‘Fofisanos’
Ahora me entero de que a los gordos el sistema (vade retro Satana) nos quiere convertir en tendencia, bajo el remoquete memo de ‘fofisanos’. Al parecer, el ‘fofisano’ es un grado intermedio entre el gordo desparramado y el petardo de gimnasio; o sea, el gordo acomplejado con su tímida barriguita, sus michelines discretos, su culete medianamente fondoncillo, etcétera. Por supuesto, los reportajes sobre ‘fofisanos’ siempre se ilustran con fotografías en las que Leo DiCaprio muestra tan campante su barriga cervecera, para que los gordos acomplejados piensen quiméricamente ¡cuitados! Que ellos también van a ligarse a la colección de rubias que el actor atesora en su currículum enciclopédico. En estos reportajes también se asegura que hay muchas mujeres que prefieren este tipo de hombre, pero siempre por razones narcisistas. Porque no las hace sentir culpables o inseguras si ellas, a su vez, tienen la tripa fofa o las cartucheras cargadas; porque, teniendo a un ‘fofisano’ por novio o marido, ellas pueden presumir de ser las guapas de la pareja; porque acurrucarse contra la barriga de un petardo de gimnasio provoca tortícolis, etcétera. ¡Cursiladas y mamarrachadas! , que diría Manolo Morán en Bienvenido, míster Marshall.
Como puede apreciarse, esta moda de los ‘fofisanos’ es una campaña-montaje para que los gordos acomplejados no se derrumben anímicamente, después de probar tropecientas mil dietas estériles; y para que las gordas reprimidas se consuelen pensando que el gordo acomplejado que les arrima cebolleta en la clase de pilates es el hombre fashion por excelencia. En otras épocas, el gordo era un millonario que se ponía cebón a fuerza de banquetear; por eso a los banqueros los dibujaban en las caricaturas clásicas con un barrigón como un mapamundi. En nuestra época, por el contrario, los banqueros son más flacos que una anchoa, porque se miden con cronómetro las calorías; y los gordos han pasado a ser los pobres de solemnidad, que sólo pueden alimentarse con comida basura llena de grasas saturadas y ni siquiera pueden permitirse el modesto lujo de pagarse un gimnasio; o bien los tíos como yo, que pasamos de llevar una ‘vida saludable’ y nos cagamos en los gimnasios, las dietas y la madre que los parió y las parió a todos y todas. Al sistema no se le escapa que el gordo es potencialmente peligroso, porque en su aceptación (forzosa o voluntaria) de la gordura subyace un rechazo de la propaganda sistémica que puede convertirlo en un elemento subversivo; pues un tipo que ha logrado resistir la imposición de unos cánones estéticos dictatoriales puede ser también impermeable a los mantras del sistema. De ahí que el sistema se saque de la manga inventos grotescos como este de los ‘fofisanos’, para que el gordo acomplejado, a la vez que se reprime para no desparramarse, piense ilusoriamente que su gordura contenida también mola a las rubias de Leo DiCaprio.
Pero un gordo como Dios manda no admite que lo llamen ‘fofisano’ ni mariconadas semejantes. Un gordo como Dios manda no necesita campañas orquestadas para apuntalar su autoestima. Un gordo como Dios manda persevera en su gordura y no se avergüenza de su barriga oronda, porque sabe que la barriga es al gordo lo mismo que la melena a Sansón, que despojado de ella se amustia de melancolía y se convierte en un mingafría. Un gordo como Dios manda no pisa el gimnasio ni por recomendación de Jane Fonda y se ríe de las dietas como de los chistes malos, con condescendencia y hastío. Un gordo como Dios manda, en todo caso, se vigila el colesterol y los triglicéridos; y, mientras el colesterol y los triglicéridos no se salgan de madre, vive su gordura con alegría y naturalidad, como un don venido del cielo que, en la otra vida, le permitirá tener un cuerpo más glorioso que nadie; y que en esta vida lo exonera de hacer el ridículo en verano, enseñando chicha por la calle, que es lo que hacen los palurdos.
Ser un gordo como Dios manda, sin complejos ni fofisanías mentecatas, tiene por lo demás muchas ventajas materiales y espirituales, que ya hemos glosado en algún artículo anterior. Está comprobado que los gordos somos menos intransigentes con las debilidades ajenas, que amamos con más abnegación y entusiasmo, que somos menos propensos a la cólera y que nos tomamos a chirigota esas tragedias cotidianas que desazonan a los flacos. Por todo ello, los gordos como Dios manda nos ligamos a las rubias con la misma facilidad que DiCaprio; con la única diferencia de que pillamos las rubias listas, dejando las tontas para Leo. Pero los ‘fofisanos’ ni listas ni tontas ni mediopensionistas; porque los acomplejados nunca se comieron un colín.
Pedir perdón
Hace unas semanas, escuchábamos al Papa (en sintonía con sus predecesores) pedir perdón por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América . No entraremos aquí a señalar, por archisabidos, los peligros de enjuiciar acontecimientos pretéritos con mentalidad presente. Señalaremos, en cambio, que como cabeza de la Iglesia el Papa sólo puede pedir perdón por los crímenes que haya podido perpetrar o amparar la institución que representa; pues hacerlo por los crímenes que pudiera perpetrar o amparar la Corona de Castilla (luego Corona española) es tan incongruente como si mañana pidiese perdón a los sioux por los crímenes perpetrados por Búfalo Bill. Además, el Papa sólo puede pedir perdón por crímenes que la Iglesia haya podido cometer institucionalmente, con el amparo de leyes eclesiásticas, no por crímenes que hayan podido perpetrar por su cuenta clérigos más o menos brutos, salaces o avariciosos; pues pedir perdón por acciones particulares realizadas en infracción de las leyes emanadas de la instancia suprema es un cuento de nunca acabar que no sirve para sanar heridas, sino tan sólo para excitar el victimismo de los bellacos.
Yo vería muy justo y adecuado que la reina de Inglaterra o el rey de Holanda pidieran perdón por los crímenes institucionalizados que se realizaron en las colonias sojuzgadas por sus antepasados, donde los nativos por ejemplo tenían vedado el acceso a la enseñanza (en las Españas de Ultramar, por el contrario, se fundaron cientos de colegios y universidades), o donde no estaban permitidos los matrimonios mixtos (que en las Españas de Ultramar eran asiduos, como prueba la bellísima raza mestiza extendida por la América española), porque sus leyes criminales así lo establecían. Pero me resulta estrafalario que el Papa pida perdón por crímenes cometidos por españoles a título particular, y en infracción de las leyes promulgadas por nuestros reyes. Porque lo cierto es que los crímenes que se pudieran cometer en América fueron triste consecuencia de la débil naturaleza caída del hombre; pero no hubo crímenes institucionalizados, como en cambio los hubo en Estados Unidos o en las colonias inglesas u holandesas, pues las leyes dictadas por nuestros reyes no sólo no los amparaban, sino que por el contrario procuraban perseguirlos.
Colón había pensado implantar en las Indias el mismo sistema que los portugueses estaban empleando en África, basado en la colonización en régimen asalariado y en la esclavización de la población nativa. Pero la reina Isabel impuso la tradición repobladora propia de la Reconquista, pues sabía que los españoles, para implicarse en una empresa, necesitaban implicarse vitalmente en ella; y en cuanto supo que Colón había iniciado un tímido comercio de esclavos lo prohibió de inmediato. En su testamento, Isabel dejó ordenado a su esposo y a sus sucesores que pongan mucha diligencia, y que no consientan ni den lugar a que los indios reciban agravio alguno ni en su persona ni en sus bienes . Este reconocimiento de la dignidad de los indígenas es un rasgo exclusivo de la conquista española; no lo encontramos en ninguna otra potencia de la época, ni tampoco en épocas posteriores. Los indios fueron, desde un primer momento, súbditos de la Corona, como pudiera serlo un hidalgo de Zamora; y los territorios conquistados nunca fueron colonias, sino provincias de ultramar , con el mismo rango que cualquier otra provincia española.
Algunos años más tarde, conmovido por las denuncias de abusos de Bartolomé de las Casas, Carlos I ordenó detener las conquistas en el Nuevo Mundo y convocó en Valladolid una junta de sabios que estableciese el modo más justo de llevarlas a cabo. A esta Controversia de Valladolid acudieron los más grandes teólogos y jurisconsultos de la época. Domingo de Soto, Melchor Cano y, muy especialmente, Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda; y allí fue legalmente reconocida la dignidad de los indios, que inspiraría las Leyes de Indias, algo impensable en cualquier otro proceso colonizador de la época. Por supuesto que durante la conquista de América afloraron muchas conductas reprobables y criminales, dictadas casi siempre por la avaricia, pero nunca fueron conductas institucionalizadas; y la Iglesia, por cierto, se encargó de corregir muchos de estos abusos, denunciándolos ante el poder civil.
Antes de pedir perdón por crímenes del pasado, conviene distinguir netamente entre personas e instituciones; de lo contrario, uno acaba haciendo brindis al sol. Tal vez procuren muchos aplausos, pero son aplausos de bellacos.
Miradas en blanco
Muy poco después de dimitir como ministro de las maltrechas finanzas de su país, Yanis Varufakis concedía una entrevista en la que describe las discusiones que tuvieron lugar en el llamado (con denominación tan mostrenca como inorgánica, como corresponde a un ente sin humanidad) ‘eurogrupo’, antes de que Grecia fuese por completo rendida. Por supuesto, las simpatías que el mencionado Varufakis nos despierta son por completo nulas (aunque le reconocemos algo más de dignidad y vergüenza torera que a su jefe de filas, que después de organizar una pantomima de referendo se allanó ante las exigencias del ‘eurogrupo’ como un patético felpudo); pero hay en su entrevista una autenticidad impetuosa de la que resulta difícil dudar.
Por supuesto, Varufakis es un iluso (o un demagogo) que sigue alimentando el sueño de una democracia de fantasía. Así se percibe, por ejemplo, cuando define ese mefítico ‘eurogrupo’ como un ente sin existencia legalmente reconocida, sin un tratado que lo sustente, pero con el máximo poder para decidir sobre las vidas de los europeos . Y añade. No responde ante nadie, no hay actas de las reuniones, y es confidencial. De modo que ningún ciudadano se entera nunca de lo que se discute, a pesar de que sus decisiones son casi de vida o muerte . La descripción de Varufakis, amén de pavorosa, es muy atinada; pero delata su propensión demagógica cuando establece una distinción implícita entre este protervo ‘eurogrupo’ y las instituciones políticas cuyos miembros son nombrados mediante procesos democráticos y cuyo funcionamiento se rige legalmente, al estilo de los parlamentos o los gobiernos. Esta distinción implícita es grotesca; y como prueba tenemos, sin ir más lejos, la actitud adoptada por el gobierno y el parlamento griegos, que se pasaron por la cruz del pantalón el muy democrático resultado del referendo que ellos mismos habían convocado. En realidad, este execrable ‘eurogrupo’, al igual que los parlamentos y gobiernos, no son sino expresiones diversas (unas más descaradamente opacas, otras más fingidamente democráticas) de una amalgama de poder oligárquico al servicio del Dinero en donde el pueblo, reducido a masa cretinizada sin representación efectiva (¡ciudadanía!) es un mero paisaje de fondo al que se le arroja la carnaza de la demogresca, para que se desfogue. Y el Dinero sólo permite que alcancen poltrona en tales instituciones (lo mismo en las descaradamente opacas que en las fingidamente democráticas) aquellos sujetos cuyas dotes de felpudo ha probado previamente, aunque a veces a las masas cretinizadas se les ofrezcan unos tipos con retórica comunista, que tras mucho aspaviento acaban arrojando a sus pueblos a las fauces del Dinero, igual que haría el liberal o socialdemócrata de turno.
En su entrevista, Varufakis explica cómo obra este ‘eurogrupo’. Se negaban por completo a debatir argumentos económicos. Era plantear un argumento que te habías preparado mucho para asegurar su coherencia lógica y encontrarte con miradas en blanco. Como si no hubieras hablado . Y concluye. La negociación fue interminable porque la otra parte se negaba a hacer concesiones. Insistían en un acuerdo global, es decir, en hablar de todo, que, en mi opinión, equivale a no querer hablar de nada. No hacían ninguna propuesta. Por ejemplo, con el IVA. Después de pedirnos que les diéramos todos los datos de las empresas estatales, que rellenáramos infinitos cuestionarios y presentáramos nuestras ideas, antes de poder negociar un acuerdo cambiaban de tema y empezaban a hablar, por ejemplo, de privatizaciones. Les presentábamos nuestra propuesta, la rechazaban y pasaban a hablar de las pensiones, o del mercado de trabajo, y así sucesivamente . Es una descripción que parece salida de la pluma de Kafka, tan vívida y pesadillesca que no puede ser inventada. Esos tipos con miradas en blanco , programados como un electrodoméstico, zombis impasibles que llegan a las reuniones con las decisiones tomadas (con las decisiones de su Amo interiorizadas de un modo robótico) son simples sicarios de la plutocracia, marionetas sin otro designio que sacrificar a los pueblos y abastecer las apetencias del Dinero.
Este es el meollo último de la amalgama de poder que nos tiraniza, tras el decorado retórico en donde las masas se agotan, enzarzadas en una demogresca con sus negociados de izquierdas y derechas. Unos tipos con la mirada en blanco, como recién salidos de una sesión de hipnosis, que sirven a su Amo. Y las masas, entretanto, votando como descosidas, para lograr (risum teneatis) el cambio ; que, como nos enseñaba Gómez Dávila, consiste en avanzar más rápidamente en la misma dirección.
Clamar en el desierto
Como no me chupo el dedo, sé bien que las cosas que escribo provocan el desprecio de la mayoría de mis contemporáneos. Provocan, desde luego, el desprecio de progres de derechas y de izquierdas, que me ven como un reaccionario que defiende ideas antediluvianas inconciliables con el espíritu de nuestro tiempo; provocan también el desprecio de los fariseos que se aprovechan de la fe religiosa de los sencillos para sus negocios y sus cambalaches políticos, porque tengo la nefasta manía de recordarles que son la sal sosa fustigada en el Evangelio. Unamuno se refería a esa nueva Inquisición , omnipotente en nuestra época, que usa por armas el ridículo y el desprecio para los que no se rinden a su ortodoxia . Yo jamás me rendiré a la ortodoxia decretada por nuestra época; y, por lo tanto, no me aguarda otro destino sino ser cada vez más despreciado y ridiculizado, hasta que algún día logren silenciarme del todo. Pero hasta que llegue ese día tal vez no demasiado lejano prometo seguir dando la batalla.
No es, sin embargo, sencillo escribir sabiendo que eres una persona despreciada. A cualquiera le gusta ser halagado y aplaudido; y más que a nadie al escritor. Para seguir escribiendo sabiendo que eres una persona despreciada y ridiculizada por los corifeos del sistema hace falta vencerse a uno mismo, hace falta renunciar a la propia conveniencia. Esta es la actitud de don Quijote, que no vacila en ponerse en ridículo ante el mundo para hacer realidad los ideales de la andante caballería, para traer otra vez la Edad Media a un Renacimiento que la desdeña jocosamente (pero la jocosidad es la máscara con que el cinismo oculta su odio). A don Quijote le habría sido muy sencillo combatir las burlas de sus contemporáneos, pues todos reconocen que es hombre discreto; le habría bastado con renegar de su espíritu caballeresco para obtener la consideración y el aplauso del mundo. En diversos pasajes de la obra cervantina leemos que los personajes que se cruzan en el camino de don Quijote lo ponderan y ensalzan; y que sólo cuando don Quijote se refiere a su malhadada caballería lo toman por necio. A don Quijote le habría bastado con hacer ‘reserva mental’ de determinadas cuestiones para ser ensalzado por todos; pero eligió que lo ridiculizasen, eligió el desprecio del mundo, con tal de poder llevar a cabo su vocación. Es una lección muy dolorosa, pero incalculablemente hermosa. Y es el ejemplo que me he propuesto seguir.
Unamuno, al referirse a este rasgo trágico y esencial del quijotismo, no se olvida del más terrible ridículo que debe afrontar quien decide imitar la actitud de don Quijote, que es el ridículo de uno ante sí mismo y para consigo . En efecto, como le ocurría a Unamuno, mi razón se burla de mi fe y la desprecia . Mi razón constantemente me recomienda que aplauda lo que el mundo aplaude, mi razón me pide sin cesar que calle ante lo que la corrección política establece, mi razón me ruega encarecidamente que asuma como propios los postulados del progresismo hegemónico, para poder medrar, como hacen los escritores de éxito; y que, una vez asumidos tales postulados, discrepe en asuntos menores con mucho aspaviento y jeribeque, como hacen los escritores de éxito, para posar de rebelde ante la galería. Pero mi fe quijotesca se niega a aceptar lo que la razón me reclama; y entonces mi razón se burla de mí, escandalizada de mi locura, y es la primera en carcajearse de mi ridiculez.
Ridiculez que, además, conlleva una condena a la soledad; porque uno no tarda en descubrir que, al revolverse contra el espíritu de su tiempo, no consigue otra cosa sino la soledad, pues a la inmensa mayoría de la gente lo que le gusta es comulgar con el espíritu de su tiempo, que es lo que garantiza llevar una vida pacífica y sin sobresaltos. Pero, aunque la soledad sea a veces muy dolorosa, uno se siente más vivo que nunca; pues, como nos enseñaba Chesterton, sólo el que nada a contracorriente sabe con certeza que está vivo, pues para avanzar aunque sólo sea un centímetro tiene que bracear con brío (frente al que es arrastrado por la corriente, que avanza fácilmente aunque lleve mucho tiempo muerto).
Y clamar en el desierto no es una tarea estéril, como nos enseñaba Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida. ¿Cuál es, pues, la nueva misión de don Quijote hoy en este mundo? Clamar, clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que se va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil leguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte.
El mito del progreso
Tal vez no exista quimera más falaz, maligna y destructiva que el mito del Progreso, levadura de todas las ideologías modernas. Según dicha quimera, la Humanidad avanza hacia un porvenir siempre mejor, en alas de avances científicos cada vez más refinados y de logros políticos cada vez más estimulantes; y tales avances y logros irán produciendo, a su vez, un perfeccionamiento de la propia Humanidad, que merced a la conquista de sucesivos derechos podrá entronizarse a sí misma como un dios (resulta, en verdad, desternillante que las masas se resistan a creer en un Dios trino y no tengan problemas en creer en la Humanidad, un dios mogollónico a modo de hidra de infinitas cabezas). En realidad, el progresismo no es más que un grotesco determinismo eufórico que confía (en contra de las evidencias que nos proporciona la observación empírica) que la vocación natural de la naturaleza humana es ascender por sí misma, ignorando que el hecho más cierto e irrefutable de la historia humana es la Caída, de la que el hombre sólo puede levantarse con Dios y ayuda.
Reflexionaba yo sobre estos asuntos hace unas semanas, mientras contemplaba en el cine una película absolutamente mema, séptima de una saga automovilística y adrenalínica, que se ha convertido en una de las más exitosas de la historia del cine. Muy rápida y furiosa, la película estaba llena de estruendos y pirotecnias apabullantes, pero carecía de sentido, de conflicto dramático, de personajes con encarnadura, de pasiones nobles o plebeyas, de sentimientos dignos de tal nombre, del más mínimo atisbo de raciocinio. Mientras contemplaba con hastío y perplejidad semejante bodrio me pregunté si estaba dirigido a seres humanos, o más bien a alguna especie animal fruto de una involución que necesitase para su supervivencia de entretenimientos botarates que no la expongan al riesgo de pensar. Aquí alguien podría objetar que a una película cuyo fin primordial es pastorear multitudes no debe exigírsele conflicto dramático, ni personajes consistentes, ni parecidas exquisiteces; pero lo cierto es que en otras épocas -sin salirnos del negociado cinematográfico- las películas taquilleras que desempeñaban igual labor se titulaban Lo que el viento se llevó o Ben-Hur, que a la vez que pastoreaban multitudes proporcionaban un entretenimiento que no insultaba la inteligencia. Viendo aquella película rápida y furiosa llegue a la conclusión de que era el producto natural de una época en la que el progreso técnico (muy visible en el bodrio) encubre un retroceso espiritual, moral, en definitiva humano.
La quimera del progresismo se ampara en un espejismo de gran eficacia persuasiva, según el cual el desarrollo alcanzado por la ciencia o la técnica es la muestra más evidente del esplendor de una civilización. En realidad, desarrollo científico y civilización son conceptos que nada tienen que ver entre sí; pues uno se refiere a un ámbito puramente material y el otro a un ámbito espiritual. Que una sociedad disponga de remedios para sanar enfermedades o comunicarse a distancia no significa que sea una sociedad que haya avanzado en la consecución del bien, la verdad o la belleza; incluso podría significar exactamente lo contrario. Lamartine, en su poema La caída del ángel, imaginaba una sociedad en la que florecían de forma prodigiosa todos los refinamientos científicos concebibles; pero esa sociedad, a un intenso progreso científico, unía un manifiesto espíritu de barbarie. Por prejuicio progresista, Lamartine situaba esa sociedad en la prehistoria, aceptando el tópico progresista que pretende que los hombres hemos evolucionado desde la barbarie hasta el refinamiento espiritual. Las llamadas ‘distopías’, por su parte, juegan a imaginar futuros regidos por la barbarie; pero tal barbarie suele producirse en mundos en los que el progreso científico se ha detenido, o bien en coyunturas políticas dictatoriales. Muy raramente aceptamos la posibilidad de un mundo progresado científicamente, sólidamente democrático, en el que los hombres hayan retrocedido espiritualmente, caminando hacia la barbarie; y la razón por la que no lo aceptamos es porque ese mundo se parece demasiado al nuestro, porque ese mundo tal vez sea ya el nuestro, un mundo rápido y furioso en el que la gente, inmunizada contra la nefasta manía de pensar, ya ni siquiera es capaz de hacer juicios éticos (lo que, según Aristóteles, es el rasgo distintivo del ser humano).
Afirmaba Gracián que todo móvil instable tiene aumento y declinación . Tal vez los antiguos pecasen de un cierto determinismo aciago; pero si hay algo más equivocado que el determinismo aciago es el determinismo eufórico.
Holmesiana
Decía Somerset Maugham que la vida del más anodino de los hombres, escrutada exhaustivamente, nos causaría pasmo. Y es que, en efecto, todos escondemos en el castillo de nuestra intimidad, guardadas celosamente bajo siete llaves, pasiones, aficiones y preferencias que preferimos apartar de la curiosidad ajena, a veces porque en efecto juzgamos que causarían desagrado o decepción entre nuestros allegados, a veces simplemente porque son aficiones cuyo disfrute pleno nos exige soledad. A mí, que soy un hombre con fama de sesudo, me ocurre sin embargo que me gustan mucho los subgéneros, tanto cinematográficos como literarios; y como mostrar esa afición a las claras podría decepcionar a mis allegados (o, por el contrario, encandilarlos, pero en cualquier caso trastornando la imagen falsa que de mí se ha hecho) he llegado a convertirla en lo que los anglosajones llaman un guilty pleasure, alimentado a hurtadillas. Entre los subgéneros literarios que disfruto como un enano, sobre todo en el relajo de la estación estival, se cuenta el pastiche holmesiano, cuya lectura me brinda placeres mayores que las propias novelas y relatos de Conan Doyle. Muchas veces me he preguntado la razón de esta predilección tan peregrina; y he llegado a la conclusión de que la lectura de los pastiches holmesianos actúa sobre algún aposento inexplorado de mi alma, devolviéndome a esos gozosos pasadizos de la infancia en los que la lectura era una pura aventura, un confortable placer en pijama y pantuflas.
Pastiches holmesianos los hay de todos los gustos y pelajes. Han cultivado el subgénero escritores de talento (como J. M. Barrie, el creador de Peter Pan) y folicularios de baja estofa. Algunos, para evitarse denuncias, han jugado a cambiar el nombre del protagonista (como hizo Maurice Leblanc, que enfrentó al ladrón de guante blanco Arsenio Lupin con un inconfundible Herlock Sholmes) y otros han preferido elegir como protagonistas de sus relatos a personajes secundarios de Conan Doyle tales como el inspector Lestrade, el villano Moriarty o Mycroft, el hermano de Holmes. Y, en fin, son numerosísimos los pastiches holmesianos que juegan a cruzar a la criatura de Conan Doyle con diversas celebridades de su época, tales como Karl Marx, Sigmund Freud, el mago Houdini, Jack el Destripador, Aleister Crowley u Oscar Wilde; o incluso con otras criaturas de ficción, como Fu Manchú, Drácula o Tarzán. Comprenderá el amable lector que no todos estos pastiches constituyen ‘alta literatura’.
En España también contamos con cultivadores ilustres del pastiche holmesiano, entre los que merece destacarse el genial e irrepetible humorista Enrique Jardiel Poncela, que dio a la prensa la descacharrante Siete novísimas aventuras de Sherlock Holmes. Más recientemente, ha cultivado el subgénero el prolífico Rodolfo Martínez, que introduce a Francisco Franco en uno de sus pastiches. Pero mi holmesiano predilecto es sin duda Javier Casis, un escritor logroñés lleno de finura espiritual y retranca que escribe con una suerte de bondadosa mordacidad (si la contradicción es admisible), recreándose en la elipsis y el escamoteo. Javier Casis, que tiene algo de ángel malévolo, es un bibliófilo empedernido y un infatigable husmeador de la literatura fantástica victoriana; y en los últimos años ha publicado tres suculentos pastiches holmesianos en los que brilla su carácter a la vez elusivo y socarrón, y los primores de un estilo que en apariencia parece circunspecto pero que siempre esconde subterráneas ironías y sarcasmos. Después de la novela Holmes and Watson (1903-1904) y del volumen de relatos Los cuadernos secretos de Sherlock Holmes, donde rescataba ocho aventuras inéditas del inmortal detective, se atreve en la reciente Regreso a Baskerville Hall (publicada por la editorial Siníndice) a completar El sabueso de los Baskerville, sin duda la aventura más célebre de Holmes. La novela de Casis, que no en vano incorpora a modo de atrio una carta apócrifa de Henry James, es un homenaje a los personajes y atmósferas de Conan Doyle (en el que no faltan exhibiciones del método deductivo holmesiano, ni peripecias bizantinas con ocultamientos y arcanos familiares), pero también un relato maravillosamente otoñal, lleno de morigeración y melancolía su acción transcurre casi dos décadas después de la primera visita de Holmes a la mansión de los Baskerville y salpimentado de exquisitas sugerencias, alusiones y elusiones que contribuyen a crear un clima de misterio apenas pronunciado. Javier Casis ha vuelto a alimentar, un verano más, mi afición por el pastiche holmesiano, devolviéndome el gozo infantil de la lectura en pijama y pantuflas.
Decadencia
Afirmábamos hace un par de semanas que progreso material y civilización son conceptos que nada tienen que ver entre sí; y que a veces, incluso, pueden resultar conceptos antípodas, si el progreso material no se subordina a las necesidades de orden moral y espiritual que fundan y sostienen una civilización. Cuando ocurre lo contrario (cuando el progreso se antepone a las necesidades morales y espirituales, llegando a sepultarlas, o manteniéndolas a modo de perifollos retóricos), la decadencia de esa civilización ya ha comenzado. He aquí una verdad infalible que, misteriosamente, los hombres de todas las épocas se obstinan en ignorar, pretendiendo que la civilización que los cobija está inmunizada contra el mal que a otras anteriores las corrompió, hasta aniquilarlas. Se trata, sin duda, del engaño más trágico y reiterado de cuantos recorren, a modo de estribillo aciago, la historia de la Humanidad.
A este engaño contribuye, en gran medida, otro hecho paradójico. Con frecuencia, las civilizaciones que han iniciado su decadencia muestran un aspecto falsamente saludable, como el del comensal que sonríe ahíto un segundo antes de que lo fulmine el infarto. En efecto, casi todas las civilizaciones que han sucumbido lo han hecho en un momento que, aparentemente, era el de su mayor esplendor; un esplendor con pies de barro, sostenido sobre un progreso puramente material, pero muy resultón y aparente, tan resultón y aparente que provoca engreimiento en quien lo padece. Hemos escrito padece porque tal esplendor aparente es la enfermedad más nociva de cuantas pueden aquejar a una colectividad humana. A veces se reviste de prosperidad económica, a veces de avances científicos y técnicos, a veces de formas políticas primorosas, a veces de todos estos oropeles juntos, en apoteosis esplendorosa que preludia un aparatoso derrumbamiento. A estas civilizaciones revestidas de esplendores de pacotilla les sucede como a las momias, cuyo aire hierático se puede confundir con un aire mayestático, cuyo aspecto amojamado se puede confundir con sobriedad y nobleza, cuya mirada fija y taladrante nos impide determinar si son jóvenes o viejas (aunque determinar tal cosa carece de importancia, pues ante todo están fiambres).
El progreso material, cuando no está animado por un impulso espiritual, arrastra a la decadencia. Y es una decadencia que nace del hastío, del cansancio, de un malestar sin forma, una gangrena que se va apoderando imperceptible, casi voluptuosamente, de personas e instituciones, un agostamiento paulatino e indoloro que las va enfermando de escepticismo y desesperanza. La etiología de esta enfermedad es muy sencilla, pues es la misma que la de la planta que ha sido arrancada del suelo que le daba sustento. Las civilizaciones siempre se agostan y pudren cuando son arrancadas de la fuente de su alegría y vigor, que en último extremo es religiosa; pero, absurdamente, piensan que podrán suplir esa fuente de alegría y vigor mediante ídolos diversos. El ídolo sucedáneo más socorrido a lo largo de los siglos ha sido el Dinero; en esta fase de la Historia, el Dinero se amalgama con una serie de fetiches políticos muy rimbombantes, todos ellos presentados con traje cívico y solidario, aunque en realidad inventados para satisfacer egoísmos particulares. Pero tales ídolos son alimentos que no nutren, medicinas que no curan, bendiciones que no bendicen; son placebos que, tarde o temprano, revelan su inoperancia ante las necesidades más sinceras y duraderas del ser humano, que son de índole espiritual. Entonces las sociedades, mientras avanza la gangrena del cansancio en sus organismos, se percatan de que tales ídolos son placebos inanes; pero como la fuente de la alegría les ha sido arrebatada, sólo pueden consolarse buscando otro placebo más ‘intenso’ y ‘estimulante’ (más destructivo, en realidad). Decía Chesterton que los hombres, una vez que han pecado, buscan siempre pecados más complejos que estimulen sus hastiados sentidos. El pornógrafo hastiado de contemplar imágenes sórdidas protagonizadas por adultos buscará imágenes sórdidas protagonizadas por niños; el drogadicto hastiado de los paraísos artificiales de la marihuana buscará los paraísos artificiales de la heroína; el hombre hastiado de los subsidios rácanos y entretenimientos plebeyos suministrados por la democracia buscará los subsidios más rumbosos del latrocinio y los entretenimientos más excitantes de la anarquía.
La decadencia siempre surge del hastío provocado por un progreso material desembridado de exigencias morales. Ha ocurrido en todos los crepúsculos de la Historia; está ocurriendo también en este, aunque nos neguemos a aceptarlo.
Yuste
Este verano visité el monasterio de Yuste, viniendo desde Jarandilla de la Vera, en cuyo castillo Carlos I pasó tres meses, hospedado por el conde de Oropesa, mientras le preparaban su retiro. Podemos imaginarnos al Emperador en aquella última jornada, subiendo por la cuesta pedregosa que conduce desde Cuacos al monasterio, donde lo aguardarían el prior y toda la comunidad jerónima, que besarían su mano baldada por el reúma, antes de acompañarlo hasta la iglesia, para cantar un Te Deum de acción de gracias. A partir de ese momento, el Emperador vivió apartado de los frailes, excepto cuando compartía sus oraciones y oficios religiosos, o cuando escuchaba los sermones de los predicadores que él mismo había designado.
En el momento de poner Carlos I el pie en el umbral de Yuste escribe Azorín, se considera definitivamente separado del resto de Europa, separado de América, separado del mundo, separado del poder, separado de las riquezas, separado de la ambición, separado de las pasiones, separado de la gloria . Separado, en efecto, de todo, menos de Dios. Impresiona mucho la austeridad de los aposentos reales en Yuste; impresiona mucho que el hombre que era amo del mundo renunciase de modo tan extremo a las pompas mundanas para recluirse en habitaciones tan despojadas. Le gustaba pasearse, herido por la gota, por los jardines del monasterio, mientras contemplaba el ameno paisaje de la Vera o las crestas lejanas de Gredos. Tal vez entonces recordara, arañado por las lágrimas, a la emperatriz Isabel, de la que tan enamorado estuvo, muerta veinte años atrás.
Se hacía leer meditaciones de San Agustín; y ordenó que el matemático Juanelo Turriano le trajese varios relojes. Sabemos que en su despacho de Yuste el Emperador se pasaba las noches de claro en claro con los relojes, que están hechos para medir y recordar el tiempo, aunque a él le sirviesen paradójicamente para olvidarlo, tal vez para mejor acordarse de la eternidad. Mientras los destripaba y volvía a componer, contemplando absorto la perfecta armonía de engranajes y ruedecillas dentadas, tal vez el Emperador añorase la armonía de una edad dorada que soñó con volver a instaurar, en donde las ruedas de la milicia, la política, la ciencia y las artes se conjuntaban para anunciar la hora exacta de la Buena Nueva. A Yuste le llevó su mayordomo Luis de Quijada a un muchacho vestido de paje, más guapo que un doblón de oro, al que llamaban Jeromín. Cuando el Emperador lo vio no puedo evitar emocionarse; y recordó entonces la memoria en carne viva aquellos lentos crepúsculos de Ratisbona, cuando su corazón viudo y amargado por las intemperancias de los luteranos halló consuelo con una joven llamada Bárbara Blomberg. El anciano Emperador se contempló en la mirada de águila del apuesto Jeromín; y supo que mantendría viva su gloria guerrera.
Desprendido por completo de las pompas mundanas, el Emperador tenía siempre muy cerca de su lecho una imagen del Juicio Final del Tiziano, pintor por el que siempre había sentido predilección. Y quiso celebrar por anticipado sus exequias fúnebres, en la propia iglesia del monasterio. No lo movía la extravagancia macabra, sino el deseo piadoso de reunirse pronto con su Hacedor; y, fuera de sus devociones, su única participación durante la larga vigilia que duró toda la noche y la posterior misa de réquiem consistió en entregar al celebrante la palmatoria encendida, en un acto simbólico de absoluta modestia. Antes de morir, pidió que lo enterrasen en el altar de la iglesia de Yuste, no debajo del altar ( por ser lugar exclusivo de los santos ) sino detrás, de modo que el sacerdote, al oficiar, pisase la cabeza y los pechos de su cadáver. Murió en su alcoba, en una cama más bien angosta de tablas de castaño que el visitante aún puede contemplar. Desde la cabecera de la cama, el Emperador podía escuchar misa por una gran abertura practicada en la pared frontera que comunicaba con la iglesia. Sus últimas palabras fueron tan sobrias como los últimos meses de su vida; y las formuló en una voz apenas perceptible, en el idioma que aprendió siendo ya talludito, el idioma que según él mismo dijo en cierta ocasión parecía creado para hablar con Dios. Luis de Quijada, ya veo que me voy acabando muy poco a poco. De lo que doy muchas gracias a Dios, pues es su voluntad Ya es tiempo .
Era el dueño del mundo; pero murió como un monje. Sólo los buenos vasallos se merecen tan buenos señores. En Yuste, por cierto, ya no quedan frailes.
Un delirio de autodestrucción
Lejos de mostrar una determinación inquebrantable en la defensa de los principios que fundaron su civilización, el pudridero europeo proclama fatuamente que no existen principios de validez universal, sino más bien valores particulares que no deben confrontarse con los valores procedentes de otras culturas. Vindicar los valores propios se convierte automáticamente en un ejercicio de prepotencia intelectual y fundamentalismo religioso; y cualquier intento de defender esos valores se considera una imposición inaceptable, puesto que todos los modos de vida se consideran igualmente legítimos y respetables. Todo ello acompañado, además, de un brumoso y atenazador complejo de culpa que ha sumido al pudridero europeo en un estado de parálisis. A veces, esta actitud suicida adquiere ribetes esperpénticos. Lo hemos visto durante las últimas semanas, con la borrachera de insensato buenismo desatada por la llamada ‘crisis de los refugiados’, que en realidad no es otra cosa sino una migración masiva provocada por los fanáticos del Estado Islámico que, con la colaboración (o siquiera omisión) de Occidente, están vaciando Siria, para reconfigurar el mapa de la zona y, de paso, diluir (¡todavía más!) la moribunda identidad cristiana del pudridero europeo. Al único mandatario europeo que ha actuado con cordura, el húngaro Orban, se le ha puesto como chupa de dómine; y, entretanto, Rusia, la única nación que ha tenido la gallardía de enfrentarse con los fanáticos mahometanos, es anatemizada por defender los valores tradicionales que fundaron la civilización cristiana.
Durante los últimos años, entre el barullo informativo con que tratan de embotar nuestra conciencia, ha llegado hasta nuestros oídos noticia de la persecución feroz desatada contra los cristianos en diversos lugares donde los chacales del Estado Islámico han logrado instalar sus reales. Y estas persecuciones feroces no deben hacernos olvidar las formas más sofisticadas y sibilinas de hostilidad que al mismo tiempo se están desarrollando en el pudridero europeo, al amparo del laicismo (que es el traje respetable que se pone el odio teológico). Se trata de fenómenos de apariencia diversa que, en realidad, son el anverso y el reverso de una misma moneda. Europa se ha entregado a un delirio de autodestrucción, propio de las organizaciones sociales en decadencia; Europa ha decidido otorgar carta de naturaleza a corrientes de pensamiento que pretenden situarse de espaldas a la Historia, considerando insensatamente que el cristianismo es la causa de todas nuestras calamidades; Europa empieza a mirar con desconfianza, e incluso con rencor, sus raíces cristianas, y la vida pública se configura sobre la exaltación del indiferentismo religioso y moral. Así se explica la pasividad, indiferencia o sórdido desdén con que los organismos políticos y los medios de comunicación europeos tratan la persecución y martirio de incontables cristianos en Oriente Próximo, que no ha bastado para que muevan un dedo en su defensa. Y mientras el pudridero europeo, ante realidad tan sangrante, se lava las manos como Pilatos, nuestros mandatarios se dedican a retirar los crucifijos de las paredes y a fomentar la caracterización de los católicos como una secta de fantoches cavernarios comandada por una clerigalla pedófila. Mientras los cristianos son martirizados a mansalva en Oriente Próximo, en el pudridero europeo son estigmatizados y señalados como indeseables, salvo que se apunten al postureo buenista.
En España, entretanto, nos dedicamos a disputar la titularidad de la catedral de Córdoba, a prohibir a los concejales asistir a misa durante las fiestas de su pueblo o a vituperar a un obispo que, frente a la cobardía cagona de tantos mitrados, se atreve a advertir que entre la migración masiva que estamos padeciendo pueden haberse colado yihadistas. Tal actitud dimisionaria reviste un especial carácter suicida, pues no debemos olvidar que, incluso en los sectores moderados del Islam, cualquier iniciativa que consista en ampliar la presencia musulmana en España se ve impulsada por la idea del ‘retorno’ a una tierra sobre la que, por haber estado bajo dominio mahometano hace más de quinientos años, se reclama un derecho de propiedad. Y todo esto ocurre mientras las masas cretinizadas chapotean con alborozo en sus entretenimientos plebeyos, o se enzarzan en grotescas demogrescas, o reclaman más derechos de bragueta. Cuando llegue la hora del degüello, quienes hoy les llenan la cabeza de morralla laicista y de alfalfa sistémica ya se habrán pasado con armas y bagajes al Islam, para seguir chupando del bote.
La esperanza rusa (I)
Escribía Chesterton que la ortodoxia es la única forma de heterodoxia que nuestra época no admite. Y tenía razón. Durante los ya más de veinte años que llevo polemizando en periódicos he comprobado que el enjambre de disidencias que el mundo cobija y propicia son, en realidad, cebos (¡y placebos!) que se arrojan a las masas para alimentar la demogresca. Liberales y socialdemócratas, conservadores y progresistas, mantienen un rifirrafe banal, una disensión meramente ‘procedimental’ que encubre un acuerdo en lo fundamental; pues, a la postre, todos ellos postulan un mundo sustentado sobre los mismos cimientos y sostenido por las mismas estructuras, aunque disputen histriónicamente sobre los adornos de la fachada. La única disidencia fundamental que nuestra época no admite es la postulación de un orden cristiano, pues como afirmaba también Chesterton hay en él una dinamita capaz de renovar el mundo en cualquier época. Quien se atreve a postular ese orden cristiano (quien se atreve a ejercer la única disidencia radical que nuestra época no tolera) se tropieza de inmediato con los vituperios mancomunados de liberales, socialdemócratas, conservadores y progresistas, que sirven todos al mismo amo. Algunos ya hemos criado callo (y espolones), de tanto recibir vituperios; y en la tribulación nos consolamos con aquella formidable promesa que se nos lanzó desde una montaña. Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos .
En efecto, todas las trifulcas que las ideologías en liza escenifican son aspavientos que el sistema necesita para mantener distraídas a las masas; y la gasolina que alimenta todas las ideologías (de forma más o menos solapada o explícita) es el odio teológico contra el orden cristiano. Siempre que mis artículos sobre cuestiones políticas han provocado reacciones furibundas he descubierto entre las babas y espumarajos odio teológico, tal vez porque como señalaba Donoso Cortés en toda cuestión política subyace siempre una cuestión teológica. Confesaré, sin embargo, que hubo una ocasión en que creí ingenuamente que esta regla de oro se quebraba. Fue cuando empecé a defender la posición de Rusia en el concierto mundial, cuando empecé a ponderar los esfuerzos restauradores de una nación que había padecido la experiencia abismal del comunismo, cuando empecé a aplaudir que Rusia se erigiese como una muralla contra las pretensiones mundialistas, cuando empecé a mirar con aprecio el esfuerzo ruso por oponerse a la decadencia occidental. Sorprendentemente, los denuestos me llegaban tanto del negociado de derechas como del negociado de izquierdas; aunque he de confesar que los más alucinados procedían de ámbitos neocones, desde los cuales se me acusaba de estar a sueldo de los rusos (¡cree el ladrón que todos son de su condición!), o de concebir el paraíso como un inmenso gulag con un pope confesor del KGB en cada barracón y misa militarizada. Recuerdo que fueron estos improperios tan delirantes los que me pusieron en guardia. Sin duda pensé entonces, aquí también se respira el perfume azufroso del odio teológico .
Por aquellas mismas fechas andaba yo releyendo Los hermanos Karamazov, la obra maestra de Dostoievski. Y me tropecé entonces con una aseveración que el autor pone en boca de uno de sus personajes, el asceta Paisius. Ciertas teorías afirman que la Iglesia debe convertirse, regenerándose, en Estado, dejándose absorber por él, después de haber cedido a la ciencia, al espíritu de la época, a la civilización. Si se niega a esto, la Iglesia sólo tendrá un papel insignificante y fiscalizado dentro del Estado, que es lo que ocurre en la Europa de nuestros días. Por el contrario, según las esperanzas rusas, no es la Iglesia la que debe transformarse en Estado, sino que es el Estado el que debe mostrarse digno de ser únicamente una Iglesia y nada más que una Iglesia . Hasta aquel momento, había creído ingenuamente que los denuestos que recibía por defender las posiciones de Rusia me los propinaban por la aversión que Putin provoca tanto en el negociado progre (por sus leyes contra la propaganda homosexualista) como en el negociado neocón (por su oposición al imperialismo yanqui). Pero aquellas palabras de Dostoievski cambiaron por completo mi percepción. Entendí, de repente, que la aversión que profesaban a Putin desde los negociados de izquierdas y derechas era una cortina de humo que escondía un odio más profundo. Y ese odio, en su raíz última, era como siempre ocurre de naturaleza religiosa.