Mi Amado, las montañas, / los valles solitarios, nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos, / la noche sosegada / en par de los levantes de la aurora, / la música callada, / la soledad sonora… Los versos de san Juan de la Cruz encontrarían acomodo en muchos lugares, pero en ninguno como en Las Batuecas, ese pequeño valle perdido al sur de la provincia de Salamanca, en cuya universidad hizo sus estudios el místico fraile abulense y cuyo territorio recorrió en compañía de su paisana santa Teresa buscando sitios para sus fundaciones.

Y es que el aislado valle de Las Batuecas, del que, según se dice, tardó en tenerse noticia, tan escondido está entre los montes, resume como ninguno el ideal de paz y felicidad al que se referían los versos del carmelita. Surcado por el río de su nombre y rodeado por altas sierras y cordilleras, Las Batuecas se aparece ante el viajero más como un sueño que como un lugar verdadero. Su situación de aislamiento, su falta de comunicaciones y la frondosidad de sus viejos bosques, que acogen cientos de especies, tanto animales como botánicas, hacen de él un verdadero paraíso al estilo del que recrea san Juan de la Cruz en su poesía. No es extraño, por ello, que sus seguidores lo eligieran para retirarse en él continuando el ejemplo de aquellos monjes de la Edad Media cuyas ermitas ruinosas aún pueden verse entre la vegetación.

El monasterio de los carmelitas, llamado el Santo Desierto de San José por el personaje del Evangelio a cuya advocación se acoge, es el único edificio que se alza en todo el valle de Las Batuecas. El resto es puro bosque y serranía donde uno puede perderse durante horas. De ahí quizá la leyenda que el valle arrastra de antiguo y que nombra un estado de extrañamiento semejante al de estar en Babia. Estar en Las Batuecas, o perdido en Las Batuecas, se le conoce también, aunque no sea tan popular y famoso.

Sin embargo, aunque las dos expresiones vienen a decir lo mismo, estar en Las Batuecas se diferencia de estar en Babia en su carga de mayor misterio; un misterio al que contribuyó quizá el uso del término batueco como sinónimo de retrasado en tierras de Extremadura y de Salamanca hasta épocas aún recientes y que alimentarían esas leyendas que sobre el valle circularon por las aldeas vecinas durante siglos: que quienes vivían en Las Batuecas lo hacían en estado natural y primitivo, que adoraban al diablo y andaban medio desnudos, que los pastores no se atrevían a acercarse al valle, del miedo que le tenían, etcétera. Incluso se sostenía que Las Batuecas había permanecido sin contacto con la civilización, como las selvas del Amazonas, hasta bien avanzada la historia, cuando un paje y una doncella de la Casa de Alba lo descubrieron, según unas versiones, en tiempos de los Reyes Católicos y, según otras, en los de su descendiente el rey Felipe II. Una leyenda que inspiró a Lope de Vega su obra Las Batuecas del duque de Alba, en la que narra la historia del paje y la doncella descubridores del remoto valle, pero sin explicar qué hacían solos por allí.

Hoy, Las Batuecas, cuyo conocimiento popular se limita, en la mayor parte de los casos, al de la frase hecha referida, no oculta ya ninguna leyenda ni esconde misterio alguno. Solamente los que guarden los siete monjes que habitan el monasterio de San José y que mantienen la estricta regla carmelitana: no comer más que lo que les da la huerta; ayunar todos los viernes y no hacer más que dos comidas, el desayuno y el almuerzo, el resto de los días; meditar y rezar a cada hora y no hablar más que lo imprescindible. «Dios es el silencio», reza un cartel a la puerta, junto a otras citas literarias de san Juan de la Cruz y de otros autores.

El mito de Las Batuecas viene, por tanto, de mucho más atrás. De tan atrás por lo menos como esas extrañas pinturas que adornan varios de sus abrigos rocosos y que durante mucho tiempo la gente creyó obra del mismísimo diablo. Son trazos rojos, muy esquemáticos, que representan figuras antropomórficas y zoomórficas, así como simples manchas. El de las Cabras Pintás es el más popular de todos, pero hay bastantes más en torno a él. Tantos como ruinas de eremitorios correspondientes a diversas épocas de la historia y que fueron construidos por los ermitaños que habitaron el valle mucho antes que los carmelitas. Quizá intentando sacralizarlo, como sostienen algunos historiadores al hilo de la creencia de que el valle era la boca del infierno, o quizá buscando simplemente vivir en el paraíso que para otros era Las Batuecas.

Para el padre Juan Eusebio Nieremberg, jesuita de origen alemán que vivió en la primera parte del siglo XVII y que publicó una Curiosa filosofía y tesoro de maravillas de la naturaleza, por ejemplo, «el argumento que algunos hacen para negar la permanencia del paraíso, o absolutamente o por lo menos en Mesopotamia, de que no se halle ahora, aunque parece fuerte, no concluye, pues vemos que en medio de España se nos ha encubierto por innumerables años unos valles que llamamos ahora Las Batuecas, sin saber nosotros dellos, ni los que estaban allí de nosotros». La condesa Stéphanie Félicité de Genlis, escritora francesa del XIX, afirmaba, por su parte, que Las Batuecas eran «un país puro y sagrado, que no mancharon jamás los crímenes del orgullo y la codicia, y cuyos dichosos habitantes ignoran hasta el nombre de la guerra». Si bien fue Lope de Vega, nuestro primer dramaturgo del Siglo de Oro, el que mejor recogió ese mito del paraíso y lo hizo por boca de tres pastores batuecos, Marfino, Darinto y Friso, que dialogan sobre quién los habrá creado y si habrá algo más fuera de su valle: «¡Ah, Darinto! —dice Friso—, ¿es posible que el que fizo / aquel Sol tan fermoso y rellociente / con la Luna tan blanca y rellanada, / estas fuentes que corren, estos árboles, / estas frutas y caza, solamente / las fizo y las crio para tan pocos?». Un tópico literario que popularizarían después autores tan diversos como Harztenbusch, Unamuno, Montesquieu o George Borrow, el predicador inglés que recorrió la península a mediados del siglo XIX vendiendo biblias.

El mito del paraíso, como el del infierno antes, se ha esfumado con el paso de los siglos (salvo para los monjes que lo disfrutan quizá), pero pervive en la frase hecha (estar en Las Batuecas significa estar en él de alguna forma) y, sobre todo, en la bondad de su clima y en la vegetación que lo cubre por completo. Un clima que dulcifica la profundidad en la que se halla, comparada con las montañas de alrededor, y una vegetación tan variada que hace casi un jardín botánico de él. La sola enumeración de las especies que crecen en Las Batuecas produce una melodía que transporta al paraíso terrenal: cipreses, tejos, higueras, cerezos, mirtos, encinas, eucaliptos, acebos, alcornoques, madroños, robles, nogales… Ciertamente, Las Batuecas está más cerca del paraíso que de la boca del infierno que imaginaran los antepasados de los vecinos de hoy, los habitantes de esas aldeas serranas de Salamanca que se reparten el piedemonte de esa atalaya de vértigo que constituye el punto más alto de la provincia: la famosísima Peña de Francia. Una atalaya que constituye el extremo antagónico a Las Batuecas (un kilómetro de altura los separa), pese a albergar otro monasterio, este de frailes dominicos, y desde el que se dominan todos los pueblos de alrededor: La Alberca, Herguijuela, Madroñal, Sotoserrano, Monforte, Mogarraz, Casas del Conde, Miranda del Castañar… Pueblos viejos, de judíos, con una hermosísima arquitectura que tiene en el granito y la madera sus dos bases principales y con un amor a sus tradiciones difícil de encontrar en otros sitios. Tradiciones religiosas como las de santificar los dinteles de las casas con una cruz o un Ave María o como esa moza de ánimas (hoy ya, una mujer mayor) que recorre cada día las empedradas calles de La Alberca tocando una campanita y pidiendo una oración por las pobres almas del purgatorio, o tradiciones artesanales como las de la guarnicionería o la joyería, ambas de clara influencia hebrea. De ahí quizá la gran presencia de la religión y cuyo origen está en la necesidad que en tiempos tuvo la gente de probar su conversión a la fe católica.

Los monjes carmelitas de Las Batuecas no necesitan probarla, como tampoco los tres frailes dominicos de la Peña (tan solo uno en el invierno) ni lo necesitaron años atrás los del desamortizado convento de la Virgen de Gracia, junto al pueblo de San Martín, o los de la Casa Baja de El Maíllo, así llamada por ser la residencia durante el duro invierno de los frailes del convento de la Peña. A ellos les basta con disfrutar de la paz del sitio que los acoge mientras la vida pasa muy lejos, del otro lado de la serranía. El cuidado de la huerta, la oración, la vida contemplativa y el retiro individual que de cuando en cuando hacen a las ermitas que salpican las montañas nuevamente como antaño les bastan para ser felices o para intentarlo al menos. Justo todo lo contrario de lo que hacen las docenas de turistas que invaden su soledad buscando el mito de Las Batuecas sin saber que Las Batuecas está dentro de nosotros. Ya lo dijo otro fraile, Luis de León, contemporáneo de san Juan de la Cruz y, como este, residente en Salamanca por algún tiempo: «¡Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido / y sigue la escondida senda / por donde han ido / los pocos sabios / que en el mundo han sido!».