La casa estaba cerrada. Había mandado parar a Piontek a la entrada del patio y me acerqué a pie, cruzando la nieve virgen y compacta. La temperatura era extrañamente templada. En la fachada, estaban cerrados todos los postigos. Di la vuelta a la casa; la parte de atrás daba a una terraza grande con una balaustrada y a una escalera en curva que conducía a un jardín nevado, llano primero y en cuesta después. Más allá, se alzaba el bosque, pinos esbeltos entre los que se distinguían algunas hayas. Aquí también estaba todo cerrado y mudo. Fui a reunirme con Piontek y le dije que volviera a llevarme al pueblo, en donde me indicaron la casa de una tal Käthe, que trabajaba de cocinera en la finca y se ocupaba de la vivienda cuando no estaban los dueños. Impresionada por mi uniforme, la ya mencionada Käthe, una campesina recia que rondaba la cincuentena, rubia aún y pálida, no puso pega alguna para darme las llaves; mi hermana y su marido, me explicó, se habían ido antes de Navidad y no habían vuelto a dar noticias. Volví a la casa con Piontek. La morada de Von Üxküll era una bonita mansión del siglo XVIII, con una fachada ocre y rojiza, que destacaba mucho entre tanta nieve, y de un estilo barroco curiosamente liviano y sutilmente asimétrico, casi fantasioso, poco habitual en aquellas tierras frías y severas. Unos grutescos, diferentes todos entre sí, adornaban la puerta de entrada y los dinteles de las ventanas de la primera planta; vistos de frente, los personajes parecían sonreír con los dientes al aire, pero, al mirarlos de lado, se veía que se estaban tirando con las manos de las bocas abiertas. Encima de la pesada puerta de madera, en una cartela ornada con flores, mosquetes e instrumentos de música, se leía una fecha: 1713. Von Üxküll me había contado en Berlín los orígenes de esta casa casi francesa que era de su madre, una Von Recknagel. El antepasado que la mandó construir fue un hugonote que se marchó a Alemania tras la revocación del edicto de Nantes. Era un hombre rico y consiguió salvar buena parte de su fortuna. Ya de viejo, se casó con la hija huérfana de un noble prusiano que heredó estas tierras. Pero la casa de su mujer no le gustaba y la tiró para construir ésta. Ahora bien, la esposa era devota y le escandalizaba tamaño lujo: mandó edificar una capilla y también una dependencia aneja detrás de la casa, en donde acabó sus días, y que su marido mandó derruir en cuanto se murió. Pero la capilla seguía ahí, algo apartada bajo unos robles viejos, tiesa, austera, con una fachada desnuda de ladrillo rojo y un tejado de pizarra gris y pronunciada pendiente. Le di la vuelta despacio, pero no intenté abrir la puerta. Piontek seguía junto al coche; esperaba sin decir nada. Volví donde estaba, abrí la puerta de atrás, cogí la bolsa y le dije: «Me voy a quedar aquí unos días. Tú vuelve a Berlín. Llamaré o mandaré un telegrama para que vengas a buscarme. ¿Sabrás dar otra vez con el sitio? Si alguien te pregunta, dices que no sabes dónde estoy». Maniobró para dar media vuelta y volvió a meterse, traqueteando, por el largo paseo de abedules. Fui a dejar la bolsa delante de la puerta. Miré el patio nevado y el coche de Piontek, paseo adelante. Salvo las que acababan de dejar los neumáticos, no había ninguna huella en la nieve, nadie venía por aquí. Esperé a que Piontek llegase al final del paseo y se metiera por la carretera de Tempelburg y, luego, abrí la puerta.
La llave de hierro que me había dado Käthe era grande y pesada, pero la cerradura, bien lubricada, se abrió con facilidad. Debían de lubricar también los goznes, porque la puerta no chirriaba. Abrí unos cuantos postigos para que entrase la luz en el vestíbulo y, luego, miré con detalle la hermosa escalera de madera tallada, las largas estanterías de libros, el suelo de tarima que el tiempo había desgastado, las esculturas pequeñas y las molduras en donde aún podían notarse rastros de panes de oro desconchados. Giré la llave de la luz: se encendió una araña en el centro de la estancia. Apagué y subí, sin molestarme en cerrar la puerta ni en quitarme la gorra, el gabán y los guantes. En la primera planta, un largo pasillo bordeado de ventanas cruzaba la casa. Las abrí una por una, empujé los postigos y cerré las hojas. Abrí luego las puertas; cerca de la escalera, había un trastero, un cuarto de servicio, otro pasillo que daba a una escalera de servicio; enfrente de las ventanas, un cuarto de aseo y dos habitacioncitas frías. En la punta del pasillo, una puerta forrada de tela daba paso a un amplio dormitorio principal que ocupaba todo el fondo de la planta. Encendí. Había una cama grande de columnas salomónicas, sin cortinas ni dosel; un sofá de cuero viejo, cuarteado y lustroso, un armario, un secreter, un tocador con un espejo grande, y otro espejo de pie enfrente de la cama. Al lado del armario había otra puerta que debía de dar al cuarto de baño. Estaba claro que era el cuarto de mi hermana, frío y que no olía a nada. Volví a mirarlo, salí y cerré la puerta, sin abrir los postigos. Abajo, desde el vestíbulo se pasaba a un gran salón con una larga mesa de comedor de madera antigua y un piano; venían luego las dependencias y la cocina. Aquí lo abrí todo, y salí un momento para mirar la terraza y los bosques. La temperatura era casi templada, el cielo estaba gris, la nieve se estaba derritiendo y goteaba desde el tejado con un ruidito agradable sobre las baldosas de la terraza, y también más allá, abriendo pocitos en la capa nevada al pie de las paredes. Dentro de unos días, pensé, si no vuelve a hacer frío, vendrá el barro y eso frenará a los rusos. Un cuervo levantó pesadamente el vuelo y salió de entre los pinos graznando; luego, fue a posarse algo más lejos. Volví a cerrar la puerta vidriera y regresé al vestíbulo. La puerta de entrada se había quedado abierta: metí la bolsa y cerré. Detrás de la escalera, había otra puerta de doble hoja, de madera barnizada, con adornos redondos. Debían de ser los aposentos de Von Üxküll. Titubeé y, luego, regresé al salón, en donde miré los muebles, los escasos bibelots escogidos con primor, la gran chimenea de piedra, el piano de cola. Había un retrato de cuerpo entero colgado detrás del piano, en un rincón: Von Üxküll, joven aún, casi de perfil, pero con la mirada vuelta hacia el espectador, la cabeza descubierta y vistiendo uniforme de la Gran Guerra. Lo miré detenidamente, fijándome bien en las medallas, el anillo de sello, los guantes de ante que sujetaba al desgaire en la mano. Aquel retrato me asustaba un poco, notaba una opresión en el vientre, pero tenía que admitir que en otros tiempos había sido un hombre guapo. Me acerqué al gran piano y levanté la tapa. Paseaba la vista del retrato a la larga fila de teclas de marfil, y, luego, volvía a mirar el retrato. Con un dedo enguantado aún apreté una tecla. Ni siquiera sabía qué nota era aquélla, no sabía nada, y ante el hermoso retrato de Von Üxküll volvía a apoderarse de mí la antigua añoranza. Me decía: me habría gustado tanto saber tocar el piano; me gustaría tanto volver a oír Bach otra vez antes de morir. Pero eran unas añoranzas vanas, cerré la tapa y salí del salón por la terraza. En un cobertizo, a un lado de la casa, encontré la reserva de leña y, en unos cuantos viajes, llevé unos leños gruesos a la chimenea y también leña menuda ya hecha astillas, que apilé en un leñero de cuero grueso. Subí leña también a la primera planta y encendí la estufa de uno de los cuartitos de invitados, atizando el fuego con ejemplares viejos del VB que estaban amontonados en los retretes. En el vestíbulo, me quité por fin el gabán y me puse, en vez de las botas, unas zapatillas abrigadas que encontré por allí; luego, subí la bolsa y deshice el equipaje encima de la estrecha cama de latón y coloqué la ropa en el armario. La habitación era sencilla y con muebles funcionales, un jarro y un lavabo, un papel pintado discreto. La estufa de azulejos calentaba pronto. Bajé con la botella de coñac y me puse a encender fuego en la chimenea. Me dio más trabajo que la estufa, pero acabó por prender. Me serví una copa de coñac, encontré un cenicero y me acomodé al amor de la lumbre en un sillón confortable, con la guerrera desabrochada. El día, fuera, se iba yendo despacio, y yo no pensaba en nada.
De lo que sucedió en aquella hermosa casa vacía no sé si puedo decir gran cosa. Escribí ya una relación de los acontecimientos y, mientras la escribía, me parecía verídica y conforme a la realidad, pero, por lo visto, no coincide, de hecho, con la verdad. ¿Por qué? Es difícil decirlo. No es que tenga recuerdos confusos; antes bien, me quedan muchos y muy concretos, pero gran parte se solapan e incluso se contradicen y son de condición incierta. Durante mucho tiempo, pensé que mi hermana debía de estar en casa cuando llegué, que me esperaba junto a la entrada de la casa con un vestido oscuro; la larga y abundante melena negra se confundía con las mallas de un grueso chal negro que llevaba por los hombros. Hablamos, de pie en la nieve; quería que se viniera conmigo, pero ella no quería, ni siquiera cuando le expliqué que llegaban los rojos, que era cuestión de semanas, e incluso de días; se negaba, decía que su marido estaba trabajando, que componía música, que era la primera vez desde hacía mucho y que no podían irse ahora, y, entonces, decidí quedarme, y le dije a Piontek que se volviera. Por la tarde, tomamos el té y charlamos; le hablé de mi trabajo, y también de Héléne, y me preguntó si me había acostado con ella y si la quería, y yo no supe qué contestarle; me preguntó por qué no me casaba con ella y seguí sin saber qué contestarle; y, por fin, me preguntó: «¿Es por mí por lo que no te has acostado con ella y no te casas?», y yo, avergonzado, seguí con la mirada gacha y perdida en los dibujos geométricos de la alfombra. Eso era lo que recordaba, pero por lo visto no fue eso lo que pasó, y ahora tengo que admitir que seguramente mi hermana y su marido no estaban, y por eso vuelvo a empezar este relato desde el principio e intento atenerme de la forma más fiel posible a lo que se puede dar por seguro. Käthe llegó a última hora de la tarde, con víveres en una carreta pequeña de la que tiraba un burro, y me preparó de comer. Mientras guisaba, bajé por vino a la larga bodega abovedada y polvorienta, en la que reinaba un grato olor de tierra húmeda. Había cientos de botellas, algunas muy viejas, y tuve que soplar el polvo para leer las etiquetas, algunas de las cuales estaban completamente enmohecidas. Escogí las mejores botellas sin el menor apuro; no valía la pena dejarles aquellos tesoros a los rojillos a quienes, de todas formas, sólo les gustaba el vodka. Encontré un cháteau—.argaux de 1900 y me llevé también un ausone del mismo año y, un tanto al azar, un graves, un haut—.rion de 1923. Mucho después, me di cuenta de que cometí un error, 1923 no fue en realidad un año bueno, más me habría valido elegir una botella de 1921, que fue una añada indudablemente mejor. Abrí el margaux mientras Käthe servía y me puse de acuerdo con ella, antes de que se fuera, en que vendría a diario a hacerme la cena pero me dejaría a solas el resto del día. Los platos eran sencillos y abundantes, sopa, carne, patatas asadas en grasa, y el vino me supo aún mejor. Me había sentado en el extremo de la larga mesa, no en el sitio del anfitrión, sino a un lado, de espaldas a la chimenea en donde chisporroteaba el fuego; tenía junto a mí un gran candelabro; apagué la luz eléctrica y cené a la luz dorada de las velas, masticando metódicamente la carne poco hecha y las patatas y bebiendo largos sorbos de vino. Y era como si mi hermana estuviera enfrente de mí, comiendo con la misma calma, como si flotara su hermosa sonrisa; estábamos sentados uno enfrente del otro y, entre los dos, estaba su marido, en la cabecera de la mesa, en su silla de ruedas, y charlábamos amistosamente; mi hermana hablaba con voz dulce y clara, y Von Üxküll con tono cordial, con esa rigidez y esa severidad que parecía no dar nunca de lado, pero sin perder la exquisita amabilidad del aristócrata de pura cepa, sin hacer que me sintiera nunca violento; y, entre aquella luz cálida y temblorosa, veía y oía a la perfección nuestra charla, y tenía ocupada la mente en ella mientras comía y me acababa la botella de aquel burdeos aterciopelado, opulento, fabuloso. Le contaba a Von Üxküll la destrucción de Berlín. «No parece usted afectado», le comentaba al final… —«Es una catástrofe— replicaba—, pero no una sorpresa. Nuestros enemigos nos copian nuestros propios métodos. ¿Hay algo más lógico? Alemania apurará el cáliz hasta las heces antes de que todo haya concluido». Y, desde ahí, la conversación derivaba hacia el 20 de julio. Sabía por Thomas que varios amigos de Von Üxküll estaban directamente implicados. «A partir de entonces, esa Gestapo suya ha diezmado a buena parte de la aristocracia pomerana —comentó con frialdad—. Conocía muy bien al padre de Von Tresckow, un hombre de moralidad muy rigurosa, lo mismo que su hijo. Y, por supuesto, a Von Stauffenberg, una amistad de la familia»…— «¿Y eso?». —«Su madre es una Von Üxküll—.yllenband, Karoline, prima mía segunda». Una escuchaba en silencio. «Parece usted aprobar su conducta», dije. La respuesta de Von Üxküll me venía sola a la mente: «Siento gran respeto personal por muchos de ellos, pero no apruebo el intento por dos razones. Primero porque ya es tardísimo. Habrían tenido que hacerlo en 1938, en la época de la crisis de los Sudetes. Lo pensaron, y Beck quería, pero cuando los ingleses y los franceses se bajaron los pantalones ante ese cabo ridículo, se quedaron sin viento en las velas. Y, luego, los éxitos de Hitler los desmoralizaron y, por fin, los arrastraron, incluso a Halder, y eso que es un hombre muy inteligente, pero demasiado cerebral. En cuanto a Beck, tenía la inteligencia del hombre de honor, seguro que se daba cuenta de que ya era demasiado tarde, pero no retrocedió para no dejar a los demás en la estacada. Pero eso no quita que el auténtico motivo fue que Alemania escogió seguir a ese hombre. Él quiere a toda costa su Gótterdámmerung, y ahora Alemania tiene que seguirlo hasta el final. Matarlo ahora para salvar los muebles de la quema sería hacer trampa, jugar con truco. Ya se lo he dicho, hay que apurar el cáliz hasta las heces. Es la única forma de que pueda empezar algo nuevo».— «Eso mismo piensa Jünger —decía Una—. Le ha escrito a Berndt»…— «Sí, eso es lo que ha dado a entender entre líneas. También ha escrito un ensayo que anda circulando por ahí»… —«Vi a Jünger en el Cáucaso— dije—, pero no tuve ocasión de hablar con él. En cualquier caso, querer matar al Führer es un crimen insensato. Es posible que no haya salida, pero la traición me parece algo inaceptable, tanto hoy como en 1938. Es el reflejo de esa clase suya, que está destinada a desaparecer. No tendrá mejores probabilidades de supervivencia con los bolcheviques». —«No cabe duda— dijo tranquilamente Von Üxküll—, Ya se lo he dicho: todo el mundo siguió a Hitler, incluso los junkers. Haíder creía que era posible derrotar a los rusos. Sólo se dio cuenta Ludendorff, pero demasiado tarde, y maldijo a Hindenburg por haberle dado el poder a Hitler. Yo siempre he aborrecido a ese hombre, pero no lo considero aval para quedar exento de compartir el destino de Alemania»… —«Disculpe que se lo diga, pero ya se ha acabado el tiempo de usted y de sus semejantes»…— «Y no falta mucho para que se acabe el de usted. Que ha durado mucho menos». Me miraba fijamente, como se mira a una cucaracha o a una araña, no con asco, sino con la fría pasión del entomólogo. Me lo imaginaba con toda claridad. Me había acabado el margaux y estaba un tanto achispado; descorché el saint—.milion, cambié de copas, le hice probar el vino a Von Üxküll. Miró la etiqueta: «Me acuerdo de esta botella. Me la mandó un cardenal romano. Tuvimos una larga conversación sobre el papel de los judíos. Sostenía la muy católica tesis de que hay que oprimir a los judíos, pero conservarlos como testigos de la verdad de Cristo; es una postura que siempre me ha parecido absurda. Por lo demás, creo que la defendía más bien por el gusto de la controversia; era un jesuita». Sonreía, y me hizo una pregunta, seguramente para chincharme: «Por lo visto, la Iglesia les ha creado a ustedes problemas a la hora de evacuar a los judíos de Roma»… —«Por lo visto. Yo no estaba»…— «No sólo la Iglesia —dijo Una—. ¿Te acuerdas de que tu amigo Karl—.riedrich nos dijo que los italianos no entendían nada del asunto de la cuestión judía?»—. «Sí, es cierto —respondió Von Üxküll—. Decía que ni tan siquiera los italianos aplicaban sus propias leyes raciales y que amparaban a los judíos extranjeros, en contra de Alemania»…— «Es verdad —dije, incómodo—. Hemos tenido dificultades con ellos en ese aspecto». Y eso era lo que contestaba mi hermana: «Ahí está la prueba de que es gente sana. Valoran la vida como se merece. Los entiendo: tienen un país hermoso y sol, la comida es buena y sus mujeres son hermosas»…— «Y no como en Alemania», dijo lacónicamente Von Üxküll. Probé por fin el vino: tenía aroma a clavo tostado y, un poco, a café, me pareció más amplio que el margaux, suave, redondo y exquisito. Von Üxküll me miraba: «¿Saben ustedes por qué matan a los judíos? ¿Lo saben?». Me provocaba continuamente en aquella peculiar conversación; yo no le contestaba y paladeaba el vino. «¿Por qué ese encarnizamiento de los alemanes en matar a los judíos?». —«Se equivoca si cree que la cosa va sólo con los judíos— dije con calma—. Los judíos no son sino una categoría de enemigos. Destruimos a todos nuestros enemigos, estén donde estén y sean quienes sean»… —«Sí, pero admita que en los judíos han hecho un hincapié particular»…— «No creo. Es posible, efectivamente, que el Führer tenga algún motivo personal para odiar a los judíos. Pero en el SD no odiamos a nadie, perseguimos a unos enemigos de forma objetiva. Las opciones por las que nos decantamos son racionales»… —«No tan racionales. ¿Por qué había que eliminar a los enfermos mentales y a los inválidos de los hospitales? ¿Qué peligro suponían esos desdichados?»— «Bocas inútiles. ¿Sabe cuántos millones de reichsmarks nos hemos ahorrado así? Por no hablar de las camas hospitalarias, que se quedaron libres para los heridos del frente»… —«Yo sé— dijo entonces Una, entre la cálida luz dorada, que nos había estado escuchando en silenciopor qué hemos matado a los judíos». Hablaba con voz clara y firme; yo la oía con nitidez y la escuchaba bebiendo vino, tras haber acabado ya de cenar. «Al matar a los judíos —decía—, hemos querido matarnos a nosotros mismos, matar al judío que llevamos dentro, matar lo que, en nosotros, se parecía a la idea que nos hacemos del judío. Matar en nosotros al burgués tripón que cuenta los cuartos, que va detrás de los honores y sueña con el poder, pero con un poder que imagina con la cara de Napoleón III o de un banquero, matar la ética raquítica y tranquilizadora de la burguesía, matar el ahorro, matar la obediencia, matar la servidumbre del Knecht, matar todas esas bonitas virtudes alemanas. Porque nunca hemos entendido que esos rasgos que les atribuíamos a los judíos y a los que llamábamos bajeza, cobardía, avaricia, avidez, sed de dominio y maldad fácil, son unos rasgos esencialmente alemanes, y que si los judíos los tienen, es porque soñaron con parecerse a los alemanes, con ser alemanes, porque nos imitan servilmente por considerarnos la mismísima imagen de cuanto hay hermoso y bueno en el reino de Alta Burguesía, el Becerro de Oro de los que huyen de la aspereza del desierto y de la Ley. O quizá lo fingían, quizá acabaron por quedarse con esos rasgos nuestros por cortesía, por una forma de simpatía, para no parecer muy distantes. Y en cambio, el sueño nuestro, nuestro sueño de alemanes era ser judíos, puros, indestructibles, fieles a una Ley, diferentes del resto y con el amparo de la mano de Dios. Y lo que pasa es que todos se equivocan, los alemanes y los judíos. Porque si la palabra judío quiere decir algo aún hoy en día, lo que quiere decir es Otro, un Otro y una forma de ser Otro que quizá son imposibles, pero que son necesarios». Vació la copa de un trago: «Los amigos de Berndt tampoco entendieron nada de todo esto. Decían que, bien pensado, el exterminio de los judíos no tenía gran importancia y que, al matar a Hitler, podrían cargarle el crimen, y cargárselo a Himmler y a las SS, a unos cuantos asesinos enfermos, a ti. Pero ellos tienen tanta culpa como tú, porque son alemanes y ellos también han hecho esta guerra para que triunfara esa Alemania, y no otra. Y lo peor es que si los judíos salen de ésta, si Alemania se hunde y los judíos sobreviven, se les olvidará lo que quiere decir la palabra judío y querrán ser alemanes más que nunca». Yo seguía bebiendo mientras ella hablaba con aquella voz clara y veloz, y el vino se me subía a la cabeza. Y, de repente, me volvió a la memoria la visión del Zeughaus, el Führer vestido de judío con el chal de oración de los rabinos y los objetos rituales de cuero, ante una multitud que no notaba nada, nadie lo notaba menos yo; y todo desapareció de golpe, Una y su marido y nuestra conversación, y me quedé a solas con las sobras de la cena y los vinos extraordinarios, borracho, ahito, un tanto amargo. Un huésped a quien nadie había invitado. Aquella noche dormí mal en la cama pequeña. Había bebido demasiado, la cabeza me daba vueltas, todavía me resentía de las secuelas del trauma del día anterior. No había cerrado los postigos y la luna caía suavemente dentro de la habitación; me la imaginaba entrando de la misma forma en el dormitorio del final del pasillo, resbalando por el cuerpo dormido de mi hermana, desnuda bajo la sábana, y habría querido ser esa luz, esa suavidad intangible, pero, al tiempo, tenía pensamientos rabiosos, los raciocinios chirriantes de la cena me retumbaban en la cabeza como el repiqueteo desatinado de las campanas ortodoxas de Pascua y destruían la calma en la que me habría gustado verme sumido. Al fin caí en el sueño, pero el malestar seguía, me teñía los sueños de colores espantosos. Veía, en una habitación oscura, a una mujer alta y hermosa con un largo vestido blanco, un vestido de novia quizá; no podía verle la cara, pero estaba claro que era mi hermana; se hallaba postrada en el suelo, caída en la moqueta, presa de convulsiones y de una diarrea incontrolable. Le rezumaba del vestido una mierda negra, por dentro, debía de estar rebosante. Von Üxküll se la encontraba así, salía al pasillo (podía andar) para llamar a un ascensorista, o a un mozo de planta, en tono de ordeno y mando (así que aquello era un hotel y yo me decía que debía de ser su noche de bodas). Volvía a la habitación y le decía al mozo que la cogiera por los brazos mientras él la cogía por los pies, para llevarla al cuarto de baño, desnudarla y lavarla. Lo hacía con frialdad y eficiencia y no parecían importarle los olores inmundos que brotaban de ella y que a mí se me pegaban a la garganta; tenía que esforzarme en controlar el asco, la náusea que se apoderaba de mí (¿pero dónde estaba yo en aquel sueño?).
Madrugué y crucé la casa vacía y silenciosa. En la cocina, encontré pan, mantequilla, miel, café, y desayuné. Fui, luego, al salón y pasé revista a los libros de las estanterías. Había muchos volúmenes en alemán, pero también en inglés, en italiano, en ruso; acabé por decidirme, con un arrebato de gozo, por L’éducation sentimentale, que encontré en francés. Me acomodé junto a una ventana y estuve leyendo unas cuantas horas, alzando de vez en cuando la cabeza para mirar los bosques y el cielo gris. A eso de las doce, me preparé una tortilla de tocino y comí en la mesa vieja de madera que había en un rincón de la cocina, sirviéndome cerveza que bebía a grandes tragos. Me hice café y fumé un cigarrillo y, luego, decidí dar un paseo. Me puse el gabán de oficial sin abrochármelo: todavía estaba la temperatura templada, la nieve no se derretía, sino que se estaba poniendo dura y se acartonaba y encogía. Crucé el jardín y me metí en el bosque. Los pinos estaban bastante separados y eran muy altos; crecían y, arriba del todo, volvían a cerrarse como una dilatada bóveda apoyada en columnas. Acá y acullá había aún placas de nieve, el suelo que quedaba al descubierto era duro, rojo y con una alfombra de agujas secas que crujían al pisarlas. Salí a una trocha arenosa, una línea recta entre los pinos. Había en el suelo marcas de roderas de carro; a la orilla de la vereda, de trecho en trecho, se amontonaban pulcramente troncos partidos. Esa vereda iba a parar a un río gris, de unos diez metros de ancho; en la otra orilla, iba cuesta arriba un campo arado, cuyos surcos negros rayaban la nieve, y tropezaba con un hayedo. Giré a la derecha y me metí en el bosque, siguiendo el curso del río que corría con un suave rumor. Según andaba, me imaginaba que Una caminaba conmigo. Llevaba una falda de lana, botas, una chaqueta masculina de cuero y el gran chal de punto. La veía andar delante de mí, con paso seguro y tranquilo; la miraba y me empapaba del movimiento de los músculos de los muslos, de las nalgas, de la espalda altiva y recta. No podía concebir nada más noble ni más hermoso. Más allá, robles y hayas se mezclaban con los pinos, el suelo se volvía pantanoso, cubierto de hojas muertas que rezumaban agua, a través de las que se hundían los pies en un barro aún duro por el frío. Pero, un poco más lejos, el suelo subía en una leve pendiente y volvía a ser seco y grato de pisar. Aquí no había casi más que pinos, delgados y rectos como flechas, madera joven, árboles plantados recientemente, después de una tala. Y, más allá, el bosque se abría, al fin, en un prado de hierba prieta, frío, casi sin nieve, a un nivel más alto que las aguas quietas del lago. A la derecha, veía unas cuantas casas pequeñas, la carretera, la cresta del istmo, coronada de pinos y de abedules; sabía que el río se llamaba Drage y que iba de ese lago al Dratzig—.ee, y seguía luego hacia el Króssin—.ee, en donde había una escuela SS, cerca de Falkenburg. Miraba la superficie gris del lago; alrededor, había el mismo paisaje ordenado de tierra negra y bosques. Seguí por la orilla hasta el pueblo. Un campesino me llamó, desde su jardín, y crucé unas palabras con él; estaba preocupado, les tenía miedo a los rusos; yo no podía darle noticias concretas, pero sabía que tenía razón en sentir miedo. Tiré hacia la izquierda por la carretera y subí despacio la larga cuesta, entre los dos lagos. Corría entre taludes elevados que me tapaban la vista del agua. En la cima del istmo, trepé por el montículo y pasé entre los árboles, apartando las ramas, hasta que llegué a un lugar desde el que se domina, desde bastante altura, toda un bahía que, más allá, se dilata en anchas superficies irregulares. La quietud de las aguas y de los bosques negros de la otra orilla daban al paisaje un aspecto solemne y misterioso, como si se tratase de un reino más allá de la vida, pero, no obstante, más acá de la muerte todavía, una tierra intermedia. Encendí un cigarrillo y miré el lago. Me volvía a la memoria una conversación de la infancia, o más bien de la adolescencia: mi hermana me contó un día un antiguo mito de Pomerania, la leyenda de Viñeta, una ciudad hermosa y arrogante que se hundió en el Báltico, cuyas campanas oían sonar aún los pescadores a mediodía y que a veces se decía que estaba en las inmediaciones de Kolberg. Aquella ciudad grande y opulenta, me explicó mi hermana con infantil seriedad, se perdió por culpa del deseo desenfrenado de una mujer, la hija del rey. Muchos marinos y caballeros acudían a beber y a divertirse, hombres hermosos y fuertes, rebosantes de vida. Todas las noches, la hija del rey se iba disfrazada por la ciudad, bajaba hasta las posadas, hasta los tugurios más sórdidos y escogía a un hombre. Se lo llevaba a palacio y lo amaba durante toda la noche; por la mañana, el hombre había muerto de agotamiento. Ni uno, por robusto que fuera, resistía aquel deseo insaciable. Y ella mandaba que tirasen el cadáver al mar, a una bahía que azotaban las tempestades. Pero no poder saciar el deseo que sentía no hacía sino exacerbar su inmensidad. La veían paseando por la playa y cantándole al océano, a quien quería hacer el amor. Sólo el océano, cantaba, sería lo bastante fornido y potente para calmar su deseo. Una noche, por fin, no pudo resistir más y salió desnuda de palacio dejando en la cama el cadáver de su último amante. Era una noche de tempestad y el océano castigaba los diques que protegían la ciudad. Fue hasta el espigón y abrió la gran puerta de bronce que su padre había mandado colocar allí. El océano entró en la ciudad, cogió a la princesa, la convirtió en su mujer, y se quedó con la ciudad anegada, como importe de la dote. Cuando Una acabó de contar la historia, le hice notar que era como la leyenda francesa de la ciudad de Ys. «Sí —me replicó con tono altanero—, pero ésta es más bonita»…— «Si la he entendido bien, lo que cuenta es que el orden de la ciudad es incompatible con el placer insaciable de las mujeres»… —«Yo diría más bien el placer desmedido de las mujeres. Pero lo que estás sacando es una moraleja de hombre. Yo creo que todas esas ideas, la mesura, la moral, las inventaron los hombres como compensación por lo limitado de su placer. Pues los hombres saben hace mucho que su placer no podrá compararse nunca con el placer que padecemos nosotras, y ese placer es de un orden diferente».
Por el camino de vuelta, me sentía como una concha vacía, como un autómata. Me acordaba del espantoso sueño de la noche anterior, intentaba imaginarme a mi hermana con las piernas cubiertas de una diarrea líquida y pegajosa, con un apestoso olor abominablemente dulce. También las mujeres evacuadas de Auschwitz, esqueléticas, acurrucadas bajo las mantas, tenían las piernas cubiertas de mierda, unas piernas que parecían palos; a las que se paraban para defecar las ejecutaban, tenían que cagar mientras andaban, como los caballos. Mi hermana cubierta de mierda habría sido aún más hermosa, solar y pura bajo aquel fango que no la habría tocado, que habría sido incapaz de mancillarla. Yo me habría acurrucado entre sus piernas maculadas como un niño de pecho hambriento de leche y de amor, como un niño desvalido. Aquellas ideas me dejaban arrasado el pensamiento, no podía quitármelas de la cabeza, me costaba respirar y no entendía qué era lo que se apoderaba de mí de forma tan brutal. Ya en casa, vagabundeé sin meta por los pasillos y las habitaciones, abriendo y cerrando las puertas al azar. Quise abrir las de los aposentos de Von Üxküll, pero me detuve en el último momento, con la mano en el picaporte; me lo impedía una sensación de apuro indecible, como cuando, de muy pequeño, me metía en el despacho de mi padre, cuando no estaba, para acariciar sus libros y jugar con sus mariposas. Subí al primer piso y entré en el dormitorio de Una. Abrí deprisa los postigos, empujándolos con gran estruendo de madera. Desde las ventanas, se veía, por un lado, el patio y, por el otro, la terraza, el jardín y el bosque, más allá del cual se divisaba una esquina del lago. Me senté en el arcón que había al pie de la cama, enfrente del espejo grande. Contemplé al hombre que tenía ante mí en el espejo, un individuo flojo, cansado, cetrino, con la cara abotargada de resentimiento. No lo reconocía, no podía ser yo, y, sin embargo, sí que lo era. Me enderecé, erguí la cabeza, pero no fue mucha la diferencia. Me imaginé a Una de pie ante ese espejo, desnuda o con un vestido; debía de parecerse fabulosamente guapa, y qué suerte tenía al poder mirarse así, al poder fijarse detalladamente en su hermoso cuerpo; pero quizá, no, quizá no veía aquella belleza, quizá era invisible para sus propios ojos, quizá no se daba cuenta de la singularidad enloquecedora, del escándalo de aquellos pechos y de aquel sexo, de aquello que llevaba entre las piernas y no se puede ver, pero que cela con gran cuidado todo su esplendor; quizá lo único que notaba de su cuerpo era que tenía peso y que envejecía despacio, con una leve tristeza, o, como mucho, con un dulce sentimiento de complicidad familiar, y nunca la acritud del deseo despavorido: Mira, ahí no hay nada que ver. Me levanté, respirando con dificultad, y fui a mirar por la ventana, hacia el bosque. Ya me había pasado el calor fruto de la larga caminata; me parecía que la habitación estaba helada, tenía frío. Me volví hacia el secreter pegado a la pared, entre las dos ventanas que daban al jardín e intenté abrirlo como quien no quiere la cosa. Estaba cerrado con llave. Bajé, fui a por un cuchillo grande a la cocina, llené de leña menuda el leñero, cogí también la botella de coñac y un vaso y subí. En el dormitorio, me serví un trago, bebí un poco y me puse a encender la estufa grande que estaba sellada con cemento en el rincón. Cuando el fuego prendió bien, me incorporé e hice saltar con el cuchillo la cerradura del secreter. Cedió enseguida. Me senté, con el vaso de coñac junto a mí, y rebusqué en los cajones. Había todo tipo de objetos y de papeles, joyas, algunas conchas exóticas, fósiles, correspondencia de negocios que leí por encima sin fijarme mucho, cartas dirigidas a Una desde Suiza y que hablaban sobre todo de cuestiones de psicología mezcladas con cotilleos anodinos, alguna cosa más. En un cajón, metido en un portafolios pequeño de cuero, encontré un fajo de cuartillas de su puño y letra, borradores de cartas dirigidas a mí, pero que nunca me envió. Con el corazón palpitante, despejé el buró metiendo de cualquier manera las demás cosas en los cajones y extendí las cartas como un abanico de naipes. Dejé correr los dedos por encima y escogí una, al azar, a lo que me pareció, pero no debió de ser del todo casualidad, la carta estaba fechada el 28 de abril de 1944 y empezaba así: Querido Max, hace hoy un año que murió mamá. Nunca me has escrito, nunca me dijiste nada de lo que pasó, nunca me explicaste nada… Aquí se interrumpía la carta, leí por encima otras, deprisa; todas parecían estar inconclusas. Bebí entonces un sorbo de coñac y me puse a contárselo todo a mi hermana, exactamente como lo he escrito aquí, sin omitir nada. Me llevó un buen rato; cuando acabé la luz se estaba yendo de la habitación. Cogí otra carta y me levanté para acercarla a la ventana. Esta hablaba de nuestro padre, y la leí de un tirón, con la boca seca y crispado de angustia. Mi hermana decía que mi resentimiento hacia nuestra madre por el asunto de nuestro padre había sido injusto, que nuestra madre tuvo una vida difícil por su culpa, por su frialdad, por sus ausencias, por su marcha final, inexplicada. Me preguntaba si acaso me acordaba siquiera de cómo era. En realidad, me acordaba de pocas cosas, recordaba su olor, su sudor, cómo nos abalanzábamos encima de él para atacarlo cuando estaba leyendo en el sofá, y cómo nos cogía entonces en brazos riendo a carcajadas. Una vez tuve tos y me hizo tomar una medicina que vomité en el acto encima de la alfombra; me moría de vergüenza, temía que se enfadara, pero fue muy cariñoso, me consoló y, luego, limpió la alfombra. La carta seguía; Una me explicaba que su marido había conocido a nuestro padre en Curlandia, que nuestro padre, como me había dicho el juez Bormann, estaba al mando de un Freikorps. Von Üxküll mandaba otra unidad, pero lo conocía bien. Berndt dice que era una fiera desatentada, escribía mi hermana. Un hombre sin fe y sin control. Hacía que crucificasen en los árboles a las mujeres violadas, y él mismo arrojaba a los niños vivos dentro de los pajares incendiados, entregaba a los enemigos capturados a sus hombres, que eran como bestias fuera de sí, y reía y comía mientras miraba cómo los torturaban. En el mando, era obstinado y corto de mollera y no hacía caso de lo que decía nadie. Toda el ala que se suponía que tenía que defender en Mitau cayó por su arrogancia, por retirar al ejército de forma precipitada. Ya sé que no me vas a creer, añadía, pero es la verdad; piensa lo que quieras. Espantado y presa de la rabia, arrugué la carta e hice ademán de romperla, pero me contuve. La arrojé encima del secreter y esbocé unos cuantos movimientos por la habitación, quise irme, regresé, titubeaba, bloqueado por una catarata de impulsos divergentes; bebí por fin un poco de coñac y eso me calmó un tanto; cogí la botella para seguir bebiendo en el salón.
Käthe había llegado y estaba haciendo la cena, entraba y salía de la cocina; no quería verla. Volví al vestíbulo y abrí la puerta de los aposentos de Von Üxküll. Constaban de dos habitaciones amplias, de un gabinete de trabajo y de un dormitorio, todo amueblado con gusto, muebles antiguos y recios, de madera oscura, alfombras orientales, objetos sencillos de metal, un cuarto de baño equipado de forma específica, adaptado seguramente a su parálisis. Mirando todo aquello, volvía a notar una intensa sensación de apuro, pero, al tiempo, me daba igual. Di una vuelta por el cuarto de trabajo, no había objeto alguno que estorbara encima del gran escritorio de madera maciza, que no tenía silla; en las estanterías, sólo había partituras, de todo tipo de compositores, ordenadas por países y por períodos, y, aparte, un montoncito de partituras encuadernadas, sus propias obras. Abrí una y miré las series de notas, una abstracción para mí, que no sabía leerlas. En Berlín, Von Üxküll me había hablado de una obra que tenía en proyecto, una fuga o, como había dicho, una secuencia de variaciones seriales en forma de fuga. «Todavía no sé si eso en lo que pienso es posible en realidad», dijo. Cuando le pregunté por el tema, torció el gesto: «No es música romántica. No hay tema. Es un estudio nada más»… —«¿Y qué destino piensa darle?»—. «Ninguno. Ya sabe que en Alemania no interpretan mis obras. Lo más seguro es que nunca lo oiga interpretado».— «¿Y para qué lo escribe entonces?» Sonrió, una ancha sonrisa placentera: «Para haberlo hecho antes de morirme».
Entre las partituras, había, por supuesto, obras de Rameau, de Couperin, de Forqueray, de Balbastre. Saqué algunas de las estanterías y las hojeé, mirando los títulos, que conocía bien. Estaba la Gavota, seis variaciones de Rameau, y, al mirar la página, la música acudió enseguida a sonarme en la cabeza, clara, jubilosa, cristalina, como el galope de un caballo de raza lanzado por la llanura rusa, en invierno, tan veloz que los cascos sólo rozan la nieve y no dejan ni el menor rastro. Pero por más que clavase la vista en esa página, no podía relacionar aquellos trinos embrujadores con los signos trazados en ella. Von Üxküll, al final del almuerzo de Berlín, volvió a mencionar a Rameau. «Con razón le gusta a usted esa música —dijo—. Es una música lúcida y soberana. Nunca pierde la elegancia, pero está siempre plagada de sorpresas, e incluso de celadas; es lúdica, alegre, de una gaya ciencia que no descuida ni las matemáticas ni la vida». También había defendido a Mozart con palabras peculiares: «Durante mucho tiempo le hice de menos. De joven, me parecía un hedonista con muchas dotes, pero sin hondura. Pero quizá era mi propio puritanismo quien lo juzgaba así. Según envejezco, voy empezando a creer que es posible que tuviera un sentimiento de la vida tan fuerte como el de Nietzsche, y que su música sólo parece sencilla porque la vida, en resumidas cuentas, es bastante sencilla. Pero todavía no lo he acabado de decidir, tengo que seguir oyéndolo».
Ya se marchaba Käthe y fui a cenar; me volví a beber sin empacho una de las maravillosas botellas de Von Üxküll. La casa empezaba a parecerme familiar y cálida. Käthe había vuelto a encender el fuego de la chimenea, la sala estaba gratamente caldeada, me sentía apaciguado, en términos de amistad con todo aquello, con aquel fuego, con aquel buen vino e incluso con el retrato del marido de mi hermana, colgado encima de aquel piano que yo no sabía tocar. Pero aquellos sentimientos no duraron. Después de cenar, quité la mesa y me serví un trago de coñac, me acomodé delante de la chimenea e intenté leer a Flaubert, pero no lo conseguí. Me atormentaban demasiadas cosas sordas. Estaba empalmado y me venían ideas de desnudarme e irme a explorar aquella casa tan grande, oscura, fría y silenciosa, un ámbito amplio y libre, pero también privado y lleno de secretos, igual que la casa de Moreau cuando éramos niños. Y en pos de aquel pensamiento venía otro, su doble oscuro, el del ámbito cuadriculado y vigilado de los campos: la promiscuidad de los barracones, el hormigueo en las letrinas colectivas, ningún lugar donde se pudiera tener un momento humano, a solas o entre dos. Hablé de ello una vez con Höss, quien me afirmó que, pese a todas las prohibiciones y las precauciones, los presos seguían teniendo actividad sexual, no sólo los kapos son sus Pipel o las lesbianas entre sí, sino hombres y mujeres; los hombres sobornaban a los guardias para que les trajeran a su amante, o se colaban en el Frauenlager con un Kommando de trabajo, y se arriesgaban a la muerte por una conmoción veloz, por un roce de dos pelvis descarnadas, por un breve contacto de dos cuerpos afeitados y piojosos. Me impresionó mucho aquel erotismo imposible, abocado a morir aplastado bajo las botas de clavos de los guardias, la cara opuesta, en su desesperanza, del erotismo libre, solar y transgresor de los ricos, pero también, quizá, su verdad oculta, que deja constancia solapada y tenazmente de que todo amor verdadero se orienta de forma inevitable a la muerte y, en su deseo, no tiene en cuenta la miseria de los cuerpos. Pues el hombre tomó en bruto y sin aderezos los hechos que recibe toda criatura sexuada y construyó con ellos una imaginería ilimitada, turbia y honda, el erotismo, que, más que cualquier otra cosa, lo diferencia de los animales, y otro tanto hizo con la idea de la muerte, aunque, curiosamente, esa imaginería no tiene nombre (a lo mejor podríamos llamarla fanatismo): y son esas imaginerías, esos juegos de obsesiones mil veces rumiadas, y no la cosa en sí, lo que se convierte en el motor desenfrenado de nuestra sed de vida, de conocimiento, de descuartizamiento del propio ser. Seguía teniendo en las manos L’éducation sentimentale, encima de las piernas, casi en contacto con el sexo, olvidado, y dejaba que aquellos pensamientos de necio trastornado me dieran vueltas por la cabeza, mientras se me llenaban los oídos del latir angustiado del corazón.
Por la mañana, estaba más tranquilo. Volví a intentar leer en el salón, tras desayunar pan y café, pero el pensamiento volvía a derivar, se desentendía de las tribulaciones de Frédéric y de Madame Arnoux y se largaba a otra parte. Me preguntaba: ¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Qué quieres exactamente? ¿Esperar a que vuelva Una? ¿Esperar a que llegue un ruso y te degüelle? ¿Suicidarte? Me acordaba de Héléne. Ella y mi hermana, me dije, eran las dos únicas mujeres, dejando aparte unas cuantas enfermeras, que me habían visto desnudo. ¿Qué vio Héléne? ¿Qué pensó al verlo? ¿Qué veía en mí que yo no veía y que mi hermana no quería ya ver desde hacía tiempo? Pensaba en el cuerpo de Héléne, la había visto muchas veces en traje de baño, tenía unas formas más estilizadas y más vigorosas que las de mi hermana y unos pechos más menudos. Las dos tenían la piel igual de blanca, pero aquella blancura realzaba el pelo negro y abundante de mi hermana, mientras que, en Héléne, hallaba una prolongación en la suavidad rubia de la melena. También el sexo debía de ser suave y rubio, pero en eso no quería pensar. Un asco repentino me atenazó de pronto la garganta. Me decía: El amor ha muerto, el amor único ha muerto. No debería haber venido, tengo que irme, que volver a Berlín. Pero no quería volver a Berlín, quería quedarme. Algo después, me levanté y salí. Me fui otra vez por el bosque, encontré un puente viejo de madera sobre el Drage y lo crucé. Los matorrales se hacían cada vez más espesos y más oscuros, sólo era posible avanzar por los senderos de los guardabosques y de los leñadores, que obstruían ramas que me arañaban la ropa. Más allá, se alzaba una montaña pequeña y aislada, desde la que seguramente podría verse toda la comarca, pero no fui tan lejos, caminé sin rumbo, en redondo quizá, y por fin volví a dar con el río y regresé a la casa. Käthe me estaba esperando y safio de la cocina para ir a mi encuentro: «Herr Busse está aquí con Herr Gast y otros cuantos. Lo están esperando en el patio. Les he dado schnaps». Busse era el aparcero de Von Üxküll: «¿Qué me quieren?», pregunté… —«Quieren hablar con usted». Crucé la casa y salí al patio. Los campesinos estaban sentados en un charabán al que estaba enganchado un caballo de tiro flaquísimo que pastaba las briznas de hierba que asomaban de la nieve. Al verme, se descubrieron y echaron pie a tierra. Uno de ellos, un hombre rubicundo, de pelo gris pero con el bigote negro aún, se adelantó y me hizo una leve reverencia. «Buenos días, Herr Obersturmbannführer. Käthe nos ha dicho que es usted hermano de la señora». Hablaba con tono educado, pero titubeaba y buscaba las palabras. «Exacto», dije…— «¿Sabe dónde están el Freiherr y la señora? ¿Sabe qué tienen previsto?». —«No. Creía que me los iba a encontrar aquí. No sé dónde están. En Suiza seguramente»…— «Es que va a haber que irse pronto ya, Herr Obersturmbannführer. No se puede esperar mucho más. Los rojos están atacando Stargard y han sitiado Arnswalde. La gente está preocupada. El Kreisleiter dice que nunca conseguirán llegar hasta aquí, pero nosotros no nos lo creemos». Estaba apurado y le daba vueltas al sombrero entre las manos. «Herr Busse —dije—, comprendo su inquietud. Tienen ustedes que pensar en sus familias. Si creen que deben irse, váyanse. Nadie se lo impide». Se le aclaró un poco el rostro. «Gracias, Herr Obersturmbannführer. Es que nos estábamos preocupando en vista de que la casa estaba vacía». Titubeó. «Si quiere, puedo darle un carro y un caballo. Y si quiere cargar muebles, lo ayudaremos. Nos los llevaremos y los pondremos en lugar seguro»—. «Gracias, Herr Busse. Lo pensaré. Mandaré a Käthe a buscarlo, si decido algo».
Los hombres volvieron a subirse al carro, que se alejó despacio por el paseo de abedules. Las palabras de Busse no me hacían efecto alguno, no conseguía pensar en la llegada de los rusos como en algo concreto y cercano. Me quedé donde estaba, me apoyé en el marco de la puerta de entrada y fumé un cigarrillo mientras miraba cómo desaparecía el carro al fondo del vial. Luego, por la tarde, se presentaron otros dos hombres. Llevaban chaquetas azules de tela basta, botas gruesas de clavos y las gorras en la mano. Me di cuenta enseguida de que eran los dos franceses del STO de los que me había hablado Käthe, que estaban haciendo unas labores agrícolas o de mantenimiento para Von Üxküll. Eran, con Käthe, los únicos miembros del servicio que quedaban: habían llamado a filas a todos los hombres, el jardinero estaba en el Volkssturm, la doncella se había ido a reunirse con sus padres, evacuados en Mecklembourg. No sabía dónde se alojaban aquellos dos hombres, quizá en casa de Busse. Les hablé en francés de entrada. El mayor, Henri, era un campesino rechoncho, pero vigoroso, que andaba por los cuarenta años; era oriundo de Lubéron y conocía Antibes; el otro venía seguramente de una ciudad de provincias y parecía joven aún. Ellos también estaban preocupados y venían a decir que querían irse si todo el mundo se iba. «Entienda, señor oficial, los bolcheviques nos gustan tan poco como a ustedes. Son unos salvajes, no sabe uno qué se puede esperar de ellos»… —«Si Herr Busse se va— dije—, pueden irse con él. Yo no les retengo». Era palpable el alivio que sentían. «Gracias, señor oficial. Nuestros respetos al señor Barón y a la señora cuando los vea».
¿Cuando los viera? Me parecía una idea casi cómica y, al tiempo, era casi incapaz de aceptar que quizá no vería más a mi hermana: era algo realmente impensable. A última hora de la tarde, le dije a Käthe que se fuera temprano y me hice yo cargo del servicio. Era la tercera vez que cenaba solo y de forma solemne en aquella sala grande, iluminada con velas, y mientras comía y bebía se apoderó de mí una fantasmagoría sobrecogedora, la visión demencial de una perfecta autarquía coprófaga. Me veía a mí mismo encerrado en esta mansión, solo con Una, aislado del mundo para siempre jamás. Todas las noches nos poníamos nuestra mejor ropa, traje y camisa de seda para mí, precioso vestido ceñido y con raja por detrás para ella, que se adornaba con pesadas joyas de plata casi bárbaras, y nos sentábamos para una cena elegante en aquella mesa cubierta con mantel de encaje y puesta con vasos de cristal y cubiertos de plata con nuestras armas, platos de porcelana de Sévres, candelabros de plata maciza erizados de largas velas blancas; en los vasos, nuestros propios orines, en los platos unas espléndidas cagadas, pálidas y firmes, que nos comíamos tranquilamente con cucharilla de plata. Nos limpiábamos la boca con servilletas de batista con monogramas, bebíamos y, al acabar, nos íbamos a la cocina a fregar los platos. Y de esa forma nos bastábamos a nosotros mismos, sin perder nada y sin dejar huellas, limpiamente. Aquella visión aberrante me colmó, durante el resto de la cena, de una angustia sórdida. Subí luego al cuarto de Una a beber coñac y a fumar. La botella estaba casi vacía. Miré el secreter, que estaba otra vez cerrado; no se me iba aquella sensación de perversidad, no sabía qué hacer, pero lo que menos quería era abrir el secreter otra vez. Abrí el armario y pasé revista a los vestidos de mi hermana, respirando hondo para impregnarme del aroma que se desprendía de ellos. Escogí uno, un vestido de noche muy bonito, de tela fina, negra y gris con hilos de plata; me planté delante del espejo grande, me lo coloqué por encima y esbocé con mucha seriedad unos cuantos ademanes femeninos. Pero me asusté enseguida y guardé el vestido, lleno de asco y de rabia: ¿a qué estaba jugando? Mi cuerpo no era el suyo y nunca lo sería. Y, al mismo tiempo, no me podía contener; habría tenido que irme en el acto de la casa, pero no podía irme de la casa. Así que volví a sentarme en el sofá y me terminé la botella de coñac, obligándome a pensar en los retazos de cartas que había leído, en aquellos enigmas sin fin ni solución, la marcha de mi padre, la muerte de mi madre. Me levanté, fui a buscar las cartas y volví a sentarme para leer otras cuantas. Mi hermana intentaba hacerme preguntas, me preguntaba cómo había podido dormir mientras mataban a nuestra madre, qué había sentido al ver su cuerpo, de qué habíamos hablado el día anterior. Yo no podía responder a casi ninguna de esas preguntas. Me hablaba, en una carta, de la visita de Clemens y de Weser: les había mentido de forma intuitiva y no les había dicho que yo había visto los cuerpos, pero quería saber por qué había mentido yo y qué recordaba exactamente. ¿Qué recordaba? No sabía ya siquiera qué era un recuerdo. De pequeño, trepé un día, y aún hoy, mientras estoy escribiendo, me veo trepar con mucha claridad, por las escaleras grises de un gran mausoleo o de un monumento perdido en un bosque. Las hojas de los árboles estaban rojas, debía de estar acabando el otoño, no veía el cielo a través de los árboles. Una gruesa capa de hojas secas, rojas, anaranjadas, pardas, doradas, cubría los peldaños. Me hundía en ellas hasta los muslos, y los peldaños eran tan altos que no me quedaba más remedio que usar las manos para izarme hasta el siguiente. La recuerdo como una escena impregnada de una sensación agobiante, los colores tostados de las hojas eran como una carga y me abría camino por esas gradas para gigantes entre aquella masa seca y deleznable, tenía miedo, pensaba que iba a hundirme en ella y a desaparecer. Durante años, creí que aquella imagen era el recuerdo de un sueño, la imagen de un sueño de la infancia que se me había quedado grabada. Pero un día, en Kiel, cuando volví para estudiar en esa ciudad, me topé por casualidad con aquel zigurat, un monumento pequeño a los muertos, de granito; di una vuelta alrededor, los peldaños no eran más altos de lo usual; era aquel sitio, el sitio aquel existía. Por supuesto que debía de ser muy pequeño cuando estuve allí y por eso me parecían tan altos los peldaños, pero no fue eso lo que me trastornó, sino ver que aparecía así, en el mundo real, después de tantos años, como algo concreto y material, algo que había situado siempre en el mundo de los sueños. Y otro tanto pasaba con todo aquello de lo que había intentado hablarme Una en sus cartas inconclusas, que nunca me había enviado. Aquellos pensamientos sin fin estaban erizados de salientes en los que me hería de forma salvaje; los pasillos de aquella casa fría y agobiante estaban abarrotados de las hilas sanguinolentas de mis sentimientos. Habría sido necesario que una doncella joven y sana viniera a fregarlo todo con agua a raudales, pero ya no había doncella. Metí las cartas en el secreter y, dejando allí la botella vacía y el vaso, me fui al cuarto de al lado para meterme en la cama. Pero en cuanto me eché, volvieron a acudir pensamientos obscenos y perversos. Volví a levantarme y, a la luz temblorosa de una vela, me miré el cuerpo desnudo en el espejo del armario. Me toqué el vientre liso, la verga tiesa, las nalgas. Con la yema de los dedos me acaricié el pelo de la nuca. Luego, apagué la vela y me volví a la cama.
Pero los pensamientos se negaban a irse, salían de los rincones de la habitación, como perros furiosos, y se abalanzaban sobre mí para morderme e inflamarme el cuerpo. Una y yo nos cambiábamos la ropa; desnudo, aunque con medias, me ponía su vestido largo mientras ella se ceñía mi uniforme y se recogía el pelo para meterlo debajo de mi gorra; luego me sentaba delante del tocador y me maquillaba primorosamente, me peinaba hacia atrás, me pintaba los labios, me ponía rímel en las pestañas, me empolvaba las mejillas, me ponía unas gotas de perfume en el cuello y me pintaba las uñas, y, al acabar, cambiábamos también brutalmente los papeles; ella cogía un falo de ébano tallado y me tomaba como si fuera un hombre, delante del espejo grande que reflejaba nuestros cuerpos entrelazados como serpientes; había untado el falo de coldcream y aquel olor acre me hería la nariz mientras ella usaba de mí como de una mujer hasta que desapareció toda diferencia y le dije: «Soy tu hermana y eres mi hermano», y ella me dijo: «Eres mi hermana y soy tu hermano». Aquellas imágenes desatinadas me siguieron hincando el diente, durante días, como perrillos exacerbados. Me relacionaba con esos pensamientos igual que se relacionan dos imanes cuyos polos invirtiera constantemente alguna fuerza misteriosa: si nos atraíamos, cambiaban para que nos rechazásemos; pero, apenas habíamos empezado a rechazarnos, volvían a cambiar y nos volvíamos a atraer, y todo sucedía muy deprisa, de forma tal que los pensamientos y yo teníamos una correlación oscilatoria, a una distancia casi constante, y ni podíamos acercarnos ni podíamos alejarnos. Fuera, se estaba derritiendo la nieve y el suelo se cubría de barro. Käthe vino un día a decirme que se marchaba; oficialmente, seguía prohibida la evacuación, pero tenía una prima en Baja Sajonia y se iba a vivir a su casa. Busse volvió también para repetir la oferta: acababan de alistarlo en el Volkssturm, pero quería mandar fuera a la familia antes de que fuese demasiado tarde. Me pidió que repasara las cuentas con él como representante de Von Üxküll, pero no quise, le dije que se fuera y le pedí que se llevara a los dos franceses junto con su familia. Cuando iba a pasear por el lado de la carretera, veía muy poca circulación, pero en Alt Draheim, las personas prudentes se estaban preparando para marcharse de forma discreta; se desprendían de sus reservas y me vendieron víveres baratos. El campo estaba tranquilo, apenas si se oía de vez en cuando, en el cielo, un avión, a gran altura. Pero un día, cuando estaba en el primer piso, se metió un coche por el paseo. Lo vi acercarse desde una ventana, oculto tras la cortina; cuando se acercó, reconocí una matrícula de la Kripo. Corrí a mi cuarto, saqué el arma reglamentaria de la funda y, sin pensármelo dos veces, corrí por la escalera de servicio y por la puerta de la cocina a buscar refugio en el bosque, más allá de la terraza. Apretando nerviosamente la pistola en el puño, rodeé en parte el jardín, bien oculto tras la línea de los árboles, y luego me acerqué, al amparo de un matorral, para observar la fachada de la casa. Así fue como vi que salía una silueta por la puerta vidriera del salón y cruzaba la terraza para apostarse en la balaustrada y mirar al jardín, con las manos en los bolsillos del abrigo. «¡Aue!», llamó por dos veces. «¡Aue!» Era Weser, lo reconocía perfectamente. La alta silueta de Clemens se recortaba en el vano de la puerta. Weser ladró mi nombre por tercera vez, con tono conminatorio, luego dio media vuelta y se metió en la casa en pos de Clemens. Esperé. Al cabo de un buen rato, vi trajinar sus sombras tras los cristales de las ventanas del cuarto de mi hermana. Una rabia desaforada se apoderó de mí y me hizo subir la sangre a la cara mientras le quitaba el seguro a la pistola, a punto de correr hacia la casa para matar sin compasión a aquellos dos dogos maléficos. Me costó contenerme y me quedé donde estaba, con los dedos blancos a fuerza de crisparlos en la culata de la pistola, tembloroso. Por fin oí un ruido de motor. Esperé un poco más, y luego volví a la casa, al acecho, por si me hubieran tendido una trampa. El coche se había ido y la casa estaba vacía. En mi cuarto, todo parecía estar en su sitio; en el cuarto de Una, el secreter seguía cerrado, pero los borradores de las cartas de Una ya no estaban dentro. Abrumado, me senté en una silla, con la pistola encima de una rodilla, olvidada. ¿Pero qué buscaban aquellas dos fieras rabiosas y obstinadas, sordas a cualquier razón? Intenté recordar qué había en las cartas, pero no conseguía ordenar las ideas. Sabía que aportaban una prueba de mi presencia en Antibes en el momento del crimen. Pero ya no tenía importancia alguna. ¿Y los gemelos? ¿Hablaban esas cartas de los gemelos? Me esforcé en recordar, me parecía que no, que no decían nada de los gemelos, siendo así que estaba claro que era lo único que le importaba a mi hermana, mucho más que lo que le hubiera pasado a nuestra madre. ¿Qué eran aquellos dos críos para ella? Me puse de pie, dejé la pistola en la tapa abatible del secreter y me puse a registrarlo otra vez, ahora despacio y de forma metódica, como habían debido de hacerlo Clemens y Weser. Y entonces encontré, en un cajoncito en el que antes no me había fijado, una foto de los dos niños en la que se los veía desnudos y sonrientes, de espaldas al mar, cerca de Antibes seguramente. Sí, me dije mirando de cerca aquella imagen, es posible efectivamente, deben de ser hijos suyos. Pero entonces ¿quién era el padre? Von Üxküll, no, desde luego. Intenté imaginarme a mi hermana embarazada, sujetándose el vientre abultado con ambas manos; a mi hermana pariendo, abierta, lanzando alaridos; era imposible. No, si estaba en lo cierto, habían tenido que abrirla y sacárselos del vientre, no era posible de otra manera. Pensé en el temor que había debido de sentir al notar que algo se le iba hinchando por dentro. «Siempre tuve miedo», me dijo un día, hace mucho. ¿Dónde fue? No lo sé ya. Me habló del temor permanente de las mujeres, de esa antigua amiga que vive continuamente con ellas. Del temor, todos los meses, al sangrar; del temor a que les metan algo dentro, a que las penetren las partes de los hombres, que son, con frecuencia, egoístas y brutales; del temor a la fuerza de gravedad que tira hacia abajo de la carne y de los pechos. Debía de suceder lo mismo con el temor a quedar embarazada. Algo crece y crece dentro del vientre, un cuerpo extraño dentro del propio cuerpo, que se mueve y te chupa todas las fuerzas, y sabes que tiene que salir, aunque te mate tiene que salir, qué espanto. Y yo, aunque había estado con muchos hombres, no podía verlo de cerca, no podía entender nada de aquel temor insensato de las mujeres. Y cuando ya habían nacido los niños debía de ser peor aún, porque entonces empieza el temor constante, el terror que obsesiona día y noche y que no acaba sino cuando acabas tú o cuando acaban ellos. Veía las imágenes de aquellas madres que abrazaban a sus hijos mientras las fusilaban, veía a aquellas judías húngaras sentadas en las maletas, mujeres embarazadas y muchachas que esperaban el tren y, al final del viaje, el gas; debía de ser eso lo que yo había visto en ellas, debía de ser de eso de lo que no había podido desprenderme nunca y que nunca había sabido expresar, ese temor, no el temor abierto y explícito a los gendarmes y a los alemanes, a nosotros, sino el temor mudo que vivía en ellas, en la fragilidad de sus cuerpos y de sus sexos acurrucados entre las piernas, esa fragilidad que íbamos a destruir sin haberla visto nunca.
Hacía casi bueno. Saqué una silla a la terraza; me quedaba allí horas, leyendo o escuchando cómo se derretía la nieve en el jardín en cuesta, mirando cómo volvían a aparecer los setos recortados, cómo volvían a imponer su presencia. Leía a Flaubert y, también, cuando me cansaba transitoriamente de la amplia acera mecánica de su prosa, leía versos traducidos del francés antiguo, que a veces me sorprendían tanto que me reía en voz alta: Una amiga tengo, que no sé quién es. Y digo a fe mía que nunca la vi.[2] Tenía la jubilosa sensación de estar en una isla desierta, aislada del mundo; si, como en los cuentos de hadas, hubiera podido rodear la finca con una barrera invisible, me habría quedado para siempre allí, esperando el regreso de mi hermana, casi dichoso, mientras los trolls y los bolcheviques anegaban las tierras de alrededor. Pues, igual que a los príncipes poetas de la baja Edad Media, pensar en el amor de una mujer enclaustrada en un castillo remoto (o en un sanatorio suizo) me satisfacía por completo. Con sereno regocijo, me la imaginaba sentada en una terraza, como yo, de cara a unas elevadas montañas y no a un bosque, sola también (que siguiera su marido con su cura) y leyendo libros parecidos a los que leía yo, tomados de sus estanterías. El aire fresco de las alturas debía de hincársele en la boca; a lo mejor se había arropado, para leer, en una manta, pero debajo seguía estando su cuerpo, con su peso y su presencia. De niños, nuestros cuerpos flacos se abalanzaban uno sobre otro, chocaban con frenesí, pero eran como dos jaulas de piel y de huesos, que impedían que nuestros sentimientos se tocaran al desnudo. Aún no habíamos entendido hasta qué punto el amor vive en los cuerpos, se ovilla en sus rincones más secretos, en sus cansancios y también en su gravedad. Me imaginaba con exactitud el cuerpo de Una, mientras leía, acoplándose a la silla; intuía la curva de la columna vertebral, de la nuca, el peso de la pierna cruzada sobre la otra, el ruido casi inaudible de la respiración, y me arrobaba incluso la idea del sudor en las axilas, me arrebataba en un rapto que abolía mi propia carne y me convertía en esa percepción pura y tan tensa que estaba a punto de romperse. Pero momentos así no podían durar: el agua goteaba despacio desde los árboles y, allá, en Suiza, Una se levantaba, apartando la manta, y volvía a las salas comunes, dejándome con mis quimeras, con mis sombrías quimeras que, mientras me metía yo también en su casa, se ceñían a la arquitectura de esa casa, se desplegaban según la disposición de las habitaciones que yo habitaba, que yo evitaba, o, como sucedía con su cuarto, quería evitar, aunque sin conseguirlo. Por fin había abierto la puerta del cuarto de baño. Era una habitación grande y femenina, con una larga bañera de porcelana, un bidé, una taza de retrete al fondo. Manoseé los frascos de perfume, me miré amargamente en el espejo de encima del lavabo. Lo mismo que en su cuarto, en aquel cuarto de baño no olía casi a nada; por más que respiraba a fondo, todo era inútil, hacía demasiado que se había ido y Käthe limpiaba bien. Si arrimaba la nariz a las pastillas de jabón de olor, o si abría los frascos de eau de toilette, entonces notaba unos olores estupendos y tremendamente femeninos, pero no eran los suyos, ni siquiera sus sábanas olían a nada, había salido del cuarto de baño y me había ido hacia la cama para olfatearla en vano. Käthe había puesto sábanas limpias, blancas, tiesas, frescas, ni siquiera olían a algo las bragas, las pocas bragas de encaje negro que andaban por los cajones, primorosamente lavadas, y sólo hundiendo la cabeza en los vestidos del armario notaba algo, un aroma lejano e indefinible, pero que hacía que me acudiera la sangre a las sienes y me latiera sordamente en los oídos. Por la noche, a la luz de una palmatoria (llevábamos varios días sin fluido eléctrico), calenté dos cubos grandes de agua en el fogón y subí a vaciarlos en la bañera de mi hermana. El agua estaba hirviendo y tuve que ponerme guantes para agarrar las asas, que me quemaban; añadí unos cuantos cubos pequeños de agua fría, metiendo la mano para comprobar la temperatura, y eché copos de espuma perfumada. Me estaba bebiendo ahora un aguardiente de ciruela casero, del que había encontrado una gran damajuana en la cocina, y me subí también una frasca, con un vaso y un cenicero, que coloqué en una bandejita de plata cruzada encima del bidé. Antes de meterme en el agua, bajé la vista para mirarme el cuerpo, la piel lívida que adquiría un tono suavemente dorado a la luz de las velas plantadas en un candelabro, al pie de la bañera. No me gustaba gran cosa aquel cuerpo, pero, no obstante, ¿cómo no lo iba a adorar? Me metí en el agua recordando el tono cremoso de la piel de mi hermana, sola y desnuda en un cuarto de baño alicatado de Suiza, y las marcadas venas azules que serpeaban por aquella piel. No había visto ese cuerpo desnudo desde que éramos niños, en Zúrich me entró miedo y apagué la luz, pero podía imaginarlo en los menores detalles, los pechos pesados, maduros, firmes, las caderas sólidas, el hermoso vientre rotundo que se perdía en un triángulo negro y tupido de rizos, y que quizá cruzaba una gran cicatriz vertical, desde el ombligo al pubis. Bebí un poco de aguardiente y cedí al abrazo del agua caliente, apoyando la cabeza en la repisa de la bañera, junto a la palmatoria, con la barbilla asomando apenas de la densa capa de espuma, de la misma forma que debía de flotar el rostro sereno de mi hermana, con la larga melena recogida en un pesado moño sujeto con un agujón de plata. Al pensar en aquel cuerpo tendido en el agua, con las piernas algo separadas, me acordaba de la concepción de Reso. Su madre, una de las Musas, no recuerdo ya cuál, quizá Calíope, era virgen aún y acudía a unas justas musicales para responder al desafío de Támiris; para llegar tuvo que cruzar el Estrimón, que le metió los frescos remolinos por entre los muslos, y así concibió. ¿Habría concebido también mi hermana a sus gemelos, me decía con acritud, en el agua espumosa de su bañera? Después de mí, había debido de conocer a hombres, a muchos hombres, ya que me había traicionado, tenía la esperanza de que fuera con muchos hombres, con un ejército, y que engañase a diario a su marido impotente con el primero que pasara. Me la imaginaba llevándose a un hombre a aquel cuarto de baño, un mozo de granja, el jardinero, un repartidor de leche, uno de los franceses del STO. Todo el mundo debía de estar enterado por allí, pero nadie decía nada por respeto a Von Üxküll. Y a Von Üxküll le importaba un bledo, estaba agazapado como una araña en sus aposentos, soñando con su música abstracta, que lo arrastraba lejos de aquel cuerpo roto. Y a mi hermana también le importaba un bledo lo que pudieran pensar y decir sus vecinos, siempre y cuando siguieran subiendo a su cuarto de baño. Les pedía que acarreasen el agua, que la ayudaran a quitarse el vestido, y ellos eran torpes, y se ruborizaban; los dedos gruesos y torpes, que había encallecido el trabajo, se armaban un lío y ella tenía que ayudarlos. La mayoría entraban ya empalmados, se les notaba a través del pantalón; no sabían qué hacer, ella tenía que indicárselo todo. Le frotaban la espalda, los pechos, y luego ella se los follaba en el dormitorio. Olían a tierra, a mugre, a sudor, a tabaco barato, y a ella seguramente le gustaba muchísimo. Las pollas les olían a orines, cuando las descapullaba para chupárselas. Y, al acabar, los despedía con amabilidad, pero sin sonreír. No se lavaba, dormía entre el olor de ellos, como una niña. Y así era como su vida, cuando yo no estaba, valía tanto como la mía; los dos, uno sin el otro, no sabíamos más que complacernos con bajeza de nuestros cuerpos, con sus posibilidades infinitas, pero, al tiempo, tan limitadas. El baño se iba enfriando despacio, pero no salía del agua, me calentaba con el fuego nocivo de aquellos pensamientos, me encontraba insensatamente a gusto en aquellas ensoñaciones, incluso en las más sórdidas, buscaba un refugio en mis sueños, como un chiquillo bajo una manta, porque, por muy crueles y podridos que fueran, siempre serían mejores que la insoportable amargura del mundo exterior. Salí por fin de la bañera. Sin secarme siquiera, me eché al coleto un vaso de aguardiente, luego me envolví en una de las toallas de baño que había allí. Encendí un cigarrillo y, sin molestarme en vestirme, me fui a fumarlo a una de las ventanas que daban al patio; al fondo del todo, una línea pálida ribeteaba el cielo e iba pasando despacio del rosa al blanco y al gris y, luego, a un azul oscuro que se fundía con el cielo nocturno. Al acabarme el cigarrillo, fui a beber otro vaso y me acosté en la cama grande de columnas, echándome encima las sábanas almidonadas y las pesadas mantas. Me estiré, me puse bocabajo, con la cabeza hundida en la mullida almohada, tendido como se había tendido ella allí tantas veces, después del baño, durante tantos años. Me daba cuenta de que todas aquellas cosas encrespadas y contradictorias iban creciendo dentro de mí como un agua negra, o como un ruido estridente que amenaza con cubrir todos los demás sonidos, la razón, la prudencia, e incluso el deseo meditado. Me metí la mano entre los muslos y me dije: Si le metiera así la mano a ella, no podría contenerse, pero, al tiempo, me indignaba esa idea, no quería que me usara como habría usado a un mozo de granja, para saciarse, quería que me deseara, libremente, como yo la deseaba a ella, quería que me amase como yo la amaba. Al fin caí en el sueño y en unas pesadillas feroces, dislocadas, de las que no me queda más recuerdo que el rastro sombrío de esta frase, que dice la voz serena de Una: «A las mujeres les resultas un hombre muy pesado de llevar».
Estaba llegando insensiblemente al límite de mi capacidad de contener los flujos desconcertantes, los impulsos incompatibles que se iban adueñando de mí. Rondaba sin meta por la casa, acababa de pasarme una hora acariciando con la yema de los dedos los adornos de madera pulimentada que decoraban las puertas de los aposentos de Von Üxküll; bajé a la bodega con una vela para tenderme en el suelo de tierra pisada, húmedo y frío, aspiraba con deleite los olores a cerrado, oscuros, arcaicos, de aquel subterráneo; pasé revista con minuciosidad casi policial a los dos dormitorios ascéticos del servicio y a sus retretes de tazas turcas, con reposapiés de surcos hondos y fregados a fondo, bien separados para dejar espacio de sobra para que vaciasen a gusto las entrañas aquellas mujeres a quienes me imaginaba corpulentas, blancas y de recio esqueleto, como Käthe. Ya no pensaba en el pasado, ya no sentía tentación alguna de darme la vuelta para mirar a Eurídice; tenía la vista clavada al frente, en aquel presente inaceptable que se extendía sin fin, en los incontables objetos que lo ocupaban, y sabía, con infalible confianza, que ella me iba siguiendo paso a paso, como mi sombra. Y cuando le abría los cajones para hurgar en su ropa interior, sus manos se deslizaban con delicadeza bajo las mías y desdoblaban y acariciaban aquella lencería lujosísima, de encaje negro muy fino, y yo no necesitaba volverme para verla sentada en el sofá, desenroscando una media de seda, que adornaba a medio muslo una ancha tira de encaje, sobre esa superficie lisa y carnosa de piel blanca que se hunde levemente entre los tendones; o echando hacia atrás las manos para abrocharse en la espalda el cierre del sostén, en el que se acomodaba los pechos con un gesto rápido, uno tras otro. Habría hecho en mi presencia esos ademanes, los ademanes cotidianos, sin pudor, sin falsa vergüenza, sin exhibicionismo, precisamente como debía de hacerlos cuando estaba sola, no de forma mecánica, sino fijándose en lo que hacía y con un inmenso placer, y si llevaba ropa interior de encaje, no era para su marido, ni para sus amantes de una noche, ni para mí, sino para sí misma, para su propio placer, el de sentir en la piel aquel encaje y aquella seda, para contemplar su belleza así engalanada en el espejo grande, para mirarse exactamente como me estoy mirando yo, o como querría poder mirarme: no con mirada narcisista, ni con mirada crítica, que hurga en busca de defectos, sino con una mirada que intenta desesperadamente asir la inasible realidad de lo que ve, una mirada de pintor, si os parece, pero es que no soy pintor, ni tampoco músico. Y si en realidad la hubiera tenido así delante de mí, casi desnuda, la habría mirado con una mirada así, a la que el deseo sólo habría prestado mayor agudeza; habría mirado el grano de la piel, la trama de los poros, los puntitos pardos de los lunares repartidos al azar, constelaciones aún sin bautizar, las densas coladas de las venas que le rodeaban el codo y subían en largas ramas por el antebrazo e iban luego a abultar la muñeca y el dorso de la mano, antes de acabar, canalizadas entre las articulaciones, por desaparecer entre los dedos, exactamente igual que sucedía en mis propios brazos de hombre. Teníamos los cuerpos idénticos y yo quería explicarle: ¿no son acaso los hombres vestigios de mujer? Porque todos los fetos empiezan por ser mujeres antes de diversificarse, y los cuerpos de los hombres conservan para siempre ese rastro, los pezones inútiles de los pechos que no crecieron, la línea que divide el escroto y sube por el perineo hasta el ano, marcando el lugar en donde la vulva se cerró para recibir los ovarios, que bajaron y se convirtieron en testículos, mientras el clítoris crecía de forma desmesurada. En realidad sólo me faltaba una cosa para ser una mujer como ella, una mujer de verdad, le e muda francesa de las terminaciones femeninas, la posibilidad inaudita de decir y de escribir para decirme desnuda, amada, deseada: «Je suis nue, je suis aimét, je suis désirée». Es esa e lo que hace tan terriblemente hembras a las mujeres, y yo sufría con desmesura al verme privado de ella, la veía como una pérdida sin compensación alguna, con menos compensación aún que la pérdida de esa vagina que dejé atrás, a las puertas de la existencia.
De vez en cuando, al calmarse algo estas tempestades interiores, volvía al libro que estaba leyendo, dejaba que me arrastrasen sosegadamente las páginas de Flaubert, de cara al bosque y al cielo bajo y gris. Pero, de forma inevitable, el libro acababa por quedar olvidado en las rodillas, mientras la sangre me sonrojaba la cara. Entonces, para ganar tiempo, cogía de nuevo a alguno de los antiguos poetas franceses, cuya condición no debía de ser tan diferente de la mía: No sé si duermo o estoy en vela, Y cuando nadie me lo revela[3]. Mi hermana tenía una edición antigua del Tristan de Thomas, y también la hojeé hasta que vi, con terror casi tan agudo como el de las pesadillas, que había señalado a lápiz los siguientes versos:
Y, una vez más, era como si su alargada mano fantasmal hubiera venido a deslizárseme bajo el brazo, desde el destierro helvético o desde inmediatamente detrás de mí para colocar suavemente un dedo, mientras yo miraba, bajo aquellas líneas, aquella sentencia sin apelación que no podía aceptar, que rechazaba con toda la mísera obstinación de que aún era capaz. Y así, despacio, fui cayendo en un largo stretto interminable en el que cada respuesta llegaba antes de que estuviera acabada la pregunta, pero cancrizante, es decir, a manera de cangrejo. De los últimos días que pasé en aquella casa, sólo me quedan retazos de imágenes deshilvanadas, sin sentido, confusas, pero también vivas con la lógica implacable de los sueños, con la propia palabra del deseo, o más bien con su torpe croar. Ahora dormía todas las noches en la cama de ella, que no olía a nada, me estiraba, tumbado bocabajo, o me ovillaba, de costado, con la cabeza vacía de pensamientos. No quedaba nada en aquella cama que pudiera recordarla, ni un cabello; quité las sábanas para ver el colchón, con la esperanza de hallar al menos una mancha de sangre, pero el colchón estaba tan limpio como las sábanas. Y en vista de eso me ponía a ensuciarlo yo, en cuclillas y con las piernas bien separadas y el fantasma del cuerpo de mi hermana abierto debajo de mí, con la cabeza levemente ladeada y el pelo levantado para que se le viera aquella orejita redonda y delicada que me gustaba tanto, y, luego, me desplomaba entre mis mucosidades y así me quedaba dormido de repente, con el vientre pringoso aún. Quería poseer aquella cama, pero era ella la que me poseía y ya no me soltaba. Toda clase de quimeras venían a enroscarse dentro de mi sueño, intentaba echarlas, porque a la única a quien quería ver era a mi hermana, pero eran tozudas y volvían por donde menos me lo esperaba, igual que aquellas golfillas impúdicas de Stalingrado; abría los ojos y una de ellas había venido a arrimarse a mí, se había puesto de espaldas y me apretaba las nalgas contra el vientre; la verga me entraba por aquel lado y ella se quedaba en esa postura, moviéndose muy despacio, y, luego, no me echaba de su culo y nos dormíamos así, encajados uno en otro. Y, cuando nos despertábamos, se metía la mano entre los muslos y me rascaba las bolas, casi hasta hacerme daño, y a mí se me ponía tiesa otra vez, dentro de ella, poniéndole la mano en el saliente de la cadera, y la ponía bocabajo y empezaba otra vez, mientras ella crispaba los puñitos encima de las sábanas y se movía sin hacer ruido alguno. Nunca me dejaba libre. Pero entonces surgía en mí otro sentimiento, inesperado, algo así como una sensación dulce y desvalida. Sí, eso es, ahora lo recuerdo, era rubia y llena de dulzura y muy desvalida. No sé hasta dónde llegaron las cosas entre nosotros. La otra imagen, la de la chica que duerme con la picha de su amante en el culo, no tiene nada que ver con ella. No era Héléne, eso desde luego, porque tengo la confusa idea de que su padre era un policía que ocupaba un puesto de responsabilidad elevado y no aprobaba la elección de su hija y me miraba con hostilidad, y además a Héléne nunca le había puesto la mano más arriba de la rodilla, cosa que es muy posible que no sucediera en este caso. Aquella chica rubia se metía también en la cama grande, que era un sitio que no le correspondía. Y era algo que me complicaba mucho la vida. Pero, al fin, conseguía rechazarlas a todas a la fuerza, al menos hasta dejarlas pegadas a las columnas salomónicas, y volvía a traer a mi hermana de la mano, y a tenderla en el centro de la cama, a echarme encima de ella con todo mi peso, con el vientre desnudo pegado a la cicatriz que le cruzaba el suyo, y contra ella me golpeaba en vano y con creciente rabia hasta que, por fin, aparecía una abertura grande, como si también a mí me hubiera rajado el cuerpo la cuchilla de un cirujano, me chorreaban las tripas encima de ella, la puerta de los niños se abría sola bajo mi cuerpo y todo se metía por ahí, y yo estaba tendido encima de ella como se tiende uno en la nieve, pero vestido aún; me quitaba la piel y dejaba los huesos desnudos a voluntad de aquella nieve blanca y fría que era su cuerpo, y su cuerpo volvía a cerrarse sobre mí.
Un destello de sol poniente pasaba por entre las nubes y venía a dar en la pared del dormitorio, en el secreter, en el costado del armario, a los pies de la cama. Me levanté y fui a mear, luego bajé a la cocina. Todo estaba silencioso. Corté rebanadas de una buena hogaza de miga gris, las unté de mantequilla y puse encima gruesas lonchas de jamón. Encontré también pepinillos, una terrina de paté, huevos duros y lo puse todo en una bandeja, con cubiertos, dos vasos y una botella de buen borgoña, si mal no recuerdo. Me volví al dormitorio y dejé la bandeja en la cama. Me senté a lo sastre y miré el sitio vacío que había en las sábanas enfrente de mí, del otro lado de la bandeja. Poco a poco iba tomando cuerpo allí mi hermana, con sorprendente solidez. Dormía de lado, recogida sobre sí misma; la gravedad le tiraba un poco de los pechos, e incluso del vientre, hacia un lado y hacia abajo, tenía la piel tensa en la cadera saliente y angular. No era su cuerpo el que dormía, sino que era ella quien dormía, apaciguada, acurrucada en su cuerpo. Un poco de sangre de un rojo vivo se le filtraba de entre las piernas, sin manchar la cama, y toda aquella densa humanidad era como una estaca que se me clavaba en los ojos, pero no me cegaba, sino que antes bien, me abría el tercer ojo, aquel ojo pineal que me había trasplantado en la cabeza un tirador emboscado ruso. Descorché la botella, aspiré a fondo el aroma embriagador y, luego, llené dos vasos. Bebí y empecé a comer, tenía un hambre enorme, me comí cuanto había traído y me bebí la botella de vino. Fuera, ya era casi del todo de noche y la habitación iba quedándose a oscuras. Me llevé la bandeja, encendí unas velas, traje cigarrillos y fumé, tendido de espaldas, con el cenicero encima del vientre. Oía, por encima de mí, un zumbido frenético. Busqué con la mirada, sin moverme, y vi una mosca en el techo. Una araña se estaba apartando de ella y se largaba a una rendija de la moldura. La mosca había caído en la tela y se debatía, zumbando, para soltarse, pero en vano. En ese momento me pasó un soplo por encima de la verga, un dedo fantasma, la punta de una lengua; en el acto empezó a hincharse y a crecer. Aparté el cenicero y me imaginé que su cuerpo se deslizaba sobre el mío y se combaba para meterme dentro de sí mientras notaba en las manos el peso de sus pechos y la abundante cabellera negra me formaba una cortina sobre la cabeza, enmarcándole el rostro, que iluminaba una sonrisa inmensa y radiante que me decía: «Sólo viniste al mundo para una cosa: follarme». La mosca seguía zumbando, pero a intervalos cada vez más espaciados; se oía de pronto y, luego, se detenía. Notaba entre las manos algo así como la parte de abajo de su columna vertebral, precisamente encima de los ríñones, y su boca susurraba, encima de mí: «Ay, Dios… ay… Dios». Luego volví a mirar a la mosca. Estaba silenciosa y quieta; al fin había sucumbido al veneno. Yo estaba esperando a que la araña volviera a asomar. Luego debí de dormirme. Un nuevo brote rabioso de zumbidos me despertó, abrí los ojos y miré. La araña estaba al lado de la mosca, que se debatía. La araña titubeaba, avanzaba y retrocedía, por fin se volvió a la rendija. Y la mosca dejó otra vez de moverse. Intenté imaginarme su terror silencioso, el miedo fracturado en las facetas de sus ojos. De vez en cuando, la araña volvía, probaba el estado de la presa con una pata, añadía unas cuantas vueltas más al capullo de hilo y se marchaba, y yo observaba esa agonía interminable, hasta que, horas después, la araña se llevó por fin a rastras a la mosca, muerta o incapaz de reaccionar, hasta la moldura para comérsela en paz.
Cuando fue de día, y aún desnudo, me puse los zapatos para no ensuciarme los pies y me fui a explorar aquella casa grande, fría y oscura. Se extendía en torno a mi cuerpo electrizado, de piel blanca, con carne de gallina por el frío, tan sensible por todas las demás partes como en la verga tiesa o en el ano que me picaba. Era una invitación a los peores extremos, a los juegos más malsanos y más tranagresores, y, ya que el cuerpo tierno y cálido que deseaba se me hurtaba, usaba su casa como hubiera usado ese cuerpo, me acostaba con su casa. Me metía por todas partes, me echaba en las camas, me tendía encima de las mesas o en las alfombras, me frotaba el trasero en los picos de los muebles, me la meneaba en los sillones o en los armarios cerrados, entre ropa que olía a polvo y a naftalina. Llegué incluso a entrar así en los aposentos de Von Üxküll, primero con una pueril sensación de triunfo y, luego, de humillación. Y la humillación no me abandonaba, por una cosa o por otra, la sensación de que cuanto hacía era completamente inútil, pero también aquella humillación y aquella inutilidad se ponían a mi servicio, y yo me aprovechaba de ello con un regocijo perverso y sin límites.
Aquellos pensamientos descoyuntados, aquella forma frenética de agotar posibilidades habían sustituido al paso del tiempo. Los amaneceres y los ocasos no hacían sino marcar el ritmo de la misma forma que el hambre o la sed o las necesidades naturales, de la misma forma que el sueño, que aparecía en cualquier momento para tragarme, hacerme reponer fuerzas y devolverme a la miseria de mi cuerpo. A veces me echaba algo encima y salía a andar. Hacía casi calor, los campos abandonados, en la otra orilla del Drage, se habían vuelto espesos y pegajosos, los terrones se me pegaban a los pies, y no me quedaba más remedio que dar un rodeo. Durante esas caminatas no veía a nadie. En el bosque, bastaba un soplo de viento para trastornarme; me bajaba los pantalones, me remangaba la camisa y me tendía directamente encima de la tierra dura, fría y cubierta de agujas de pino que me pinchaban en el trasero. En los bosques frondosos, pasado el puente del Drage, me desnudé del todo, aunque sin quitarme los zapatos, y eché a correr, como cuando era un chiquillo, cruzando entre las ramas que me arañaban la piel. Me detuve, por fin, pegado a un árbol, y me volví, echando las manos hacia atrás para abrazar el tronco y frotarme despacio el ano contra la corteza. Pero no me satisfacía. Un día, encontré un árbol caído, que había derribado una tormenta, con una rama rota en la parte de encima del tronco, y, con una navaja, acorté más esa rama, le quité la corteza y alisé la madera, redondeando la punta con primor. La empapé luego profusamente de saliva, me senté a horcajadas encima del tronco y, apoyándome en las manos, me metí esa rama dentro, despacio, hasta el final. Me hacía sentir un placer inmenso y, durante todo ese tiempo, con los ojos cerrados y olvidado de la verga, me imaginaba a mi hermana haciendo lo mismo, haciendo el amor delante de mí, como una dríada lúbrica, con los árboles del bosque, usando la vagina y el ano para sacar un placer mucho más perturbador que el mío. Gocé entre fuertes espasmos desordenados y me extirpé de la rama manchada y caí de lado y de espaldas encima de una rama seca que me hizo un corte profundo en la espalda, un dolor crudo y adorable en el que insistí por unos instantes apoyando el peso del cuerpo casi desvanecido. Rodé por fin de costado, con la sangre manando libremente de la herida y con hojas secas y agujas de pino pegadas a los dedos; me levanté, con las piernas temblorosas de placer, y empecé a correr entre los árboles. Más allá, los bosques se volvían húmedos, un barro fino humedecía la tierra y los lugares más secos estaban forrados de placas de musgo; resbalé en el barro y me caí de lado, respirando fatigosamente. El grito de un cernícalo retumbaba en el sotobosque. Me levanté y bajé hasta el Drage, me quité los zapatos y me metí en el agua helada, que me atenazó los pulmones, para limpiarme el barro y la sangre que seguía corriendo, mezclada, cuando salí, con agua fría que me chorreaba por la espalda. Cuando me sequé, me noté vivificado, notaba en la piel el aire caliente y suave. Me habría gustado cortar ramas, hacer una cabaña, tapizarla de musgo y pasar en ella la noche, desnudo. Pero hacía demasiado frío para eso y además no tenía a Isolda para compartirla, ni tampoco había ningún Marco que nos echara del castillo. Entonces intenté perderme por los bosques, primero con alegría infantil y, luego, casi con desesperación, porque era imposible, siempre acababa por dar con un sendero o con un campo, todos los caminos se convertían en puntos de referencia conocidos, anduviera en la dirección que anduviera.
No tenía la menor idea de qué pasaba en el mundo exterior. No había radio y nadie venía a verme. Sin fijarme mucho en ello, caía en la cuenta de que al sur, mientras yo me perdía en la desatinada aspereza de mis impotencias, llegaba a su fin la vida de mucha gente, de la misma forma que habían ya llegado a su fin tantas otras vidas, pero me daba lo mismo. No habría podido decir si los rusos estaban a veinte kilómetros o a cien, y me daba todavía más igual, ni siquiera pensaba en ello; desde mi punto de vista todo aquello sucedía en un tiempo que no era el mío, por no hablar del espacio; y en el caso de que el tiempo aquel acudiera al encuentro de mi tiempo, bueno, pues ya veríamos cuál podía más. Pero, pese a aquella deserción mía, me rezumaba del cuerpo una angustia desnuda, y fluía de él como las gotitas de nieve derretida caen desde una rama para golpear las ramas y las agujas que están debajo. Esa angustia me corroía en silencio. Como un animal que se hurga en las cerdas para dar con el origen de un dolor, como un niño que se empecina y se enfurece contra sus juguetes rebeldes, intentaba ponerle un nombre a mi pena. Bebía, vaciaba varias botellas de vino, o vasos de aguardiente, y luego dejaba el cuerpo entregado encima de la cama, a la intemperie. Corría un aire frío y húmedo. Me miraba tristemente en el espejo, contemplaba el sexo rojo y cansado, colgando entre el vello, y me decía que había cambiado mucho y que incluso aunque ella hubiera estado aquí, ya no sería como antes. A los once o los doce años, nuestros sexos eran diminutos y lo que tropezaba en la luz del crepúsculo eran casi nuestros esqueletos; ahora, había todo aquel volumen de carne, y también las terribles heridas que había padecido ella, la habían destripado seguramente, y yo tenía aquel agujero largo que me cruzaba la cabeza, una cicatriz enroscada sobre sí misma, un túnel de carnes muertas. Una vagina o un recto son también agujeros en el cuerpo, pero dentro la carne está viva, es una superficie en la que no hay agujeros. ¿Qué es un agujero, un vacío? Es lo que hay en la cabeza cuando el pensamiento se atreve a intentar huir de sí, a desprenderse del cuerpo, a hacer como si no existiera el cuerpo, como si se pudiera pensar sin cuerpo, como si el pensamiento más abstracto, el de la ley moral, por encima de la cabeza, como un cielo estrellado, por ejemplo, no se ciñera al ritmo del aliento, al pulso de la sangre en las venas, al chirrido de los cartílagos. Es cierto que, cuando jugaba con Una, en la niñez, y, más adelante, cuando aprendí a usar con fines concretos los cuerpos de los chicos que me deseaban, era joven y aún no me había dado cuenta del peso específico de los cuerpos ni de a qué compromete, entrega y condena el comercio amoroso. La edad no quería decir nada para mí, ni siquiera en Zúrich. Ahora, ya había comenzado las labores de aproximación, presentía qué podía suponer vivir dentro de un cuerpo, e incluso dentro de un cuerpo de mujer de senos pesados, que tenía que sentarse en la taza del retrete o ponerse en cuclillas para orinar, cuyo vientre hay que abrir con un cuchillo para sacar a los niños. Me habría gustado colocar aquel cuerpo delante de mí, en el sofá, con los muslos abiertos como las hojas de un libro y la protuberancia del sexo oculta tras una estrecha tira de encaje blanco, más arriba el nacimiento de la abultada cicatriz y, a los lados, el comienzo de las crestas de los tendones, unos huecos en los que ansiaba apoyar los labios y mirar fijamente ese abultamiento mientras acudían dos dedos, despacio, a apartar el tejido: «Mira, mira qué blanco. Piensa, piensa en qué negro es lo de debajo». Deseaba con locura ver ese sexo, tendido entre aquellas dos concavidades de carne blanca, henchido, como brindado en la bandeja de los muslos, y pasar la lengua por la raja casi seca, de abajo arriba, con delicadeza, sólo una vez. Quería también ver cómo meaba aquel hermoso cuerpo, inclinado hacia delante encima de la taza, con los codos apoyados en las rodillas, y oír cómo caía en el agua el chorro de orina; y quería también que se inclinase la boca de ese cuerpo, mientras el cuerpo terminaba de orinar, y agarrase entre los labios mi verga, blanda aún, quería que la nariz de ese cuerpo me olfatease el vello, el hueco entre las bolas y el muslo, la línea del espinazo, que se embriagase con mi olor áspero y ácido, ese olor a hombre que tan bien conozco. Ardía en deseos de tender, luego, ese cuerpo en la cama y de separarle las piernas, de meter la nariz en aquella vulva húmeda como una trufa, hurgando con el hocico en un nido de trufas negras, y, luego, ponerlo bocabajo y separarle las nalgas con ambas manos para contemplar el tono entre rosado y violeta del ano que guiña despacio, como un ojo, y arrimarle la nariz y olerlo. Y soñaba con meterle la cara, mientras dormía, en el vello rizado de la axila y dejar que se me posara en la mejilla el peso del seno, con las dos piernas enroscadas en una de las suyas y la mano descansándole, leve, en el hombro. Y cuando, al despertar, aquel cuerpo, bajo el mío, me hubiera sorbido por completo, ella me habría mirado con una sonrisa flotante, habría separado aún más las piernas y me habría acunado en sí siguiendo el compás de un ritmo lento y subterráneo, igual que el de una misa antigua de Josquin, y nos habríamos alejado despacio de la orilla, y nuestros cuerpos nos habrían arrastrado como un mar tibio y quieto y rico en sal, y la voz de ella habría venido a cuchichearme al oído, de forma clara e inteligible: «El Dios me hizo para el amor».
Volvía a hacer frío; nevó un poco, la terraza, el patio y el jardín estaban espolvoreados de nieve. No quedaba ya casi nada de comer, se me había acabado el pan; intenté hacer pan con la harina de Käthe, no sabía muy bien por dónde empezar, pero en un libro de cocina encontré una receta e hice varios panes, y les arrancaba pedazos y me los comía calientes, recién salidos del horno, al tiempo que comía cebollas crudas, que me dejaban el aliento asqueroso. Ya no quedaban ni huevos ni jamón, pero encontré en la bodega unos cajones de manzanitas verdes del verano anterior, un poco harinosas, pero dulces, y me pasaba el día comiéndolas y bebiendo tragos de aguardiente. La bodega, propiamente dicha, era inagotable. También quedaba paté, y cenaba paté, tocino frito con cebolla y los mejores vinos de Francia. Por la noche, volvió a nevar, borrascas fuertes; el viento, que venía del norte, pegaba lúgubremente contra la casa y los postigos mal sujetos golpeaban mientras la nieve daba en los cristales de las ventanas. Pero había leña de sobra, la estufa del dormitorio roncaba y se estaba bien en aquella habitación en la que me tendía desnudo, en la oscuridad que iluminaba la nieve, como si la tormenta me azotase la piel. Al día siguiente seguía nevando, se había calmado el viento y la nieve caía, densa y prieta, cubriendo los árboles y la tierra. Un bulto en el jardín me recordó los cuerpos tendidos en la nieve en Stalingrado; los veía con toda claridad: los labios azules, la piel del color del bronce con los pinchos de la barba, sorprendidos, pasmados en la muerte, pero tranquilos, casi apaciguados, el polo opuesto del cuerpo de Moreau bañado en la propia sangre encima de la alfombra, y del cuerpo con la nuca torcida de mi madre, tendida en la cama, imágenes atroces e insoportables; por mucho que me esforzaba, no podía detenerme en ellas y, para ahuyentarlas, subí con el pensamiento los peldaños del desván de la casa de Moreau y en él busqué refugio, me acurruqué en un rincón para esperar a que viniera mi hermana a reunirse conmigo y a consolarme, a mí, a su triste caballero de la cabeza rota.
Aquella noche tomé un largo baño caliente. Puse un pie, y luego el otro, en la repisa de la bañera y, enjugando la cuchilla de afeitar en el agua de la bañera, me afeité bien afeitadas ambas piernas. Me afeité, luego, las axilas. La cuchilla resbalaba por el vello tupido, untado de jabón de afeitar, que caía, en mechones sueltos, en el agua espumosa del baño. Me incorporé, cambié la cuchilla, puse el pie en el borde de la bañera y me afeité el sexo. Lo hice con mucho cuidado, sobre todo en las partes a las que costaba llegar, como en la entrepierna y entre las nalgas, pero se me fue la cuchilla y me corté precisamente detrás de las bolas, en el sitio en que la piel es más sensible. Cayeron tres gotas de sangre, una tras otra, en la espuma blanca del baño. Me di agua de colonia, escocía un poco, pero también me aliviaba la piel. Había pelos y espuma de afeitar flotando por toda el agua, cogí un cubo de agua fría para aclararme, se me puso carne de gallina, se me encogían las bolas. Al salir del baño, me miré en el espejo y aquel cuerpo espantosamente desnudo me parecía ajeno, tenía más parecido con el Apolo citaredo de París que conmigo. Me apoyé en el espejo con todo el cuerpo, cerré los ojos y me imaginé a mí mismo afeitándole el sexo a mi hermana, despacio, con delicadeza, estirando los repliegues de la carne con dos dedos para no cortarla y, luego, haciendo que se diera la vuelta y que se agachara un poco, para afeitarle los pelos ensortijados que rodeaban el ano. Después, ella venía a frotarse la mejilla contra mi piel desnuda, que el frío deslucía, me hacía cosquillas en los testículos encogidos, de niño pequeño, y me lamía la punta de la verga circuncisa con lengüetazos breves y desazonadores: «Casi me gustaba más cuando era de este tamaño», decía riéndose y separando el pulgar y el índice unos pocos centímetros, y yo la hacía enderezarse y le miraba el sexo desnudo, que le abultaba entre las piernas, prominente, y la cicatriz larga, que me seguía figurando en ese lugar, pero no llegaba hasta el sexo del todo, sino que tendía hacia él, y era el sexo de mi hermanita melliza, y, al verlo, me echaba a llorar.
Me tendí en la cama, me toqué mis partes de niño, que me hacía tan raro notar bajo los dedos, me puse bocabajo, me acaricié las nalgas, me toqué con suavidad el ano. Me esforzaba cuanto podía en imaginarme que esas nalgas eran las de mi hermana, las sobaba, les daba palmadas. Se reía. Yo seguía dándole azotes con la mano abierta; aquel trasero elástico me chascaba bajo las palmas, y a ella, con los pechos y la cara pegados a la cama, igual que yo, le entraba un ataque de risa incontrolable. Cuando me paré, tenía las nalgas encarnadas; no sé si las mías lo estaban de verdad, porque en aquella postura no podía pegar con fuerza, pero en aquella especie de escena invisible que me pasaba por la cabeza, las de ella lo estaban, veía cómo sobresalía, entre ambas, la vulva afeitada, blanca y rosa aún, y le hacía darse la vuelta, con las nalgas mirando hacia el espejo de pie y le decía: «Mira», y ella, sin dejar de reír, giraba la cabeza para verse y lo que veía le cortaba la risa y la respiración, como también me las cortaba a mí. Suspendido de mi pensamiento, flotando en aquel espacio oscuro y vacío en que sólo moraban nuestros cuerpos, alargaba despacio la mano hacia ella, con el índice apuntado, y le metía el dedo por la raja, que se entreabría como una herida mal cicatrizada. Entonces me colocaba por detrás de ella y, mejor que arrodillarme, me ponía en cuclillas para ver entre mis piernas y que ella pudiera ver también. Apoyándole una mano en la nuca descubierta —tenía la cabeza colocada encima de la cama y miraba por entre sus piernas—, yo me cogía la verga con la otra mano y empujaba para que entrara entre los labios de su sexo: en el espejo, si volvía la cabeza, podía ver perfectamente cómo entraba mi verga en la vulva infantil y, más abajo, su rostro del revés, abotargado de sangre, repulsivo. «Para, para— se quejaba—, que no es así como se hace», y entonces yo la empujaba hacia delante para que el cuerpo le quedara otra vez estirado encima de la cama, aplastado bajo el mío, y la poseía así, con las dos manos en su nuca alargada, y ella jadeaba mientras mi goce saltaba en un estertor. Luego, me extirpaba de ella y rodaba por la cama, y ella lloraba como una niña: «No es así como se hace», y entonces yo me echaba a llorar también y le acariciaba la mejilla: «¿Cómo se hace?», y ella se tendía sobre mí y me besaba el rostro, los ojos, el pelo. «No llores, no llores, que te lo voy a decir»; se tranquilizaba, yo me tranquilizaba también, y ya estaba a horcajadas encima de mí, con el vientre y la vulva lisa me frotaba el vientre, se incorporaba, se acuclillaba para quedarse sentada en mis caderas, con las rodillas levantadas y con el sexo hinchado, como algo ajeno y decorativo que llevase pegado al cuerpo, puesto encima de mi abdomen; empezaba a frotarlo, y se entreabría, y salía de él esperma, mezclado con sus propias secreciones, con las que me embadurnaba el vientre, de cara a mí, besándome el vientre con la vulva como si fuera una boca; yo me enderezaba y la agarraba por la nuca y, apoyándome contra ella, la besaba en la boca; y ahora me presionaba con las nalgas la verga, que se me ponía dura, me empujaba para tumbarme de espaldas y apoyándome una mano en el pecho y siempre en cuclillas, me guiaba la verga con la otra mano y se empalaba en ella. «Así —decía—. Así». Se movía de adelante atrás, dando sacudidas, con los ojos cerrados, y yo le miraba el cuerpo y buscaba, bajo los pechos y la curva redonda de las caderas, su cuerpecito Uso de antaño, atontado, como si me hubieran dado un golpe en la nuca. El orgasmo seco y crispado, casi sin esperma, me abrió de arriba abajo como un cuchillo de pescado; ella seguía lanzándose sobre mí, con la vulva como una concha abierta que se prolongaba en la larga cicatriz recta que le dividía el vientre, y ahora todo formaba una única raja larga, que mi sexo abría hasta el ombligo.
Nevaba en la oscuridad de la noche, pero yo seguía errabundo por aquel espacio sin límites en donde reinaba mi pensamiento como dueño y señor, haciendo y deshaciendo las formas con una libertad absoluta que, no obstante, no dejaba de topar contra los límites de los cuerpos: el mío, real y material, y el suyo, figurado y, por lo tanto, inagotable, en un vaivén errático que me dejaba cada vez más vacío, más febril y más desesperado. Sentado en la cama, desnudo, extenuado, bebía aguardiente y fumaba, y la mirada se me iba, desde el exterior, de mis rodillas rojas, mis manos largas de venas aparentes, mi sexo, encogido en la parte baja del vientre y levemente abombado, hacia el interior, en donde se paseaba por su cuerpo dormido, tumbado bocabajo, con la cabeza vuelta hacia mí y las piernas estiradas, como una niña. Le apartaba despacio el pelo y le dejaba al aire la nuca, aquella hermosa nuca vigorosa, y entonces me volvía el pensamiento, como me había sucedido por la tarde, al cuello estrangulado de nuestra madre, de aquella que nos había llevado juntos en el vientre; le acariciaba la nuca a mi hermana e intentaba, con gran seriedad y aplicación, imaginarme retorciéndole el cuello a mi madre, pero resultaba imposible, la imagen no acudía, no había en mí rastro alguno de una imagen así, se negaba con obstinación a tomar cuerpo en ese espejo que yo estaba mirando en mi fuero interno, en aquel espejo no se reflejaba nada, seguía vacío incluso cuando le metía a mi hermana las dos manos bajo el pelo y me decía: Ah, mis manos en la nuca de mi hermana, Ah, mis manos en el cuello de mi madre. No, nada, no había nada. Me vinieron escalofríos y me tumbé en un extremo de la cama con las rodillas pegadas al pecho. Después de un rato muy largo, abrí los ojos. Ella estaba echada cuan larga era, con una mano en el vientre y las piernas separadas. Tenía la vulva a la altura de mi cara. Los labios menores asomaban algo de la carne pálida y abombada. Aquel sexo me miraba, me espiaba como una cabeza de Gorgona, como un cíclope inmóvil cuyo ojo único no parpadea jamás. Poco a poco, aquella mirada muda me caló hasta la médula. Se me aceleró la respiración y alargué la mano para ocultar el ojo, ya no lo veía, pero él me seguía viendo y me desnudaba (aunque ya estaba desnudo). Si por lo menos consiguiera empalmarme, pensaba, podía usar la picha como una estaca endurecida al fuego y cegar a aquel Polifemo que me convertía en Nadie. Pero mi verga seguía inerte y yo estaba como tocado de estupor. Alargué el brazo, estiré el dedo medio y lo introduje en aquel ojo gigantesco. Las caderas se movieron levemente, pero nada más. No sólo no lo había reventado, sino que, antes bien, lo había desorbitado, liberando la mirada del otro ojo que se ocultaba detrás. Se me ocurrió entonces una idea: saqué el dedo y, propulsándome con los antebrazos, arrimé la frente a aquella vulva, apoyando mi cicatriz en el agujero. Ahora era yo quien miraba por dentro, quien rebuscaba en las profundidades de aquel cuerpo con mi tercer ojo resplandeciente, mientras su ojo único resplandecía hacia mí y, de esa forma, nos cegábamos mutuamente: gocé sin moverme, en un desmesurado salpicar de luz blanca, mientras ella gritaba: «¿Qué haces? ¿Qué haces?», y yo me reía a mandíbula batiente, y el esperma me seguía brotando de la verga en largos chorros; exultante, le mordía la vulva a dentelladas para tragármela, y al fin se me abrían los ojos y todo se les hacía inteligible y lo veían todo.
Por la mañana, había bajado una niebla espesa y lo había tapado todo. Desde el dormitorio, no veía ni el paseo de abedules, ni el bosque, ni siquiera el final de la terraza. Abrí la ventana; otra vez se oían caer las gotas desde el tejado y el maullido de un cernícalo, allá lejos, en el bosque. Bajé descalzo a la planta baja y salí a la terraza. Noté en los pies el frío de la nieve de las baldosas, el frescor del aire me ponía carne de gallina, fui a apoyarme a la balaustrada de piedra. Si me daba la vuelta, no veía ni la fachada de la casa siquiera, y la prolongación de la balaustrada desaparecía entre la niebla; me daba la impresión de que estaba flotando, aislado de todo. Un bulto en la nieve del jardín, quizá el mismo que había entrevisto la víspera, me llamó la atención. Me incliné para verlo mejor; la niebla lo velaba a medias, volvía a recordarme a un cuerpo, pero más bien al de la joven ahorcada de Jarkov, tendido en la nieve de los jardines de los Sindicatos, a quien los perros habían roído un pecho. Tiritaba y tenía picores en la piel, el frío me ponía la epidermis muy sensible; el sexo desnudo y afeitado, el frescor del aire y la niebla me daban una sensación de desnudez fabulosa, una desnudez absoluta, cruda casi. Ahora el bulto había desaparecido, debía de ser un repliegue del terreno; me olvidé de él y apoyé el cuerpo contra la balaustrada dejando que los dedos me recorrieran la piel. Apenas si me di cuenta cuando la mano empezó a sobarme le verga, pues casi no alteraba las sensaciones que, poco a poco, me iban pelando la carne y, luego, deshojando los músculos y me quitaban, después, los mismísimos huesos para dejar sólo algo que no se podía nombrar y que, por reflexión, se daba placer a sí mismo como a ese otro algo, idéntico pero un tanto desfasado, no un algo opuesto, sino que se confundía con el otro en aquello en que se oponían. Me dio una descarga, cuando gocé, que me hizo salir despedido hacia atrás y me derribó en las baldosas cubiertas de nieve de la terraza, en donde me quedé, atontado y con todos los miembros temblorosos. Me parecía que por la niebla rondaba una forma, muy cerca de mí, una forma femenina, oí alaridos, que me parecían lejanos, pero debían de ser los míos, y, al tiempo, sabía que todo aquello estaba transcurriendo en silencio, y que no me salía de la boca ni un sonido que pudiera turbar aquella mañana tan gris. La forma salió de la niebla y vino a tenderse sobre mí. El frío de la nieve me hincaba el diente en los huesos. «Somos nosotros —le dije, en susurros, en el laberinto de la oreja pequeña y redonda—. Somos nosotros». Pero la forma seguía muda, y yo sabía que seguía siendo yo, sólo yo. Me levanté y volví a entrar en la casa, tiritaba; me revolqué por la alfombra, con respiración anhelante, para secarme. Luego bajé a la bodega. Sacaba las botellas al azar y soplaba para leer las etiquetas; las densas nubes de polvo me hacían estornudar. El olor frío y húmedo de aquella bodega me impregnaba la nariz; la planta de los pies disfrutaba de la sensación fría y húmeda, casi resbaladiza, del suelo de tierra pisada. Me detuve al llegar a una botella y la abrí con un sacacorchos que colgaba de un bramante, bebí a morro, me corría el vino desde los labios hasta la barbilla y el pecho, otra vez estaba empalmado, la forma estaba ahora detrás de los estantes y oscilaba despacio, le ofrecí vino, pero no se movió, entonces me tendí en la tierra pisada y ella vino a acuclillarse encima de mí; seguí bebiendo de la botella mientras se aprovechaba de mí; le escupí un chorro de vino, pero no se dio por enterada, seguía con su vaivén a trompicones. Y yo, ahora, gozaba cada vez de forma más agria, más áspera, más ácida; los pelos diminutos que me estaban volviendo a crecer me irritaban la carne y la verga y, cuando luego, enseguida, se me deshinchaba, le abultaban las gruesas venas verdes bajo la piel roja y arrugada y la red de venillas de color violeta. Y, no obstante, no podía dejarlo, corría torpemente por la gran casa, por los dormitorios, por los cuartos de baño, intentando excitarme por todos los medios, pero sin gozar, porque ya no podía. Jugaba a esconderme, aunque sabía que no había nadie para encontrarme; no tenía ya mucha idea de lo que estaba haciendo, seguía los impulsos de mi cuerpo estupefacto; continuaba teniendo la mente clara y transparente, pero el cuerpo se refugiaba en su opacidad y su debilidad; cuanto más ajetreo le daba, menos me servía de tránsito y más se convertía en obstáculo; lo maldecía, y también intentaba hacerle trampas a aquella pastosidad, pinchándola y excitándola hasta la demencia, pero con una excitación fría, casi sin sexo. Caía en todo tipo de obscenidades pueriles; en uno de los cuartos de servicio, me arrodillaba en la estrecha cama y me plantaba una vela en el culo, la encendía como buenamente podía y la cambiaba de posición para que me cayeran goterones de cera caliente en las nalgas y en la cara interna de los testículos, y berreaba con la cabeza aplastada contra el bastidor de hierro; luego, cagaba en cuclillas en las tazas turcas, en el oscuro cuchitril de los criados, no me limpiaba, sino que me la meneaba de pie en la escalera de servicio, frotándome contra la barandilla las nalgas llenas de mierda cuyo olor me asaltaba la nariz y me descomponía la cabeza, y, al gozar, estaba a punto de rodar las escaleras y me agarraba in extremis, riéndome, y miraba los rastros de mierda en la madera y la limpiaba primorosamente con un mantelito de encaje que había cogido del cuarto de invitados. Me crujían los dientes, apenas soportaba tocarme, me reía como un loco y, por fin, me quedé dormido tirado en el suelo del pasillo. Cuando me desperté, estaba hambriento, me zampé cuanto pude encontrar y me bebí otra botella de vino. Fuera, la niebla lo velaba todo, aún debía de ser de día, pero era imposible calcular la hora. Abrí el desván, estaba oscuro, polvoriento, lleno de un olor almizclado; dejaba, al pisar, grandes huellas en el polvo. Había cogido unos cinturones de cuero, que pasé por encima de una viga, y me puse a enseñarle a la sombra, que me había seguido discretamente, cómo me ahorcaba en el bosque cuando era pequeño. Con la presión del cuello me empalmaba otra vez, y perdía el tino; para no asfixiarme, tenía que ponerme de puntillas. Me masturbé así muy deprisa, frotando el glande untado de saliva, hasta que el esperma cruzó el granero, sólo unas pocas gotas, pero salieron disparadas con una fuerza tremenda; cedí con todo mi peso al goce y, si la forma no me hubiera sostenido, me habría ahorcado de verdad. Por fin me descolgué y me desplomé entre el polvo. La forma, a cuatro patas, me olfateaba el miembro flaccido igual que un animalillo ávido y levantaba la pierna para enseñarme la vulva, pero eludía mis manos cuando yo se las acercaba. Tardaba en empalmarme demasiado para su gusto y me apretó el cuello con uno de los cinturones; cuando por fin se me empinó la verga, me liberó el cuello, me ató los pies y se encajó en mí. «Ahora te toca a ti— dijo—. Apriétame el cuello». Le agarré el cuello con las manos e hice fuerza con los dos pulgares mientras ella doblaba las piernas y, apoyando los pies en el suelo, iba y venía encima de mi verga dolorida. Le brotaba la respiración de entre los labios con un silbido agudo, apreté más, se le estaba hinchando la cara y poniéndosele de un tono carmesí que espantaba la vista, el cuerpo seguía blanco, pero la cara estaba roja como la carne cruda, le asomaba la lengua entre los dientes, ya no podía soltar ni un estertor y, cuando gozó, se orinó encima, mientras me hundía las uñas en las muñecas, y yo empecé a berrear, a vociferar y a darme de cabezazos contra el suelo; había perdido toda capacidad de control, me daba golpes en la cabeza y sollozaba, no de espanto, porque aquella forma hembra, que nunca quería seguir siendo la de mi hermana, me hubiera meado; no era por eso, sino porque, al verla gozar y orinar, estrangulada, volvía a ver a las ahorcadas de Jarkov que, al asfixiarse, se lo hacían todo encima de los transeúntes; había visto a aquella muchacha a la que habíamos ahorcado un día de invierno en el parque, detrás de la estatua de Shevshenko, una muchacha joven y sana y resplandeciente de vida; ¿había gozado acaso cuando la ahorcamos y mientras se cagaba en las bragas, mientras se debatía y pataleaba, estrangulada?, ¿gozaba?, ¿y había siquiera gozado antes, era muy joven, había sabido lo que era aquello antes de que la ahorcásemos?, ¿con qué derecho la habíamos ahorcado, cómo se podía ahorcar a aquella muchacha?, y sollozaba interminablemente, y me destrozaba su recuerdo, el recuerdo de mi Virgen de las Nieves; no eran remordimientos, no tenía remordimientos, no me sentía culpable, no pensaba que las cosas deberían o podrían haber sido de otra manera; era sólo que entendía lo que significaba ahorcar a una muchacha, la habíamos ahorcado igual que un carnicero degüella a un buey, sin pasión, porque había que hacerlo, porque había hecho una tontería y tenía que pagarla con la vida, tal era la regla del juego, de nuestro juego, pero la muchacha a la que habíamos ahorcado no era ni un cerdo, ni un buey a los que se mata sin pensar porque queremos comernos la carne, era una joven que había sido una niña, una niña feliz quizá, y que estaba entrando en la vida, en una vida llena de asesinos a los que no había sabido eludir, una muchacha igual que mi hermana, como quien dice, la hermana de alguien quizá, de la misma forma que yo también era el hermano de alguien, y una crueldad así no tenía nombre, fuere cual fuere su necesidad objetiva se lo cargaba todo, si se podía hacer algo así, si podía ahorcarse a una muchacha así, entonces era que se podía hacer todo, no había ya seguridad en nada, mi hermana podía un día mear tan tranquila en el retrete y, al día siguiente, soltar los orines mientras se asfixiaba en la punta de una cuerda, aquello no tenía sentido alguno, y por eso lloraba, ya no entendía nada de nada y quería estar solo para no entender ya nunca nada.
Me desperté en la cama de Una. Seguía desnudo, pero tenía el cuerpo limpio y las piernas libres. ¿Cómo había llegado hasta aquí? No tenía ni el menor recuerdo. La estufa se había apagado y tenía frío. Dije bajito, como un necio, el nombre de mi hermana: «Una. Una». El silencio me dejó helado y me hizo estremecerme, pero a lo mejor era por el frío. Me levanté; fuera, era de día, estaba nublado, pero había una luz hermosa, la niebla se había disipado, y miré el bosque, y los árboles de ramas aún cargadas de nieve. Me vinieron a la mente unos cuantos versos absurdos, una vieja canción de Guillermo IX, aquel duque de Aquitania que estaba un poco loco:
Verso haré de cosa ninguna.
Ni de mí ni de gente alguna,
ni de amor, ni de juventud,
ni de otras cosas [5].
Me incorporé y fui al rincón por donde andaba rodando parte de mi ropa, en un montón, para ponerme unos pantalones, y me pasé los tirantes por los hombros desnudos. Al pasar delante del espejo del dormitorio, me miré; me cruzaba la garganta una gran marca roja. Bajé; en la cocina, me comí una manzana y bebí un poco de vino de una botella abierta. No quedaba pan. Salí a la terraza: el tiempo seguía fresco, me froté los brazos. Me dolía la verga irritada y el pantalón de lana la irritaba más. Me miré los dedos y los antebrazos, jugué a vaciarme con el filo de la uña las abultadas venas azules de la muñeca. Tenía las uñas sucias, la del pulgar derecho estaba rota. Del otro lado de la casa, en el patio, unas aves graznaban. El aire era vivaz y punzante, la nieve del suelo se había derretido un poco y, luego, la superficie se había endurecido, las huellas de mis pasos y de mi cuerpo en la terraza se veían perfectamente. Fui hasta la balaustrada y me asomé. Un cuerpo de mujer estaba tendido en la nieve del jardín, medio desnudo y con la bata entreabierta, quieto, con la cabeza torcida y los ojos mirando al cielo. La punta de la lengua descansaba con delicadeza en la comisura de los labios azulados; entre las piernas, una sombra de vello le estaba volviendo a nacer en el sexo, y seguiría creciendo obstinadamente. Yo no podía respirar: aquel cuerpo en la nieve era el espejo del de la muchacha de Jarkov. Y supe entonces que el cuerpo de aquella muchacha, que aquella nuca torcida, aquella barbilla saliente, aquellos pechos helados y roídos eran el reflejo ciego no de una imagen, como había creído yo, sino de dos, confundidas y separadas, una de pie en la terraza y la otra abajo, tendida en la nieve. Y debéis de estar pensando: Vaya, por fin se ha acabado esta historia. Pero no, sigue.