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1707
El embarazo de la reina
Almansa
El nacimiento del príncipe Luis
Hacía mucho frío esa mañana del 2 de febrero de 1707. Había nevado en Madrid, cosa infrecuente, y el aire frío y cortante de Guadarrama se metía por los corredores de palacio haciendo incómodo moverse fuera de las habitaciones caldeadas por chimeneas y braseros. La princesa de los Ursinos se había levantado muy pronto, como era su costumbre. Se había vestido y había atendido algunas cuestiones que no podían esperar, antes de que llegara la hora de ir a levantar a la reina. Pero una dama se presentó en sus aposentos para decirle que la reina la esperaba ya para levantarse. Dejando a un lado sus apuntaciones, acudió a los aposentos reales a la mayor velocidad. No estaba acostumbrada a que se le escapara nada y percibió que había algo extraño en esta llamada intempestiva. Acelero el paso porque no le gustaba que la reina la aguardase y tenía curiosidad por saber qué es lo que había despertado a su majestad antes de tiempo. Esperaba que no fuera nada malo.
Todos los días acostumbraba a levantar a la reina, asistida por sus amigas saboyanas, que acababan de recibir los títulos de marquesa de Santa Ana y de San Antonio, quienes se estaban adaptando divinamente a España y ya hablaban un correcto español. De hecho, parecía que las dos jóvenes habían congeniado muy bien con dos apuestos oficiales de la guardia, el conde de Galeano y su hermano, el conde de San Carlos, napolitanos, hijos del ilustre príncipe de Castelferrato, uno de los más importantes nobles de ese reino, que las pretendían y a los que la princesa había tenido que leer la cartilla, por orden de la reina. María Luisa Gabriela no quería que sus amigas fueran engañadas y seducidas por los dos guapos tenientes, y les había prevenido de que sólo aceptaría que se acercaran a ellas si sus intenciones eran honestas y matrimoniales. De otro modo, mejor sería que se alejaran.
La princesa recordaba el sonrojo de los dos hermanos, no acostumbrados a que una dama les interpelara de ese modo, y por sus reacciones comprendió que la reina podía estar tranquila. Parecía que los dos tenientes tenían buenas intenciones y parecían legítimamente interesados en las dos marquesas. Pronto se podría hablar de boda, cuando pasara un poco de tiempo, y la situación se aclararía.
Con estos pensamientos tan ligeros, entró en la cámara de su majestad, que estaba esperándola con cierta impaciencia.
—Veo que os habéis despertado muy pronto, señora. ¿Ha sido por alguna razón en concreto? ¿Os sentís bien?
—Sí, Ana María. Hay una razón de peso. Tenía mucha impaciencia por comprobar algo —dijo con tono misterioso.
—¿Y se puede saber qué era ese algo, majestad?
—Pues que llevo dos faltas, Ana María —le dijo, con tono alegre—. Hoy estoy ya completamente segura. Estoy embarazada.
—¡Dios mío, señora! ¡Qué buena noticia! ¿Cómo me lo habéis ocultado todo este tiempo?
—No quería que te ilusionaras demasiado pronto. Mi embarazo lleva demorándose mucho tiempo y no quería tampoco que fuera un fiasco. Sólo hoy sé seguro que se ha pasado el tiempo de mi segunda regla y no me ha venido.
—Entonces, ¿de verdad creéis que estáis encinta? ¡Qué maravilla! El rey debe estar feliz.
—Como un niño, Ana María. Cuando se lo he dicho, se ha echado a llorar de la emoción.
—Lo comprendo, majestad. Es algo tan inesperado y tan deseado por todos los que os queremos… A mí están a punto de saltárseme las lágrimas. Este embarazo es muy importante y más precisamente ahora, cuando la suerte de guerra parece mejorar. Será un espaldarazo para vuestra dinastía. El nacimiento de un príncipe español en Madrid hará que Castilla entera se vuelque con el rey y la historia nos enseña que, cuando Castilla decide, el resto de los reinos de la monarquía ceden, por las buenas o por las malas.
—No adelantemos. Todavía es muy pronto, Ana María.
—¿Y cómo os sentís? No veo que tengáis náuseas, ni mareos.
—Sólo ayer por la noche me sentí algo indispuesta y os confieso que ahora tampoco me siento muy bien del estómago. Pero si eso es síntoma de mi embarazo, me tomo ese malestar con gran alegría.
—Pues sí que lo parece, majestad. En adelante, hemos de cuidaros mucho. ¿Le habéis dicho algo a vuestras amigas, las dos jóvenes marquesas?
—Os confieso que sí. No he podido ocultárselo.
—Lo entiendo, majestad. De todos modos, han sido muy discretas, como vos. No han soltado prenda.
—Así se lo he pedido. Además, sólo era una posibilidad. Hoy ya estoy segura y por eso he querido que seáis vos la primera en saberlo de modo oficial.
—Es un inmenso honor el que me hacéis.
—En absoluto, Ana María. Es una confidencia de la reina a la amiga, más que a su camarera mayor. Además, pienso que aún no debemos hacerlo público, hasta que pasen unos meses.
—No creo que lo consigáis, majestad. En cuanto os dé la primera náusea en público o el primer mareo, el rumor correrá como la pólvora. No olvidéis que, desde hace seis años, todos lo esperan y algunos incluso están preocupados.
—Pues pronto se les va a quitar la preocupación, princesa, y se les va a producir una muy grande a los que no nos quieren en el trono.
—Sí, majestad. Va a ser un gran disgusto para los partidarios del archiduque.
—En verdad, es un regalo de Dios que nos llega en el mejor momento.
—Eso no puede ser más cierto. ¿Habéis escrito ya a vuestros padres y a vuestros hermanos comunicándoselo?
—A mi madre se lo he dejado caer, pero hace muy poco. A María Adelaida se lo diré en una carta hoy. A mi padre aún le haré esperar un poco.
—Imagino que el rey ya se lo habrá comunicado a su abuelo y a su padre.
—Sí. En cuanto se lo dije, les escribió una carta a cada uno, de su puño y letra, y la firmamos los dos. Se las hemos enviado a sus residencias privadas, donde están más tiempo últimamente, para que lo sepan cuanto antes.
—Os garantizo que los dos van a tener una gran alegría. Apenas hace quince días me escribía el rey preguntándome por ello.
—Sí. También a mí me lo preguntó el mes pasado, pero no le quise decir nada. No quiero que se forjen falsas esperanzas con este asunto. Es demasiado importante.
—Vaya que sí lo es. El nacimiento de un príncipe o una princesa españoles desde hace más de medio siglo. Es un verdadero acontecimiento.
—Esperemos que sea un varón. Sería lo más deseable en este momento. Aunque si es una niña, la querremos igual.
—Seguro que sí. Lo importante es saber que sois fértil y que podéis dar hijos al rey. Sea lo que sea, seguro que después de éste vendrán más. Lo importante ahora es que os cuidéis bien y que todo vaya bien durante el parto. Me habéis dado una gran alegría, majestad. Ahora decidme, ¿qué deseáis poneros hoy? Busquemos un vestido alegre —dijo la princesa de los Ursinos, dejándose llevar por su buen humor—. La noticia lo merece.
La reina la dejó hacer. Sentía una intensa felicidad interior. Por fin se habían acabado sus eternas dudas, su miedo a no ser capaz de engendrar. Por fin estaba cumpliendo con su principal deber como reina. Ella no tenía ninguna duda, por más que fuera prudente en las manifestaciones exteriores. Sentía que en su interior había una nueva vida creciendo y eso la llenaba de alegría. Y sabía el mejor regalo que podía darle al rey, al que amaba con todo su corazón. Ahora sólo faltaba que los asuntos militares se encarrilaran y recuperar el terreno perdido el horrible año anterior.
* * *
La princesa tenía razón. Apenas una semana después de comunicárselo en privado, toda la corte lo sabía e incluso el bando enemigo, que recogía la noticia con gran ironía en la Gaceta de Zaragoza el día 10 del mismo mes y decía con toda malicia:
El duque de Anjou, sintiéndose incapaz de sostenerse, para engañar a Castilla, ha hecho público que la duquesa, su mujer, se halla preñada y con tres faltas: sí, estas faltas son ciertas: falta de dinero, falta de víveres, falta de tropas.
La princesa de los Ursinos procuró que la reina no se enterara, porque la sabía muy sensible con las cuestiones de honor, y ordenó que nadie le hablara del asunto. Ya tendrían que tragarse sus ironías llegado el día del parto. Ahora, lo importante era que el embarazo avanzara sin problemas y que los meses fueran pasando. Pero el pueblo de Madrid también se había inventado unos versos que se iban cantando en los mentideros, corralas y mercados:
Hace casi medio siglo que no nació
un príncipe en España, hembra o varón.
Dadnos un heredero, linda señora,
que España se lo merece, ya es hora.
María Luisa Gabriela, reina de amor,
dadle a esta tierra en sombras un nuevo sol.
Y a pesar del nerviosismo de la corte, el duque de Berwick había hecho gala de paciencia; una paciencia que había exasperado a muchos, pero que había provocado que los aliados se retiraran a Valencia a finales de 1706, sin luchar, alejando a los portugueses de su tierra. Por eso, en febrero de 1707, los generales aliados discutieron sobre lo que había que hacer. Estaba claro que no podían quedarse quietos. El general Stanhope, que se hallaba allí, junto a Las Minas y Galway, participó en la decisión. Dado que Berwick no había querido atacarles el año anterior, cuando se retiraban a Valencia a pasar el invierno, muchos se habían formado una idea equivocada sobre él, pensando que era cobarde en lugar de prudente, y fiando en ello decidieron atacarle, antes de que llegaran refuerzos franceses, para quebrantar de una vez la fuerza franco-española y proceder a la reconquista de Madrid.
Berwick, mientras tanto, había salido de la capital, donde había ido a cumplimentar a los reyes y a explicarles su proyecto militar para ese año, que era el de atacar a los aliados en su camino a Aragón, y llegaba a Yecla el 22 de febrero. Días después, un coronel español, el valiente Cereceda, realizó una proeza al atacar a un batallón de 500 ingleses bien armados, con sólo 80 castellanos. Mató a 100 y capturó a 400 y la impedimenta y perdió sólo cuatro soldados. Era un buen augurio que subió la moral de las tropas, ávidas de buenas noticias.
Mientras tanto, Luis XIV, que se veía derrotado en Europa, tras la rendición de la guarnición de Milán, en marzo de 1707, decidió enviar a su sobrino Felipe de Borbón, duque de Orleans, primo de los reyes de España, para apoyar a Berwick al mando de un ejército de 10.000 hombres. Las tropas francesas de refresco se unieron a Berwick en abril, mientras el duque de Orleans con su estado mayor se separaba de las mismas, para detenerse en Madrid a saludar a los reyes, como mandaba el protocolo. Eso beneficiaría la victoria de Berwick porque el servicio de información aliado, que era alimentado por un hombre que trabajaba para la princesa de los Ursinos, les dijo que las tropas de Orleans aún no se habían juntado con las de Berwick. Eso incitó a Galway y Las Minas, que estaban sitiando Villena, a dejar el sitio, pensando que el reino entero caería en sus manos, si eran capaces de destruir primero el ejército de Berwick y luego el de Orleans.
Con la mala información que tenían, moviéndose por un territorio que les era hostil, se acercaron, el día 25 de abril de 1707, a Almansa, donde les esperaba el duque de Berwick en perfecto orden de batalla, con su mariscal de campo, don José Carrillo de Albornoz, conde de Montemar, en dos líneas, frente a la villa, con la caballería española en el ala derecha y la francesa en la izquierda y la infantería en el centro. En total tenía bajo su mando a 26.000 hombres.
El ejército anglo-portugués se dispuso también en dos líneas, la caballería portuguesa estaba en el ala derecha, la inglesa estuvo en la izquierda y la infantería en el centro en dos cuerpos separados por naciones. Eran unos dieciséis mil hombres muy bien armados y confiados en conseguir una fácil victoria. La historia les iba a demostrar que se equivocaban.
Berwick en persona escribiría sobre la decisiva batalla el siguiente relato:
Los cañones de nuestra derecha comenzaron a disparar a las tres, pero apenas habían lanzado veinte andanadas, cuando el enemigo, habiendo pasado un gran camino en hondo, que estaba enfrente de su izquierda, se apoderó de la altura donde estaba esta batería, ante lo cual ordené a nuestro ejército que avanzase para atacar. La batalla comenzó por la derecha. Nuestra caballería cargó con tanta bravura sobre la del enemigo que consiguió abrir brecha en ella, pero la infantería enemiga hizo fuego tan intenso sobre los nuestros, que se vieron obligados a ceder; nuestra caballería, sin embargo, se rehízo de nuevo y volvió a cargar sobre el enemigo, que se había rehecho, al amparo de su infantería. Con este ataque, el enemigo fue nuevamente quebrantado, pero el fuego de los batallones obligó de nuevo a nuestra caballería a retirarse.
Viendo que sería difícil para nuestra ala derecha tener éxito sin infantería, hice que la brigada de Maine, mandada por M. de Bulkeley, avanzase desde la segunda línea. Esta brigada atacó a la infantería enemiga, derrotándola por completo; nuestra caballería cargó al mismo tiempo y, entonces, el ala izquierda fue completamente derrotada.
Nuestra izquierda, mandada por monsieur d’Avary, había efectuado varias cargas, pero aunque ganó algún terreno no había sido capaz de penetrar en la línea enemiga. Nuestra derecha avanzó en orden de batalla sobre el flanco izquierdo de la derecha del enemigo, intentando éste retirarse; pero fue empujado tan de cerca que pronto se dispersó y, huyendo a plena velocidad, su infantería fue destrozada.
La batalla no se desarrolló con tanta fortuna en el centro, pues el enemigo había derrotado al cuerpo principal de nuestra infantería y dos de sus batallones que se había abierto paso a través de nuestras líneas avanzaron hacia las murallas de Almansa. Don José de Amézaga, intendente de caballería, avanzó con dos escuadrones de órdenes, cargó y los derrotó. El resto de la infantería, viendo que la nuestra atacaba, que había brigadas que aún no habían cargado, que su ala izquierda estaba batida, que la derecha huía en desorden, intentó retirarse, pero en su retirada varios batallones fueron atacados y destrozados. El general, conde de Dehna, con trece batallones se refugió en un monte cubierto de bosque y la mañana siguiente, viéndose rodeado, sin esperanzas de poder escapar, se rindió prisionero de guerra.
La victoria del duque de Berwick fue total. El enemigo se dejó en el campo de batalla unos cuatro mil muertos y otros cuatro mil fueron hechos prisioneros, mientras que por parte de Berwick sólo hubo unos dos mil muertos. La huida de los portugueses del ala izquierda había hecho más grave la derrota. Inmediatamente se envió a Madrid un emisario con la noticia de la apabullante victoria y la reina en persona, siguiendo su costumbre de principios de la guerra, se lo comunicó al pueblo de Madrid, que celebró con júbilo la noticia.
La victoria fue tan decisiva que supuso un paso de gigante en el afianzamiento de Felipe V en el trono y todos lo comprendieron así. El rey le concedió al duque de Berwick el ducado de Liria y Xericá para él y sus herederos, con los términos de las dos ciudades, como recompensa por la victoria, y el rey de Francia, por su parte, le haría poco después gobernador honorífico de la provincia de Limousin.
El duque de Orleans llegó a Almansa al día siguiente de la victoria. Se quedó pesaroso por no haber podido participar en ella y haber ganado su parte de gloria en la misma, y Berwick y él tomaron la decisión de aprovechar la victoria para la reconquista del reino de Valencia, que volvería muy pronto a estar bajo control de Felipe V. El 8 de mayo, las fuerzas de Berwick y Orleans tomaban Valencia. El duque de Orleans daría un perdón general a los habitantes, que en la corte cayó muy mal porque excedía claramente de sus atribuciones. De hecho, los informadores de la princesa de los Ursinos comenzaron a darle noticias preocupantes. Parecía que el duque tenía puestas sus miras en el trono de España, cosa que había que comprobar antes de informar a sus majestades.
Con su parte del ejército separado de Berwick, Orleans se dirigió a Zaragoza, ciudad que tomó el día 29 de mayo. No había ejércitos aliados que se opusieran al avance de los de Felipe V. Era la misma situación del año anterior, pero a la inversa. Orleans se quedó en Zaragoza, donde, en efecto, la princesa pudo comprobar que intentaba rodearse de los descontentos del régimen, cosa que comenzó a preocuparla seriamente, tanto que tuvo que informar a los reyes. Lo último que interesaba en ese momento era un primo conspirador en el reino.
Y mientras tanto, el embarazo de la reina seguía adelante y su preñez resultaba ya evidente. El verano fue muy caluroso y, sintiendo que se agobiaba en el alcázar, los reyes decidieron hacer unas necesarias obras en los apartamentos reales y se mudaron al palacio del Buen Retiro, en julio. Los meses de julio y agosto pasaron deprisa. La tregua de verano hacía que no hubiera noticias de guerra, aunque el asunto ya no era tan preocupante, toda vez que antes de la misma la mayor parte de los reinos peninsulares estaban de nuevo en manos de sus tropas, salvo una parte de Cataluña. Ahora lo único importante era el nacimiento del heredero.
La reina estaba muy pesada y sentía mucho el calor y deseaba que llegara la hora del alumbramiento. El rey, comprendiendo que el asunto era de la mayor relevancia internacional, llamó para el nacimiento a los grandes y a los embajadores, así como a representantes del rey de Francia, del gran Delfín, del duque de Borgoña, del de Berri y del de Orleans. Madrid entero esperaba emocionado el acontecimiento que por fin iba a tener lugar.
El príncipe de Asturias nació, después de sufrir la reina grandes trabajos, de los cuales no se quejó, el día de San Luis, el 25 de agosto de 1707, lo cual fue considerado un excelente augurio por todos y se le impusieron los nombres de Luis Fernando. La alegría del reino fue general. El príncipe era un niño grande, sano y fuerte. Fue presentado a los representantes de los príncipes y a los grandes, desnudo, en bandeja de plata para que pudieran ver que estaba en perfecto estado de salud, y luego, después que la princesa de los Ursinos, que iba a recibir el honor de ser su aya, le vistiera, fue presentado por el rey desde un balcón al pueblo de Madrid, que había salido de la ciudad para dirigirse a la parte frontal del palacio del Buen Retiro, tras recibir la noticia del nacimiento con las salvas de reglamento.
Hubo luminarias, fiesta y mucha alegría. A España le había nacido un heredero español, cuatro meses después de una batalla decisiva. La reina podía estar contenta. Había cumplido ya con su deber. Su hijo Luis sería rey algún día y eso la llenaba de satisfacción. Era el fruto de su amor, de su entrega al rey de España. Y además se estaba recuperando muy bien del parto. Las semanas pasaron rápidamente y María Luisa Gabriela retomaba su actividad. Ahora se tenía que centrar en casar a sus amigas Ana y Antonia.
—¿En qué pensáis, majestad? Os veo muy reflexiva —dijo la princesa de los Ursinos, que se había acercado a ella mientras paseaba por el hermoso jardín del Buen Retiro, sin que la reina, absorta en sus pensamientos, la oyera acercarse.
—Pues en casar a mis amigas con los dos jóvenes tenientes napolitanos.
—Me parece una excelente idea. Ahora que ya la guerra es asunto de menor gravedad, porque comienza a encauzarse, es tiempo de que Ana y Antonia tomen estado.
—Sí. Ana es de mi edad, o sea, que tiene diecinueve años y Antonia veinte. Son muy mayores para no estar comprometidas. De hecho, deberían estar ya casadas hace un par de años.
—No ha habido opción para eso.
—Cierto, princesa, pero ahora si la hay. Me caen bien esos dos hermanos. Son agradables y bien educados.
—El mayor, el conde de Galeano, es más guapo, con esos grandes ojos azules que destacan sobre su cabello oscuro, pero el menor, aunque menos guapo, es muy atractivo también. Son buenos mozos, valientes y, además de ser de familia antigua, tienen un buen patrimonio. Su padre es muy rico.
—Es más importante lo primero, el linaje. Si no se tiene, no hay nada que hacer, mientras que lo de la fortuna es mudable.
—Estáis muy filosófica, majestad.
—Sí. Creo que tengo un día de esos en que me da por pensar en la importancia de las cosas verdaderas. Es bueno centrarse y poner el norte en su sitio.
—Sí, majestad. Tenéis razón. Así una ve las cosas de modo mucho más claro. ¿Y cuándo las casaremos?
—Pues, si Dios quiere, una vez que sus novios nos pidan sus manos, cosa que deben hacer ya que ambas son grandes de España, y nos se las concedamos, pues antes de Navidades.
—Perfecto. Aunque quizás sea un poco justo. Primero tendrán que recibir la licencia de sus regimientos y no sé si querrán ir a Nápoles.
—¡Ni hablar de eso, Ana María! Esos dos no se mueven de Madrid. Sólo me faltaba que les pase algo por esas tierras tan peligrosas de Nápoles y no se nos puedan casar. Si su padre lo desea, que venga a Madrid. Le recibiremos con gusto. Pero los mozos no salen de España. Lo prohíbo terminantemente.
—Desde luego, sois una excelente amiga para ellas. Seguro que las dos estarán encantadas.
—Y yo también. Me hace tanta ilusión verlas casadas como a ellas les dio pena, en su día, que me casara yo.
—Y al final todo ha sido para bien.
—Sí, Ana María. Estoy encantada con mi hijo el príncipe y con todo lo demás. Me siento feliz y tranquila por primera vez en mucho tiempo. Por eso creo que deberíamos quedarnos un tiempo más en este palacio. Es mucho más acogedor que el viejo alcázar.
—Se hará como deseéis. Son vuestras residencias, tanto la una como la otra, y a vos os corresponde decidir en cuál quedaros.
—Pues creo que de momento aquí estamos mejor. Ved qué hermoso árbol es ése —dijo mirando el ahuehuete mexicano.
—Tenéis razón. Parece que el ejemplar se trajo de México, como regalo del virrey para Felipe IV. El conde duque de Olivares decidió plantarlo en el recién creado jardín en que ahora estamos y parece que ha medrado muy bien. Ya tiene casi setenta y cinco años y, según dicen, en México hay algunos gigantescos que superan los mil años.
—O sea, que cuando los hijos de los hijos de nuestros hijos hayan muerto, este árbol será un gigante y seguirá mirando los cielos de Madrid.
—Así lo parece, majestad.
—¿Veis cómo os lo decía yo? Qué poca cosa somos. Tantos trabajos nos tomamos para tan poco tiempo que pasamos en esta tierra.
—Sí, señora. Pero a eso hemos venido. A vivir la vida.
—En eso tenéis razón, Ana María. La vida hay que vivirla y, desde luego, vos lo habéis sabido hacer y yo no me quejo de la cantidad de cosas que he visto ya en mis pocos años.
—La experiencia es la que forja el carácter, majestad, y si éstas son difíciles, los caracteres se hacen de acero, como lo es el vuestro, a fuerza de templarse en las dificultades y en los trabajos.
—Reinar no es fácil y no todos pueden hacerlo.
—Estoy de acuerdo con vuestra majestad, pero he de decir que vos estáis muy bien dotada para ello. Tenéis el don de la política y el de cautivar al pueblo, y ambos son esenciales para ser un buen soberano.
—Sí, pero nací mujer.
—Creo que eso no es ningún impedimento Vos ejercéis el poder a través de vuestro esposo, que hace lo que vos decís.
—Es un modo de verlo. Cierto es que Felipe me hace mucho caso y que me gusta aconsejarle.
—Y a su majestad el rey le encanta que lo hagáis. Es un estado de armonía perfecto.
—Qué inteligente sois, princesa. Yo confío en vos y el rey confía en mí. Así pues, quien gobierna en realidad sois vos.
—¿Yo? ¿Cómo decís? ¡Ni hablar! Líbreme Dios de tal responsabilidad. Yo sólo os sirvo y a veces resuelvo vuestras dudas.
—De verdad, Ana María. Os admiro. Sabéis estar siempre donde debéis y nunca os salís de vuestro papel.
—Ése es mi deber y mi gusto, majestad. Serviros me place y me llena de orgullo. No necesito más en la vida.
—Os creo, princesa —dijo la reina—. Nunca olvidaré Burgos. Y allí, como recuerdo muy bien, sólo vos y mis dos amigas estuvisteis a mi lado y me mantuvisteis con lo que sacasteis de la venta de vuestras joyas.
—Aquello está lejos, majestad. Debéis olvidarlo. Ahora ya estáis firmemente sentados en el trono y el príncipe Luis es una garantía más. La dinastía puede respirar tranquila.
—Ya me conocéis, Ana María. Yo nunca olvido nada, ni para bien, ni para mal —dijo la reina, y tomó del brazo a la princesa, con una familiaridad que nunca usaba con quien no era de sangre real. Y de verdad, la vieja cortesana se sintió orgullosa de servir a tal señora.
* * *
Los meses pasaron y el príncipe de Asturias crecía con buena salud para alegría de todos. La reina se había recuperado de la debilidad que tuvo durante muchas semanas y comenzaron a preparar el bautizo oficial del heredero, que debía llevarse a cabo en la basílica de Atocha el 8 de diciembre.
El bautismo del príncipe de Asturias iba a ser muy sonado porque se había planificado como un gran acto de propaganda oficial de la dinastía. Todos los grandes de la capital habían confirmado su asistencia. Desde los altos cargos de palacio hasta los últimos de los nobles, todos deseaban estar presentes en el acontecimiento. Oficiaría en Nuestra Señora de Atocha el cardenal Portocarrero y, con ocasión del paseo desde el alcázar hasta el templo, la reina había podido comprobar el profundo amor que el pueblo le tenía, por lo mucho que la habían vitoreado y piropeado desde la salida de palacio.
La princesa de los Ursinos le había dicho que el corregidor de Madrid, conde de Gramedo, la había avisado de que habría un enorme gentío ese día en las calles, porque todas las fondas y posadas de la capital estaban llenas de gentes de toda condición que habían venido a la capital para el acontecimiento, desde lugares como Alcalá de Henares, Guadalajara, Ávila, Segovia y Toledo. Muchos castellanos querían conocer a su príncipe y se habían acercado a la capital para saludarle. Por eso, la reina, pensando en ellos, decidió ir en una carroza con grandes ventanales de cristal, para que el pueblo al pasar pudiera mirarles y que el frío no perjudicara al príncipe Luis, que aún no tenía ni cuatro meses.
La princesa de los Ursinos, que era su aya, lo llevaba en brazos durante el camino frente a la reina y lo mostraba al pueblo que se apiñaba en las calles para vitorear a la soberana y mirar al príncipe, aunque fuera tan brevemente. Castilla vitoreaba a su rey, a su muy querida reina María Luisa Gabriela y al deseado príncipe, que tanto se había hecho esperar. Ahora ya no podría decir nada el archiduque, ni había motivo de risa en su campo. Las tornas habían cambiado. El pueblo se agolpó en la salida de la iglesia y la reina ordenó que se diera paso a unos cuantos, para que pudieran contemplar la ceremonia de pie, en un lado. Ese gesto, como tantos de los suyos, despertó nuevos entusiasmos. Así, luego, los demás podrían saber, de bocas de sus iguales, cómo había sido la ceremonia.
Los ciudadanos de a pie miraban, con asombro, la riqueza de los vestidos de los reyes, sus mantos de terciopelo bordados de oro, los collares de las órdenes Toisón de Oro y del Espíritu Santo que colgaban del pecho real, la corona de la reina, los hábitos de los caballeros de las órdenes españolas, con las cruces de Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa; los ricos vestidos de terciopelo brocado de las nobles damas de la grandeza, las impresionantes casacas bordadas de oro de los embajadores, la riqueza y el orgulloso porte de los grandes, que se distinguían por estar en sus bancos preferentes y cubiertos. Y en medio de todos, la princesa de los Ursinos, alta, distinguida, con una rica diadema prendida en el frente de su hermosa cabellera peinada a lo alto. Lucía, con suprema elegancia, un rico vestido azul de corte, bordado con flores de perlas y piedras semipreciosas. Llevaba al príncipe de Asturias en sus brazos, que, tras las bendiciones y admoniciones correspondientes, recibió las aguas del Jordán, de la mano temblorosa del cardenal Portocarrero, vertida de una jarra de oro, regalo de su bisabuelo, el rey Luis XIV de Francia.
A la salida de la iglesia, que era de tanta devoción de la reina, concluida la ceremonia, María Luisa Gabriela había cogido al niño en sus brazos y lo había alzado ante el gentío, mostrándoselo unos momentos mientras les decía:
—Éste es Luisillo, vuestro paisano.
Y le respondió un rugido de vivas a la reina, al príncipe Luis y al rey que atronó el aire durante muchos minutos. De nuevo María Luisa Gabriela había sabido pulsar la tecla del sentimiento del pueblo y llevarlos al paroxismo.
Ese día y los siguientes hubo gran fiesta en la capital. Por orden de los reyes se sirvió vino y manjares de calidad a un número de vecinos de la ciudad escogidos al azar y luego hubo un gran festejo en la plaza Mayor, con música, bailes y espectáculos de cómicos, mientras en palacio se celebraba una fiesta.
Había que festejar el bautismo del futuro rey por todo lo alto y la celebración tenía que ser en consonancia a la ocasión, para mostrar a quien quisiera verlo, españoles o extranjeros, que en España no había más rey que Felipe V, más reina que su esposa, María Luisa Gabriela de Saboya, ni más príncipe que don Felipe de Borbón y Saboya, príncipe de Asturias.