JUAN FRANCISCO DE BOURGOING

EL barón Juan Francisco de Bourgoing estuvo destinado en Madrid por espacio de diez años, entre 1775 y 1785, como secretario de la Embajada francesa en España. Volvió otra vez, en 1792, cuando, tras sumarse a la Revolución, la Asamblea de su país le envió al nuestro con la secreta misión de desestabilizar el Gobierno de Floridablanca, hostil a los postulados políticos de Francia. Para entonces, Bourgoing ya había publicado, primero como anónimo y luego ya bajo su propio nombre, el Nuevo viaje a España o Cuadro actual de esta Monarquía, en el que recogía la experiencia y los recuerdos de su primera estancia en Madrid.

Aunque Bourgoing fue sin duda un magnífico embajador (la historia nos demuestra que el conde de Floridablanca fue sustituido aquel mismo año por Aranda), su relato ahorra todo tipo de análisis políticos y se centra, sobre todo, en la descripción de las costumbres, los tipos, los monumentos y paisajes españoles y, principalmente, madrileños.

Curiosamente, Bourgoing difiere de otros escritores extranjeros en la extendida apreciación de que Madrid era por entonces la más sucia y descuidada de todas las ciudades europeas de la época. Por el contrario, él la encuentra, quizá debido a los ambientes exclusivos que, por su condición de diplomático, debió de frecuentar, muy limpia y cuidada, "gracias sobre todo" —escribe— "a la escasez de lluvias y a las medidas tomadas por el conde de Aranda". Incluso los alrededores de la ciudad, tan denostados por todos los viajeros, le parecieron hermosos y extraordinariamente amenos, describiendo el camino de El Pardo como "un dulce paseo entre bosques de encinas y la frondosidad de un río, el Manzanares, en el que la magnificencia de los puentes no hay que achacarla tanto a la ignorancia como a las bruscas crecidas de la primavera".

De la ciudad destaca sus espléndidos paseos y palacios. El Real le parece más una fortaleza que la mansión de un rey, pero disculpa la falta de terrazas y jardines con la suntuosidad de los salones, alguno de los cuales, como el del Trono, dice que "puede ser alabado incluso después de ver en Versalles la Galería de los Espejos". Admira en él también la decoración y el mobiliario, "casi todo obra de españoles", así como los tapices de la Real Fábrica y las pinturas de Mengs, Poussin y Tiépolo y los magníficos retratos ecuestres de Velázquez. Del Palacio del Retiro, le disgusta el abandono de sus parques y jardines, pero, como en el de Oriente, lo compensa con las estatuas de Carlos V y Felipe IV, y con el teatro, cuyo escenario, dice, "al abrirse a los jardines permite ofrecer grandes espectáculos".

El Prado le pareció a Bourgoing un "soberbio paseo en el que la concurrencia de la gente a veces es tan grande que en alguna ocasión llegué a contar hasta quinientos coches alineados con gran orden". La calle de Alcalá la describe como "una de las más anchas de Europa" y la puerta de igual nombre como "uno de los más bellos monumentos de la capital de España".

Por último, y ya en el terreno de las costumbres, es donde cambia el tono para enlazar con autores como Townsned, Baretti o la d’Aulnoy. Así, señala que la expulsión de España de los jesuitas había sido un claro gesto de barbarie, que la afición de nuestras clases altas por las majas se debía, sobre todo, a su mucha desvergüenza (la de éstas, por supuesto), y que el teatro clásico español era inmoral y carente de ejemplaridad. Y, en fin, para acabar con todo, que las corridas de toros debían de ser prohibidas, no porque en ellas, como muchos denunciamos todavía, se juegue con la vida de unos pobres animales, sino porque — ¡asómbrense!— "allí peligra más que en ningún otro sitio la honestidad de las jovencitas". En fin.