CAPITULO III OTRA OFERTA DE MATRIMONIO

Cuando el coche se detuvo frente al «Empire», John Coulter bajó de un salto, sonriendo al ver el gesto de asombro del portero y la seña que hacía en seguida hacia el interior del edificio, por cuya puerta salieron, casi al momento, tres «forzudos» de los que Thalia tenía para mantener el orden en su sala de juego en las rarísimas ocasiones en que alguien, impulsado por el alcohol, promovía alborotos o protestaba de su mala suerte.

Los «valientes», que sabían quien era John Coulter y cuál su «amistad» hacia Thalia Coppard, iban a avanzar hacia él, cerrando el camino hacia la puerta del «Empire», cuando vieron, con irreprimible asombro, cómo Thalia Coppard descendía del mismo coche.

- Tus «valientes» no saben si abrazarme o estrangularme-comentó John Coulter, sonriendo a Thalia.

- Será mejor que te marches antes de que se convenzan de que si te estrangulan me darán una gran alegría. Adiós, John Coulter. Muchas gracias por todo.

Thalia subió los tres escalones que conducían a la puerta principal del iluminado «Empire» y murmuró a los tres guardianes, deteniéndose un momento junto a ellos:

- Si pretende seguirme echadle en medio de uno de los charcos de la calle. Si permanece donde está o se marcha no le hagáis nada.

Al ir a cruzar el umbral volvióse y sonrió cuando Coulter la saludó inclinando el cuerpo y moviendo el sombrero en gracioso semicírculo que terminó en su hombro izquierdo, después de rozar el suelo.

El «Empire» era una casa de juego para ricos; casi un hotel. Tenía, además de lujosas habitaciones para sus clientes, un reducido comedor, servido por una exquisita cocina y una vieja bodega. Los juegos eran todos honrados y nunca se había visto allí una baraja marcada, ni una ruleta desnivelada. El gran edificio contenía una serie de magníficos salones de altos techos, entradas arqueadas, puertas enormes, de ricas maderas, suelos de marmol de Vermont y de Italia, paredes de jaspe, techos artesonados o con recargadas molduras en yeso. Las puertas y los marcos de las entradas estaban adornados con enormes cortinas de terciopelo, de tapicería y de brillantes sedas francesas. Por doquier se advertía él lujo y la comodidad y el ambiente estaba cargado de perfumes franceses y de aromas de las mejores vegas cubanas.

Thalia entró en su casa como una reina en su palacio, aceptando y devolviendo, graciosamente, los saludos de sus amigos y clientes. Se dirigió en seguida a su despacho, donde dilucidaba todos los asuntos de su negocio, y cerrando la puerta con un cerrojo de brillante cobre abrió una puerta disimulada gracias a las molduras del adorno de las paredes, pasando a una estancia contigua en la cual había una pequeña cama, una mesita y un par de sillones. El resto se componía de un enorme armario que iba siguiendo la pared. Thalia abrió una de las puertas de aquel enorme armario y recibió en el rostro la cálida y perfumada caricia de las ricas telas de los elegantísimos trajes que allí guardaba.

- Son mis uniformes-había dicho un día, al enseñar aquel rincón tan suyo a Pamela Browning, la maravillosa mujer que sin belleza, sin fortuna y casi sin instrucción, había sabido llegar a lo más alto de la sociedad neoyorquina casándose con un viejo multimillonario y haciéndose perdonar y olvidar su pasado.

Thalia quería sinceramente a Pamela Browning y, en aquel momento, al recordarla, deseó hablar con ella.

Volvió al despacho y tiró del recio cordón de la campanilla. Cuando el criado llamó con los nudillos a la puerta, Thalia abrió preguntando:

- ¿Está la señora Browning en casa?

- Llegó hace un cuarto de hora.

- Pídele que venga en seguida. Pamela Browning, no muy alta, enjuta, rubia pajiza, de mejillas sumidas, ojos muy grandes y oscuros, fea y, sin embargo, llena de un extraño atractivo, acudió al momento. Abrazó con cariño a Thalia y entró con ella en el cuarto de la dueña del «Empire».

- ¿Cómo ha ido?-preguntó.

- Tengo unos cinco o seis meses de plazo para encontrar la forma de mantenerlo en Yale. No va a ser cosa sencilla.

- El rector debe de ser viejo, ¿no?

- Sí.

- Es una lástima que no los usen jóvenes. Ningún hombre de menos de sesenta años podría contestar negativamente a una petición tuya. ¡Ay! ¡Tan fácil que te resulta todo! ¡Si yo hubiera tenido tu hermosura!

- ¿Adonde hubieras llegado que no haya alcanzado Pamela Browning, viuda de Abimelech Browning.

- Siempre que logramos mucho, dejamos mucho por conseguir. Hay que pagar a muy alto precio todo lo bueno que se adquiere. Te reirías si supieras a qué mujeres envidio.

- ¿Tú, envidiar a alguna mujer?-rió Thalia mientras se iba quitando el traje de camino.

- Aunque lo dudes. A veces, en plena calle, me cruzo con alguna mujerona gruesa, de cabello negro, brazos fuertes, cargada con un cesto de ropa recién planchada.

Va vestida sencillamente y huele a jabón, a colada y ropa limpia. Entonces siento como un escalofrío por todo el cuerpo y una emoción casi sensual. ¡Cómo la envidio!

- A los cuatro minutos de vivir como ella envidiarías tu vida anterior.

- No lo sé. Yo he nacido con el alma de una madre de familia bien abundante. Me hubiera gustado tener siete u ocho hijos. ¡Y ya ves! ¡Ni uno! ¡Solamente los de mi marido!

- Que te adoran.

- Sí-suspiró Pamela-. No me puedo quejar. ¡Dios los bendiga por lo buenos que han sido y son! Pero el más joven tiene veinticinco años. Le conocí de quince y ya no puedo mimarlo, ni cuidarlo, ni taparlo, ni darle consejos. Sin embargo, los cuatro son mi vida. Al casarme con su padre me encontré con ellos de uñas. Estaban dispuestos a no dirigirme la palabra en todo el resto de su vida. Como ellos no hablaban, hablé yo. No hice distinciones entre ellos y Abimelech. Los traté a todos igual. ¡Qué muchachos! Abimelech los había tratado siempre con mano dura y me di cuenta de que al llegar yo esperaban encontrarse frente a una belleza deslumbrante. Creían que su padre se había encaprichado de una jovencita y estaban dispuestos a devolverle la pelota, a hacerle pasar los mismos malos ratos que ellos habían pasado a causa de su intransigencia. No por la nueva esposa, sino por él. El verme tan rara, o tan fea, les sorprendió, les desconcertó y les hizo perder el primer tiempo de la lucha. Luego yo conseguí que su padre fuera más tolerante. Y ellos comprendieron que el cambio se debía a mí, a pesar de que nunca lo dije. Les adiviné los caprichos en cuestiones de comida. Yo sabía adonde iban a comer cuando no lo hacían en casa y ya sabes que soy conocida de todos los cocineros de restaurantes de la ciudad. Cuando vieron que en su casa se comía lo mismo que fuera, se olvidaron de su costumbre de comer en cualquier restaurante. Les tuve la ropa siempre a punto y al cabo de seis meses ya estaban derrotados; pero aún conservaban la apariencia feroz. Entonces fingí que mi corazón estaba flojo y me desmayé. El doctor Sobriani, que ya estaba bien instruido les dijo, ¡solemne mentiroso!, que mi vida pendía de un hilo. Que no debía disgustarme ni sufrir emociones fuertes. Que estaba muy débil. ¡Yo débil!

- Lo pareces.

- Soy un caballo percheron con cuerpo de galgo; pero dura como una roca. Ellos, ¡pobrecitos míos!, se asustaron tanto que ya nunca más intentaron fingir que me consideraban una intrusa. Ya tenían una razón justificada para tratarme como a un ser humano. Así vivimos siete años felices, hasta que murió Abimelech. Había hecho testamento dejándolo todo en mis manos; pero yo les he dicho que de toda la fortuna haremos cuatro partes iguales. Cada cual puede llevarse la suya. Allí los tengo, en casa, sin querer marchar. Y los dos mayores convencidos de que están enamorados de mí.

Thalia se había puesto una bata y estaba sacando ropa interior de otro armario.

- ¿Por qué no te casas con uno de ellos?-preguntó.

- Por no alejarme del otro. A todos los quiero por igual. Yo les digo que se casen y que me hagan abuela, para poder sobremimar a un chiquillo de meses y de pocos años. Pero debes contarme qué pasa con el tuyo.

- Lo quieren echar de la Universidad porque no estoy casada ni soy viuda, y porque soy dueña del «Empire». Pero me han indicado que una recomendación de estos caballeros podría hacer que se guardase reserva absoluta. Toma.

Thalia tendió a Pamela la lista de nombres que había copiado y su amiga la leyó atentamente.

- Los conozco; pero no lo suficiente-dijo-. Y ellos me ignoran. Permite un momento…

Fué a ayudar a Thalia a ponerse un elegante traje de noche y mientras lo hacía contempló la imagen de su amiga reflejada en el gran espejo.

- Siempre he envidiado tus canas, Thalia. Son deliciosamente prematuras y te hacen más joven. Mucho más interesante. Hace años que nos conocemos y somos buenas amigas. ¿Por qué no me has dicho nunca quién es el padre de tu hijo?

- ¿Te ofende mi reserva?

- No. Me asombra. Por lo general, las mujeres divulgamos en seguida nuestros secretos. Esa reserva tuya es un rasgo masculino.

- El tampoco lo sabe.

- ¿Quién es él?

- Me refiero al padre de Julio. No sabe nada acerca de su hijo.

- ¿Está bien guardar semejante secreto?

- Hubo un momento en que pensé que podríamos llegar a casarnos. Luego me di cuenta de que yo no podía ser su esposa. Renuncié a él. Me enriquecí para que a Julio no le faltara nunca nada.

- Muchas veces me he preguntado cómo sería el padre de Julio. Tienes un hijo muy raro. Es agresivo, irónico, simpático, antipático. ¡Y su afición a las armas! Su padre debía de ser militar, ¿no?

- Salteador de caminos-rió Thalia-. No insistas, Pamela. Nadie sabe la verdad. La tengo escrita en una carta que guarda mi notario. Después de mi muerte, Julio podrá, si quiere, conocer a su padre.

- ¡Vaya sorpresa para el chico!

- Más de la que tú te puedes imaginar. ¿Vienes?

- Un momento-pidió Pamela-. ¿Puedo usar tu perfume?

Cuando salieron del despacho casi dieron de bruces con un hombre muy alto, delgado, rubio, con pequeño bigote y cara pecosa. Era un tipo que a simple vista exudaba britanismo: Inglés cien por cien, a pesar de que tanto él como su padre y su abuelo habían nacido en Norteamérica.

- Hola, Henry-saludó Pamela.

- Hola-bostezó el hombre-. ¿Qué tal, amada Thalia?

- Bien, Henry; hoy, precisamente, he hablado de tu familia. Los Gallway. Con el rector de Yale.

- Mis sobrinos estudian allí, siguiendo nuestra tradición familiar.

- Espera…-pidió Thalia, a quien le había asaltado una idea súbita-. Deberías escribir una carta al consejo administrativo de la Universidad pidiendo que cierto alumno…

- ¿Tu hijo?

- Pues… sí. Se trata de mi hijo. Quiero que digas que te interesa mucho que se le facilite la permanencia en la Universidad. Tratan de echarlo por ser mi hijo.

- No perderá nada-dijo Gallway.

- Deja que mi hijo y yo decidamos sobre ello. A él le gusta y yo quiero hacer de él un caballero.

- ¿Como yo?

- Lo preguntas como su fueras un bicho.

- Simplemente la punta de la cola de un enorme bicho. El primer Henry Gallway de que guardan memoria nuestros archivos secretos, fue verdugo en Londres. Ejecutor de las sentencias de Su Majestad. Especializado en decapitaciones. Su hijo obtuvo, por influencia paterna, un puesto en la cárcel de Newgate. Carcelero. Se hizo lo bastante rico para abrir un comercio de pertrechos marineros. Vendía aguardiente, vino y cerveza, y algunas cuerdas y poleas. Uno de sus hijos empezó a navegar desde la costa inglesa a la francesa, pasando contrabando. En nuestro árbol familiar, ese Gallway aparece como «honrado marino mercante». Algún día los Gallway recorreremos todo el ciclo y uno de nuestros descendientes volverá a ser verdugo y se ganará la vida ahorcando a sus semejantes. Entonces nos sentiremos orgullosos del largo camino recorrido. ¿Necesitas una influencia para que tu hijo siga en Yale?

- Sí.

- Cásate conmigo y tu hijo heredará el título que me corresponde. La haré un favor a él, fastidiaré a mis sobrinos, con lo cual me llevaré una gran alegría, y me casaré con la mujer más hermosa del mundo.

- Estoy delante-protestó, riendo, Pamela.

- Tú no necesitas belleza, Pamela. Eres demasiado encantadora.

- Gracias, Henry; pero no voy a aceptar-dijo Thalia-. Creo que para el muchacho no sería una buena solución. El verse, de pronto, emparentado con la nobleza inglesa le trastornaría el cerebro.

- Te aseguro que al hacerte la oferta la consideraba un buen negocio para mí. Voy a jugar un rato. Si alguna vez crees que casándote conmigo puedes solucionar tus problemas, dímelo sin miedo. Me darás una alegría.

Thalia siguió con extraña sonrisa en los ojos la partida de Henry Gallway. Pamela, observando aquella sonrisa, comentó:

- Piensas en otro hombre.

- Sí. Me pregunto: ¿cómo será ahora, al cabo del tiempo?

- ¿No te inquieta lo que él pueda pensar de ti?

- Eso ya no tiene importancia. Lo importante es el niño.

Paseaba por las salas llenas de público entregado a sus juegos preferidos: ruleta, «póker», «baccará», monte, cambiando saludos.

- ¿No exageras un poco? ¿Por qué no lo sacas de Yale y lo envías a otro colegio? Incluso podrías enviarlo a una Universidad inglesa, si tanto te interesa crearle una base de cultura y buenas relaciones.

- No. A él le gusta Yale y se educará allí. Empezaré mis gestiones. Allí está Jacob Hyatt, uno de los protectores de Yale y de mi cocina. Ven.

Pasaron al pequeño restaurante de mesas redondas y paredes cubiertas de planchas de roble, a la moda de una posada holandesa. Las lámparas, de brillante cobre, eran legítimas arañas holandesas, y el ambiente estaba perfumado por los buenos tabacos y la exquisita cocina.

- Jacques, por favor-llamó Thalia al «maitre».

Este acudió, risueño y eficiente, como de costumbre.

- ¡Madam! ¡Señora!

Saludó a las dos mujeres sin mostrar preferencia por ninguna.

- ¿Qué ha pedido el señor Hyatt?-preguntó Thalia.

- Filetes de lenguado Marguery, langosta Cardinal y «tournedos» con salsa española. Ahora está con la langosta. Acabando.

- Avíseme en cuanto termine. He de pedirle algo.

El viejo y multimillonario Jacob Hyatt estaba paladeando su coñac Napoleón cuando Thalia y Pamela se sentaron frente a él, rogando la primera:

- No se levante. Sólo he venido a pedirle un favor. Usted es una de las figuras más importantes de Yale. Un protector de la Universidad.

- Sí. Claro. En algo he de gastar el dinero que no me puedo llevar al otro mundo ni comerme en éste.

- ¿Estaba bien guisado el «tournedos»?

- Maravillosamente, Thalia. Pero, ¿qué favor tienes que pedirme?

- Mi hijo estudia en Yale y, por ser mi hijo, quieren que interrumpa sus estudios. Que no vuelva allí en octubre, al reanudarse los cursos.

- No sabía que tuvieras un hijo-comentó Jacob Hyatt, bebiendo otro sorbo de Napoleón-. Tú debes de querer que yo pida que no le molesten, ¿verdad?

- Así es. Eso es lo que deseo pedirle, señor Hyatt. A usted, como protector, le harán caso y permitirán que mi hijo permanezca en Yale. Es un buen alumno, y no es justo que lo expulsen por ser hijo mío. Si lo hicieran… cerraría esta casa y me marcharía a Europa.

Hyatt se alarmó.

- ¡No digas eso!-pidió-. No quiero que cierres el «Empire». ¿Dónde iría yo a comer? Escribe tú misma la carta y tráela para que yo la firme. Si sólo deseas eso… no hay que preocuparse. ¡Todo tuviese tan fácil arreglo!

Thalia hizo seña a Jacques y éste se la transmitió a Harvey Kidder, el secretario de Thalia, que acudió con Harvey Kidder, el secretario de Thalia, que acudió en seguida.

Apartándose con Kidder a un lado, la dueña del «Empire» le dio instrucciones. El hombre se fue para volver poco después con la carta que Thalia había dispuesto que redactara y que le fue presentada inmediatamente a Jacob Hyatt.

- ¿Qué dice?-preguntó Hyatt.

Thalia le tendió la carta y el otro la leyó lentamente, luego tomó la pluma que le ofrecía el secretario y la firmó con su ampulosa e inconfundible rúbrica.

- Aquí la tienes, Thalia, y olvídate de esa loca idea de cerrar el «Empire». Estarías loca. Muy loca.

* * *

Siete días más tarde, Thalia Coppard tenía cuatro cartas para la junta administrativa de Yale. Estaba segura de salir triunfante en la empresa; pero entonces tropezó con Frank Hartmanu.