CAPITULO VI UNA CARTA DEL ESTE LLEGA AL OESTE
La primera carta de Thalia Coppard atravesó los estados de Nueva York, Pensilvania, Ohío, Indiana y descansó doce horas en Chicago. Desde allí, y a bordo del «U. P.», llegó sin detenerse a San Francisco, desde donde, y en diligencia, bajó a Los Angeles y apareció una mañana, junto con otras cartas, en la bandeja de la correspondencia de don César de Echagüe.
De entre todas ellas, Guadalupe la seleccionó en seguida como carta inquietante o peligrosa. Tal vez el color del sobre, un azul plomo desconocido en el Oeste. Quizá el tipo de letra de la dirección. Acaso el perfume que, insensible al principio, había ido materializándose, hasta llenar el vestíbulo con su inmaterial presencia. Una leve inquietud se filtró en el ánimo de Lupe. No era miedo. No era desconfianza; pero tampoco era tranquilidad.
Al tomar el sobre y examinarlo, sintió un cosquilleo desde las yemas de los dedos hasta la nuca.
«Soy tonta-pensó-. ¿Por qué he de preocuparme?»
Sintió la aguda tentación de ocultar aquel sobre. Hacer ver que se había extraviado. Esconderlo en un sitio que ella pudiese olvidar.
«Si lo hago reconoceré mi derrota y que tengo miedo a esa desconocida. Y sabré que no estoy segura de mí misma.»
Al fin recogió las cartas; pero colocando el sobre azul encima de todo, y, con ellas en la mano, bajó al sótano, donde estaba en aquellos momentos su marido.
Don César estaba junto al armario donde guardaba su equipo de «guerra». Su traje negro, su sombrero de alta copa, sus altas botas con espuelas de plata. También tenía allí sus armas y habíase ceñido el cinturón canana con las dos pistoleras. En ellas descansaban los dos magníficos «Colts» que habían llegada a formar parte de él mismo. Frente al espejo que utilizaba para maquillarse, movió las manos y el milagro se realizó una vez más. Como por arte de magia, como por ensalmo, como si hubieran brotado de entre los dedos, los revólveres pasaron de las fundas a las manos de don César. Sólo se oyó un levísimo roce y el chasquido de los percutores al quedar montados.
Dejando los dos revólveres sobre la mesa, bajo el espejo, don César los contempló pensativo.
Había hombres que en un loco alarde de vanidad, tallaban o limaban muescas en las cachas o en la culata. Una marca por cada hombre que hubiera muerto a sus manos. ¡Cuántas muescas hubiera podido marcar en aquellos dos revólveres! ¡A cuántos hombres se había visto obligado a matar! A unos les mató para que ellos no le matasen. A otros tuvo que matarlos para que dejaran de ser un peligro para el resto de sus semejantes.
No oyó la llegada de Lupe hasta que su mujer se detuvo junto a él.
- ¿Qué haces?-preguntó Guadalupe-. ¿Te dispones a salir a pelear contra alguien?
- No. Sólo practicaba.
- ¿Tratas de ayudar a alguien?
- No. Recordaba el pasado. Ya sé que es raro en mí; por lo general vivo el presente…- Al fijarse en el mazo de sobres que Lupe conservaba entre las manos, preguntó:
- ¿Ha llegado el correo?
- Sí. Toma.
Lupe entregó las cartas a su marido y la mirada de éste se fijó en el sobre azul. Antes de abrir la carta supo de quién era. El perfume era inconfundible. Miró a Lupe y luego abrió el sobre, notando que la mirada de ella no le abandonaba ni un momento.
«Don César: Hace años, el Destino nos unió en una peligrosa aventura. Usted dijo que si alguna vez le necesitaba no debía dudar en acudir a usted. Hoy le necesito. Es usted una persona influyente y podrá resolver un problema que me atormenta y que para mí tiene una gran importancia. Se trata de mi hijo. Sí, tengo un hijo… Es un muchacho excelente. No porque sea hijo mío. Lo sería de todas maneras. Está en grave riesgo y yo no me avergüenzo de pedir ayuda, para él, a cuantos me la pueden prestar. Sé que no tiene usted ninguna obligación de cumplir una promesa que tal vez se hizo en un momento de euforia o creyendo que nunca habría de ser recordada. Sé que tiene usted hijos y que me comprenderá. A continuación anoto los nombres de las personas que pueden ayudar a mi hijo. Hasta ahora, y por motivos morales, según han alegado, no quieren ayudar en nada al hijo de Thalia Coppard, dueña de una casa de juego y, por lo tanto, una mujer cuyo simple roce mancha. Creo que usted no conocerá ni al señor Hartmann (Frank), ni a Herbert Colby, ni a Adam Chalmers. Estos tres se han negado a prestarme la sencilla ayuda de una carta de recomendación para el director de la Universidad de Yale, donde mi hijo, Julio C. Coppard, cursa sus estudios. Tampoco ha querido recibirme la señora Robería Saint Paul; pero su negativa me ha sorprendido menos, porque las mujeres siempre han demostrado antipatía hacia mí. Sé que puedo confiar en que usted acuda en seguida a Nueva York y me ayude a convencer a esos hombres. Sé que su cuñado es persona, políticamente, poderosa y puede ayudarle.
En espera de ver atendida mi súplica, le saluda, confiada
Thalia Coppard»
- No entiendo lo que sucede-dijo don César. -Si puedo ayudarte…
- Lee-dijo el hacendado, tendiendo la carta a Lupe. Esta la leyó mucho más despacio que su marido. Al terminar preguntó:
- ¿Qué piensas hacer?
- Nada.
- Me gustaría ir a Nueva York. Hace tiempo que lo deseo. No te lo he pedido porque supuse que te negarías a llevarme allí; pero lo deseo desde hace tiempo. Además, la carta de esta mujer me ha impresionado mucho.
Don César guardó los revólveres y cerrando el armario subió por la escalera secreta que llevaba desde su escondite hasta el rancho. Sentándose en la gran terraza hizo que Lupe le imitase.
- Antes de hacer nada quiero que sepas algo, Lupita. Algo de esa mujer que te ha impresionado tanto.
- La recuerdo perfectamente. Estuvo aquí hace unos años, a poco de tu regreso
- Estuve muy enamorado de ella.
- ¿Y qué?-sonrió Lupe, cuyo corazón latía con la violencia de un martinete-. Te casaste conmigo. Debiste de preferirme a ella, ¿no?
Don César dirigió una mirada de asombro a su mujer.
Esta se echó a reír.
- Parece que te sorprendes-dijo-. Tú pudiste elegir libremente y escogiste la mejor, ¿no?
- Sí, pero…
- La mejor soy yo. Prefiero sentir compasión antes que producirla. Ella se debió de conformar. Tiene un hijo. ¿Le conociste?
- No. No sabía nada de ese hijo. Lo curioso es que puedo ayudar a Thalia Coppard mucho más de lo que ella se imagina. Frank Hartmann y Herbert Colby. Bórax y barcos. Hoy todo es una limpia fachada. Ayer… ¡Parece mentira!
- ¿Sabes algo de ellos?
- Don César no sabe nada; pero el «Coyote» sabe bastante.
- ¿Una vieja historia?
- No muy vieja.
- ¿Cometieron alguna canallada?
- En una lucha de lobos y los lobos vencieron a los lobos. Y malo hubiera sido el vencedor si el vencido no lo hubiese sido mucho más.
- No entiendo…
- Yo no podía tomar partido por unos ni por otros. ¿Sabes cómo pelean los lobos? La manada forma un círculo en torno de los luchadores para devorar al vencido. Si mueren los dos, ambos serán devorados por sus compañeros. Así fue aquello. Intervenir en favor de uno hubiera sido beneficiar al otro, que no merecía ninguna ayuda. Atacar a los dos, sólo hubiera servido para que la manada, en torno, devorase la presa. De todas formas hubiera quedado cerrado el camino a las personas decentes. Porque hay manjares que sólo se han hecho para paladares duros.
- Entonces… ¿la ayudarás a ella?
Don César se inclinó hacia Lupe y la miró fijamente a los ojos.
- O eres muy valiente o tienes mucho miedo-dijo.
Los ojos de Guadalupe se dilataron. Estaban a punto de expresar terror.
- No importa-siguió don César-. Lo que sí importa es que no seas indiferente. Dispuesta a luchar por lo que temes perder…
- Si creyera que podía perderlo, no lucharía, César- dijo Guadalupe, con voz que de pronto se había hecho pastosa y gutural-. No me asustan las demás mujeres, porque tengo fe en ti. Y en ti debo tenerla. Nunca es la fuerza ajena, sino la debilidad propia la que nos derrota. Voy a preparar el equipaje.
- Es raro que tengas tanto interés en ir a Nueva York y en ver a esa mujer.
- Simple curiosidad femenina, capricho de conocer una gran ciudad y deseo de no separarme demasiado de mi esposo. No siempre tengo fe en él.
Guadalupe entró en la casa y en vez de ir a lo que había dicho entró en el despacho de su marido y buscó en un gran armario, lleno de paquetes rotulados. Cogió uno de ellos y lo llevó al cuarto de costura, al que muy pocas veces acudía César.
El paquete contenía cientos de cartas de muchos años antes. Lupe había conservado la de Thalia Coppard y cuando al fin, al cabo de media hora de minuciosa busca, encontró lo que buscaba, comparó la letra del sobre, que sacó del paquete, con la de la carta de Thalia Coppard. Con ligeros cambios en las mayúsculas, la letra era la misma.
Del interior del sobre, Guadalupe sacó un retrato. Representaba a un niño de unos tres o cuatro años, de mirada anhelante.
- Parece preguntarse qué secreto encierra la máquina que le está retratando-murmuró Lupe.
Rehizo el paquete; pero conservó el retrato que, años antes, al regresar César de Echagüe a su casa, después de su extraña e inexplicada ausencia, llegó un día, sin ir acompañado de ninguna nota explicativa. Sin ninguna carta. Como un anónimo.
- Seguro que es alguno de mis ahijados-comentó don César, entonces.
Tenía muchos y no conocía ni a la tercera parte de ellos.
- Ahora debe de tener unos trece o catorce años-pensó Lupe.
En la terraza se oyeron en aquel momento unas voces que a Lupe no le eran familiares. Yendo a la ventana trató de ver quiénes hablaban con su marido; pero desde allí no podía dominar bien el rincón donde había quedado don César, arrellanado en su sillón.
«Me alarmo por todo, como una tonta», pensó Guadalupe.
Convencida de que no ocurría nada, esta vez fue decididamente a hacer el equipaje.