EL RAPTO

Una especie de descarga eléctrica arrancó a Susana de su desmayo.

—¡No, no! —chilló, poniéndose en pie de un salto y mirando, aterrada, en todas direcciones.

—¿Qué le ocurre, señorita Cortiz? —sonrió Duke.

—¡Que no, que no me caso con usted! ¡Que estoy segura de que en el día de nuestra boda le regalarían un niño asado o una caja llena de escorpiones, o un cadáver descompuesto! ¡Me voy!

—¡Cálmese! —rió Dulce—. Pero si eso no tiene importancia.

—¡Ah, no! ¿Le ocurre cada día? Pues entonces desde este momento olvídese de mí. No le conozco. No quiero estar ni un segundo más a su lado. He sufrido en cinco minutos más emociones que en los veintidós años de mi vida. ¿Es que esos regalos se los hacen para ponerle contento?

—No, es sólo un problema. Una especie de rompecabezas que quieren que yo resuelva.

—¿Y en vez de enviarle crucigramas le envían cadáveres medio vivos?

—Sí, algo por el estilo.

—¿Y eso lo hacen sus amigos?

—No, los de usted, señorita Cortiz.

—¡Eh! No... no dirá que eso se lo ha enviado un amigo mío, ¿verdad? Es una broma... de usted.

—No, no es ninguna broma mía. Sus amigos, o enemigos, si lo prefiere, han decidido emprender el ataque contra usted. Para empezar han roto el fuego contra su aliado, o sea contra mí. Para demostrar que no me tienen miedo, me envían la clave del misterio y me proponen que en los cinco minutos que le quedan de vida resuelva todo el problema con el que se enfrenta usted.

—Eso quiere decir que ya... que ya ha muerto...

—Si Edwin Gilbert ha muerto.

—¿Quién?

—Gilbert. El cuerpo que vio usted era el de Edwin Gilbert, el marinero que acompañaba a su tío cuando ocurrió el accidente.

—¿Quiere decir el que fuimos a ver en el hospital?

—Si. Debieron de enterarse de que lo buscábamos y nos lo han enviado.

—¿Y cómo lo trajeron?

—Sin oídos para oír, sin voz para hablar, sin ojos para ver y sin manos para escribir. Un verdadero problema.

—¿Y a pesar de eso averiguó usted que era Gilbert? ¿Por la documentación?

—No llevaba ninguna documentación, ni ninguna prenda de ropa suya. El pijama que vestía era nuevo y pudo haber sido comprado en cualquiera de las tiendas de Wolworth. Es de calidad inferior y no lleva marca de procedencia. Sin duda dentro de un par de semanas podríamos saber dónde fue comprado; pero entonces ya estará todo resuelto y ese detalle carecerá de importancia.

—¿De veras cree que estará resuelto?

—Claro. Los que me enviaron a Gilbert estaban seguros de que no averiguaría su identidad, pues ni por las huellas dactilares habría sido posible dar con él, ya que no tenia manos.

—Entonces, ¿cómo se las compuso para identificarle?

Duke se acarició la barbilla.

—Permítame un momento —dijo—. Antes de contestar quiero aclarar un punto.

Descolgó el teléfono y marcó un número.

—¿Hospital Bellevue? —preguntó.

—...

—Sí, soy Straley. La felicito por lo bien que sabe identificar la voz, señorita.

—...

—Quisiera hablar con el doctor Vincent Adan.

—...

—Doctor Adan. Soy el señor Straley. Necesitaría su ayuda. ¿Podría acudir a mi casa inmediatamente?

—...

—No, no puedo salir de aquí. Me han enviado un cadáver y antes de que llegue la policía quisiera que usted me ayudase a identificarlo.

—...

—Sospecho que es el de Edwin Gilbert.

—...

—Muchas gracias, doctor Adan. Hasta luego.

Duke colgó el teléfono y sacando uno de los cigarrillos elaborados por él, comenzó a fumar en silencio. Por último miró a Susana y declaró, con duro acento:

—Estamos frente a unos enemigos implacables, señorita Cortiz. Los que son capaces de cometer un crimen como el último que han llevado a cabo no se detendrán ante nada.

—¿Cuándo murió aquel pobre hombre?

—A las ocho en punto. Fueron exactos en su pronóstico.

—Entonces, ¿cómo le fue posible averiguar quién era?

—Habría averiguado muchas más cosas si hubiese seguido el camino más lógico; pero quise ser demasiado moderno. Utilicé un micrófono de laringe. Lo apliqué al cuello de Gilbert y traté de captar lo que decía; pero el desgraciado sufría tanto que no pude oír nada claro. Sólo quejidos y lamentos. En ello perdí más de un minuto. Comprendiendo que si no calmaba sus dolores no podría averiguar nada, le apliqué la llamada raquianestesia, o sea anestesia aplicada en la columna vertebral. Cesaron los gritos y con ayuda de un potente altavoz, que ampliaba mis palabras enormemente, le pregunté quién era. Tuve que repetir varias veces la pregunta y, al fin, pudo responder que se llamaba Edwin Gilbert. Como el micrófono de laringe no bastaba, tuve que ir nombrando las letras del alfabeto y pidiéndole que al llegar a la correspondiente moviera un brazo. El pobre consiguió decirme su nombre; pero nada más. Mejor dicho, agregó algo. Repitió su nombre y el de ensenada...

Duke quedó un momento como desconcertado, luego, exclamó:

—¡Claro! ¡Ensenada de Gilbert! Aquel pobre infeliz se llamaba Gilbert, igual que la ensenada donde murió su tío. Una casualidad... Bien. No repita a nadie lo que le he dicho.

Separándose de Susana, Duke volvió al teléfono y marcó un número. Un momento después la voz de Max Mehl, Jefe de Policía de Nueva York llegaba hasta él.

—Soy Duke, Max. ¿Cómo le va?

—Eso a ti. ¿Dónde has estado todo ese tiempo?

—En California.

—Ya se ha notado. Mientras has estado fuera, Nueva York ha sido una balsa de aceite.

—Pues en mi laboratorio tengo un desagradable cadáver esperando la llegada del forense, Max.

—¿Lo ves? —bufó el jefe de Policía—. En cuanto llegas empiezan las complicaciones. Seguro que te lo estaban reservando para cuando comparecieses. Bien, ahora enviaré a retirarlo.

—No, Max, aún no. Preferiría que me lo dejase hasta esta noche o mañana.

—¿Qué quieres hacer con él?

—Me lo enviaron como un rompecabezas. Fue como un desafío a mis dotes de investigador. Estaban seguros de que no podría identificarlo, pues aunque todavía no era un cadáver lo habían mutilado de tal forma que no podía ver, oír, hablar ni escribir. Descubrí en seguida que era un tal Edwin Gilbert, antiguo marinero de los Prince y complicado en un accidente que ocurrió en Nueva Jersey. Hice algunas pruebas y al fin conseguí que hablara.

—¿Y para eso me telefoneas?

—Sí, porque estoy seguro de que le interesará. Envíe a recoger el cuerpo mañana por la mañana. Entretanto yo quiero llevar a cabo algunas investigaciones. Procure que la Policía de Nueva Jersey me ayude. Adiós, se acerca alguien.

Duke colgó el teléfono, en tanto que una serie de bombillitas se iban iluminando unas tras otras, señalando el avance de alguien por el jardín. Un momento después sonó el timbre.

El dueño de la casa fue a abrir la puerta y el doctor Vincent Adan apareció, vestido con traje de calle. Después de cambiar un saludo con él, Duke le hizo entrar en el salón, donde Susana le saludó también. Luego los dos hombres entraron en el laboratorio, donde, sobre una mesa de operaciones se veía un cuerpo cubierto con una blanca sábana.

—¿Está ahí? —preguntó Adan.

—Sí.

El doctor acercóse a la mesa y retiró la sábana. Durante unos minutos estuvo examinando aquel cuerpo y, al fin declaró:

—Creo que, en efecto, se trata de Edwin Gilbert; pero está tan desfigurado que no se puede tener la certeza de que sea realmente él. Los pocos rasgos que quedan visibles son los suyos; pero tal vez un parecido...

—No, es él, desde luego —dijo Duke—. Antes de morir pudo hablar y...

—¡No! —exclamó Adan—. ¡No es posible! Ese hombre tiene la lengua... Bueno, no hay más que verlo para comprender que de sus pobres labios no ha salido ni una palabra.

—No, desde luego, no podía hablar como usted y como yo; pero, la ciencia progresa y se ha inventado un micrófono llamado de laringe, que recoge por la parte exterior del cuello las vibraciones y las transforma en palabras. Es lo que se emplea actualmente en los campos de batalla. En medio de un intenso bombardeo, nadie podría hacerse oír a través de un micrófono normal, que recogiera las vibraciones de la voz y, al mismo tiempo todos los otros sonidos, por ello se emplean los micrófonos de laringe, mucho más prácticos. Me proporcionaron uno hace algún tiempo y he podido utilizarlo ahora.

—¿Dijo algo más este hombre? —preguntó Adan, que continuaba examinando el cuerpo.

—No. No pudo ni decirme quién lo había asesinado ni los motivos.

—Una lástima, ¿verdad?

—Muy grande, doctor.

—Si ya sabía quién era, ¿por qué me hay hecho venir? —preguntó Adan, que seguía examinando curiosamente aquel cuerpo.

—Para que me aclarase lo que está observando.

—¿Qué observo?

—Las amputaciones, ¿verdad?

—Sí.

—¿Muy interesantes?

—Algo.

—¿Las habría podido realizar un aficionado?

—No, en absoluto. Sólo un cirujano sería capaz de cortar tan bien.

—Es lo que, yo sospechaba. Tendremos que buscar a un médico, o, mejor dicho, a un cirujano.

—Ningún médico honrado sería capaz de cometer semejante crimen —declaró, fogosamente, Adan.

—Es que yo no buscaré un cirujano honrado, sino a uno de esos que se dedican, especialmente a la cirugía plástica en ayuda de los gangsters que, fugitivos de la justicia, necesitan que alguien les desfigure la cara para poder así escapar mejor.

—Siempre me ha costado un esfuerzo creer en la existencia de semejantes hombres —dijo Adan—. Manchan el buen nombre de nuestra profesión y merecerían que se les condenara a muerte.

—Opino como usted, doctor. Y como ya le he molestado demasiado, le ruego me disculpe.

—De nada, señor Straley. Si alguna vez me necesita...

—Esté seguro de que acudiré a usted. Adiós doctor.

Adan despidióse de Susana y en cuanto hubo salido de la casa, Duke dejóse caer en un sillón, frente a la joven.

—Bien —dijo—; creo que ya hemos dado bastante publicidad a lo ocurrido.

—¿Cómo?

—El amigo Max Mehl lo sabe, lo sabe el doctor Adan y lo sabe la telefonista del hospital, que en el momento en que yo hablaba lanzó unas cuantas suaves exclamaciones que no pudo contener.

—¿Y es importante que se sepa eso?

—Mucho. Quiero que la banda ataque, o haga algo...

—¿Por qué cree que existe una banda?

—En primer lugar porque identifiqué la manera de conducir el auto en que trajeron el cuerpo de Gilbert. Sólo los gangsters son capaces de tomar un viraje como lo tomaron los que iban en el coche. Además vi asomar por una de las ventanillas el cañón de una ametralladora Thompson, arma predilecta de ellos. Otro detalle es la utilización de un cirujano. Casi todas las bandas tenían algún buen cirujano para que les extrajera los proyectiles del cuerpo. Un bandido novato no habría podido encontrar un médico así.

—A menos que se tratara de un cirujano —observó Susana.

—Si el culpable fuera un cirujano, no tendría a su disposición una banda de pistoleros. Aun es pronto para fijar en un punto determinado las sospechas.

—¿Y no sospecha de John Kerbey? —preguntó Susana.

—Sospecho de él, y de Ismael Brown.

—¿De Ismael Brown? —protestó Susana—. ¡Pero si es la honradez hecha persona! Nunca sospecharía de él.

—Por regla general, los verdaderos culpables son poco sospechosos.

—Eso no es una verdad muy exacta, señor Straley. He visto cientos de fotografías de criminales y siempre me he asombrado de que les permitieran pasear libremente por las calles. Unas caras como las suyas hablaban a gritos de delincuencia y criminalidad. No se concibe que desde que nacieron no se les encerrara en un penal.

—A sus palabras podría replicarle con otras, y dentro de un par de horas aun andaríamos discutiendo sobre lo mismo. Voy a salir un momento. No abra a nadie la puerta. Quédese aquí y no olvide que mientras se encuentre en esta casa está en una fortaleza.

—¿Y va a dejarme con ese cadáver? —preguntó Susana, sin disimular su nerviosismo.

—Puede tener la seguridad de que, desgraciadamente, ese cadáver no puede causarle ningún daño. Para el pobre sería mucho mejor poder hacerlo, pues significaría que estaba lleno de vida. Además, si usted no entra en mi laboratorio ni siquiera se enterará de la presencia de los pobres despojos de Edwin Gilbert.

—¿A dónde va? —preguntó Susana.

—A hacer algo un poco desagradable.

—¿Va a asesinar a alguien?

—No. Por el contrario, voy a dejarme asesinar. O por lo menos a dejar que intenten asesinarme.

—El problema está muy bien planteado; pero yo no lo comprendo.

—Voy a servir de anzuelo y de gusano. Supongo que eso tampoco lo entenderá.

—No, no, tampoco lo entiendo.

—Pues es muy sencillo. Cuando uno quiere ir a una montaña, lo mejor que puede hacer es ir hacia ella en lugar de esperar a que la montaña vaya hacia uno.

—¿Quiere decir que usted va ha hacer de gusanito clavado en un anzuelo para que los autores del envío del cuerpo ese le suelten un bocado y se claven el anzuelo?

—Exacto.

—Bien, eso quizá me resuelva una duda que he tenido siempre.

—¿Qué duda?

—Muchas veces me he preguntado qué es del gusano, después de haber mordido el pez el anzuelo. ¿Queda devorado por el pez? ¿O se lo come el pescador?

—Eso podré decírselo mañana, después de mi experiencia. Adiós. Y no olvide que no debe abrir la puerta a nadie.

Duke entró de nuevo en el laboratorio y al salir lo hizo vestido con una gabardina y cubierta la cabeza con un viejo sombrero de fieltro.