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1710

Reinar es saber sufrir

y saber resistir

El año de 1710 comenzó para el rey de España con presagios de dificultades. La reina estaba regular de salud, por más que intentara disimularlo, y el abandono de los franceses suponía un peligro tan grave que no sabía muy bien cómo conseguiría conjurarlo. Felipe V sabía muy bien que sólo el frío de la estación estaba reteniendo al archiduque en su feudo de Cataluña. Temía lo peor de la campaña de primavera, que podía ser una verdadera debacle para sus intereses y, no obstante, nunca como entonces se había sentido rey de España. Sin apoyos externos, veía más claramente que estaba llamado a esa corona que no había deseado pero que ahora mantendría hasta la muerte. Lo había meditado seriamente en conciencia y lo había hablado con su confesor y mantendría su posición hasta el final, cualquiera que fuera su destino. Sólo la prisión o la muerte podrían privarle de lo que el cielo le había dado. Ahora ya luchaba no sólo por él, sino por su hijo y su dinastía.

Sabía por su estancia en el campamento de Villadarias que los ejércitos españoles estaban ya bien entrenados, pero no tenían un armamento adecuado ni posibilidades de obtenerlo porque no tenía dinero para comprarlo ni quien se lo suministrara. Al retirarse de España, los franceses se habían llevado los grandes cañones y los nuevos fusiles, dejando a las tropas de Felipe V cargadas sobre todo de valor, pero con poca capacidad de luchar con éxito contra un ejército moderno y bien armado.

Y mientras el duro invierno hacía imposible la lucha, el rey regresaba a la corte para estar con María Luisa Gabriela. La reina, aunque procuraba disimularlo mostrándose alegre e intentando hacer una vida normal, seguía sintiéndose débil y estaba seriamente preocupada porque sus fiebres no cesaban. Al menos, los médicos habían decidido que no estaba aquejada de tisis, como se temió cuando, además, tuvo una bronquitis muy fuerte que la hacía toser de modo tan profundo que la dejaba exhausta, durante el mes de enero.

En febrero, María Luisa Gabriela se recuperó un tanto, a fuerza de voluntad y resistencia. No quería que su esposo pensara que era una pusilánime y empeñó toda su energía en comer más, en salir a pasear y en todo aquello que pensó que podía fortalecerla. Durante un tiempo pareció que la cosa funcionaba y al menos eso le hizo sentirse mejor. Los médicos, por su parte, aunque no daban con el remedio que devolviera plenamente la salud a la reina, mantenían que los males de María Luisa Gabriela no eran graves y que la fiebre acabaría remitiendo por sí misma, en breve, pero ella no acababa de estar de acuerdo. Había algo dentro de ella que no funcionaba; que la mermaba; que la cansaba. Algo indefinible que la vaciaba de energía, sin que ella pudiera evitarlo. Desde el parto del infante Felipe, no había vuelto a sentirse como antes, por más que lo intentaba con todas sus fuerzas. No había vuelto a mirar el mundo con la confianza que da la conciencia de la buena salud y la juventud. Cada día, de un modo u otro, había sido un trabajo. Lo que antes no le costaba nada, ahora se le hacía cansino y a veces hasta agotador, pero estaba educada en una escuela de deber y eso era como un armazón que le ayudaba a compensar la falta de fuerzas físicas.

A pesar de sus altibajos de salud, se acostaba con el rey todas las noches, con una sonrisa en los labios, y su amor, a veces tempestuoso, a veces exangüe, le permitía cumplir puntualmente con sus deberes conyugales. Se lo había impuesto a sí misma como su más sagrado deber y lo cumplía, se sintiera como se sintiera, sabiendo que para Felipe V su necesidad de estar físicamente con ella era algo que no podía dejar ni un solo día sin que le costara sufrimiento.

Y mientras la reina luchaba con la enfermedad su batalla silenciosa, en Madrid, todos estaban pendientes de las negociaciones de paz de Luis XIV con los aliados, que eran el verdadero peligro que seguía amenazando el trono de Felipe V. El rey de Francia, por lo que se sabía en Madrid, había llegado a proponer la rendición de la Alsacia, que era un jugoso bocado para los aliados, e incluso en un momento de desesperación el reconocimiento de Carlos III como rey de España, incluyendo la prohibición de los súbditos franceses de servir en la Península, ofreciéndose a dar suministros a los ejércitos aliados en España, lo cual le hubiera transformado en enemigo de su propio nieto que no pensaba dejar la corona ni a instancias de su abuelo ni por la presión de los aliados.

Asombrosamente, los aliados no aceptaron esta última propuesta contra natura del rey de Francia que hubiera sido probablemente un réquiem por Felipe V. En la corte de Madrid no sabían si la negativa de los aliados se debía a que además Luis XIV pedía que se devolviera Baviera al elector o si al hecho de que tenían que permitir a Jacobo III de Inglaterra, exiliado en Francia, elegir nuevo destierro libremente, pero en cualquier caso la ceguera y el orgullo de los ingleses, holandeses e imperiales era un balón de oxígeno para el rey de España, que en esas horas tan duras comprendía que si su abuelo también luchaba contra él no habría posibilidades de mantenerse en el trono ni siquiera con el apoyo del pueblo castellano.

Felipe V se había hecho rey, a fuerza de luchar; día a día, dificultad a dificultad. Desde la salida de Amelot se estaba ocupando personalmente de los asuntos de Estado, apoyado por la reina y la princesa de los Ursinos, y encontraba placer y sosiego para su espíritu preocupado en la ordenación de los asuntos del gobierno. De hecho, la primera medida de las nuevas que adoptó fue la formación de un gabinete de crisis que supuso el cambio de algunos secretarios, dando a Melchor de Macanaz el puesto de secretario de Despacho. Bajo su mano firme y trabajadora, seguirían llevándose a cabo con eficacia las reformas proyectadas por Amelot. Fuera como fuese, por más que lo intentaran disimular con procesiones solemnes, fiestas, saraos, conciertos y representaciones teatrales, el espíritu de los reyes estaba verdaderamente consternado. Y esa consternación se hizo mayor cuando, en los últimos días del mes de marzo, la princesa descubrió, sin que hubiera posibilidad de error, que el poderoso duque de Medinaceli era la cabeza de una nueva conspiración contra Felipe V.

Don Luis Francisco de la Cerda, duque de Medinaceli, de Segorbe, de Camiña, de Denia, de Tarifa, de Alcalá de los Gázules, entre otros muchos títulos, aparte de ser el mayor terrateniente de España, era, sin duda, el primero entre los grandes, por descender directamente del príncipe don Alonso de la Cerda, heredero del trono de Castilla, que renunció a él en favor de su tío, primero regente y luego rey, con el nombre de Sancho IV, recibiendo a cambio el condado de Medinaceli con rico estado, en el año 1368. Siendo un noble de tal importancia, la detención del duque se hizo con todo cuidado para no vulnerar su honor. Por orden directa del rey, fue detenido por dos coroneles de la guardia que eran títulos del reino y varios oficiales, todos de excelentes familias, que le trataron con todos los miramientos debidos a su rango y lo llevaron en uno de sus propios coches, como había pedido como favor, hasta su prisión en la Torre de los Lujanes, ocupando el mismo lugar donde estuvo casi doscientos años antes que él el rey Francisco I de Francia, prisionero de Carlos I, tras la batalla de Pavía, y se le puso una guardia férrea que imposibilitase todo intento de liberar al prisionero, aunque se le permitió recibir visitas de su familia y mantener correspondencia con quien lo deseara en el exterior, aunque sus cartas serían leídas previamente por la princesa de los Ursinos.

Considerando la importancia del reo, el rey en persona quiso verle una vez en la torre para pedirle explicaciones de su conducta y se dirigió al lugar, que estaba muy cerca de palacio, en carroza cerrada y vestido de negro riguroso, como gustaba de hacerlo, a veces, cuando algo le disgustaba profundamente.

El duque, al ver entrar al rey, se levantó de la butaca donde estaba sentado, meditando, con un reflejo de su antigua cortesía.

—¿A qué debo el honor de esta visita? No esperaba vuestra presencia en mi prisión.

—No podía menos que venir, don Luis Francisco. Sois el primer grande del reino y por vuestras venas corre la sangre de los viejos reyes de Castilla y somos parientes por los varios enlaces antiguos que ha habido en nuestras familias. Hasta en nuestros blasones compartimos las lises de Francia.

—Eso es cierto. Os agradezco la deferencia que me hacéis. Os aseguro que no la esperaba.

—Entonces me conocéis poco todavía o es que no habéis querido hacerlo aunque lleve nueve años en España, primo. Os aseguro que cuando la princesa de los Ursinos me ha dicho que conspirabais contra mí me ha costado creerlo, y como, en este caso tan particular, no me quiero guiar sino por mi corazón y mis propios oídos, he venido en persona a preguntároslo. ¿Es cierto que conspiráis contra mí?

—Cierto es, señor —dijo el duque mirando al rey a los ojos, sin titubear ni un instante—. Ya sabéis que me he opuesto a muchas de las innovaciones que habéis traído de Francia desde el principio, pero lo que habéis hecho, al conculcar los fueros de Aragón y Valencia, donde además soy el primer propietario, me ha hecho alejarme de vos y conspirar contra vos. No me avergüenza decíroslo. Y si no hubierais descubierto la conspiración a tiempo, hubierais sido aprisionado junto a la reina y esa intrigante de la princesa de los Ursinos, y probablemente estaríais ahora donde me hallo yo, esperando la llegada del rey Carlos III a tomar posesión de vuestra corona. Me parece que no os dais cuenta de que somos muchos ya los que estamos contra vos.

—Ninguno de sangre real como vos; ninguno con vuestro peso político y vuestro poder. ¿Sabéis que al hablarme como lo habéis hecho os estáis condenando vos mismo? Me estáis forzando a encerraros para siempre y a expropiar todos vuestros Estados.

—Podéis encerrarme y ajusticiarme si lo deseáis. Estáis en vuestro derecho y yo lo ordenaría probablemente si estuviera en vuestro lugar. Pero mi defección de vos no os da el derecho a tomar lo que es nuestro. Es poco a cambio de la corona de Castilla que cedimos y no sería justo, señor. Mis hijos son tan de sangre real como lo soy yo y no han hecho nada para merecer un expolio que todos en España denigrarán y os afearán. Haced lo que queráis conmigo porque, en verdad, yo ya no os considero mi rey. Habéis traicionado mi confianza y no me gusta el modo en que estáis destrozando las tradiciones sagradas de la monarquía. Y os adelanto que el duque de Uceda, vuestro antiguo embajador en Roma, también piensa igual que yo y se ha ido a jurar obediencia a nuestro señor, el rey Carlos III. Os lo digo porque ya está en el campo del verdadero rey, para que lo sepáis. La princesa de los Ursinos, vuestra espía en la grandeza, os lo confirmará.

—Vos lo habéis querido, primo. No me dejáis otra opción que ser implacable con vos porque veo que no os arrepentís de nada.

—Os equivocáis de nuevo, mi señor, duque de Anjou. Me arrepiento profundamente de haberos dado mi apoyo y mi confianza durante estos años, de haberos tenido por rey y de haberos honrado como tal. Eso se acabó. Para mí ya no sois más que un usurpador del trono que corresponde al legítimo rey, don Carlos III de Austria, que piensa mantener los fueros y libertades de los reinos españoles de Aragón, Valencia, Cataluña y Navarra y no se propone arrasar lo que la historia ha consagrado, porque no os convenga a vos. ¿Cómo pudimos estar todos tan ciegos y ser engatusados por el duque de Harcourt para apoyar un cambio de dinastía que es tan contra natura? Creo que nunca me lo perdonaré. España es de la casa de Austria y esta casa es la que la entiende tal y como es, no la de Borbón que ha venido a alterarlo todo en su estricto beneficio.

—Parece que no tenemos más que hablar Medinaceli. Sabed que vuestros palacios, casas y estados serán confiscados hoy mismo y en breve garantizo que si mantenéis ante el tribunal lo que habéis afirmado ante mí…

—No lo dudéis ni un instante.

—Entonces podéis daros por preso de por vida.

—Eso será si conseguís manteneros en el trono.

—Creo que Dios está conmigo y Castilla también, aunque vos no lo queráis.

—Espero que os equivoquéis, por el bien de la monarquía española. Vuestro abuelo no podrá sosteneros mucho más tiempo y Carlos III tiene a su lado a su hermano, el emperador José I, y a los aliados. Vuestros días en España están contados, Anjou.

—Más bien lo están los vuestros, Medinaceli. Os olvidáis o no queréis ver que los pueblos de Castilla, Andalucía, Extremadura, Galicia, Asturias, Cantabria y Navarra me apoya incondicionalmente y que juntos forman la mayoría de los Estados de la monarquía. Y os olvidáis también de que soy un Borbón, y que los Borbones nunca soltamos un Estado cuando se nos da. Vengo de un linaje que toma reinos. Soy descendiente de Enrique IV, el que dijo que «París bien vale una misa», y yo os digo que España bien vale mi propia vida, mi lucha y mi sacrificio. Os garantizo que los Austrias no volverán a sentarse en el trono que ya es mío por herencia, mientras yo esté vivo. Pero quizás vos, que venís de un linaje que cedió su corona a un usurpador, no podáis entender esto.

—Buen discurso, Anjou. Veo que pensamos de modo distinto en todo. En efecto, sois un buen Borbón y eso no conviene a España. Dejadme solo, con mis meditaciones y vos, id a robar lo mío, que veo que os urge, y a defender la corona que no os corresponde.

—¡Ah! ¡El famoso orgullo español! Os lo vais a tener que tragar, os lo aseguro.

—Pues lo haré, si es menester. He tomado partido definitivamente y cuando un duque de Medinaceli lo hace, no da marcha atrás, para bien o para mal.

—Pues será para mal. Lo siento por vos. Adiós.

—Adiós, Anjou —dijo el duque dándole la espalda.

El rey salió de la prisión, indignado. No esperaba una actitud tan rebelde, despreciativa y orgullosa de Medinaceli. Se dirigió a palacio meditando sobre lo que debía hacer. Desde luego, lo primero era la confiscación de todas las rentas y propiedades del duque. Luego ya se vería si se las reintegraban a sus herederos o no. Y desde luego, había que hacerle un juicio secreto y rápido y luego encerrarle en un castillo bien vigilado. Quizás un lugar como Segovia estaría bien.

¿Cómo se había atrevido a hablarle como lo había hecho? Desde luego, la soberbia de la grandeza de España seguía sorprendiéndole.

El juicio del duque de Medinaceli se llevó a cabo con la mayor discreción, en abril. No era momento para desatar especulaciones pero, aun así, la corte fue un hervidero de rumores. No en vano era el primero de los grandes y su detención fue un golpe y un aviso para los que conspiraban con él. Se había acabado la tolerancia de conductas equívocas. El que no fuera leal, que se preparara para asumir las consecuencias, fuera quien fuera. El juicio fue secreto, por voluntad del rey, y después de encontrarle culpable el tribunal, se le envió al alcázar de Segovia fuertemente custodiado.

La tensión en la corte crecía cada día. En mayo de 1710, cuando se suponía que iba a comenzar la ofensiva aliada, el rey regresó a Aragón, a ponerse al frente del ejército que comandaba Villadarias. Prefería estar allí para afrontar el destino desde primera fila, antes que esperar en palacio. ¿Qué iba a pasar? Nadie lo sabía. De hecho, en Madrid estaban sorprendidos de que no se hubiera producido ya un ataque para el que no había defensa posible. ¿A qué esperaban los aliados? La incógnita estaba en el aire y afectaba a todos, desde los reyes hasta el último campesino del reino.

La reina, en la capital, se encargaba del gobierno, una vez más junto a la princesa de los Ursinos y los secretarios del rey, y aunque no se sentía bien, ocuparse del gobierno la tenía entretenida, olvidándose de sus males, y además para que no se hablase de su maltrecha salud, se obligaba a salir cada pocos días y a mostrarse sonriente en público. Consideraba que el pueblo no debía verla enferma ni dolorida y por eso incluso salía a caballo, aunque para ello tenía que hacer verdaderos esfuerzos.

El mes de junio transcurrió tranquilo, sin sobresaltos, en el frente, aunque las noticias que llegaban de las conversaciones de paz que seguían teniendo lugar eran más que intranquilizadoras. En Madrid corrió la voz de que los aliados no atacaban todavía porque habían pedido al rey de Francia que fuera él mismo el que se encargara de destronar a su propio nieto, con sus armas. El pueblo no podía creerlo y pronto se consideró que todo no era sino un rumor propagado por agentes del archiduque, pero la realidad era que, en efecto, los aliados habían hecho esta propuesta a Luis XIV. María Luisa Gabriela y la princesa de los Ursinos esperaban con inquietud la llegada de un mensajero de Francia, un día tras otro, con noticias fidedignas de lo que estaba pasando en La Haya. La reina había escrito a su hermana María Adelaida, duquesa de Borgoña, para que la tuviera al tanto de la marcha de las negociaciones dado que Luis XIV y madame de Maintenon no le decían nada, pero tampoco su hermana le escribía. La reina de España y la princesa de los Ursinos vivían con una preocupación mortal y deseaban saber cuanto antes cuál era la decisión del monarca francés al respecto de la proposición aliada. Pasaban los días juntas, a veces en silenció, esperando y esperando. Sus conversaciones giraban siempre en torno a lo mismo. Sólo ante la princesa y ante su amiga Antonia, se atrevía la reina a mostrarse tan agobiada como se sentía. Y el mensajero seguía sin llegar.

La princesa de los Ursinos entró en el gabinete privado de la reina como tantas veces y, tras inclinarse ante ella, María Luisa Gabriela le pidió que se sentara a su lado.

—¿Cómo os sentís, majestad?

—Bien, más o menos como de costumbre.

—¿Habéis sentido subir la fiebre? Os veo con el rostro arrebolado.

—No sé, Ana María. Ni me he dado cuenta. Sólo espero que llegue el mensajero de Francia y que nos saque de esta angustiosa espera. ¿Cuándo va a venir de una vez?

—Cuando menos lo esperemos, majestad, como siempre. De todos modos, debemos tranquilizarnos. Lo que los aliados piden al rey de Francia es algo absolutamente inaceptable.

—¿Y por qué, entonces, no ha dicho que no desde el principio de modo rotundo? Yo sigo teniendo en mente que propuso reconocer al archiduque como rey, hace pocos meses.

—Nunca entenderé eso, mi señora. Probablemente se debió a que Francia estaba talmente desvalida. Ahora no creo que el rey, vuestro tío abuelo, pueda aceptar la propuesta aliada de ser él mismo quien destrone a su nieto. No me es posible imaginarlo. Los aliados pretenden crear un Saturno moderno que devore a sus hijos.

—¿Y qué crees que hará Luis XIV, Ana María? Tú le conoces mejor que yo.

—Imagino que ganar tiempo, que es lo más importante. De momento, con todo esto, ya ha dado tiempo a que el duque de Berwick impida la invasión de Francia por el centro y el sur, mientras que el duque de Borgoña y Villars han sido encargados de defender el norte. Cada semana que pasa, es mejor para nosotros.

—¿De verdad opinas eso? A mí sólo me tranquilizaría recibir una carta suya diciéndome que nos envía nuevas tropas. No olvidemos que la amenaza que tenemos aquí es doble. De un lado, la fuerza de ingleses e imperiales y, de otro, nuestra propia debilidad. No veo el momento de que por fin podamos ser autosuficientes a la hora de cubrir los gastos del Estado. Tenemos que arbitrar un modo de rentabilizar mejor la plata de las Indias, las rentas de la corona y el resto de ingresos del Estado, sin que se pierdan en tantas manos ávidas las riquezas del reino. Sólo así podremos reinar con tranquilidad.

—En verdad, majestad, os estáis haciendo una gran reina. La promesa de hace unos años se ha hecho realidad.

—Ana María, en todo caso, soy una reina exhausta. ¿No me ves acaso? Tú me conoces mejor que nadie y a ti no puedo esconderte que se me hace duro levantarme del lecho cada día. Incluso me cuesta satisfacer a mi esposo en el lecho, por más que le amo, pero es que nunca me siento con fuerzas y todo me cansa, incluso lo que más placer y contento me daba se me hace un mundo.

—Pero nadie lo nota. Eso también es parte de vuestra grandeza, majestad. Todos os ven firme al lado del rey, como una roca.

—Y yo me siento más bien como una nube, frágil, a punto de desvanecerse, en cuanto la toquen. Me avergüenza mi debilidad. El rey no se merece eso.

—El rey está encantado con vos y os ama como ningún rey de Europa ama a su consorte. Y eso lo sabéis tan bien como yo.

—Y yo le amo a él del mismo modo. Daría mi vida por él si con ello garantizara su trono.

—Creo que la mejor garantía del mismo sois vos, majestad. Por eso tenéis que poneros bien. A ver si esta incertidumbre concluye pronto y con bien. Entonces, podríamos ir al norte a que os den los sanos aires de la montaña. Allí seguro que se os van todos los males.

—Ya veremos, cuando llegue el momento. Ahora no me lo quiero ni plantear. Lo que me temo es que la ofensiva aliada arrase nuestro pobre ejército y consiga recuperar lo perdido en estos años, ante nuestra debilidad militar. Eso es lo que me aterra.

—Nunca conseguirán conquistar Castilla, majestad. El reino castellano no aceptará a ningún otro rey que a Felipe V y a ninguna reina que no seáis vos. La historia nos muestra eso; cuando Castilla ha elegido a su rey, nadie consigue quitárselo por la fuerza. Sólo si os matan, podrán reinar aquí.

—Pues eso también lo han intentado, Ana María.

—Sí, pero ni se os han acercado desde que se estableció la guardia. Ésa es vuestra salvaguarda y en el rey y en ellos podemos confiar ciegamente.

—Ahí te doy toda la razón. Desde que pasó lo del banquillo, no he vuelto a pasar miedo. Ahora me siento protegida, de noche y de día. Y mi niño, el príncipe Luis, también puede dormir tranquilo.

—Sí, majestad. Gracias a Dios, su alteza está creciendo sano y bien. No le afectan demasiado los fríos y come bien, lo cual es síntoma de buena crianza. No parece que vaya a darnos problemas ni preocupaciones. Si Dios quiere, será un bello príncipe, porque cada día está más guapo y tiene rasgos de vos y del rey. De su majestad tiene la forma del rostro; de vos, los ojos y la boca.

—A esta edad cambian mucho. A mí me recuerda mucho más a mi hermana, la duquesa de Borgoña, que a mí.

—No lo había pensado, pero quizás tengáis razón en que tiene un parecido con vuestra hermana —dijo la princesa de los Ursinos, recordando la última vez que había visto a la duquesa de Borgoña en Versalles, con su rostro fino y elegante—. En efecto, había algo de ella en el príncipe de Asturias.

—Sí, Ana María. Mi hermana María Adelaida se parece más a nuestro padre, tiene el rostro alargado, mientras que yo soy más como nuestra madre; mi rostro es redondeado. De todos modos, aún no ha cumplido los tres años y, a esa edad, los niños cambian mucho. Ya veremos cuando sea más grande.

—Sí. Eso es algo que siempre me ha fascinado, majestad. Mi hermano, el duque de Noirmoutier, tiene un hijo que es igual a él, como una gota de agua. Tanto que casi da grima. Es como si su madre no hubiera dejado en él nada suyo. A mí me recuerda tanto a su padre, cuando éramos jóvenes, que a veces me sobresalta. Y en cambio, mi hermana tiene una hija que no se le parece nada.

—Es muy hermosa la joven Lanti della Rovere. Me gustó conocerla cuando la trajisteis con vos. Deberíais hacerla regresar. A ver si la casamos aquí.

—Es una idea excelente, majestad. Os confieso que comienzo a sentir los años encima. Gracias a Dios, los tengo a raya en el espejo, pero debo confesar que no me pasa lo mismo en el espíritu. Ahí es donde pesan de verdad. Y la verdad es que me gustaría tener a esa joven que lleva mi nombre, aquí, a mi lado.

—Pues en cuanto se clarifique un poco el panorama actual, la invitáis y ya le encontraremos novio aquí. Es guapa y encantadora.

—Me alegra que os guste. Os confieso que es mi favorita, por lo ágil de su mente y lo bien que sabe salir de todas las situaciones, por comprometidas que sean. Es realmente divertida dando calabazas a sus pretendientes.

—¿Tiene muchos en Francia?

—Os aseguro que no le faltan, majestad. Y tampoco desparpajo para librarse de quien la molesta.

—En eso debe de haber salido a vos. No he visto nunca a nadie que maneje mejor a la gente que vos, Ana María. Sois capaz de estar con gente que os detesta y que a vos tampoco os gusta en absoluto, sin que se os mueva un músculo del rostro y se note el desagrado que os producen.

—Eso, majestad, es la escuela de Versalles. Y además, ¿cómo podría serviros si fuese esclava de mis sentimientos y los mostrara en público? Mis simpatías y antipatías no importan. Sólo es importante lo que os conviene y lo que no os conviene a vos. Por eso, precisamente, siempre he tratado al duque de Osuna como si en realidad me cayera bien.

—Ése es uno de los casos más evidentes de lo que os digo. Creo que incluso está llegando a apreciaros, de tan bien como habéis sabido manejaros con él.

—No sé, majestad. Tengo mis dudas al respecto, pero eso no importa. Sé que el duque os es totalmente afecto y entre los grandes, salvo él, Medina Sidonia, Benavente, Infantado y Escalona, los demás siempre me hacen dudar. No sé si están a vuestro lado de verdad o si dudan y lo ocultan.

—De todo hay. Aún nos llevaremos muchas sorpresas. Eso es seguro, princesa. Yo cada día tengo más claro que sólo confío plenamente en vos y en Antonia; también lo hago en la anciana duquesa de Terranova y en las esposas de los que habéis mencionado, pero eso es todo. No llega a diez personas en medio de la corte, lo cual es bastante poco.

—Por cierto, majestad, ¿qué tal sigue la marquesa de San Antonio? La vemos poco en palacio y debiera venir más.

—A mí me encantaría que lo hiciera, Ana María, pero no la fuerzo a hacerlo. Desde que murió su hermana, ha cambiado mucho. Ana era la alegre, la divertida; siempre andaba metiéndose con Antonia y eso hace que todavía la eche más de menos, porque Antonia siempre ha sido más reservada, más tranquila y, sin su hermana, se está volviendo casi huraña.

—Eso no es bueno para ella, majestad.

—Ya se lo he dicho, Ana María, pero la verdad es que ha encontrado refugio en la religión y ni siquiera su esposo la contenta.

—Me parece que el conde de San Carlos está comenzando a molestarse por el exceso de piedad de la condesa.

—Puede ser, Ana María. La verdad es que se está haciendo una beatona. Cada vez se viste con menos deseo de seducirle; ha dejado de lado toda su coquetería y eso no le gusta a ningún hombre, y menos cuando Antonia sólo tiene veintitrés años.

—Ya que el asunto ha salido, majestad, tengo que haceros una confidencia. Mis oídos de la corte, que, como sabéis son infalibles, me han dicho que el conde se ha buscado una amante.

—¿Y quién es la mujer en cuestión? —dijo la reina, entre sorprendida y molesta con la revelación.

—Es Cara, la hermosa cantante italiana que vino con el duque de Tarsis y cuya voz tanto os agradó en la velada en casa del príncipe Pío.

—Pues ahora ya no me gusta nada. No entiendo que un hombre actúe así con su esposa, después de haber sufrido la pérdida de su hermana y su sobrino, y menos siendo íntima amiga de la reina. Está consiguiendo ofenderme. Hace poco más de dos años que están casados y no voy a tolerar una conducta así en la corte, que además deshonra a mi amiga Antonia. ¿Sabe ella algo de esto?

—Creo que no, majestad.

—Pues evitemos que se entere. Quiero que esa cantante deje la corte, esta misma tarde, Ana María. No deseo que se quede en Madrid ni un minuto más de lo necesario, ni que le dé tiempo a despedirse de él. Y si no quiere irse por las buenas, que la saquen por las malas. La quiero fuera de la capital hoy mismo. ¡Menuda urraca!

—Se hará como gustéis, majestad. Firmadme la orden y esta misma tarde saldrá en dirección a la costa.

—Me parece bien —dijo la reina, firmando un pliego en blanco—. Rellenadlo vos misma, princesa. Que la embarquen hacia Italia, desde Valencia. Si es posible que sea mañana mismo, mejor que si es pasado mañana. ¡Habrase visto desfachatez semejante!

—Así solucionaréis el caso presente, majestad, pero sería mejor que hablarais con la marquesa de San Antonio, para prevenir la aparición de otras. Como vos misma habéis señalado, vuestra amiga Antonia está descuidando demasiado sus deberes de esposa y dedica demasiado tiempo a la religión. Y ya sabéis, majestad, que a los hombres les gusta que los cuiden, los halaguen y los admiren. Son como niños. Y si no encuentran eso en su casa, pues lo buscan fuera. Y como no podéis exiliar a todas las mujeres que le vayan a dar comprensión al conde… Creo que es mejor sanar la causa del mal que la manifestación del mismo. Porque si la causa sigue ahí, siempre volverá a manifestarse el mal, de un modo u otro.

—Pues te voy a hacer caso, Ana María. Antonia me va a oír. Quizás necesite unas palabras serias que la hagan reaccionar. Además, tampoco sé cómo va a tener familia si ni siquiera lo intenta. Lo de Ana fue una tragedia horrible, pero la vida sigue y debemos aceptarlo. Yo la echo de menos tanto como ella, pero lucho con mis males y mis demonios y procuro tenerlos a raya, y ella debe hacer lo propio con los suyos.

—Me parece, majestad, que si conseguís hacérselo ver, todo irá mejor.

—Lo procuraré, Ana María. Es menester por su propio bien.

La reina y la princesa siguieron hablando, distraídas por la mutua compañía mientras esperaban, y acabó haciéndose de noche, pero el correo no llegó. Y tampoco lo hizo al día siguiente, ni dos días después. El silencio había de durar aún un tiempo y en Madrid debían aguantar como pudieran la tensión de la espera. Luis XIV meditaba cuidadosamente la respuesta que iba a dar a los aliados, pero conforme pasaban los días, la reina y la princesa iban cobrando la esperanza de que el rey de Francia, en verdad, estaba sólo ganando tiempo.

Felipe V, mientras, tanto, estaba al frente del ejército, acampado en la ribera izquierda del caudaloso río Segre, que aun en verano corría con fuerza. Era un buen campamento, bien provisto de víveres, próximo a Lérida, ciudad que estaba bajo control del rey. Muy cerca, del otro lado, en la parte de Cataluña fiel al archiduque, estaba el ejército mandado por el conde de Starhenberg y el general Stanhope, compuesto por casi veinticinco mil hombres, bien pertrechados, con excelente estado de moral, que sólo esperaban órdenes de sus mandos para iniciar una campaña que se les auguraba exitosa. Y el momento del ataque llegó cuando el archiduque en persona fue a unirse a las fuerzas de los dos generales. Había llegado el tiempo de dejar a un lado las contemplaciones. Sin los ejércitos franceses, las tropas aliadas eran muy superiores a las españolas y, aprovechándose de eso, el archiduque había pensado dar un golpe de mano definitivo para conquistar el trono de España por las armas y así forzar al rey de Francia a asumir la derrota de su nieto, ya que aún no había dado una respuesta a la pretensión aliada de que lo destronara el mismo. El mariscal austríaco y el general inglés estuvieron de acuerdo. Sus espías les decían que el ejército que tenían enfrente era netamente inferior al suyo y que, por más que el rey Felipe V en persona estuviera al frente, no tenían posibilidades de éxito. Incluso mejor, si conseguían capturar al rey en la batalla, entonces todo sería aún más fácil y la guerra podría considerarse ganada de un solo golpe.

El archiduque Carlos dio la esperada orden y las tropas aliadas comenzaron a moverse. Querían dar a los españoles una batalla en un lugar donde su evidente superioridad numérica y táctica les fuera de ayuda. Durante dos semanas maniobraron, hasta que por fin, la mañana del día 27 de julio, viendo que las tropas de Felipe V estaban junto al río Noguera, cerca de la villa de Almenara, un lugar considerado adecuado para la colocación ventajosa de los batallones aliados, se decidió el ataque.

La batalla de Almenara fue un derroche de valor por parte de los partidarios del rey. Felipe V en persona, al frente de los dos regimientos de la guardia, los dos mejor armados y motivados, quebró el centro del frente enemigo, entrando profundamente en sus filas, de modo que puso su vida en peligro al ir demasiado lejos. El mariscal, conde de Montemar, tomó a su cargo un regimiento de la mejor caballería, el de órdenes, y se dirigió a proteger al rey, a quien los aliados querían a toda costa capturar. Montemar consiguió, a costa de muchas pérdidas, rodear al monarca y llevarlo de nuevo a terreno seguro. Mientras tanto, el ejército de Felipe V, al mando de Villadarias, estaba siendo derrotado en ambas alas, aunque la derecha resistió mejor que la izquierda y se rehízo hasta lograr un equilibrio de fuerzas que fue vital para la posterior retirada. El centro, con los escuadrones de la guardia de Corps bien entrenados y armados, pudo resistir mejor de lo esperado y sólo fue vencido, tras un considerable esfuerzo, por las armas aliadas.

La derrota de Almenara, de todos modos, a pesar de los esfuerzos y de la superioridad de los aliados no había sido decisiva. Los españoles habían perdido mil hombres en el campo y les habían hecho quinientos prisioneros, mientras que los aliados habían perdido sólo cuatrocientos hombres. Las tropas españolas se retiraron ordenadamente. El ejército de Felipe V seguía resistiendo y, esa noche, todos hablaban orgullosos de la gesta del rey en el campo de batalla. La derrota, al menos, había sido endulzada por el valor de Felipe V. No obstante, la lección que se podía sacar de la lucha es que los anglo-imperiales estaban muy bien armados y motivados y que no pensaban dejar perder la ocasión de provocar un serio revés a las tropas de Felipe V, porque aún sabiendo que se retiraban hacia la protección de las murallas de Lérida, les siguieron de cerca.

El rey comunicó a su esposa la derrota en una escueta misiva. La reina, en la capital, salió al balcón de palacio, para dar el parte de guerra a los madrileños, que hubieron de oír de labios de una María Luisa Gabriela enlutada que el rey había perdido la batalla de Almenara y que se retiraba a Zaragoza, porque Lérida no era protección suficiente, aunque también hubieron de oír de sus labios poco después la buena noticia de que Luis XIV había roto las negociaciones de paz y pensaba apoyar de nuevo al rey de España, con todas sus fuerzas, cosa que llenaba de esperanza a muchos corazones en esos momentos de grave peligro.

Los días siguientes, todos estuvieron pendientes de las noticias del frente. A petición del rey, el marqués de Bay dejaba el mando del ejército de Portugal para unirse con él en Zaragoza, mientras que el de Villadarias iba, en su lugar, a Extremadura. A su paso por Madrid, el general recibió unas cartas de la reina para Felipe V. Una era personal, en que le decía lo orgullosa que estaba de él y le pedía que no volviese a ponerse en peligro, y en otra le comunicaba oficialmente que su abuelo, el rey de Francia, acababa de escribirle, reafirmándole el apoyo a su nieto y diciéndole que iba a enviar de nuevo ayuda a España, en forma de un poderoso ejército al mando del duque de Vendôme. María Luisa Gabriela pedía al rey que, si podía evitarlo, procurara no combatir hasta que llegara el refuerzo francés.

Pero los aliados también sabían esto y no pensaban dejar pasar la oportunidad de derrotar a un ejército inferior en número y calidad. Implacables, llegaron hasta los alrededores de Zaragoza, sólo cinco días después que el marqués de Bay, y el día 20 de agosto, a las ocho de la mañana, se iniciaría la batalla que se iba a saldar con una derrota del ejército de Felipe V, que fue mucho más severa que la de Almenara y que supuso la pérdida de casi cinco mil hombres y la captura de unos tres mil, que daban el deseado y buscado éxito a los anglo-imperiales.

No teniendo seguridad de la lealtad de Zaragoza, el rey decidió retirarse hacia Castilla, mientras el archiduque entraba en Zaragoza y era recibido con grandes muestras de alegría. Se había producido precisamente lo que habían intentado evitar a toda costa. La derrota de Zaragoza devolvía el control del reino de Aragón al archiduque y la cosa probablemente no iba a quedar ahí, ya que los restos del ejército español derrotado no podían oponer ninguna resistencia a una fuerza invasora anglo-imperial que tenía sus efectivos en perfecto estado y estaban animados por la gran victoria obtenida.

La reina, de luto riguroso, comunicó a los madrileños la derrota de Zaragoza, con lágrimas en los ojos, y pudo ver cómo éstas estaban también en los de muchos de los madrileños que la escuchaban, que, tras un silencio pesaroso, dieron vivas a la reina valiente y al rey Felipe V, emocionándola. Pero el apoyo moral de la población de Madrid no podía evitar el desastre.

El rey llegó a la ciudad el día 1 de septiembre. Entró de modo discreto, acompañado por la guardia. No hubo celebraciones porque no había nada que festejar. La gente, no obstante, al verle pasar, le vitoreaba, pero en sus voces había pesar y miedo y Felipe V lo detectó. En cuanto llegó al alcázar, se reunió con la reina y la princesa de los Ursinos y decidieron que lo más urgente era la evacuación de la capital. Había que prever que los aliados querrían tomar de nuevo Madrid. Ahora, de lo que se trataba era de saber eludir una derrota definitiva. Había que hacer tiempo como fuera. Era evidente que la ayuda francesa llegaría pronto y lo mejor para conjurar el peligro —decidieron, en acuerdo unánime— era acudir al pueblo de Castilla para guarecerse del enemigo. La corte no iría hacia la frontera francesa de momento, sino hacia el corazón de Castilla la Vieja, a la antigua capital de Valladolid.

Días después, cuando se puso en marcha la comitiva real, Felipe V y María Luisa Gabriela recibieron la mayor de las ovaciones mientras se iban, más incluso que cuando celebraron su regreso tras la victoria de años atrás. A diferencia de 1706, la ciudad quedó esta vez medio desierta. Los miembros del gobierno, el ochenta por ciento de los funcionarios, muchos nobles y comerciantes, incluso ciudadanos de a pie, salieron detrás de los reyes. No querían estar allí cuando llegara el archiduque.

La llegada a Valladolid, el día 16 de septiembre, fue otra entrada triunfal, que les demostró que habían hecho bien en dirigirse al corazón de Castilla, para su defensa. Allí, en los momentos de peligro que estaban pasando, comprendieron que el reino más grande de España ya había decidido, y quizás el abandono de su nieto por parte del rey de Francia había sido el último empujón para confirmar que Felipe V era el monarca que querían. Nadie más se iba a sentar en el trono de Isabel la Católica, si no era capaz de triturar a los castellanos.

Cuando el día 28 de agosto el archiduque Carlos entraba en Madrid, se quedaba atónito al ver que lo hacía en una ciudad desierta, que además le daba la espalda. Muy pocos nobles quedaban en la capital para recibirle y también eran muy escasas las autoridades municipales.

Ahora cada día que pasaba era esencial. Mientras Carlos quería coronarse en Madrid, llegó a Valladolid el nuevo embajador de Francia, duque de Noailles, que era un viejo amigo de la princesa de los Ursinos, acompañado del general duque de Vendôme, a quien Felipe V apreciaba porque había hecho con él su primera campaña militar, al comienzo de su reinado, en Italia, y a quien había hecho grande de España tras la lejana batalla de Luzzara, en 1702. Al duque de Vendôme le acompañaba, como intendente, un abad italiano llamado Julio Alberoni, que cayó muy bien en la corte, se hizo amigo de la princesa de los Ursinos y se ganó el aprecio de los reyes por su gracia y viveza.

Noailles y Vendôme apreciaron el amor de los castellanos por su rey y así lo comunicaron a Luis XIV. El rey de Francia comprendía que había estado a punto de cometer un error fatal, abandonando a su nieto, y ahora quería reafirmarle su completo apoyo. Las Dos Coronas no iban a dejarse derrotar por los anglo-imperiales. Felipe V se había ganado su reino a pulso y su abuelo le ayudaría a conservarlo. Dado que en Valladolid la enorme cantidad de gente que acompañaba a los reyes no podía mantenerse, porque había problemas de alojamiento y de comida que llegaban al hacinamiento en pequeñas casas, de los servidores del rey y la reina, había que hacer algo. El personal de palacio no cabía en las casas del conde duque de Benavente ni en las del almirante, y había un severo racionamiento de la harina y el pan, por la mala cosecha del año. Entonces, para evitar males mayores, se decidió trasladar la corte a Vitoria, de acuerdo con el duque de Vendôme, que en adelante tomaba el mando de las operaciones militares en la Península. El rey se uniría a Vendôme y al ejército, y la reina quedaría de nuevo al mando del gobierno del reino.

A pesar de que Madrid estaba ocupada y que Aragón y Cataluña estaban en poder de Carlos III, el rey y la reina estaban llenos de esperanza. Castilla les había mostrado que había tomado partido y, confiando en los castellanos, se lanzaron a recuperar el terreno perdido. Carlos III vería muy pronto que no podía mantenerse en una Castilla hostil, en pleno invierno, y los generales Starhenberg y Stanhope, que eran buenos militares, tendrían que hacérselo ver. Castilla podía transformarse en el ataúd de las pretensiones del archiduque y para evitarlo, sabiendo que llegaba un poderoso ejército de Francia, decidieron retirarse a Aragón, algo frustrados, porque no habían conseguido ni la derrota definitiva del rey Felipe V ni el apoyo de Castilla.