez mil y gané la hacienda, conservando mi dinero. Creo que hubiese hecho lo mismo para ganar un caballo o… una caja de cigarros. Son muchos los que se juegan la vida por ganar unas tierras o por cazar un león; pero no sé de nadie que acepte perder la vida a cambio de una hacienda o de la piel de un león. ¿No ha oído hablar de la emoción del juego? Lo que importa es la duda, el peligro, la emoción. Lo demás tiene menos importancia. ¿No conoce usted la historia de aquellos dos hombres que se odiaban tanto que decidieron batirse a muerte? Ambos estaban dispuestos a jugarse la vida a fin de poder matar a su enemigo; pero el rey se presentó con el verdugo en el campo del honor y anunció que el vencedor del duelo sería decapitado. El desafío perdió, si no su emoción, por lo menos su calidad de riesgo, puesto que ambos contendientes sabían que, forzosamente, deberían morir.
Blaine sonrió.
- Es usted muy agudo -dijo-. Conocía su fama de tener respuesta para todo; pero había dudado un poco acerca de ella.
Recordaba muy bien la escena de cuando Rufino Estrada regresó al pueblo fundado por sus abuelos, y entró en «El León Rojo». Estuvo unos instantes mirando a su alrededor como si buscara a alguien y por fin dirigióse a la mesa donde don César, Blaine y un par de rancheros de la vecindad jugaban una moderada partida de «póker». Pidió permiso para formar parte del grupo y comenzó a jugar con torpeza y mala suerte, hasta que de pronto, al aceptar una puja de don César, quedó solo frente al hacendado. En un momento la puesta subió a ochocientos dólares y Estrada, al aceptar esta puesta de don César, propuso elevarla a diez mil dólares, ofreciendo en garantía de dicha suma el título de propiedad de la Hacienda Estrada.
Don César aceptó, mostrando en seguida un trío de sotas y dos nueves. Rufino lanzó una imprecación que no sonó muy sincera en los oídos de Blaine y tiró sus cartas sobre la mesa, mostrando dos sietes y dieces, más un nueve.
- ¿Qué esperaba usted ganar con ese juego? -Preguntó Blaine, cuyo sentido del juego sentíase ofendido por tan mala jugada.
Rufino Estrada se encogió de hombros y firmó el traspaso de su rancho a don César de Echagüe.
Cuando la tinta de la firma aún no estaba seca al pie del documento que don César agitaba suavemente para poderlo, doblar y guardar, Arthur Preston, al frente de cuatro de sus comisarios, entró en «El León Rojo» y detuvo a Rufino Estrada.
Este intentó, por un momento, defenderse con su revólver; pero el comisario esperaba su reacción y anticipóse a ella con un matemático puñetazo a la mandíbula, que envió al joven de espaldas contra el entarimado. Al caer soltó el revólver y antes de que pudiese recogerlo se encontró inmovilizado por los hombres del comisario.
Al día siguiente fue juzgado por Cardwell y un jurado de doce hombres, ante los cuales se reconoció culpable de haber matado a Dave Ryan, junto a cuyo cadáver fue hallado un pañuelo que Rufino Estrada siempre llevaba al cuello. Los motivos que le impulsaron al crimen no fueron revelados. Rufino Estrada no quiso hablar ni dar más explicaciones de las que ya se conocían. Era culpable y estaba dispuesto a sufrir la pena que el juez quisiera imponerle.
Cardwell era un antiguo juez de Missouri que veinte años antes había emigrado a California, instalándose últimamente en la fértil región de Estrada. Gozaba de buena fama entre los habitantes del lugar y en todas sus actuaciones como juez se esforzaba en ser justo y en evitar las sentencias excesivamente rigurosas. Mirando con visible compasión al joven comentó:
- Su familia, señor Estrada, fundó este pueblo hace muchos años. Todos los Estrada han honrado a California, y si en nuestro ambiente fuera posible la existencia de títulos de nobleza, usted sería un conde o un duque por herencia de sus antepasados. Le conozco desde hace algún tiempo y nunca esperé que llegase a comparecer ante mí acusado de tan grave delito como es el de asesinato. Estoy seguro de que tuvo usted algún motivo para quitar la vida a Dave Ryan. No diré que el muerto fuera un hombre de malos antecedentes y de moral muy relativa, ya que no estamos aquí reunidos para juzgar la moral ni el pasado de Dave Ryan. Hemos venido a juzgar al hombre que le mató.
Algunos de los espectadores protestaron por la excesiva palabrería del juez. No querían oír discursos, sino sentencia. Pero Cardwell no se dejaba impresionar por la ira del público.
- Si vuelvo a oír ruido en la sala, expulsaré de ella a cuantos la ocupan ahora.
No lo repitió. Aguardó unos instantes esperando oír más protestas y como todos comprendieron que la amenaza era en serio, se callaron y esperaron la sentencia. Cardwell, que sentía profundo desprecio hacia la masa sanguinaria y salvaje, continuó:
- La Ley nos exige pedir ojo por ojo y diente por diente. Debemos matar al que ha matado; pero existen circunstancias atenuantes. Su caso es raro, señor Estrada. Usted mató anteayer a Dave Ryan. Cometido el crimen huyó antes de que pudiéramos enterarnos de que Ryan había sucumbido. En un buen caballo cruzó usted a las pocas horas de salir de Estrada el límite del condado y llegó al de Los Angeles. Prácticamente estaba usted fuera de peligro. Pudo haber seguido hacia el Norte e, incluso, pudo haber pasado al territorio de Arizona, donde hay otras leyes y donde jamás le hubiera alcanzado ningún representante de la Ley del Estado de California. Sin embargo, usted no hizo eso. En vez de seguir hacia el Norte o hacia el Este, volvió ayer a Estrada, y cuando ya le estaban buscando se entretuvo usted en una partida de naipes, en la cual perdió cuanto poseía. Esto es muy raro. ¿Por qué cometió la locura de volver? Y, ya que volvió, ¿por qué perdió el tiempo jugando en «El León Rojo»?
- ¿Qué tiene usted que decir de «El León Rojo»? -protestó Dodie Johnes, que estaba entre los espectadores-. Es un lugar decente…
- Dodie: salga usted de la sala -ordenó Cardwell-. Ya le advertí. No siento ninguna animadversión contra usted ni contra su local; pero opino, de acuerdo con la moral y las buenas costumbres, que jugar al «póker» o a cualquier otra cosa semejante, es perder el tiempo y algo más. Ahora salga y no olvide que está prohibido hablar en la sala. Si dice algo más le impondré una multa.
- No digo nada -replicó Dodie Johnes-.Tiene usted razón. He sido un tonto diciendo lo que he dicho.
- Lo siento, Dodie -sonrió el juez-. Debo imponerle una multa, pues ha vuelto a hablar, a pesar de mi advertencia. Sin embargo, como sus palabras pueden servir de buen ejemplo, limitaremos a dos centavos el importe de la multa. Paguela al alguacil que le acompañará hasta la puerta.
En medio de grandes carcajadas, el tabernero salió del Tribunal y Cardwell continuó:
- Le pregunto, Estrada, qué motivo le impulsó a perder su precioso tiempo.
- Necesitaba dinero para huir y traté de ganarlo a los naipes.
- Cuando empezó a jugar tenía usted unos mil quinientos dólares. ¿No eran suficientes para huir?
- Ya he contestado a su pregunta. Cardwell se acarició la barba sembrada de hilos de plata.
- Lo siento, Estrada. Sus explicaciones no me convencen. Le ruego que me diga la verdad. Mejor dicho -agregó el juez, comprendiendo que hacía la discusión excesivamente personal-, le ruego que nos diga la verdad. ¿Por qué volvió?
Estrada permaneció en un hosco silencio. Cardwell, no queriendo acabar con la paciencia de todos, decidió:
- No tengo más remedio, Estrada, que sentenciarle a usted a la máxima pena. Legalmente no puedo hacer otra cosa, ya que usted se ha reconocido culpable del delito de que se le acusaba. Usted ha dicho: «Yo maté a Dave Ryan». No me deja usted otra posibilidad que dictar la sentencia que el Código Penal tiene prevista para los casos en que el propio acusado se reconoce culpable. ¿Sabía usted qué podía ocurrirle si confesaba su delito?
- Sí -respondió el californiano.
- Pues… No sé qué hacer, Estrada. No sé qué hacer. No veo claro el caso. Sé que existen circunstancias atenuantes, y por ello, haciendo uso de las atribuciones de mi cargo le sentencio a la máxima pena; pero dejo en suspenso la ejecución de la sentencia por tiempo indefinido. Quiero que se investigue mejor lo ocurrido y espero que en breve podremos revisar su caso y sentenciarle a una pena mucho menor. Mientras tanto, quedará usted detenido en la prisión local. Y antes de que le trasladen a ella deseo hablar con usted… a solas.
Jamás se había visto nada semejante. Un asesino condenado a muerte y con la sentencia en suspenso por tiempo indefinido. De momento el asombro ahogó todo comentario; pero a medida que los espectadores se fueron haciendo cargo de la verdad y las palabras de Cardwell cobraron pleno sentido para ellos, un irritado zumbido de comentarios en voz baja extendióse por la sala.
Dwight Michener, pequeño ganadero de los alrededores, notable por su gigantesca estatura y su afición a las violencias, fue quien expresó ante el juez la opinión más generalizada.
- Señor Cardwell: he estado en muchos sitios y en ninguno he visto cosa parecida. Si ese hombre es un asesino y él mismo lo reconoce, ¿por qué hemos de esperar más tiempo? Condénele y nosotros mismos le ejecutaremos.
Cardwell movió la cabeza.
- Tú lo has dicho, Michener; pero no lo has dicho todo. Estuviste en muchos sitios; pero ¿te encontraste alguna vez con una cuerda al cuello, a punto de balancearte hasta echar el alma a patadas, sabiendo que eras inocente del delito por el cual te iban a colgar?
- Yo no he asesinado a nadie -dijo Michener.
- Eso no importa. En cierta ocasión, en Missouri, un muchacho compareció ante el Tribunal que yo presidía. Le acusaban de haber cometido un delito de asesinato y otro de robo. Alguien le convenció de que lo mejor que podía hacer era declararse culpable ante mí. Yo sería benévolo en la sentencia. En cambio, si dejaba que el jurado dictase veredicto, se exponía a que lo sentenciaran a muerte. El pobre chico se dejó engañar por el verdadero culpable y confesó que había cometido los dos delitos sin esperar a que el caso se viera ante el jurado. Cuando yo le pregunté si se reconocía culpable del delito de que se le acusaba, y cuyos detalles habían sido expuestos en la lectura del atestado, el muchacho contestó: «Sí, me reconozco culpable de todo eso.» Yo no he escrito la Ley. Me he limitado a aprender muy bien el Código Penal. Este dice cuáles son las penas para los delitos probados. El muchacho fue ahorcado y al cabo de muy poco tiempo se descubrió el verdadero culpable. También lo ahorcaron; pero con aquella justicia de última hora no se pudo reparar la primera injusticia.
Cardwell sonrió bondadosamente.
- Jamás olvidaré a aquel pobre muchacho -siguió-. Su recuerdo me acompaña siempre que trato de hacer justicia. Al principio, al comprender cuan injusto y ciego había sido, dimití de mis cargos y vine al Oeste. Luego pensé que esforzándome en ser justo podía ser útil a mis semejantes y durante muchos años he actuado como juez, procurando que la ceguera de la Ley no sea excesiva. Si yo creyera que Rufino Estrada es culpable del asesinato de que se le acusa, o que, siéndolo, no pueden existir circunstancias atenuantes, dictaría sentencia y dejaría que la Ley siguiera su curso; porque no puedo creer que todo sea tan claro como parece, deseo que el Código Penal contenga su voz hasta que sepamos con más exactitud si somos o no injustos.
Tras una pausa que no fue turbada por ningún comentario, Cardwell siguió:
- Ahora ruego a todos los presentes que regresen a sus casas y no intenten turbar la tranquilidad.
Dirigiéndose a Preston, ordenó:
- Comisario: déjeme unos instantes al acusado. Quiero hablar con él en la oficina.
El Juzgado de Estrada era un edificio de una sola planta, cuadrado, hecho de adobes y madera, con un porche que rodeaba toda la casa y en el cual se resguardaban los desocupados cuando el sol pegaba de plano o cuando llovía. Todas las estancias, incluidas las celdas y las oficinas, daban al porche, y desde que se construyó el Juzgado, los presos, desde sus celdas, podían hablar con sus familiares y amigos que iban a verles al porche. Cuando el preso era peligroso y convenía que no pudiera escaparse limando las rejas de la ventana, se situaba un guarda armado en el porche, junto a la reja, para evitar que los amigos suministrasen limas y armas al detenido. Por lo general, los prisioneros eran gentes nada peligrosas, que sólo permanecían encerrados unos días, recobrando luego la libertad y el buen concepto de las gentes.
El juez Cardwell no debió de acordarse del porche ni pensó que los amigos de Estrada intentaran nada contra él.