Cuenta la tradición que, después de la batalla de las Navas de Tolosa, aquella que libraron los árabes y los cristianos por vez primera en Andalucía y que supuso según los historiadores el comienzo del fin de la Reconquista, las tropas moras supervivientes se refugiaron en la ciudad de Úbeda, la mayor y más fuerte de la zona y la que les ofrecía por ello mejor defensa. Y continúa la tradición diciendo que hasta allí les siguieron los ejércitos del rey Alfonso VIII de Castilla (los de Navarra y Aragón, después de la batalla de las Navas de Tolosa, en la que participaron codo con codo junto a aquel, habían decidido regresar hacia sus reinos), poniendo cerco a la ciudad después de destruir varias plazas, como la de Vilches, y todos los castillos que encontraron a su paso.

El asalto se produjo días después y se saldó con una nueva victoria de los cristianos y con la destrucción de la hermosa ciudad de Úbeda. Fue entonces, mientras los asaltantes celebraban con saqueos su victoria y los soldados árabes en derrota volvían a batirse en retirada, esta vez hacia Granada, la capital del reino nazarí, cuando el rey Alfonso VIII reparó en que no estaba entre los suyos uno de sus mejores alféreces, el llamado Álvar Fáñez el Mozo. Mandado localizar, este se presentó ante el rey y, ante sus requerimientos, dice la tradición que alegó (para justificar su ausencia de la batalla) que se había perdido por los cerros de Úbeda. Lo que no le dijo a su rey, pero sí cuenta la tradición, es que el motivo de su extravío no eran la cobardía o el despiste, sino los ojos de una nativa que le habían cautivado hasta el extremo de hacerle abandonar la sagrada disciplina militar.

Eso pretende la tradición y eso repiten unánimamente los habitantes de Úbeda cuando se les pregunta por el origen del dicho que ha hecho famosos sus cerros en todo el mundo de habla española. Iribarren, sin embargo, recoge hasta tres explicaciones diferentes además de la citada, la más fiable de las cuales sería para él esa que se refiere a un alcalde de la zona que, en ocasión de dar un discurso y estando, como estaba al parecer, enamorado de una mujer que vivía en los cerros de Úbeda, perdió el hilo de su historia, lo que hizo que alguien, que lo sabía, le llamara la atención públicamente: «Su Excelencia se está yendo por los cerros de Úbeda…», le dijo. Covarrubias, por su parte, en su Tesoro de la lengua castellana, atribuye el dicho al hecho de que los cerros de Úbeda «van discurriendo por muchas partes y toman diversos nombres según los lugares por donde pasan», lo que justificaría la facilidad para perderse en ellos, mientras que Correas, en su Vocabulario de refranes, habla, más que de extravíos geográficos, «del que se pierde en la lección de oposición o en el sermón». Sea cual sea el origen de la frase hecha, lo que está claro es que irse por los cerros de Úbeda, o perderse por ellos, que de ambas formas se dice (Cervantes, en el Quijote, añade, incluso, una más: ser algo tan cierto como los cerros de Úbeda), significa «extraviarse en el discurso o en lo que uno iba diciendo».

Sobre el terreno también es posible hacerlo. La gran cantidad de cerros, así como la infinidad de olivos que recorren sus contornos por completo, haciéndolos todos muy parecidos, posibilita que el viajero se confunda fácilmente, una vez perdida la referencia de la ciudad, y no sepa en cuál de ellos se encuentra. Y es que el paisaje que envuelve a Úbeda es tan espectacular y mimético: millones de olivos verdes punteando la tierra ocre hasta donde la vista alcanza, que resulta difícil orientarse en él, como no sea mirando al cielo, si uno no reconoce las sierras y cordilleras que lo recortan: la de Cazorla, al sudeste, en dirección a Almería y a Murcia; la de Mágina, hacia el sur, antesala de Granada y de la más alta Sierra Nevada (que asoma en los días claros por encima de la lámina de aquella), y Sierra Morena al norte, en dirección a Despeñaperros y a los pasos de montaña hacia La Mancha. Todo un circo montañoso natural que envuelve el valle del río Guadalquivir, el padre de Andalucía, a su paso por las tierras de Jaén en este punto. Y, en medio de él, un sinfín de cerros sobre los que se encaraman como con miedo las poblaciones que aquí se asientan desde la antigüedad: Torreperogil, Sabiote, Villacarrillo, Jimena, Jódar y las consideradas ciudades y capitales de la región: Baeza y Úbeda. Las dos unidas por su condición de joyas monumentales y arquitectónicas, pero enfrentadas por su rivalidad histórica. Y es que Baeza y Úbeda, separadas tan solo por diez kilómetros (se ven, de hecho, la una desde la otra), compiten desde muy antiguo por la capitalidad del alto Guadalquivir, por encima de la industrial Linares.

De momento, es Úbeda la que se lleva ese reconocimiento tácito debido a su pujanza comercial y a su mayor población real: 40 000 habitantes por los 18 000 escasos de Baeza, si bien esta opone como argumento para rebatirlo su carácter de antigua capital de un reino taifa y su iglesia catedral, que continúa siéndolo gracias a un privilegio papal por más que su antigua diócesis fuese absorbida por la de Jaén hace ya unos cuantos siglos. En cualquier caso, las dos ciudades han sido bendecidas por la historia y por el arte y últimamente también por la comunidad internacional (con el nombramiento de ciudades Patrimonio de la Humanidad), lo que las obliga a permanecer unidas por encima de rencillas y de envidias vecinales.

En Úbeda, de todos modos, sus habitantes casi ni las consideran, orgullosos como están de su ciudad, que sin duda alguna es una de las más bellas de toda España. En la Florencia andaluza, como la bautizara alguien por su gran patrimonio renacentista, que, en efecto, recuerda en algunas partes (en la plaza de Vázquez de Molina, principalmente) a la capital toscana, si bien que asentada sobre un plano árabe. Y es que si Úbeda se asemeja a alguna cosa es a un hojaldre de muchas capas; capas en las que se superponen, sobre las piedras de la primitiva Ubbeta, el castro ibérico que estaría en su origen, la herencia cartaginesa, la romana, la árabe, la judía y, finalmente, la cristiana. Que es la más presente hoy por la gran cantidad de construcciones, la mayoría de ellas de estilo renacentista, pero también barrocas y neoclásicas, que engrandecen y adornan la ciudad. La mayoría en su parte antigua, como es normal, aunque también las hay repartidas por las más nuevas, como el impresionante hospital de Santiago, conocido, por su aspecto, como el Escorial andaluz. La casa de las Torres, los palacios del Deán o de los Vázquez de Molina, las iglesias de Santa María o del Salvador, los conventos de las Cadenas o de la Anunciación, son solo unos cuantos nombres de las varias decenas de construcciones que se concentran dentro de una muralla que se conserva todavía en su gran parte y cuya puerta principal, la llamada de Granada, ofrece una de las perspectivas más bellas de Úbeda, que es decir mucho. Y es que desde esa puerta, como desde las casas que se alzan en torno a ella o sobre la muralla, uno siente la tentación de empezar a andar y, como Alvar Fáñez el Mozo, perderse por los cerros que hay enfrente y no volver en un tiempo o no hacerlo nunca más. Sobre todo en el invierno, cuando la recogida de la aceituna reúne en ellos a miles de personas afanadas en el vareo de la aceituna y por todas partes se elevan esas columnas de humo que señalan los lugares donde están quemando las ramas viejas y que semejan ofrendas a un dios magnífico, el magnífico dios de los olivos. No en vano por estos cerros se alinean hasta tres millones de ejemplares de este árbol sagrado y milenario (algunos lo son realmente) que producen ese oro verde cuyo aroma penetrante e inconfundible impregna toda la atmósfera y que permite vivir a los ubetenses con más holgura económica que a aquellos andaluces de Jaén, aceituneros altivos y jornaleros sin tierra propia, que cantara el poeta Miguel Hernández y retratara de modo más melancólico otro poeta, este andaluz, que por aquí paseaba sus soledades cuando, desde la lejana Soria, llegó a Baeza huyendo de sus fantasmas.

Pero Miguel Hernández y Machado no han sido los dos únicos poetas que han cantado a estos cerros en sus versos. Antes que ellos, ya san Juan de la Cruz los admiró y les cantó cuando vino a restablecerse a Úbeda «de unas calenturillas», cosa que no consiguió, puesto que falleció en la ciudad, en el convento de San Miguel, donde se veneran varias reliquias suyas; y hasta el propio Cervantes los recorrió cuando andaba recaudando alcabalas para el rey, lo que hace que aluda a ellos en algún libro, como en el mismo Quijote. Aunque es Antonio Muñoz Molina, escritor nacido en Úbeda, quien mejor y más ha retratado esos cerros cuya fama corre pareja a su halo de leyenda y fantasía: «Recorro los miradores desde los jardines de la Cava hasta el ábside del Salvador y distingo los verdes brillantes y los azules suaves y los grises de niebla de los valles del Guadalquivir, la alta silueta de la sierra de Mágina, borrosa tras la lluvia, los caminos blancos que descienden entre las huertas, hacia los olivares y el río, las columnas de humo…», escribe en una de sus novelas, rememorando quizás ese humo que, como en los olivares de Úbeda en el invierno, se levanta en su memoria y que es el humo de las leyendas que estos cerros alimentan desde siempre y que han cristalizado en esa frase que los ha hecho mundialmente conocidos por representar una de las ilusiones que todo hombre alimenta desde la antigüedad: la de perderse temporalmente o para siempre en un lugar tan recóndito que nadie pueda encontrarlo. Ese lugar existe y está en España. Se llama cerros de Úbeda.