Apología del gordo

Basta observar la obsesión que hombres y mujeres muestran por mantener la línea para confirmar que la tan cacareada ‘igualdad de sexos’, lejos de ‘liberar’ a la mujer, ha igualado a hombres y mujeres en la servidumbre y el gregarismo, en la majadería y el sometimiento lacayuno a cánones estéticos grotescos y obsesiones salutíferas idiotizantes. Mens stulta in corpore sano, parece ser el lema epiceno o bisex de esta época calamitosa, en la que las mujeres, lejos de renegar de las dietas y de las fajas estranguladoras de sus mollas, se han apuntado también a esa modalidad quirúrgica de la faja llamada liposucción; y en la que los hombres, que antaño paseaban tan pimpantes sus orondas barrigas, se extenúan en esos manicomios con olor a sobaquina llamados gimnasios, para reducir su perímetro abdominal (a la vez que le ponen los cuernos a su mujer con una monitora machuna e inflada de anabolizantes). Ser gordo, en fin, se ha convertido en un acto de distinción y aristocracia.

Decía Charles Laughton que los tiranos más crueles son infaliblemente flacos; y Balzac señalaba que, cuanto más delgado es el escritor, más propende a la envidia, el resentimiento, la infecundidad y el barullo sintáctico. Tal vez ambos (puesto que eran gordos apoteósicos) barriesen para casa, pero es una evidencia que todos los mandamases de la Unión Europea, esos tiranos disfrazados de eficientes burócratas, son flacos como anchoas; y también que los escritores más revirados y consumidos por los celos se preocupan mucho de mantener la línea. A los gordos, en cambio, nos asiste la virtud de la apacibilidad; y tenemos un aplomo, una forma de llenar el traje y de repantigarnos en el sofá que transmite confianza, empaque, sosiego y majestuosidad. No negaré que haya gordos histéricos y culebrillas, acomplejados y cagapoquitos; pero estos gordos indignos no son sino flacos que viven prisioneros dentro del cuerpo del gordo, flacos disfrazados de gordo a los que conviene encerrar de inmediato en un manicomio con olor a sobaquina, para que se froten la cebolleta con una monitora machuna e inflada de anabolizantes, mientras recuperan su verdadero ser. Dios pudo haber creado al hombre como un manojo de huesos tapizados de piel; pero quiso que la gordura protegiese nuestros huesos, los acolchase, los abrigase cariñosamente, dotándolos al mismo tiempo de estabilidad, pues sabía que los huesos son la parte más delicada de nuestra anatomía, y la más necesitada de una mullida amortiguación.

Pero las grasas abundantes no sólo sirven como almohadas de los huesos, sino que son un reclamo irresistible para el amor. Está demostrado que los hombres gordos somos los amantes más abnegados, pues nuestro abrazo siempre resulta más tierno y arrebatado (¡y también más arrebatador, porque arrebata el aliento!), e infinitamente más cálido (cosa que se agradece mucho en las noches más crudas del invierno). La mujer necesita sentirse acunada y arrullada por el hombre de sus sueños; y no hay mejor hombre de los sueños que un gordo sin complejos, en el que la mujer puede envolverse como en un edredón nórdico, y arrellanarse sobre él como se arrellanaría sobre un confortable diván con cojines, y navegar dentro de él como si lo hiciese por el estómago de una plácida ballena. Nadie como el gordo inspira estos sentimientos en la mujer, que además desconfía (¡y con razón!) del hombre que tiene menos centímetros de cintura que ella, obsesionado por mostrar dotes de acróbata o contorsionista. Frente a este tipo de hombre tarambana o espíritu de la golosina se alza el gordo sin complejos, que pone toda su carne en el asador y se centra en lo que hay que centrarse, con insistencia y consistencia. Por último, aunque se diga que el hombre gordo es una carga excesiva para el presupuesto doméstico por gastar mucho en comida, lo cierto es que sale mucho más caro el hombre obsesionado por guardar la línea, con sus suscripciones al gimnasio, sus ridículas ropas deportivas (¡esas zapatillas fluorescentes!), sus complejos vitamínicos y sus remedios contra la jaqueca. No hay hombre más amante, fiel y agradecido que el gordo; y esto la mujer que lo probó lo sabe.

Yo doy todos los días gracias a Dios por hacerme y mantenerme gordo y por permitirme disfrutar de delicias que están vedadas a los flacos. Y cada vez que un flaco me mira con tirria, recuerdo aquella anécdota de Bernard Shaw y Chesterton. Si yo estuviera tan gordo como usted bromeó Shaw, me ahorcaría; a lo que Chesterton repuso, beatífico. Tranquilo, si algún día decido ahorcarme, lo usaré a usted como soga . Dicho lo cual, siguió siendo su amigo, porque los gordos somos un cacho de pan.

Arte y moral

Siempre me ha parecido asunto de gran importancia el de las relaciones entre arte y moral, sobre el que tanto se ha escrito. Y sospecho que, cuanto más se escribe, se hace de un modo más insatisfactorio, bien porque quienes lo hacen niegan que el artista deba hacer juicios morales, bien porque se afirma que tales juicios son imposibles, bien porque no se entiende que el arte puede ser moral, tratando inmoralidades, o viceversa.

En sus Orígenes de la novela, Marcelino Menéndez Pelayo observa que La Celestina, obra que trata asuntos muy sórdidos y describe multitud de situaciones que el pudibundo (¡sobre todo el pudibundo de otras épocas!) calificaría de inmorales, gozó desde el primer momento de ‘franquicia’ entre los consultores del Santo Oficio. Algo semejante ocurrió en la Antigüedad con muchas obras de contenido escabroso, que los censores decidían mantener íntegras y no mutilar de sus pasajes más obscenos, acogiéndose a la cláusula propter elegantiam sermonis (es decir, ‘en atención a la elegancia de la obra’); de esta indulgencia se beneficiaron autores famosos por sus procacidades e irreverencias, desde Plauto a Lucrecio, y también otros posteriores, como Boccaccio o nuestro Arcipreste de Hita, que de otro modo hubiesen sido arrojados al fuego. El caso citado por Menéndez Pelayo resulta especialmente relevante, pues existe un dictamen sobre La Celestina escrito por Jerónimo Zurita, uno de los más severos consultores del Santo Oficio, en el que se rebela contra los hombres píos que consideran que una obra así debe ser prohibida, afirmando que para conocer estas materias es preferible que el lector acuda a libros de buenos autores que, si bien muestran el mal sin recato, también retratan los efectos del mal y el veneno que introduce en las almas, destruyéndolas si no lo combaten y lo vencen.

Y el caso es que, desde el momento primero de su publicación, La Celestina circuló libremente, hasta el extremo de que en menos de siglo y medio fue reimpresa en más de treinta ocasiones, sin contar las numerosas ediciones que se imprimieron fuera de España. ¡Y esto ocurrió durante las décadas en que la Inquisición era más poderosa y temible, la época de la Contrarreforma, que siempre se pinta con chafarrinones lóbregos! Sería a finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando ya la Inquisición estaba a punto de desaparecer, en un tiempo señala Menéndez Pelayo en que se iban perdiendo todas las costumbres castizas , cuando La Celestina fue incluida en el Índice. Pero para entonces se habían hecho dueños del Santo Oficio jansenistas y hazañeros (hoy diríamos puritanos y meapilas), que ya no entendían que el arte que retrata la inmoralidad puede ser profundamente moral, si se atreve a calificarla y a mostrar sus efectos, infinitamente más moral que el arte mojigato y buenista que no muestra la inmoralidad, que la esconde, que pinta un mundo de pitiminí y color de rosa. Pues este arte infantilizado y buenista, al eludir el mal y sus efectos, al negarse a entrar en ese territorio propiedad en gran parte del demonio (en expresión de Flannery OConnor), está negando la posibilidad del conflicto, o sea del drama, que es lo más propio y constitutivo del arte; y por lo tanto no es arte, sino fofa cursilería. Tampoco es verdadero arte, por cierto, aquel sucedáneo frívolo en el que las categorías morales se desdibujan hasta hacerse intercambiables; ni ese otro sucedáneo cínico en el que el mal se torna fatídicamente invencible y se niega la capacidad del hombre para combatirlo y derrotarlo. Curiosamente, estos tres sucedáneos de arte (el arte infantilizado, el arte frívolo y el arte cínico) no son arte verdadero por la misma y sencilla razón, que no es otra sino negar e imposibilitar la posibilidad del drama. Frente a estos sucedáneos, un arte pecaminoso como el de Baudelaire resulta profundamente moral, pues aunque trate cuestiones inmorales, no falsea la naturaleza ni los efectos del mal, ni niega la capacidad del hombre para enfrentarse a él y vencerlo, aunque muchos de sus personajes sucumban a su embrujo (como, por lo demás, ocurre en la vida, pues aunque la gracia siempre nos sobrevuela necesita que la naturaleza la acoja, para poder actuar).

Baudelaire, como Fernando de Rojas, podían ser artistas profanos, incluso artistas procaces, pero tenían muy buena teología; por eso sus obras son profundamente morales. Decía Barbey DAurevilly en el prólogo a Las diabólicas (otra obra profundamente moral de apariencia inmoral) que los pintores de nervio pueden pintarlo todo y su pintura es siempre bastante moral cuando es trágica e inspira horror hacia aquello que reproduce; sólo son inmorales los impasibles y los burlones.

Superhéroes

Me he preguntado muchas veces por qué no me gustan los superhéroes. Y no con la suficiencia de quien se alegra por no cultivar entretenimientos plebeyos, sino más bien con la consternación de quien no puede disfrutar de los alborozos propios de su tiempo. Pero lo cierto es que los superhéroes no me gustaron de niño, aunque fui un lector bulímico de tebeos de toda índole; y ahora que invaden las salas de cine he llegado a cogerles auténtica tirria.

Tratando de explicarme esta aversión, he recordado al niño que fui, siempre deseoso de zambullirme en la lectura de historias que pusieran a prueba mi imaginación. Fui, en verdad, un niño bastante fabulador, devoto de la literatura fantástica y, en general, de toda expresión artística que probara a adentrarse en el reino de la maravilla. Sin embargo, con los superhéroes nunca pude transigir, aunque lo intenté repetidamente y siempre con la mejor de las voluntades. Es verdad que los tebeos de superhéroes estaban plagados de elementos muy poco realistas. Aquellos tipos tenían mercurio en lugar de sangre, tenían vista de águila, podían volar y respirar debajo del agua sin despeinarse, y eran capaces de anticipar el futuro o de reventar una caja de caudales con tan sólo fijar en ella su mirada penetrante. Todo un repertorio de maravillas capaz de competir con las que encontramos en cualquier cuento de hadas o relato de terror gótico. Sin embargo, los cuentos de hadas y los relatos de terror gótico me mantenían en vilo; y los tebeos de superhéroes sólo lograban amuermarme. ¿Por qué?

Los tebeos de superhéroes admitían, en efecto, un enorme despliegue de maravillas y portentos, con la única condición de que tales maravillas tuviesen un cierto tufillo científico. Por supuesto, se trataba de una burda componenda que no aguantaba el más mínimo análisis de verosimilitud; pero lo importante era su obsesión cientifista. Cuando el superhéroe tenía que explicar sus superpoderes, hablaba siempre de una explosión de protones, de una síntesis de laboratorio, de una mutación genética o de un programa informático que se había introducido en sus conexiones neuronales. Cuando trataba de evitar que un tren descarrilase, el superhéroe tendía su propio cuerpo entre los rieles levantados, tras calcular la resistencia de los metales; cuando había que evitar que un meteorito arrasase una ciudad, el superhéroe hacía cálculos astronómicos que desviaban su trayectoria; cuando el superhéroe se proponía devolver la vida a un difunto, viajaba al pasado volando a una velocidad superior a la luz y en contra del sentido de la rotación terrestre; cuando el superhéroe se enfrentaba a un archivillano con cola de saurio y más cabezas que la hidra de Lerna, se nos insinuaba que era el producto de una herencia evolutiva privilegiada.

En todas aquellas maravillas seudocientíficas no hallaba nunca el aliento de la poesía. No había en los tebeos de superhéroes hadas ni trasgos, no había sortilegios ni encantamientos, no había príncipes convertidos en ranas, ni botas de siete leguas, ni espejos constituidos en jueces de belleza. No había, en definitiva, milagros perfumados por una brisa poética y sobrenatural; todo en ellos tenía un aire de álgebra y turbina, de chip chispeante, onda ultrasónica y mutación genética, de danza de protones y atmósfera de helio. El alma que palpitaba en los cuentos como un carbunclo encendido había sido sustituida en los tebeos de superhéroes por una prótesis o un algoritmo, pura apoteosis de la materia, en alianza con los últimos avances científicos y técnicos.

Ahora ya sé que los tebeos de superhéroes nunca me gustaron porque no hallé en ellos el temblor del espíritu. Bajo su apariencia maravillosa, contaban historias materialistas para un mundo que se estaba quedando sin poesía. Luego, con los años, descubriría que, paradójicamente, el estudio de la materia nos ha llevado mediante la disección del átomo, la mecánica cuántica, etcétera a descubrir que la materia, en su más recóndita intimidad, no es más que energía que se volatiliza, resolviéndose en puro espíritu. Y es que, por mucho que nos aferremos al materialismo, siempre acabamos haciéndonos las eternas preguntas que la ciega y opaca materia no puede responder.

Los superhéroes nunca lograrán acabar con las hadas. Cuando el último superhéroe haya muerto, convertido en chatarra informática o infectado por un virus mutante, de sus añicos brotará una lucecilla pálida y diminuta, como de luciérnaga o cerilla exangüe. Será la luz de nuestra hada madrina, que viene a nuestro rescate, con su varita mágica; o tal vez de nuestro ángel de la guarda, dispuesto a hacer algún milagro.

Traidores

Pocas figuras nos resultan tan repelentes y siniestras como la del traidor. Y, sin embargo, la historia está llena de traidores (a una amistad, a un amor, a una patria, a unos ideales o principios), algunos de los cuales han llegado a adquirir gran celebridad, desde Judas Iscariote, epítome por excelencia del traidor, hasta personajes como Fouché, plusmarquista del chaqueterismo que supo vender (en almoneda) su lealtad a tres regímenes distintos sin inmutarse. Incluso podríamos decir, siendo algo más incisivos, que nuestra propia historia personal está llena de traiciones; tanto de las que hemos sufrido como de las que hemos infligido, pues con frecuencia somos nosotros mismos quienes, ante la expectativa de una mejora o ganancia, no vacilamos en abjurar de nuestros principios. Recordemos aquella célebre y sarcástica frase de Groucho Marx. He aquí mis principios. Pero, si no le gustan, estoy dispuesto a cambiarlos .

Hay quienes explican la psicología del traidor como un tortuoso lodazal donde campea el complejo de culpa. Así, por ejemplo, suele decirse que la entrega de Cristo fue el triste pretexto que Judas utilizó para castigarse con el suicidio que anhelaba. No debemos descartar, en efecto, que muchos traidores se sepan íntimamente gusanos sin otro norte vital que el medro; y que esa conciencia de su miseria moral los haga sentir culpables. Agustín de Foxá afirmaba que detrás de cada traidor hay un pobre imbécil al que su mujer no deja mandar en casa ; y también que quien chaquetea lo hace por levantar el gallito y que se oiga su quiquiriquí de algún modo . Lo que nos llevaría a considerar también el complejo de inferioridad como motor de la traición; pues, si bien hay traidores de todos los linajes y pelajes, suelen ser individuos de muy baja ralea, seres mediocres que se vieron encumbrados por razones azarosas, adventicias o coyunturales, con frecuencia impulsados por alguien más brillante y generoso que ellos, al que nunca pudieron terminar de perdonar que los haya encumbrado desde la nada. Y, como su encumbrador conoce sus limitaciones (y, por lo tanto, que su encumbramiento es inmerecido o injusto), arden en deseos de encontrar la ocasión propicia para poder causar su ruina y acuchillarlo sin piedad.

Para justificarse, el traidor no vacilará en alegar que su mentor ha traicionado sus ideales originarios, de los que el traidor se proclamará además heredero y depositario; y hasta podrá decir, sin asomo de temblor en la voz, que ha traicionado a su mentor porque lo amaba, y que su traición ha sido un homenaje a sus ideales originarios. Las justificaciones del traidor son siempre alambicadas y rocambolescas, llenas de cajones de doble fondo, como el armario de un escapista o prestidigitador; pues el traidor siempre está escapando de sus propias mentiras, y haciendo trucos engañosos con sus palabras. Pero, por muchas justificaciones con que trate de disfrazar su deslealtad, acaba sonando el tintineo de las treinta monedas que pagaron su traición. Y es que toda la complejidad psicológica del traidor es, a la postre, filfa y ganas de marear la perdiz; y detrás de su traición descubrimos siempre el honor, el beneficio, el medro o ascenso, el sobresueldo que ambicionaba. Porque el traidor siempre abandona el barco que naufraga (cuyo naufragio, con frecuencia, él mismo ha provocado) para subirse a otro que navega más rápido o porta un cargamento más valioso.

Toda traición, sin embargo, es castigada; y es el propio traidor quien se aplica la pena. Antaño era mediante el remordimiento; y en esta época desalmada en que ya casi han desaparecido los escrúpulos morales el traidor se castiga mediante el resentimiento hacia sí mismo. Y es que el traidor termina alimentando un desprecio inconsciente hacia sí mismo. Sabe que ninguna de sus lealtades es firme, sabe que su palabra vale menos que papel mojado, sabe que no puede tomarse en serio; y esta certeza cristaliza primero en una suerte de irónico cinismo, que después se mancha de hastío, de desolación y asco, al mirarse dentro y comprobar que nada le gusta, que nada defiende y que nada ama. Es verdad que, a veces, el traidor puede querer (¡ah, el furor del converso!) redimirse con un acto de adhesión fervorosa o una proclamación aspaventera de principios (esta actitud es muy propia de políticos chaqueteros, que después de consumar su traición se pretenden más puros e incorruptibles que nadie), en un esfuerzo por hacerse perdonar sus deslealtades pasadas; pero tales palinodias suelen ser tan forzadas que no provocan sino mayor escarnio, lo que no hace sino agriar aún más su resentimiento. El traidor, a la postre, acaba amargado y lleno de bilis.

El fracasado Cervantes

Sobrecoge comprobar que la vida de Miguel de Cervantes fue un epítome del fracaso. Lo fue en su circunstancia más puramente biográfica. Oscuramente perseguido por la justicia en la juventud y obligado a pasarse a Italia; herido en legendarias batallas que sin embargo no redundarían en su gloria; cautivo durante cinco años en Argel, donde habría de pasar penalidades sin cuento; solicitante perpetuo de puestos administrativos de medio pelo; acechado siempre por las deudas y las inmundicias familiares, que trataba de disfrazar con un rebozo de dignidad pobretona. Hay un episodio especialmente desolador que compendia todo este estropicio vital. Cuando quiso pasar a Indias, Cervantes escribió un memorial al Rey, invocando las razones por las que se creía merecedor de algún cargo subalterno en aquellas tierras; el memorial fue remitido por el Rey al Consejo de Indias, que ni siquiera se molestó en mirarlo y lo despachó con una nota sarcástica. Busque por acá en qué se le haga merced . A él, que había buscado toda la vida sin hallar jamás ni la merced de una migaja.

Y si lacerantes son sus episodios biográficos, mucho más aún sus postulaciones literarias. Especial mención merecen sus esfuerzos por mendigar la protección del conde de Lemos, un memo (hoy hubiese sido un ministro pintiparado) que alcanzó el virreinato de Nápoles, protector de poetas y literatos. Cervantes lo lisonjeó en vano, con la esperanza de obtener algún cargo; y cuando pretendió incorporarse a su corte napolitana fue mil veces rechazado. A la postre, sólo conseguiría que Lemos le pasase casi a escondidas una pensión miserable, una suerte de limosna. Claro que, si alguien se lo hubiese reprochado, Lemos podría haberse defendido alegando que Cervantes era considerado por todos sus colegas un ingenio lego , un mero romancista en lengua vulgar, sin conocimientos de latín, filosofía ni teología, cuyo mayor logro era haber escrito un libro estrafalario de burlas chocarreras. Nadie entonces se dio cuenta de que, bajo su apariencia cómica, aquella obra había radiografiado el alma española; y que muchos siglos después, cuando esa alma ya hubiese sido triturada y reducida a fosfatina, podríamos imaginar cómo fue en el pasado, con tan sólo leerlo.

Cervantes buscó la fama con desesperación casi irrisoria, afanoso de pulsar la tecla del éxito. Como narrador probó todos los géneros en boga, de la novela pastoril a la novela bizantina; insistió machaconamente en el teatro, que siempre le salió acartonado y plúmbeo; y él mismo nos confesó en su Viaje al Parnaso, con palabras teñidas de melancolía, su falta de gracia para la composición poética. Yo que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo . Confesión conmovedora en la que gracia significa la capacidad para que los versos broten fáciles de la pluma, con esa divina naturalidad con que le brotaban a Lope; y también la garra para prender en la memoria de quien los lee o escucha; y que a través de esos versos se comunique de alma a alma el misterio de la vida.

No lo consiguió con ninguno de sus versos. Pero, sin tener la gracia del poeta, iba a procurarnos la más alta creación espiritual de nuestra literatura, iba a iluminar poéticamente el alma española, buceando en sus recovecos más profundos, en sus cerrilismos y grandezas. En su intimidad desalentada, cuando la gloria siempre codiciada ya había escapado definitivamente de sus manos, quizá Cervantes no tuviese conciencia verdadera de lo que había escrito, ni de su inmensa superioridad dolorosa superioridad sobre todos sus contemporáneos. Un lisiado y pobre hombre, fracasado y abrumado por la desgracia, siempre roído de pesadumbres y miserias, había compuesto la más inmortal obra de nuestra literatura. Resulta angustioso imaginar qué sería de España sin esta obra. Si la locura de Cristo redime al género humano, la locura de don Quijote redime a los españoles y les devuelve el sentido de la lucha caballerosa por el ideal, la ambición de justicia y de belleza, los altos pensamientos, el humor que no deja en las almas la huella amarga del rencor.

De todo esto ya casi nada queda, pues España, cuatro siglos después de que el Quijote fuera publicado, es un mogollón informe de gentes que han sido minuciosamente desalmadas; donde la honradez y la caballerosidad vuelven a ser locura; y en donde sólo medran los listos y los aprovechados. Es, en definitiva, una España en la que Cervantes, de volver a nacer, volvería a fracasar; una España que, si naciese otro Cervantes, no lo sabría distinguir.

Por tontos

Leo un interesante, aunque a la postre cobardón, reportaje en el diario The Guardian, donde se sostiene que los políticos tontos son preferidos por una mayoría de los votantes. El periódico británico aporta diversos ejemplos irrebatibles de políticos botarates, tanto autóctonos como foráneos, que resultaron elegidos, en clara predilección frente a otros candidatos que parecían mucho más inteligentes; y llega a afirmar, incluso, que son muchos los políticos que, para ganarse las simpatías populares, se fingen estúpidos, o exageran su estupidez congénita. El reportaje prueba luego a averiguar las razones de tal preferencia, para lo que recurre a morralla ‘políticamente correcta’ que no moleste a nadie. Así, por ejemplo, sostiene que, según el ‘efecto Dunning-Kruger’, las personas más tontas, quizá por irreflexivas, suelen ser las más confianzudas y echadas palante (frente a las inteligentes, que se plantean dilemas que las hacen titubear); y que esta inconsciencia disfrazada de resolución del tonto gusta más al votante que las dudas del hombre inteligente. También sostiene The Guardian que, conforme a la ley de la trivialidad de Parkinson , el político tonto resulta siempre más persuasivo que el inteligente, porque plantea soluciones más sencillas, incluso triviales, a los problemas más enrevesados, frente al político inteligente, que suele proponer a su vez soluciones arduas que provocan el repeluzno del votante.

En ambos intentos de explicación psicologista se evita afirmar que los políticos tontos sean los predilectos de los votantes tontos, o siquiera atontados. Sin embargo, del mismo modo que el gordo suele alabar más encomiásticamente la genialidad de los gordos, o la rubia celebrar con mayores alharacas la belleza de otras rubias (porque es natural sentir solidaridad hacia nuestro semejante), no parece descabellado pensar que los políticos tontos sean los preferidos de los votantes tontos. Claro que, para no ser del todo injustos, habría que distinguir entre tontos y tontos. En su Genealogía de los modorros, Quevedo distinguía tres tipos de tontos. El necio, que es el hombre al que se necesita tratar a fondo para descubrir que es tonto, porque al primer toque no se puede percibir ; el majadero o mazacote, que delata su tontería con sólo comenzar a hablar; y el modorro, al que basta con ponerle los ojos encima para distinguirlo.

Y Leonardo Castellani proponía otra hilarante clasificación de tontos, atendiendo al grado de conciencia que tienen sobre su tontería. 1) Tonto a secas, esto es, ignorante; 2) Simple, esto es, tonto que se sabe tonto; 3) Necio, esto es, tonto que no se sabe tonto; 4) Fatuo, esto es, tonto que no se sabe tonto y quiere hacerse el listo; y 5) Insensato, esto es, tonto que no se sabe tonto y encima quiere gobernar a otros. Parece evidente que el político tonto, según la clasificación de Quevedo, sería necio; y, según la de Castellani, insensato; mientras que quien lo vota, si aceptamos que lo hace engañado por sus promesas o embaucado por sus encantos de farsante, sería un quevedesco modorro (o, en el mejor de los casos, un mazacote) y un tonto o simple castellaniano. De este modo, la tontería del político sería una tontería alevosa y con agravantes, como de tonto venido a más, tonto crecido y subido al machito que se las ha ingeniado socarronamente para vivir mucho mejor que el listo, a costa de la simpleza ajena; mientras que quien le vota sería tan sólo un tonto bienintencionado, despistado, incluso bondadoso.

Salvo que aceptemos, como afirmaba Unamuno, que no hay tonto bueno ; y también que todo tonto rumia el pasto amargo de la envidia . Es decir, que en el tonto, aun en el más aparentemente desprevenido, hay un entrevero de mala voluntad que lo lleva a votar premeditadamente al político tonto como él, por envidia del que es listo; o porque se regodea pensando que, votando al tonto y dándole la victoria, las personas que envidia sufrirán más calamidades; o, simplemente, porque piensa que, siendo gobernado por un tonto, su propia tontería quedará encumbrada. Aquí ya no nos encontraríamos con el votante simplón, sino con un votante malicioso, incluso depravado, que actúa al modo de esos tontos aprovechateguis a los que la policía pilla in fraganti, robando melones o tocando el culo a una señora, y con tan sólo dejar caer la baba, encogerse de hombros y sonreír bobaliconamente logran que los suelten, porque al ser tontos se los juzga inimputables.

Pensar estas cosas da un poco de miedo; por eso los del periódico británico se conformaban bellacamente con explicar el fenómeno con psicología mansurrona. Nosotros, qué le vamos a hacer, somos un poco más inquietos (y así nos luce el pelo).

Mi fan número uno (I)

Llega la primavera y, con ella, las ferias del libro, donde se nos pide a los escritores que vendamos nuestra mercancía cada vez más demodée, echándole salero y sacando a relucir nuestra mejor sonrisa de vendedor de crecepelos. A mí esto de firmar libros en las ferias siempre me ha dado un poco de repeluzno, porque no me gusta verme expuesto en una caseta como si fuese un animal de zoológico, cuando uno siempre ha sido un animal, pero montaraz y arriscado, de los que enseñan enseguida la garra, por falta de mansedumbre o por velar pudorosamente su corazoncito. Además, el encuentro directo con el lector tiene el inconveniente muy grave de las decepciones recíprocas. Con frecuencia, el escritor imagina que sus lectores son los más hondos y delicados, los más inteligentes y bondadosos, y luego se encuentra con lectores que no son bastos ni superficiales, lerdos ni malvados, sino tan sólo personas benditamente normales, y el muy gilipollas se entristece; pero, sobre todo, el lector tiende a creer que el escritor que le gusta es un genio sin parangón, brillante y simpatiquísimo, que habla como escribe y hasta un poco mejor, cuando lo cierto es que el escritor al natural desmerece mucho y suele ser persona vulgar, a veces catastrófica, que pone lo mejor de sí (si es que algo bueno tiene) en lo que escribe, dejando para la vida las escurrajas.

Yo, amén de persona muy mediocre, soy tímido por arrobas; de modo que estos encuentros suelen ser para mí un mal trago, porque casi siempre quedo fatal con los lectores que se me acercan, deseosos de saludarme y pegar la hebra y confirmar que soy ese tipo estupendo y dicharachero que en un rapto de insensato optimismo han soñado; cuando sólo soy alguien que su sobrado arrojo y su escaso talento lo pone en lo que escribe. Y que, si tiene el día nublado o tristón, puede llegar a ser el hombre más lacónico, trabado y pan sin sal del orbe, y desde luego uno de los más gordos. Además, cuando me toca firmar libros siempre me hallo un poco agarrotado y a la defensiva, porque alguna vez he tenido experiencias poco gratificantes que me han dejado hecho unos zorros. La más triste me ocurrió hace ahora dos años, aproximadamente; muchas veces me he prometido que no la contaría nunca, pero al callarlo durante todo este tiempo se me ha ido clavando en el alma, con su cenefita de pus, gangrena y negra bilis.

Había yo ido a firmar libros a sitio que no mencionaré, por no enfadar a mis editores, que a veces nos mandan a combatir contra los elementos. Entonces, aprovechando que yo no firmaba mucho, se me acercó un tipo muy desenvuelto y campechano, con una sonrisa llena de encías y un desparpajo de auténtico vendedor de crecepelos (y no fingido, como yo en aquella coyuntura). Y, recurriendo de inmediato al tuteo, me saludó muy aspaventero. Muy buenas tardes, José Manuel. Aquí tienes a tu fan número uno . Normalmente, el que confunde tu nombre no suele ser tu fan número uno, aunque en honor a la verdad he de confesar que mi nombre arrastra un maleficio, pues incluso amigos muy queridos han llegado a trabucarlo; así que, aunque algo humillado, estreché la mano que me tendía mi fan número uno, a la vez que lo disculpaba con esa sonrisilla mohína que adopto cada vez que me llaman con un nombre que no es el mío. Juan Manuel, Juan Manuel, caballero. Pero no se preocupe, que todo el mundo se equivoca. Quedó tranquilo mi fan número uno; pero yo no debería de haberme quedado, pues la experiencia me demuestra que quienes más ardorosa y confianzudamente se abalanzan sobre mí son quienes no me conocen de nada, sino de haberme visto en televisión hace media docena de años, mientras zapeaban en busca de señoritas enseñando muslamen o de futbolistas correteando por el césped. Resulta, en verdad, chocante y curioso, pero es una ley casi infalible. Mientras quien de verdad nos respeta, aprecia o admira suele ser muy cauteloso y comedido en sus aproximaciones, llegando incluso a pasar a nuestro lado sin osar siquiera saludarnos, quien de nada nos conoce y nos confunde con Ágatha Ruiz de la Prada o Manuel Prado y Colón de Carvajal nos asalta sin rubor y con grandes alharacas, mientras cruzamos una calle con mucho tráfico o nos despedimos en el portal de un amigo, en la creencia de que debemos descuidar el tráfico o despachar a nuestro amigo, para atenderlo a él, como si fuese nuestra tía carnal, a la que no vemos desde que hicimos la Primera Comunión.

Mi fan número uno era, desde luego, de esta estirpe, pues antes de que yo pudiera balbucear una palabra tomó una silla vacía que a mi vera había y se repantigó en ella, dispuesto ¡ay! A charlar. No sabía yo lo que me esperaba. [Continuará].

Mi fan número uno (y II)

Mi fan número uno era un cuarentón que mostraba cierto apego a las modas indumentarias, como enseguida notamos quienes no tenemos ninguno, pues reparamos mejor que nadie en la cazadora fardona o la montura de gafas fashion que, en comparación, nos hacen parecer anticuados. Era muy desenvuelto y parlanchín; y no dejaba de hacerme lo que yo llamo elogios por elevación , que son esas flores que hoy lanzamos a Fulano y mañana podríamos dedicar igualmente a Mengano, aunque Fulano y Mengano sean antípodas, porque en sí mismas nada significan y sólo buscan la adulación más burda e insincera. Mi fan número uno me estuvo espolvoreando durante un buen rato con estos elogios de pacotilla, para enseguida soltarme una frase que tengo muy identificada. Yo es que pienso exactamente igual que tú . Y el tuteo que no falte.

Es esta una frase que me han soltado en varias ocasiones, siempre con afán de captar mi benevolencia; pero sólo logra captar mi enojo. Se trata de una frase muy servil y a la vez engreída, pues no existen dos personas que piensen exactamente igual , aunque sean almas gemelas (y, con frecuencia, son las almas gemelas las que son capaces de disentir en muchísimas cuestiones); pero lo que hace que la frase sea más repulsiva es su pretensión de disfrazar de piropo lo que tácitamente es una injuria. Pues, al presentarse como una marioneta que piensa exactamente igual que la persona adulada, lo que en realidad el adulador insinúa es que la persona adulada es una marioneta que piensa exactamente igual que él; o, dicho con mayor precisión, una marioneta que el adulador hace pensar a su gusto y conveniencia, sin importarle un bledo lo que en verdad piense. A nosotros nos ha abordado gente que, por colaborar en ABC, nos felicita por nuestra defensa a ultranza de Rajoy; o que, por haber escrito un libro titulado Coños, nos consideran un pornógrafo tan experto como ellos; o que, por ser católicos, nos dan unas tabarras horribles con santurronerías neocones. En lo que demuestran que jamás nos han leído; o, de habernos leído, ha sido sin entender palabra. Péguy escribió que la tragedia de los escritores que nos ‘mojamos’ es que, a menudo, somos leídos por quienes no nos entienden, que sólo buscan en nosotros unas cuantas palabras talismán que les sirvan para reafirmar su pensamiento (muy distinto del nuestro, aunque ellos lo crean idéntico); mientras que quienes podrían comprendernos o nos comprenden demasiado bien evitan leernos, por prejuicio enquistado. Mi fan número uno, sin embargo, no pertenecía a ninguna de estas dos categorías descritas por Péguy, sino más bien a la de los caraduras que no nos han leído nunca, si acaso alguna vez de refilón o rebote. Así lo comprobé cuando, al preguntarle si era lector de mis artículos (pues que hubiese leído alguno de mis libros se me antojaba quimérico), me respondió que él había dejado de leer periódicos, pues era hombre al que le gustaba ¡ay, libertad, libertad, caramelito predilecto del lorito! Ir por libre ; pero que alguna vez un amigo le había retuiteado alguno (o sea, de rebote), o había escuchado en la radio que comentaban algún otro (o sea, de refilón), y que siempre se había sentido muy confortado e identificado; por lo que se vio en la obligación de añadir muy hipocritón. Gracias a personas como tú somos muchos los que tenemos voz.

Esta frase también me la han dicho alguna vez, con sinceridad y sentimiento, personas que en verdad me apoyan del mejor modo que a un escritor se le puede apoyar para que su voz no sea apagada, que es leyendo nuestros libros. Pero puesta en la boca de mi fan número uno me revolvió las tripas, porque sabía que era frase más falsa que un duro sevillano. De vez en cuando, algún lector verdadero se me acercaba a que le firmara un libro, tímido y medroso, por temor a interrumpir la murga majadera de mi fan número uno, que por supuesto era de índole politiquilla; y yo los miraba con ojos llorosos, para que me librasen de aquel farsante, pero ellos no me entendían y se marchaban tan tímidos y medrosos como habían llegado. Cuando acabé de firmar, me levanté como un cohete de la mesa, procurando despegarme de mi fan número uno, que con una sonrisa de oreja a oreja me dijo sin cortarse, con una naturalidad risueña. Yo no compraré hoy tu libro, José Manuel. Voy a esperar a ver si lo cuelgan en interné para bajármelo . Juro solemnemente que lo dijo. Y se marchó tan pincho y risueño como había llegado, después de estrechar mi mano como si quisiera estrujarme las falanges.

Supongo que Dios querrá que los escritores que nos vamos quedando sin voz pasemos estos tragos, en castigo por nuestros muchos pecados.

Una muy sutil perfidia

Durante los recientes disturbios con trasfondo racial acaecidos en la ciudad de Baltimore, alcanzaba gran celebridad Toya Graham, una mujer negra, madre soltera y gorda como un trullo que se lió a guantazos con uno de sus hijos, por participar en las algaradas de protesta contra las violencias policiales. En unos pocos días, el vídeo del rapapolvo se había vuelto ‘viral’, la buena mujer era paseada por los platós televisivos y los rapsodas del lugarcomunismo aprovecharon para escribir loas encendidas, exaltando la actitud de la madre y halagando a la mucha gente que, en su fuero interno, sigue pensando que un cachete dado a tiempo hace mucho bien a los hijos, por mucho que el sistema lo castigue como ‘maltrato infantil’.

Este episodio de Toya Graham nos servirá para invitar a nuestros lectores a reparar en la muy sutil perfidia del sistema, que engaña de los modos más sibilinos a las masas, despojándolas primeramente de las instituciones sociales que garantizan su dignidad natural y sus prerrogativas humanas; para después ofrecerles placebos emotivistas que las masas se tragan tan ricamente. Hace algún tiempo, describíamos en un artículo cómo el sistema, sabiendo que las tradiciones vinculan a los pueblos y los hacen inexpugnables al saqueo material y moral, se había esmerado en arrasarlas, formando de esta manera masas cretinizadas que, sin embargo, de vez en cuando sienten nostalgia de las tradiciones arrasadas; y entonces el sistema, muy taimadamente, les ofrece sucedáneos paródicos y repulsivos, para que estén amuermadas y no se les ocurra rebelarse.

El mismo proceso de destrucción y posterior falsificación de las tradiciones que describíamos en aquel artículo se sigue para privar a los pueblos de su dignidad natural y sus prerrogativas humanas. Para lo cual es preciso hacer añicos todas las instituciones sociales, que es el lugar donde los seres humanos encuentran su lugar en el mundo, empezando naturalmente por la más importante de todas ellas, que es la familia. De este modo, el sistema favorece la destrucción de la convivencia familiar, sembrando todo tipo de discordias entre las generaciones y los sexos; y una vez que la familia, convertida en un campo de Agramante, se deshace, el sistema vacía de sentido la patria potestad de los padres, que ya no es una autoridad unívoca, sino más bien un batiburrillo de opiniones a la greña, desautorizadas y contradictorias. Entonces el sistema interviene, con la excusa de asegurar el ‘bienestar del menor’ y demás eufemismos con los que se llena la boca socarronamente, y se encarga de brindar al hijo una educación corruptora sin que los padres puedan hacer nada por evitarlo. Unos porque para entonces ya han dimitido de sus responsabilidades; otros porque, celosos de sus deberes, en el momento en que traten de impedir o dificultar la labor corruptora del sistema sobre sus hijos, pueden ser llevados a juicio (y no precisamente al de Salomón), donde les impondrán todo tipo de prescripciones, llegando incluso a privarlos de la patria potestad. A una madre que se liase a guantazos con su hijo por ser un baldragas y un bellaco, o a su hija por ser un putón verbenero, el sistema la privaría de patria potestad; y los rapsodas del lugarcomunismo la execrarían por profesar una moral reaccionaria y cruel.

Pero el mismo sistema que nos ha despojado de nuestra dignidad natural, destruyendo nuestras familias e impidiendo el ejercicio legítimo de la patria potestad, aplaude a esta Toya Graham, su emblemática tonta útil, y pone a escribir como descosidos a los rapsodas del lugarcomunismo. ¿Y saben por qué? Porque Toya Graham no pegó a su hijo por haber cometido una inmoralidad o una indecencia, sino por enfrentarse al sistema, porque aún ardía en su sangre la indignación ante la injusticia. Por eso el sistema aplaude a Toya Graham, después de haber convertido a los padres que se atreven a corregir con un cachete las conductas inmorales o indecentes de sus hijos en delincuentes; y por eso los rapsodas del lugarcomunismo afilaron sus lápices, ensalzando a la negra, gorda y madre soltera que, si viesen por la calle, mirarían con repugnancia. Y el sistema, a la vez que arrasa nuestras instituciones naturales y nuestra dignidad, alimenta con este placebo los instintos más primarios de las masas; las cuales, viendo con lagrimillas de emoción cómo Toya Graham se lía a guantazos con su hijo (¡en defensa del sistema, como buena cipaya!), olvidan que entretanto sus hijos han sido convertidos por el sistema en baldragas, bellacos y putones verbeneros a los que no pueden ni siquiera rozar un pelo. Se trata, en efecto, de una muy sutil perfidia.

Ecología

Sigo con mucho interés (y algo de malicioso gozo, lo confesaré) el rechazo que en sectores neocones y liberales provocan las manifestaciones del Papa Francisco sobre cuestiones económicas; y también el encono con que desde estos mismos sectores se pronuncian (¡antes de que haya sido proclamada!) contra su anunciada encíclica sobre ecología. Este furor neocón y liberal es, sin embargo, fácilmente explicable. El colapso del comunismo soviético propició, durante el papado de Juan Pablo II, una suerte de idilio entre estos subproductos ideológicos y el catolicismo oficialista (ya saben. Todo ese rollete de meter en la misma olla podrida a Juan Pablo II, Reagan y la Thatcher), que provocó que muchos cristianos despistados y zombis se pusieran a repetir como loritos toda la cochambre liberaloide y neocónica en cuestiones sociales y económicas, como si fuera dogma de fe. Y que, incluso, desde tribunas mediáticas católicas se diera tribuna (¡y peana!) a los defensores más desaforados del capitalismo desregulado, en flagrante colisión con la doctrina social cristiana. Durante aquel tiempo ¡ay, tan reciente! Quienes nos atrevíamos a recordar las enseñanzas del magisterio en cuestiones sociales y económicas éramos tildados por los gurús del neoconismo de brazos armados de Mao Tse Tung ; y condenados al ostracismo por el catolicismo oficialista. Recuerdo a un mandamás eclesiástico que llegó a amonestarme en privado ¡manda huevos! Porque consideraba que en mis artículos sostenía ¡tesis marxistas! Hoy, por supuesto, este mandamás posa de francisquista como si tal cosa.

No se nos escapa que el ecologismo es, como todos los ‘ismos’ o subproductos ideológicos modernos, un sucedáneo religioso, para el que la Tierra (o, si se prefiere, la Naturaleza, que en ningún caso se denominará Creación) se erige en nuevo dios al que se rinde adoración (del mismo modo que otros rinden adoración a la ciencia o a las leyes de mercado). Para esta idolatría ecologista, los animales son seres dotados de la misma dignidad que el ser humano (y, por lo tanto, titulares del mismo batiburrillo grotesco de derechos); y los parajes naturales deben conservarse incólumes y por supuesto (en caricatura azufrosa del pasaje de la expulsión del Edén) no hollados por el hombre, al que se considera una especie maléfica que debe ser reducida, a ser posible hasta la consunción (de ahí que este ecologismo idolátrico y el antinatalismo vayan siempre juntos de la mano). Muy acorde con su naturaleza de sucedáneo religioso resulta, por ejemplo, que el ecologismo, al alertarnos sobre los peligros del cambio climático, emplee un lenguaje apocalíptico paródico del que empleó el Visionario de Patmos.

Pero que este ecologismo demente sea un sucedáneo religioso (exactamente igual que el liberalismo económico, por otra parte) no debe confundirnos. Durante las pasadas décadas, los mamporreros de la plutocracia han estado desprestigiando y ridiculizando a quienes mostraban algún tipo de preocupación ecológica con el único propósito de blindar las prácticas económicas más opresivas del hombre y rapiñadoras de los recursos naturales; y este desprestigio y ridiculización se ha hecho empleando como tontos útiles a muchos cristianos despistados y zombis. Pero un cristiano avisado no puede caer en estas simplificaciones, sino que debe preguntarse si un orden económico justo debe fundarse sobre el crecimiento indefinido; debe preguntarse si esquilmar los océanos para después convertirlos en vertederos es moralmente admisible; debe preguntarse si la agricultura y la ganadería intensivas, así como la creación de especies animales y vegetales transgénicas, son formas de ejercer el ‘dominio justo’ sobre la Creación que Dios atribuyó al hombre; debe preguntarse si tapizar de cemento las costas con urbanizaciones horrendas o convertir bosques en campos de golf para que los pijos (y las pijas) arrimen cebolleta (¡y traigan dinero, oiga!) es lícito, según la ley natural; debe preguntarse si generar un kilo de basura al día por persona es propio de una economía deseada por Dios; debe preguntarse si consumir productos baratos fabricados en la Cochinchina mediante procesos contaminantes que, además, emplean una mano de obra esclavizada es pecado. Sí, hemos escrito pecado, ¿pasa algo?

Es evidente que la avaricia desmelenada del capitalismo ha hallado durante todos estos años unos cómplices como mínimo pasivos en muchos cristianos despistados y zombis. Que un Papa escriba una encíclica sobre ecología que pone de uñas a los gurús liberaloides y neocónicos me parece de perlas; siempre que ese Papa no se dedique con la otra mano a jugar con el Credo, para contentar a todos.