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1704-1705
El poder de la reina
La invasión de Portugal, tal y como la había planeado Berwick, comenzó siendo un rotundo éxito. Las tropas españolas entraron en Portugal, como una tenaza: Berwick, por Alcántara, el marqués de Villadarias, por el sur, y el duque de Híjar, por el norte, sin encontrar oposición, de modo que penetraron profundamente en el interior del reino vecino muy rápidamente, tanto que en poco tiempo estaban en posición de amenazar las ciudades más importantes del reino sin que se viera capacidad de defensa del mismo. No hubo ejército que se les enfrentara y las guarniciones portuguesas se mantenían en los castillos, a pesar de las conquistas de los ejércitos hispano-franceses.
Felipe V y María Luisa Gabriela recibían en la corte las noticias de la buena marcha de la campaña, pero a pesar del éxito militar no estaban contentos. Ya llevaban más de tres años en el trono español y querían ser reyes de su reino, no unos meros títeres de un poder extranjero, aunque fuera el que les había dado el trono. La crisis la había provocado la intromisión de Luis XIV en sus asuntos privados, al llamar a Francia a su camarera mayor: era algo que a la reina le parecía imperdonable, y el rey estaba plenamente de acuerdo con ella. Ya no se consideraban niños a quienes se pudiera manipular al antojo de nadie, ni siquiera su poderoso tío abuelo y abuelo. No les importaba que hubiera sido antaño Luis XIV el que la nombrara. Para los reyes de España, ella ya era una servidora suya, no de su abuelo, y en eso parecía estribar la grave diferencia de opiniones. Además, sin tener a Ana María en Madrid, la reina sentía que le faltaba algo fundamental, y no se equivocaba.
Ahora, desde que se levantaba, todo era diferente y le molestaba. Ya no controlaba lo que pasaba en el alcázar y, al ver a las damas cuchichear en su antecámara, ya no sabía de qué hablaban ni qué era lo que se decía ni lo que se rumoreaba en palacio y en la ciudad. Se había quedado sin sus ojos y oídos en la corte, desde que se había ido la princesa de los Ursinos. No tenía medios para saber cómo sentía cada cual y, lo que era más grave, tampoco conocía los cambios de bando de los cortesanos, los rumores de oscuras intrigas ni las posibles conspiraciones contra ellos; nada.
Sus amigas las duquesas de Terranova, Veragua e Infantado la visitaban y consolaban, pero la anciana duquesa de Terranova, por más que era una gran dama encantadora y atenta con ella, no podía compensar la falta de la princesa de los Ursinos, porque a esta señora, como a la duquesa del Infantado y a la de Veragua, la política no le interesaba y el interés de María Luisa Gabriela por los asuntos de Estado, las intrigas del poder y las medidas de gobierno casi les parecía una excentricidad.
La guerra con Portugal iba bien, le decían. No tenía que preocuparse de nada. El rey y sus ministros se encargarían de que todo marchara como debía. Ella sólo debía ocuparse de ser una buena reina, ser querida por el pueblo, como de hecho lo era, y rezar para que pronto acabara la guerra y que no asolara España, adonde todavía no había llegado. La realidad era que muchas de las damas españolas pensaban que con el rosario se arreglaba todo, incluida la guerra, pero María Luisa Gabriela era de otra opinión. No le gustaba que la dejaran de lado en ninguna decisión importante para el reino y Felipe V, que lo sabía, la tenía puntualmente informada de todo y le consultaba sobre cuantas medidas se iban a adoptar. De hecho, incluso sin la princesa de los Ursinos, el juicio político de la reina era bastante certero. Tenía un don natural, que la princesa había afinado, para saber qué era lo mejor en cada ocasión, y sus comentarios solían ser acertados e inteligentes, como pronto apreciaría el propio Louvois, al que más de una vez había dejado sin palabras, con argumentos de tanto peso que había tenido que reconocer el acierto de la reina y el error propio.
Pero lo que la reina quería a toda costa, y había hecho de ello una cuestión personal, era la expulsión del abad D’Estrées de España. Desde el mismo día que salió la princesa de la corte, el abad tuvo absolutamente prohibida la presencia en palacio. Había dejado de tener asiento en el Consejo y no se le recibía ni siquiera en audiencia pública ni se atendían sus peticiones. Sólo si tenía una misiva del rey de Francia para el soberano, se aceptaba su recepción, pero tenía que enviarla a través de un tercero, lo cual era una humillación constante para él. Pero por más que se sintiera incómodo, la cosa no se iba a quedar sólo en eso. María Luisa Gabriela pensaba hacerle la vida imposible mientras estuviera en España y sabía muy bien cómo conseguirlo. Había sugerido a Felipe V que diera instrucciones a los secretarios y miembros de los consejos para que tampoco atendieran a ninguna petición personal del embajador, y había pedido a los duques de Osuna, del Infantado, de Veragua, de Escalona, de Arcos, de Uceda, al marqués de Castel-Rodrigo y a los miembros influyentes de la corte que no le recibieran si querían agradarla y, a las más íntimas de entre las esposas de los grandes, les dio la consigna de que hicieran ver al abad, en toda ocasión que pudieran, que era persona non grata en la sociedad madrileña y que tenía las puertas de las mejores casas cerradas para siempre.
El siguiente paso planeado por María Luisa Gabriela iba a ser su ostracismo completo, que no llegó a tener lugar porque Luis XIV, comprendiendo que la mujer de su nieto no iba a parar en su campaña contra D’Estrées, decidió llamarle a Francia y nombrar en su lugar como nuevo embajador al duque de Gramont, un gran señor que estaba seguro agradaría a los reyes de España y que, a diferencia de los anteriores, no intentaría nunca prevalecer sobre los secretarios y ministros españoles.
Alegre por su triunfo, la reina, vindicativa, escribía a menudo a la princesa y al menos se sentía aliviada al saber que Ana María estaba disfrutando de su estancia en casa de su hermano, el duque de Noirmoutier, y que estaba moviéndose bien en la corte francesa, reverdeciendo relaciones con viejos aliados para conseguir deshacer con éxito las peligrosas y bien tejidas intrigas del cardenal y el abad contra ella. La princesa de los Ursinos escribía a su reina con frecuencia y le agradecía que hubiera escrito a su hermana María Adelaida, la duquesa de Borgoña. Ésta la había recibido con gran cariño y le había dado las mayores pruebas de amistad, gracias a estas cartas. Y además, el firme apoyo que le había ofrecido el duque de Borgoña, cuñado de la reina de España y primogénito del gran Delfín, también era importante. Era evidente que no estaba sola en Versalles, ni mucho menos. El afecto incondicional de su señora hacía que en la corte francesa la admiraran porque si algo era difícil de mantener, y muchos lo sabían por experiencia, era el favor de los reyes, sobre todo en los malos tiempos.
Conforme pasaban los meses, María Luisa Gabriela se iba poniendo más nerviosa, al dilatarse el esperado retorno de su camarera mayor. La princesa le decía, para tranquilizarla, que incluso la marquesa de Maintenon, que la había recibido con cierta frialdad inicialmente, estaba retomando la confianza que siempre habían tenido con ella desde la juventud y comenzaba a comprender la extensión de las intrigas de tío y sobrino D’Estrées, que, en realidad, lo que habían deseado era suplantar a la princesa de los Ursinos en la corte de Madrid y medrar en España, creyendo poder utilizar a sus reyes como peleles y los resortes del reino en su beneficio. La princesa terminaba cada carta diciéndole a la reina lo mucho que la apreciaba y que esperaba poder regresar a España muy pronto si todo iba bien.
María Luisa Gabriela mostró en este asunto su gran tesón y su inquebrantable voluntad e insistía ante el rey de Francia en su legítima pretensión de que se le devolviera a su servidora. Así, cada poco tiempo pedía de nuevo a Luis XIV que reconsiderara su decisión y le enviara a la princesa de los Ursinos a la corte de Madrid, donde no tenía cargo alguno. Era mucho más necesaria en España que en Francia y lo argumentaba una y otra vez, sin preocuparse de que su insistencia pudiera acabar molestando a Luis XIV. De hecho, bastante molesta estaba ella ya. Ante el silencio del rey de Francia, que se resistía a darle gusto y no daba su brazo a torcer, había optado por pedir también el apoyo de todo su entorno, comenzando por la marquesa de Maintenon y la duquesa de Noailles y acabando por el gran Delfín, su suegro. María Luisa utilizó especialmente su privilegiada relación con su hermana María Adelaida, hija del heredero del trono, para luchar a brazo partido por el retorno de la princesa de los Ursinos. En la corte francesa estaban asombrados por la lluvia de cartas de la reina de España; unas sutiles y encantadoras, otras más firmes, pero todas con un solo fin: el regreso de Ana María. Lo que ellos no comprendían es que no sólo lo hacía por ella misma, en lo personal, sino porque se sentía profundamente ofendida en su dignidad real, al no poder mantener a su lado a alguien que la servía y que no le había dado ningún motivo de queja, sino todo lo contrario.
Sintiéndose muy sola, decidió entonces llamar a Madrid a sus amigas de la infancia, Ana y Antonia Frattini. El rey de España, que quería verla contenta, la animó a invitarlas a España y su madre, la duquesa de Saboya, se encargó de preparar el viaje y organizarlo, de modo que apenas un mes después las dos jóvenes llegaron a Madrid, sanas y salvas. María Luisa Gabriela estaba muy contenta de haberlo conseguido con tanta facilidad. Además, la llegada a la corte de Madrid de dos damas saboyanas era un desafío directo a Luis XIV, que no había permitido que ninguna la acompañara a Madrid, cuando se casó. En realidad, esta vez nadie había osado interponerse en su decisión, cosa que casi le daba pena porque pensaba llevarla a cabo contra viento y marea. Ahora, gracias a la tensión con la corte francesa, sus amigas habían llegado a Madrid y estaba encantada de ello. Apenas podía creérselo cuando las dos hermanas fueron anunciadas en su antecámara. La llenó una alegría inexplicable que iluminó su rostro.
—Amigas mías. Me da mucho gusto que hayáis llegado bien. No os esperaba tan pronto —dijo, levantándose de su asiento mientras las dos se acercaban a saludarla. Las dos hermanas hicieron unas elegantes reverencias ante la reina de España, que mientras tanto las miraba para comprobar cómo les habían sentado los últimos tres años—. Habéis cambiado bastante y a mejor, según puedo apreciar.
—También vuestra majestad está algo diferente —dijo Antonia—. Pero se os ve muy bien.
—Señoras —dijo la reina, dirigiéndose a las damas de cámara que le hacían compañía—, déjennos solas, si tienen la bondad. Tengo asuntos privados que hablar con mis amigas.
—Como guste vuestra majestad —dijo la azafata, y se llevó a las señoras con ella—. Llamadnos cuando nos necesitéis.
La reina y las dos italianas esperaron a que salieran las españolas y en cuanto se cerró la puerta, detrás de ellas, María Luisa Gabriela se echó a los brazos de las dos hermanas.
—¡Dios mío! Cuánto os he echado de menos, mis queridas Ana y Antonia. No sabéis lo mal que lo pasé cuando os obligaron a regresar a Turín.
—Y nosotras también —dijo Antonia—. Ana estuvo llorando todo el camino de vuelta a casa.
—No hables de cosas tristes, Antonia. Ahora estamos juntas de nuevo y nuestra amiga es la reina de España. De verdad, se os ve muy bien, majestad —dijo Ana, mirándola apreciativamente.
—No utilices el tratamiento en privado, Ana. Sois mis amigas de toda la vida y eso os da ciertos privilegios. Para vosotras, sigo siendo vuestra amiga de la infancia, Luisa.
—Siempre serás la misma maravillosa persona, reina o no, Luisita. Siempre tan natural y encantadora —dijo Ana—. Pero dime, ¿por qué nos has traído a España? ¿Qué ha pasado?
—¡Qué lista eres, amiga mía! Me encanta que me conozcas tan bien. Os he invitado a venir porque ahora ya puedo hacerlo sin que mis decisiones se discutan. Y además, estoy furiosa porque mi tío abuelo se ha atrevido a quitarme contra mi voluntad a mi camarera mayor, la princesa de los Ursinos, a la que conocisteis en Niza, y que es una excelente servidora y una inapreciable consejera, por culpa de las intrigas del antiguo embajador francés y mi primera reacción, dentro de mi rabia, ha sido reivindicar mi persona y mi autoridad.
—Ya comprendo —dijo Ana—. Y conociéndote, eso te ha sentado como una patada.
—Pues sí. No te equivocas. Y precisamente por eso, al hilo de lo anterior, ya que soy reina de España, deseo ejercer como tal mi poder, y lo primero que quiero es tener a mi lado a la gente que más aprecio, y como, aparte de mi madre y mi hermana, ésas sois vosotras, pues decidí pedirle al rey que permitiera vuestra venida.
—Y como consecuencia, aquí estamos —dijo Antonia.
—Pues, dejando aparte toda otra consideración, no sabes lo que nos alegra que hayas podido traernos, Luisa. Me siento encantada de haber venido. Eso sí, somos como provincianas mirándolo todo, asombradas. El viaje ha sido asombroso. Hemos pasado por tantos lugares hermosos…
—Sí. A mí también me pasó al principio, pero pronto os acostumbraréis. Por cierto, de verdad que estáis muy guapas las dos —dijo mirando a las dos damas, que eran en verdad muy hermosas. De estatura mayor a la media, eran muy femeninas, no obstante por lo bien formados que estaban sus cuerpos a los que no parecía sobrarles ni faltarles nada. Tenían finos talles, delicadas facciones de piel blanca y pura, sin marcas, ojos azules y cabelleras rizadas, a la francesa. La mayor, Antonia, de cabello algo más oscuro, y la más joven, Ana, algo más rubio—. Os parecéis entre vosotras más que antes. Me hace gracia ver que los años os han dado una similitud divertida. Si tú te oscureces algo el pelo y os peináis y os vestís igual, podríais pasar por gemelas.
—Sí. Lo hemos comprobado en un par de ocasiones. Una vez se me acerco un pretendiente de Ana, y como no sabía cómo decirle que se estaba equivocando, pasé una vergüenza…
—Ya será menos, hermanita. En realidad, Luisa se lo pasó muy bien tomándole el pelo.
—¿Yo? Qué calumnia, hermana. Te vas a tener que confesar.
—Tienes mucho rostro, Antonia. No sabes, Luisita, lo que se ha espabilado en estos tres años. La mosquita muerta se las sabe todas.
—No le hagas ni caso, Luisa. Sólo es que me desenvuelvo mejor que antes.
—Vaya si lo hace. Ejerce de hermana mayor y bien. Pero dejemos nuestras tonterías a un lado. ¿Y tú? Cuéntanos, ¿qué tal por aquí? Imagino que llevarás mal lo del duque, tu padre.
—No me hables de él. Estoy indignada con su conducta. ¿Cómo ha podido traicionar así a sus hijas?
—Tengo una carta suya para ti y otra de tu madre —dijo Ana.
—Dámelas —dijo la reina, tendiendo la mano y mirándolas un instante, para depositarlas en una pequeña mesita auxiliar—. Las leeré luego.
—Debes perdonarle. Al fin y al cabo, es tu padre.
—Eso me dice el rey, pero no sabéis cuánto me cuesta. ¿Por qué no será capaz nunca de ser fiel a sus compromisos?
—Tu padre es un hombre muy especial, de ideas propias, pero has de saber que en el ducado se le quiere y se le respeta por su inteligencia y por la riqueza que nos ha traído.
—Al menos hay alguien contento con él.
—En Saboya se le adora, Luisa. Yo creo que pronto será rey. Todos lo dicen, que Saboya va a ser un reino.
—Tratándose de mi padre, todo puede ser. Es muy ambicioso y eso es lo que más podría desear. Pero no hablemos de él. Me entristece hacerlo porque no le entiendo ni le entenderé nunca. Yo me siento de la raza de mi madre y, como ella, lo que considero mío, mis afectos y mis desafectos, lo son para siempre.
—Sí. Es cierto que te pareces cada día más a tu madre, incluso físicamente. Y por cierto, hablando de ella, ¿cuándo le vas a dar la alegría de hacerla abuela? No sabes lo que reza para que te quedes embarazada.
—Pues os puedo asegurar que yo también. A veces me preocupa, porque os puedo asegurar que el rey y yo cumplimos con mucha dedicación nuestros deberes matrimoniales.
—¿Sí? ¿Y es tan terrible la primera vez como nos contaron?
—Ana, sé más comedida. No olvides que nuestra amiga es la reina de España.
—No te preocupes, Antonia. Para vosotras no tengo secretos. No sé para otras cómo es el matrimonio, pero os puedo asegurar que para mí compartir el lecho del rey ha sido desde el principio la más maravillosa experiencia. Y espero que, llegado el día, lo será también para vosotras. Y ahora que os tengo aquí, seréis mis damas y ya me ocuparé yo de casaros con caballeros de alcurnia y mérito; porque cada día estoy más convencida de que no basta sólo con lo primero. Basta con ver la cara de vinagre de algunas de las grandes damas castellanas, para darse cuenta de que se han casado sin amor, sólo para unir dos casas importantes.
—¿De verdad nos vas a encontrar novios?
—No me hagas reír, Ana. Lo que tendré que hacer es quitaros a los moscones de en medio. Las dos sois guapísimas y encantadoras. Mírate con ese pelo precioso trenzado tan exquisitamente y ese rostro ovalado y delicado; esos ojos azules tan encantadores. Y además, te has desarrollado mucho y tienes unas formas preciosas. Eso gusta a los españoles.
—Me vas a sonrojar, Luisa.
—Pues sonrójate, que te sienta bien. Además, como pronto comprobaréis, en la corte hay pocas damas casaderas de vuestra belleza.
—Pero nosotras no tenemos grandes Estados ni una importante dote. ¿Cómo vamos a casarnos bien?
—Eso siempre se puede remediar. Tenéis la suerte de tener a la reina por íntima amiga, y de vuestra dote y posición me ocupo yo. Aunque las finanzas de España son un caos y nunca tenemos dinero, la monarquía es rica e importante y algo se proveerá. Muy pronto, las dos tendréis título y rentas. En cuanto lo hable con el rey.
—Eres una maravillosa amiga.
—No tanto. Os he dejado durante tres años abandonadas en Turín. Me tenéis que perdonar ese desvío.
—No hay nada que perdonar. Tú tenías tus obligaciones y nosotras lo sabíamos y comprendíamos. Lo importante es que ya estamos aquí. Y seguiremos pasándolo tan bien como antes.
—No será tan fácil ahora, pero ya nos escaparemos de vez en cuando. Os voy a dar unas habitaciones que comunican en secreto con mi cámara privada. Así podréis venir hasta mí, sin revuelo, por las paredes de este alcázar que más parece un queso de esos suizos, lleno de agujeros, que un edificio hecho para reyes.
—¡Qué divertido! Enséñanos el pasadizo.
—Como ves, Luisa, mi hermana Ana no tiene arreglo. Sigue igual que siempre.
—No sabes lo que me alegra, Antonia. Necesito de su alegría, de su curiosidad, de su gracia —dijo, quedándose unos instantes pensativa—. Ahora vamos a hacer que os acomoden y luego os preséntale al rey —añadió, volviendo de sus pensamientos. Y llamando a la azafata, le ordenó que condujera a sus amigas hasta las habitaciones que les había asignado en palacio.
Las dos jóvenes se despidieron con unas elegantes reverencias y la reina dijo que esperaran su llamada; que enviaría a buscarlas en poco tiempo.
Cuando salieron, se sentía mucho mejor de ánimo. La llegada de las hermanas Frattini era una verdadera alegría para ella. En adelante, al menos tendría a sus amigas de la infancia cerca y un objetivo que cumplir: era la reina de España y quería serlo de verdad. Tenía el presentimiento de que los tiempos que venían iban a ser muy duros, porque de las últimas noticias del frente de Portugal se deducían problemas, lo mismo que de la campaña militar de Francia, en Europa. Los aliados estaban comenzando a morder la tarta de la herencia española y, una vez probada, les iba a saber tan bien que seguro que no querrían parar hasta acabar con ella. Y la verdad es que para evitarlo tenían sólo el paraguas francés, porque España no tenía recursos para defenderse, como verificaría muy pronto en una tensa reunión que la reina tuvo con el rey y con Orry, en la que éste les iba a comunicar, confidencialmente, las realidades de la campaña portuguesa, que eran muy otras de las que se publicaban en la Gaceta. Era cierto que los primeros ataques habían sido exitosos, pensándose que la invasión iba a tener éxito y que con ello se forzaría al archiduque a embarcar e irse del reino, pero el plan de Berwick fracasó. A pesar de casi haber llegado hasta la capital portuguesa, no consiguieron tomar Lisboa, como era su pretensión, por problemas logísticos.
Orry entonó el mea culpa ante los reyes, con la boca pequeña, pero el caso era que el dinero de las Indias se había esfumado casi por completo. Los soldados españoles estaban mal pertrechados, mal pagados y comenzaban a desertar y, además, las provisiones no llegaban, porque algunos de los suministradores se habían quedado el dinero. Berwick mandaba misivas a la corte, haciendo peticiones que no se podían atender, y acabó decidiendo dejar en suspenso el plan de ataque y mantener en lo posible las plazas más importantes ocupadas y retirarse a la Península de modo organizado, no fuese a ser que la retirada se transformase en desbandada.
Y mientras llegaban estas noticias tan poco agradables, los ingleses tomaban Gibraltar, en agosto de 1704, y el rey pedía al duque que fuera al sur a recuperar la plaza. Berwick se negó a hacerlo, aduciendo que el lugar de mayor peligro para España era Alcántara y Portugal, no el sur. La negativa del general inglés enfureció al rey, que tuvo que enviar al marqués de Villadarias al frente de tropas españolas a sitiar la plaza y la reina, que seguía sin apreciar al duque inglés, aprovechó la ocasión para insinuarle al rey que quizás estaba equivocado con el general inglés y que en realidad no era tan afecto como parecía. Dado que María Luisa Gabriela tenía gran influencia en las decisiones del rey, que cada vez dependía más de ella, éste pidió el relevo del duque de Berwick al mando de las tropas francesas a Luis XIV y rogó que fuera sustituido por el conde de Tessé, que, además de ser un gran general y francés de nacimiento, era mucho más amigo de la princesa de los Ursinos que el inglés, que no había hecho nada para ayudarles a conseguir el regreso de la dama a España, según pensaba la reina.
El duque de Berwick fue llamado a Francia poco tiempo después y el rey de España le concedió el Toisón de Oro, aunque se despidió de él con cierta frialdad. A su llegada, el conde de Tessé inmediatamente se encargó del sitio de Gibraltar, en octubre de 1704, con veinte mil hombres, apoyando así al marqués de Villadarias. La guarnición defendida por unos cinco mil hombres, ingleses en su mayoría, resistió durante muchos meses el asedio.
Y mientras se llevaba a cabo el sitio de Gibraltar, la princesa de los Ursinos mandó a la reina una misiva secreta y urgente. Se había enterado por sus espías de Madrid que había una conspiración en la capital, un plan para asesinar o capturar a los reyes. Debía actuarse deprisa, porque los conspiradores pensaban hacerlo de modo inminente en noviembre, aprovechando la salida prevista de los reyes hacia El Escorial. Allí se probaría la utilidad del cuerpo de guardia de Corps de los monarcas, que estaba en formación y que iban a ser, en el futuro. Los encargados de velar por su seguridad. La reina comunicó al rey la existencia de la conspiración y en una reunión secreta con el corregidor de Madrid, conde de Gramedo, se organizó la vigilancia de los conspiradores.
El jefe de los mismos resultó ser un noble aragonés, Francisco de Silva Meneses, conde de Cifuentes, que tenía buenas relaciones con el marqués de Leganés y otros importantes señores, como el duque de Medinaceli y el conde de Oropesa, en el exilio. El conspirador fue detenido, pero consiguió fugarse, probablemente por el apoyo de otros cómplices, huyendo a Aragón, donde se refugió para provocar poco después una insurrección contra Felipe V.
Los reyes fueron a El Escorial, rodeados de un regimiento de la guardia, y se instalaron en el impresionante palacio monasterio construido por Felipe II tras la batalla de San Quintín. Allí se sentían más seguros que en Madrid, donde, si bien confiaban en el pueblo de la capital, que les era fiel, tenían serias dudas sobre los posibles conjurados contra ellos, toda vez que la princesa les aseguró que aún había peligro en Madrid, y los guardias se lo confirmaron porque habían capturado a un hombre que rondaba por la planta inferior del Real Alcázar, con un largo cuchillo, que no se sabía ni quién era ni por dónde había entrado.
Desde El Escorial, María Luisa Gabriela escribió de nuevo a Luis XIV, con la mayor insistencia. Deseaba que regresara su camarera mayor lo más pronto posible, a reintegrarse en su servicio. No se debía demorar por más tiempo su llegada. Los reyes se sentían inseguros en la corte sin ella y su magnífico servicio de información. La detención de los últimos conspiradores lo probaba. Pero de nuevo el silencio fue la respuesta del rey de Francia. Acabó el año de 1704 sin nuevas de París. El conde de Tessé tampoco conseguía quebrantar la resistencia inglesa en Gibraltar. Avituallados por mar, por una escuadra inglesa, los sitiados pudieron resistir con éxito el asedio. El año comenzaba de modo cansino y triste. No parecía conseguirse nada, en ningún lugar. Había fuerzas que se resistían a ello.
Antonia y Ana Frattini eran la alegría de la reina, que desde El Escorial se trasladó de nuevo a Madrid. El duque de Gramont intentaba tranquilizarla y le daba toda clase de buenas palabras al respecto del asunto de la princesa, pero no la conocía bien; a la reina de España no se la podía ni engañar ni entretener. Ella sabía lo que quería y lo deseaba con urgencia. Orry intentaba, mientras tanto, suplir la eficacia de la princesa, procurando mantener una red de informadores que no eran ni la mitad de discretos ni de fidedignos que los de la princesa de los Ursinos, ni estaban en todos los niveles de la sociedad, como los de ella.
Por su parte, María Luisa Gabriela estaba cada vez más dolida y furiosa por el silencio del rey de Francia ante sus peticiones de que regresara la princesa de los Ursinos a Madrid. No entendía por qué se resistía tanto a enviarla. Ana María había hecho algo reprensible, que era violar la correspondencia de un embajador, pero éste era un traidor. Debía ser la enemistad del ministro Torcy la que la mantenía en Francia, porque en verdad no se entendía tanto empecinamiento de Luis XIV en no atender su petición, tantas veces formulada. De nada parecía haber servido el apoyo del conde de Tessé ni el del propio duque de Borgoña. Éste le escribió una encantadora misiva, diciendo que tanto él como su padre, el gran Delfín Luis, estaban intentando que el rey le enviara de nuevo a Ana María y le pedía que tuviera algo más de paciencia. En realidad, no había razones de peso que retuvieran a la princesa en Francia; sólo el deseo de Luis XIV de que recapacitara y supiera quién era el verdadero dueño de su situación.
En este tira y afloja pasaron los primeros meses de 1705. Las tropas franco-españolas fracasaron por completo en el sitio de Gibraltar y tuvieron que levantar el cerco sin conseguir ningún objetivo, porque se produjo lo que el duque de Berwick había temido el año anterior, el intento portugués de entrar en España por Badajoz, ciudad que sitiaron en mayo, pasando la frontera del río Caia desde Portugal y llevando las hostilidades a territorio extremeño. El conde de Tessé acudió a su defensa, a la mayor velocidad. Sabía que era muy importante no permitir que se abriera por el oeste una puerta de entrada de los aliados. Con veinte mil soldados, las tropas de Tessé eran temibles, porque además el ejército invasor se iba a encontrar cercado entre dos fuegos si no se retiraba lo más deprisa posible. El sitio, dirigido por el conde de Galway, había fracasado, prácticamente al empezar, por la diligencia de Tessé y el conde de Galway, además de tener que retirarse, perdió un brazo en las hostilidades al recibir una herida muy grave en el combate. Y entonces, cuando la reina ya desesperaba de conseguir el regreso de la princesa, llegó la sorpresiva carta del rey de Francia, a mediados de julio de 1705, anunciándole, sin más explicaciones, que le enviaba de nuevo a Ana María de la Tremoïlle, princesa de los Ursinos, para que se reintegrase a su servicio y, al poco, también llego una carta de la propia princesa confirmándole que partía de París para volver a Madrid en pocos días.
María Luisa Gabriela estaba loca de contenta. Para ella, el regreso de la princesa era un triunfo personal como reina de España que había sabido imponerse incluso al rey de Francia. Tenía casi diecisiete años y se consideraba adulta y capaz de llevar con bien sus asuntos propios. Felipe V se congratuló también con ella, porque para él la felicidad de la reina era la suya propia, y le sugirió que aprovechara la venida de la princesa de París para encargarle que trajera algunas piezas de mobiliario que querían poner en la pieza de las Furias de palacio. Sabía que María Luisa Gabriela deseaba comprar algunos muebles, pero la constante falta de dinero hacía que la reina pospusiera siempre el asunto. Ésta era la ocasión adecuada.
La reina escribió a la princesa, con el encargo. Con su eficacia habitual, supo que estaba en venta el mobiliario ya terminado, encargado por una princesa a uno de los mejores ebanistas de París. Dado que la dama se había arruinado y no había podido pagar los muebles, el genial mueblista estuvo encantado cuando vio la posibilidad de vendérselos a la reina de España y se los ofreció a buen precio. La princesa de los Ursinos dudaba, debido al alto precio de los mismos, y dado que el asunto corría prisa, acudió a consultarlo con el gran Delfín, padre del rey, que estaba al tanto de las dificultades financieras de su hijo el rey de España y su nuera. Como era muy espléndido, dijo a Ana María que los adquiriera sin pensárselo dos veces, y decidió enviárselos como regalo a su nuera María Luisa Gabriela. Así, cuando la princesa de los Ursinos llegó a Madrid poco tiempo después, en agosto de 1705, lo hizo como un rey mago, con varias carrozas llenas de magníficos muebles que iban a embellecer las estancias reales de palacio, así como las propias, ya que también había aprovechado su estancia en París para encargar un mobiliario adecuado a su rango y posición en Madrid. Además se trajo con ella a su sobrina Anna Lanti della Rovere.
El regreso de la princesa de los Ursinos, acompañada del nuevo embajador en Madrid, monsieur Amelot, que sustituía al duque de Gramont, suponía no sólo un triunfo para la reina, sino un intento de Luis XIV de enviar a una persona capaz de encauzar definitivamente los asuntos españoles, ya que Orry, por más que hacía lo que podía, no era suficiente. Tenía en su contra su escasa popularidad, y su poca mano izquierda, que lo hacía un hombre complicado. Valía para plantear reformas y para hacerlas ejecutar a ciertos niveles, pero funcionaría mucho mejor bajo la dirección de un hombre como Amelot, que era un hábil diplomático y un cerebro privilegiado que además comprendía y apreciaba a la princesa de los Ursinos, con la que iba a trabajar muy a gusto.
En verdad las reformas del Estado eran urgentes, porque los aliados estaban comenzando a poner en peligro el trono de Felipe V. El archiduque se iría de Lisboa, embarcado sobre una escuadra inglesa, y se dirigiría bordeando Portugal hasta el Mediterráneo. Su primer desembarco en territorio del reino de Valencia era una llamada de atención al rey que estaba en Madrid.
Lo siguiente será la apertura de un frente para la causa de los Austrias. Esto se conseguía dejando en Valencia tropas y agentes antiborbónicos como el coronel Gasset, un hombre peligroso que en poco tiempo y casi sin medios conseguiría el levantamiento de la región contra el rey. El peligro se cernía sobre el trono de Felipe V.