EXPEDICIÓN SUBMARINA

Max Mehl descolgó el teléfono y la voz de Duke llegó hasta sus oídos.

—¡Hola, Max! ¿Puedo hablar con usted?

—¡Hola, Duke! Sí, puedes hablar; por cierto que tengo grandes noticias. Ven a verme.

—No me atrevo a entrar en la Jefatura; podrían reconocerme y me dan por muerto.

—Al que casi encontramos muerto fue a su mayordomo...

—Max, le aguardo en el cruce de la Avenida Lexington y la calle 43, junto al edificio Chrysler. Recójame allí, pues tenernos que trazar un importante plan de acción.

Veinte minutos después un auto de la Policía deteníase frente al blanco edificio Chrysler. Duke cruzó la acera y entró en el coche, sentándose junto a Max Mehl, que le miró interrogadoramente.

—Empiece usted, Max ¿Qué le ocurrió a Butler?

—Cuando llegamos allí para recoger a los bandidos, le encontramos tendido en el suelo, con un fuerte chichón en la cabeza. Los bandidos habían desaparecido. Al recobrar el conocimiento nos explicó que tres policías que llegaron en un auto patrulla debían de haberle atacado. Como no se trataba de policías verdaderos, sospechamos que Kallas los había liberado valiéndose del truco de los falsos policías. Dimos orden, por radio, de detener al falso auto patrulla, y al poco rato nos llegó la información de que dentro de un garaje de la calle veintidós Este había ocurrido algo horrible. Acudimos allí y encontramos, asfixiados, a la banda completa de Kallas. Alguien debió de disponer de un cilindro de gas con un disparador conectado con la puerta. Esta quedaba separada del disparador por un taquito de madera y al ser levantada el taco cayó. Al cerrarse la puerta pegó contra el disparador y el gas inundó el garaje. Los bandidos murieron sin darse cuenta de lo que les ocurría. ¿Fuiste tú quien los eliminó?

Duke movió negativamente la cabeza.

—No fui yo —dijo—. Me conformé con asustarlos.

—Entonces, ¿quién crees que puede haber sido?

—Kallas tiene en perspectiva el golpe más formidable de su carrera. Un golpe de millones, y no quiere repartir el botín con su gente.

—¿Crees que ha sido él el asesino?

—Él o su cómplice.

—¿Qué cómplice?

—Un tal equis. Se firma así.

Duke tendió a Max la tarjeta que había recibido atravesada por el puñal. Luego explicó parte de lo ocurrido, aunque callando la dirección de Kallas y su visita a la casa.

—¿Por eso quieres que te demos por muerto?

—Sí. Tanto Kallas como Equis se sentirán más seguros. Ahora necesito una lancha rápida que me permita trasladarme en seguida a Nueva Jersey. Además, necesito un equipo de buzo y, a ser posible, un buzo.

—Pides muchas cosas; pero las tendrás.

Max ordenó al chófer que les condujera hacia la parte baja de la ciudad y media hora después, él, Duke y un grupo de policías marchaban en una de las veloces lanchas del servicio de guardacostas

A las cuatro de la tarde la lancha penetraba en la Ensenada de Gilbert y se detenía junto al embarcadero de la casa de Tobías Cortiz.

—Si.

—Suba a la lancha y díganos dónde cree que se hundió la gasolinera.

Atraído por la llegada de la lancha, Ben Lawton, el centinela, acercóse, saludando a Duke y mirando suspicazmente a los policías.

—¡Hola, Ben! —saludó Duke—. ¿Ha ocurrido algo de nuevo?

—Me han envenenado los perros —replicó el hombre—. Si supiera quién ha sido...

—Le pagaré lo que valgan sus perros, Ben; pero ahora necesitamos de su ayuda. ¿Vio usted el accidente que costó la vida al señor Cortiz?

Aun no muy convencido, Ben se embarcó con los policías y señaló el punto donde creía que se había hundido la gasolinera. Entretanto, el buzo que iba en la lancha se puso la escafandra, que era de las utilizadas para las grandes profundidades, y descendió al fondo. Durante una hora estuvo trabajando, y al fin anunció que su labor había sido coronada por el éxito. Fue descendido un cable provisto de varios garfios y poco después varias cajas surgían del agua y eran depositadas en la cubierta de la lancha.

—Que las abran con el mayor cuidado posible —pidió Duke.

Diez minutos después las cajas volvieron a ser cerradas y devueltas al fondo del mar.

*****

A las once de la noche, una lancha penetraba sigilosamente en la ensenada de Gilbert. El silencio era sólo turbado por el motor da la lancha, y al poco rato tampoco se oyó este ruido, pues la embarcación habíase detenido en el centro de la ensenada.

—Por lo visto a estas horas el vigilante está durmiendo —gruñó Kallas.

Su compañero trataba de escudriñar la costa, sin descubrir la menor señal de vida.

—No, no parece haber nadie —admitió—. Empecemos.

Kallas volvióse hacia el hombre que se sentaba en el puente, junto a una bomba de aire, y ordenó:

—Prescott, prepárate.

Prescott se puso en pie y fue hacia la pesada escafandra destinada al trabajo en las grandes profundidades. Ayudado por los dos hombres se metió en ella y cuando estuvo encerrado dentro del metálico traje no pudo contener un estremecimiento de miedo.

Kallas cerró las mirillas y el otro hombre empezó a hacer girar la manivela de la bomba de aire. Por su parte, Kohler, que también acompañaba a los expedicionarios, puso en marcha el motor de la pequeña cabria y el buzo fue levantado del puente y luego fue descendido al fondo del mar.

Kallas consultó un tosco mapa y, dirigiéndose a su compañero, dijo:

—Si Gilbert no se equivocó al trazar el mapa estamos en el lugar exacto donde se hundió la lancha.

El otro no replicó, limitándose a seguir moviendo la bomba.

Prescott, entretanto, iba descendiendo hacia el fondo de la ensenada, y había encendido ya su potente lámpara eléctrica. Miraba sin cesar hacia todos los puntos, temiendo que la promesa que le había sido hecha no fuera cumplida.

Al llegar al fondo lo anunció por teléfono y comenzó a caminar en busca de los restos del naufragio de la gasolinera de Cortiz. De pronto, frente a él vio brillar una luz que se encendió y apagó variad veces. Avanzando más de prisa, Prescott llegó junto a los destrozados restos de una gasolinera. Frente a él otro buzo que hubiera podido ser su propio reflejo le señaló con las tenazas que le servían de manos unas cajas apiladas en la arena.

Aquel buzo sostenía con la otra mano un tubo de goma. Prescott asintió con la mano y arrodillándose. A través de la mirilla vio la sonrisa de satisfacción de Duke Straley, que tras algunos esfuerzos conectó con la escafandra de Prescott el otro tubo de aire, procediendo después a doblar convenientemente el tubo de Prescott, para que el agua no penetrase por él hasta el interior de la escafandra.

—Ya podéis dar aire —ordenó.

Y los que estaban dentro de la casa que había sido de Tobías Cortiz, comenzaron a hacer marchar la otra bomba de aire.

—Enviadme un cable —dijo entonces Prescott—. Ya he encontrado las cajas.

Por el cable de seguridad descendió otro previsto de unos garfios y ganchos. Prescott sujetó las cajas a él y ordenó que fueran subidas.

Kallas lanzóse sobre las cajas en cuanto llegaron a cubierta y de un hachazo abrió una de ellas. Dentro apareció una caja metálica que fue también abierta de un hachazo y de su interior surgió una gran cantidad de billetes de Banco.

—¡Ya lo hemos conseguido! —gritó—. ¡Dos millones!

Y levantándose de un salto corrió hacia el cable y el tubo de aire. Este lo cortó de un hachazo, y en cuanto al cable ordenó a Kohler que lo dejase caer al fondo del agua.

—Ese no hablará —dijo.

Kohler le miró aterrado, como adivinando lo que le esperaba; pero en aquel momento, hacia la entrada de la ensenada brilló una luz.

—¡Cuidado! —advirtió el compañero de Kallas—. Parece que ser una lancha de la Policía.

—¡Nos han descubierto! —exclamó Kallas—. ¿Quién puede habernos traicionado?

—Nadie; pero es lógico que vigilen estos sitios.

—¿Qué hacemos? —tartamudeó Kohler.

—Tal vez no sea la Policía —dijo Kallas.

—No podemos exponernos a equivocarnos —dijo el otro—. Utilizaremos el bote de la lancha. Saltaremos con él a tierra y lanzaremos la lancha hacia la boca de la ensenada.

Mientras Kohler y Kallas preparaban el bote y metían en él las cajas, el otro puso en marcha el motor de gasolina de la lancha, y sacando de un bolsillo una granada de mano, la envolvió con un cordel y la dejó sobre el depósito de la gasolina, luego arrancó la anilla de seguridad; pero la palanca quedó sujeta por el cordel. Cuando la gasolinera chocara contra algún obstáculo, el golpe haría caer la granada y al quedar libre del cordel haría explosión.

Cuando la lancha empezó a moverse, los tres hombres saltaron al bote, remando hacia tierra. La lancha aumentó su velocidad dirigiéndose directamente hacia la boca de la ensenada, alcanzándola en el instante en que el bote llegaba a tierra.

Un haz de luz enfocó la lancha y sonaron algunos disparos. De súbito la gasolinera chocó contra un banco de arena y cinco segundos después una enorme explosión la destruía, mientras que una capa de bencina inflamada cubría la superficie del mar, obligando a los de la otra lancha a retirarse.

—Me parece que han muerto todos —dijo Max cuando Duke y Prescott salieron del agua.

—No estaré seguro hasta ver sus cadáveres —replicó Duke—. El señor Equis me parece muy astuto y no puede creer que se haya dejado matar tan sencillamente. Volvamos a Nueva York. El misterio está ya resuelto; pero falta descubrir al señor Equis. Hubiera preferido utilizar mi sistema.