CAPITULO VII HOMBRES DEL ESTE EN EL OESTE

Habían aprendido a montar en Central Park, y en Los Angeles alquilaron cuatro caballos para ir hasta el «Rancho de San Antonio», en el cual entraron como en terreno de su propiedad.

No exhibían armas; pero daba la impresión de que las tenían muy al alcance de la mano. Llegaron hasta don César, y cuando éste fue a levantarse para preguntar qué buscaban allí, el que había adoptado la actitud de jefe del pequeño grupo, le empujó hacia atrás, apoyando la mano en su pecho y ordenando:

- No se levante.

- Por lo menos… siéntense ustedes-dijo el hacendado.

- Estaremos aquí poco rato. No se preocupe, Dénos la carta y díganos cómo podemos encontrarle. Lo demás corre de nuestra cuenta. Don César arqueó una ceja.

- No les entiendo-dijo.

- En su lugar yo tampoco entendería nada-dijo uno de los compañeros del que había hablado.

- ¡Cállate, Zim!-ordenó el jefe-. Lo que se tenga que decir lo diré yo.

Don César observaba a los cuatro hombres, vestidos tan a la moda del Este, como si nunca hubiera visto nada semejante. Ogden, Zimbelman, Fossum y Tullis, eran una lamentable selección de lo peor que daban de sí los bajos fondos neoyorquinos. Hombres que alquilaban al mejor postor su habilidad de matar a sangre fría, sin poner jamás reparos ni fracasar nunca en sus empresas. El día que la policía de Nueva York los vio salir hacia el Oeste, hubo un coro de suspiros de alivio.

A excepción de Zimbelman, que era un gigante de ingenua expresión y manos fuertes y duras como tenazas, los otros eran tan ruines de cuerpo como de alma.

- Usted es don César de Echagüe-dijo Ogden.

- Sí.

- Ha recibido una carta de Nueva York.

- No lo sé.

- No le pregunto. Digo que la ha recibido. En esa carta se pide el auxilio de cierta persona cuyo nombre es muy popular en California.

- Si no se expresan con más claridad…

- No haga el tonto, porque sabemos que lo parece; pero no lo es. No tenemos nada contra usted, señor Echagüe. No queremos causarle ningún daño innecesario; mas si nos obliga a ello se lo causaremos y no es fácil que se olvide de nosotros. Cuando nos lo proponemos sabemos ser muy desagradables.

- ¿Quieres que se lo demuestre?-preguntó Zimbelman.

Movió las manos, como enormes arañas, frente al rostro de don César, que se echó hacia atrás, muy asustado.

- No le asustes antes de tiempo-dijo Ogden-. Ya vendrá el momento de molestarle. Por ahora basta con explicarle algo de lo que le haremos.

- Pero… ustedes están locos, señores-protestó don César-. Yo no sé por qué hacen esto.

- Sencillamente: nos interesa saber cuándo vendrá el «Coyote» y recoger la carta de la señorita Coppard -dijo Ogden.

- ¿Cuándo vendrá?-preguntó don César con su más ingenua expresión.

- ¿Cuándo? Es usted quien debe contestar. ¿Recibió la carta?

- Sí.

- ¡Ah!-Ogden se plantó delante de don César-. Antes dijo que no la había recibido. Ha pretendido burlarse de nosotros, ¿no? Es usted un joven muy gracioso; pero no sabe que nosotros hacemos llorar; nunca reír.

- He recibido una carta que no he entendido-suspiró don César-. Y ahora vienen ustedes cargados de acento de las riberas del Hudson y hablan y hablan y… tampoco les entiendo. Quizá si empezáramos por el principio pudiéramos entendernos mejor. Yo soy César de Echagüe. Propietario, por ley de herencia, de este Rancho de San Antonio. ¿Y ustedes?

Ogden se inclinó hacia don César, sacando al mismo tiempo un revolver del 41, del modelo «New Line, Colt» de cañón corto y sin guardamonte. Era un arma compacta, de aspecto malévolo, como uno de esos perros de presa «bull-dogs».

Manteniendo el arma a la altura de los ojos de don César y empuñándola con la mano izquierda, Ogden descargó, con la derecha, dos bofetadas contra el rostro del hacendado, como si le invitara a perder la serenidad y atacarle.

Don César palideció hasta dejar casi en relieve las dos rojas huellas de los golpes recibidos. Luego, aflojando la tensión que se había apoderado de él, sonrió.

- ¿Le ha gustado?-preguntó Ogden.

- Entre esto o el plomo me quedo con lo que me ha dado. Le prometo conservar las bofetadas por si un día las necesita.

- ¡Qué alegría!-exclamó Ogden-. Guarde, también, éstas.

De nuevo y, siempre bajo la amenaza del revólver, Ogden abofeteó a don César. Esta vez con excesiva dureza y, a causa del golpe, un hilo de sangre brotó de entre los labios del estanciero.

- ¿Para esto ha atravesado todo el continente, desde Nueva York a Los Angeles?-preguntó don César.

- Esto lo he hecho como carta de presentación. Ahora ya sabe cómo las gasto. Si lo que he hecho yo lo hubiera hecho Zimbelman, su cabeza estaría volando por las nubes. Usted no sabe el daño que puede causarle mi amigo el gigante. Ahora desembuche. Sabemos que Thalia Coppard, que fue muy amiga del «Coyote», le ha escrito a usted pidiéndole que hiciese llegar su mensaje al «Coyote» para que ese fantoche fuese a salvarla o ayudarla.

Sí es usted inteligente nos dirá en seguida dónde está el «Coyote». Si es tonto, lo dirá un poco más tarde; pero venimos dispuestos a asarle la planta de los pies, arrancarle las uñas y cortarle las orejas con unas tijeras. Por mucho que usted aguante, y ya sé que no es muy templado, nosotros aguantaremos más. Nos instalaremos en el rancho y viviremos más que usted.

Don César se preguntaba cómo podía haberse dejado coger en tal estado de inferioridad. Sin un arma encima, sin haber avisado a ninguno de sus hombres, estando su hijo mayor fuera de Los Angeles.

Pedro Bienvenido, el criado indio, había tenido, en un tiempo, la facultad de leer el pensamiento; pero, después del balazo que recibió en la cabeza, aquella facultad se le había ido amortiguando hasta desvanecerse.

Jamás había estado tan indefenso ni en tan brutales manos. Además, aquellos hombres, acostumbrados a escenas similares, le rodeaban tan perfectamente, que aun en el caso de que hubiera podido derribar a Ogden, no habría logrado escapar de los otros.

Eran los típicos pistoleros neoyorquinos. Graduados en la Universidad del Crimen, insensibles al dolor ajeno. Tan cobardes como crueles; pero muy valientes mientras empuñaran un revólver. El arma les daba valor y relieve con su presencia y los anulaba con su ausencia.

- ¿Dónde vive ese caballero llamado «Coyote»?

Lo preguntaban riendo, como si presintieran que lo tenían en sus manos.

- No lo sé. Y lo digo de veras.

Otra vez la mano de Ogden cruzó el rostro de don César.

- Conteste bien y no pretenda ser más listo que nosotros. -No sé donde encontrar al «Coyote». Ya se lo he dicho.

- Mire usted, señor Echagüe-dijo Ogden, que llevaba la voz cantante-. No hemos querido recurrir a las violencias; pero usted nos está obligando con su inexplicable terquedad. Encárgate de él, Zim. ¡Que no se te escape! Sería la primera vez y sentarías un mal precedente. Ahora entremos en la casa. Debe de haber en ella cosas muy interesantes.

Entraron en el rancho en el preciso momento en que Lupe iba a salir para averiguar a qué obedecían aquellas voces y aquellos golpes. Fossum y Tullís la cogieron en seguida de los brazos, inmovilizándola.

- ¡Suéltenme!-gritó Lupe.

No pudo repetir el grito, porque le taparon la boca con las manos, apretando al mismo tiempo la nariz hasta que pareció a punto de ahogarse. Tullís le preguntó:

- ¿Chillará?

Lupe dijo que no con la cabeza y entonces le destaparon la boca. Le costó un gran esfuerzo recobrar la respiración. Cuando pudo acompasarla miró a su marido, preguntando, con la mirada, qué significaba aquello.

- Estos señores buscan al «Coyote» y creen que nosotros sabemos dónde está.

- Sabemos que lo saben. Usted quizá no, señora; pero su marido sí. Insiste en ocultarlo y, por lo tanto, acháquele a él todo el daño que le hagamos.

- ¿Por qué no les dices la verdad?-preguntó Lupe.

- Porque no la creerían-respondió César.

- ¿Qué verdad es esa que nosotros no creeríamos? -preguntó Ogden.

- El «Coyote» murió hace años. Lo mataron. Luego, algunos adoptaron su disfraz y van por California haciendo de las suyas. Usted no le cree y yo no puedo convencerle.

- ¡Ojalá me pudiese convencer!-dijo Ogden-. Me iría muy contento sabiendo que ese mascarón había muerto; pero sé que ha actuado hace poco tiempo en estos alrededores. Y aquí tiene lo que se merece por tratar de engañarme.

De nuevo abofeteó a don César, que sonrió para tranquilizar a la aterrada Guadalupe.

- No es nada-dijo.

- ¿Le parecen flojas?-preguntó Ogden-. Tome.

La violencia del golpe en el rostro llenó de lágrimas los ojos de don César. Lupe, comprendiendo el tormento de su marido y que pasaba por él sobre todo por el cariño a ella, contuvo sus impulsos de insultar a aquellos canallas, saliendo en defensa de César.

- No es nada más que una bofetada-dijo don César-. No te preocupes por mí. Siempre he sabido recibirlas; pero nunca he sabido darlas.

- Estamos hablando demasiado-dijo Tullís-. Estoy temiendo que de un momento a otro se llene esto de criados armados.

Ogden asintió con la cabeza. Fue hacia Lupe frunciendo el ceño, cual si quisiera asustarla; pero al encontrar la serena mirada de la joven vaciló.

- No me gusta hacerlo-murmuró.

Lupe replicó en voz baja:

- Y yo no deseo que haga nada de lo malo que está pensando. Encierre a mi marido en otra habitación y yo chillaré como si me mataran. El sabe dónde se esconde el «Coyote»; pero no sé si lo dirá. Yo no lo sé. De lo contrario habría hablado hace rato.

Por el movimiento de los labios de su mujer, don César «oyó» o leyó todo lo que ella le decía a Ogden.

Fossum murmuró:

- Haciendo la prueba no perdemos nada. Que se encierren él y Zimbelman. Con semejante centinela no podrá escapar.

- Seguro que no-admitió Ogden, aliviado por hallar una solución que les iba bien a todos.

- ¿Qué hay en esta habitación?-preguntó, señalando una de las puertas del salón en que estaban.

- Es un cuarto pequeño y no muy seguro-dijo Lupe-. Estará mejor en la otra. La de más a la izquierda. Ogden abrió la puerta del cuarto despreciado por Lupe y vio una estancia bastante grande, amueblada con muebles ligeros y con una ventana alta y enrejada.

- Me parece un sitio seguro-dijo-. ¿Qué opinas, Zim? Este, sin soltar a don César, se asomó a examinar la habitación. Sólo tenía una puerta y era la que daba al salón en que se hallaban todos.

Don César se vio arrastrado hasta un sillón de mimbre, en el cual, Zimbelman le obligó a sentarse, como si lo zambullese dentro del agua.

- ¡Quieto aquí!

Quedó tras don César, sin retirar las manos de los hombros del hacendado. Unas manos que parecían estar deseando ir una al encuentro de la otra y abrazarse en torno del cuello del señor de Echagüe.

La puerta de comunicación había sido cerrada con llave y don César no podía ver lo que ocurría al otro lado. Cuando Lupe empezó a gritar, un escalofrío le brincó por todo el cuerpo. ¿Y si aquello no era fingido? Zimbelman, que no estaba informado de la parodia, tembló al oír los gritos de Lupe e, inclinándose hasta poner su cabeza junto a la del prisionero, pidió, con voz entrecortada:

- No sea cobarde y diga la verdad. Don César había estado pidiendo a su buena suerte que Zimbelman hiciese algo parecido a aquello y, apenas notó cerca de la suya la enorme cabeza de Zimbelman, levantó velocísimo los brazos, cerró las manos en la nuca del bandido y tirando hacia abajo con todas sus energías lanzó por encima de su espalda al coloso, que fue a caer sentado sobre el durísimo suelo de losas. En momentos como aquel, don César no se detenía a meditar si lo que iba a hacer era o no justo. Se trataba de defender su vida como fuese y como pudiera, sin repugnancias. Porque el hombre que era su enemigo en aquellos momentos no hubiera vacilado en el caso de verse obligado a matarle.

Ante todo era imprescindible impedir que Zimbelman pudiese gritar.

El gigante no pensaba en ello. En parte porque se hallaba aturdido por el golpe, y también, y sobre todo, porque deseaba arreglar aquello a solas, sin ayuda de sus compañeros, temiendo que se burlasen de él al saber cómo aquel hombre tan frágil, le había lanzado por el aire como si en vez de pesar más de cien kilos sólo hubiera pesado unos gramos.

El brazo de don César pasó por el cuello de Zimbelman, hizo presión y la aseguró con la ayuda del brazo izquierdo. Luego, para equilibrar las sacudidas que daba él cuerpo de Zimbelman, don César afirmóse bien en el suelo, cayendo de rodillas y, después, quedando tendido junto al nervioso cuerpo de su adversario.

Varias veces creyó que las sacudidas que daba Zimbelman le destrozarían los brazos; pero sabía que si soltaba la atenazadora llave que había forjado en torno al cuello del otro, éste le vencería en pocos segundos.

Las manos de Zimbelman trataron de arrancarse aquel dogal y, para resistir sus tirones, don César tiraba de su brazo derecho, aumentando la presión sobre la nuez del cuello de Zimbelman.

Este jadeaba roncamente. Apenas pasaba aire por su contraída garganta. Sus sacudidas perdieron intensidad; pero si tenía que deshacerse de su adversario por estrangulación, don César tendría para mucho tiempo. Había que recurrir a un remedio heroico y peligrosísimo. Sólo tendría una fracción de segundo para realizarlo. Si le fallaba, quedaría a merced de Zimbelman.

Aguardó el momento en que su contrario apenas se movía y, de súbito, abriendo la llave, se incorporó de un agilísimo salto hacia delante, por encima de Zimbelman, que permaneció sentado, aturdido, sin darse cuenta de que de nuevo estaba respirando; pero antes de que todo esto pudiera pasar por el pensamiento de Zimbelman, don César puso toda su fuerza en el pie derecho, lamentando no calzar unas bien pesadas botas, y descargó un terrible puntapié contra la mandíbula del otro.

Sonó un extraño crujido en medio de un grito de Lupe, y Zimbelman, desnucado, cayó de espaldas, sin vida.

Don César necesitaba unos instantes de reposo. Unos minutos. Sólo para coordinar sus ideas y tomar sus decisiones; pero no podía hacerlo. Lupe había sabido sugerir hábilmente a Ógden que aquella habitación era ideal para encerrar a un prisionero. El motivo real era un trozo de pared que se abría al pasadizo que conducía al sótano secreto del Rancho de San Antonio.

Agarrando del cuello de la chaqueta a Zimbelman, cuya cabeza oscilaba como un péndulo, arrastró al muerto hasta el pasadizo, cerró la puerta secreta y dejando allí mismo el cadáver, don César corrió escalera abajo, hasta llegar al armario donde guardaba su traje. Se quitó a zarpazos el que llevaba. Metióse el otro, se cubrió el rostro con el antifaz y la cabeza con el sombrero, y echando una rápida mirada a los dos revólveres que ya empuñaba, salió al jardín, porque hubiera sido imposible romper la puerta que Ogden había cerrado. Era una puerta forrada interiormente con planchas de acero capaces de aguantar hasta un moderado cañonazo.

Por el jardín llegó a la terraza, saltó a ella sin buscar la escalinata, se lanzó hacia la sala, donde seguían sonando los gritos de Lupe, y penetró en tromba, con los percutores amartillados y encontrándose con infinito asombro, frente a Guadalupe, atada a un sillón y gritando; pero sin ver de momento a nadie más.

Hay momentos cruciales en la vida de un hombre, cuando se juega todo lo que significa más para él, en que su cerebro funciona con velocidades meteóricas, imposibles de medir. No se raciocina. No se piensa. No se calcula el pro y el contra de tal o cual movimiento. No se puede usar el cerebro al ritmo más o menos habitual. Es como si se pensara con un órgano reservado especialmente para tales momentos.

Ante todo tenía que colocarse de forma que si disparaban contra él no pudieran alcanzar a Guadalupe. Por ello, apenas vio la encerrona, saltó a la izquierda, pero lanzándose sobre una piel de oso gris que le sirvió de patín o deslizador, mientras la estancia se llenaba con el fragor de las armas de gran calibre.

El «Coyote» no disparó. Hacerlo en aquellos momentos era malgastar munición que luego podría resultarle demasiado preciosa, ya que, una vez disparadas las cargas, no habría tiempo de reponerlas.

Viajando sobre la piel fue a parar debajo de una mesa que le detuvo tan a tiempo que sólo por ello se salvó de no encontrarse en el camino del proyectil que rebotó hacia el techo a unos doce o quince centímetros de su cabeza.

Más que ver, adivinó a los tres enemigos que tenía enfrente. Se habían colocado casi junto a la puerta por donde él había entrado, a fin de tirar contra su espalda.

Girando sobre sí mismo y procurando que sus revólveres no tropezaran con las patas de la mesa, disparó contra Ogden; pero falló el tiro por haber presentido, lógicamente, Ogden, que él sería el primer blanco del «Coyote». Con sólo saltar a un lado puso el corazón fuera del camino de la bala.

El «Coyote» se incorporó, dando en seguida un salto de conejo en busca de un grueso sillón capaz de prohibir el paso de las balas y, mientras aún estaba en el aire, disparó dos veces, una con cada revólver, contra Fossum.

A seis metros de distancia, el doble disparo llegó matemático al blanco y los proyectiles salpicaron de sangre la pared, después de atravesar el pecho de Fossum y abriendo, además, una enorme desconchadura en el yeso.

Durante un segundo, Fossum quedó apoyado, como clavado, contra la pared, con los revólveres amartillados y sólidamente empuñados con sus engarfiadas manos. Una postrer convulsión de sus dedos lanzó los percusores contra los pistones de los cartuchos, y las dos balas se clavaron en el artesonado. Entonces, como un pino cortado, Fossum se desplomó, rebotando contra el suelo, con escalofriante ruido.

Guadalupe chilló sin tener que recurrir al fingimiento, y entonces Ogden, comprendió la verdad. Supo, sin necesidad de quitarle el antifaz, quién era el «Coyote». Supo que Guadalupe era la mujer del enmascarado y, sintiendo la seguridad de que no podría salir vivo de aquella trampa mortal, decidió llevarse con él, a la eternidad, a la esposa del «Coyote».

El primer disparo lo hizo sin apuntar, precipitadamente, y Lupe sintió en la mejilla el latigazo del aire caliente desplazado por el proyectil del 41.

Jugándose el todo por el todo, la vida y la felicidad, el «Coyote» saltó fuera de la protección de la butaca y realizó lo que jamás había conseguido.

Disparar contra dos blancos distintos; pero al mismo tiempo. Apuntando bajo, al vientre, porque no era aquel un momento adecuado para repetir la hazaña de un momento antes. Había que herir pronto y gravemente para impedir a los otros que disparasen mejor que él.

El instinto de conservación obligó a Ogden a renunciar a seguir disparando contra Guadalupe y trató de detener al «Coyote». Si quería herir a su enemigo en la carne se precipitó en el tiro. Si quería herirle en el alma falló al no disparar contra Guadalupe.

Durante el segundo siguiente, el «Coyote» disparó como si fuese engarzando una bala con otra. Fue una larga descarga que terminó con otros dos cuerpos en el suelo.

Ogden cayó herido en el vientre y en la cabeza. Tullís se desplomó con una bala en el estómago y dos en el corazón.

Sin preocuparse más de ellos, el «Coyote» corrió a desatar a Lupe y la estrechó contra su pecho.

- ¡Vida mía! ¡Cariño!

Y por fin Lupe sintió que su pecho reventaba de emoción al notar lo que siempre había imaginado imposible: un llanto contenido en la garganta del «Coyote».

- Creí que te había perdido para siempre-murmuró el enmascarado.

Riendo y sollozando a causa de la emoción, Lupe rogó:

- Vete. Cámbiate de ropa. Va a llegar gente y se extrañarían si me vieran en brazos del «Coyote».