10
Ayla despertó con frecuencia durante la noche y tenía los ojos abiertos cuando las primeras luces del alba se filtraron por el respiradero y enviaron sus débiles rayos a los recovecos sombríos, para dispersar las sombras y destacar las formas ocultas hasta entonces por la oscuridad. Cuando la noche oscura se convirtió en una penumbrosa media luz, ella estaba completamente despierta y ya no pudo volverse a dormir.
Se apartó en silencio de la tibieza de Jondalar y salió al aire libre. El frío nocturno le mordió la piel desnuda, y con su frígida sugerencia de las macizas capas de hielo del norte, le puso la carne de gallina. Mirando a través del brumoso valle fluvial, vio las formaciones imprecisas de la extensión todavía oscura del lado opuesto, recortadas contra el cielo resplandeciente. Sintió entonces el deseo de encontrarse ya allí.
Un pelaje áspero y tibio le rozó la pierna. Distraídamente, Ayla le dio unas palmaditas en la cabeza y rascó la pelambre del lobo que había aparecido junto a ella. El animal olió el aire, y al descubrir algo que le interesaba, descendió a la carrera la pendiente. Ayla buscó con la mirada los caballos y vio el pelaje amarillento de la yegua que pastaba en uno de los retazos alfombrados que había en las inmediaciones del agua. El caballo de color pardo oscuro no era visible, pero ella tenía la plena seguridad de que estaba cerca.
Temblando de frío, caminó por la hierba húmeda en dirección al arroyuelo, y se dio cuenta de que el sol salía por el este. Contempló el cielo al oeste, con sus matices que iban del gris luminoso al azul pastel, con una diseminación de nubes rosadas que reflejaban el resplandor del sol matutino oculto detrás de la cresta de la vertiente.
Ayla se sintió tentada de remontar la ladera y ver el sol naciente, pero la detuvo una línea de brillo deslumbrante que provenía de la dirección opuesta. Aunque las pendientes cortadas por barrancos allende el río todavía estaban envueltas en una penumbra grisácea, hacia el oeste, las montañas, bañadas en la luz clara del sol del nuevo día, se destacaban con vívido relieve, grabadas con tan perfecto detalle que daba la impresión de que podía extender la mano y tocarlas. Coronando la cadena meridional de escasa altura, una tiara resplandeciente chispeaba en las cumbres heladas. Ayla observó maravillada el dibujo que cambiaba lentamente, absorta en la magnificencia de lo que podía denominarse el reverso del amanecer.
Cuando llegó al arroyuelo de agua clara que corría y brincaba pendiente abajo, el frío matutino había desaparecido. Depositó en el suelo la bolsa para el agua que había sacado de la morada, y al examinar su compresa de lana, se alegró de comprobar que su período lunar parecía haber concluido. Desató las cuerdas, se quitó el amuleto, y entró en un estanque poco profundo para lavarse. Cuando concluyó, llenó la bolsa para el agua en la rumorosa cascada que desaguaba en la leve depresión del estanque, después salió y se quitó el agua con ambas manos. Tras recoger el amuleto, la lana lavada y las cuerdas, volvió deprisa al refugio.
Jondalar estaba haciendo un nudo alrededor de las pieles que utilizaban para dormir, ya enrolladas cuando ella entró en la vivienda semisubterránea. La miró y sonrió. Al ver que Ayla ya no llevaba las cuerdas de cuero, su sonrisa adoptó un sesgo claramente sugestivo.
—Tal vez no debería haberme apresurado tanto en enrollar las pieles esta mañana —dijo.
Ella se sonrojó cuando comprendió que Jondalar sabía que había pasado el período lunar. Después, le miró directamente a los ojos, que desbordaban alegría burlona, amor y vivo deseo, y correspondió a la sonrisa.
—Siempre puedes volver a desenrollarlas.
—Y ahí terminan mis planes, que incluían una partida temprana —dijo Jondalar, tirando de un extremo de la cuerda para deshacer el nudo que sujetaba la piel de dormir. La desenrolló y se incorporó mientras ella se acercaba.
Después de la comida matutina no necesitaron mucho tiempo para concluir los preparativos. Reunieron todas sus pertenencias y descendieron al río con el bote y con los animales que eran sus compañeros de viaje. Pero decidir el mejor modo de cruzar era otra cuestión. Contemplaron el espejo de agua que pasaba veloz, tan ancho que era difícil divisar los detalles de la orilla opuesta. Con su rápida corriente, que se desbordaba y giraba sobre sí misma en anillos y remolinos que formaban pequeñas olas agitadas, el sonido del río profundo era casi más revelador que su aspecto. Su poder se expresaba con un retumbo apagado y gorgoteante.
Mientras fabricaba el artefacto circular, Jondalar había pensado a menudo en el río y en el modo de usar el bote para cruzarlo. Nunca había construido un bote redondo, y muy pocas veces había viajado en uno de ellos. Se había aficionado bastante a manejar las esbeltas piraguas cuando vivía con los Sharamudoi, pero cuando había probado a impulsar los redondos botes de los Mamutoi, llegó a la conclusión de que eran muy engorrosos. Flotaban bien, no volcaban con facilidad, pero era difícil controlarlos.
Los dos pueblos no sólo tenían diferentes materiales para construir sus artefactos flotantes, sino que usaban éstos con distintos propósitos. Los Mamutoi eran ante todo cazadores de las estepas abiertas; la pesca era sólo una actividad ocasional. Empleaban sus botes principalmente cuando ellos y sus pertenencias tenían que cruzar los cursos de agua, ya fuesen éstos pequeños afluentes o los ríos que descendían a través de todo el continente, desde los glaciares del norte a los mares interiores del sur.
Los Ramudoi, la rama de los Sharamudoi que formaba el Pueblo de los Ríos, pescaban en el Río de la Gran Madre —aunque ellos lo consideraban una forma de caza cuando salían en busca de los esturiones de diez metros— y, en cambio, la mitad Sharamudoi cazaba gamuzas y otros animales que vivían en los altos riscos y las montañas desde las cuales se dominaba el río y cerca de su hogar lo limitaban en un gran cañón. Los Ramudoi vivían en el río durante las estaciones cálidas, aprovechando al máximo sus recursos, incluso los grandes robles durmast que crecían en sus orillas y que eran empleados para fabricar las embarcaciones bellamente trabajadas y muy manejables.
—Bien; creo que sólo nos queda meter todo esto ahí —dijo Jondalar, levantando uno de sus canastos. Después, lo dejó en el suelo y levantó otro —.Probablemente es una buena idea depositar en el fondo las cosas más pesadas; en éste están mi pedernal y las herramientas.
Ayla asintió. También ella había estado pensando en la necesidad de llegar a la orilla opuesta con las pertenencias intactas, y había tratado de prever algunos de los posibles problemas, pues recordaba sus escasas excursiones en los botes redondos del Campamento del León.
—Deberíamos sentarnos el uno frente al otro, para equilibrar el bote. Dejaré sitio a Lobo, para que esté conmigo.
Jondalar se preguntó cómo se comportaría el lobo en el frágil redondel flotante, pero se abstuvo de decir nada. Ayla vio que tenía el entrecejo fruncido, pero tampoco hizo ningún comentario.
—También deberíamos llevar cada uno un remo —dijo Jondalar, y entregó uno a Ayla.
—Con todo esto, ojalá haya espacio —se preocupó Ayla, mientras depositaba la tienda en el bote, con el propósito de usarla como asiento.
Aunque no estaban muy cómodos, se las arreglaron para cargarlo todo en el bote recubierto de piel, a excepción de las pértigas.
—Tendremos que dejarlas, no caben —dijo Jondalar con aire disgustado, ya que acababan de hacerlas para reemplazar a las que habían perdido.
Ayla sonrió y mostró una cuerda que había separado.
—No; no las dejaremos. Flotarán —afirmó—. Las ataré al bote con esto, de manera que no se pierdan —dijo.
Jondalar no sabía si era una buena idea, y se le ocurrieron varias objeciones que hacer mientras pensaba en ello. Pero la pregunta siguiente de Ayla le distrajo.
—¿Qué vamos a hacer con los caballos?
—¿Qué sucede con los caballos? Pueden atravesar el río a nado, ¿no es cierto? —con-testó el hombre.
—Sí, pero sabes que se inquietan demasiado, especialmente si se trata de algo que no han hecho antes. ¿Qué sucederá si se asustan a causa de algo que encuentren en el agua y deciden regresar? No intentarán cruzar de nuevo solos el río. Ni siquiera sabrán que estamos en la otra orilla. Tendríamos que regresar y obligarlos a cruzar. Por lo tanto, ¿no sería mejor obligarlos a nadar? —explicó Ayla.
Tenía razón. Los caballos probablemente se inquietarían, y tanto podían regresar como cruzar.
—Pero, ¿cómo los guiaremos si estamos en el bote? —preguntó. El asunto estaba complicándose. Tratar de maniobrar un bote ya podía ser bastante difícil sin que, además, tuvieran que ocuparse del control de un par de caballos asustados. Jondalar se sentía cada vez más inquieto ante la perspectiva de intentar el cruce.
—Les pondremos los cabestros sujetos con cuerdas y ataremos las cuerdas al bote —dijo Ayla.
—No sé… Tal vez no sea ése el mejor modo. Quizás deberíamos pensarlo mejor —dijo Jondalar.
—¿Qué quieres pensar? —preguntó Ayla, mientras ataba una cuerda alrededor de las tres pértigas. Después, extendió la cuerda y la aseguró al bote—. Tú fuiste quien quiso partir —añadió, mientras colocaba el cabestro a Whinney, le agregaba una cuerda y ataba ésta al bote, al lado opuesto de las pértigas. Sosteniendo la cuerda floja, Ayla se detuvo junto al bote, y acto seguido se volvió hacia Jondalar.
—Estoy preparada para partir. Él vaciló, y después asintió, decidido.
—Muy bien. —Extrajo del canasto el cabestro de Corredor y llamó al caballo. El joven corcel irguió la cabeza y relinchó cuando el hombre intentó pasarle el cabestro sobre la cabeza, pero una vez que Jondalar le habló y le acarició la cara y el cuello, Corredor se calmó y permitió que le pusieran el cabestro. Jondalar ató la cuerda al bote, y después miró a Ayla—. Vamos —dijo.
Ayla ordenó a Lobo que entrase en el bote. A continuación los dos, sin dejar de sujetar las cuerdas de los caballos para mantener el control, empujaron el bote hacia el agua y se metieron en él.
Desde el principio hubo dificultades. La rápida corriente se apoderó de la pequeña embarcación y la impulsó, pero los caballos no estaban muy dispuestos a entrar en el ancho río. Retrocedieron al mismo tiempo que el bote trataba de alejarse, y lo sacudieron con tanta violencia que casi lo volcaron; Lobo trastabilló para recuperar el equilibrio y contempló nervioso la situación. Pero la carga era tan pesada que el bote se enderezó enseguida, aunque se hundió bastante en el agua. Las pértigas se habían adelantado, tratando de seguir la intensa corriente.
La fuerza del río que tiraba de los caballos al mismo tiempo que intentaba impulsar el bote río abajo, y las nerviosas palabras de aliento de Ayla y Jondalar, convencieron finalmente a los inquietos animales y lograron que entrasen en el agua. Primero, Whinney adelantó un casco vacilante y tocó fondo, seguida de Corredor, y gracias al constante tironeo los dos finalmente se zambulleron. La orilla se alejó deprisa y poco después los dos animales estaban nadando. Ayla y Jondalar no tuvieron otra alternativa que permitir que la corriente los llevase río abajo, hasta que toda aquella inverosímil combinación formada por tres largas pértigas, seguidas por un bote redondo pesadamente cargado que transportaba a una mujer, un hombre y un lobo muy nervioso, con dos caballos detrás, consiguió estabilizarse. Después, Ayla y Jondalar soltaron las cuerdas de los caballos y cada uno tomó un remo y trató de cambiar la dirección, para desplazarse a través de la corriente.
Ayla, instalada en el lado que miraba hacia la orilla opuesta, no estaba en absoluto familiarizada con el uso del remo. Necesitó hacer varios intentos; Jondalar la aconsejaba mientras intentaba apartar el bote de la orilla, antes de que ella consiguiera realizar la maniobra y lograse utilizar el remo cooperando con él para dirigir el bote. Incluso entonces se movieron lentamente, con las largas pértigas al frente y los caballos detrás, con los ojos desorbitados de miedo porque la corriente los arrastraba contra su voluntad.
Consiguieron realizar progresos, aunque se deslizaban mucho más velozmente río abajo. Pero más adelante, el ancho y veloz curso de agua, que descendía siguiendo el declive gradual del terreno en su camino hacia el mar, formaba una brusca curva hacia el este. Una contracorriente, que bordeaba un saliente de arena formado en la orilla más próxima, golpeó las pértigas que avanzaban al frente del bote.
Los largos vástagos de haya, que flotaban libremente salvo por las cuerdas que los retenían, invirtieron el sentido de su movimiento y golpearon el bote recubierto de cuero sacudiéndolo con fuerza en un punto cercano a Jondalar; éste temió que la madera hubiese perforado la embarcación. El golpe sacudió a cuantos estaban a bordo, e imprimió un movimiento giratorio a la pequeña embarcación redonda, la que a su vez provocó un tirón de las cuerdas que sujetaban los caballos. Los animales relincharon dominados por el pánico, tragaron agua e intentaron con desesperación alejarse nadando, pero la corriente implacable que impulsaba el bote al que ellos estaban atados los arrastraba inexorablemente.
Mas los esfuerzos que realizaron no carecieron de efecto. Determinaron que la pequeña embarcación fuese sacudida y girase, y esto provocó un tirón en las pértigas, que de nuevo golpearon el bote. La corriente turbulenta, y los brincos y las sacudidas de la embarcación sobrecargada, lograron que saltase y se balancease mientras entraba agua en su interior, lo que incrementó el peso. Ahora corría el peligro de hundirse.
El lobo, asustado, estaba encogido, con la cola entre las patas, junto a Ayla, encima de la tienda plegada, y ella intentaba frenéticamente estabilizar el bote con un remo que no sabía usar, mientras Jondalar le gritaba instrucciones que ella no sabía interpretar. El relincho de los caballos asustados atrajo la atención de Ayla, y al darse cuenta del terror que los animales sentían, comprobó de golpe que debía dejarlos libres. Tiró el remo en el fondo del bote y desenfundó el cuchillo que llevaba a la cintura. Sabiendo que Corredor era más nervioso, se ocupó primero de su cuerda, y con poco esfuerzo el afilado pedernal cortó la cuerda.
La liberación de Corredor provocó más golpes y giros, y eso ya fue demasiado para Lobo. Saltó del bote al agua. Ayla le vio nadar frenéticamente; entonces cortó deprisa la cuerda de Whinney y se zambulló detrás de Lobo.
—¡Ayla! —gritó Jondalar, pero se vio sacudido de nuevo cuando el bote, súbitamente liberado y ahora más liviano, empezó a rotar y a golpear contra las pértigas. Cuando Jondalar miró, Ayla trataba de avanzar por el agua, alentando al lobo que nadaba hacia ella. Whinney, y un poco más lejos Corredor, enfilaban hacia la orilla más lejana; la corriente llevaba a Jondalar aún más velozmente río abajo, lejos de Ayla.
Ella miró hacia atrás y alcanzó a echar una última ojeada a Jondalar y al bote, que enfilaba la curva del río, y experimentó un sobrecogedor instante de miedo, porque pensó que jamás volvería a verle. Por su mente cruzó el pensamiento de que no hubiera debido abandonar el bote, pero en ese momento no disponía de mucho tiempo para preocuparse. El lobo se acercaba a ella, luchando contra la corriente. Ayla dio unas pocas brazadas para acercarse, pero, cuando se reunieron, él trató de ponerle las patas sobre los hombros y lamerle la cara; en su ansiedad, la hundió bajo el agua. Ayla emergió escupiendo, aferró al lobo con un brazo y buscó a los caballos.
La yegua estaba nadando hacia la orilla, alejándose de Ayla. Ésta respiró hondo y emitió un silbido estridente y prolongado. El caballo irguió las orejas y volvió la cabeza en dirección al sonido. Ayla silbó de nuevo, y el caballo cambió de dirección y trató de nadar hacia ella, mientras Ayla intentaba a su vez reducir con largas brazadas la distancia que la separaba de Whinney. Ayla era buena nadadora. Moviéndose en general a favor de la corriente, aunque un poco en diagonal, tuvo que realizar un no pequeño esfuerzo para llegar hasta el animal completamente mojado. Cuando al fin lo logró, casi gritó aliviada. El lobo les alcanzó poco después, pero continuó nadando.
Ayla descansó un momento, aferrada al cuello de Whinney, y sólo entonces advirtió que el agua estaba muy fría. Vio la cuerda que flotaba en el agua, unida al cabestro que Whinney todavía tenía puesto, y pensó que podía ser muy peligroso para el caballo si la cuerda se enredaba en cualquier resto flotante. La mujer dedicó unos instantes a desatar el nudo, pero estaba muy hinchado y ella tenía los dedos ateridos de frío. Respiró hondo y comenzó de nuevo a nadar, pues no quería cargar al caballo y esperaba que el ejercicio la calentase.
Cuando al fin llegaron a la orilla opuesta, Ayla salió trastabillando del agua, exhausta y temblorosa, cayó al suelo. El lobo y el caballo estaban un poco mejor. Ambos se sacudieron, salpicándolo todo de agua, y después Lobo se echó, respirando agitadamente. El desordenado pelaje de Whinney era denso incluso en verano, aunque sería mucho más espeso en invierno, cuando creciera el pelaje interior muy apretado. Permaneció de pie, las patas abiertas y el cuerpo tembloroso, la cabeza inclinada y las orejas caídas.
Pero el sol estival estaba alto, y la temperatura había aumentado; Ayla, tan pronto como descansó, cesó de temblar. Se puso de pie, buscando a Corredor, segura de que si ellos habían conseguido cruzar, el corcel también lo lograría. Silbó, imitando primero la llamada a Whinney, pues Corredor generalmente se aproximaba siempre que Ayla llamaba a su madre. Después emitió el silbido que empleaba Jondalar, y de pronto sintió el aguijón de la inquietud por el hombre. ¿Habría conseguido cruzar el río en aquel bote pequeño y endeble? Y si así fuera, ¿dónde estaba? Silbó de nuevo, con la esperanza de que el hombre la oyese y respondiera, pero, de todas formas, se sintió aliviada cuando el corcel pardo oscuro apareció galopando, con el cabestro puesto, y un corto pedazo de cuerda colgando de aquél.
—¡Corredor! —gritó Ayla—. Lo conseguiste. Sabía que lo lograrías.
Whinney le dio la bienvenida, y Lobo le saludó con entusiastas ladridos de cachorro, que finalmente se convirtieron en un aullido a todo pulmón. Corredor contestó con sonoros relinchos, y Ayla tuvo la certeza de que encerraban una respuesta de alivio por haber encontrado a sus amigos de siempre. Cuando llegó a su lado, Corredor tocó con su hocico el de Lobo y permaneció cerca de su madre, la cabeza sobre el cuello de la hembra, reconfortado después del terrible cruce del río.
Ayla se acercó a ellos y abrazó a Corredor, dándole palmadas y acariciándole antes de quitarle el cabestro. Corredor estaba tan acostumbrado al artefacto que parecía no molestarle, y tampoco le impedía pastar, pero Ayla consideró que la cuerda que colgaba del cabestro podía causar problemas, y sabía que a ella no le habría agradado usar constantemente algo por el estilo. Después, retiró el cabestro de Whinney y sujetó los dos arneses con el cordel que usaba para atar su propia túnica. Pensó en quitarse las prendas húmedas, pero creyó necesario darse prisa, y, por otra parte, estaban secándose sobre su cuerpo.
—Bien; hemos encontrado a Corredor. Ahora ha llegado el momento de buscar a Jondalar —dijo en voz alta. El lobo la miraba expectante y ella dirigió al animal sus comentarios—. ¡Lobo, busquemos a Jondalar! —Montó a Whinney e inició la marcha río abajo.
Después de muchos giros, revueltas y saltos, el pequeño bote redondo, recubierto de cuero, con la ayuda de Jondalar, seguía serenamente la corriente, esta vez con las tres pértigas detrás. Después, con el único remo y un considerable esfuerzo, Jondalar comenzó a impulsar la pequeña embarcación para atravesar el ancho río. Descubrió que las tres pértigas que flotaban detrás tendían a estabilizar el bote, impidiéndole que rotase y facilitando el control.
Mientras trataba de acercarse a la orilla que se deslizaba al costado del bote, lamentaba no haber saltado al río detrás de Ayla. Pero todo había sucedido con tanta rapidez… Antes de que él hubiera podido darse cuenta, ella estaba fuera del bote y la corriente veloz alejaba a Jondalar. Era inútil saltar al río cuando ya ella había desaparecido de su vista. Jondalar no podía volver a su lado nadando contra corriente, porque en ese caso perderían el bote y cuanto éste contenía.
Trató de consolarse pensando que ella era una nadadora experta y resistente, mas su inquietud le indujo a redoblar los esfuerzos para cruzar el río. Cuando, al fin, llegó a la orilla opuesta, a bastante distancia del punto de partida, y sintió que el fondo del bote rozaba la playa pedregosa que avanzaba desde el interior de un recodo, lanzó un suspiro entrecortado. Después saltó al agua y arrastró a la orilla la pequeña embarcación con su pesada carga, y allí se desplomó, vencido por el agotamiento. Sin embargo, instantes después se incorporó y comenzó a remontar el curso del río en busca de Ayla.
Permaneció cerca del agua, y cuando llegó aun pequeño afluente que engrosaba el caudal del río, lo vadeó con toda facilidad. Pero al cabo de un rato, cuando llegó a otro río de proporciones más que respetables, vaciló. No era posible vadearlo, y si intentaba cruzarlo a nado tan cerca del curso principal de agua, la corriente le arrastraría. Tenía por tanto, que remontar el curso del río menos caudaloso, hasta encontrar un lugar más apropiado para cruzarlo.
Ayla montó a Whinney y llegó al mismo río no mucho después; y también avanzó un trecho corriente arriba. Pero una decisión acerca de cruzarlo a caballo exigía otros planteamientos. No avanzó tanto, ni mucho menos, como Jondalar, antes de ordenar a su caballo que entrase en el agua.
Corredor y Lobo las siguieron, y después de nadar una corta distancia en medio del afluente, se encontraron en el lado opuesto. Ayla comenzó a descender hacia el río principal, pero, cuando volvió la cabeza, vio que Lobo avanzaba en dirección contraria.
—Vamos, Lobo; por aquí —llamó.
Emitió un silbido impaciente, y después ordenó a Whinney que continuase. El lobo vaciló, trotó hacia ella y volvió a retroceder hasta que al fin la siguió. Cuando Ayla llegó al río principal, comenzó a descender su curso y obligó a la yegua a galopar.
El corazón de Ayla latió aceleradamente cuando le pareció ver un objeto redondo en una playa rocosa.
—¡Jondalar! ¡Jondalar! —gritó, y se acercó a toda velocidad.
Descendió de un salto antes de que el caballo se hubiese detenido, y corrió hacia el bote. Examinó el interior y después recorrió la playa con la mirada. Parecía que todo estaba allí, incluso las tres pértigas, es decir, todo excepto Jondalar.
—Aquí está el bote, pero no veo a Jondalar —dijo en voz alta. Como si hubiera sido una respuesta, oyó el gruñido de Lobo—. ¿Por qué no puedo encontrar a Jondalar? ¿Dónde está? ¿El bote ha flotado solo hasta aquí? ¿Conseguiría cruzar?
De pronto, comprendió. Pensó que quizás estaría buscándola, aunque, si ella se había dirigido río abajo y él había marchado río arriba, ¿cómo era posible que no se hubieran visto?
—¡EI río! —casi gritó. Otro gruñido de Lobo. De pronto, Ayla recordó la vacilación del lobo después de cruzar el afluente más importante—.¡Lobo! —gritó.
El corpulento cuadrúpedo corrió hacia ella y brincó, apoyándole las patas delanteras en los hombros. Ella le aferró con las dos manos el espeso pelaje del cuello; miró el hocico largo y los ojos inteligentes, y en su memoria surgió la imagen del niño pequeño y débil que le recordaba tanto a su hijo. Cierta vez Rydag había ordenado a Lobo que la buscase, y él había atravesado grandes extensiones para encontrarla. Ayla sabía que Lobo podía hallar a Jondalar; solamente era necesario que comprendiese lo que ella deseaba.
—¡Lobo, busca a Jondalar! —dijo. El animal apoyó entonces las patas delanteras en el suelo y comenzó a olfatear alrededor del bote, hasta que finalmente tomó el camino por donde todos habían venido, es decir, remontando el curso del río.
Jondalar había entrado en el agua, que ahora le llegaba a la cintura y avanzaba con mucho cuidado a través del río más pequeño, cuando, de pronto, le pareció oír los lejanos trinos de un ave; era una especie de llamada, un sonido conocido que parecía denotar impaciencia. Se detuvo y cerró los ojos, tratando de situarlo, y después meneó la cabeza; ni siquiera estaba seguro de haberlo escuchado, así que continuó avanzando. Cuando llegó a la orilla opuesta y comenzó a caminar hacia el río principal, no podía dejar de pensar en el asunto. Finalmente, su preocupación por encontrar a Ayla dominó su mente si bien el recuerdo del sonido le asaltaba de vez en cuando.
Había caminado bastante con las ropas húmedas, y estaba segura de que Ayla también estaría mojada, pensó que quizás hubiera debido llevar la tienda, o por lo menos algo que les sirviese como refugio. Estaba haciéndose tarde y quién sabe lo que podría haberle sucedido a Ayla. Incluso podía estar herida. La idea le indujo a explorar más a fondo con la mirada el agua, la orilla y la vegetación próxima.
De pronto, oyó de nuevo la llamada del ave, esta vez más estridente y cercana, seguida de una especie de yip, yip, yip, y un momento después, el aullido profundo de un lobo y el sonido de los cascos del caballo. Se volvió y sus labios dibujaron una ancha sonrisa de bienvenida cuando vio al lobo que se acercaba seguido de cerca por Corredor; y lo que era mejor: allí estaba Ayla a lomos de Whinney.
Lobo se abalanzó sobre el hombre, apoyó las enormes patas delanteras sobre el pecho de Jondalar y trató de lamerle el mentón. El hombre alto le aferró el pelaje del cuello, como había visto hacer a Ayla, y después abrazó a la bestia cuadrúpeda. Finalmente, apartó a Lobo en el momento mismo en que Ayla llegaba a caballo, descendía de un salto y corría hacia él.
—¡Jondalar! ¡Jondalar! —dijo Ayla, mientras él la recibía en sus brazos.
—¡Ayla! ¡Oh, Ayla! —murmuró, apretándola contra su pecho. El lobo pegó un brinco y lamió a los dos en la cara, y ninguno pensó en apartarlo.
El ancho río que habían cruzado Ayla y Jondalar, con los caballos y el lobo, desembocaba en el espejo interior de aguas salobres que los Mamutoi llamaban Mar de Beran, exactamente al norte del enorme delta del Río de la Gran Madre. A medida que los viajeros se aproximaban a las numerosas desembocaduras en que terminaba el curso de agua, cuyo caudal había recorrido toda la amplitud del continente en una extensión de unos tres mil kilómetros, el declive del terreno se niveló.
Los grandiosos pastizales de esta región llana del sur sorprendieron a Ayla y Jondalar. Una abundante y nueva vegetación anormal en un período tan tardío de la estación, recubría todo el paisaje abierto. La violenta tormenta, con su descarga de lluvias torrenciales, excepcional si se tenía en cuenta el momento en que se había producido, y la gran extensión que había cubierto, era la causa de tanto verdor desacostumbrado que provocaba un renacimiento primaveral en las estepas; abundaban no sólo las hierbas sino también las flores de infinidad de colores: lirios enanos de color púrpura y amarillo; peonías de muchos pétalos rojo oscuro, lirios de manchas rosadas y arvejillas cuyos tonos abarcaban desde el amarillo y el anaranjado al rojo y el púrpura.
Una algarabía de estridentes silbidos y graznidos hizo que Ayla fijara su atención en las vociferantes aves negras y rosadas que planeaban y se zambullían, se separaban y reunían en grandes bandadas, produciendo una confusión de incesante actividad. La densa concentración de estorninos ruidosos, gregarios, de pelaje rosado, que se habían reunido cerca, provocaban el nerviosismo de la joven. Aunque se criaban en colonias, se alimentaban en bandadas y dormían juntos por la noche, ella no había visto jamás tantos pájaros en un mismo lugar. Vio que los cernícalos y otras aves se congregaban. El ruido era cada vez más intenso, y se oía como fondo un zumbido estridente de ignotas posibilidades. Entonces, Ayla divisó una ancha nube oscura, lo que resultaba extraño, pues, excepto aquella nube, el cielo estaba claro. Parecía que se acercaba, flotando en el viento. De pronto, la gran bandada de estorninos se agitó todavía más.
—Jondalar —dijo Ayla al hombre, que ya se había levantado—. Mira esa nube tan extraña.
El hombre miró y se quedó inmóvil, con Ayla pegada a él. Mientras ambos miraban, la nube se agrandó visiblemente, o quizás se acercó más.
—No creo que sea una nube de lluvia —comentó Jondalar.
—Yo tampoco lo creo, pero entonces, ¿qué es? —dijo Ayla. Experimentaba el extraño deseo de buscar algún refugio—. ¿Crees que deberíamos montar la tienda y esperar a que pase eso?
—Prefiero continuar la marcha. Tal vez podamos alejarnos si nos damos prisa —dijo Jondalar.
Apremiaron a los caballos para que avanzasen con más rapidez a través del campo verde, pero tanto las aves como la extraña nube fueron más veloces. El ruido estridente cobró mayor intensidad y se impuso incluso a los estrepitosos estorninos. De pronto, Ayla sintió que algo le tocaba el brazo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, pero incluso antes de que terminase de pronunciar estas palabras, recibió otro golpe, y después otro. Algo cayó sobre Whinney y después saltó lejos, pero llegaron más. Cuando ella miró a Jondalar, que cabalgaba delante, vio más cosas que volaban y saltaban. Una aterrizó exactamente frente a ellos, y un instante antes de que se alejase, Ayla la atrapó con la mano.
La alzó para examinarla más de cerca. Era un insecto, de una longitud aproximada a la del dedo medio, con el cuerpo grueso y las patas traseras largas. Parecía un saltamontes grande, pero no tenía el color verde oscuro que se fundía fácilmente con el paisaje, como los que ella había visto saltando en la hierba seca. El insecto llamaba la atención por sus rayas de intenso color negro, amarillo y anaranjado.
La lluvia era la causa de la diferencia. Durante la temporada normalmente seca, eran saltamontes, criaturas tímidas y solitarias, que soportaban a otros miembros de su especie sólo el tiempo necesario para aparearse; pero después de la intensa lluvia sobrevenía un cambio notable. Crecían hierbas nuevas y tiernas, y las hembras aprovechaban la abundancia de alimento para poner muchos más huevos, y era también mucho mayor el número de larvas que sobrevivían. A medida que aumentaba la población de saltamontes, sobrevenían cambios sorprendentes. Los saltamontes jóvenes lucían nuevos y llamativos colores, y comenzaban a buscar cada cual la compañía de los restantes. Ya no eran saltamontes; se habían convertido en langostas.
Poco después, nutridos grupos de langostas de vivos colores se unían a otros grupos, y cuando agotaban la provisión local de alimentos, los saltamontes remontaban el vuelo en grandes masas. Un enjambre de cinco mil millones no era cosa extraordinaria, cubría fácilmente unos cien kilómetros cuadrados y devoraba ochenta mil toneladas de vegetación en una sola noche.
Cuando la vanguardia de la nube de langostas comenzó a descender para alimentarse con el nuevo pasto verde, Ayla y Jondalar se vieron cubiertos por los insectos que les envolvían, les golpeaban y rebotaban contra ellos y los caballos. No fue difícil inducir a Whinney y Corredor para que se lanzaran al galope; en realidad, habría sido casi imposible detenerlos. Mientras corrían a toda velocidad, apremiados por el diluvio de langostas, Ayla trató de encontrar a Lobo, pero el aire estaba ocupado por los insectos que volaban, saltaban y brincaban. Emitió el silbido más estridente que estaba a su alcance, con la esperanza de que él la oyera a pesar del ensordecedor zumbido.
Casi chocó contra un estornino de plumaje rosado cuando el ave se zambulló en el aire y atrapó una langosta exactamente frente a la cara de la joven. Entonces comprendió por qué las aves se habían reunido en cantidad tan elevada. Las atraía el inmenso suministro de alimentos, con sus colores vivos muy visibles. Pero los grandes contrastes que atraían a los pájaros también permitían a las langostas verse unas a otras cuando necesitaban volar en busca de nuevos territorios en los cuales alimentarse; incluso las grandes bandadas de pájaros contribuían poco a reducir los enjambres de langostas mientras la vegetación fuera tan abundante que pudiese alimentar a las nuevas generaciones. Sólo cuando cesaban las lluvias y los pastizales retornaban a su condición normal de agostamiento, que podía alimentar sólo aun reducido número, las langostas volverían a ser saltamontes inocuos y perfectamente camuflados.
El lobo los encontró poco después de que hubieran dejado atrás el enjambre. Una vez que los voraces insectos se instalaron en el terreno para pasar la noche, Ayla y Jondalar ya habían acampado lejos. Cuando partieron la mañana siguiente, enfilaron de nuevo hacia el norte, si bien se desviaron un poco hacia el oeste, en dirección a una alta colina, con el fin de obtener una visión del paisaje llano, porque deseaban tener cierta idea de la distancia que les separaba del Río de la Gran Madre. Más allá de la cima de la colina vieron el borde de la región que había sido visitada por la nube de langostas, la hirviente masa empujada hacia el mar por los fuertes vientos. Se sintieron abrumados al contemplar la devastación.
La bella y primaveral campiña colmada de flores coloridas y hierbas nuevas había desaparecido; estaba totalmente desnuda. Hasta donde les alcanzaba la vista, no existía vegetación sobre la tierra. Ni una hoja, ni una mata de hierba, ni un solo indicio de verde cubría el suelo desnudo. Todo lo que era vegetación había sido devorado por la hambrienta horda. Los únicos signos de vida eran algunos estorninos que buscaban las últimas y escasas langostas que habían quedado atrás. La tierra había sido asolada, convertida en un erial, y aparecía en un estado de indecente desnudez. Sin embargo, se recuperaría de esa indignidad provocada por criaturas que ella misma había creado en ciclos vitales naturales, y de las raíces ocultas y las semillas empujadas por el viento volvería a formar de nuevo su propia vestidura verde.
Cuando el hombre y la mujer desviaron la vista, contemplaron un espectáculo completamente distinto, que aceleró el latido de sus corazones. Hacia el este, un vasto espejo de agua relucía al sol; era el Mar de Beran.
Mientras miraba, Ayla comprendió que era el mismo mar que había conocido en su niñez. En el extremo meridional de una península que, desde el norte penetraba en aquel gran espejo de agua, se encontraba la caverna donde ella había vivido con el clan de Brun cuando era pequeña. La vida en el pueblo del clan a menudo había sido difícil. De todos modos, Ayla conservaba muchos recuerdos felices de su niñez, aunque, cuando pensaba en el hijo que se había visto obligada a abandonar, inevitablemente sentía tristeza. Pero sabía que eso era todo lo que le quedaba de aquel hijo a quien nunca volvería a ver.
Era mejor que él viviese con el Clan. Uba era su madre, y el viejo Brun le enseñaría a cazar con una lanza, una bola y una honda y le inculcaría las costumbres del Clan; de ese modo, Durc sería honrado y aceptado, y no zaherido y escarnecido como le había sucedido a Rydag. Pero Ayla no podía dejar de formularse preguntas acerca de su hijo. ¿Continuaría el Clan viviendo en la península, o se habría acercado más a otros clanes que vivían en tierra firme o en las altas montañas orientales?
—¡Ayla! Mira allí. Ése es el delta, y puedes ver el Donau, o por lo menos una parte. Al lado opuesto de la gran isla, ¿ves ese curso de agua fangosa y parda? Creo que es el brazo principal, el que está al norte. ¡Allí está el final del Río de la Gran Madre! —dijo Jondalar, con voz excitada.
También él se sentía abrumado por recuerdos teñidos de tristeza. La última vez que había visto ese río estaba con su hermano, y ahora Thonolan se había ido al mundo de los espíritus. De pronto, recordó la piedra con la superficie opalescente que él había retirado del lugar donde Ayla había sepultado a Thonolan. Ella le había dicho que esa piedra guardaba la esencia del espíritu de Thonolan, y Jondalar se proponía entregarla a su propia madre y a Zelandoni cuando regresara. Estaba en su canasto. Quizás, pensó, debería sacarla y llevarla consigo.
—¡Oh, Jondalar! Allí, junto al río, ¿es humo? ¿Hay gente que vive cerca de ese río? —preguntó Ayla, entusiasmada ante la perspectiva.
—Es posible —dijo Jondalar.
—Entonces, démonos prisa. —Ayla comenzó a descender la ladera de la colina y Jondalar cabalgó a su lado—. ¿Quiénes crees que pueden ser? —preguntó ella—. ¿Los conoces?
—Tal vez. Los Sharamudoi a veces llegan hasta aquí en sus botes para traficar. Fue así como Markeno conoció a Tholie. Ella estaba con un campamento mamutoi y había ido en busca de sal y conchas. —Jondalar se interrumpió y echó una ojeada en torno, mirando más atentamente el delta y la isla que estaba a continuación de un estrecho canal; finalmente, estudió la tierra que se extendía sobre el curso inferior—. A decir verdad, creo que no estamos muy lejos del lugar en que Brecie estableció el Campamento del Sauce… ¿el último verano? ¿Fue entonces? Nos llevó allí después de que su campamento nos salvara a Thonolan y a mí de las arenas movedizas…
Jondalar cerró los ojos, pero Ayla percibió su sufrimiento.
—Fueron las últimas personas a quienes mi hermano vio… aparte de mí. Viajamos juntos un poco más. Yo tenía la esperanza de que él la olvidaría, pero Thonolan no quiso vivir sin Jetamio. Ansiaba que la Madre se lo llevase —dijo Jondalar. Después, bajando los ojos, agregó —: y entonces encontramos a Bebé.
Jondalar miró a Ayla y ella vio que la expresión del hombre cambiaba. El dolor continuaba allí y Ayla identificó la expresión especial que se reflejaba en el rostro varonil cuando el amor que sentía por ella era más de lo que podía aceptar, más de lo que ella misma podía soportar. Pero había también otra cosa, algo que la atemorizaba.
—Nunca pude comprender por qué quiso morir… después. —Se volvió, y animando a Corredor para que avanzara más deprisa, gritó—: ¡Vamos! Dijiste que querías que nos diésemos prisa.
Ayla indicó a Whinney que debía correr, aunque con más cuidado, y siguió al hombre que se adelantaba montado en el corcel lanzado al galope, en dirección al río. La carrera los reanimó, logró disipar el estado de ánimo extraño y triste que el lugar había provocado en ambos. El lobo, excitado por el ritmo de los caballos y los jinetes, corrió en pos de ellos, y cuando llegaron por fin al borde del agua y se detuvieron, Lobo alzó la cabeza y emitió una melodiosa canción lobuna de aullidos prolongados. Ayla y Jondalar se miraron y sonrieron, y ambos pensaron que era un modo adecuado de anunciar que habían llegado al río que sería su compañero durante la mayor parte del resto del Viaje.
—¿Es esto? ¿Hemos llegado al Río de la Gran Madre? —preguntó Ayla, los ojos chispeantes.
—Sí, es esto —dijo Jondalar, y después miró hacia el oeste, río arriba. No deseaba apagar el entusiasmo que Ayla sentía por haber llegado al río pero sabía que aún les faltaba mucho trecho.
Tenían que desandar todo el camino a través del continente, para llegar a la meseta helada que cubría las tierras altas en el nacimiento de la gran corriente de agua, y después ir aún más lejos, casi hasta las Grandes Aguas del borde de la tierra, muy al oeste. A lo largo de su curso sinuoso de dos mil novecientos kilómetros, el Donau —el río de Doni, la Gran Madre Tierra de los Zelandonii— recibía las aguas de más de trescientos afluentes, el drenaje de dos cadenas de montañas cubiertas por glaciares, e incorporaba también una carga de sedimento.
Dividiéndose a menudo en numerosos canales mientras serpenteaba a través de las extensiones más llanas de su curso, el gran río transportaba una prodigiosa acumulación de sedimento suspendido en su voluminoso caudal. Pero antes de llegar al final de su curso, la tierra fina se depositaba en una inmensa extensión en forma de abanico, una maraña fangosa de islas bajas y orillas rodeadas por lagos poco profundos y arroyos serpenteantes, como si la gran madre de los ríos se hubiese fatigado tanto después de su largo viaje que abandonaba su pesada carga de limo poco antes de llegar a su destino, y como si en adelante avanzara lentamente, trastabillando, para caer al mar.
El ancho delta al que habían llegado, de una longitud doble que su anchura, comenzaba a muchos kilómetros del mar. El río, tan crecido que no podía contenerlo un solo canal en la llanura lisa entre el antiguo macizo de rocas afloradas al este y las suaves y onduladas colinas que descendían gradualmente desde las montañas al oeste, se dividía en cuatro brazos principales, cada uno de los cuales seguía una dirección distinta. Los canales interconectaban los diferentes brazos, creando un laberinto de arroyos sinuosos que, a su vez, se ampliaban para formar muchos lagos y lagunas. Grandes extensiones de juncos rodeaban la tierra firme, que formaba una amplia gama, desde los salientes arenosos y desnudos hasta las grandes islas donde había bosques y estepas, y que estaban pobladas por uros y ciervos, así como sus correspondientes depredadores.
—¿De dónde provenía ese humo? —preguntó Ayla—. Seguramente hay cerca un campamento.
—Creo que de esa isla grande que hemos visto río abajo, pasado el canal —dijo Jondalar, y señaló en aquella dirección.
Cuando Ayla miró, todo lo que vio al principio fue una pared de altos juncos, con los extremos superiores plumosos, de color púrpura, doblegándose a impulsos de la brisa, unos cuatro metros sobre el suelo empapado de agua en que crecían. Después, vio las hermosas hojas de color verde plateado de las mimbreras que se extendían más a lo lejos. Pasó un momento antes de que pudiera hacer otra observación que la desconcertó. La mimbrera era un arbusto que crecía tan cerca del agua que, con frecuencia, sus raíces quedaban sumergidas durante las estaciones húmedas. Se parecía a ciertos sauces, pero la mimbrera nunca alcanzaba la altura de un árbol. ¿Tal vez estaba equivocada? ¿Se trataría de sauces? Ayla rara vez cometía un error semejante.
Continuaron avanzando río abajo, y cuando estuvieron frente a la isla, entraron en el canal. Ayla miró hacia atrás para asegurarse de que las pértigas de las angarillas, apoyadas en el suelo, con el bote redondo atado entre ellas, no quedaran atascadas; luego comprobó que los extremos cruzados al frente se movían libremente mientras las pértigas flotaban en el agua, detrás de la yegua. Cuando había preparado los bultos, disponiéndose a dejar detrás el ancho río, al principio habían pensado en abandonar el bote. Había cumplido su finalidad, que era permitirles cruzar el río; pero después de todo el trabajo que su construcción les había exigido, y aunque la travesía no se había desarrollado exactamente como ellos lo habían planeado, ahora rechazaban la posibilidad de abandonar la pequeña embarcación redonda.
Ayla tuvo la idea de sujetarlo a las pértigas, aunque eso significaba que Whinney tendría que llevar puesto el arnés y arrastrar constantemente la carga, pero Jondalar comprendió que la pequeña embarcación les facilitaría el cruce de los ríos. Podían cargar el bote con todas sus cosas, y de ese modo nada se mojaría; y en lugar de obligar a los caballos a tratar de cruzar guiándolos con una cuerda atada a su vez al bote, Whinney podría atravesar a nado a su propio paso, arrastrando una carga liviana y flotante. Cuando ensayaron el método en el siguiente río que tuvieron que cruzar, incluso descubrieron que era necesario despojar del arnés a Whinney.
La corriente tendía a arrastrar el bote y las pértigas, y eso preocupó a Ayla, sobre todo al ver que Whinney y Corredor se asustaban al verse sometidos a tirones en una situación en la que ellos no podían controlar su propio paso. Decidió diseñar de otro modo las correas de cuero y el arnés, para que fuera posible cortarlos en el instante en que pareciera ponían en peligro a la yegua; pero el caballo compensó el impulso de la corriente y aceptó sin mucha dificultad la carga. Ayla se había tomado el tiempo necesario para que el caballo se familiarizase con la nueva idea, y Whinney se había acostumbrado a las angarillas y confiaba en la mujer.
En cualquier caso, el ancho bote abierto era una invitación a aumentar los bultos. Comenzaron usándolo para llevar madera, estiércol seco y otros materiales combustibles que recogían en el camino y destinaban al fuego de la noche, y a veces dejaban allí sus canastos después de cruzar el agua. Habían llegado a varios cursos de agua de diferente importancia que corrían en dirección al mar interior, y Jondalar sabía que muchos afluentes aparecerían en su camino mientras realizaban su Viaje, desplazándose a lo largo del Río de la Gran Madre.
Mientras vadeaban las aguas claras del canal más externo del delta, el corcel se inquietó y relinchó nerviosamente. Corredor se mostraba receloso con los ríos después de su temida aventura, pero Jondalar se había mostrado muy paciente todas las veces que tuvo que guiar al animal joven y sensible para cruzar los pequeños cursos de agua que se interponían en el camino, lo que ayudaba al caballo a superar su temor. Esa actitud complacía al hombre, pues antes de llegar a su hogar tendría que cruzar un número más elevado de ríos.
El agua se desplazaba lentamente y era tan transparente que podían verse los peces nadando entre las plantas acuáticas. Después de abrirse paso a través de los altos juncos, llegaron a la isla larga y angosta. Lobo fue el primero en llegar a la lengua de tierra. Se sacudió enérgicamente y a continuación remontó la orilla en pendiente, formada por arena húmeda y bien comprimida, mezclada con arcilla, que terminaba en un bosque próximo de hermosas mimbreras de color verdeplateado que alcanzaban el tamaño de árboles.
—Lo sabía —dijo Ayla.
—¿Qué sabías? —preguntó Jondalar, sonriendo ante la expresión satisfecha de la joven.
—Estos árboles son iguales a los arbustos que crecían en el lugar donde dormimos aquella noche, cuando llovió tanto. Pensé que eran mimbreras, pero nunca había visto que alcanzaran el tamaño de árboles. Las mimbreras generalmente son arbustos, pero éstos podrían ser sauces.
Montaron y condujeron a los caballos al espacio fresco y aireado del bosque. Avanzaron en silencio, vieron las sombras de las hojas que se mecían a impulsos de la ligera brisa, moteando la alfombra de hierba abundante iluminada por el sol, y entre los árboles del bosque divisaron algunos uros que pastaban a lo lejos. El viento soplaba en esa dirección, y cuando el ganado salvaje olió la presencia de los forasteros, los animales se alejaron deprisa. Jondalar pensó que sin duda ya habían sido perseguidos por seres humanos.
Los caballos arrancaron bocados de forraje verde con los dientes delanteros, mientras avanzaban por la bella región boscosa. Ayla se paró y empezó a retirar el arnés de Whinney.
—¿Por qué te detienes aquí? —preguntó Jondalar.
—Los caballos desean pastar. Podríamos detenernos un rato.
—Creo que podríamos avanzar un poco más. —Jondalar parecía preocupado—. Estoy seguro de que hay personas en esta isla y quisiera saber quiénes son antes de detenernos.
—¡Tienes razón! —Ayla sonrió—. Dijiste que el humo salía de aquí. Es un lugar tan hermoso… casi lo había olvidado.
El terreno se había elevado gradualmente, y tierra adentro comenzaron a aparecer alisos, álamos y sauces blancos en el bosque demasiado frondoso. Estos árboles hacían más variado el follaje de color verde grisáceo claro.
Después, unos pocos abetos y una antigua variedad de pinos, tan viejos en la región como las propias montañas, añadían un toque verde más oscuro al mosaico, al que el alerce contribuía con un matiz más claro, todo ello iluminado por las matas entre doradas y verdosas de hierbas de las estepas que estaban madurando y se agitaban mecidas por el viento. La enredadera trepaba por los troncos de los árboles y las lianas colgaban del dosel boscoso más denso, mientras en las depresiones iluminadas por el sol las tonalidades de arbustos de jóvenes robles y los matorrales más altos de avellanos contrastaban con el resto del paisaje.
La isla se elevaba a lo sumo siete u ocho metros sobre el nivel del agua, después se allanaba para formar un campo largo que era una estepa en miniatura, con festucas y espolines que mostraban matices dorados bajo la luz del sol. Cruzaron la escasa anchura de la isla y contemplaron una pendiente mucho más empinada de dunas de arena, asentada por el pasto de la playa, y el muérdago marino. Las laderas arenosas descendían hacia una caleta que formaba una acentuada curva, casi una laguna, enmarcada por altos juncos de puntas púrpuras, mezclados con espadañas y eneas y muchas variedades de plantas acuáticas más pequeñas. En la caleta, los nenúfares formaban una alfombra tan espesa que el agua era apenas visible; encaramados en ella había innumerables garzas.
Más allá de la isla había hasta un canal ancho de aguas fangosas, el brazo más septentrional del gran río. Cerca del extremo de la isla vieron una corriente de aguas claras que entraba en el canal principal; Ayla se sorprendió al ver las dos corrientes, una transparente y la otra pardusca a causa del limo, que corrían una al lado de la otra, con una clara división de colores. Pero, finalmente, el agua parda prevalecía y el canal principal enturbiaba la corriente clara.
—Mira eso, Jondalar —dijo Ayla, señalando la visible definición de las aguas paralelas.
—Así sabes cuándo estás en el Río de la Gran Madre. Ese brazo te llevará directamente al mar —dijo—. Pero, mira allí…
Más allá de un bosquecillo, en un lateral de la caleta, un fino hilo de humo se elevaba hacia el cielo. Ayla sonrió expectante, pero Jondalar sentía cierto recelo mientras se acercaban al humo. Si era humo de un fuego, ¿por qué no habían visto a nadie? Los habitantes sin duda ya les habían visto a ellos. ¿Por qué no habían acudido a darles la bienvenida? Jondalar acortó la cuerda que usaba para conducir a Corredor y le dio unas palmadas en el cuello en un gesto tranquilizador.
Cuando vieron el perfil de una tienda cónica, Ayla comprendió que habían llegado a un Campamento, y se preguntó quiénes serían los que lo habitaban. Pensó incluso que podían ser Mamutoi y ordenó a Whinney que siguiera de cerca a Jondalar. Entonces advirtió que Lobo adoptaba una postura defensiva, y emitió la señal que le había enseñado. Lobo retrocedió para acercarse al costado del caballo que montaba Ayla, y entraron todos en el pequeño campamento.