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—¿Quieres que haga algo? —preguntó Ayla.
—Todavía no lo sé —respondió Losaduna—. Creo que, en vista de las circunstancias, una mujer debería acompañarnos. Madenia sabe que soy El Que Sirve a la Madre, pero soy hombre, y en este momento rechaza a los hombres. Creo que sería muy útil que hablase del episodio, y, en ocasiones, es más fácil conversar con un forastero que merece sus simpatías. La gente teme que la persona conocida recuerde siempre los secretos profundos que le ha revelado y que, cada vez que vea a esa persona, el encuentro pueda reavivar su sufrimiento y su cólera.
—¿Hay algo que yo deba decir o hacer?
—Tienes una sensibilidad natural y tú misma sabrás a qué atenerte. Además, posees una rara y natural capacidad para las lenguas nuevas. Estoy sinceramente sorprendido de la rapidez con que has aprendido a hablar el losadunai, y te estoy agradecido también en nombre de Madenia —dijo Losaduna.
Ayla se sintió incómoda ante tanto elogio y desvió la mirada. Todo eso no le parecía sorprendente en modo alguno.
—Es muy parecido al zelandoni —dijo.
Losaduna percibió la incomodidad de Ayla, y no insistió en el tema. Ambos volvieron la mirada cuando entró Solandia.
—Todo está dispuesto —dijo la mujer—. Me llevaré a los niños y prepararé este lugar para ti cuando hayas terminado. ¡Ah!, Y eso me recuerda una cosa: Ayla, ¿tienes inconveniente en que me lleve a Lobo? El niño más pequeño se ha apegado mucho al animal, y él los mantiene a todos ocupados. —La mujer sonrió—. ¿Quién hubiera pensado que alguna vez pediría que un lobo viniese a cuidar a mis hijos?
—Creo que será mejor que te acompañe —dijo Ayla—. Madenia no conoce a Lobo.
—Bien, ¿vamos a buscarla? —preguntó Losaduna.
Mientras caminaban juntos hacia la morada de Madenia y su madre, Ayla advirtió que ella era más alta que el hombre y recordó que, al verle la primera vez, había tenido la impresión de que era un individuo pequeño y tímido. La sorprendía cómo había cambiado su opinión sobre Losaduna. Aunque tenía escasa estatura y adoptaba una actitud reservada, su intelecto firme le confería estatura, su tranquila dignidad disimulaba una sensibilidad profunda y una presencia enérgica.
Losaduna rascó el rígido cuero crudo extendido sobre un rectángulo de delgadas varas. La puerta de entrada se abrió hacia fuera y fueron recibidos por una mujer mayor. Frunció el entrecejo cuando vio a Ayla y le dirigió una mirada agria; sin duda estaba incómoda porque la forastera había venido.
La mujer atacó de inmediato, desbordante de acritud y cólera.
—¿Todavía no han encontrado a ese hombre? A ese hombre que me robó a los nietos, antes incluso de que tuviesen oportunidad de nacer.
—Verdegia, que encontremos a Charoli no significa que recuperarás a tus nietos, y ésa no es mi preocupación en este momento. Me interesa Madenia. ¿Cómo está? —dijo Losaduna.
—No quiere abandonar la cama y apenas come. Ni siquiera acepta haber vuelto. Era una niña muy bonita y estaba convirtiéndose en una hermosa mujer. No hubiera tenido dificultad en encontrar compañero, pero Charoli y sus hombres la han destruido.
—¿Por qué crees que está tan mal? —preguntó Ayla.
La mujer mayor miró a Ayla como si fuera estúpida.
—¿Esta mujer no sabe nada? —preguntó Verdegia a Losaduna, después se volvió hacia Ayla—. Madenia ni siquiera pasó por sus Primeros Ritos. Está mancillada, arruinada. Ahora, la Madre jamás la bendecirá.
—No estés tan segura de eso. La Madre no es tan cruel —dijo el hombre—. Conoce las cosas de Sus hijos y ha suministrado los medios, otros modos de ayudarlos. Es posible limpiar y purificar a Madenia, renovarla, de modo que todavía acepte pasar por sus Ritos de los Primeros Placeres.
—De nada servirá. Rechaza todo lo que tenga que ver con los hombres, incluso los Primeros Ritos —dijo Verdegia—. Todos mis hijos fueron a vivir con sus compañeras; todos dijeron que no disponíamos de espacio en nuestra caverna para tantas familias nuevas. Madenia es mi última hija, la hija única. Desde que mi hombre murió, he estado esperando que trajera aquí a un compañero, que hubiera cerca un hombre que ayudase a mantener a los niños que ella tuviera, es decir, a mis nietos. Ahora ya no tendré nietos que vivan aquí. Y todo a causa de ese… de ese hombre —escupió la palabra—, y nadie hace nada al respecto.
—Sabes que Laduni espera tener noticias de Tomasi —dijo Losaduna.
—¡Tomasi! —Verdegia escupió el nombre—. ¿De qué nos sirve ese individuo? Su Caverna produjo a ese… ese hombre.
—Tienes que darles una oportunidad. Pero no necesitamos esperar a que hagan algo para ayudar a Madenia. Después que se vea limpia y renovada, tal vez cambie de actitud con respecto a sus Primeros Ritos. Por lo menos, debemos intentarlo.
—Puedes intentarlo, pero no se levantará —dijo la mujer.
—Tal vez podamos reanimarla —dijo Losaduna—. ¿Dónde está?
—Allí, detrás de la cortina —dijo Verdegia, señalando un espacio cerrado próximo a la pared de piedra.
Losaduna se acercó al lugar y apartó la cortina, de modo que la luz entró en la alcoba en sombras. La muchacha, sentada en la cama, levantó una mano para evitar el golpe de luz.
—Madenia, levántate ahora —dijo Losaduna. Su tono era firme pero amable. Ella volvió la cara—. Ayla, ayúdame.
Los dos la obligaron a sentarse y después la ayudaron a ponerse en pie. Madenia no se resistía, pero tampoco cooperaba. Uno a cada lado, la sacaron del espacio cerrado y salieron de la caverna. Pareció que la jovencita no advertía que el suelo estaba helado y cubierto de nieve, y eso a pesar de que estaba descalza. La llevaron a una amplia tienda cónica que Ayla no había visto antes. Estaba escondida en un lateral de la caverna; separada del resto por rocas y matorrales; del respiradero practicado en el extremo superior salía vapor. En el aire había un fuerte olor a azufre.
Una vez dentro, Losaduna cogió un pedazo de cuero que cubría la abertura y lo ató. Estaban en un pequeño espacio de acceso, separado del resto del interior por pesadas cortinas de cuero, que a Ayla le parecieron de mamut. Aunque la temperatura era muy baja, dentro hacía calor. Se había levantado una tienda de paredes dobles sobre una fuente de aguas termales, que proporcionaba calefacción; pero, a pesar del vapor, las paredes parecían bastante secas. Aunque se formaba un poco de humedad, que se convertía en gotas que descendían por los costados en pendiente hasta el borde del lienzo que cubría el suelo, la mayor parte de la condensación aparecía sobre la cara exterior de la pared externa, donde el frío de fuera entraba en contacto con el calor y el vapor del ambiente cerrado. El espacio de aire aislante que quedaba entre las dos paredes tenía una temperatura más elevada y mantenía casi seca la pared interior.
Losaduna les ordenó que se desnudasen, y cuando Madenia se negó, el hombre dijo a Ayla que lo hiciera ella. La joven se aferró a sus ropas cuando Ayla intentó quitárselas y miró con los ojos muy abiertos al Que Servía a la Madre.
—Trata de desnudarla, pero si no te lo permite, tráetela vestida —dijo Losaduna, y después se deslizó detrás de la pesada cortina, que dejó escapar un hilo de vapor. Cuando el hombre se retiró, Ayla consiguió despojar de sus prendas a la joven, después se desnudó a toda prisa también ella y condujo a Madenia a la habitación que estaba al otro lado de la cortina.
Las nubes de vapor velaban el espacio interior con una neblina tibia que desdibujaba los perfiles y difuminaba los detalles, pero Ayla alcanzó a ver un estanque revestido de piedras junto a una fuente natural de agua caliente. Un orificio que conectaba los dos espacios estaba obturado con un tapón de madera tallada. En el lado opuesto del estanque, un tronco vaciado, que traía agua fría de un arroyo cercano, había sido elevado de modo que se inclinaba en dirección contraria al estanque, con lo que se evitaba que el flujo entrase en él. Cuando las nubes de vapor se disiparon un momento, vio que el interior de la tienda estaba pintado con imágenes de animales, muchos de ellos preñados, y la mayor parte descoloridos a causa de la condensación del agua; también había misteriosos triángulos, círculos, trapezoides y otras formas geométricas.
Alrededor de los estanques, pero sin llegar a cubrir todo el espacio que los separaba de la pared de la tienda, se habían dispuesto gruesos colchones de lana afelpada de musmón sobre la que cubría el suelo, de modo que los pies reposaban descalzos sobre un piso maravillosamente suave y tibio. El revestimiento estaba marcado por formas y líneas que conducían al lateral izquierdo y menos profundo del estanque. Podían verse bancos de piedra bajo el agua, contra la pared del lateral derecho, que era más profundo. Cerca del fondo había una plataforma elevada de tierra, que sostenía tres parpadeantes lámparas de piedra —cuencos en forma de plato, llenos de grasa derretida, con una mecha de una sustancia aromática flotando en el centro— que rodeaban una estatuilla de una mujer de proporciones generosas. Ayla la identificó como una figura que representaba a la Gran Madre Tierra.
Un hogar cuidadosamente construido en el interior de un círculo casi perfecto de piedras redondas, prácticamente idénticas por la forma y el tamaño, estaba frente al altar de tierra. Losaduna emergió de la bruma de vapor y tomó una varita que estaba junto a una de las lámparas. Tenía una burbuja de material oscuro en un extremo y él la acercó a la llama. Prendió enseguida y, por el olor, Ayla comprendió que había sido sumergida en brea. Losaduna acercó la varita, protegiendo la llama con la mano, al hogar ya preparado, y al prender la yesca, encendió el fuego. Se desprendió un olor intensamente aromático pero agradable, que disimuló el del azufre.
—Seguidme —dijo. Después, apoyando el pie izquierdo en uno de los acolchados de lana que estaban entre las dos líneas paralelas, comenzó a caminar alrededor del estanque a lo largo de un sendero definido con precisión. Madenia caminó detrás, sin saber dónde ponía los pies ni preocuparse por ello; pero Ayla, que observaba a Losaduna, siguió sus pasos. Realizaron un recorrido completo del estanque y la fuente de agua caliente, pasaron sobre el conducto de agua fría y atravesaron una profunda zanja de desagüe. Cuando inició la segunda vuelta, Losaduna comenzó a cantar en una especie de canturreo invocando a la Madre con nombres y títulos:
«Oh, Duna, Gran Madre Tierra, Proveedora Grande y Benéfica, Gran Madre de Todos, La Original, Primera Madre, La que bendice a todas las mujeres, Madre Muy Compasiva, escucha nuestro ruego.»
El hombre repitió varias veces la invocación y todos describieron por segunda vez un círculo alrededor del agua.
Cuando apoyó el pie izquierdo entre las líneas paralelas del primer acolchado, para iniciar el tercer círculo, había llegado a las palabras «Madre Muy Compasiva, escucha nuestro ruego», pero, en lugar de repetirlas, continuó con: «Oh Duna, Gran Madre Tierra, una de Tus propias hijas fue herida. Una de Tus propias hijas ha sido violada. Una de Tus propias hijas debe ser limpiada y purificada para recibir Tu bendición. Grande y Benéfica Proveedora, una de Tus propias hijas necesita Tu ayuda. Es necesario curarla. Es necesario recobrarla. Renuévala, Gran Madre de Todos, y ayúdala a conocer la alegría de Tus Dones. Ayúdala, Tú la Original, a conocer Tus Ritos de los Primeros Placeres. Ayúdala, Primera Madre, a recibir Tu Bendición. Madre Muy Compasiva, ayuda a Madenia, hija de Verdegia, hija de los Losadunai, los Hijos de la Tierra que viven cerca de las altas montañas».
Ayla estaba conmovida y fascinada por las palabras y la ceremonia, y le pareció que advertía señales de interés en Madenia, lo cual le agradó. Después de terminar el tercer circuito, Losaduna las condujo, también ahora con pasos cuidadosamente dados mientras continuaba su ruego, al altar de tierra, en donde ardían las tres lámparas alrededor de la figurilla de la Madre, es decir, el Dunai. Al lado de otra lámpara había un objeto semejante a un cuchillo, tallado en hueso. Era bastante ancho, de doble filo, con una punta un tanto redondeada. Losaduna lo recogió y después llevó al hogar a las dos mujeres.
Se sentaron alrededor del fuego, frente al estanque, muy juntos, con Madenia en el centro. El hombre agregó a las llamas piedras de quemar, después de retirarlas de una pila cercana. Más tarde, de una alacena que estaba a un lado de la plataforma elevada de tierra, Losaduna tomó un cuenco. Estaba hecho de piedra, y era probable que originalmente tuviera la forma de un cuenco natural, pero se le habían ahondado golpeándolo con un martillo duro. El fondo estaba ennegrecido. Llenó el cuenco con agua de un pequeño recipiente que también estaba en el nicho, agregó hojas secas de un canastillo y puso el cuenco de piedra directamente sobre los carbones candentes.
Después, en una zona lisa de tierra fina y seca, rodeada por acolchados de lana, hizo una marca con el cuchillo de hueso. De pronto, Ayla comprendió qué era aquel implemento de hueso. Los Mamutoi usaban un instrumento análogo para dejar marcas en la tierra, llevar la cuenta de las cosas y los resultados del juego, planear estrategias de caza; y también, cuando se contaba una historia, para trazar imágenes que ilustraban la narración. Mientras Losaduna continuaba haciendo marcas, Ayla comprendió que usaba el cuchillo para apoyar el relato de una historia, aunque no se trataba de un relato destinado simplemente a entretener. Narró la historia acompañándose del mismo canturreo que había empleado para formular su ruego, dibujando pájaros para destacar y reforzar los puntos que le interesaba recalcar. Ayla se dio muy pronto cuenta de que la historia era una repetición alegórica del ataque a Madenia, empleando pájaros como personajes.
Ahora era evidente que la joven estaba reaccionando y que se identificaba con el pajarillo hembra mencionado por Losaduna; de pronto, con un sollozo estridente, comenzó a llorar. Con el lado liso del cuchillo de dibujar, El Que Servía a la Madre borró toda la escena.
—¡Desapareció! Nunca sucedió —dijo, y después trazó sólo una imagen del pajarillo—. Ahora está de nuevo entera, como era al comienzo. Con la ayuda de la Madre, eso es lo que te sucederá, Madenia. Todo habrá pasado, como si nunca hubiese sucedido.
Un aroma de menta, con una intensidad conocida pero que Ayla no atinaba a identificar, comenzó a difundirse por toda la tienda llena de vapor. Losaduna inspeccionó el agua que se calentaba sobre el carbón y después sacó una taza.
—Bebe esto —dijo.
Madenia se sorprendió, pero antes de que pudiera pensar u oponerse, bebió el líquido. Sacó otra taza para Ayla y finalmente una para sí mismo. Después, se puso en pie y las condujo al estanque.
Losaduna entró en el agua humeante con movimientos lentos, pero sin vacilar. Madenia le siguió y, sin pensarlo, Ayla la imitó. Pero cuando hundió el pie en el agua, lo retiró deprisa. ¡Estaba muy caliente! «Esta agua tiene una temperatura suficiente para cocinar!», se dijo para sus adentros. Sólo poniendo en juego toda su voluntad consiguió devolver el pie al agua, pero permaneció así unos minutos, antes de decidirse a dar otro paso. Ayla se había bañado o nadado a menudo en las aguas frías de los ríos, los arroyos y los estanques, incluso en agua fría que necesitaba romper una capa de hielo, y también se había lavado con agua calentada al fuego; pero nunca se había sumergido hasta entonces en agua caliente.
Aunque Losaduna las introdujo lentamente en el estanque, para que se fuesen acostumbrando al calor, Ayla necesitó mucho más tiempo para llegar a los asientos de piedra. Pero cuando se sumergió más en el agua, sintió los efectos calmantes del calor. Cuando se sentó y el agua le llegó al mentón, comenzó a aflojar los músculos. Se dijo que no era tan desagradable una vez que uno se acostumbraba. En realidad, el calor hacía bien.
Cuando estuvieron instalados y se acostumbraron al agua, Losaduna indicó a Ayla que contuviese la respiración y metiese la cabeza bajo el agua. Cuando ella emergió, sonriendo, Losaduna dijo a Madenia que hiciera lo mismo. Después, él también se sumergió y salió del estanque con las mujeres.
Losaduna se acercó a la cortina de la entrada y levantó un cuenco de madera que estaba del lado interior. En el cuenco había una sustancia espesa, de color amarillo pálido, que parecía una espuma densa. Depositó el cuenco en un lugar que estaba pavimentado con piedras lisas ajustadas. Introdujo la mano, sacó un puñado de espuma y la pasó sobre su cuerpo; dijo a Ayla que hiciera lo mismo con Madenia y luego con su propio cuerpo, y que no olvidase sus cabellos.
El hombre canturreó sin palabras mientras se frotaba con la sustancia suave y resbaladiza, pero Ayla tuvo la sensación de que su canto no era tanto un rito cuanto una manifestación de placer. Ella se sentía un poco aturdida y se preguntó si sería el resultado del brebaje que habían bebido.
Cuando terminaron y habían usado toda la espuma jabonosa, Losaduna tomó el cuenco de madera, se acercó al estanque y lo llenó con agua; después, regresó al lugar pavimentado con piedras y volcó el agua sobre su cabeza, para quitarse la espuma. Volcó sobre sí mismo otros cuencos de agua, y después trajo más y los vertió sobre Madenia y sobre Ayla. El agua corrió lejos del estanque, entre las grietas de las piedras del pavimento. Después, El Que Servía a la Madre las condujo de nuevo al estanque de agua caliente, otra vez cantando sin palabras.
Mientras estaban sentados, se empapaban y casi flotaban en el agua mineralizada, Ayla sintió que se le aflojaban completamente los músculos. El estanque de agua caliente le recordaba los baños de sudor de los Mamutoi, pero esto era quizás incluso mejor. Cuando Losaduna llegó a la conclusión de que ya habían tenido suficiente, se inclinó hacia el extremo más profundo del estanque y retiró un tapón de madera. Mientras el agua comenzaba a escaparse por el conducto profundo, el hombre inició una sucesión de gritos, que por un momento la impresionaron.
—¡Malos espíritus, fuera! Aguas purificadoras de la Madre, borrad todos los rastros del contacto con Charoli y todos sus hombres. Impurezas, escapaos con el agua, abandonad este lugar. Cuando el agua haya salido, Madenia estará limpia y purificada. ¡Los poderes de la Madre la han devuelto al estado anterior!
Todos salieron del agua. Sin detenerse a recoger las ropas, Losaduna las condujo fuera del recinto. Tenían el cuerpo tan caliente por el agua que el viento frío y el suelo congelado sobre la piel desnuda les parecieron refrescantes. Las pocas personas que estaban fuera los ignoraron o desviaron la mirada al cruzarse con ellos. Con un sentimiento de desagrado, Ayla recordó de pronto otra ocasión en que la gente la miraba directamente, pero se negaba a verla. Mas aquello no era lo mismo que sufrir la maldición del Clan. Ella podía adivinar que ahora la gente realmente los veía. Fingían que no era así, más por cortesía que como una maldición. La caminata les aterió rápidamente, y cuando llegaron al refugio ceremonial, agradecieron encontrar mantas secas y suaves para envolverse, y una infusión de menta caliente.
Ayla se miró las manos cerradas alrededor de la taza. ¡Estaban arrugadas, pero absolutamente limpias! Cuando comenzó a peinarse los cabellos con un objeto que tenía varios dientes de hueso, advirtió que crujían cuando les pasaba el peine.
—¿Qué era esa espuma suave y resbaladiza? —preguntó—. Limpia como la raíz jabonosa, pero mucho mejor.
—Solandia la fabrica —dijo Losaduna—. Tiene algo que ver con las cenizas de madera y la grasa, pero tendrás que preguntárselo a ella.
Cuando terminó con sus cabellos, Ayla comenzó a peinar los de Madenia.
—¿Cómo conseguís que el agua esté tan caliente? El hombre sonrió.
—Es un don de la Madre a los Losadunai. En esta región hay varias fuentes de agua caliente. Algunas pueden ser usadas por todos, en cualquier momento, pero otras son más sagradas. Creemos que ésta es el centro, la fuente de la cual derivan las otras, y por eso es la más sagrada de todas. De ahí que esta Caverna merezca honras especiales. Y también por eso es tan difícil para una persona salir de aquí; pero nuestra Caverna ya tiene muchos habitantes, de modo que un grupo de jóvenes está pensando en la fundación de una nueva Caverna. Río abajo, sobre la otra orilla, hay un lugar que les agradaría; pero ése es territorio de los cabezas chatas, o está muy cerca de ellos, de manera que no han decidido lo que van a hacer.
Ayla asintió, sintiendo el cuerpo tan caliente y relajado que no deseaba moverse. Vio que Madenia también estaba más serena, no tan rígida ni tan retraída.
—¡Que maravilloso Don es el agua caliente! —dijo Ayla.
—Es importante que aprendamos a apreciar todos los dones de la Madre —afirmó el hombre—, pero sobre todo su Don del Placer.
Madenia se puso rígida.
—¡Su Don es mentira! ¡No es placer sino dolor! —Era la primera vez que hablaba—. Aunque yo les rogaba, no se detenían. Sólo se reían, ¡y cuando uno terminaba empezaba otro! Yo quería morirme —dijo Madenia, y sollozó.
Ayla se puso en pie, se acercó a la joven y la abrazó.
—¡Era mi primera vez y no querían detenerse! No querían detenerse —gritó varias veces Madenia—. ¡Ningún hombre volverá a tocarme!
—Tienes derecho a estar furiosa. Tienes derecho a llorar. Te hicieron algo terrible. Sé lo que sientes —dijo Ayla.
La joven la apartó.
—¿Cómo sabes lo que siento? —dijo, desbordando amargura e irritación.
—Una vez fue también dolor y humillación para mí —dijo Ayla. La joven pareció sorprendida, pero Losaduna asintió, como si de pronto comprendiese algo.
—Madenia —dijo Ayla con voz dulce—, cuando yo tenía más o menos la misma edad que tú, e incluso creo que era un poco más joven, pero no mucho después de comenzar mi período lunar, también fui forzada. Era mi primera vez. No sabía que eso estaba destinado al Placer. Para mí fue sólo sufrimiento.
—¿Pero fue un solo hombre? —dijo Madenia.
—Un solo hombre, pero después me lo impuso muchas veces, ¡y yo le odiaba! —dijo Ayla, sorprendida de la cólera que aún sentía.
—¿Muchas veces? ¿Incluso después de ser forzada la primera vez? ¿Cómo es posible que nadie se lo impidiese?
—Creían que estaba en su derecho. Pensaron que mi actitud era equivocada cuando sentía tanta cólera y tanto odio, y no entendían por qué sufría. Comencé a preguntarme si en mí había algo que estaba mal. Después de un tiempo, ya no sentí dolor, pero tampoco Placer. No lo hacía por darme Placer. Lo hacía para humillarme, y yo jamás dejé de aborrecer aquello. Pero… dejé de preocuparme. Sucedió algo maravilloso, y no me importaba lo que él hiciera, yo pensaba en otra cosa, algo que era grato, y le ignoraba. Cuando él no pudo lograr que yo sintiera nada, ni siquiera cólera, creo que se sintió humillado y finalmente me echó. Pero yo no quería que ningún hombre volviera a tocarme.
—¡Ningún hombre volverá a tocarme jamás! —exclamó Madenia.
—Madenia, no todos los hombres son como Charoli y su gente. Algunos se parecen a Jondalar. Él fue quien me enseñó la alegría y el Placer del Don de la Madre, y te aseguro que es un Don maravilloso. Concédete a ti misma la oportunidad de conocer a un hombre como Jondalar, y tú también aprenderás a saborear esa alegría.
Madenia meneó la cabeza.
—¡No! ¡No! ¡Es terrible!
—Sé que fue terrible. Incluso es posible abusar de los mejores dones y convertir el bien en mal. Pero un día querrás ser madre y nunca serás madre, Madenia, si no compartes con un hombre el Don de la Madre —dijo Ayla.
Madenia lloraba; tenía la cara húmeda de lágrimas.
—No digas eso. No deseo escucharlo.
—Sé que no lo deseas, pero es la verdad. No permitas que Charoli destruya lo bueno que hay en ti. No permitas que te arrebaten tu posibilidad de ser madre. Realiza tus Primeros Ritos y así podrás saber que no es necesario que sea tan terrible. Yo finalmente lo supe, aunque no hubo una asamblea ni una ceremonia para celebrarlo. La Madre encontró el modo de darme esa alegría. Me envió a Jondalar. Madenia, el Don es algo más que los Placeres; es mucho más, si se comparte con delicadeza y amor. Si el dolor que yo sufrí la primera vez fue el precio que tuve que pagar, de buena gana lo pagaría muchas veces por el amor que he conocido. Has sufrido tanto que quizás la Madre también te dé a ti algo especial, si Le concedes una oportunidad. Piénsalo, Madenia. No digas que no antes de haberlo pensado.
Ayla despertó sintiéndose más descansada y renovada de lo que le había sucedido nunca. Sonrió perezosamente y extendió la mano hacia Jondalar, pero él ya se había levantado y había salido. Sintió una punzada de decepción; después recordó que él la había despertado para comunicarle que saldría a cazar con Laduni y algunos de los cazadores y para preguntarle de nuevo si deseaba ir con ellos. Ella había rechazado el mismo ofrecimiento que le habían hecho la noche anterior, porque tenía otros planes para la jornada y se había quedado en la cama gozando del raro lujo de arrebujarse bajo las pieles cálidas.
Ahora decidió levantarse. Se estiró y se pasó las manos por los cabellos, complacida con su sedosa suavidad. Solandia había prometido explicarle cómo preparar la sustancia espumosa que la había hecho sentirse tan limpia y había dejado tan suaves sus cabellos.
El desayuno estuvo constituido por el mismo alimento que habían consumido desde la llegada, un caldo con trozos de pescado de agua dulce seco, capturado durante un período anterior del año en las aguas del Río de la Gran Madre.
Jondalar le había explicado que la Caverna estaba escasa de provisiones y que por eso saldría a cazar, a pesar de que lo que la gente más ansiaba no era la carne o el pescado. No pasaban hambre, tampoco carecían de comida —tenían suficiente para sus necesidades— pero estaban tan próximos al término del invierno que la variedad era limitada. Todos estaban cansados de la carne del pescado seco. Hasta la carne fresca supondría un cambio, aunque no totalmente satisfactorio. Deseaban los productos verdes, los brotes de las plantas y los frutos nuevos, los primeros productos de la primavera. Ayla había realizado una incursión por la zona que se extendía alrededor de la caverna, pero los Losadunai habían estado fuera durante toda la estación y lo habían dejado limpio. Aún conservaban una provisión razonable de grasa, lo que les permitía obviar la necesidad de proteínas y les suministraba calorías suficientes para mantenerlos saludables, aunque generalmente se le agregaba a las sopas preparadas para las comidas siguientes del día.
El festín que sería parte de la Ceremonia de la Madre, al día siguiente, tendría proporciones bastante limitadas. Ayla ya había decidido aportar sus últimas reservas de sal y otras hierbas para condimentar y acentuar el sabor, así como también valiosos nutrientes: las vitaminas y los minerales que el cuerpo de aquella gente necesitaba y que era la causa principal del ansia general. Solandia le había mostrado la pequeña provisión de bebidas fermentadas, en su mayor parte cerveza de alerce, que, según decía, darían a la ocasión un carácter festivo.
La mujer también se proponía usar parte de la grasa almacenada para confeccionar una nueva tanda de sopa. Cuando Ayla expresó su preocupación ante la perspectiva de que estuvieran utilizando alimentos necesarios, Solandia dijo que a Losaduna le gustaba emplearlos en las ceremonias y afirmó, además, que su provisión de jabón estaba casi agotada. Mientras la mujer mayor cuidaba de sus niños y lo preparaba todo, Ayla salió con Lobo para inspeccionar a Whinney y a Corredor y pasar un rato con ellos.
Solandia se acercó a la gran abertura de la cueva para decir a Ayla que estaba pronta, pero permaneció allí un momento y observó a la visitante. Ayla acababa de regresar de un galope a través del campo y reía y jugaba con los animales. Por el comportamiento de Ayla hacia ellos, Solandia llegó a la conclusión de que los animales eran como los hijos de la joven.
Algunos de los niños de la Caverna también estaban mirando; entre ellos había un par de hijos de Solandia. Gritaban y llamaban a Lobo, que miraba a Ayla, sin duda deseoso de unirse a los pequeños, pero esperando su aprobación. Ayla vio a la mujer en la entrada de la caverna y se acercó deprisa a Solandia.
—Confiaba en que Lobo podría entretener al más pequeño —dijo Solandia—. Verdegia y Madenia vendrán a ayudarnos, pero el proceso necesita mucha concentración.
—¡Oh, madre! —dijo Dosalia, la hija mayor. Era una de las que había intentado atraer al lobo—. El niño siempre está deseando jugar con él.
—Bien, si quieres ocuparte tú de cuidar al pequeño… La niña frunció el entrecejo y después sonrió.
—¿Podemos traerle aquí? No hay viento y yo le abrigaré bien.
—Imagino que puedes hacerlo —dijo Solandia.
Ayla miró al lobo, que le observaba expectante.
—Lobo, cuida al pequeño —dijo. Él gimió, lo que, al parecer, era su respuesta.
—Tengo una porción de buena grasa de mamut, que derretí en el otoño —dijo Solandia, mientras se acercaba al espacio cerrado de su morada—. Tuvimos suerte cazando al mamut el año pasado. Por eso todavía tenemos mucha grasa, y eso es bueno. El invierno habría sido duro sin ella. He comenzado a derretir la grasa. —Llegaron a la entrada en el momento mismo en que los niños salían, trayendo con ellos al más pequeño—. No perdáis el mitón de Micheri —les gritó Solandia.
Verdegia y Madenia ya estaban dentro.
—He traído un poco de ceniza —dijo Verdegia. Madenia se limitó a esbozar una sonrisa un tanto vacilante.
Solandia se sintió complacida de verla dispuesta a abandonar la cama y a alternar de nuevo con la gente. No sabía qué habían hecho en la fuente de aguas calientes, pero presumía que había dado buenos resultados.
—Madenia, he puesto algunas piedras de cocinar en el fuego, para preparar una infusión. ¿Quieres ocuparte de eso? —preguntó—. Después, usaré el resto para recalentar el agua que permitirá derretir la grasa.
—¿Dónde quieres que deje estas cenizas? —preguntó Verdegia.
—Puedes mezclarlas con las mías. Ya he comenzado a hacer la colada, pero no hace mucho.
—Losaduna me dijo que usas grasa y ceniza —comentó Ayla.
—Y agua —agregó Solandia.
—Parece una combinación extraña.
—Sí, así es.
—¿Qué te inclinó a mezclar esas cosas? Es decir, ¿cómo llegaste a descubrirlo la primera vez?
Solandia sonrió.
—En realidad, fue una casualidad. Habíamos estado cazando. Yo había encendido un fuego fuera, en un pozo profundo, y sobre él se asaba algo de carne gorda de mamut. Comenzó a llover con mucha fuerza. Tomé la carne y el asador y traté de protegerme. Apenas amainó, volvimos aquí, a la caverna, pero me olvidé de traer un cuenco de madera apropiado para cocinar y vine a buscarlo al día siguiente. El pozo del fuego estaba lleno de agua; en el líquido flotaba algo que parecía una espuma espesa. Nunca me habría preocupado de mirarla, pero una cuchara cayó en el líquido y tuve que meter la mano para retirarla. Fui al arroyo para enjuagármela. La sentí suave y resbaladiza, como sucede con las buenas raíces jabonosas, pero era algo mejor, ¡y mis manos estaban tan limpias! También la cuchara. Toda la grasa desapareció. Volví y puse la espuma en el cuenco y me la llevé.
—¿Es tan fácil obtenerla? —preguntó Ayla.
—No. En realidad no es fácil. No se trata de que sea muy difícil, pero, en efecto, se requiere cierta práctica —dijo Solandia—. La primera vez fue cuestión de suerte. Sin duda, todo estuvo en su justa medida. Después, seguí trabajando en el asunto, pero a veces todavía falla.
—¿Cómo lo haces? Seguramente has hallado ciertas fórmulas que son eficaces la mayoría de las veces.
—No es difícil explicarlo. Mezclo grasa derretida limpia, cualquier base de grasa sirve, pero cada una cambia un poco el resultado. Prefiero sobre todo la grasa de mamut. Después, tomo una porción de cenizas de madera, las mezclo con agua caliente y dejo que se empapen un rato. Más tarde, las paso por un cedazo o un canasto con agujeros en el fondo. La mezcla de esa colada es fuerte. Comprobé que puede quemarte o lastimarte la piel. Tienes que lavarte inmediatamente. De todos modos, tienes que agitar esa mezcla fuerte en la grasa. Con un poco de suerte, el resultado es una espuma suave, que limpia todo, incluso el cuero.
—Pero no siempre tienes suerte —dijo Verdegia.
—No. Muchas cosas pueden salir mal. A veces revuelves y revuelves y revuelves, y no se mezcla. Cuando sucede eso, calentar un poco la mezcla puede facilitar las cosas. En otras ocasiones, los ingredientes se disgregan y puede resultar una capa demasiado fuerte y otra demasiado grasienta. Otras veces, forma grumos que no terminan de mezclarse. En ciertos casos, obtener un resultado satisfactorio es más difícil que en otros, pero el producto no es malo. Sea como fuere, tiende a endurecerse a medida que pasa el tiempo.
—Pero a veces consigues lo que quieres, como la primera vez —dijo Ayla.
—Una cosa que aprendí es que tanto la grasa como el líquido de las cenizas deben tener más o menos la misma temperatura que la piel de tu muñeca —dijo Solandia—. Cuando te salpicas un poco, no debes sentirla fría o caliente. El líquido del fresno es más difícil, porque es fuerte y puede quemar un poco; en ese caso, tienes que lavarte inmediatamente con agua fría. Si quema demasiado, sabes que necesitas agregar más agua. Generalmente no quema en exceso, pero no quisiera que me tocase los ojos. Puede arder incluso si te acercas demasiado a los vapores.
—¡Y puede oler mal! —dijo Madenia.
—Es cierto —dijo Solandia—. Puede oler. Por eso generalmente me acerco al centro de la caverna para mezclarlo, a pesar de que tengo aquí todo lo necesario para la mezcla.
—¡Madre! ¡Madre! ¡Ven enseguida!
Neladia, la segunda hija de Solandia, entró deprisa y después volvió a salir corriendo.
—¿Qué sucede? ¿Le ha pasado algo al niño? —preguntó la mujer, abalanzándose en pos de su hija. Todos los demás la siguieron y salieron a la boca de la caverna.
—¡Mira! —dijo Dosalia. Todos miraron hacia fuera—. ¡EI niño está caminando!
Era Micheri, de pie al lado del lobo, colgado del pelaje del animal, con una amplia sonrisa de satisfacción, dando pasos inseguros mientras Lobo se adelantaba lentamente y con mucho cuidado. Todos sonrieron aliviados y también complacidos.
—¿Este lobo sonríe? —preguntó Solandia—. Yo diría que sí. Parece tan complacido consigo mismo que sonríe.
—Yo pienso lo mismo —dijo Ayla—. A menudo he pensado que podía sonreír.
—No es sólo con fines ceremoniales, Ayla —decía Losaduna—. A menudo usamos las aguas calientes sólo para bañarnos. Si quieres que Jondalar las use para relajarse, no tenemos nada que oponer. Las Aguas Sagradas de la Madre son como Sus restantes Dones para Sus hijos. Su destino es ser usadas, aprovechadas y apreciadas. Del mismo modo que es necesario apreciar esta infusión que has preparado —agregó, sosteniendo en alto la taza.
Casi todos los habitantes de la Caverna, es decir, los que no habían salido de caza, estaban sentados alrededor de un hogar, en el sector central abierto de la caverna. La mayor parte de las comidas eran muy informales, salvo en las ocasiones especiales. A veces, la gente comía por separado, en grupos familiares, y otras lo hacía con los demás. En esta ocasión, los que habían permanecido en la caverna habían esperado para consumir juntos una comida de mediodía; la razón principal era que todos estaban interesados en los visitantes. La comida consistía en una sustanciosa sopa de carne magra y seca de ciervo, enriquecida con grasa de mamut, que la convertía en un plato nutritivo y bastante satisfactorio. Todos estaban concluyendo la comida con la infusión que Ayla había preparado y todos habían comentado que tenía muy buen sabor.
—Cuando regresen, quizás usemos el estanque. Creo que a él le agradaría un baño caliente y yo desearía compartirlo con Jondalar —dijo Ayla.
—Será mejor que le adviertas, Losaduna —dijo una mujer, con una sonrisa de complicidad.
La habían presentado diciendo que era la compañera de Laduni.
—¿Que me advierta de qué, Laronia? —preguntó Ayla.
—A veces uno tiene que elegir entre los Dones de la Madre.
—¿Qué quieres decir?
—Significa que las Aguas Sagradas pueden relajar demasiado —dijo Solandia.
—Todavía no entiendo —dijo Ayla, frunciendo el entrecejo. Sabía que todos estaban hablando del tema y que en todo aquello había implícito cierto ingrediente de picardía.
—Si llevas a Jondalar a tomar un baño caliente, debilitará la fuerza de su virilidad —dijo Verdegia, más directa que los otros—, y es posible que pase un par de horas antes de que pueda recuperar toda su fuerza. De modo que no esperes demasiado de él después de un baño, por lo menos inmediatamente. Algunos hombres no se sumergen en las Aguas Sagradas de la Madre precisamente por esa razón. Temen que su virilidad se agote en la Aguas Sagradas y nunca la recuperen.
—¿Es eso posible? —preguntó Ayla, mirando a Losaduna.
—No lo he visto nunca, ni he oído que eso suceda —dijo el hombre—. En todo caso, yo diría que es cierto lo contrario. Al cabo de un tiempo, un hombre se muestra más interesado; pero creo que eso es así porque está relajado y experimenta una sensación de bienestar.
—En efecto, me sentí muy bien después del baño caliente y dormí profundamente, pero creo que en eso influyó algo más que el agua —dijo Ayla—. ¿Quizás la taza de hierbas?
El hombre sonrió.
—Eso fue un rito importante. En una ceremonia siempre hay otras cosas.
—Bien, estoy dispuesta a volver a las Aguas Sagradas, pero creo que esperaré a Jondalar. ¿Creéis que los cazadores volverán pronto?
—Estoy segura de que así será —dijo Laronia—. Laduni sabe que es necesario hacer ciertas cosas antes del Festival de la Madre que celebraremos mañana. No creo que hubieran debido salir hoy, pero él deseaba ver cómo funciona el arma que Jondalar usa para cazar a gran distancia. ¿Cómo se llama?
—Es un lanzavenablos y funciona muy bien —dijo Ayla—, pero, como sucede con estas cosas, requiere práctica. Y hemos practicado mucho durante este Viaje.
—¿Usas su lanzavenablos? —preguntó Madenia.
—Tengo el mío —dijo Ayla—. Siempre me gustó cazar.
—¿Por qué no has ido con ellos? —preguntó la joven.
—Porque deseaba aprender a fabricar esa sustancia que limpia. Y, además, necesito limpiar y reparar algunas prendas —dijo Ayla, poniéndose en pie y caminando hacia la tienda ceremonial. De pronto, se detuvo—. Yo también desearía mostraros algo —dijo—. ¿Alguien sabe lo que es un pasahilos? —Advirtió miradas desconcertadas y cabezas que negaban—. Si esperáis aquí un momento, traeré el mío y os lo mostraré.
Ayla regresó del espacio que ella ocupaba con sus instrumentos de costura y algunas prendas que deseaba arreglar. Cuando todos se reunieron alrededor para ver otra de las cosas sorprendentes traídas por los viajeros, eligió entre ellas un pequeño cilindro —pro-venía de la pata hueca y liviana de un pájaro— y de él retiró dos agujas de marfil. Entregó una a Solandia.
La mujer examinó muy atentamente aquella asta en miniatura y muy lustrosa. Por un extremo terminaba en una punta afilada, parecida a un punzón. El otro extremo era un poco más grueso, y por extraño que pareciera, tenía un orificio muy pequeño que pasaba de un lado a otro. Se quedó pensativa y de pronto tuvo una sospecha acerca de su aplicación.
—¿Has dicho que esto es un pasahilos? —dijo, entregándoselo a Laronia.
—Sí. Te mostraré cómo se usa —dijo Ayla, separando un delgado trozo de tendón de un manojo más espeso y fibroso. Humedeció el extremo y lo alisó de modo que formase una punta; después esperó a que se secara. El hilo de tendón se endureció levemente y mantuvo su forma. Lo pasó por el orificio del extremo de la minúscula asta de marfil y después lo dejó momentáneamente a un lado. Acto seguido, cogió un pequeño instrumento de pedernal que tenía una punta afilada y empezó a perforar orificios cerca de los bordes de una prenda cuyas puntadas se habían desprendido a lo largo de la costura; algunas incluso habían desgarrado el cuero. Los nuevos orificios estaban a muy corta distancia de los anteriores.
Después de perforar los orificios para la nueva costura, Ayla se dispuso a demostrar la utilidad del nuevo implemento. Pasó la punta de la aguja de marfil por los orificios del cuero, y aferrando el pequeño instrumento, tiró para arrastrar el hilo, lo que concluyó con un elegante gesto.
—¡Ah! —La gente que estaba sentada cerca, y sobre todo las mujeres, emitieron un suspiro colectivo—. ¡Mirad eso! No necesitó tirar del hilo, pasó directamente. ¿Puedo probarlo?
Ayla pasó la prenda a las mujeres y les permitió experimentar, al mismo tiempo que se lo explicaba y se lo mostraba, comentándoles cómo había concebido la idea y de qué modo todos los miembros del Campamento del León la habían ayudado a darle forma y eficacia.
—Éste es un punzón muy bueno —comentó Solandia, que estaba examinándolo de cerca.
—Lo fabricó Wymez, del Campamento del León. Él también fabricó el punzón para perforar el orificio por donde pasa el hilo —dijo Ayla.
—Sin duda es muy difícil fabricar este instrumento —dijo Losaduna.
—Jondalar afirma que Wymez es el único tallador de pedernal a quien él ha conocido tan bueno como Dalanar, y quizás un poco mejor.
—Es un gran elogio viniendo de él —dijo Losaduna—. Todos saben que Dalanar es el gran maestro del trabajo de la piedra. Su habilidad es conocida incluso de este lado del glaciar, entre los Losadunai.
—Pero Wymez es también un maestro.
Todos se volvieron sorprendidos al oír la voz que acababa de hablar; vieron a Jondalar, a Laduni y a varios más que entraban en la caverna, trayendo un íbice que acababan de cazar.
—¡Habéis tenido suerte! —dijo Verdegia—. Y si nadie se opone, quisiera la piel. Estaba necesitando un poco de lana de íbice para reparar la ropa de cama destinada a la Ceremonia Matrimonial de Madenia. —Verdegia deseaba formular su petición antes que nadie.
—¡Madre! —dijo Madenia, avergonzada—. ¿Cómo puedes hablar de Ceremonia Matrimonial?
—Madenia debe pasar por los Primeros Ritos antes de pensar en una Ceremonia Matrimonial —dijo Losaduna.
—Por lo que a mí respecta, puede llevarse la piel —dijo Laronia—, y no me importa para qué la va a usar.
Laronia sabía que había cierta dosis de avaricia en la solicitud de Verdegia. No era frecuente que lograran cazar a la esquiva cabra salvaje; su lana escaseaba y, por eso mismo, era valiosa, sobre todo a finales del invierno, después de toda una estación durante la cual había aumentado su espesor y densidad, pero antes de que la muda de primavera le confiriese un aspecto deslucido.
—Tampoco a mí me interesa. Verdegia puede quedarse con la piel —dijo Solandia—. La carne fresca de íbice será, en cambio, bienvenida, no importa quién se quede con la piel, y será especialmente agradable consumirla en el Festival de la Madre.
Otros varios asintieron y nadie se opuso. Verdegia sonrió y trató de no exteriorizar su satisfacción. Al adelantarse a formular su petición, se había asegurado la posesión de la valiosa piel, que era precisamente lo que deseaba.
—La carne fresca de íbice será más sabrosa con las cebollas secas que he traído, y, además, también tengo arándanos.
De nuevo todos volvieron la mirada hacia la entrada de la caverna. Ayla vio a una joven, a quien no conocía, con un niño en brazos; llevaba de la mano a una niña pequeña y la seguía un joven.
—¡Filonia! —dijeron a coro varias personas.
Laronia y Laduni corrieron hacia ella, acompañados por el resto de la Caverna. Sin duda, la joven no era allí una extraña. Después de festivos abrazos de salutación, Laronia se encargó del niño y Laduni alzó en brazos a la pequeña, que había corrido hacia él, y la sentó sobre sus hombros. La niña miró a todos con una sonrisa complacida.
Jondalar estaba al lado de Ayla, sonriendo ante la feliz escena.
—¡Esta niña podría ser mi hermana! —dijo.
—Filonia, mira quién está aquí —dijo Laduni, acercando a la joven.
—¿Jondalar? ¿Eres tú? —dijo, mirándole con emocionada sorpresa—. No creí que regresaras jamás. ¿Dónde está Thonolan? ¡Es alguien a quien desearía ver!
—Lo siento, Filonia. Ahora camina por el otro mundo —dijo Jondalar.
—¡Oh! Lo siento mucho. Deseaba que conociera a Thonolia. Estoy segura de que es la hija de su espíritu.
—Yo también estoy seguro. Se parece mucho a mi hermana, y ambos nacieron en el mismo hogar. Ojalá mi madre pudiera verla, pero creo que, de todos modos, le encantará saber que queda algo de Thonolan en este mundo, que queda un hijo de su espíritu —dijo Jondalar.
—Pero no has regresado solo —dijo.
—No, no ha regresado solo —confirmó Laduni—, y espera a conocer a algunos de sus restantes compañeros de viaje. No te lo vas a creer.
—Además, has llegado en el momento más oportuno. Mañana celebraremos un Festival de la Madre —dijo Laronia.