HENRY SWINBURNE
HENRY SWINBURNE, cuarto hijo de sir John Swinburne, hijo, por tanto, de la aristocracia inglesa, entretuvo sus años y sus ocios juveniles, unas veces estudiando en las mejores universidades europeas y otras recorriendo en compañía de su fiel amigo sir Thomas Gascoigne los países y ciudades del viejo continente. Por fin, sentó cabeza cuando su padre le buscó un puesto de subastador en la recién adquirida colonia de Trinidad, aunque el trabajo no le duró demasiado, puesto que al poco tiempo murió de una insolación.
Swinburne y su inseparable amigo Gascoigne entraron en España por los Pirineos el año de gracia de 1774, cuando nuestro protagonista contaba treinta y un años de edad. Los dos amigos bajaron desde la Junquera hasta Barcelona. De allí, por toda la costa mediterránea, y pasando por Tarragona, Valencia, Alicante, Murcia y Baza, llegaron a Granada, se acercaron a la serranía de Málaga tras los pasos de la leyenda romántica de los bandoleros, fondearon en la bahía de Cádiz y en el peñón de
Gibraltar y, entrando ya en tierra firme, atravesaron Sevilla, Córdoba y Despeñaperros, cruzaron la meseta de La Mancha y entraron en Madrid por su puerta más excelsa: la de Aranjuez.
Swinburne, al parecer, tenía gran interés en visitar el Real Sitio, no tanto por conocerlo, cuanto porque allí tenía en aquel entonces su residencia oficial el rey Carlos III, el cual había gastado millones de doblones en mejorar y embellecer la ciudad del Tajo. Allí recalaron, pues, Swinburne y su amigo Thomas Gascoigne tras varias duras jornadas a través de la meseta de La Mancha y se emplearon con entusiasmo en recorrer los jardines, comer en los emparrados, acudir a la ópera o al teatro por las noches y cortejar a las cortesanas. Un mes, nada más y nada menos, demoraron la estancia en Aranjuez, invitados por el embajador británico lord Grantham, e incluso por el propio Carlos III, el cual, enfrascado en lo único que de verdad le interesaba, esto es, la práctica de la caza, tuvo aún tiempo de interesarse, en palabras de Swinburne, "sobre si habíamos tenido algún tipo de dificultades en nuestro viaje, si nos habían enseñado esto y lo otro y si algo nos faltaba para que el lugar nos resultase aún más acogedor".
Después de aquellas jornadas a la orilla del Tajo y sus jardines, Madrid debió de parecerle a Swinburne más feo aún de lo que imaginaba. En efecto, a tenor de su propio relato, sólo el Palacio Real y algunos de los cuadros y esculturas que por aquella época aún lo adornaban merecieron su atención y algún mínimo adjetivo bonancible por su parte. A falta de monumentos, jardines, óperas, fiestas y, en fin, vida cortesana, Swinburne y su fiel Gascoigne, cada vez más aburridos, dedicaron sus días a observar el carácter y las costumbres de los madrileños. Y así volvieron a ver, según sus propias palabras, una estampa muy común entonces en toda España: "Hombres envueltos en sus capas, apoyados contra una pared o sesteando debajo de algún árbol. Como si el español no hubiera comprendido aún las ventajas que se derivan de la laboriosidad". Sin embargo, nuestro viajero, por una vez y sin que sirva de precedente, abandona el tópico y la clásica mirada despectiva anglosajona: "Pero esa pereza no es inherente al carácter español. Si una administración inteligente y con imaginación pudiera nuevamente desplegar ante sus ojos los incentivos adecuados para moverles a la actividad y el trabajo, los españoles podrían despertar de su letargo y ser conducidos hacia el bienestar y el renombre".
Por lo demás, a Swinburne le admiró tanto la tibieza en la devoción de los madrileños, que no esperaba, como su afición por el sexo débil: "Los madrileños son dados a amar con una intensidad desconocida entre los nativos nórdicos". Respecto a las mujeres, a las que, como buen galán, debió de dedicar sus mayores y mejores ratos de observación, su opinión tampoco deja lugar a dudas: "Son menudas y esbeltas. Pocas veces son auténticas bellezas, pero todas tienen unos ojos brillantes llenos de expresión. No está de moda aquí, como en Francia, realzar su éclat con colorete. Están dotadas por naturaleza con abundante ingenio y tienen una réplica aguda y picante, pero, por carecer del refinamiento y recursos de la educación formativa, ese ingenio queda oscurecido por la más cruel ignorancia y los prejuicios más ridículos. Como su temperamento no se ha pulido en la cortés relación con sus semejantes, tienden a ser bruscas y enojadizas. Están continuamente enfurruñadas por una cosa u otra y de mal humor por meras nimiedades".
Eso por dentro. Veámoslas ahora por fuera, según el propio Swinburne: "La mayor parte de las damas que frecuentan la Corte están lejos de ser bellas y no parecen tener la menor ambición de que se las considere inteligentes o capaces. No entienden de nada ni jamás trabajan, leen, escriben o tocan un instrumento musical. Su único cuidado es su cortejo o galanteador. En ningún país puede verse un despliegue de amoríos descarados y una apariencia de relajación sin recato comparables a los de aquí. La descripción que me han dado de su forma de vivir en familia, desde que abandonan el convento hasta que las sale un galán con quien ocupar el tiempo más agradablemente, es como sigue: se levantan tarde, malgastan el resto de la mañana entre sus servidores o la iglesia, con una retahíla de oraciones rutinarias y formularias, comen con sencillez, descansan y después se visten para el paseo, un par de horas, al Prado. Siempre andan chupando algún dulce o confite aromático".
Pero, al parecer, tanta inactividad empezaba a aburrir a Swinburne y su fiel Gascoigne y, un 6 de junio, tras disponer pasaportes y mulas, los dos amigos abandonaron Madrid camino de El Escorial, con la promesa, eso sí, de las autoridades madrileñas de que sus maletas y baúles no serían registrados en lo que les quedase de viaje. Así cualquiera.