19
1714
Requiem Aeternam
A las 8 de la mañana del día 14 de febrero de 1714, la reina María Luisa Gabriela exhaló su último suspiro. El silencio que se hizo en su alcoba duró un instante, como si los mismos ángeles lo hubieran provocado, mientras se llevaban su alma que se liberaba por fin de su cuerpo doliente.
El rey, que estaba con la cabeza apoyada en su almohada, mirándola, no se dio cuenta de que estaba muerta. No quería verlo, no podía aceptarlo. Felipe V no asumía lo que estaba aconteciendo. Llevaba tantos años viendo cómo su esposa se recuperaba, tras cada crisis de la enfermedad, por grave que fuera, que había pensado que también saldría de ésta. Por eso la miraba fijamente, sin creerse que ya no iba a volver a respirar y no decía nada. Sólo esperaba que ella le dijera que estaba bien y que todo había sido un mal sueño.
Pero no era así. María Luisa Gabriela había fallecido y la princesa de los Ursinos se encargó de cerrarle los ojos, piadosamente, a la que hasta entonces era su señora, y los tres prelados, el patriarca de las Indias, el arzobispo de Toledo y el Limosnero, rezaron en la cámara un responso por la reina muerta, que fue coreado por los miembros de la corte que entraron en la habitación, desde la antesala donde esperaban, al hacerse pública la noticia. Entre los presentes estaban: la marquesa de San Antonio, totalmente desolada y cubierto el rostro con un velo negro; el duque de Escalona, el conde duque de Benavente y el duque de Medina Sidonia, al lado de su majestad el rey; el conde de la Corzana, al frente de la casa de la reina, de quien era mayordomo mayor, y los más afectos a ella, como eran la anciana duquesa de Terranova, la princesa de Monteleón, los duques de Medina de Rioseco, Infantado, Arcos, Veragua y Havré, el marqués de Astorga, el de Quintana, el conde de Frigiliana, el marqués de Bonnac y Brancas, el embajador de Francia.
Acabado el responso, la princesa de los Ursinos tomó el mando de la situación, ya que el rey estaba demasiado afectado para dar las órdenes oportunas. Le dirigió una mirada intencionada al duque de Escalona que éste comprendió inmediatamente, para que se ocupara de llevar al rey a sus aposentos y se quedara con él, mientras ella preparaba el cuerpo para su exposición en el gran Salón de Audiencias de palacio.
Una vez que consiguieron, usando de las mejores artes, que su majestad se retirara, acompañado del duque de Escalona, el conde duque de Benavente y el duque de Medina Sidonia, la princesa pidió que todos los demás, salvo la marquesa de San Antonio, salieran de la habitación. Tenían que vestir a la reina y luego podrían pasar a verla antes de que el pueblo pudiera entrar en el Real Alcázar para despedirse de ella.
Mientras tanto, en la explanada de Oriente de palacio, se había juntado una gran multitud, esperando noticias. A pesar del frío, muchos habían pasado la noche allí, velando a la reina durante sus últimas horas de vida, acompañándola en espíritu y oración. La noticia de la muerte llegó a la multitud antes de que se comunicara oficialmente, por alguien de la servidumbre de palacio y la masa de madrileños se hizo lamento de dolor. Muy temprano, en esa mañana del miércoles de ceniza, los madrileños lloraron la muerte de la reina que se había ganado sus corazones, mientras las campanas de las iglesias de Madrid tañían a muerto, en homenaje a la joven reina difunta. La multitud no se movió de delante de palacio en toda la mañana, incluso después de la comunicación oficial de la noticia por parte del duque de Escalona. A lo largo de la mañana, la cantidad de gente que se acercaba al Real Alcázar había aumentado y, entonces, la princesa de los Ursinos organizó, con la venia del rey, que estaba abrumado por el dolor, como estaba previsto, que el pueblo pudiera entrar en el alcázar para despedirse de la reina.
La marquesa de San Antonio y la princesa de los Ursinos estuvieron bastante tiempo intentando dejar a la soberana lo más presentable posible para su despedida. La habían vestido con uno de sus más hermosos trajes de corte, y le habían puesto algunas de las joyas más queridas de María Luisa Gabriela, como el aderezo de diamantes que le había regalado el rey con motivo del nacimiento del príncipe de Asturias. La habían maquillado con todo esmero, dando colorete a sus mejillas, tapando los surcos de dolor y las ojeras, pintando sus labios de rosa, y luego le habían puesto una hermosa peluca rizada sobre sus ralos cabellos y, en el tocado, un joyel con la famosa perla peregrina.
—Creo que deberíamos colocar un encaje blanco sobre el cuello para que no se vea tanto la inflamación, princesa.
—Sí. Estoy de acuerdo, amiga mía. Pero no va a ser fácil que quede natural. El empeoramiento de los últimos días lo hace difícil.
—¿Qué tal si le colocamos una mantilla de encaje como envolviendo el rostro y colocamos el collar sobre el encaje? Así podrán ver su expresión que es hermosa, pero no la deformidad.
—Probemos a ver qué tal queda —dijo la princesa, pidiendo a la azafata de la reina que trajera una mantilla blanca. Mientras esperaban las dos damas se quedaron mirándose unos instantes. Juntas habían vivido la enfermedad de la reina y le habían dado alivio—. Decidme, Antonia, ¿qué vais a hacer ahora que la reina se nos ha ido? —añadió la princesa de los Ursinos, rompiendo el silencio.
—Ya lo sabéis, Ana María. Sigo decidida a entrar en un convento para pasar allí el resto de mi vida. Se me han muerto todos los seres que yo más quería y no me siento con ganas de comenzar a querer de nuevo a otras personas. Tuve un marido al que amé, una hermana maravillosa y una amiga excepcional, que se me acaba de morir. Ahora me toca rezar por ellos y quiero dejar el mundo, que ya no guarda nada de interés para mí.
—Deberíais meditarlo un poco más, Antonia. Es una decisión muy dura. Sois demasiado joven y tenéis muchas posibilidades de rehacer vuestra vida. Sois grande de España, por derecho propio; además de ser toda una gran dama, querida y respetada en la corte. Podéis volver a ser feliz. Os lo digo yo, que quedé viuda muy joven de mi primer marido, el encantador príncipe de Chalais, y a pesar del dolor de su pérdida, luego me volví a casar y fui feliz con el duque de Bracciano. Desde la experiencia de mis setenta y un años, y el aprecio que siento por vos, que es legítimo, os ruego que no os enterréis en vida. ¿Vais a entregar toda esa vida que tenéis por delante a la soledad de un convento? Me parece una auténtica barbaridad porque apenas estáis en la flor de la vida.
—Agradezco de corazón vuestras palabras, princesa, y vuestro afecto, que sé que es legítimo, como lo es el que yo siento por vos, y comprendo que para vos mi decisión parece una locura. Pero miraos, princesa, y miradme y veréis la gran diferencia que hay entre las dos. Vos, a vuestra edad, seguís queriendo seducir y además lo conseguís; seguís estando plenamente en el mundo, en el centro de la escena, dominando los resortes de la sociedad y del poder con suma maestría. Y ahora, en este tiempo que viene, tendréis que apoyar a su majestad el rey, porque, en ausencia de la reina, os necesitará más aún. Ése es vuestro destino y lo hacéis muy bien. Desde donde vos estáis, comprendo que mi decisión parezca una locura. Pero si os ponéis un instante en mi piel, comprenderéis que el velo que llevo cubriéndome el rostro no es por modestia ni por pudor, sino porque genera una barrera muy deseable entre el mundo y mi persona que yo quiero que sea aún mucho mayor. Para mí, las tapias del convento que vos consideráis prisión son refugio contra los males del mundo. Os confieso que cada día entiendo menos a los hombres y que, además, he dejado de intentarlo. No juzgo a nadie para no ser juzgada y, como no necesito nada del mundo, lo mejor es que me retire discretamente, haciendo una fundación con mis bienes y los que heredé de mi hermana, para la atención de los necesitados. Si me admiten, me gustaría entrar en el convento de la Encarnación, donde imagino que se hará el túmulo funerario de María Luisa Gabriela. Entre sus acogedores muros, quizás encuentre yo mi lugar. Yo necesito poco. Me basta con un libro de horas, algunos de poesía y un humilde lecho donde descansar mis nostalgias y calmar mi dolor.
—Veo que estáis decidida de verdad, Antonia.
—Por completo, princesa. Sólo me retenía en el mundo el cuidado de María Luisa Gabriela y, ahora que ella también se ha ido, ya no queda nada del mundo que me haga permanecer en él. No me gusta la corte ni su falsedad. Los grandes que me han acogido benevolentemente entre ellos, tienen como norte el constante ensalzamiento de sus casas, por encima de las de los demás, y desean estar cerca del poder y, si pueden, ejercerlo. Yo no y, además, no quiero ser un peón de ese juego, porque no me aporta nada. Soy dos veces grande de España, por el amor de nuestra reina fallecida, pero no tengo herederos a quienes dejárselas; que retornen pues al rey, de donde vinieron. En adelante, quiero ser sólo una más de entre las monjas del convento, sin privilegios ni deferencias.
—Eso va a ser muy duro, Antonia. Habéis vivido siempre en palacio y rodeada de lo mejor. Parece sencillo dejarlo todo, desear una vida modesta y retirada y aceptar las privaciones, pero llevarlo a cabo, os adelanto que no va a serlo tanto.
—Eso espero, Ana María. Deseo que me cueste mucho esfuerzo, porque así, si la vida en el convento y las penitencias me producen sufrimiento, me iré acercando, poto a poco, a mi querida reina, cuya enfermedad ha sido el peor de los calvarios, como muy bien sabéis vos.
—En verdad, me asombran vuestras palabras e incluso me admiran, Antonia. Y os confieso que también me permiten acabar de comprender por qué la reina os tenía un afecto tan profundo y verdadero. Me costaba creerlo, pero veo que sois exactamente como aparentáis, lo cual en esta corte es algo así como un milagro.
—Por eso no quiero quedarme en el mundo. No quiero más vanidades que me pesen en el alma.
En ese momento llegó la azafata con una caja llena de mantillas. Las dos damas dejaron su conversación y se pusieron a mirarlas.
—¿Qué os parece ésta? —dijo la princesa mostrando una espléndida de chantilly.
—Creo que irá muy bien, Ana María. Es muy hermosa y no parece demasiado grande, lo que nos permite colocarla en el catafalco, como deseábamos.
—Probémosla, si os parece —dijo ofreciéndosela a Antonia, que la tomó con delicadeza; se acercó al cadáver de María Luisa Gabriela y, con todo el afecto y el cuidado más amoroso, estuvo haciendo pruebas, hasta que consiguió enmarcar con ella el rostro, de modo que la belleza de la reina se realzara, consiguiendo esconder totalmente el cuello inflamado. La princesa de los Ursinos, mientras, la miraba, impresionada.
—¿Os gusta, Ana María?
—Creo que habéis hecho un excelente trabajo, Antonia. A ella le habría encantado.
Ante estas palabras, brotó de los ojos de Antonia un torrente de lágrimas silenciosas y emocionadas, que el velo que la tapaba ocultó. La marquesa de San Antonio y de Santa Ana se sentó en una silla, ante el féretro, y sacando de un bolsillo oculto de su vestido un hermoso rosario de nácar, comenzó a rezar, en silencio. La princesa, comprendiendo que la amiga de la reina deseaba estar un último momento a solas con ella y como tenía que ordenar muchas cosas aún, aprovechó para retirarse.
—Voy a disponer el traslado del féretro al gran salón para dentro de una hora. ¿Os parece bien, Antonia?
La marquesa de San Antonio asintió con la cabeza.
—Me voy pues. Os veo dentro de un rato.
—Id con Dios, Ana María. Y que Dios os guarde esa energía que nunca parece agotarse.
La princesa se retiró pensando que la amiga de la fallecida reina no pertenecía en verdad al mundo. ¿Cómo era posible que una mujer de veintiséis años, rica, guapa y grande de España, quisiera meterse en un convento? Era tan ajeno a su modo de ver la vida que le costaba admitirlo aunque las razones que había esgrimido Antonia fueran de peso para ella. Ana María seguía teniendo la duda de que los años mantuvieran en la marquesa esa misma devoción y deseo de aislamiento, pero consideraba que ya había cumplido con su deber. Ahora, lo que hiciera Antonia era decisión suya. Ella tenía en verdad muchos asuntos de que ocuparse. En primer lugar, quería ver si ya estaba preparado el gran salón del Real Alcázar, donde el catafalco de la reina iba a estar tres días, para recibir el homenaje de su pueblo. Luego había que organizar el traslado a El Escorial, para que pasara al pudridero y preparar el lugar donde le correspondía yacer, en el panteón de los reyes y reinas madres de reyes. Y además, había que conseguir que el rey saliera de su estado de profunda melancolía.
La muerte de María Luisa Gabriela era una tragedia de largo alcance, pensó, mientras iba con paso decidido por los pasillos de palacio. Su reinado había sido demasiado breve; había demasiadas cosas en el aire que se podían malograr. Su mera ausencia iba a hacer que el rey, que en los últimos años no había tenido esos ataques de melancolía, gracias al perfecto amor que tenía por la reina y a la guerra, recayera en su mal de modo muy grave, cosa que podía dificultar mucho el gobierno, inmerso en importantes cambios. Y desde luego, su papel en la corte estaba ahora en el aire. No sabía qué decidiría el rey. La muerte de la reina le hacía perder su puesto importantísimo de camarera mayor de su majestad. Eso sí, seguía siendo el aya del príncipe de Asturias y ahora tendría que ocuparse de comunicar al joven príncipe Luis la noticia de la muerte de su madre. Desde luego, parecía que los príncipes herederos de la casa de Borbón estaban destinados, desde hacía setenta años, a ver morir a sus padres muy jóvenes. Tendría que ser fuerte porque los tiempos que seguirían no iban a ser fáciles.
* * *
El pueblo de Madrid se volcó, como se esperaba, en la despedida de la reina. Miles de madrileños se dirigieron a palacio y esperaron durante muchas horas en silenciosa y triste hilera, bajo el rabioso frío de febrero, para poder estar unos momentos ante la reina María Luisa Gabriela y poder decir adiós a la que habían querido tanto.
El rey estaba muy afectado. La princesa iba a verlo muy frecuentemente para intentar animarlo, pero no conseguía nada por más que lo intentaba. Durante varios días, estuvo como ido y luego empezó a no descansar. La princesa de los Ursinos comenzó a preocuparse.
—Majestad, ¿queréis que os traigan algo de comer? No habéis probado bocado en todo el día.
—No tengo hambre, Ana María. No deseo nada más que el retorno de María Luisa Gabriela, y eso no es posible.
—Debéis comer, señor. Os vais a poner enfermo y eso no os beneficia ni beneficia al reino.
—No puedo hacerlo, princesa —dijo con cara un tanto alienada—. ¿No veis las sombras de los fantasmas de palacio que nos persiguen? No los temo, pero los siento ahí; los vislumbro entre las sombras del atardecer y en las estancias oscuras.
—Eso se debe a que no deseáis que iluminen vuestros apartamentos, Sire. Si lo deseáis, ordenaré que enciendan los candelabros.
—No, Ana María. No. Prefiero esa penumbra misteriosa. Así puedo intentar descubrir a mi esposa, que seguro estará mirándome desde algún lado. Si encendemos las luces, seguramente se irá.
—Majestad, como todos sabemos, la reina está ya en el cielo y desde allí os bendice y desea sobre todo que tengáis ánimo. Tenéis demasiadas obligaciones con vuestro pueblo y vuestros Estados para que la melancolía os domine ahora.
—No es melancolía lo que siento, princesa, sino dolor. Un dolor profundo y lacerante que me impide hacer nada que no sea lamentarme y llorar la muerte de la mejor de las reinas y la más amante de las esposas.
—Yo también la echo mucho de menos, majestad. Pero precisamente por eso no debemos dejarnos abatir. Ella nunca lo hizo. Dominó su dolor, se sobrepuso a su enfermedad y salió adelante muchas veces, hasta que no pudo resistir más.
—Tenéis que ayudarme mucho, Ana María. Solo no puedo. La echo tanto de menos, era maravillosa.
—Me tenéis a vuestra entera disposición, majestad. Sólo hacedme saber vuestros deseos.
—No soporto un minuto más estar en el Real Alcázar —dijo el rey, en un estallido—. Todo me recuerda a ella.
—Pues salgamos de aquí, majestad. Tenéis otras residencias en Madrid a donde ir. Está el palacio del Buen Retiro.
—No. Allí aún me acordaría más de ella.
—¿Y qué tal el palacio de Medinaceli? Lo tenéis requisado, desde la prisión del duque.
El rey se quedó pensativo unos instantes y luego comenzó a mover la cabeza afirmativamente.
—Sí —dijo—. El palacio de Medinaceli me parece un lugar perfecto. Allí podré reponerme mejor. Disponed mi marcha lo antes posible.
—En cuanto esté todo preparado, podréis hacerlo. Habrá que acondicionar algunas habitaciones, porque somos muchos los que tenemos que ir y, aunque es grande, faltará espacio.
—Pues poneos en movimiento. Deseo salir de aquí cuanto antes.
—Así se hará, majestad.
* * *
Los funerales de la reina fueron magníficos y su túmulo funerario para las exequias, en el convento de la Encarnación, se le encargó al arquitecto real, Ardemans. Palomino compuso las inscripciones del mismo y un hermoso cuadro las explicaba. En el lienzo, arriba, al lado derecho, aparecía una concha de nácar sostenida por una mano que salía de una nube que contenía una perla hermosa, iluminada por el resplandor de la aurora. Por debajo, en el lado contrario del lienzo, la mano de un esqueleto levantaba la cubierta de una urna y hacía entrar en ella una perla, exactamente igual a la de arriba, pero guarnecida de oro, esmaltes y piedras preciosas. La metáfora quería decir que la reina, que había nacido como una fina perla concebida por la aurora, a su muerte, como un joyel embellecido por el oro de la gracia divina, iba a ser enterrada como un tesoro.
También las autoridades de la ciudad, en la iglesia de Santo Domingo, quisieron hacerle unas exequias magníficas, pero por más que en efecto lo fueron, en realidad nadie hallaba consuelo de su pérdida, porque María Luisa Gabriela de Saboya había sabido encarnar lo mejor de la monarquía y tocar las cuerdas más sensibles del ánimo de su pueblo.
Y en Madrid, su Madrid del alma, siempre seguirían recordándola como la niña reina extranjera que supo hacerse española por el amor de un rey que también quiso serlo de España. Había muerto joven, con sólo veinticinco años, pero dejaba una poderosa huella en todos los que la habían conocido y tratado. Y su memoria quedaría siempre guardada en los corazones de las gentes sencillas que se habían abierto y entregado ante la inocencia y el carisma de aquella soberana que, ante todo, lo había sido del pueblo, como recordaba con gracejo aquella coplilla que un anónimo madrileño le dedicó al inicio de la guerra que decía:
Soy María Luisa Gabriela.
Yo no soy reina;
soy la esposa de un soldado
que va a la guerra.