UN PASEO ENTRE ASESINOS

Duke habíase sentado al volante de uno de sus autos, que guardaba en el garaje adyacente a su casa. Como medida de precaución, antes de ponerlo en marcha, examinó la instalación eléctrica del coche, pues no seria la primera vez en que un hombre era enviado al cielo por la explosión de una carga de dinamita conectada con la ignición, de forma que al poner en marcha el motor se hacia estallar el explosivo. Comprobado esto y comprobado también que el auto no se hallaba sujeto a ninguna mina, ni se hallaba en el camino que debía recorrer hasta la calle ninguna otra clase de explosivo, Duke subió al coche y arrancó suavemente.

La sinfonía de los ruidos ciudadanos estaba en su fase menor. El tráfico era escaso y una extraña calma pesaba sobre la activa ciudad. Duke avanzaba rápidamente, a la vez que llevaba a cabo algunas extrañas operaciones. En el momento en que las terminó y sus manos descansaron sobre el volante oyóse un estallido y el auto cabeceó violentamente. Un neumático delantero acababa de reventarse.

Duke descendió y examinó la avería: Antes de que pudiera ni empezar a cambiar la rueda, una voz ordenó detrás de él:

—Manos arriba y no haga tonterías.

Duke levantó lentamente las manos y volvióse hacia el que le había dado la orden. Era un tipo moreno, de cabellos grasientos que asomaban por debajo de la visera de una sucia gorra. Empuñaba una ametralladora Thompson y miraba ferozmente a Duke. Otros dos hombres, igualmente armados, surgieron de un portal, avanzando hacia el joven. Algo más lejos oyóse el zumbido de un motor y un auto de conducción interior acercóse al de Duke, deteniéndose delante del mismo.

—Suba —ordenó el que antes le había ordenada que levantara las manos.

—¿A dónde vamos? —preguntó, Duke, sonriendo.

—Ya lo verá cuando lleguemos allí —replicó el jefe, entrando en el vehículo y sentándose junto al chófer.

—¿Y si no quiero subir al auto? —preguntó Duke.

—Le mataremos aquí —replicó uno de los otros bandidos.

—¿Se atreverán a armar tanto ruido? —preguntó el joven.

—Nuestras armas van provistas de silenciadores y no hacen ruido —advirtió el jefe.

—Ante semejantes argumentos, creo que no me queda nada mejor que hacer, que subir —dijo Duke, subiendo al coge y sentándose en el asiento posterior. Detrás de él entraran los otros dos bandidos, que se instalaron uno a cada lado del joven, en tanto que el jefe, desde el asiento delantero, le encañonaba con la ametralladora que empuñaba.

—Supongo que no sentirá tentaciones de escapar, ¿verdad? —preguntó el bandido.

La respuesta de Duke, fue una extraña sonrisa y un profundo silencio. El auto arrancó violentamente y marchó hacia la parte norte de la ciudad.

El joven millonario, miraba burlona y despectivamente a sus guardianes. Eran peores que ratas. Muy valientes con una ametralladora en las manos. También lo eran con una pistola automática o un revólver. Y hasta con una escopeta de caza con los cañones cortados, capaz de soltar una carga de perdigones gruesos que bastaría para partir en dos a un hombre situado a diez metros. Por lo tanto, en aquellos momentos, a pesar de estar junto a un hombre tan famoso como Duke Straley, todos se sentían seguros.

—El gran Duke Straley, el aventurero millonario, el detective sagaz, el amigo de la Ley, marcha a dar un paseo, acaso el último —rió, brutalmente, el jefe de la pandilla acariciando el frío cañón de su ametralladora.

Duke le replicó con una burlona sonrisa.

—Corred las cortinillas —ordenó el jefe—. No quiero que ningún estúpido policía meta las narices donde no le importa.

Las cortinillas fueron corridas y el auto comenzó a ascender por Broadway, y en dirección a las afueras de la gran metrópoli.

—¡Deja ya de reír como un conejo! —gritó el jefe, inclinándose hacia Duke—. ¿Crees que nos emocionan esos aires de emperador camino del patíbulo?

—¡Deja de reír o...! —rugió el jefe.

Uno de los bandidos que se sentaban a ambos lados de Duke dijo:

—No le molestes más, hombre. Al fin y al cabo es la última oportunidad que le queda de poder seguir sonriendo.

—¡Me dan ganas de terminar con él aquí mismo! —replicó el jefe.

—¡Órdenes sor órdenes! —repuso el tercer bandido—. Por aguardar media hora no va a ocurrir nada, y el pobre tiene derecho a vivir todo el tiempo que el jefe le ha dado de plazo.

Continuó el auto su marcha ascendente, y al llegar a la Avenida de San Nicolás, Duke comenzó a lanzar un suave silbido, casi un siseo.

—¿Estás muy contento? —gruñó uno de los pistoleros.

Duke le dirigió una irónica mirada y se encogió de hombros. Tenía los labios apretados y sólo emitía el continuo siseo.

—¿No quieres hablar? —preguntó el jefe—. Está bien, dentro; de poco perderás toda oportunidad de volver a hablar.

En aquel momento el auto trazó unas eses en la calle.

—¡Cuidado como conduces! —gritó el jefe, volviéndose hacia el chófer—. No apartes la vista de la calle.

En aquel momento el coche fue sacudido violentamente.

—¡Imbécil! —chilló el jefe, muy excitado.

—No puedo evitar todos los baches —gruñó el conductor.

Durante unos segundos sólo se oyó el zumbido del motor y, de pronto, el auto volvió a ser violentamente sacudido.

—¡No sé lo que me pasa! —se quejó el chófer—. Tengo un dolor de cabeza...

—Pues ve con cuidado —dijo, con voz densa, el jefe.

Tenía los ojos brillantes y había dejado resbalar de sus manos la ametralladora, para apoyarse con más fuerza en el respaldo de su asiento.

Duke siguió impasible. Ya no silbaba. En su expresión y en su silencio había algo amenazador.

El jefe de la pandilla movió los labios como queriendo hablar; pero sólo emitió unos sonidos incoherentes. El pistolero que se encontraba a la derecha de Duke se llevó la mano al cuello; pero la dejó caer sin fuerza. El de la izquierda estaba echado hacia atrás e inmóvil.

Súbitamente, el conductor cayó de bruces. El jefe no hizo ningún esfuerzo por tomar la dirección, y evitar que el auto se desviara. Si Duke no hubiera saltado hacia delante y hubiera cerrado las manos en torno del volante, el coche habríase lanzado contra un farol.

Durante unos segundos, Duke luchó por mantener el auto en buena dirección. Luego, empujando a un lado al conductor, guió hacia la acera y detuvo el auto junto al bordillo. De cuando en cuando consultaba su reloj de pulsera. Cuando hubieron transcurrido otros cinco minutos, abrió la portezuela del coche y saltó a tierra. En seguida bajó los cristales de las ventanillas y dejó que el aire penetrase dentro del vehículo.

El auto se había detenido junto a la calle 220, a la vista del puente sobre el río Harlem. Duke permaneció un buen rato junto al coche, como si aguardase algo. Mientras tanto retiró de los agujeros de su nariz dos bolas de algodón empapadas de un líquido amarillento y las dejó caer al suelo. También sacó de un bolsillo interior una pequeña bolsa de goma, por el estilo de las que se utilizan para contener agua caliente. Aquella bolsa estaba provista de una espita y había contenido un poderoso gas cuyos efectos perdurarían en los bandidos durante unas cuantas horas y de los que él se había librado gracias a los algodones empapados de un líquido que anulaba la acción del soporífero.

Cuando juzgó que el interior del auto estaría libre de toda partícula de gas, Duke subió de nuevo a él y emprendió el regreso. Los cuatro bandidos dormían profundamente, y Duke, sin ningún miramiento, los amontonó detrás.

Antes de dirigirse a su casa, se detuvo ante un teléfono público y después de echar una moneda de níquel marcó un número. Durante varios segundos escuchó la señal de llamada del otro extremo del hilo y, por fin, la voz de Butler, su mayordomo, llegó hasta él.

—¿Quién?

—Soy, yo, Butler —replicó Duke—. Te necesito.

—¡Oh, señor Straley! ¿Cuándo ha llegado?

—Esta tarde, Butler. Han ocurrido muchas cosas y necesito tu ayuda. Creo que habrás hecho acopio de sueño para varias semanas. Arréglate y ve a casa. Antes de entrar, llámame por teléfono. Si no responde nadie no entres.

—¿Debo llevar algo? —preguntó el mayordomo, quien durante los meses que Duke había pasado en California vivió una existencia anormalmente apacible.

—No, sólo te necesito a ti. No pierdas ni un minuto. Adiós.

Duke regresó al coche y doce minutos después se detenía frente a su domicilio. Cerrando el coche, contempló un momento la casa y, al fin, murmuró:

—Creo que he sido un idiota. No debí dejarla dentro.

Acercóse al farol que iluminaba toda la fachada de la casita y apretó un oculto resorte, por medio del cual se abrió una parte del poste, que reveló un compacto y complicado mecanismo. De una especie de depósito rectangular, sacó varias tiras de papel rosado. Las primeras tiras que examinó mostraban todas la misma vista: la puerta de entrada de la casa.

La cuarta tira mostraba también la puerta; pero a ambos lados de ella se veían dos hombres con el rostro cubierto por un pañuelo. Un tercer hombre, vuelto de espaldas a la calle, parecía estar llamando a la puerta.

Cada tira contenía seis fotos por el estilo de las que se impresionan en los aparatos automáticos. En la tira que sostenía Duke entre las manos se veía primero la puerta vacía, luego con los tres hombres indicados. La tercera foto mostraba la puerta abriéndose. La cuarta volvía a mostrar la puerta sin ninguno de los tres hombres.

Otras dos tiras sólo mostraron la puerta; pero luego, en la siguiente, aparecían los dos hombres enmascarados sacando de dentro de la casa a Susana Cortiz, que parecía desmayada. Nuevamente se veían varias vistas de la puerta, hacia la cual estaba enfocado el objetivo de la máquina oculta en el farol. Luego varias figuras humanas volvieron a aparecer. Cuatro hombres metían dentro de la casa una pesada caja de madera. Una fotografía sin nada y otra mostraba a los mismos hombres saliendo de la casa con las manos vacías. Después aquellos mismos hombres volvían a entrar cargados con otros paquetes más pequeños. Un par de fotos en blanco y, por último, los cuatro bandidos saliendo con cajas, evidentemente vacías.

Todas las fotos siguientes mostraban sólo la entrada de la casa. Duke consultó unas cifras grabadas junto a cada fotografía y al llegar a la que mostraba a Susana siendo sacada por los bandidos murmuró:

—La raptaron a las once y treinta y dos minutos por un grupo compuesto, por lo menos, por cinco hombres.

Cualquiera que hubiese visto en aquel momento la expresión de Duke Straley habría protestado de que alguien considerara al famoso millonario un hombre atractivo. En sus facciones se pintaba el odio más implacable.

De otro rincón del interior del farol sacó Duke un pequeño micrófono cromado y después de mover una clavija ordenó:

—Levanta las manos, cobarde.

Sin agregar nada más volvió a guardar el micrófono y apretó el botón de una especie de timbre. Hecho esto, cerró el misterioso escondrijo y dirigióse hacia su casa. Abrió con la llave y al entrar desenfundó su pistola.

El vestíbulo aparecía brillantemente iluminado, y se escuchaba un continuo zumbido. Avanzó por el pasillo y sonrió al ver a un hombretón luchando por arrancar de la pared una Colt automática calibre 45 provista de un largo silenciador.

—Es inútil —dijo—. Necesitaría usted mucha más fuerza de la que posee un tractor para arrancar de ahí esa pistola.

El hombre, que vestía un sucio y mal cortado traje, volvióse hacia Duke. Su aspecto era el de un ser acorralado.

—¿Qué significa esto? —murmuró—. ¿Es que hay fantasmas?

—Tal vez.

—Pero... es que me han arrancado la pistola de las manos...

—Ya lo sé, acérquese o disparo.

Asustado, el hombre se aproximó. Al llegar ante Duke éste le ordenó que le tendiese las manos. El otro lo hizo y unas esposas de brillante acero se cerraron en torno de sus muñecas. Después de esto, Duke pulsó un oculto timbre y cesó el zumbido. Los electroimanes habían sido desconectados.

—Sígame —ordenó Duke—. Y no olvide que no me importaría matarle de un tiro.

El bandido obedeció. Estaba demasiado asustado para desobedecer a aquel hombre cuyos poderes resultaban tan fantásticos. Cuando vio como Duke descolgaba, sin mayor esfuerzo, el arma que él había intentado en vano recuperar, su asombro creció enormemente. Le siguió hasta el salón y, lívido de terror, vio como guardaba en un cajón la pistola que le había arrebatado. Luego vio cómo Duke enfundaba la suya y, de otro cajón, sacaba un revólver Smith y Wesson, lo abría y lo cargaba con unos cartuchos que antes sumergió en un líquido verdoso. Cuando Duke se volvió hacia él, el pistolero retrocedió, tartamudeando:

—¿Qué va a hacer conmigo?

—¿Qué te mereces? —preguntó Duke, apretando fuertemente el revólver.

—¡No me mate! —gimió el bandido, que, desprovisto de sus armas, era tan cobarde, como el que más—. ¡Se lo diré todo!

—¿Qué me dirás? —preguntó Duke.

—Lo que usted quiera.

—¿Quién es vuestro jefe?

—Jack Kallas.

—¿Utiliza también el nombre de John Kerbey?

—Si, si.

—¿Y para qué se ha querido apoderar de la señorita Cortiz?

—No sé; pero dijo que se lo explicaría todo en la carta.

—¿En qué carta?

—En la que dejó en su laboratorio. Allí la encontrará usted.

—Veremos si es cierto —replicó Duke.

Al volver la espalda al bandido, no pudo ver la sonrisa de alegría que se dibujaba en el rostro del pistolero, sonrisa que se acentuó cuando la mano de Duke Straley hizo girar el tirador de la puerta.