CAPITULO V ADIÓS, HENRY GALLWAY
Pamela Browning y Henry Gallway escucharon el resumen de las visitas hechas por Thalia Coppard.
- ¡Vaya fracaso!-comentó Pamela-. ¿Y esa Roberta Saint Paul? ¿Qué te dijo?
- No he ido a visitarla. ¿Para qué?-Thalia sonrió amargamente. Su boca dibujó una helada mueca-. Si con los hombres no he tenido suerte, ¿cómo voy a tenerla con una mujer? Hasta ahora estaba segura de conocer muy bien a los hombres y de poder obtener de cualquiera de ellos el favor que se me antojase. Ha sido un buen fracaso. ¡Dios mío!
- Mi oferta de matrimonio sigue en pie-dijo Gallway-. A un hijo mío jamás le cerrará Yale sus puertas.
- Gracias. No es remedio, por ahora. Sin embargo estoy dispuesta a seguir hasta el fin. No me daré por vencida sólo porque unos cuantos señores se nieguen a ayudarme. ¡Seguiré luchando! Y tardaré mucho en darme por derrotada.
- Tendremos que ayudarla-suspiró Henry Gallway, levantándose-. Espero poder darle buenas noticias, Thalia. Aunque soy el rabo de un colosal ratón, hay gentes a quienes los ratones de mi casta les impresionan profundamente.
- ¿Qué piensas hacer?-preguntó Pamela.
- Hablar con esos caballeros a quienes una dama ha visitado en vano y, luego, poner en juego la eficacia de mi atractivo físico sobre la señora Saint Paul. Muchas veces me ha invitado a sus horribles fiestas. Si quiere que asista a alguna de ellas, tendrá que firmar las cartas. Démelas, Thalia. Antes de una semana se las traeré firmadas.
- Adiós, don Quijote-le despidió Pamela Browning.
- Adiós-dijo Gallway, riendo-. Voy a luchar por mi dama y por su honor. O volveré victorioso o volveré muerto.
- Lo importante es volver-dijo Pamela.
Y cuando se quedó a solas con Thalia, comentó:
- Es un botarate muy simpático. ¿Por qué no te casas con él?
Thalia volvió la cabeza.
- Lo he pensado muchas veces y he estado a punto de decidirme; pero no puedo. Ni con él ni con otro.
- ¿Por qué?
- Creo que sigo enamorada del padre de Julio.
- ¿Por qué no acudes a él en demanda de auxilio?
- A él, no. Pero hubo otro hombre en mi vida que juró ayudarme si alguna vez le necesitaba. Le voy a escribir pidiéndole que venga.
- ¿Vive lejos?
- En California.
- Tú estuviste allí hace unos años, ¿verdad?
- Sí. El ambiente de Nueva York me resultó un poco insano.
- Lo sé. Pero… Cuando tú fuiste a California, Julio ya había nacido.
- Sí. ¿Por qué lo dices con ese tono?
- Creí que tratabas de disimular que llamabas al padre del muchacho.
- No. Aquello ocurrió mucho antes.
Thalia Coppard cogió una hoja de papel y empezó a escribir mientras Pamela abría una caja de cigarros estrechos y largos, importados de Austria, y encendía uno.
- Cuando te ofrezcan, compras unas cajas para mí -pidió, hablando a través de una interminable bocanada de humo.
- Ya lo hice. Por algún sitio del segundo armario tienes cinco cajas de cien puros cada una.
Pamela Browning abrió la puerta del armario donde Thalia guardaba cigarros, perfumes, cartas y dinero. También guardaba retratos, y uno de ellos siempre había interesado a Pamela. Representaba a un coronel confederado, joven, atractivo y de una cáustica sonrisa.
- Tú pasaste la guerra en Nueva York, ¿verdad?
- No. Pasé unos meses en el otro lado.
- ¿Con él?-preguntó Pamela, mostrando a Thalia el retrato del coronel de gris uniforme.
Thalia asintió con la cabeza.
- ¡Qué hermosa te debió de parecer la guerra!-suspiró Pamela-. Te envidio tus aventuras en ella.
- No sabes lo que dices-musitó Thalia.
- ¿Murió?
- Sí.
- Nunca he comprendido a la gente que guarda los retratos de los que ya han muerto-dijo Pamela, dejando el retrato donde lo había encontrado y sacando las cajas de puros para señoritas, elaborados en Austria-. Es como guardar la caja cuando los cigarros han sido ya fumados.-Pamela lanzó un exagerado suspiro y agregó:- O cuando se los ha llevado otra.
Thalia movió la cabeza y levantando la vista de la carta dijo:
- Malgastas tu agudeza, Pamela. No es él.
- Alguien ha de ser; pero no te preocupes. El día en que lo averigüe no se lo diré a nadie. ¿A quién escribes?
- A don César de Echagüe. Aquí está el sobre.
Pamela tomó el sobre y leyó:
Sr. D. César de Echagüe RANCHO DE SAN ANTONIO
LOS ANGELES (California)
- Un hidalgo, ¿no?
- Un buen amigo.
- ¿Soltero?
- Casado y con tres hijos.
- ¡Qué poco romántico! Debe de ser gordo y patizambo.
- Es todo lo contrario. Dame el sobre.
- Toma. Y no me leas la carta. Si es para un hombre casado no puede ser interesante. Seguramente la primera en leerla será la mujer, y tú, sabiéndolo, habrás escrito cosas inocentes.
- Le recuerdo que fuimos buenos amigos y le digo que le necesito.
- ¿Para qué?
- Para que me ayude.
- ¿Insistes en retener a tu hijo en Yale?
- Sí. Ahora más que nunca. Si he de luchar contra el mundo entero, lucharé.
- Y serás derrotada. Escucha, Thalia. Yale no es la única Universidad del mundo. Puedes enviar a tu hijo a Europa. Allí el ser norteamericano es sinónimo de bicho raro. Todo lo que hacemos les asombra. Y cuando uno de nosotros tiene una tara, un defecto o un vicio de esos que son propios de todo el mundo, lo encuentran sin importancia. El tener una madre dueña de una casa de juego, será considerado en Europa como algo muy lógico y natural en América, y, por no destacar, los europeos no se asombrarán ni tendrán a Julio en menos. Y el que tú no estés casada con el padre de tu hijo no les escandalizará. Supondrán que es un grito de rebeldía, un anhelo dé emancipación femenina. Por lo mismo que hemos provocado una guerra de cuatro años en pro de la supresión de la esclavitud, creerán que las mujeres americanas quieren emanciparse del vivir supeditadas al capricho del marido.
- No bromees. Allí, como aquí no se puede ir con la verdad.
- Pero la distancia es muy grande y no creo que a ninguno de aquellos europeos se les ocurra cruzar el mar… -No te canses, Pamela. Si Julio desea ir a Europa, le enviaré allí; pero él ha dicho muchas veces que quiere quedarse en Yale.
Había cerrado la carta y la franqueó; luego, echándose sobre los hombros una capa azul marino con forro blanco, salió a depositar el sobre en el buzón más próximo. Pamela no le propuso acompañarla. No quería obligarla a seguir mintiendo.
Una vez sola en el cuartito de Thalia, Pamela volvió a abrir el armario y cogiendo la fotografía del coronel confederado la examinó cuidadosamente. El militar lucía una barba bastante abundante, a la moda del 1860. Si la conservaba, Pamela estaba segura de identificarle dondequiera que lo encontrase; pero si había prescindido de ella, ¡cualquiera adivinaba la forma del rostro y de la mandíbula inferior de aquel hombre!
Veinte minutos después, Thalia regresó. Estaba alegre.
- Ya la he enviado. Dentro de nada estará en el otro extremo de los Estados Unidos.
- Pasarán muchos días antes de que llegue y vuelva.
- No importa.
- Y a lo mejor Gallway te lo arregla todo.
Pero Gallway no arregló nada. Al cabo de siete días de no verle, Thalia supo de él por quien menos podía imaginar.
John Coulter le envió una nota una noche, casi una madrugada, una semana después de la conversación entre Thalia, Pamela y Henry. Era un breve mensaje y decía:
Querida Thalia: Como sé que tus hombres tienen orden de disparar primero y preguntarme luego qué deseo, no puedo visitarte personalmente; pero te aguardo fuera. Necesito hablar contigo de un asunto muy importante. Ya sabes que si no fuese verdad no diría esto. El asunto es muy urgente. Sal a verme o permíteme la entrada; pero, en tu propio interés, la entrevista y la conversación que sostengamos no admite testigos. Besa tu mano,
John Coulter
Thalia conocía a Coulter y, sin vacilar, salió a reunirse con él frente a la casa de juego. John la esperaba en un coche y, bajando, le pidió:
- Acompáñame. En estos momentos soy tu amigo.
- Me extraña un poco esa amistad. Incluso en estos momentos.
- Thalia: existe una ley no escrita que nos obliga a apoyarnos mutuamente cuando los de fuera se alzan contra nosotros. Aunque estamos en el mundo y vivimos en Nueva York, y tenemos muchos amigos, somos unos parias. Tú lo sabes por lo de tu hijo. Las gentes honradas no quieren nada con nosotros. Nos desprecian y nos odian. A veces nos atacan, y entonces es cuando tenemos que aliarnos entre nosotros, uniéndonos incluso con aquellos de los nuestros que más despreciables nos resultan.
- ¿Qué pasa? ¿A qué viene tanta palabrería, John Coulter?
- Sube al coche y lo verás.
- Te advierto que sé defenderme, John Coulter.
- Ya lo sé. ¡Y, por Dios, no me llames más John Coulter! Usa el nombre o el apellido; pero no las dos cosas juntas.
Thalia subió al coche y éste se dirigió en seguida hacia el brazo Este del río Hudson, penetrando en el barrio de Bowery y deteniéndose, por fin, frente a un garito cuya fachada estaba iluminada con profusión de luces de gas.
Coulter descendió el primero, ayudó a Thalia a bajar del coche y la precedió a través de la masa de curiosos que esperaban la salida de algún afortunado jugador que convidara a todo el mundo a cerveza o aguardiente.
Entre aquella masa mal vestida y peor oliente se movían rateros, ladrones y lo peor del barrio ribereño de la Bowery, lleno de tabernas, de garitos, de salas de baile, de teatruchos donde se anunciaban los más descarados espectáculos. Thalia odiaba el barrio y evitaba frecuentarlo; pero era conocida y tuvo que detenerse varias veces a saludar a antiguos clientes venidos a menos los unos y los otros, que habían quedado atrás mientras ella prosperaba.
- No la entretengáis-pidió Coulter.
Logró que dejaran de estrecharle las manos y la arrastró hacia el fondo del garito cuyo ambiente era una masa casi sólida de humo de los peores tabacos del mundo.
Abriendo una puerta, hizo pasar a Thalia y cerró de nuevo. Avanzaron por un pasillo que olía a humedad y a colillas rancias. Por fin, ante la puerta del fondo, Coulter se adelantó y, abriendo, invitó a Thalia:
- Entra y… no te asustes. Hay un muerto.
- ¿Quién lo ha matado?
- Alguien que nos quiere jugar a todos una mala pasada.
- ¿También a mí?-preguntó Thalia, atravesando el umbral de la puerta y entrando en un cuarto bastante grande, alumbrado por varias lámparas y ocupado por tres hombres sentados en torno de una mesita en la cual había licores y vasos, y por un bulto tendido en el suelo y cubierto por una lona encerada. Uno de los hombres se levantó y saludó toscamente:
- ¿Qué tal, Thalia? Creo que le va muy bien.
- No me quejo. ¿Y a usted, Ridgadale? ¿Le va bien?
- Nos defendemos.
El dueño del garito estaba nervioso y miró, interrogadoramente, a Coulter.
- Es mejor que no perdamos más tiempo-dijo el propietario del «Flor de Lis». Señalando hacia el bulto cubierto por el encerado, dijo a Thalia: -Debajo de esa lona hay un amigo tuyo. No sé por qué lo han matado; pero aquí tienes lo que encontramos en sus bolsillos.
Thalia tomó unos papeles doblados en cuatro y apenas los abrió supo quién estaba debajo de la lona. Lanzando un grito se apoyó en Coulter, que la sostuvo un momento.
- ¡Dios mío! ¡Pobre Gallway!
Y con la última esperanza de un deseado error, preguntó a Coulter:
- ¿Es él?
- Sí. El honorable Henry Gallway. Tiene la cabeza abierta de un porrazo. Debieron de darle con un saquito de arena.
- ¡Pobre Henry!
Ridgedale, el propietario del garito, levantó la lona para mostrar a Thalia el cuerpo de Gallway.
- Es él-musitó Thalia, contemplando el inconfundible rostro de aquel americano tan inglés-. ¿Ha sufrido un accidente?
- Le han asesinado, señorita Coppard-dijo Ridgedale-. Y en vez de quedarse con el cadáver tuvieron la desvergüenza de traerlo de madrugada al barrio y echárnoslo junto a la puerta de escape media hora antes de que la policía hiciera su ronda.
- Sí, fue un milagro que uno de los camareros se hubiera olvidado la llave de su casa y tuviera que volver a buscarla. El fue quien vio el cadáver cuando ya se oía a la ronda.
- No era cosa de dejarlo fuera y exponerse a las preguntas de la policía-dijo Ridgedale-. Lo entramos en casa para echarlo luego al río. Pasó la ronda, no vieron nada anormal; pero mientras tanto encontramos en los bolsillos del muerto unas cartas que hablaban de usted, señorita Coppard. Avisé a Coulter para que él me dijera lo qué podíamos hacer en favor de usted…
Thalia estaba viendo la miserable verdad en el hipócrita relato de Ridgedale. Este había acudido a Coulter con las cartas, creyendo que Coulter las compraría para utilizarlas contra ella. Todos sabían la rivalidad existente entre ambos; pero todos eran demasiado ruines para comprender que dos personas pueden ser enemigas y no recurrir a tretas despreciables para hacerse daño. Coulter no había querido usar las cartas y el cadáver contra Thalia.
- Quien trajo aquí el cadáver esperaba que lo encontrase la policía y que por las cartas se sospechara de ti, Thalia.
- ¿Por qué?-preguntó la mujer.
- No lo sé-dijo Coulter-; lo mejor que puede hacerse con el cadáver es enviarlo al fondo del río. No podemos arriesgarnos a que lo encuentren en el barrio ni a que saquen conclusiones y te detengan, Thalia. ¿Tienes idea de quiénes han podido cometer el crimen?
- Ninguna. Y creo que los asesinos no tienen ninguna relación conmigo. Es decir, que no son gentes a quienes yo conozca.
- Como quieras, Thalia. Aquí tienes, tus cartas y luego te daré lo que guardaba Gallway encima, por si hay algo que te interese conservar como recuerdo. El resto irá al fondo del río.
Thalia hizo Un gesto de repugnancia y disgusto.
- No está bien… Por lo menos merecería un entierro digno de él.
- Tendrá un entierro de pirata-sonrió John Coulter-. ¡El fondo del mar! Lo envolverán en cadenas y no volverá jamás a flote. Dejar el cuerpo en otro sitio provocaría investigaciones de la policía. Se sabría lo de estas cartas, y el muchacho sufriría, las consecuencias de una mala publicidad.
- ¡Pobre Henry!-suspiró Thalia-. Mi único consuelo es saber que no he sido culpable de su muerte. Debieron de matarle para robarle. El trabajo que realizaba para mí era molesto; pero no peligroso.
John Coulter movió la cabeza.
- Te equivocas, Thalia. Si hubieran querido robarle el dinero, se lo habrían quitado sin que él se diera cuenta o le habrían amenazado de muerte; pero ninguno de nuestros amigos ladrones sería tan loco como para arriesgar el cuello por unos dólares. Los ladrones y rateros de la Bowery nunca usan porras de arena. Su arma ideal es la navaja. Saben que hay gentes que ante la amenaza de un revólver son capaces de arriesgar la vida intentando empuñar el arma antes que el contrario. O descargar un puñetazo, o dar un bastonazo; pero nadie resiste cuando nota un suave pinchazo en el cuerpo. Con un cuchillo o una navaja, roban y huyen impunemente. No necesitan matar al cliente. ¿Qué lugares visitó Gallway para ti?
- No quiero hablar de ello-dijo Thalia-. Es muy desagradable.
- No insisto-dijo Coulter-. ¿Quieres ver lo demás que guardaba ese lord en sus bolsillos?
- Podríamos enviárselo a la familia…
- ¡No! Ya hay demasiados rastros. Lo que tú no quieras conservar como recuerdo, o recuperar, irá con él al fondo del río.
- ¡Pobre Gallway! No podría resistir la idea de que hubiese muerto por mi culpa.
- El coche te devolverá al «Empire»-dijo Coulter-. Nosotros iremos a echar el cuerpo al río. No correremos ningún peligro, por ahora. Más tarde habrá vigilancia y sería peligroso.
Thalia Coppard volvió al «Empire» y, sin perder un momento, escribió otra carta que también dirigió a don César de Echagüe, de Los Angeles. Era muy breve. Decía, únicamente:
«He cambiado de opinión. No venga. Hay otra manera de resolver el problema.»
- ¡Ojalá llegue a tiempo!-exclamó al depositar la carta en el buzón.