Entre Pinto y Valdemoro es ese lugar extraño en el que todos hemos estado más de una vez, aun sin saber dónde se encuentra en el mapa. Muchos sin saber, incluso, que el lugar existe realmente.

De dónde viene esa confusión es asunto sencillo de entender. De tanto evocar su nombre, ese territorio incierto que lo mismo sirve para ejemplificar un pronóstico incierto que para nombrar una indecisión, ha terminado por convertirse, como les pasara a Jauja y a Babia, en un lugar irreal, a mitad de camino entre la imaginación y el cuento. Un lugar tan impreciso como su propia localización real.

Pero tanto Pinto como Valdemoro, sus dos referencias geográficas concretas, existen y aparecen en los mapas, uno muy cerca del otro, separados por apenas seis kilómetros, en la provincia de Madrid. Luego esos seis kilómetros que atraviesan la autovía y la línea ferroviaria que unen la capital de España con el sur serían exactamente el lugar que nombra la frase hecha. Pero ¿por qué este sitio y no otro? ¿Por qué este lugar de paso y nada atractivo precisamente (al contrario, pocos sitios habrá tan anodinos en Madrid, por no decir en España entera) fue elegido por la gente para metaforizar la indefinición o un pronóstico impreciso de futuro?

Como sucede siempre en estos asuntos, las explicaciones que se han dado son muy diversas. Hasta media docena al menos se han esgrimido, como señala el historiador Florentino Castañeda, que ha dedicado parte de sus desvelos a averiguar el origen del popular dicho. De ellas, la más extendida entre los vecinos de los dos pueblos que este ha hecho conocidos en España es la que habla de un antepasado suyo que, amante de la bebida y frecuentador, por ello, de las tabernas de ambos lugares, acostumbraba a entretenerse, en sus idas y venidas de uno a otro, saltando un riachuelo que marcaba la frontera entre los dos al tiempo que se jaleaba a sí mismo: «¡Ahora estoy en Pinto, ahora en Valdemoro!… ¡Ahora estoy en Pinto, ahora en Valdemoro!…», hasta que, una de esas veces, quizá con más vino encima de lo acostumbrado, se cayó en medio del arroyuelo, viéndose obligado a corregir su frase de ánimo: «¡Y ahora estoy entre Pinto y Valdemoro!». Versión que avala José María Iribarren, el autor de El porqué de los dichos, una monografía que recoge e intenta explicar los españoles más conocidos, quien sostiene que estar entre Pinto y Valdemoro es «estar medio borracho o entre dos luces».

El origen etílico de la frase se repite en otra explicación de ella, la que habla de Pinto y de Valdemoro como lugares productores de vinos de no gran calidad, pero sí muy populares en Madrid, cuyas clases bajas los consumían por ser baratos y que ironizarían de esa manera sobre su graduación, aunque hay que señalar, para disgusto de los vecinos de los dos pueblos, que son quienes mayoritariamente sostienen esas versiones, que ni en sus territorios hubo jamás tanta viña ni existió nunca un riachuelo lo suficientemente caudaloso como para que ninguna persona, por muy borracha que estuviera, se cayera en él. Así que hay que acudir, como pasa casi siempre en estos casos, a versiones menos imaginativas; en concreto, a las que tienen por protagonistas a los reyes, como sucedía en Babia. En el caso de Pinto y Valdemoro, bien a Fernando III el Santo de Castilla, quien en el siglo XIII asistió, según proclama la historia, a la colocación de los hitos de la demarcación que asignó Valdemoro a Segovia y Pinto a Madrid, zanjando así una vieja disputa fronteriza entre ambos pueblos, bien a sus sucesores de los siglos XVII y XIX, quienes, en sus desplazamientos de ida y vuelta hasta Aranjuez, donde tenían su corte de verano, solían parar a comer y a dejar que descansasen entre tanto los tiros de sus carrozas en una venta que había en el punto intermedio del camino, que coincidía con el del recorrido entre Pinto y Valdemoro. De ahí que se popularizara el dicho de que estaban en ese lugar cuando alguien lo quería precisar.

Sea cual sea la verdadera explicación de él (para las últimas hay pruebas fehacientes todavía hoy: a mitad de camino entre Pinto y Valdemoro, aunque perdidos en campo abierto, se conservan dos mojones de los originales de la demarcación fronteriza entre Segovia y Madrid y la condición de lugar equidistante entre la capital de España y Aranjuez se puede comprobar con solo mirar un mapa), lo cierto es que ha tenido más fortuna que el territorio al que se refiere. Al menos en el trayecto que cruza la carretera de Andalucía, que posiblemente sea uno de los lugares más feos y menos indicados para hacer una parada de toda la región.

Y es que la cercanía de Madrid, que avanza como un tumor por la carretera, unida al crecimiento de Pinto y Valdemoro, dos ciudades ya en lugar de pueblos, han convertido aquella en un corredor donde se alinea todo el exudado que generan las grandes urbes en sus alrededores: gasolineras, naves, líneas de alta tensión, almacenes, talleres, chatarrerías… Y, entre ellos, con sus neones parpadeando al paso de los camiones y de los coches, clubs de alterne de estética inconfundible y rótulos sugerentes y residencias de ancianos en las que estos viven sus últimos días, ellos sí, entre Pinto y Valdemoro de verdad. Igual que les pasa a los presos de la moderna cárcel de Valdemoro, que se levanta entre unas ruinas y una gran plataforma logística desde la que se distribuyen continuamente productos a una cadena comercial, o a los del centro de recuperación de drogodependientes que comparte espacio con ella. Ciertamente, el territorio entre Pinto y Valdemoro no es ni la Arcadia feliz ni la ensoñadora Babia que a alguno le habría podido sugerir la popularidad del dicho.

Lejos de la carretera, el paisaje es menos inhóspito, aunque tampoco como para tirar cohetes. La pobreza del territorio, de yesos y margas grises, y los escasos cultivos que sobreviven a la explosión urbanística y a la transformación económica de Pinto y de Valdemoro, que en los últimos treinta años han pasado de tener 5000 vecinos entre los dos a los más de 60 000 con que cuentan hoy cada uno, hacen que sean un mar de urbanizaciones y de terrenos abandonados que pronto albergarán edificios también. Solamente hacia el oeste, en dirección a Parla y a la provincia de Toledo, algunas tierras de labor y algún olivar podado dan fe del pasado agrícola de los dos pueblos.

Como su territorio, estos tampoco son de una gran belleza. Al contrario, por más que sus Ayuntamientos pretendan venderlos como segundas residencias por su cercanía a Madrid y las guías turísticas los reclamen como lugares a visitar, ni Pinto ni Valdemoro tienen mucho que ofrecer, desde el punto de vista monumental al menos. Y eso que Pinto presume de ser el centro de la península ibérica en perjuicio del Cerro de los Ángeles o de la propia Puerta del Sol de Madrid (su nombre derivaría, según tradición, del latín punctum, esto es, «punto de encuentro», y así lo recoge su escudo: un globo terráqueo con un punto en el medio), una creencia que el pueblo debe a los árabes, quienes, siguiendo posiblemente la tradición, situaron en él el centro de la península, en concreto en un lugar bajo el que habrían enterrado los instrumentos de medición como prueba de ello y que hoy señala un monolito bastante feo. Por lo demás, de su pasado Pinto apenas conserva ya, aparte de la estación del ferrocarril, una de las primeras que hubo en España (la línea entre Madrid y Aranjuez, que es a la que sirve, fue la segunda en trazarse tras la de Mataró a Barcelona, de 1850), y el torreón en el que sufrieron prisión el secretario del rey Felipe III Antonio Pérez y su amante y compañera de traición, la famosa princesa de Éboli. Lo demás es todo nuevo. Y lo mismo le sucede a Valdemoro, que, aparte de una plaza porticada y una pintura al fresco de Goya en su iglesia, solo presume de un caserón de la Inquisición que, en cualquier otro lugar, ni se publicitaría siquiera. En verdad, ni Pinto ni Valdemoro son lugares bendecidos por la historia.

Así que, de no haber sido por la frase hecha que les hizo famosos en todo el país, nadie los conocería. Por eso importa poco su realidad. Sea esta la que sea, los españoles continuarán pensando, que, como Jauja o Babia, se trata de dos lugares fantásticos entre los que se sitúa un espacio, que es el de la indefinición perfecta. Un espacio al que continuarán nombrando, por tanto, puesto que en él pasan mucho tiempo.