Una noche me invitaron a casa del Gruppenführer Müller. La invitación me la transmitió después de una alerta Eichmann, en cuya oficina se celebraba ese mismo día una importante conferencia de planificación. «Todos los jueves —vino a decirme— al Amtchef le gusta tener en su casa a unos cuantos de sus especialistas, para charlar. Estaría encantado si pudiera usted unirse a nosotros». Me obligaba a renunciar a la sesión de esgrima, pero acepté; casi no conocía a Müller y sería interesante verlo de cerca. Müller tenía una vivienda oficial apartada del centro y que no había padecido los bombardeos. Una mujer bastante anodina, con moño y de ojos muy poco separados, vino a abrirme; pensé que se trataba de una criada, pero era Frau Müller. Era la única mujer de la reunión. En cuanto a Müller, iba de paisano y, en vez de devolverme el saludo, me dio un apretón de manos con aquella manaza suya de dedos gruesos y cuadrados; si dejamos aparte esa demostración de confianza, el ambiente era claramente menos gemütlich que en casa de Eichmann. También Eichmann iba de paisano, pero la mayoría de oficiales vestía de uniforme, como yo. Müller, que era corto de piernas, achaparrado, con cabeza cuadrada de campesino, pero que, no obstante, vestía con elegancia, casi con exquisitez, llevaba una chaqueta de ganchillo y una camisa de seda sin corbata. Me puso un coñac y me presentó a los demás comensales, que eran casi todos Gruppenführer o Referenten de la Amt IV: recuerdo a dos hombres del IV D que llevaban los servicios de la Gestapo en los países ocupados, y a un tal Regierungsrat Berndorff que dirigía el Schutzhaftreferat. Estaban también un oficial de la Kripo y Litzenberg, un colega de Thomas. El propio Thomas, que lucía con desenvoltura sus nuevos galones de Standartenführer, llegó algo después y Müller lo recibió con gran cordialidad. La conversación giraba sobre todo en torno a la cuestión de Hungría: la RSHA había localizado ya a personalidades magiares dispuestas a colaborar con Alemania; la pregunta candente seguía siendo la de cómo se las compondría el Führer para que cayera Kállay. Müller, cuando no participaba en la conversación, vigilaba a sus invitados con aquellos ojillos suyos, inquietos, ágiles y penetrantes. Luego intervenía con frases breves y frías, pero que el marcado acento bávaro alargaba en un remedo de cordialidad que disimulaba mal la frialdad innata. No obstante, de vez en cuando, bajaba la guardia. Me puse a charlar con Thomas y el doctor Frey, que había estado en el SD, pero se había ido, como Thomas, a la Staatspolizei, sobre los orígenes intelectuales del nacionalsocialismo. Frey comentaba que el nombre en sí le parecía una mala elección, porque la palabra nacional, desde su punto de vista, hacía referencia a la tradición de 1789, que el nacionalsocialismo no admitía. «¿Qué propone usted en vez de eso?», le pregunté… —«Pues yo creo que tenía que haber sido el Völkisc-socialismo. Es mucho más concreto». El hombre de la Kripo se nos había sumado: «Si seguimos a Móller van der Bruck —dijo—, podríamos decir imperial-socialismo»… —«Sí, bueno, eso tiene más que ver con los desvíos de Strasser, ¿no?», replicó Frey con tono ofendido. Fue entonces cuando me fijé en Müller: estaba detrás de nosotros, aferrando un vaso con la manaza, y nos escuchaba con los ojos entornados. «La verdad es que habría que tirar a todos los intelectuales a una mina de carbón y volarla…»… dijo como si eructase, con voz chirriante y ruda—. «El Gruppenführer tiene toda la razón —dijo Thomas-. Meine Herrén, son ustedes peores que los judíos. Tomen ejemplo: más acción y nada de palabras». La risa le chispeaba en los ojos. Müller asentía con la cabeza, Frey parecía confundido: «Está claro que en nosotros el sentido de la iniciativa ha prevalecido siempre sobre la elaboración teórica…»… tartamudeó el hombre de la Kripo. Me aparté y me fui al bufé para servirme un plato de ensalada y embutidos. Müller se vino detrás de mí: «¿Y qué tal está el Reichsminister Speer?», me preguntó…— «A decir verdad, Herr Gruppenführer, no lo sé. No he podido verlo desde que se puso enfermo. Dicen que está mejor»… —«Por lo visto le van a dar pronto el alta»…— «Es posible. Sería algo bueno. Si conseguimos mano de obra en Hungría, se abrirían enseguida nuevas posibilidades a nuestras industrias de armamento»… —«Es posible— refunfuñó Müller-. Pero serán sobre todo judíos, y los judíos están prohibidos en el territorio del Altreich». Me comí una salchicha pequeña y dije: «Pues entonces habrá que cambiar esa norma. Estamos ahora mismo al máximo de nuestra capacidad. Sin esos judíos, no podremos seguir adelante». Eichmann se había acercado, bebiéndose un coñac, y oyó mis palabras. Intervino sin dejarle siquiera a Müller un resquicio para contestar: «¿Cree sinceramente que entre la victoria y la derrota el fiel de la balanza depende del trabajo de unos cuantos miles de judíos? Y, si tal fuera el caso, ¿acaso quiere que Alemania le deba la victoria a los judíos?». Eichmann había bebido, estaba encarnado y le relucían los ojos: le envanecía decir aquellas palabras delante de su superior. Lo escuché mientras pinchaba del plato que tenía en la mano rajas de salchichón. No perdí la calma, pero aquellas necedades me irritaban: «Mire, Obersturmbannführer —dije con tono indiferente—, en 1941 teníamos el ejército más moderno del mundo. Ahora hemos retrocedido casi medio siglo. Todos los transportes del frente los hacemos con caballos. Pero los rusos avanzan en camiones Studebaker americanos. Y, en los Estados Unidos, miles de hombres y de mujeres fabrican esos camiones de día y de noche. Y también fabrican los barcos para transportarlos. Nuestros expertos aseguran que hacen un mercante diario. Es decir, muchos más de los que podrían hundir nuestros submarinos, eso en el supuesto de que nuestros submarinos se atrevieran a hacerse a la mar. Ahora estamos en una guerra de desgaste. Pero nuestros enemigos no padecen desgaste. Cuanto destruimos lo reponen en el acto; ya están sustituyendo el centenar de aparatos que derribamos esta semana. Mientras que nosotros no llenamos los agujeros de las pérdidas de material, salvo, quizá, en lo referido a los tanques, e incluso eso estaría por ver». Eichmann se engalló: «¡Muy derrotista está usted esta noche!». Müller nos miraba en silencio, sin una sonrisa; los ojillos ágiles revoloteaban, yendo de uno a otro. «No soy derrotista— repliqué-. Soy realista. Hay que ver dónde están nuestros intereses». Pero Eichmann, medio borracho, se negaba a ser lógico: «Razona usted como un capitalista, como un materialista… Esta guerra no es cuestión de intereses. Si sólo fuera cuestión de intereses, nunca habríamos atacado a Rusia». Yo no sabía ya por dónde iba, me parecía que había perdido por completo el rumbo; pero él no cejaba, iba a rastras de los brincos que le daban las ideas: «No estamos en guerra para que todos los alemanes tengan nevera y radio. Estamos en guerra para purificar a Alemania, para crear una Alemania en la que apetezca vivir. ¿Usted cree que mi hermano Helmut murió por una nevera? ¿Y usted luchó en Stalingrado por una nevera?». Me encogí de hombros, sonriente: en el estado en que estaba, no merecía la pena seguir discutiendo con él. Müller le puso la mano en el hombro: «Eichmann, amigo mío, tiene usted razón». Se volvió hacia mí: «He aquí por qué nuestro querido Eichmann tiene tan buenas dotes para el trabajo que hace: sólo ve lo esencial. Por eso es tan buen especialista. Y por eso lo mando a Hungría: es nuestro Meister en asuntos judíos». Al oír aquellos elogios, Eichmann se ruborizaba de gusto; a mí en aquellos momentos me parecía bastante cerril. Pero Müller tenía razón: la verdad es que era muy eficiente y, a fin de cuentas, los eficientes suelen ser los cerriles. Müller seguía diciendo: «Pero lo que pasa, Eichmann, es que no debe limitarse a pensar en los judíos. Los judíos se cuentan entre nuestros mayores enemigos, cierto es. Pero la cuestión judía está ya casi solucionada en Europa. Después de Hungría, ya no quedarán muchos. Hay que pensar en el porvenir. Y tenemos muchos enemigos». Hablaba despacio, y la voz monótona, que acunaba un ritmo rústico, parecía fluirle entre los labios delgados y nerviosos. «Hay que pensar en qué vamos a hacer con los polacos. No tiene sentido exterminar a los judíos y dejar a los polacos. Y hay que pensar también en lo que pasa aquí, en Alemania. Ya hemos empezado, pero tenemos que ir hasta el final. Y también hará falta una Endlósung der Sozialfrage, una solución final para la cuestión social. Todavía quedan demasiados criminales, asocíales, vagabundos, gitanos, alcohólicos, prostitutas y homosexuales. No hay que olvidarse de los tuberculosos, que contaminan a las personas sanas. Ni de los cardíacos, que propagan una sangre viciada y cuestan fortunas en atenciones médicas; a esos hay que esterilizarlos por lo menos. Y de todo eso habrá que ocuparse, categoría por categoría. Todos nuestros buenos alemanes se oponen a algo así, siempre alegan buenas razones. Ahí es donde vale mucho Stalin: él sí que sabe hacerse obedecer y llegar hasta el final de las cosas». Me miró: «Conozco muy bien a los bolcheviques. Desde las ejecuciones de rehenes en Munich, durante la Revolución. Luego, luché contra ellos durante catorce años, hasta la Toma del Poder, y sigo luchando. Pero los respeto, ¿sabe? Es gente con un sentido innato de la organización y de la disciplina, y que no retrocede ante nada. Podrían darnos clases, ¿no le parece?». Müller no esperaba una respuesta. Cogió a Eichmann del brazo y se lo llevó hacia una mesa baja en donde colocó un tablero de ajedrez. Miré desde lejos cómo jugaban mientras acababa de comerme lo que tenía en el plato. Eichmann jugaba bien, pero no daba la talla ante Müller, y yo me decía: juega como trabaja, de forma metódica y obstinada y con una brutalidad fría y meditada. Jugaron varias partidas y pude observarlos a fondo. Eichmann probaba combinaciones astutas y calculadas, pero Müller no caía nunca en la trampa y sus defensas eran siempre tan rotundas como sus ataques; las organizaba de forma sistemática, resultaban irresistibles y Müller ganaba siempre.
La semana siguiente, formé un reducido equipo para la Einsatz de Hungría. Elegí a un especialista, el Obersturmführer Elias, a unos cuantos subalternos, ordenanzas y auxiliares administrativos, y, por supuesto, a Piontek. Dejé la oficina en manos de Asbach, con instrucciones muy concretas. Por orden de Brandt, me fui el 17 de marzo al KL Mauthausen, en donde se reunía un Sondereinsatzgruppe de la SP y del SD, al mando del Oberführer doctor Achamer-Pifrader, que había sido antes BdS del Ostland. Eichmann ya había llegado, al frente de su propio Sondereinsatzkommando. Me presenté al Oberführer doctor Geschke, el oficial responsable, que dispuso que me acomodasen, con mi equipo, en un barracón. Ya me había enterado, antes de salir de Berlín, de que Horthy, el dirigente húngaro, iba a reunirse con el Führer en el palacio de Klessheim, cerca de Salzburgo. Después de acabar la guerra se supo lo que sucedió en Klessheim: Horthy -almirante de un país sin armada, regente de un reino sin rey se encontró con que Hitler y Von Ribbentrop le dijeron, sin contemplaciones, que eligiera entre la formación de un nuevo gobierno pro alemán o la invasión del país y decidió, tras un ataque al corazón sin gravedad, evitar lo peor. Pero en su momento no estábamos enterados de nada de eso: Geschke y Achamer-Pifrader se limitaron a convocar a los oficiales superiores el 18 por la noche, para informarnos de que salíamos al día siguiente para Budapest. Por supuesto que los rumores corrían con profusión; muchos esperaban una resistencia húngara en la frontera; nos mandaron vestir uniforme de campaña y nos repartieron pistolas ametralladoras. El ambiente era de gran efervescencia: para muchos de aquellos funcionarios de la Staatspolizei o del SD, era la primera experiencia sobre el terreno; e incluso yo, tras un año en Berlín, la grisura de la rutina burocrática, la tensión permanente de las solapadas intrigas, el cansancio fruto de los bombardeos que había que soportar pasivamente, dejé que se adueñase de mí el nerviosismo general. Por la noche, fui a tomar algo con Eichmann; lo encontré entre sus oficiales, radiante y pavoneándose con un uniforme nuevo, feldgrau y con un corte tan elegante como el de un uniforme de gala. Yo no conocía sino a parte de sus colegas; me explicó que para aquella operación había echado mano de sus mejores especialistas de toda Europa, de Italia, de Croacia, de Litzmannstadt, de Theresienstadt. Me presentó a su amigo, el Hauptsturmführer Wisliceny, el padrino de su hijo Dieter, un hombre terriblemente gordo, plácido, sereno, que venía desde Eslovaquia. Todo el mundo estaba de buen humor, pero bebía poco, tascaba el freno. Me volví al barracón para dormir un rato, porque salíamos a eso de la medianoche, pero me costó coger el sueño. Pensaba en Héléne; nos habíamos despedido dos días antes, y le había dicho que no sabía cuándo volvería a Berlín; estuve bastante seco, le di pocas explicaciones y no le prometí nada; lo aceptó, dulce y seria, sin preocupación aparente, y, no obstante, creo que ya estaba claro que entre nosotros había un vínculo, tenue, quizá, pero firme, y que no iba a desaparecer por las buenas; era ya una relación.
Debí de quedarme traspuesto: Piontek me zarandeó a eso de las doce. Me había acostado vestido y tenía listo el petate; salí a tomar el aire mientras revisaban los vehículos, comí un bocadillo y me tomé el café que me había preparado Fischer, uno de los ordenanzas. Hacía un frío punzante de finales de invierno y respiré con deleite el aire puro de la montaña. Algo más allá, oía ruido de motores: el Vorkommando, que dirigía un ayudante de Eichmann, se estaba poniendo en marcha. Había decidido sumarme al convoy del Sondereinsatzkommando en el que iban, además de Eichmann y sus oficiales, más de ciento cincuenta hombres, la mayoría Orpo, y representantes del SD y de la SP, así como unos cuantos Waffen-SS. El convoy de Geschke y de Achamer-Pifrader cerraba la marcha. Cuando estuvieron listos nuestros dos coches, los mandé a la zona de salida y fui a pie a ver a Eichmann. Llevaba gorra con gafas como los hombres de las unidades de carros blindados y una PM Steyr debajo del brazo: junto con el pantalón de montar, le daban un aspecto ridículo, algo así como si fuera disfrazado. «Obersturmbannführer —exclamó al verme—, ¿están listos sus hombres?» Le respondí afirmativamente con el ademán y fui a reunirme con ellos. En la zona de agrupamiento había ese barullo de última hora de siempre, gritos y órdenes, antes de que una gran cantidad de vehículos pueda ponerse en marcha con orden de formación. Llegó al fin Eichmann, rodeado de varios de sus oficiales, entre ellos el Regierungsrat Hunsche, a quien conocía de Berlín, y tras dar unas cuantas órdenes contradictorias, se subió a su Schwimmwagen, algo así como un todoterreno anfibio, que conducía un Waffen-SS: yo me preguntaba, divertido, si acaso temería que estuvieran dinamitados los puentes o si pensaba cruzar el Danubio en su trasto, con su Steyr y su chófer, para barrer él solo a las hordas magiares. En cambio, Piontek, al volante de mi coche, rebosaba sobriedad y compostura. Por fin, a la luz cruda de los focos del campo y entre un trueno de motores y una nube de polvo, arrancó la columna. Yo había mandado que se sentasen atrás Elias y Fischer, con las armas que nos habían dado; me subí delante, junto a Piontek, mientras él ponía el motor en marcha. El cielo estaba despejado y brillaban las estrellas, pero no había luna; al ir carretera abajo, de curva en curva, hacia el Danubio, veía claramente a mis pies la reluciente extensión del río. El convoy pasó por la orilla derecha y tiró hacia Viena. íbamos en fila, con la luz de los faros baja por los cazas enemigos. No tardé en quedarme dormido. De vez en cuando, me despertaba una alerta que obligaba a los coches a detenerse y a apagar los faros, pero nadie salía del coche, esperábamos en la oscuridad. No hubo ataques. En aquella duermevela con interrupciones, soñaba cosas raras, movidas y evanescentes, que se esfumaban como una pompa de jabón en cuanto me despertaban un bache o una sirena. A eso de las tres, cuando estábamos circunvalando Viena por el sur, me despabilé del todo y tomé un café de un termo que había preparado Fischer. Había salido la luna, un delgado cuarto creciente que hacía brillar las aguas del Danubio, cuando las divisábamos, a mano izquierda. Las alertas seguían obligándonos a detenernos; éramos una larga fila de vehículos heterogéneos que ahora resultaban visibles a la luz de la luna. Al este, se iba sonrosando el cielo y, en las alturas, se recortaba la silueta de las crestas de los Pequeños Cárpatos. Una de aquellas paradas nos pilló por encima de Neusiedler See, pocos kilómetros antes de la frontera húngara. El grueso Wisliceny pasó junto al coche y dio unos golpecitos en el cristal de la ventanilla: «Coja el ron y venga». Nos habían dado unas cuantas raciones de ron para el trayecto, pero no lo había tocado. Fui en pos de Wisliceny quien, de coche en coche, iba haciendo bajarse a otros oficiales. Delante de nosotros, la bola roja del sol gravitaba sobre las cumbres; el cielo estaba pálido, de un azul luminoso teñido de amarillo, sin una nube. Cuando llegó nuestro grupo a la altura del Schwimmwagen de Eichmann, en cabeza de la columna, lo rodeamos, y Wisliceny le pidió que bajara. Estaban allí los oficiales del IV B 4 y también los comandantes de las compañías destacadas. Wisliceny alzó la petaca, felicitó a Eichmann y bebió a su salud. Eichmann cumplía ese día treinta y ocho años. Hipaba de gusto: «Meine Herrén estoy muy conmovido, muy conmovido. Hoy cumplo siete años de oficial SS. No puedo imaginar mejor regalo que estar en compañía de ustedes». Estaba radiante y como la grana. Le sonreía a todo el mundo y bebía a traguitos mientras lo vitoreaban.
Pasamos la frontera sin incidentes: en la orilla de la carretera había aduaneros o soldados del Honvéd, que nos miraban pasar, hoscos o indiferentes, sin demostración alguna. La mañana se anunciaba radiante. La columna se detuvo en un pueblo para desayunar café, ron, pan blanco y vino húngaro comprado allí mismo. Luego volvió a ponerse en marcha. Ahora íbamos mucho más despacio, la carretera estaba atascada de vehículos alemanes, camiones con tropas y blindados, tras los que había que avanzar al paso durante kilómetros antes de poder adelantarlos. Pero no parecía una invasión, todo transcurría de forma tranquila y ordenada; los civiles se ponían en hilera a la orilla de las carreteras para mirarnos pasar y algunos hacían incluso gestos amistosos.
Llegamos a Budapest a media tarde y nos acuartelaron en la orilla derecha, detrás del castillo, en Schwabenberg, en donde las SS habían requisado todos los hoteles grandes. Me encontré de forma provisional en una suite del Astoria, con dos camas y tres sofás para ocho hombres. A la mañana siguiente, me fui en busca de información. La ciudad estaba a rebosar de alemanes, oficiales de la Wehrmacht y de las Waffen-SS, diplomáticos del Auswártiges Amt, funcionarios de policía, ingenieros de la OT, economistas de la WVHA, agentes del Abwehr cuyos nombres cambiaban con frecuencia. Con toda aquella confusión, no sabía ni quién era mi superior y fui a ver a Geschke, quien me puso al tanto de que lo habían nombrado BdS, pero que el Reichsführer había nombrado también un HSSPF, el Obergruppenführer Winkelmann, y que Winkelmann me lo explicaría todo. Ahora bien, a Winkelmann, un policía de carrera un tanto grueso, con el pelo a cepillo y de mandíbula prominente, ni siquiera le habían dicho que existía yo. Me explicó que, pese a las apariencias, no habíamos ocupado Hungría, sino que nos había invitado Horthy para que aconsejáramos y respaldáramos a los servicios húngaros: pese a que hubiera un HSSPF, un BdS, un BdO y todas las estructuras aledañas, no teníamos función ejecutiva alguna y las autoridades húngaras conservaban todas las prerrogativas de su soberanía. Cualquier controversia seria debía someterse al criterio del nuevo embajador, el doctor Veesenmayer, un SS-Brigadeführer honorario, o al de sus colegas del Auswártiges Amt. Según decía Winkelmann, Kaltenbrunner también estaba en Budapest; había venido en el vagón especial de Veesenmayer, que habían enganchado al tren de Horthy cuando regresó de Klessheim, y estaba negociando con el teniente general Dome Sztójay, el ex embajador de Hungría en Berlín, todo lo relacionado con la formación de un gobierno nuevo (Kállay, el ministro depuesto, se había refugiado en la legación turca). Yo no tenía motivo alguno para ir a ver a Kaltenbrunner y preferí presentarme a la legación alemana: Veesenmayer estaba ocupado y me recibió su encargado de negocios, el Legationsrat Feine, que tomó nota de mi misión, me sugirió que esperase a que estuviera más clara la situación y me recomendó que siguiera en contacto con ellos. Aquello era un lío de mucho cuidado.
En el Astoria, vi al Obersturmbannführer Krumey, el adjunto de Eichmann. Ya había tenido una reunión con los dirigentes de la comunidad judía y había quedado muy satisfecho. «Vinieron con maletas —me dijo con risa campechana-. Pero los tranquilicé y les dije que no íbamos a detener a nadie. Los tenía aterrados la histeria de la extrema derecha. Les hemos prometido que no pasaría nada si colaboraban y se han calmado». Volvió a reírse: «Deben de estar pensando que vamos a protegerlos de los húngaros». Los judíos tenían que constituir un consejo; para no asustarlos —la palabra Judenrat, muy corriente en Polonia, se conocía aquí lo suficiente para provocar cierta angustia— se llamaría Zentralrat. En los días posteriores, mientras los miembros del nuevo consejo traían al Sondereinsatzkommando colchones y mantas —yo me incauté de unos cuantos para nuestra suite— y, luego, según la gente iba pidiéndolos, máquinas de escribir, espejos, agua de colonia y lencería femenina, y unos cuantos cuadritos preciosos de Watteau o, al menos, de su escuela, mantuve con ellos, sobre todo con el presidente de la comunidad judía, el doctor Samuel Stern, una serie de consultas para hacerme una idea de los recursos disponibles. Había judíos, hombres y mujeres, que trabajaban en las fábricas de armamento húngaras, y Stern pudo proporcionarme cifras aproximadas. Pero surgió en el acto un problema de envergadura: todos los hombres judíos válidos, sin empleos de necesidad esencial y en edad de trabajar, llevaban varios años movilizados en el Honvéd para prestar servicio en los batallones de trabajo de retaguardia. Y era cierto, lo recordaba, cuando entramos en Jitomir, que aún dependía de Hungría, oí hablar de esos batallones judíos, y eso dejaba al margen a mis colegas del Sk 4a. «Esos batallones no dependen en absoluto de nosotros —me explicaba Stern-. Tendrá que hablarlo con el gobierno».
Pocos días después de que se constituyera el gobierno de Sztójay, el nuevo gabinete, en una única sesión legislativa que duró once horas, promulgó una serie de leyes antijudías que la policía húngara comenzó a aplicar en el acto. Veía poco a Eichmann, que siempre andaba liado con personalidades oficiales o iba a hacer visitas a los judíos; se interesaba, según Krumey, por su cultura y pedía que le enseñasen su biblioteca, su museo y la sinagoga. A finales de mes, habló personalmente con el Zentralrat. Todo su SEk acababa de mudarse al hotel Majestic; yo me quedé en el Astoria, en donde pude conseguir dos habitaciones más para instalar la oficina. No me invitaron a la reunión, pero lo vi después; parecía muy satisfecho de sí mismo y me aseguró que los judíos iban a colaborar y a someterse a las exigencias alemanas. Hablamos de la cuestión de los trabajadores; las nuevas leyes permitirían a los húngaros incrementar los batallones de trabajo civiles —podría movilizarse a todos los funcionarios, periodistas, notarios, abogados y contables judíos que iban a quedarse sin empleo y Eichmann reía sarcásticamente: «¡Imagínese, mi querido Obersturmbannführer, unos abogados judíos cavando zanjas anticarros!»-. Pero no teníamos ni idea de qué iban a querer darnos; tanto Eichmann como yo nos temíamos que intentaran quedarse ellos con los mejores. Pero Eichmann se había buscado un aliado, un funcionario del condado de Budapest, el doctor Lászlo Endre, un antisemita desaforado, y esperaba conseguir que lo nombrasen ministro de Interior. «Hay que evitar que se repita el error de Dinamarca, ¿sabe?— me explicaba con la cabeza apoyada en la manaza y mordisqueándose el dedo meñique-. Hace falta que los húngaros lo hagan todo ellos y que nos pongan a sus judíos en bandeja». Ya estaba el SEk, con ayuda de la policía húngara y las fuerzas de la BdS, deteniendo a los judíos que violaban las nuevas normas; habían instalado en Kistarcsa, cerca de la ciudad, un campo de paso, que vigilaba la gendarmería húngara, y ya habían internado a más de tres mil judíos. Yo, por mi parte, no estaba cruzado de brazos: había entrado en contacto, por mediación de la legación, con los ministerios de Industria y de Agricultura para indagar cómo veían las cosas, y estaba estudiando la nueva legislación junto con Herr Von Adamovic, el experto de la legación, un hombre afable e inteligente, pero a quien tenían casi paralizado la ciática y la artritis. Al tiempo, seguía en contacto con mi oficina de Berlín. A Speer, cuyo cumpleaños coincidía con el de Eichmann, lo habían dado de alta en Hohenlychen y se había ido a pasar la convalecencia a Italia, en Merano; yo le había mandado un telegrama para darle la enhorabuena y unas flores, pero no había habido respuesta. Me invitaron también a asistir a una conferencia en Silesia acerca de la cuestión judía, cuya organización estaba a cargo del doctor Franz Six, el primero de mis jefes de departamento en el SD. Ahora trabajaba en el Auswártiges Amt, pero de vez en cuando volvía a echarle una mano a la RSHA. También invitaron a Thomas, y a Eichmann y unos cuantos de sus especialistas. Me las compuse para viajar con ellos. Nuestro grupo salió en tren, pasando por Presburgo; cambiamos luego en Breslau para Hirschberg; la conferencia se celebraba en Krummhübel, una conocida estación de esquí de los Sudetes de Silesia, que ahora ocupaban en gran parte las oficinas del AA, entre ellas la de Six, que habían evacuado de Berlín por los bombardeos. Nos metieron en una Gasthaus llena hasta los topes; los barracones nuevos que había construido el AA no estaban acabados todavía. Me alegré de volver a ver a Thomas, que había llegado poco antes que nosotros y aprovechaba la ocasión para esquiar con secretarias o asistentes jóvenes y guapas, una de ellas de origen ruso, a quien me presentó, y que parecían todas bastante desocupadas. Eichmann, por su parte, se estaba encontrando con colegas de toda Europa y andaba pavoneándose. La conferencia empezó al día siguiente de nuestra llegada. Six abrió los debates con un discurso acerca de «Las tareas y los objetivos de las operaciones antijudías en el extranjero». Nos habló de la estructura política del judaísmo mundial, y afirmó que la judería europea ya no volverá a desempeñar un papel político y biológico. Hizo también una digresión interesante acerca del sionismo, que aún era muy poco conocido por entonces en nuestros círculos; para Six, la cuestión del regreso a Palestina de los judíos que quedasen debía subordinarse a la cuestión árabe, que adquiriría importancia después de la guerra, sobre todo si los británicos salían de parte de su Imperio. Tras su intervención, vino la del especialista del Auswártiges Amt, un tal Von Thadden, quien expuso el punto de vista de su ministerio acerca de «La situación política de los judíos en Europa y la situación en relación con las medidas ejecutivas antijudías». Thomas habló de los problemas de seguridad que habían planteado los levantamientos judíos del año anterior. Otros especialistas o consejeros contaron cómo estaban las cosas en los países en los que estaban destinados. Pero el plato fuerte del día fue el discurso de Eichmann. Parecía como si la Einsatz húngara lo hubiera colmado de inspiración y casi nos trazó un cuadro del conjunto de las operaciones antijudías tal y como habían transcurrido desde el principio. Pasó revista rápidamente al fracaso de la guetización y criticó la falta de eficacia y la confusión de las operaciones móviles: «Fueren cuales fueren los éxitos obtenidos, siguen siendo esporádicos; demasiados judíos consiguen escapar y refugiarse en los bosques para ir a engrosar las filas de los partisanos, y les dejan la moral por los suelos a los hombres». El éxito, en países extranjeros, dependía de dos factores: la movilización de las autoridades locales y la cooperación, por no decir la colaboración, de los dirigentes de la comunidad judía. «En cuanto a lo que sucede cuando intentamos detener nosotros a los judíos en países en los que no contamos con recursos suficientes, basta con fijarse en el ejemplo de Dinamarca, un fracaso total; el del sur de Francia, en donde conseguimos resultados bastante pobres, incluso después de haber ocupado la ex zona italiana; y el de Italia, en donde la población y la Iglesia esconden a miles de judíos que no podemos localizar… En cuanto a los Judenráte, permiten una economía considerable de personal y uncen a los propios judíos a la tarea de su destrucción. Por supuesto que esos judíos tienen sus propias metas, sus propios sueños. Pero también nos vienen bien los sueños de los judíos. Sueñan con corrupciones grandiosas, nos ofrecen su dinero, sus bienes. Cogemos ese dinero y esos bienes y seguimos adelante con nuestra tarea. Sueñan con las necesidades económicas de la Wehrmacht, con la protección que aportan los certificados de trabajo, y nosotros usamos esos sueños para dotar nuestras fábricas de armamento, para que nos brinden la mano de obra que necesitamos para construir nuestros complejos subterráneos y, de paso, para que nos entreguen también a los débiles, y a los viejos, a las bocas inútiles. Pero tienen ustedes que entender bien esto: eliminar a los cien mil primeros judíos es mucho más fácil que eliminar a los últimos cinco mil. Fíjense en lo que sucedió en Varsovia, o durante las demás sublevaciones de las que nos ha hablado el Standartenführer Hauser. Cuando el Reichsführer me envió el informe de los combates de Varsovia, comentó que no le cabía en la cabeza que unos judíos en un gueto pudieran luchar así. Y, sin embargo, nuestro tan llorado Chef el Obergruppenführer Heydrich, lo había entendido hacía mucho. Sabía que los judíos más fuertes, los más corpulentos, los más astutos, siempre se librarían de todas las selecciones y serían los más difíciles de exterminar. Ahora bien, ésos son precisamente los que constituyen la reserva vital a partir de la cual podría reconstruirse el judaísmo, la célula infecciosa de la regeneración judía, como decía nuestro difunto Obergruppenführer. Nuestro combate es la prolongación del de Koch y Pasteur. Tenemos que llegar hasta el final». Unos aplausos atronadores acogieron estas palabras. ¿Creía Eichmann de verdad en lo que decía? Era la primera vez que lo oía hablar así y me daba la impresión de que se había embalado, de que se había dejado arrastrar por su reciente papel y que el juego le gustaba tanto que acababa por confundirse con él. Sin embargo, sus comentarios prácticos distaban mucho de ser necios; se notaba que había analizado todos los experimentos anteriores para sacar de ellos las lecciones esenciales. Durante la cena —Six, por cortesía y en recuerdo del pasado me había invitado, junto con Thomas, a una cena privada—, comenté favorablemente su discurso. Pero Six, que nunca perdía la expresión huraña y deprimida, lo juzgó de forma mucho más negativa: «Ni un ápice de interés intelectual. Es un hombre relativamente simple y sin dotes particulares. Por supuesto que tiene buena facha, y capacidades, dentro de los límites de su especialidad»…— «Precisamente —dije-. Es un buen oficial, que pone mucho interés en lo que hace y tiene talento a su manera. Creo que puede llegar aún muy lejos»…— «Me extrañaría —dijo Thomas, muy seco-. Es demasiado cabezota. Es un bulldog, un ejecutor nato. Pero no tiene imaginación alguna. Es incapaz de reaccionar ante los acontecimientos que se salgan de lo suyo y de evolucionar. Ha edificado su carrera sobre los judíos, sobre el exterminio de los judíos, y eso se le da muy bien. Pero en cuanto acabemos con los judíos —o si cambia el viento y resulta que el exterminio de los judíos no está ya a la orden del día—, entonces no sabrá adaptarse y estará perdido».
Al día siguiente seguía la conferencia, con oradores de menor importancia. Eichmann no se quedó; tenía cosas que hacer: «Tengo que ir a pasar revista a Auschwitz y, luego, volver a Budapest. Andan las cosas movidas por allí». Yo me fui el 5 de abril. En Hungría me enteré de que el Führer acababa de dar el visto bueno para que se utilizaran judíos en el territorio del Reich: en cuanto desapareció la ambigüedad, los hombres de Speer y del Jágerstab empezaron a venir a verme a todas horas para preguntarme cuándo podría mandarles los primeros lotes. Les decía que tuvieran paciencia, que la operación todavía no estaba a punto. Eichmann regresó furioso de Auschwitz, echando rayos y centellas contra los Kommandanten: «Unos burros, unos inútiles. No hay nada preparado para recibir los envíos». El 9 de abril… Ay, pero ¿para qué referir así, día a día, todos estos detalles? Me deja exhausto, y además me aburro, y vosotros también, seguramente. ¿Cuántas páginas llevo ya, una detrás de otra, contando estas peripecias que no tienen ningún interés? No, no puedo seguir como hasta ahora: se me cae la pluma de la mano, o el bolígrafo, más bien. Quizá podría volver a ello otro día, pero ¿para qué volver a esta sórdida historia de Hungría? Ya han dejado de sobra constancia de ella en los libros algunos historiadores que tienen una visión de conjunto mucho más coherente que la mía. A fin de cuentas, sólo desempeñé en ella un papel menor. Cierto es que me crucé con algunos de los participantes, pero no tengo gran cosa que añadir a sus propios recuerdos. Las grandes intrigas que vinieron luego y, sobre todo, aquellas negociaciones entre Eichmann, Becher y los judíos, todas las historias de rescate de judíos a cambio de dinero, de camiones, sí, estaba más o menos al tanto, e incluso hablaba de ellas, e incluso conocí a algunos de los judíos implicados, y también a Becher, un hombre inquietante que había ido a Hungría a comprar caballos para las Waffen-SS y se hizo a toda velocidad, por cuenta del Reichsführer, con la mayor fábrica de armamento del país, las Manfred-Weiss Werke, sin avisar a nadie, ni a Veesenmayer, ni a Winkelmann, ni a mí, y a quien el Reichsführer encargó más adelante tareas que o bien duplicaban o bien contradecían las mías y también las de Eichmann, algo que, según acabé por entender, era un sistema típico del Reichsführer, pero que, in situ, sólo valía para sembrar cizaña y confusión; nadie coordinaba nada, Winkelmann no tenía influencia alguna ni sobre Eichmann ni sobre Becher, quienes no le informaban de nada; y debo admitir que yo no me portaba mucho mejor que ellos, que negociaba con los húngaros sin que lo supiera Winkelmann, con el Ministerio de Defensa sobre todo, en donde había establecido contacto con el General Greiffenberg, el agregado militar de Veesenmayer, para ver si el Honvéd no podría también darnos sus batallones judíos de trabajo, incluso con garantías particulares de un régimen especial, a lo que, por supuesto, el Honvéd se negó categóricamente, con lo cual sólo nos quedaban, como obreros potenciales, los civiles reclutados a principios de mes, los que se pudieran quitar de las fábricas, y sus familias, es decir, un potencial humano de escaso valor, y ésa fue una de las causas por las que tuve que acabar por considerar aquella misión un fracaso total, aunque no fue la única causa, ya hablaré de ello, incluso a lo mejor hablo un poco de las negociaciones con los judíos, porque eso también, en última instancia, repercutió más o menos en mis atribuciones o, para ser más exacto, utilicé, no, intenté utilizar esas negociaciones para que fueran adelante mis propios objetivos, con muy poco éxito, lo admito de buen grado, por todo un conjunto de razones, y no sólo la que he mencionado ya, también estaba la actitud de Eichmann, que se volvía cada día más difícil de tratar, y Becher también, y la "WVHA, y la gendarmería húngara, todo el mundo ponía de su parte, ¿sabéis?; en cualquier caso, lo que quería decir más exactamente es que si alguien desea analizar las razones por las que la operación de Hungría dio unos resultados tan magros para la Arbeitseinsatz que, bien pensado, era mi preocupación primordial, hay que tener en cuenta a toda esa gente, y a todas esas instituciones, que desempeñaban cada cual su papel, pero también se censuraban mutuamente y a mí también me censuraban, de eso no se privaba nadie, podéis creerme; en resumen, aquello era un follón, un auténtico lío, con lo que, en último término, la mayoría de los judíos deportados se murieron, enseguida quiero decir, los gasearon antes de haber podido siquiera ponerlos a trabajar, pues muy pocos de los que llegaban a Auschwitz eran aptos, unas bajas considerables, un setenta por ciento quizá, nadie está demasiado seguro de nada, por culpa de las cuales se creyó después de la guerra, y resulta comprensible, que ése era el mismísimo propósito de la operación, matar a todos esos judíos, a esas mujeres, a esos ancianos, a esos niños mofletudos y rebosantes de salud, y por eso no había forma de entender por qué los alemanes, siendo así que estaban perdiendo la guerra (pero el espectro de la derrota no estaba quizá tan claro por entonces, desde el punto de vista alemán por lo menos), seguían emperrados en las matanzas de judíos, movilizando recursos considerables de hombres y de trenes sobre todo, para exterminar a mujeres y niños, y, como no había forma de entenderlo, se atribuyó a la locura antisemita de los alemanes, a un delirio de asesinato que se hallaba muy lejos del pensamiento de la mayoría de los participantes, pues, de hecho, para mí como para tantos otros funcionarios y especialistas, se trataba de bazas esencialmente cruciales, encontrar mano de obra para nuestras fábricas, unos cientos de miles de trabajadores que nos permitieran quizá darle la vuelta al curso de las cosas, no queríamos judíos muertos, sino bien vivos, válidos, varones de preferencia, ahora bien los húngaros querían quedarse con los varones o, al menos, con buena parte de ellos, así que de entrada ya empezábamos mal, y además estaban las condiciones de transporte, deplorables, y Dios sabe cuánto me peleé con Eichmann al respecto y él siempre me contestaba lo mismo: «No es responsabilidad mía; es la gendarmería húngara la que llena y dota los trenes, no nosotros», y además estaba también la testarudez de Höss en Auschwitz, porque entre tanto, quizá como consecuencia del informe de Eichmann, Höss había vuelto, como Standortálteste, en lugar de Liebehenschel, a quien habían arrumbado en Lublin, así que estaba la incapacidad obstinada de Höss para cambiar de sistemas, pero de eso hablaré quizá más adelante y con más detalle; recapitulando, pocos de nosotros deseaban deliberadamente lo que sucedió y, sin embargo, me diréis, sucedió, es cierto, y también es cierto que a todos esos judíos los mandaban a Auschwitz, no sólo a los que podían trabajar, sino a todos, es decir, con conocimiento, sin lugar a dudas, de que a los viejos y a los niños los gasearían, así que volvemos a la pregunta inicial: ¿por qué esa obstinación en dejar a Hungría vacía de judíos, en vista de las condiciones de la guerra y todo lo demás? Y, claro, sólo puedo adelantar hipótesis, porque aquello no era mi objetivo personal, o, más bien, en ese aspecto no puedo concretar mucho, sé por qué querían deportar (por entonces decíamos evacuar) a todos los judíos de Hungría y matar en el acto a todos los que no fueran aptos para el trabajo, y era porque nuestras autoridades, el Führer, el Reichsführer, habían decidido matar a todos los judíos de Europa, eso está claro y lo sabíamos, igual que sabíamos que los que fueran a trabajar morirían también antes o después, y el porqué de todo esto es una cuestión de la que ya he hablado mucho y para la que sigo sin respuesta, la gente, por entonces, creía todo tipo de cosas acerca de los judíos, la teoría de los bacilos, como el Reichsführer y Heydrich, esa teoría a la que aludió Eichmann en la conferencia de Krummhübeí, aunque para ellos me parece que debía de ser un punto de vista intelectual; la tesis de las sublevaciones judías, espionaje y quinta columna a favor de los enemigos que se iban acercando, y era una tesis que obsesionaba a buena parte de la RSHA y tenía preocupado incluso a mi amigo Thomas; temor, también, a la omnipotencia judía, en la que algunos creían aún firmemente, lo que, por lo demás, causaba equívocos cómicos, como aquel de primeros de abril, en Budapest, cuando hubo que sacar de sus casas a muchos judíos para que quedaran disponibles sus viviendas y la SP pedía que se crease un gueto y los húngaros se negaban porque temían que los Aliados bombardeasen las zonas de alrededor del gueto y el gueto no lo tocaran (los americanos habían bombardeado ya Budapest mientras yo estaba en Krummhübel); y entonces los húngaros diseminaron a los judíos y los pusieron cerca de los blancos estratégicos militares e industriales, lo que inquietó sobremanera a nuestros responsables, pues, si los americanos bombardeaban, pese a todo, esos blancos, ésa sería la demostración de que el judaísmo mundial no era tan poderoso como se creía, y debo añadir, para atenerme a la justicia, que, efectivamente, los americanos bombardearon esos blancos y, de paso, mataron a muchos civiles judíos, pero yo hacía mucho que había dejado de creer en la omnipotencia del judaísmo mundial, porque, en caso contrario, ¿por qué se habían negado todos los países a quedarse con los judíos en 1937, y en 1938, y en 1939, cuando todo cuanto queríamos nosotros era que se fueran de Alemania, lo cual, en el fondo, era la única solución razonable? Lo que quiero decir, volviendo a la pregunta que hacía antes, porque me he desviado un poco, es que incluso aunque la meta final fuera indudable, la mayoría de los que intervinieron en esto no trabajaban para cumplir esa meta, no era eso lo que les interesaba y, por lo tanto, no era lo que los movía a trabajar de forma tan enérgica y encarnizada, sino que era toda una gama de motivaciones, e incluso Eichmann, estoy convencido, se comportaba con mucha dureza, pero estoy seguro de que en el fondo le daba igual que matasen a los judíos o que los dejasen de matar, a él todo lo que le importaba era demostrar de qué era capaz, estar en el candelero y también dar salida a las capacidades que había desarrollado; lo demás le importaba un carajo, y tanto la industria como las cámaras de gas, por cierto; lo único que no le importaba un carajo era que nadie se descojonara a su costa, y por eso se ponía tan gruñón en lo de las negociaciones con los judíos, pero ya volveré sobre esto, porque no deja de ser interesante; y lo mismo les pasaba a los demás, todos tenían sus razones, el aparato húngaro, que nos ayudaba, quería que los judíos salieran de Hungría, pero le importaba un carajo lo que pudiera pasarles, y Speer, y Kammler y el Jagerstab querían trabajadores y presionaban encarnizadamente a las SS para que se los consiguieran, pero les importaba un carajo lo que pudiera pasarles a los que no podían trabajar, y además había montones de motivaciones prácticas, yo por ejemplo, sólo tenía que ocuparme de la Arbeitseinsatz, pero no era, ni mucho menos, la única baza económica, como supe cuando conocí a un experto de nuestro Ministerio de Alimentación y Agricultura, un joven muy inteligente a quien le apasionaba su trabajo, que me explicó una noche, en un viejo café de Budapest, el aspecto de la cuestión relacionado con los alimentos; y lo que pasaba era que, tras perder Ucrania, Alemania tenía que enfrentarse a una grave carencia de abastecimientos, sobre todo de trigo, y por lo tanto, había mirado hacia Hungría, que era una gran productora, y, según él, por cierto, ésa era la razón principal de nuestra pseudoinvasión, asegurarnos esa fuente de abastecimiento de trigo y, por lo tanto, en 1944 les estábamos pidiendo a los húngaros 450.000 toneladas de trigo, 360.000 toneladas más que en 1942, es decir, un incremento de un ochenta por ciento; ahora bien, de alguna parte tenían que sacar los húngaros ese trigo, porque, bien pensado, tenían que alimentar a su propia población, pero, precisamente, esas 360.000 toneladas equivalían a la ración de alrededor de un millón de personas, algo más que el número total de judíos húngaros; así que los especialistas del Ministerio de Alimentación, en lo que a ellos se refería, consideraban que el hecho de que la RSHA evacuase a los judíos era una medida que permitiría a Hungría dejar libre un excedente de trigo que iría a parar a Alemania y equivaldría a nuestras necesidades; y en cuanto a la suerte que corrieran los judíos evacuados a quienes, en principio, habría que dar de comer en otra parte si no los mataban, eso no tenía nada que ver con aquel joven, y en última instancia simpático, experto, a quien, no obstante, tenían un tanto obnubilado sus cifras, porque había otros departamentos del Ministerio de Alimentación que se ocupaban de eso, de la alimentación de los presos y de los demás trabajadores extranjeros en Alemania, así que eso no era cosa suya y para él la evacuación de los judíos era la solución a su problema aunque, por otro lado, se convirtiera en el problema de cualquier otra persona. Y ese hombre no era el único en pensar así, todo el mundo era como él, yo también era como él; y también vosotros, si hubierais estado en su lugar, habríais sido como él. Pero es posible que en el fondo os importe un bledo todo esto. A lo mejor, en vez de mis reflexiones malsanas y abstrusas preferiríais anécdotas, historias picantes. Yo ya no tengo muy claro por dónde tirar. No me importa contar historias, pero tendrá que ser al azar, según me vaya acordando o lo vaya viendo en las notas que tengo; ya os he dicho que estoy cansado y va a haber que ir pensando en terminar. Y, además, si tuviera que contaros con detalle todo lo que queda del año 1944, más o menos como lo he ido haciendo hasta ahora, no acabaría en la vida. Que conste que también lo hago por vosotros, no sólo por mí, o, al menos un poco por vosotros, porque todo tiene un límite y no voy a negar que si me tomo tanto trabajo no es para daros gusto a vosotros, sino, más que nada, por mi propia higiene mental, como cuando uno ha comido mucho y llega un momento en que hay que evacuar los residuos, y olerán bien o mal, pero no siempre puede uno elegir; y además vosotros tenéis un poder inapelable, el de cerrar el libro y tirarlo al cubo de la basura, que es el último recurso, y ahí yo no puedo hacer nada, así que no sé por qué iba a andarme con contemplaciones. Y admito que si cambio un poco de sistema es sobre todo pensando en mí, os guste o no, otra señal de que soy un egoísta absoluto, seguramente por lo mal que me educaron. A lo mejor podía haberme dedicado a otra cosa, me diréis, y es cierto, a lo mejor podía haberme dedicado a otra cosa, me habría encantado dedicarme a la música si hubiera sabido poner dos notas, una detrás de otra, y reconocer una clave de sol, pero bueno, vale, ya he explicado mis limitaciones en esto de la música; o podría haberme dedicado a la pintura, ¿por qué no?, siempre me pareció una ocupación agradable la pintura, una ocupación tranquila perderse así entre las formas y los colores, pero ¿qué le vamos a hacer?, en otra vida quizá, porque en ésta nunca pude elegir, bueno, algo sí pude, claro, tuve cierto margen de maniobra, pero limitado, por aquello de las fatalidades agobiantes, con lo cual resulta que otra vez hemos vuelto al punto de partida. Pero más vale que sigamos con lo de Hungría.
De los oficiales que tenía Eichmann alrededor no hay gran cosa que decir. Eran casi todos hombres pacíficos y buenos ciudadanos que cumplían con su deber y vestían, ufanos y contentos, el uniforme SS, pero timoratos, con poca capacidad de iniciativa, preguntándose continuamente: «Sí, ¿pero…?», y admirando a su jefe como si fuera un genio por todo lo alto. El único que se salía un poco de la norma en el lote era Wisliceny, un prusiano de mi edad que hablaba inglés muy bien y tenía excelentes conocimientos históricos y con quien me encantaba pasar las veladas hablando de la guerra de los Treinta Años, del giro de 1848 o de la quiebra moral de la era guillermina. No siempre tenía puntos de vista originales, pero sí se basaban en una sólida documentación y sabía incluirlos dentro de un relato coherente, que es la virtud más importante en un elenco de imágenes tópicas de la historia. Había sido el superior de Eichmann tiempo ha, en 1936 creo, o en los años, al menos, del SD-Hauptamt, cuando el departamento de Asuntos Judíos se llamaba aún Abteilung II 112; pero era perezoso e indolente, por lo que su discípulo no había tardado en pasarle por delante; por lo demás, no le guardaba rencor, seguían siendo buenos amigos. Wisliceny era íntimo de la familia, incluso se tuteaban en público (riñeron poco después, por razones que ignoro. Wisliceny, cuando declaró como testigo en Núremberg, describió de forma tan caricaturesca a su ex amigo que durante mucho tiempo proporcionó una imagen desenfocada de Eichmann a los historiadores y a los escritores, pues algunos llegaron incluso a afirmar de buena fe que aquel infeliz Obersturmbannführer le daba órdenes a Adolf Hitler. No podemos censurar a Wisliceny, se estaba jugando el pellejo y Eichmann no se sabía por dónde andaba; en aquella época la costumbre era echarles la culpa de todo a los ausentes, lo que, por lo demás, no le valió de mucho al pobre Wisliceny; acabó en la punta de una soga en Presburgo, la Bratislava de los eslovacos, y tuvo que ser una cuerda muy resistente para aguantar el peso de aquel hombre corpulento). Otra razón por la que yo apreciaba a Wisliceny era porque no perdía la cabeza, y no todo el mundo podía decir lo mismo, sobre todo los burócratas de Berlín que, cuando se veían sobre el terreno por primera vez en la vida y con tanto poder, de repente, sobre aquellos dignatarios judíos, hombres cultos que a veces les doblaban la edad, perdían toda noción de mesura. Algunos insultaban a los judíos de la forma más zafia e inconveniente; a otros les costaba resistir a la tentación de abusar de su posición; todos eran de una arrogancia insoportable y, desde mi punto de vista, completamente fuera de lugar. Me acuerdo de Hunsche, por ejemplo, un Regierungsrat, es decir, un funcionario de carrera, un jurista con mentalidad de notario, el clásico hombrecillo gris en quien nunca se fija uno detrás del mostrador de un banco en donde emborrona papeles pacientemente a la espera de cobrar la jubilación e irse, con un chaleco de punto que le ha hecho su mujer, a cultivar tulipanes holandeses o a pintar soldaditos de plomo napoleónicos, para colocarlos con mimo, en filas impecables, en recuerdo del orden perdido de su juventud, delante de una maqueta de escayola de la Puerta de Brandeburgo; ¿acaso sé yo algo de los sueños que obsesionan a esa clase de hombres? Y allí estaba, en Budapest, grotesco con aquel uniforme con pantalones de montar de lo más fruncido; fumaba cigarrillos de lujo, recibía a personalidades judías con las botas sucias encima de un sillón de terciopelo y se consentía a sí mismo sin vergüenza alguna todos los caprichos. En los primeros días, cuando acabábamos de llegar, pidió a los judíos que le consiguieran un piano, espetándoles como quien no quiere la cosa: «Siempre soñé con tener un piano»; los judíos, aterrados, le trajeron ocho; y Hunsche, en mi presencia, bien plantado con sus botas de caña alta, les echaba una bronca con voz que pretendía ser irónica: «¡Pero, meine Herrén! Que no quiero abrir una tienda de pianos, que sólo quiero tocar el piano». ¡Un piano! Alemania gime bajo las bombas; nuestros soldados, en el frente, combaten con las extremidades congeladas y se quedan sin dedos, pero el Hauptsturmführer Regierungsrat doctor Hunsche, que nunca había salido de su despacho de Berlín, necesita un piano, seguramente para calmarse los maltratados nervios. Cuando miraba cómo preparaba órdenes para los hombres de los campos de tránsito —ya habían empezado las evacuaciones— me preguntaba si al firmarlas no se empalmaría bajo la mesa. Era, y estoy dispuesto a admitirlo, un mísero ejemplar del Herrenvolk: y si tenemos que juzgar a Alemania por ese tipo de hombres, que por desgracia abundan demasiado, entonces es cierto, no puedo negarlo, merecimos lo que nos pasó y el juicio de la historia, nuestra diké.
¿Y qué decir pues del Obersturmbannführer Eichmann? Desde que lo conocía, nunca se había sentido tan integrado en su papel. Cuando recibía a los judíos, era, de arriba abajo, el Übermensch; se quitaba las gafas, les hablaba con voz cortante y recalcando las sílabas, pero con educación, les mandaba sentarse y, cuando les hablaba, les decía «meine Herrén»; llamaba al doctor Stern «Herr Hofrat», y luego, de repente, le daba un ataque de ira deliberado y decía groserías para escandalizarlos, antes de volver a aquella cortesía glacial que parecía como si los hipnotizara. También se le daban muy bien las autoridades húngaras; cordial y cortés a un tiempo, las impresionaba y, por lo demás, había trabado sólidas amistades con algunos de aquellos hombres, sobre todo con Lászlo Endre, quien lo introdujo en Budapest en una vida social que le había sido ajena hasta entonces y acabó de deslumbrarlo al invitarlo a palacios y presentarle a condesas. Todo lo dicho y el hecho de que todo el mundo caía en las redes de ese juego de buen grado, tanto los judíos como los húngaros, puede explicar por qué caía también Eichmann en la desmesura (aunque nunca en la necedad de un Hunsche) y acababa por creerse que era de verdad der Meister, el Amo. En realidad, se tomaba por un condottiere, por un Von dem Bach-Zelewski, y se le olvidaba su auténtica forma de ser, la de un burócrata con talento, e incluso con mucho talento en su limitado terreno. Sin embargo, en cuanto estabas con él a solas, en su despacho o por la noche, si había bebido un poco volvía a ser el Eichmann de antes, aquel que iba de despacho en despacho de la Staatspolizei, respetuoso, azacanado, impresionado ante el menor galón superior a los suyos y, al tiempo, comido de deseos y de ambición, aquel Eichmann que pedía a Müller o a Heydrich o a Kaltenbrunner un respaldo por escrito para cada actuación y cada decisión y metía todas esas órdenes en la caja fuerte, primorosamente clasificadas; el Eichmann que habría sido tan feliz —y no menos eficiente— comprando y transportando caballos o camiones, si tal hubiera sido su tarea, como concentrando y evacuando a decenas de miles de seres humanos camino de la muerte. Cuando iba a charlar con él, en privado, de la Arbeitseinsatz, me escuchaba sentado detrás de su estupendo escritorio, en su lujosa habitación del hotel Majestic, con expresión aburrida y crispada, jugueteando con las gafas o con un portaminas, sacando y metiendo la mina clic-clac, clic-clac, compulsivamente, y, antes de contestar, volvía a ordenar sus papeles llenos de notas y de garabatos, soplaba el polvo de encima del escritorio y, luego, rascándose la cabeza, ya algo calva, se lanzaba en una de sus largas contestaciones, tan liosa que él mismo se perdía enseguida. Al principio, cuando por fin empezó en serio la Einsatz, después de que los húngaros, a finales de abril, dieran el visto bueno a las evacuaciones, estaba casi eufórico, en plena ebullición de energía; al tiempo, y más aún cuando se fueron acumulando las dificultades, se le iba poniendo el carácter cada vez más difícil e intransigente, incluso conmigo, que lo apreciaba sin embargo; empezó a ver enemigos por todas partes. A Winkelmann, que sólo era superior suyo en los papeles, no le gustaba en absoluto, pero creo que aquel policía severo y rudo, de innato sentido común de campesino austríaco, era quien atinaba mejor al juzgarlo. El porte altanero, por no decir la impertinencia de Eichmann, lo ponía fuera de sí; pero lo tenía calado: «Tiene mentalidad de subalterno», me explicó cuando fui a verlo una vez para preguntarle si podía intervenir o, al menos, presionar para mejorar las infames condiciones de transporte de los judíos. «Ejerce toda la autoridad de que dispone sin reservas, no tiene traba alguna ni ética ni mental para ejercer el poder. Tampoco tiene el menor escrúpulo en rebasar los límites de su autoridad, si le parece que está actuando dentro de la línea de quien le da las órdenes o lo respalda, como hacen el Gruppenführer Müller y el Obergruppenführer Kaltenbrunner». Era, desde luego, totalmente cierto, tanto más cuanto que Winkelmann no negaba la capacidad de Eichmann. Este, a la sazón, no vivía ya en el hotel, sino que se había instalado en la espléndida mansión de un judío, en la calle Apóstol, en el Rosenberg, una casa de dos plantas con una torre a cuyos pies corría el Danubio, y que estaba rodeada de un espléndido huerto de frutales al que desfiguraban mucho, por desgracia, las zanjas del refugio excavado en previsión de algún ataque aéreo. Vivía a todo tren y pasaba la mayor parte del tiempo con sus nuevos amigos húngaros. Las evacuaciones iban ya muy avanzadas, zona a zona según un plan muy minucioso, y llegaban quejas de todas partes, del Jágerstab, de las oficinas de Speer, y del propio Saur. Era como un fuego de artificio que se desperdigaba hacia todos lados, hacia Himmler, hacia Pohl y hacia Kaltenbrunner, pero, al final, todo me caía a mí, y aquello era, desde luego, un desastre, un auténtico escándalo; a los lugares de trabajo no llegaban más que muchachitas frágiles u hombres medio muertos, siendo así que estaban esperando un flujo de chicarrones sanos, robustos y hechos a la brega; estaban indignados, nadie entendía qué estaba pasando. Ya he explicado que parte de la culpa era del Honvéd, que, por mucho que dijeran todas las representaciones, no soltaba a sus batallones de trabajo. Pero, entre los demás judíos, no dejaba de haber hombres que, poco tiempo atrás, vivían una vida normal, no pasaban hambre y tenían que gozar de buena salud. Ahora bien, resultaba que las condiciones de los puntos de concentración, en donde los judíos tenían que esperar a veces días o semanas, casi sin comer, antes de que se los llevaran amontonados en vagones de ganado abarrotados, sin agua, sin comida, con un cubo higiénico por vagón, esas condiciones los dejaban agotados y sin fuerzas, las enfermedades proliferaban, muchas personas morían por el camino y las que llegaban tenían un aspecto deplorable, pocas de ellas pasaban la selección, y ni siquiera a ésas las querían en las empresas y las obras, o las devolvían enseguida, sobre todo los del Jagerstab, que chillaban porque les mandaban a chiquillas que no podían ni levantar un pico. Ya he dicho que cuando le transmitía esas quejas a Eichmann, las rechazaba con tono seco y afirmaba que no era responsabilidad suya, que sólo los húngaros podían modificar algo esas condiciones. Así que fui a ver al mayor Baky, el secretario de Estado que tenía a su cargo la gendarmería; Baky descartó mis quejas con una única frase: «Lo que tienen que hacer es llevárselos antes», y me remitió al teniente coronel Ferenczy, el oficial encargado de la gestión técnica de las evacuaciones, un hombre amargo y de trato difícil que me dio una charla de una hora para explicarme que estaría encantado de dar de comer mejor a los judíos si le proporcionaran comida, y de meter a menos gente en los vagones si le mandasen más trenes, pero que su principal misión era evacuarlos, no mimarlos. Fui con Wisliceny a uno de esos «puntos de concentración», no sé ya muy bien por dónde, por la zona de Kaschau quizá: era un espectáculo penoso, los judíos se apiñaban, por familias enteras, en un tejar a cielo abierto, bajo la lluvia de primavera; los niños de pantalón corto jugaban en los charcos; los adultos, apáticos, estaban sentados en las maletas o daban vueltas por acá y por allá. Me impresionó el contraste entre aquellos judíos y los de Galitzia y Ucrania, que eran los únicos a los que conocía de verdad; eran personas educadas, burgueses con frecuencia, e incluso los artesanos y los granjeros, de los que había bastantes, tenían un aspecto limpio y digno; los niños iban lavados, peinados y bien arreglados, pese a las condiciones y, a veces, con trajes nacionales verdes, con alamares negros y casquetes. Todo aquello hacía que la escena resultara aún más agobiante, pese a las estrellas amarillas habrían podido ser campesinos alemanes o, al menos, checos, y me venían a la cabeza pensamientos siniestros; me imaginaba a aquellos muchachos atildados, a aquellas jovencitas de discreto encanto, bajo los efectos del gas, y eran pensamientos que me revolvían el estómago, pero no había nada que hacer; miraba a las mujeres embarazadas y me las imaginaba en las cámaras de gas, con las manos en los vientres redondos, y me preguntaba con espanto qué le sucedía al feto de una mujer gaseada, si moría en el acto, con la madre, o si sobrevivía cierto tiempo, preso dentro de la envoltura muerta, su asfixiante paraíso; y entonces acudían los recuerdos de Ucrania y, por primera vez desde hacía mucho, me entraban ganas de vomitar, de vomitar mi impotencia, mi tristeza y mi vida inútil. Me crucé allí, por casualidad, con el doctor Grell, un Legationsrat a quien Feine había encargado que identificara a los judíos extranjeros detenidos por error por la policía húngara, sobre todo a los de los países aliados o neutrales, y los sacara de los centros de tránsito para, si venía al caso, enviarlos a sus puntos de origen. El pobre Grell, que era un mutilado de guerra desfigurado por una herida en la cabeza y unas quemaduras espantosas que aterrorizaban a los niños y los hacían salir huyendo y pegando alaridos, iba chapoteando por el barro, de un grupo a otro, con el sombrero chorreando, y preguntaba con mucha educación si había alguien con pasaporte extranjero, examinaba la documentación y ordenaba a los gendarmes húngaros que apartasen a algunos detenidos. Eichmann y sus colegas lo aborrecían, lo acusaban de indulgencia, de falta de criterio; y no dejaba de ser cierto que muchos judíos húngaros compraban por unos cuantos miles de pengos pasaportes extranjeros, sobre todo rumanos, que eran los más fáciles de conseguir, pero Grell se limitaba a cumplir con su trabajo, no era quién para determinar si esos pasaportes los habían conseguido de forma legal o no, y, en último término, si los agregados rumanos eran corruptos, eso era problema de las autoridades de Bucarest, y no nuestro; si querían aceptar o tolerar a todos esos judíos, allá ellos. Yo conocía un poco a Grell porque en Budapest íbamos juntos de vez en cuando a tomar algo o a cenar; entre los oficiales alemanes, casi todos evitaban tener trato con él o le daban esquinazo, incluso sus propios colegas, seguramente por aquel aspecto atroz, pero también porque le daban ataques depresivos graves y muy desconcertantes; a mí no me molestaba tanto, quizá porque su herida y la mía eran bastante parecidas en el fondo, a él también le habían metido una bala en la cabeza, pero con consecuencias mucho peores que las mías; por acuerdo tácito, no hablábamos de las circunstancias, pero cuando se pasaba un poco con la bebida decía que yo era una persona con suerte, y era verdad, yo tenía muchísima suerte por conservar la cara intacta y la cabeza bastante intacta también, mientras que él, si bebía de más, y bebía de más muchas veces, estallaba en ataques de rabia inauditos que eran casi ataques epilépticos, cambiaba de color y empezaba a dar alaridos; una vez, un camarero y yo tuvimos que sujetarlo a la fuerza para impedir que rompiera todo el menaje; al día siguiente vino a disculparse, contrito, deprimido, e intenté tranquilizarlo; yo lo entendía. Allí, en aquel centro de tránsito, vino a saludarme, miró a Wisliceny, a quien también conocía, y me dijo sencillamente: «Mal asunto, ¿verdad?». Tenía razón, pero había cosas peores aún. Para tratar de entender lo que pasaba con las selecciones, fui a Auschwitz. Llegué por la noche, en el Viena-Cracovia; mucho antes de la estación, a la izquierda del tren, se veía una línea de puntos de luz blanca, los faros de las alambradas de Birkenau colocados en la punta de postes pintados con una mano de cal y, detrás de aquella fila, más oscuridad, un abismo del que salía ese olor abominable de carne quemada cuyas bocanadas cruzaban por el vagón. Los pasajeros, sobre todo militares o funcionarios que regresaban a sus destinos, se agolpaban en las ventanillas, en muchos casos con sus mujeres. Hacían comentarios con entusiasmo: «La cosa está que arde», le dijo un funcionario a su mujer. En la estación, me recibió un Untersturmführer que me dejó acomodado en la Haus der Waffen-SS. A la mañana siguiente volví a ver a Höss. Como ya he contado, a primeros de mayo, después de la inspección de Eichmann, la WVHA había vuelto a cambiar de arriba abajo la organización del complejo de Auschwitz. A Liebehenschel, que había sido sin lugar a dudas el mejor Kommandant que el campo había tenido, lo sustituyó una nulidad, el Sturmbannführer Bar, un ex pastelero que había sido durante una temporada ayudante de Pohl; Hartjensteien, en Bierkenau, cambió el puesto con el Kommandant de Natzweiler, el Hauptsturmführer Kramer; y, finalmente, Höss supervisaba a los demás mientras durase la Einsatz húngara. Al hablar con él, me pareció evidente que opinaba que su nombramiento sólo tenía que ver con el exterminio: los judíos llegaban a veces a un ritmo de cuatro trenes diarios de tres mil unidades cada uno, pero no había mandado construir ningún barracón nuevo para recibirlos, sino que, antes bien, había dedicado toda su energía, considerable por cierto, a mejorar los crematorios y a prolongar el ferrocarril hasta el propio centro de Birkenau, algo de lo que estaba especialmente ufano, para poder descargar los vagones a pie mismo de las cámaras de gas. Con la llegada del primer convoy del día me llevó a presenciar la selección y las demás operaciones. La rampa nueva pasaba bajo la torre de vigilancia del edificio de la entrada de Birkenau y seguía, por tres ramales, hasta los crematorios del fondo. Un gran gentío bullía en el muelle de tierra apisonada, ruidoso, más pobre y más exótico que el que había visto en el centro de tránsito; esos judíos debían de venir de Transilvania, las mujeres y las jóvenes llevaban pañuelos de vivos colores; los hombres, aún con gabanes, lucían grandes y poblados bigotes y tenían la barba crecida en las mejillas. No había demasiado desorden; estuve mucho rato mirando a los médicos que hacían la selección (Wirths no estaba); tardaban entre uno y tres segundos en cada caso, en cuanto se les planteaba la mínima duda decían que no. También me pareció que rechazaban a muchas mujeres que yo veía perfectamente válidas; cuando se lo comenté a Höss, éste me comunicó que tales eran sus instrucciones, los barracones estaban atestados, no había sitio para meter a la gente, las empresas ponían pegas y tardaban en llevarse a los judíos y había que amontonarlos, estaban volviendo las epidemias y, como de Hungría seguía llegando gente a diario, no le quedaba más remedio que hacer sitio; ya había hecho varias selecciones de aquellos presos y también había intentado exterminar a todo el campo de los gitanos, pero ahí habían surgido problemas y había tenido que dejarlo para más adelante; había pedido permiso para vaciar el campo de familias de Theresienstadt y aún no se lo habían concedido, así que, mientras tanto, la verdad era que sólo podía seleccionar a los mejores y, de todas formas, si se quedaba con más, se morían enseguida de enfermedad. Me lo explicó todo con mucha tranquilidad, clavando en el gentío y en la rampa los ojos azules de mirada vacía, con expresión ausente. Yo estaba desesperado; era aún más difícil hacer razonar a aquel hombre que a Eichmann. Insistió para enseñarme las instalaciones de exterminio y explicármelo todo: había ampliado los Sonderkommandos de 220 a 860 hombres, pero habían sobreestimado la capacidad de los Kremas; no era tanto la operación de gasear en sí lo que planteaba problemas como que los hornos tenían sobrecarga y, para remediarlo, había mandado cavar zanjas de incineración; poniéndose exigente con los Sonderkommandos, la cosa funcionaba y se llegaba a una media de seis mil unidades diarias, lo que quería decir que algunos tenían que esperar a la mañana siguiente, si se acumulaba demasiado trabajo. Era algo espantoso, el humo y las llamas de las zanjas, que funcionaban con petróleo y con la grasa de los cuerpos, debían de verse a kilómetros a la redonda; le pregunté si no pensaba que podría llegar a ser embarazoso: «Sí, las autoridades del Kreiss andan preocupadas pero eso no es problema mío». Según él, nada de lo que habría debido ser problema suyo lo era. Yo estaba harto y le pedí que me enseñase los barracones. El sector nuevo, previsto desde hacía tiempo como campo de tránsito para los húngaros, se había quedado a medio hacer; miles de mujeres, desmejoradísimas y agotadas ya, aunque sólo llevaban allí poco tiempo, se amontonaban en aquellas apestosas cuadras alargadas; muchas no cabían y dormían al sereno y en el barro; no había bastantes uniformes de rayas para darles, pero tampoco les dejaban su ropa y las tenían vestidas con harapos sacados de «el Canadá», y vi mujeres completamente desnudas, o que llevaban nada más que una camisa de la que les asomaban las piernas amarillas y fláccidas, manchadas a veces de excrementos. ¡No me extrañaba que el jagerstab se quejase! Höss echaba más o menos la culpa a los demás campos, que, según él, no aceptaban los envíos por falta de espacio. Me pasé todo el día recorriendo el campo, sección por sección, barracón por barracón; los hombres no estaban en mejores condiciones que las mujeres. Pasé revista a los registros: por supuesto que a nadie se le había ocurrido respetar la norma elemental de cualquier almacén, lo primero que llega es lo primero que sale; mientras que algunos de los recién llegados no pasaban ni veinticuatro horas en el campo antes de que los mandaran a otro sitio, otros llevaban pudriéndose allí tres semanas, se deterioraban y, la mayor parte de las veces, se morían, con lo que las bajas eran aún mayores. Pero cada vez que le hacía notar un problema, Höss, incansable, daba con otro a quien echarle las culpas. Saltaba a la vista que tenía una mentalidad, formada durante los años anteriores a la guerra, que no era apta en absoluto para aquella tarea; pero no toda la culpa era suya, también la tenían quienes lo habían puesto en el lugar de Liebehenschel, quien, por lo poco que lo conocía, habría actuado de forma muy diferente. Así anduve de un lado a otro hasta la noche. Cayeron varios chaparrones durante el día, aguaceros cortos y refrescantes de primavera que hacían desaparecer las nubes de polvo, pero también incrementaban la miserable condición de los presos que estaban al raso, aunque la mayoría en lo que pensaba ante todo era en recoger algunas gotas de agua para poder beber. En toda la zona del fondo del campo imperaban el fuego y el humo, y rebasaban incluso el área apacible de Birkenwald. Al caer la tarde, interminables columnas de mujeres, niños y ancianos seguían subiendo por la rampa, por un largo corredor entre alambradas, hacia los Kremas III y IV, en donde tendrían que esperar turno, pacientemente, bajo los abedules, y la hermosa luz del sol poniente caía rasante sobre las cimas de los árboles de Birkenwald y alargaba hasta el infinito las sombras de las hileras de barracones, hacía brillar con opalescencias amarillas de cuadro holandés el color gris oscuro del humo, ponía dulces reflejos en los charcos y los pilones y teñía de un naranja vivo y alegre los ladrillos de la Kommandantur; y de pronto me harté del todo y dejé plantado a Höss y me fui a la Haus en donde me pasé la noche redactando un virulento informe acerca de las deficiencias del campo. Ya puestos, hice otro sobre la parte húngara de la operación, y estaba tan rabioso que no vacilé en tildar de obstruccionismo el comportamiento de Eichmann. (Hacía ya como dos meses que habían empezado las negociaciones con los judíos húngaros y el ofrecimiento de los camiones debía de datar de hacía un mes, porque fui a Auschwitz pocos días antes del desembarco de Normandía; Becher llevaba mucho quejándose de la falta de cooperación de Eichmann y ambos opinábamos que no negociaba más que para cubrir el expediente.) A Eichmann lo tiene obnubilado su mentalidad logística, escribí. Es incapaz de entender los objetivos complejos y de integrarlos en su forma de proceder. Y sé de buena tinta que, tras esos informes, que le envié a Brandt para el Reichsführer, y directamente a Pohl, Pohl convocó a Eichmann en la WVHA y le echó un rapapolvo muy claro y sin paños calientes acerca del estado en que llegaban los judíos y de la cantidad inadmisible de muertos y de enfermos; pero Eichmann, empecinado, se limitó a contestar que todo aquello entraba dentro de la jurisdicción de Hungría. Contra tal inercia, no había nada que hacer. Caí en la depresión; además, mi organismo acusaba el golpe: dormía mal, me alteraban sueños desagradables y la sed me despertaba tres o cuatro veces todas las noches, o las ganas de orinar desembocaban en insomnio; por la mañana, me despertaba con terribles dolores de cabeza, que no me permitían concentrarme en todo el día y, a veces, me obligaban a dejar de trabajar y a tenderme durante una hora en un sofá con una compresa de agua fría en la frente. Pero, por muy cansado que estuviera, temía que llegara la noche; no sé qué me atormentaba más, si los insomnios durante los cuales daba vueltas inútilmente a mis problemas, o los sueños cada vez más angustiosos. Este es uno de los que más me impresionó: el rabino de Bremen había emigrado a Palestina. Pero cuando oyó decir que los alemanes mataban a los judíos se negó a creerlo. Fue al consulado alemán y pidió un visado para el Reich, para ver personalmente si aquellos rumores tenían fundamento. Y, por supuesto, acabó muy mal. Entretanto, cambiaba la escena: soy especialista en Asuntos Judíos y estoy esperando a que me reciba en audiencia el Reichsführer, que quiere saber unas cuantas cosas acerca de mí. Estoy bastante nervioso, porque está claro que, si mis respuestas no lo satisfacen, soy hombre muerto. Esta escena transcurre en un castillo grande y sombrío. Himmler me recibe en una estancia y me da la mano; un hombrecillo tranquilo y sin nada de particular, con un gabán largo y los eternos lentes de pinza de cristales redondos. Lo llevo, luego, por un pasillo largo, con las paredes tapizadas de libros. Deben de ser míos, porque el Reichsführer parece muy impresionado por la biblioteca que tengo y me da la enhorabuena. Estamos después, en otra habitación, hablando de las cosas que quiere saber. Más adelante, me da la impresión de que estamos fuera, en medio de una ciudad incendiada. Ya se me ha pasado el miedo a Heinrich Himmler y me siento totalmente seguro con él, pero lo que me da miedo ahora son las bombas y el fuego. Tenemos que cruzar a la carrera el patio en llamas de un edificio. El Reichsführer me coge de la mano: «Fíese de mí. Pase lo que pase, no lo soltaré. O pasaremos juntos o fracasaremos juntos». No entiendo por qué quiere protegerme porque soy un Judelein, un judío de nada, pero me fío, sé que es sincero y ese hombre peculiar podría incluso inspirarme amor.
Pero no estaría de más que os hablase de esas traídas y llevadas negociaciones. No participé directamente: en una ocasión, vi a Kastner, junto con Becher, cuando Becher estaba negociando uno de esos acuerdos privados que sacaban de quicio a Eichmann. Pero me interesaba mucho, porque una de las propuestas era meter a determinada cantidad de judíos «en la nevera»; es decir, mandarlos a trabajar sin que pasasen por Auschwitz, lo que me habría venido estupendamente. Becher era hijo de un hombre de negocios de la más selecta sociedad de Hamburgo, un oficial de caballería que acabó siendo oficial en las Reiter-SS y se distinguió por sus servicios en el Este en más de una ocasión, sobre todo a principios de 1943 en el frente del Don, en donde lo condecoraron con la Cruz Alemana de Oro; desde entonces, se dedicaba a misiones logísticas de envergadura en la SS-Führungsbauptamt, la FHA, que supervisaba cuanto hacían las Waffen-SS. Tras quedarse con las Manfred-Weiss Werke —nunca me habló de ello y sólo sé qué sucedió por los libros, pero, por lo visto, la cosa empezó completamente por casualidad—, el Reichsführer le ordenó que siguiera en las negociaciones con los judíos, al tiempo que daba instrucciones similares a Eichmann, aposta seguramente, para que hubiera una rivalidad entre ellos. Y Becher podía prometer mucho, contaba con la confianza del Reichsführer, pero en principio no tenía responsabilidad en los Asuntos Judíos ni autoridad alguna directa en este tema, menos aún que yo. En esto tenían que ver un montón de personas: un equipo de individuos de Schellenberg, escandalosos, indisciplinados, algunos de la ex Amt VI, como Hóttl, quien se hacía llamar Klages y publicó más adelante un libro con otro nombre diferente; otros del Abwehr de Canaris, Gefrorener (alias doctor Schmidt), Durst (alias Winniger), Laufer (alias Schróder), aunque es posible que esté confundiendo los nombres y los seudónimos; también andaba metido aquel odioso Paul Cari Schmidt, el futuro Paul Carrell, a quien ya he mencionado, y que creo que no confundo con Gefrorener, alias doctor Schmidt, pero no estoy seguro. Y los judíos daban dinero y joyas a toda ese gente y todos lo cogían, en nombre de sus respectivos departamentos, o para quedarse con ello, que eso no puede saberse; Gefrorener y sus colegas, quienes, en marzo, arrestaron a Joel Brandt para «protegerlo» de Eichmann, le pidieron varios miles de dólares para presentarle a Wisliceny, y luego Wisliceny, Krumey y Hunsche recibieron mucho dinero de él antes de llegar al tema de los camiones. Pero a Brandt nunca lo vi, era Eichmann quien trataba con él, y luego se fue casi enseguida a Estambul y nunca regresó. Vi una vez a su mujer, en el Majestic, con Kastner; una joven de tipo judío muy marcado; no se puede decir que fuera guapa, pero tenía mucha personalidad; me la presentó Kastner y me dijo que era la mujer de Brandt. La idea de los camiones no se sabe muy bien a quién se le ocurrió; Becher dijo que había sido a él, pero estoy convencido de que quien le sopló la idea al Reichsführer fue Schellenberg; o, si de verdad fue idea de Becher, Schellenberg la desarrolló; pero el caso es que a principios de abril, el Reichsführer convocó a Becher y a Eichmann en Berlín (me lo contó Becher, no Eichmann) y le ordenó a Eichmann que motorizase a las 8.a y 22.a divisiones alemanas de caballería con unos camiones, alrededor de diez mil, que debía conseguir de los judíos. Y ésta es pues la famosa historia de la propuesta, a la que bautizaron con el nombre de «sangre por bienes», diez mil camiones equipados para el invierno a cambio de un millón de judíos, y que hizo correr mucha tinta y más que seguirá haciendo correr. No tengo mucho más que añadir a cuanto ya se ha dicho: quienes más participaron en esto, Becher, Eichmann y la pareja Brandt y Kastner, sobrevivieron todos a la guerra y dejaron testimonios del asunto (pero al pobre Kastner lo asesinaron tres años antes de que detuvieran a Eichmann, en 1957 , unos extremistas judíos, en Tel Aviv, por haber «colaborado» con nosotros, lo cual no deja de ser una triste ironía). Una de las cláusulas de la propuesta que se les hizo a los judíos especificaba que los camiones sólo se usarían en el frente del Este, contra los soviéticos, y nunca contra las potencias occidentales; y desde luego que esos camiones sólo habrían podido proporcionarlos los judíos norteamericanos. Estoy convencido de que Eichmann se tomó esta propuesta al pie de la letra, tanto más cuanto que el comandante de la 22.a División, el SS-Brigadeführer August Zehender, era uno de sus mejores amigos; creyó de verdad que el objetivo era motorizar esas divisiones, y aunque refunfuñaba por tener que «soltar» a tantos judíos, quería echarle una mano a su amigo Zehender. Como si unos cuantos camiones hubieran podido cambiar el curso de la guerra. ¿Cuántos camiones, o carros de combate, o aviones, habrían podido fabricar un millón de judíos si hubiéramos tenido un millón de judíos en los campos? Sospecho que los sionistas, con Kastner a la cabeza, debieron de darse cuenta, en el acto, de que era un engaño que también podía favorecer sus intereses y hacerles ganar tiempo. Eran hombres lúcidos y realistas y tenían que saber tan bien como el Reichsführer que no sólo ningún país enemigo aceptaría la entrega de diez mil camiones a Alemania, sino que, además, ningún país, ni siquiera en aquellos momentos, estaba dispuesto a acoger a un millón de judíos. En lo que a mí se refiere, en donde veo la mano de Schellenberg es en esa especificación de que los camiones no se usarían en el Oeste. El opinaba, como me había dado a entender Thomas, que no quedaba más que una solución, acabar con la alianza contra natura entre las democracias capitalistas y los estalinistas y jugar a fondo la baza del baluarte europeo contra el bolchevismo. Por lo demás, la historia de la posguerra demuestra que acertaba plenamente y que lo único que pasaba es que iba por delante de su tiempo. La propuesta de los camiones podía querer decir varias cosas. Por supuesto que nunca se sabe, podía ocurrir un milagro, los judíos y los aliados podían aceptar el trato y entonces habría sido fácil usar esos camiones para provocar disensiones entre los rusos y los angloamericanos e incluso llevarlos a la ruptura. Es posible que Himmler soñase con algo así; pero Schellenberg era demasiado realista para poner esperanzas en aquel guión. Para él, el asunto debía de ser mucho más sencillo; de lo que se trataba era de usar a los judíos que conservaban aún alguna influencia para enviar un guiño diplomático: Alemania estaba dispuesta a hablar de todo, de una paz por separado, de parar el programa de exterminio, y ver, luego, cómo reaccionaban los ingleses y los americanos para seguir haciendo otras gestiones; un globo sonda en resumidas cuentas. Y, por lo demás, los angloamericanos lo interpretaron así desde el primer momento, como lo demuestra la reacción que tuvieron: informaron de esa propuesta publicándola en sus periódicos y denunciándola. También es posible que Himmler pensara que, si los aliados rechazaban la oferta, quedaría demostrado que les importaba un bledo la vida de los judíos, o incluso que aprobaban en secreto nuestras medidas; al menos, haría recaer sobre ellos parte de la responsabilidad, haría que se mojaran como Himmler había hecho que se mojaran ya los Gauleiter y los demás dignatarios del régimen. En cualquier caso, Himmler y Schellenberg no tiraron la toalla y las negociaciones siguieron hasta el final de la guerra, como es sabido, y la prenda seguían siendo los judíos; Becher consiguió incluso, por mediación de los judíos, entrevistarse en Suiza con McCleílan, el hombre de Roosevelt, lo que suponía una violación por parte de los americanos de los acuerdos de Teherán que a nosotros no nos valió de nada. Yo ya no tenía nada que ver con el asunto hacía tiempo: de vez en cuando me llegaban rumores, por Thomas o por Eichmann, pero nada más. Incluso en Hungría, como he explicado ya, mi papel era periférico. Me interesé sobre todo por esas negociaciones después de mi visita a Auschwitz, por las fechas del desembarco angloamericano, en los primeros días de junio. El alcalde de Viena, el SS-Brigadeführer (honorario) Blaschke, le pidió a Kaltenbrunner que le enviase Arbeitjuden para sus fábricas, que tenían una carencia desesperada de trabajadores, y vi en ello una ocasión para que progresaran las negociaciones con Eichmann— podría considerarse que a esos judíos enviados a Viena los habían «metido en la nevera»— y conseguir al tiempo mano de obra. Así que me dediqué a orientar las negociaciones en ese sentido. Fue entonces cuando Becher me presentó a Kastner, un individuo impresionante, de una elegancia impecable siempre, que trataba con nosotros de igual a igual, con desprecio total de la propia vida, lo que le prestaba, por lo demás, cierta fuerza frente a nosotros: no había forma de atemorizarlo (hubo intentos, la SP o los húngaros lo detuvieron varias veces). Se sentó sin que se lo dijera Becher, sacó un cigarrillo aromático de una pitillera de plata y lo encendió sin pedirnos permiso y sin ofrecernos uno tampoco. Eichmann decía que le impresionaba mucho su frialdad y su rigurosidad ideológica y opinaba que si Kastner hubiera sido alemán habría sido un espléndido oficial de la Staatspolizei, lo que era sin duda, desde su punto de vista, el mayor elogio posible. «Kastner opina como nosotros —me dijo un día-. Sólo piensa en el potencial biológico de su raza, está dispuesto a sacrificar a todos los viejos para salvar a los jóvenes, a los fuertes, a las mujeres fértiles. Piensa en el futuro de su raza. Le he dicho: "Yo, si hubiera sido judío, habría sido sionista, un sionista fanático, como usted"». La oferta de Viena le interesaba a Kastner: estaba dispuesto a pagar si quedaba garantizada la seguridad de los judíos enviados. Le transmití el ofrecimiento a Eichmann, que estaba desesperado porque Joel Brandt se había esfumado y no había respuesta alguna al asunto de los camiones. Mientras tanto, Becher negociaba sus propios apaños, evacuaba a judíos en grupitos, sobre todo por Rumania, a cambio de dinero, por supuesto, oro, mercancías. Eichmann estaba rabioso, le ordenó incluso a Kastner que no le dirigiera ya la palabra a Becher; Kastner, por supuesto, no le hizo ni caso, y Becher, por lo demás, mandó fuera a su familia. Eichmann, en el colmo de la indignación, me dijo que Becher le había enseñado un collar de oro que pensaba regalarle al Reichsführer para su amante, una secretaria a quien había dejado preñada: «Becher tiene en el bote al Reichsführer; ya no sé qué hacer», se lamentaba. Al final, mis maniobras tuvieron cierto éxito: Eichmann recibió 65.000 francos y un lote de café un tanto rancio y lo consideró un anticipo sobre los cinco millones de francos suizos que había pedido, y dieciocho mil judíos jóvenes fueron a trabajar a Viena. Informé de ello, muy ufano, al Reichsführer, pero no recibí respuesta alguna. De todas formas, la Einsatz estaba ya terminando, aunque aún no lo supiéramos. Horthy, aparentemente aterrado ante algunas emisiones de la BBC y los cables diplomáticos norteamericanos que sus servicios habían interceptado, convocó a Winkelmann para preguntarle qué se hacía con los judíos evacuados que, en última instancia, seguían siendo ciudadanos húngaros. Winkelmann no supo qué contestar y, a su vez, convocó a Eichmann. Eichmann nos refirió ese episodio, que le parecía divertidísimo, una noche, en el bar del Majestic; estaban Wisliceny y Krumey, y también Trenker, el KdS de Budapest, un austríaco afable, amigo de Hóttl. «Le contesté: los mandamos a trabajar— contaba Eichmann riéndose-. Y no me preguntó nada más». Horthy no se quedó satisfecho con esa respuesta un tanto dilatoria: el 30 de junio, aplazó la evacuación de Budapest, que debía comenzar al día siguiente; pocos días después, la prohibió por completo. Eichmann consiguió aún, pese a la prohibición, vaciar Kistarcsa y Szarva: pero fue un gesto para salvar la honra. Se habían acabado las evacuaciones. Hubo aún algunas peripecias: Horthy largó a Endre y a Baky y, luego, tuvo que volver a ponerlos en su puesto por la presión alemana, y aún más adelante, relevó a Sztójay y puso en su lugar a Lakatos, un general conservador. Pero yo ya me había ido hacía mucho: enfermo, agotado, había regresado a Berlín en donde acabé de venirme abajo. Eichmann y sus colegas habían conseguido evacuar a cuatrocientos mil judíos y, de ellos, apenas se pudieron apartar cincuenta mil para la industria (más los dieciocho mil de Viena). Estaba anonadado, espantado por tanta incompetencia, por tantas maniobras de obstrucción, por tanta mala voluntad. Eichmann, por lo demás, no andaba mucho mejor que yo. Lo vi por última vez en su despacho, a principios de julio, antes de irme: estaba a la vez exaltado y corroído por las dudas: «Hungría, Sturmbannführer, es mi obra maestra. Incluso aunque haya que dejarlo aquí. ¿Sabe cuántos países he vaciado ya de judíos? Francia, Holanda, Bélgica, Grecia, parte de Italia, Croacia. Y también Alemania, claro, pero eso era fácil, era sólo una cuestión de técnicas de transporte. Mi único fracaso es Dinamarca. Pero, si a eso vamos, le he dado más judíos a Kastner de los que se me escaparon de Dinamarca. ¿Qué son mil judíos? Una nimiedad. Ahora ya tengo la seguridad de que los judíos nunca levantarán cabeza. Aquí ha sido estupendo; los húngaros nos los pusieron en bandeja, pero no pudimos darles salida tan deprisa como habría hecho falta. Una lástima que hayamos tenido que dejarlo. A lo mejor podemos seguir en algún momento». Yo lo escuchaba sin decir nada. Los tics le convulsionaban el rostro más que de costumbre, se frotaba la nariz, torcía el cuello. Pese a aquellas palabras llenas de orgullo, parecía muy abatido. De repente, me preguntó: «¿Y yo, en todo esto? ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de mi familia?». Pocos días antes, la RSHA había interceptado un programa de radio de Nueva York que daba las cifras de los judíos muertos en Auschwitz, unas cifras bastante aproximadas a la realidad. Eichmann debía de estar enterado, lo mismo que debía de saber que su nombre figuraba en todas las listas de nuestros enemigos. «¿Quiere mi opinión sincera?», le dije sin alterarme… —«Sí— contestó Eichmann—. Ya sabe que, pese a todos nuestros desacuerdos, siempre he respetado su opinión». —«Pues yo creo que si perdemos la guerra lo van a joder vivo». Irguió la cabeza: «Eso ya lo sé. No cuento con sobrevivir. Si nos vencen, me meteré una bala en la cabeza con el orgullo de haber cumplido con mi deber de SS. Pero ¿y si no perdemos?»…— «Si no perdemos —dije con mayor suavidad aún—, tendrá que evolucionar. No podrá seguir siempre como hasta ahora. La Alemania de posguerra será diferente, cambiarán muchas cosas, habrá tareas nuevas. Tendrá que adaptarse». Eichmann se quedó callado y me despedí para regresar al Astoria. Además del insomnio y de los dolores de cabeza, empezaba a tener fiebre alta a ratos, que se iba como había venido. Lo que acabó de deprimirme por completo fue la visita de los dos bulldogs, Clemens y Weser, que se presentaron sin avisar en el hotel. «Pero ¿qué hacen aquí?», exclamé—. «Pues hemos venido a hablar con usted, Obersturmbannführer», dijo Weser, o quizá fue Clemens, ya no me acuerdo… —«Pero ¿de qué quieren hablar?— dije, exasperado—. El caso está cerrado»… —«Pues no, eso es lo malo», dijo Clemens, me parece. Los dos se habían quitado el sombrero y se habían sentado sin pedir permiso, Clemens en una silla rococó demasiado pequeña para lo que abultaba y Weser en el filo de un sofá grande. «No se le acusa de nada, de acuerdo. Eso ya lo hemos aceptado del todo. Pero la investigación prosigue. Seguimos buscando a su hermana y a los gemelos, por ejemplo»…— «Figúrese, Obersturmbannführer, que los franceses nos han mandado la marca de la ropa que encontraron, ¿se acuerda? En el cuarto de baño. Y, gracias a eso, hemos llegado hasta un conocido sastre, un tal Pfab. ¿Alguna vez le ha encargado a Herr Pfab que le haga un traje, Obersturmbannführer?» Sonreí: «Claro que sí. Es uno de los mejores sastres de Berlín. Pero les aviso de que si me siguen investigando le pediré al Reichsführer que haga que los destituyan por insubordinación»… —«Ah— exclamó Weser—. No merece la pena que nos amenace, Obersturmbannführer. No vamos a por usted. Sólo queremos seguir preguntándole cosas como testigo»… —«Eso mismo— soltó Clemens, con aquel vozarrón que tenía—. Como testigo». Le pasó la libretita a Weser, quien la hojeó y, luego, se la devolvió señalándole una página. Clemens la leyó y volvió a darle la libreta a Weser. «La policía francesa —susurró éste— ha encontrado el testamento del difunto Herr Moreau. Quiero tranquilizarlo sin dilación: su nombre no figura en él. Ni el de su hermana tampoco. Herr Moreau se lo deja todo, su fortuna, sus empresas, su casa, a los gemelos»… —«Y a nosotros— refunfuñó Clemens se nos hace raro». —«Rarísimo— siguió diciendo Weser—. Bien pensado, por lo que hemos creído entender, son unos niños a los que acogió Moreau, quizá de la familia de la madre de usted, o quizá no, pero, en cualquier caso, no de la suya». Me encogí de hombros: «Ya les he dicho que Moreau y yo no nos llevábamos nada bien. No me sorprende que no me haya dejado nada. Pero no tenía ni hijos ni familia. Y seguramente había acabado por sentirse muy apegado a los gemelos»… —«Admitámoslo— dijo Clemens—. Admitámoslo. Pero, en fin, es posible que presenciaran el crimen; heredan y desaparecen gracias a su hermana que, aparentemente, no ha regresado a Alemania. ¿Y usted no podría aclararnos algo? Aunque no tenga nada que ver con todo esto».— «Meine Herrén —contesté carraspeando—, ya les he dicho todo lo que sé. Si han venido a Budapest para preguntarme eso, han perdido el tiempo»…— «¿Sabe? —dijo Weser con un tono cargado de hiél—, nunca perdemos el tiempo del todo. Siempre damos con algo útil. Y, además, nos gusta mucho charlar con usted»—. «Ya lo creo —dijo Clemens como si eructase—. Resulta de lo más agradable. Y, por cierto, vamos a seguir haciéndolo»…— «Porque es que, mire, cuando se empieza algo —dijo Weser—, hay que seguir hasta el final»…— «Sí —aprobó Clemens—, porque, si no, no tendría sentido». Yo no decía nada y los miraba con frialdad, pero, al tiempo, estaba muy asustado, porque me daba cuenta de que aquellos pajarracos estaban convencidos de que yo era culpable y no iban a dejar de perseguirme. Tenía que hacer algo. Pero ¿qué? Estaba demasiado deprimido para reaccionar. Me hicieron unas cuantas preguntas más acerca de mi hermana y de su marido, a las que respondí de forma distraída. Luego, se levantaron para irse: «Obersturmbannführer— dijo Clemens, con el sombrero ya puesto—, es un auténtico placer charlar con usted. Es usted un hombre sensato»… —«Tenemos la esperanza de que no sea ésta la última vez— dijo Weser—. ¿Piensa regresar pronto a Berlín? Se va a quedar usted impresionado: la ciudad no es ya lo que era». Weser tenía razón.
Volví a Berlín en la segunda semana de julio para informar de mis actividades y esperar nuevas instrucciones. Me encontré con que las oficinas del Reichsführer y de la RSHA habían sufrido muchos daños con los bombardeos de marzo y abril. La concentración de bombas explosivas había destruido por completo el Prinz—.lbrecht Palais; la SS—.aus aguantaba aún de pie, pero sólo en parte y mi oficina había tenido que volver a mudarse a otra dependencia del Ministerio del Interior. Toda un ala de la sede de la Staatspolizei había ardido, grandes grietas zigzagueaban por las paredes, los huecos de las ventanas estaban tapados con tablones; se habían llevado la mayoría de los departamentos y de las secciones al extrarradio o incluso a pueblos alejados. Unos Haftlinge estaban volviendo a pintar los pasillos y las escaleras y sacando los escombros de los despachos destruidos, y habían muerto varios en una incursión aérea a principios de mayo. La vida para la gente que seguía en la ciudad era dura. Ya casi no había agua corriente, los soldados les llevaban dos cubos diarios a las familias en apuros; no había ni luz eléctrica ni gas. Los funcionarios que acudían aún con mil penalidades al trabajo se envolvían la cara con bufandas para protegerse del humo de los perpetuos incendios. Obedeciendo a la propaganda patriótica de Goebbels, las mujeres ya no llevaban sombrero ni ropa demasiado elegante, y por la calle abucheaban a las que se atrevían a salir maquilladas. Ya hacía tiempo que no había grandes incursiones con varios cientos de aparatos, pero seguían los ataques pequeños con mosquitos, imprevisibles y extenuantes. Al fin habíamos lanzado nuestros primeros cohetes sobre Londres, no los de Speer y Kammler, sino los pequeños de la Luftwaffe, a los que Goebbels había puesto el nombre de V—. por Vergeltungswaffen, «armas de retribución»; afectaban poco al estado de ánimo de los ingleses y menos aún al de nuestros propios civiles, a quienes tenían demasiado abatidos los bombardeos del centro de Alemania, las noticias desastrosas del frente, el éxito del desembarco en Normandía, la rendición de Cherburgo, la pérdida de Monte Cassino y la retirada de Sebastopol a finales de mayo. La Wehrmacht no había dicho nada aún del tremendo avance soviético en Bielorrusia; pocas personas lo sabían, aunque ya surgían rumores, que se quedaban cortos, pero yo estaba enterado de todo y, muy especialmente, de que faltaban tres semanas para que los rusos llegasen al mar, que el grupo de ejércitos Norte estaba aislado en el Báltico y que el grupo de ejércitos Centro no existía ya. Y, en este hosco ambiente, Grothmann, el adjunto de Brandt, me tenía reservada una acogida fría y casi despectiva; era como si quisiera censurarme personalmente los malos resultados de la Einsatz húngara, y lo dejé hablar; me notaba demasiado desmoralizado para protestar. Brandt estaba en Rastenburg con el Reichsführer. Mis colegas parecían desvalidos; nadie sabía muy bien dónde tenía que ir ni qué tenía que hacer. Speer, desde que había estado enfermo, no había vuelto a intentar ponerse en contacto conmigo, pero aún me llegaban copias de sus cartas furibundas al Reichsführer: desde principios de año, la Gestapo había detenido por delitos varios a más de trescientas mil personas, entre las cuales había doscientos mil trabajadores extranjeros que habían ido a sumarse a los pobladores de los campos; Speer acusaba a Himmler de dedicarse a la caza furtiva de su mano de obra y amenazaba con someter la cuestión al Führer. Se nos amontonaban las quejas y las críticas de nuestros interlocutores, sobre todo del Jagerstab que consideraba que le hacíamos un perjuicio deliberado. Nuestras propias cartas o peticiones sólo recibían respuestas indiferentes. Pero eso me daba igual; miraba por encima esa correspondencia sin enterarme de la mitad. Entre el montón de cartas que me estaba esperando, me encontré con una carta del juez Baumann: abrí el sobre a toda prisa y saqué una notita anodina y una foto. Era una copia de un negativo antiguo, con mucho grano, algo desenfocado, de tonos muy contrastados; se veía a unos hombres a caballo en un paisaje nevado, con uniformes heteróclitos: cascos de hierro, gorras de marina, gorros de astracán; Baumann había hecho con tinta una cruz encima de uno de aquellos hombres, que llevaba un gabán largo con galones de oficial; el rostro ovalado y diminuto estaba borroso e irreconocíble. Al dorso de la foto, Baumann había escrito: CURLANDIA, AL SUR DE VALMIERA, 1919. Su cortés nota no me aclaraba nada.
Había tenido suerte y mi piso había sobrevivido. Otra vez estaban las ventanas sin cristales; la vecina había tapado los huecos como buenamente había podido con tablones y con lonas; en el salón, se habían hecho añicos las vitrinas del aparador, había grietas en el techo y se había caído la lámpara, y en mi cuarto reinaba un pertinaz olor a quemado, porque el piso de al lado había ardido cuando una bomba incendiaria entró por la ventana; pero se podía vivir en él e incluso estaba limpio; mi vecina, Frau Zempke, lo había limpiado todo y había mandado encalar las paredes para tapar las manchas de humo; las lámparas de aceite, bien frotadas y relucientes, descansaban en fila encima del aparador y en el cuarto de baño ocupaban gran parte del espacio un tonel y varios bidones de agua. Abrí la puerta vidriera y todas las ventanas cuyo marco no estaba clavado para aprovechar la luz de las últimas horas de la tarde y bajé, luego, a darle las gracias a Frau Zempke y a pagarle por el trabajo que se había tomado —seguramente habría preferido embutidos húngaros, pero tampoco esta vez se me había ocurrido— y también para darle cupones para que me pudiera hacer la comida; me explicó que los cupones no me iban a valer de mucho porque la tienda en la que tenían casi todos ellos asiento no existía ya, pero si le daba algo más de dinero, ya se las apañaría. Subí a mi casa. Acerqué un sillón al balcón abierto, era un atardecer de verano tranquilo y hermoso; de la mitad de los edificios de alrededor ya no quedaban sino fachadas vacías y mudas o montones de escombros, y estuve mucho rato mirando aquel paisaje de fin del mundo; el parque, al pie del edificio, estaba silencioso; habían mandado a todos los niños al campo. Ni siquiera puse música, para aprovechar aquella dulzura y aquella calma. Frau Zempke me trajo una salchicha, pan y algo de sopa, disculpándose por no tener nada mejor, pero me pareció muy bien; había tomado una cerveza en la barra del bar de la Staatspolizei y comí y bebí con gusto, prendido en la curiosa ilusión de estar flotando en una isla, en un paraíso de paz en medio del desastre. Tras recoger el cubierto, me puse un vaso grande de schnaps malo, encendí un cigarrillo y me volví a sentar, palpándome el bolsillo para notar dentro el sobre de Baumann. Pero no lo saqué en el acto. Miraba los juegos de luz del atardecer en las ruinas, aquella luz larga y oblicua que teñía de amarillo la caliza de las fachadas y entraba por las ventanas abiertas para iluminar el caos de vigas calcinadas y de tabiques caídos. En algunas viviendas, se veían rastros de la vida que había transcurrido en ellas: un marco con una foto o una reproducción, colgado aún en la pared, un papel pintado roto, rojo y blanco, la columna de las estufas de azulejos, que seguían empotradas en la pared de cada piso, aunque ya no quedaban suelos. Acá y acullá, seguía viviendo gente: había ropa tendida en una ventana o en un balcón, unos tiestos, el humo del tubo de una estufa. El sol se ocultaba deprisa por detrás de los edificios destrozados y proyectaba sombras largas y monstruosamente deformes. En esto se ha quedado, pensaba, la capital de nuestro Reich milenario; pase lo que pase no nos bastará con lo que nos queda de vida para volverla a construir. Coloqué luego a mi lado varias lámparas de aceite y me saqué, por fin, la foto del bolsillo. Tengo que admitir que aquella imagen me asustaba: por mucho que la miraba no reconocía a aquel hombre cuyo rostro, bajo la gorra, no era sino una mancha blanca, aunque no del todo informe; podían vislumbrarse la nariz, la boca, los ojos; pero no había rasgos, no había nada que pudiera distinguirlo de otros rostros, podría haber sido la cara de cualquiera, y no entendía, mientras me bebía el schnaps, cómo podía ser posible, cómo al mirar aquella copia tan mala, no podía decirme en el acto, sin titubear: Sí, es mi padre, o: No, no es mi padre; la duda se me hacía insoportable; tenía el vaso vacío y lo volví a llenar; seguía mirando detenidamente la foto, rebuscando en mis recuerdos para reunir briznas de mi padre, de su aspecto, pero era como si los detalles se repelieran entre sí y se me escabullesen; la mancha blanca de la foto los rechazaba como si fueran los dos polos iguales de dos imanes, los dispersaba, los corroía. No tenía ningún retrato de mi padre; al poco tiempo de que se fuera, mi madre los rompió todos. Y, ahora, aquella foto ambigua e inaprensible destruía los recuerdos que me quedaban y ponía, en lugar de su presencia viva, un rostro borroso y un uniforme. Me dio un ataque de rabia, rompí la foto en varios pedazos y los tiré por el balcón. Luego vacié el vaso y lo volví a llenar acto seguido. Sudaba, sentía deseos de salirme de mi pellejo, que me venía estrecho para la ira y la angustia que notaba. Me quité la ropa y me volví a sentar, desnudo, ante el balcón abierto sin molestarme siquiera en apagar las lámparas. Con el sexo y las bolas en la mano, como si fueran un gorrioncillo herido recogido en un campo, vacié un vaso tras otro y fumé con rabia; cuando ya no quedó nada en la botella, la cogí por el cuello y la arrojé lejos, en dirección al parque, sin pensar en los posibles paseantes. Quería seguir tirando cosas, vaciar el piso, echar fuera los muebles. Fui a pasarme un poco de agua por la cara y, alzando la lámpara de aceite, me miré al espejo; tenía el rostro lívido y desencajado y me daba la impresión de que se me estaba derritiendo como una cera que se deformase al calor de mi fealdad y de mi odio, los ojos me relucían como dos piedras negras hincadas en medio de aquellas formas repulsivas e incongruentes, nada aguantaba junto ya. Eché hacia atrás el brazo y lancé la lámpara contra el espejo, que se volatilizó; un poco de aceite caliente saltó y me quemó el hombro y el cuello. Volví al salón y me ovillé en el sofá. Tiritaba, daba diente con diente. No sé de dónde saqué fuerzas para llegar hasta la cama; fue seguramente porque me moría de frío; me enrosqué en las mantas, pero no noté mucha diferencia. Notaba un hormiguillo en la piel, notaba escalofríos por el espinazo y calambres en la nuca que me arrancaban gemidos de malestar, y todas esas sensaciones me asaltaban en grandes oleadas, me arrastraban hacia un agua verdosa y turbia; y en cada momento pensaba que no podía ser peor, y luego volvían las oleadas a arrastrarme y me encontraba en un lugar en donde los dolores y las sensaciones anteriores me parecían casi gratas, una exageración infantil. Tenía la boca seca, no podía despegar la lengua de la funda pastosa que la rodeaba, pero habría sido totalmente incapaz de levantarme para ir a buscar agua. Anduve así errabundo mucho rato por los densos bosques de la fiebre; antiguas obsesiones me rondaban por el cuerpo; con los escalofríos y los calambres, me cruzaba por el cuerpo paralizado algo así como un furor erótico, me picaba el ano y estaba dolorosamente empalmado, pero no podía hacer el mínimo gesto para aliviarme, era como meneármela con la mano llena de añicos de cristal, y, en eso como en lo demás, dejé que pasara lo que tuviera que pasar. Había ratos en que aquellas corrientes violentas y contradictorias me hacían resbalar hasta el sueño, porque había imágenes angustiosas que me llenaban la mente: era un niño pequeño y desnudo que cagaba en cuclillas en la nieve y, al alzar la cabeza, veía que me rodeaban unos caballeros con rostro de piedra y gabanes de tiempos de la Gran Guerra, pero en vez de fusiles llevaban lanzas largas y me juzgaban en silencio por mi conducta inadmisible; quería salir huyendo, pero no podía porque formaban un corro a mi alrededor, y yo estaba tan aterrado que pisoteaba mi mierda y me manchaba, mientras que uno de los caballeros, de rasgos borrosos, se separaba del grupo y se me acercaba. Pero aquella imagen desaparecía; debía de entrar en el sueño y en las pesadillas opresivas y salir de ellos de la misma forma que un nadador, en la superficie del mar, cruza, en una dirección o en otra, la frontera entre el agua y el aire; a ratos recuperaba aquel cuerpo inútil que me habría gustado quitarme como se quita uno un abrigo mojado, y luego volvía a meterme en otra historia embrollada y confusa en la que un cuerpo de policía extranjero me perseguía y me metía en un furgón que pasaba por un acantilado, no lo veo muy claro, había un pueblo, casas de piedra escalonadas en una pendiente y alrededor pinos y monte bajo, quizá un pueblo de Provenza, tierra adentro; y eso era lo que quería yo, una casa en ese pueblo y la paz que podía traerme; y, tras muchas peripecias, se resolvía mi situación, los policías amenazadores desaparecían, había comprado la casa más baja del pueblo, con un jardín y una azotea y el bosque de pinos alrededor, ah, qué dulce cromo ingenuo, y se hacía de noche y había una lluvia de estrellas fugaces en el cielo, meteoritos que ardían con una luz rosa o roja y caían despacio, en vertical, como las chispas moribundas de unos fuegos artificiales, una gran cortina tornasolada, y yo miraba, y los primeros de esos proyectiles cósmicos llegaban al suelo y, donde caían, empezaban a brotar plantas extrañas, organismos de vivos colores, rojo, blanco, con manchas, gruesos y carnosos como algunas algas, se abrían y subían hacia el cielo a una velocidad tremenda, hasta alcanzar alturas de varios cientos de metros, y soltaban nubes de semillas de las que, a su vez, nacían otras plantas semejantes que tomaban impulso y crecían en vertical, pero aplastando con la fuerza de aquel crecimiento irresistible los árboles, las casas y los vehículos que había en torno, y yo miraba, horrorizado; ahora el horizonte que abarcaba con la vista lo tapaba una muralla gigantesca de aquellas plantas y se extendía en todas las direcciones, y comprendía que aquel acontecimiento que me había parecido anodino era, de hecho, la catástrofe final; aquellos organismos llegados del cosmos habían hallado, en nuestra tierra y en nuestra atmósfera, un entorno que les era infinitamente favorable y proliferaban a velocidad vertiginosa, llenaban todos los espacios libres y lo aplastaban todo, ciegamente, sin animosidad, sólo con la fuerza de aquella pulsión suya de vida y de crecimiento; nada podría frenarlos y, dentro de pocos días, la tierra desaparecería porque la taparían, y todo aquello de que se había compuesto nuestra vida y nuestra historia y nuestra civilización lo iban a tachar aquellos vegetales ávidos; era una estupidez, un desafortunado incidente, pero de ninguna forma iba a darnos tiempo a encontrar una defensa; iban a borrar a la humanidad. Los meteoritos seguían cayendo, resplandecientes; las plantas, a las que movía una vida demente y desaforada, subían hacia el cielo e intentaban colmar toda aquella atmósfera que tan embriagadora les resultaba. Y entendí entonces, aunque quizá fue más adelante, al salir de aquel sueño, que era algo justo, que es la ley de cuanto vive, que todos los organismos lo único que buscan es vivir y reproducirse, sin malicia; los bacilos de Koch no royeron los pulmones a Pergolese y a Purcell y a Kafka y a Chéjov, no sentían animosidad alguna contra ellos, no querían hacer daño alguno a sus anfitriones, pero era la ley de su supervivencia y de su desarrollo, de la misma forma que nosotros luchamos contra esos bacilos con los medicamentos que inventamos a diario, sin odio, por el bien de nuestra propia supervivencia; y toda nuestra vida se asienta, así, en el asesinato de otras criaturas que también querrían vivir, los animales que nos comemos, y también las plantas, los insectos que exterminamos, ya sean peligrosos en realidad, como los escorpiones o los piojos, o sencillamente molestos, como las moscas, esa plaga del hombre; ¿quién no ha matado una mosca cuyo zumbido irritante le molestaba mientras leía? Y no es crueldad, es la ley de nuestra vida, somos más fuertes que los demás seres vivos y disponemos según nos place de su vida y de su muerte, las vacas, los pollos, las espigas de trigo están en la tierra para servirnos, y es normal que, entre nosotros, nos comportemos de la misma forma, que todos y cada uno de los grupos humanos quiera exterminar a quienes les disputan la tierra, el agua, el aire. ¿Por qué, efectivamente, se le va a dar mejor trato a un judío que a una vaca o que a un bacilo de Koch, si es que está en nuestra mano? Y si el judío pudiera, haría lo mismo con nosotros, o con otros, para garantizar su propia vida, es la ley de todas las cosas, la guerra permanente de todos contra todos, y sé que esta forma de pensar no es nada original, que es casi un tópico del darwinismo biológico o social, pero aquella noche la fiebre hizo que la fuerza de su verdad me impresionara como nunca lo había hecho antes ni lo hizo después, y la estimulaba aquel sueño en que la humanidad sucumbía ante otro organismo cuya potencia de vida era mayor que la suya; y por supuesto que yo entendía que era una norma que valía para todos y que, si resultaba que otros eran más fuertes que nosotros, nos tocaría que nos hicieran lo que les habíamos hecho a otros, y que, ante empujes así, las frágiles vallas que alzan los hombres para intentar regular la vida común, leyes, justicia, moral, ética, importan poco, que el mínimo temor o la mínima pulsión que cuenten con cierta fuerza hacen que salten por los aires como un vallado de paja, pero que en tal caso también es cierto que quienes dieron el primer paso no tienen que contar con que los demás, cuando les llegue el turno, respeten la justicia y las leyes; y tenía miedo, porque estábamos perdiendo la guerra.
Había dejado las ventanas abiertas y el alba fluyó poco a poco dentro del piso. Despacio, las oscilaciones de la fiebre me iban conduciendo hacia la conciencia de mi cuerpo y de las sábanas empapadas que lo ceñían. Una necesidad violenta acabó de despertarme. No sé muy bien cómo, conseguí ir a rastras hasta el cuarto de baño y sentarme en la taza para vaciarme, una prolongada diarrea que parecía que no iba a acabarse nunca. Cuando concluyó por fin, me limpié como pude, cogí el vaso algo sucio en el que ponía el cepillo de dientes y lo llené directamente de un cubo para beber con avidez aquella agua mala que me parecía la del manantial más puro; pero no tuve fuerza para echar el resto del agua del cubo en la taza llena de inmundicias (la cisterna hacía mucho que no funcionaba). Me volví a enroscar, agotado por el esfuerzo, en las mantas y me entró una violenta y larga tiritona. Tiempo después, oí que llamaban a la puerta: debía de ser Piontek, con quien solía reunirme en la calle, pero no tenía fuerza ya para levantarme. La fiebre iba y venía, ora seca y casi suave, ora un horno que me ardía en el cuerpo. El teléfono sonó varias veces, y cada timbrazo me perforaba el tímpano como una cuchillada, pero no podía hacer nada, ni contestar ni descolgar. La sed me había vuelto enseguida y me consumía la mayor parte de la atención que, ahora, casi desvinculada de todo, examinaba mis síntomas desapasionadamente, como desde fuera. Sabía que si no hacía nada, si no venía nadie, iba a morirme aquí, en esta cama, entre charcos de excrementos y de orina pues, como era incapaz de volver a levantarme, no iba a tardar en hacérmelo encima. Pero aquella idea no me afligía, no me inspiraba ni compasión ni miedo, sólo sentía desprecio por aquello en que me había convertido y no deseaba que concluyera ni deseaba que continuara. Entre las divagaciones de mi mente enferma —ahora la luz del día iluminaba la vivienda— se abrió la puerta y entró Piontek. Lo tomé por otra alucinación y me limité a sonreírle neciamente cuando me habló. Se acercó a la cama, me tocó la frente, articuló claramente la palabra mierda y llamó a Frau Zempke, que seguramente era quien le había abierto. «Vaya a buscar agua de beber», le dijo. Luego oí que llamaba por teléfono. Volvió a mi lado: «¿Me oye, Herr Obersturmbannführer?». Le indiqué por señas que sí. «He llamado a la oficina. Va a venir un médico. ¿O prefiere que lo llevemos al hospital?» Negué por señas. Volvió Frau Zempke con un jarro de agua; Piontek llenó un vaso, me levantó la cabeza y me dio de beber un poco. La mitad del vaso me corrió por el pecho y por las sábanas. «Más», dije. Bebí así varios vasos, que me devolvían a la vida. «Gracias», dije. Frau Zempke estaba cerrando las ventanas. «Déjelas abiertas», ordené… —«¿Quiere comer algo?», preguntó Piontek—. «No», contesté, y me dejé caer en la almohada empapada. Piontek abrió el armario, sacó sábanas limpias y se puso a cambiar la cama. Las sábanas secas estaban frescas, pero demasiado rugosas porque se me había vuelto la piel hipersensible; no podía dar con una postura con la que estuviera a gusto. Algo después, llegó un médico de las SS, un Hauptsturmführer a quien no conocía. Me reconoció de arriba abajo, me palpó, me auscultó —el metal frío del estetoscopio me quemaba la piel—, me tomó la temperatura. «Debería ir al hospital», dijo por fin—.. «No quiero», dije. Torció el gesto: «¿Tiene a alguien que lo cuide? Voy a ponerle una inyección, pero tendrá que tomar comprimidos, beber zumos de fruta y caldo». Piontek fue a hablar del tema con Frau Zempke, que se había vuelto a su casa, y regresó para decir que ella podría hacerse cargo. El médico me explicó qué tenía, pero o no me enteré de lo que decía o se me olvidó en el acto, el caso es que no se me quedó nada del diagnóstico. Me puso una inyección que me dolió muchísimo. «Volveré mañana —dijo—. Y si la fiebre no baja, lo ingresaré»…— «No quiero que me ingresen», mascullé. «Puede estar seguro de que me da igual», me dijo con tono severo. Luego se fue. Piontek parecía violento. «Bueno, Herr Obersturmbannführer, voy a ver si puedo encontrar unas cosas para Frau Zempke». Asentí con la cabeza y se fue también. Algo más tarde, Frau Zempke volvió a aparecer con un tazón de caldo y me obligó a tomar varias cucharadas. El líquido tibio se me salía de la boca y me corría por el mentón, áspero de barba. Frau Zempke me limpiaba pacientemente y seguía. Luego me dio de beber. El médico me había ayudado a ir a orinar, pero me estaban volviendo a dar retortijones; después del ingreso en Hohenlychen, había perdido toda timidez en cuestiones como éstas, y le pedí ayuda, disculpándome, a Frau Zempke; y aquella mujer, ya entrada en años, lo hizo sin asco, como si yo fuera un niño. Me dejó solo por fin y me quedé flotando en la cama. Ahora me sentía liviano y tranquilo; la inyección debía de haberme aliviado un poco, pero estaba vacío de energía; vencer el peso de la sábana para levantar el brazo habría superado mis fuerzas. Pero me daba igual y me dejé llevar; caí tranquilamente en la fiebre y en la suave luz del verano y en el cielo azul que colmaba el marco de las ventanas abiertas, vacío y sereno. Con el pensamiento, me arropaba no sólo en las sábanas y en las mantas, sino en toda la casa, me envolví con ellas el cuerpo, era cálido y tranquilizador, como un útero del que nunca habría querido salir, oscuro paraíso mudo y elástico, sin más vaivén que el del ritmo de los latidos del corazón y de la sangre que fluye, una inmensa sinfonía orgánica; no era a Frau Zempke a quien necesitaba, sino una placenta; estaba sumergido en el sudor como en un líquido amniótico y habría querido que no existiera el nacimiento. La espada de fuego que me expulsó de aquel edén fue la voz de Thomas: «Caramba, no te veo muy en forma que digamos». Él también me incorporó y me dio un poco de agua. «Deberías estar en el hospital», dijo, lo mismo que los demás. «No quiero ir al hospital», repetí con estúpida obstinación. Miró a su alrededor, se asomó al balcón, volvió. «¿Y qué vas a hacer si hay una alarma? No podrás bajar al sótano»… —«Me importa un carajo»…— «Vente a mi casa por lo menos. Ahora estoy en Wannsee, estarás tranquilo. Mi ama de llaves te cuidará»… —«No». Se encogió de hombros. «Como quieras». Otra vez tenía ganas de mear y aproveché que estaba allí para que me echara una mano. Quería seguir charlando, pero no le contesté. Por fin se marchó. Algo después vino Frau Zempke a trajinar a mi alrededor, y dejé que hiciese lo que quisiera con sombría indiferencia. A última hora de la tarde, se presentó Héléne en la habitación. Llevaba una maletita que dejó junto a la puerta; luego, despacio, se quitó el agujón del sombrero y sacudió la abundante melena rubia levemente ondulada sin dejar de mirarme. «¿Qué coño hace aquí?», pregunté con grosería…— «Me ha avisado Thomas. He venido a cuidarlo»… —«No quiero que me cuide nadie— dije, rabioso—. Ya me basta con Frau Zempke»… —«Frau Zempke tiene una familia y no puede estar aquí todo el rato. Voy a quedarme con usted hasta que mejore». Le clavé la mirada con expresión aviesa: «¡Vayase!». Se sentó junto a la cama y me cogió la mano; yo quería retirarla, pero no tenía fuerzas. «Está ardiendo». Se levantó, se quitó la chaqueta, la colgó del respaldo de una silla y, luego, fue a humedecer una toalla y volvió para colocármela en la frente. Se lo consentí, en silencio. «De todas formas— dijo— ya no tengo gran cosa que hacer en el trabajo. Puedo tomarme el tiempo que quiera. Alguien tiene que quedarse con usted». Yo no decía nada. La tarde iba cayendo. Me dio de beber un poco de agua e intentó que tomase algo de caldo frío, luego se sentó junto a la ventana y abrió un libro. El cielo de verano se iba haciendo más pálido, anochecía. La miré: era como una extraña. Desde que me había marchado a Hungría, más de tres meses atrás, no había tenido contacto alguno con ella, no le había escrito ni una carta y me parecía que casi la había olvidado. Miré el perfil dulce y serio y me dije que era hermoso, pero aquella hermosura no tenía para mí ni sentido ni utilidad. Volví la vista al techo y me dejé llevar durante un rato, estaba muy cansado. Por fin, una hora después quizá, le dije sin mirarla: «Vaya a buscarme a Frau Zempke»… —«¿Para qué?», preguntó, cerrando el libro. «Necesito una cosa», dije…— «¿Qué? Estoy aquí para ayudarlo». La miré; la calma de aquellos ojos pardos me irritaba como una ofensa. «Tengo que ir a cagar», dije brutalmente. Pero parecía imposible provocarla: «Explíqueme lo que hay que hacer —dijo muy tranquila—. Y lo ayudaré». Se lo expliqué, sin groserías, pero sin eufemismos, e hizo lo que había que hacer. Me dije amargamente que era la primera vez que me veía desnudo, porque no llevaba pijama, y que seguramente nunca se había imaginado que sería en esas condiciones como iba a verme desnudo. No me daba vergüenza, pero sí asco de mí mismo y aquel asco la alcanzaba a ella, a su paciencia y a su dulzura. Quería ofenderla, masturbarme en su presencia, pedirle favores obscenos, pero eran sólo cosas que pensaba, habría sido incapaz de empalmarme, incapaz de hacer ningún gesto que exigiera algo de fuerza. Y además me estaba volviendo a subir la fiebre, otra vez estaba tiritando y sudando. «Tiene frío —dijo cuando acabó de limpiarme—. Espere». Salió de la casa y volvió, al cabo de unos minutos, con una manta que me echó por encima. Yo me había hecho un ovillo, daba diente con diente y me parecía que los huesos me chocaban unos con otros como un puñado de tabas. La noche seguía sin llegar; el interminable día de verano duraba y duraba y me espantaba, pero, al tiempo, sabía que la noche no me traería ninguna tregua, ningún sosiego. Héléne me obligó otra vez a beber, con mucha suavidad. Pero aquella suavidad me sacaba de quicio: ¿qué quería de mí esta chica? ¿En qué estaba pensando, con todo aquel encanto y toda aquella bondad? ¿Tenía la esperanza de que así iba a convencerme de algo? Me trataba como si fuera su hermano, o su amante, o su marido. Pero no era ni mi hermana ni mi mujer. Yo estaba tiritando, las olas de la fiebre me zarandeaban, y ella me secaba la frente. Cuando me acercaba la mano a la boca, no sabía si morderla o besarla. Luego, todo se volvió turbio por completo. Me llegaban imágenes, pero no sabía si eran sueños o pensamientos; eran las mismas que me habían preocupado tanto durante los primeros meses del año; me veía viviendo con aquella mujer y encauzando así mi vida; me iba de las SS, y todos los espantos que llevaban tantos años a mi alrededor y mis propias imperfecciones se desprendían de mí como la piel de una serpiente cuando muda, mis obsesiones se deshacían como una nube de verano, volvía al río común. Pero esos pensamientos, en vez de sosegarme, me soliviantaban. ¡Qué!, ¿iba a degollar mis sueños para hundir la verga en su vagina rubia y besarle el vientre, que se hincharía preñado de niños guapos y sanos? Volvía a ver a las jóvenes embarazadas sentadas encima de las maletas en el cieno de Kachau o de Munkacs, pensaba en los sexos que anidaban discretamente entre las piernas, bajo los vientres redondos, esos sexos y esos vientres de mujer que lucirían, al ir al gas, como una medalla honorífica. Los niños están siempre en el vientre de las mujeres, eso es lo terrible. ¿Por qué ese privilegio atroz? ¿Por qué las relaciones entre los hombres y las mujeres tienen siempre que resumirse, en último término, en una imbibición? Un saco de simiente, una incubadora, una vaca lechera, así es la mujer en el sacramento del matrimonio. Por muy poco atractivos que fueran mis hábitos, al menos seguían puros de semejante corrupción. Una paradoja, quizá, ahora me doy cuenta, al escribirlo, pero en aquel momento, en las amplias espirales que trazaba mi mente calenturienta, me parecía de lo más lógico y de lo más coherente. Me daban ganas de levantarme y de zarandear a Héléne para explicarle todo aquello, pero es posible que también soñara esas ganas, porque habría sido incapaz de esbozar un ademán. Al amanecer, la fiebre bajó algo. No sé dónde dormía Héléne, seguramente en el sofá, pero sé que venía a verme de hora en hora, para secarme la cara y darme de beber un poco de agua. Con la enfermedad, toda la energía se me había ido del cuerpo, yacía con los miembros quebrantados, y sin fuerzas, ay, hermoso recuerdo del colegio. Los pensamientos trastornados se habían evaporado por fin, sin dejar tras de sí más que una honda amargura y un acerbo deseo de morirme pronto para acabar con ella. A primera hora de la mañana, llegó Piontek con una cesta llena de naranjas, tesoro inaudito en la Alemania de aquella época. «La ha mandado a la oficina Herr Mandelbrod», explicó. Héléne cogió dos y bajó a casa de Frau Zempke para hacer un zumo; luego, con ayuda de Piontek, me incorporó en los almohadones y me lo hizo beber a sorbitos; me dejaba un sabor raro, casi metálico, en la boca. Piontek y ella celebraron un breve conciliábulo que no oí, y luego él se fue. Subió Frau Zempke, que había lavado y tendido las sábanas de la víspera, y ayudó a Héléne a cambiar la cama, que había vuelto a empapar con el sudor de la noche. «Está muy bien eso de que sude —dijo—, así se va la fiebre». Me daba lo mismo, lo único que quería era descansar, pero no tenía un segundo de sosiego, volvió el Hauptsturmführer de la víspera y me reconoció con expresión adusta: «¿Sigue sin querer ir al hospital?»…—«No, no, no, no». Se fue al salón para hablar con Héléne y luego volvió: «Le ha bajado un poco la fiebre —me dijo—. Ya le he dicho a su amiga que le tome la temperatura con regularidad. Si vuelve a pasar de cuarenta y un grados habrá que ingresarlo. ¿Está claro?». Me puso una inyección en la nalga, tan insoportable como la de la víspera. «Dejo otra; su amiga se la pondrá a última hora de la tarde y así no le subirá tanto la fiebre por la noche. Intente comer algo». Cuando se hubo ido, Héléne me trajo caldo: cogió un trozo de pan, lo desmigajó, lo echó en el líquido e intentó hacérmelo comer, pero dije que no con la cabeza, era imposible. Conseguí, sin embargo, beber un poco de caldo. Igual que después de la primera inyección, tenía la cabeza más clara, pero me sentía desecado, vacío. Ni siquiera me resistí cuando Héléne me lavó pacientemente el cuerpo con una esponja y agua tibia y, luego, me puso un pijama prestado, que era de Herr Zempke. Fue al taparme con la sábana y pretender sentarse a leer cuando estallé. «¿Por qué hace todo esto? —le solté con maldad—. ¿Qué quiere de mí?» Cerró el libro y me clavó los ojos grandes y tranquilos: «No quiero nada de usted. Sólo quiero ayudarle»… —«¿Por qué? ¿Qué espera?»—. «Pero si no espero nada». Se encogió levemente de hombros: «He venido a ayudarle por amistad, y ya está». Estaba de espaldas a la ventana y tenía la cara en sombra; la contemplé con avidez, pero no conseguía leer nada en ella. «¿Por amistad? —ladré—. ¿Qué amistad? ¿Qué sabe de mí? Hemos salido juntos unas cuantas veces y nada más. Y ahora viene y se instala en mi casa como si viviera aquí». Sonrió: «No se ponga así de nervioso. Se va cansar». Aquella sonrisa me sacó de quicio: «¿'Pero qué sabrás tú del cansancio? ¿Eh? ¿Qué sabrás tú?». Me había incorporado y volví a caer hacia atrás, exhausto, con la cabeza pegada a la pared. «No tienes ni idea, no sabes nada del cansancio; vives tu vidita de chica alemana con los ojos cerrados, y no ves nada; vas a trabajar, buscas otro marido, no ves nada de lo que sucede a tu alrededor». Seguía con expresión tranquila, no acusaba la brutalidad del tuteo, y yo continué gritando y soltando, de paso, perdigones: «No sabes nada de mí, nada de lo que hago, nada del cansancio que siento desde hace tres años, desde que llevamos matando a la gente, porque eso es lo que hacemos, matar; ¡matamos a los judíos, matamos a los gitanos, a los rusos, a los ucranianos, a los polacos, a los enfermos, a los viejos, a las mujeres, a las chicas jóvenes como tú, a los niños!». Héléne ahora apretaba los dientes, aunque seguía sin decir nada, pero yo estaba lanzado: «Y a los que no matamos, los enviamos a trabajar a nuestras fábricas, como a esclavos, eso es, ya ves tú, son cosas de la economía. ¡No te hagas la inocente! ¿De dónde crees que sale la ropa que llevas? ¿Y los obuses de la Flak que te protegen de los aviones enemigos, de dónde salen? ¿Y los carros de combate que impiden a los bolcheviques avanzar por el Este? ¿Cuántos esclavos han muerto para fabricarlos? ¿Nunca te has hecho preguntas de ésas?». Seguía sin reaccionar y, cuanto más tranquila y callada estaba, más perdía yo la cabeza: «¿O es que no lo sabías? ¿Es eso? ¿Igual que todos los demás buenos alemanes? Nadie sabe nada, salvo los que hacen el trabajo sucio. ¿Qué ha sido de tus vecinos, los judíos de Moabit? ¿Nunca te lo preguntaste? ¿Se fueron al Este? ¿Los mandaron a trabajar al Este? ¿Y a qué sitio? Si hubiera seis o siete millones de judíos trabajando en el Este, habríamos construido ciudades enteras. ¿No oyes la BBC? ¡Esos sí que lo saben! Todo el mundo lo sabe, menos los buenos alemanes que no quieren saber nada». Estaba rabioso; debía de estar lívido. Héléne parecía escucharme, muy atenta; no se movía. «¿Y tu marido en Yugoslavia qué hacía según tú? En las Waffen—.S. ¿Luchar contra los partisanos? ¿Tú sabes cómo es la lucha contra los partisanos? A los partisanos casi nunca se los ve. Así que destruimos el entorno en el que sobreviven. ¿Entiendes qué quiere decir eso? ¿Te imaginas a tu Hans matando a mujeres, matando a sus hijos delante de ellas, quemando sus casas con sus cadáveres dentro?» Reaccionó por primera vez: «¡Cállese! ¡No tiene derecho!»…— «¿Y por qué no iba a tener derecho? —pregunté con risa sarcástica—. ¿Crees que yo soy mejor? Me estás cuidando. ¿Crees que soy un hombre agradable, un doctor en derecho, un perfecto caballero, un buen partido? Matamos a la gente, ¿lo entiendes? Eso es lo que hacemos; todos. Tu marido era un asesino, y yo soy un asesino, y tú eres la cómplice de unos asesinos; llevas y comes los frutos de nuestro trabajo». Estaba lívida, pero no se le notaba en la cara sino una infinita tristeza: «Es usted un desdichado»…— «¿Y eso por qué? A mí me gusta lo que soy. Me van ascendiendo. Claro que esto no durará mucho. Aunque los matemos a todos, en el mundo hay mucha gente; vamos a perder la guerra. En vez de perder el tiempo jugando a la enfermera y al simpático enfermo, más valdría que fueras pensando en largarte. Yo en tu lugar me iría hacia el oeste. Los yanquis estarán menos salidos que los rojillos. O, por lo menos, usarán condones porque a esos buenos chicos los asustan las enfermedades. A menos que te guste el estilo mogol apestoso. ¿Igual es con eso con lo que sueñas por las noches?» Seguía pálida, pero sonrió cuando dije eso: «Está divagando. Tiene fiebre. Si se oyera…»… —«Me oigo perfectamente». Estaba sin resuello, el esfuerzo me había agotado. Fue a humedecer una compresa y volvió para secarme la frente. «Si te pidiera que te desnudases, ¿lo harías? ¿Lo harías por mí? ¿Y si te pidiera que te masturbases delante de mí? ¿Y que me chupases la polla? ¿Lo harías?»—. «Cálmese —dijo—. Le va a volver a subir la fiebre». No había nada que hacer, aquella chica era demasiado obstinada. Cerré los ojos y me dejé llevar por la sensación del agua fría en la frente. Me arregló los almohadones y me estiró la manta. Yo respiraba con un silbido, otra vez tenía ganas de pegarle, de darle patadas en el vientre por aquella obscena, por aquella intolerable bondad.
Al caer la tarde, vino a ponerme una inyección. Me puse bocabajo trabajosamente; al bajarme el pantalón, me pasó brevemente por la cabeza el recuerdo de algunos adolescentes fornidos, y luego se deshizo, estaba demasiado cansado. Héléne titubeó, nunca había puesto una inyección, pero cuando me clavó la aguja fue con mano firme y segura. Tenía un trocito de algodón empapado en alcohol y me lo pasó por la nalga después de la inyección; me pareció enternecedor, debía de haber recordado que eso es lo que hacen las enfermeras. Me eché de lado y me metí el termómetro por el recto para tomarme la temperatura, sin preocuparme por Héléne, pero sin intentar provocarla en concreto tampoco. Debía de tener algo más de cuarenta grados. Luego comenzó la noche, la tercera de aquella eternidad de piedra, y yo seguí divagando por entre los matorrales y los barrancos desmoronados de mi pensamiento. En plena noche, empecé a sudar mucho, se me pegaba a la piel el pijama empapado y casi ni me daba cuenta; me acuerdo de la mano de Héléne en mi frente y en mi mejilla, apartando el pelo húmedo, rozándome la barba; me dijo más adelante que había empezado a hablar en voz alta y que por eso se había despertado y había acudido a mi lado; retazos de frases, más bien incoherentes, por lo que me aseguró, pero no quiso de ninguna forma decirme qué había entendido. No insistí; presentí que más valía dejarlo. A la mañana siguiente, la fiebre me había bajado por debajo de treinta y nueve. Cuando vino Piontek a ver cómo estaba, lo mandé a la oficina a buscar café de verdad, que tenía en reserva, para Héléne. Cuando vino el médico a verme, me dio la enhorabuena: «Me parece que ya ha pasado lo peor. Pero todavía no se ha acabado, y tiene que recuperar las fuerzas». Me sentía como un náufrago que, tras un combate encarnizado y agotador contra el mar, rueda al fin por la arena de una playa; bien pensado, resultaba que a lo mejor no iba a morir. Pero no es una comparación atinada, porque el náufrago nada y lucha por sobrevivir y yo no había hecho nada, me había dejado arrastrar, y lo único que pasaba era que la muerte no me había querido. Bebí con avidez el zumo de naranja que me trajo Héléne. A eso del mediodía, me incorporé un poco: Héléne estaba en el vano de la puerta, entre mi cuarto y el salón, apoyada en el marco, con un jersey de verano echado por los hombros, y me miraba distraídamente con una taza de café humeante en la mano. «Qué envidia le tengo por tomar café»… —«Ay, espere, que voy a ayudarlo»…— «No hace falta». Estaba más o menos sentado y había conseguido colocarme un almohadón detrás de la espalda. «Quiero pedirle que me perdone las cosas que dije ayer. Me porté de una forma aborrecible». Hizo un breve ademán con la cabeza, bebió un sorbo de café y desvió el rostro hacia la puerta vidriera del balcón. Al cabo de un momento, volvió a mirarme: «Lo que dijo… de los muertos… ¿era verdad?»… —«¿Está segura de que quiere saberlo?»—. «Sí». Me escudriñaba con los hermosos ojos en donde me parecía ver un brillo de inquietud, pero seguía tranquila y dueña de sí. «Todo lo que dije es cierto»… —«¿Las mujeres y los niños también?»—. «Sí». Desvió la cabeza, mordiéndose el labio de arriba; cuando volvió a mirarme, tenía los ojos llenos de lágrimas: «Es triste», dijo… —«Sí, es espantosamente triste». Pensó un rato antes de hablar: «Ya sabe que pagaremos por eso»…— «Sí, si perdemos la guerra nuestros enemigos se vengarán sin compasión». —«No me refería a eso. Incluso si no perdemos la guerra, pagaremos. Habrá que pagar». Volvió a titubear. «Lo compadezco», dijo a modo de conclusión. No volvió a decir nada, siguió atendiéndome, incluso en las necesidades más humillantes. Pero sus gestos parecían tener ahora una calidad diferente; eran más fríos, más funcionales. En cuanto pude andar, le pedí que se volviera a su casa. Se hizo de rogar un poco, pero insistí: «Tiene que estar agotada. Vaya a descansar. Frau Zempke podrá ocuparse de lo que me haga falta». Accedió por fin y metió sus cosas en la maletita. Llamé a Piontek para que la llevara a casa. «La llamaré», le dije. Cuando llegó Piontek, la acompañé hasta la puerta del piso. «Gracias por haberme cuidado», le dije dándole la mano. Asintió con la cabeza, pero no contestó nada. «Hasta pronto», añadí con tono frío.
Me pasé durmiendo los días siguientes. Aún tenía fiebre, alrededor de treinta y ocho grados, treinta y nueve a veces; pero bebía zumo de naranja, tomaba caldo de carne, comía pan y un poco de pollo. Por la noche, había alertas con frecuencia, pero no les hacía caso (es posible que hubiera también alguna durante las tres noches en que estuve delirando, pero eso no lo sé). Eran incursiones pequeñas, un puñado de mosquitos que soltaban unas cuantas bombas al azar, sobre todo en el centro, en la zona de oficinas. Pero una noche Frau Zempke y su marido me obligaron a bajar al sótano, no sin ponerme antes el batín; el esfuerzo me dejó tan agotado que hubo que volver a subirme en brazos. Pocos días después de haberse ido Héléne, Frau Zempke irrumpió, a primera hora de la noche, roja, con los bigudíes puestos y en bata. «¡Herr Obersturmbannführer! ¡Herr Obersturmbannführer!» Me había despertado y me irritó: «¿Qué pasa, Frau Zempke?»… —«¡Han intentado matar al Führer!» Me contó con palabras entrecortadas lo que había oído por la radio: había habido un atentado en el cuartel general del Führer, en Prusia oriental; había salido ileso y había recibido a Mussolini por la tarde y ya había vuelto al trabajo. «¿Algo más?», pregunté…— «Pero si es que es horrible»… —«Desde luego— repliqué muy seco—. Pero el Führer está vivo, según me dice usted; eso es lo esencial. Gracias». Me volví a la cama; esperó un momentito, un tanto desconcertada, y después se fue por donde había venido. Debo admitir que esa noticia ni siquiera me dio que pensar; ya no pensaba en nada. Unos días después vino Thomas a verme: «Tienes pinta de estar mejor»… —«Un poco», contesté. Por fin me había afeitado, debía de estar recuperando una apariencia más o menos humana, pero me costaba enhebrar las ideas; cuando me esforzaba en intentarlo, se desbarataban y sólo me quedaban fragmentos inconexos. Héléne, el Führer, mi trabajo, Mandelbrod, Clemens y Weser, un revoltijo inextricable. «¿Has oído la noticia?», dijo Thomas, que se había sentado a fumar junto a la ventana…— «Sí. ¿Qué tal está el Führer?». —«El Führer está bien. Pero era algo más que un intento de asesinato. La Wehrmacht, o al menos parte de ella, quiso dar un golpe de Estado». Lancé un gruñido de sorpresa y Thomas me dio detalles del asunto. «Al principio, pensaron que no era sino un complot de oficiales. Pero de hecho tenía ramificaciones por todos lados: había grupos que intrigaban en el Abwehr, en el Auswártiges Amt, entre los antiguos aristócratas. Incluso Nebe, por lo visto, estaba metido. Desapareció ayer, después de haber intentado guardarse las espaldas deteniendo a algunos conspiradores. Igual que Fromm. Recapitulando: que hay un poco de lío. Han puesto al Reichsführer al frente del Ersatzheer, para sustituir a Fromm. Está claro que ahora las SS van a tener que desempeñar un papel crucial». Tenía la voz tensa, segura y decidida: «¿Qué pasó en el Auswártiges Amt?», pregunté…— «¿Estás pensando en tu amiga? Ya han detenido a bastante gente, incluidos algunos de sus superiores; seguramente detendrán a Von Trott zu Solz un día de éstos. Pero no creo que tengas que preocuparte por ella»… —«No estaba preocupado. Sólo preguntaba. ¿Todo esto lo llevas tú?» Thomas asintió: «Kaltenbrunner ha creado una comisión especial para que investigue acerca de las ramificaciones del asunto. Se lo han encargado a Huppenkothen y voy a ser adjunto suyo. En la Kripo, lo más seguro es que Panzinger sustituya a Nebe. De todas formas, ya habíamos empezado a reorganizarlo todo en la Staatspolizei, así que lo único que va a pasar es que irán más deprisa las cosas»…— «¿Y qué pretendían esos conspiradores tuyos?». —«No son mis conspiradores— dijo Thomas con voz sibilante—. Y hay de todo. La mayoría, por lo visto, pensaba que sin el Führer y sin el Reichsführer los occidentales aceptarían una paz separada. Querían desmantelar las SS. No parecían darse cuenta de que algo así era nada más que otro Dolchstoss, una puñalada por la espalda como en el año 18. Esos traidores pensarían que Alemania los iba a seguir. Me da la impresión de que muchos estaban un poco en la luna: algunos pensaban incluso que les iban a dejar quedarse con Alsacia y Lorena en cuanto se bajasen los pantalones. Y con los territorios incorporados, no faltaría más. Unos soñadores, vamos. Pero todo eso ya lo iremos viendo: eran tan idiotas, sobre todo los civiles, que casi todo lo ponían por escrito. Hemos encontrado montones de proyectos, listas de ministros para el nuevo gobierno. Hasta habían apuntado a tu amigo Speer en una de las listas. Te puedo asegurar que ahora mismo está bastante acojonado»… —«¿Y a quién iban a poner al frente de todo?»—. «A Beck. Pero está muerto. Se ha suicidado. Y Fromm también mandó fusilar enseguida a un montón de individuos para intentar guardarse las espaldas». Me explicó los detalles del atentado y del golpe de Estado frustrado. «Nos hemos salvado por los pelos. Nunca había andado la cosa tan cerca. Tienes que ponerte bien porque vamos a tener mucho que hacer».
Pero a mí no me apetecía ponerme bien tan deprisa; me gustaba poder vegetar un poco. Volvía a oír música. Iba recuperando las fuerzas despacio, volvía a aprender algunos gestos. El médico SS me había dado un mes de baja para la convalecencia y pensaba disfrutarlo entero pasara lo que pasara. A principios de agosto, Héléne vino a verme. Todavía estaba débil, pero podía andar; la recibí en pijama y batín y le preparé un té. Hacía muchísimo calor, por las ventanas abiertas no entraba ni un soplo de aire. Héléne estaba muy pálida y tenía un aspecto desvalido que yo nunca le había visto. Me preguntó qué tal estaba, y entonces me di cuenta de que estaba llorando: «Es horrible —decía—, horrible». Me pareció muy embarazoso, no sabía qué decir. Habían detenido a varios de sus colegas, gente con quien llevaba años trabajando. «No es posible, tiene que ser una equivocación… He oído que su amigo Thomas lleva las investigaciones. ¿No podría decirle algo?»—. «No serviría de nada —contesté con suavidad—. Thomas cumple con su deber. Pero no se preocupe demasiado por sus amigos. A lo mejor sólo quieren hacerles unas preguntas. Si son inocentes, los soltarán». Ya había dejado de llorar y se había secado las lágrimas, pero seguía con el rostro tenso: «Perdone— dijo—. Pero, de todas formas, hay que intentar ayudarlos, ¿no le parece?». Aunque estaba muy cansado, no perdí la paciencia: «Héléne, tiene que entender el ambiente que hay. Han intentado matar al Führer, esos hombres querían traicionar a Alemania. Si intenta intervenir, todo cuanto conseguirá será que sospechen de usted. No hay nada que pueda hacer. Está en las manos de Dios»… —«De la Gestapo, quiere decir», contestó en un arranque de ira. Recuperó el control: «Perdone, estoy… estoy…»… Le rocé la mano: «Ya verá como todo se arregla». Tomó un sorbo de té; yo la miraba. «¿Y usted?— preguntó ella— ¿Va a volver pronto a su… trabajo?» Miré por la ventana, las ruinas mudas, el cielo azul pálido, que enturbiaba el humo omnipresente. «No de inmediato. Tengo que recuperar las fuerzas». Ella tenía la taza en el aire y cogida con las dos manos. «¿Qué va a pasar?» Me encogí de hombros: «¿En general? Seguiremos peleando, la gente seguirá muriendo y, luego, un día, se acabará y los que todavía estén vivos intentarán olvidar todo esto». Héléne tenía la cabeza gacha: «Echo de menos los días en que íbamos a nadar a la piscina», susurró… —«Si quiere— propuse—, volveremos a ir cuando esté mejor». Ahora fue ella quien miró por la ventana: «Ya no quedan piscinas en Berlín», dijo con tono tranquilo.
Al irse, se detuvo en el umbral y me volvió a mirar. Yo iba a hablar, pero me puso un dedo en los labios: «No diga nada». Y dejó el dedo un segundo de más. Luego se dio media vuelta y bajó las escaleras con paso rápido. Yo no entendía qué quería, era como si estuviera dando vueltas alrededor de algo sin atreverse ni a acercarse ni a alejarse. Aquella ambigüedad me desagradaba; habría querido que se declarase sin rodeos, y entonces yo habría podido escoger, decir que no o decir que sí, y el asunto habría quedado zanjado. Pero ni ella debía de saberlo. Y todo lo que le había dicho durante aquel ataque no debía de ponérselo más fácil, no había baño ni piscina que pudiera lavar aquellas palabras.
También había vuelto a empezar a leer. Pero habría sido totalmente incapaz de leer libros serios, literatura, volvía diez veces a la misma frase antes de darme cuenta de que no la había entendido. Y así fue como me encontré en las estanterías las aventuras marcianas de E. R. Burroughs, que me había traído del desván de la casa de Moreau y había colocado allí cuidadosamente sin abrirlas. Me leí los tres libros de un tirón, pero tuve el disgusto de no encontrar en ellos nada de aquella emoción que se apoderaba de mí cuando los leía en la adolescencia, cuando, encerrado en el retrete o hundido en la cama, me olvidaba durante horas del mundo exterior para perderme voluptuosamente por los meandros de aquel universo bárbaro de turbio erotismo, poblado de guerreros y princesas sin más atavío que las armas y las joyas y de todo un batiburrillo barroco de monstruos y de máquinas. Me topé, en cambio, con hallazgos sorprendentes que ni sospechó aquel muchacho deslumbrado que era yo entonces: algunas partes de esas novelas de ciencia ficción me hicieron descubrir, efectivamente, que aquel prosista norteamericano era uno de los precursores desconocidos de la ideología volkisch. Y, aprovechándose de mi ociosidad, sus ideas me dictaron otras: me acordé entonces de los consejos de Brandt, que hasta el momento había estado demasiado ocupado para atender; pedí que me trajeran una máquina de escribir y redacté una breve memoria para el Reichsführer, citando a Burroughs como modelo para reformas sociales de mucho calado que las SS tendrán que plantearse en la posguerra. Por ejemplo, para que creciera la natalidad después de la guerra y obligar a los hombres a casarse jóvenes, me fijaba en el ejemplo de los marcianos rojos, que reclutaban a sus trabajadores forzosos no sólo entre los criminales y los prisioneros de guerra sino también entre los solteros de los que estuviera confirmado que eran demasiado pobres para pagar la elevada tasa por celibato que imponían todos los gobiernos marcianos rojos; desarrollé extensamente esa tasa de celibato que, en el supuesto de que se estableciera alguna vez, gravaría onerosamente mis propias finanzas. Pero a la élite de las SS le tenía reservadas propuestas aún más radicales: debería tomar ejemplo de los marcianos verdes, esos monstruos de tres metros de alto que tenían cuatro brazos y colmillos de jabalí: Todas las propiedades de los marcianos verdes pertenecen a la comunidad, salvo las armas personales, los adornos y las sedas y pieles del lecho de cada cual… Las mujeres y los niños que constituyen el séquito de un hombre pueden compararse a una unidad militar de la que es responsable para la formación, la disciplina y la subsistencia… Sus mujeres no son en modo alguno esposas… Las cópulas no son sino cuestiones de interés comunitario y apuntan sólo a la selección natural. El consejo de los jefes de todas y cada una de las comunidades llevan el control con el mismo tino que el dueño de un semental de carreras de Kentucky dirige la cría científica de su progenitura en pro de la mejora de toda la raza. Me inspiré en lo anterior para sugerir progresivas reformas del Lebensborn. Aquello era en verdad como cavar mi propia tumba y había una parte de mí que casi se reía al escribirlo, pero también me parecía una consecuencia lógica de nuestra Weltanschauung; sabía además que le iba a gustar al Reichsführer; aquellos pasajes de Burroughs me recordaban remotamente la utopía profética que nos había expuesto en Kiev en 1941. Y, efectivamente, diez días después del envío de la memoria, recibí una respuesta firmada de puño y letra del Reichsführer (la mayoría de las veces sus instrucciones las firmaba Brandt, o incluso Grothmann):
¡Queridísimo Doktor Aue!
He leído con el mayor interés su exposición. Me congratulo de saber que está mejor y que dedica su convalecencia a investigaciones útiles; no sabía que le interesasen estas cuestiones tan vitales para el porvenir de nuestra raza. Me pregunto si Alemania, incluso después de la guerra, estará dispuesta a aceptar ideas de tanto calado y tan necesarias. No cabe duda de que se precisará aún de una prolongada labor para formar las mentalidades. En cualquier caso, cuando esté curado me agradará mucho charlar con usted con más detalle acerca de estos proyectos y de ese autor visionario.
¡Heil Hitler!
Suyo afectísimo, Heinrich Himmler
Halagado, esperé a que Thomas viniera a verme para enseñarle la carta y mi memoria, pero, para mayor sorpresa mía, se enfadó mucho: «¿En serio te parece que están las cosas para andarse con chiquilladas?». Parecía haber perdido todo sentido del humor; cuando se puso a darme detalles de las ultimas detenciones, empecé a entender por qué. Había personas implicadas incluso en mi propio entorno: dos de mis compañeros de universidad y mi ex profesor de Kiel, Jessen, quien, en los últimos años, se había acercado aparentemente a Goerdeler. «También hemos encontrado pruebas contra Nebe. Pero ha desaparecido. Ni rastro. Claro que me dirás que si alguien sabe de eso es precisamente él. Debía de ser un tanto retorcido: tenía en casa una película de una sesión de gas, en el Este. ¿Te lo imaginas viendo la película por las noches?» Pocas veces había visto a Thomas tan nervioso. Le di algo de beber, le ofrecí cigarrillos, pero no soltó gran cosa; creí entender, nada más, que Schellenberg había tenido contactos con algunos grupos de la oposición antes del atentado. Al tiempo, Thomas despotricaba, rabioso, contra los conspiradores: «¡Matar al Führer! ¿Cómo se les pudo ni ocurrir que eso iba a ser una solución? Que deje el mando de la Wehrmacht, en eso estoy de acuerdo, de todas formas está enfermo. Y hasta se habría podido pensar, yo qué sé, en convencerlo para que se jubilara, si es que realmente parecía necesario, y dejarlo de presidente, pero darle el poder al Reichsführer… Según Schellenberg, los ingleses aceptarían negociar con el Reichsführer. Pero ¿matar al Führer? Qué insensatez… ¿Cómo no se daban cuenta? Le prestaron juramento y querían matarlo». Parecía que el asunto lo tenía muy obsesionado; a mí incluso la idea de que Schellenberg o el Reichsführer hubieran pensado en dejar al Führer de lado me escandalizaba. No veía gran diferencia entre eso y matarlo, pero no se lo dije a Thomas, que ya estaba deprimido de sobra.
Ohlendorf, a quien vi a finales de mes, cuando empecé por fin a salir a la calle, parecía ser de mi opinión. Lo vi, a él que era ya cetrino de por sí, aún más abatido que Thomas. Me confesó que no había podido pegar ojo la noche anterior a la ejecución de Jessen, con quien, pese a todo, había seguido teniendo amistad. «No podía dejar de pensar en su mujer y en sus hijos. Intentaré echarles una mano; pienso darles parte de mi sueldo». Pero, no obstante, consideraba que Jessen merecía la pena de muerte. Me explicó que nuestro profesor había cortado desde hacía años las amarras con el nacionalsocialismo. Siguieron viéndose y charlando y Jessen intentó incluso llevar a sus filas a su ex alumno. Ohlendorf coincidía con él en muchos puntos: «Está claro que la corrupción generalizada en el Partido, la erosión del derecho formal, la anarquía pluralista que sustituyó al Fübrerstaat, todo es inadmisible. Y las medidas contra los judíos, la Endlósung esa, fue una equivocación. Pero derrocar al Führer y al NSDAP, eso es inconcebible. Hay que purgar el Partido, promover a los veteranos del frente, que tienen una visión realista de las cosas, a los dirigentes de las Hitlerjugend, que son quizá los únicos idealistas que nos quedan. Esos jóvenes serán quienes tengan que dar impulso al Partido después de la guerra. Pero no podemos pensar en dar marcha atrás, en regresar al conservadurismo burgués de los militares de carrera y de los aristócratas prusianos. Esto que han hecho los desprestigia para siempre. Y el pueblo lo ha entendido perfectamente». Era cierto: en todos los informes del SD se veía que a la gente y a los soldados rasos, pese a las preocupaciones, el cansancio, la angustia, la desmoralización e incluso el derrotismo, les había escandalizado la traición de los conspiradores. Y eso infundía nuevas energías al esfuerzo de guerra y a la campaña de austeridad; Goebbels, quien había conseguido por fin autorización para declarar ese «estado de guerra total» que se tomaba tan a pecho, se afanaba en estimularla, aunque realmente no hacía falta. Sin embargo, la situación iba cada vez a peor: los rusos habían recuperado Galitzia y rebasado sus fronteras de 1939; Lublin estaba en trance de caer, y la ola lamía por fin los arrabales de Varsovia, en donde el mando bolchevique estaba claro que esperaba a que sofocáramos por ellos el levantamiento polaco que había comenzado a principios de mes. «Le estamos haciendo el juego a Stalin —comentaba Ohlendorf—. Más valdría explicarle al AK que los bolcheviques son un peligro aún mayor que nosotros. Si los polacos combatieran con nosotros, aún podríamos frenar a los rusos. Pero el Führer no quiere ni oír hablar de eso. Y los Balcanes van a caer como un castillo de cartas». Efectivamente, en Besarabia, al 6° Ejército, que había vuelto a organizar Fretter—.ico, le había llegado la vez de que lo despedazaran: las puertas de Rumania estaban de par en par. No había duda de que habíamos perdido Francia; tras abrir otro frente en Provenza y tomar París, los angloamericanos se disponían a limpiar el resto del país mientras nuestras maltrechas tropas retrocedían hacia el Rin. Ohlendorf estaba muy pesimista: «Según dice Kammler, los cohetes nuevos están casi listos. Está convencido de que cambiarían el curso de la guerra. Pero no veo cómo. Un cohete lleva menos explosivos que un B—.7 y no vale más que para una vez». A diferencia de Schellenberg, de quien se negaba a hablar, no tenía ni planes ni soluciones concretas: sólo podía hablar de «un último impulso nacionalsocialista, un gigantesco respingo», lo que, en mi opinión, tenía demasiado que ver con la retórica de Goebbels. Me daba la impresión de que estaba, en secreto, resignado a la derrota. Pero creo que aún no lo había admitido ante sí mismo.
Los acontecimientos del 20 de julio tuvieron otra repercusión, de carácter menor, pero engorrosa para mí: a mediados de agosto, la Gestapo detuvo al juez Baumann del tribunal SS de Berlín. Me enteré casi enseguida por Thomas, pero no calibré en el acto todas las consecuencias. A primeros de septiembre, me convocó Brandt, que acompañaba al Reichsführer en una gira de inspección por Schleswig—.olstein. Alcancé el tren especial cerca de Lübeck. Brandt empezó por comunicarme que el Reichsführer quería concederme la Cruz por Servicios de Guerra de primera clase: «Piense usted lo que piense, su actuación en Hungría fue muy positiva. El Reichsführer está satisfecho de ella. También le impresionó favorablemente su última iniciativa». Luego, me informó de que la Kripo le había pedido al sustituto de Baumann que volviera a examinar el expediente que me implicaba, y éste había escrito al Reichsführer: opinaba que las acusaciones eran tales que merecían investigarse. «El Reichsführer no ha cambiado de opinión y sigue usted contando con su total confianza. Pero piensa que sería hacerle un flaco favor volver a impedir la investigación. Los rumores empiezan a circular, debería usted saberlo. Lo mejor sería que se defendiera y demostrase su inocencia, y así podremos cerrar el caso de una vez». Era una idea que no me gustaba nada; ya empezaba a conocer de sobra la obstinación maniática de Clemens y de Weser, pero no tenía elección. Cuando volví a Berlín, me presenté espontáneamente ante el juez Von Rabingen, un nacionalsocialista fanático, y le expuse mi versión de los hechos. Me replicó que en el expediente de la Kripo había elementos que daban mucho que pensar; volvía una y otra vez, sobre todo, a esa historia de la ropa alemana ensangrentada y de mi talla; también le intrigaba la historia de los gemelos, que quería aclarar a toda costa. La Kripo había interrogado por fin a mi hermana, que ya había vuelto a Pomerania; había mandado a los gemelos a un internado privado suizo y afirmaba que se trataba de unos sobrinos segundos nuestros huérfanos y nacidos en Francia, pero cuyas actas de nacimiento habían desaparecido durante la desbandada francesa de 1940. «Es posible que sea cierto —dijo con tono quisquilloso Von Rabingen—. Pero de momento es imposible comprobarlo».
Aquella suspicacia permanente me tenía obsesionado. Durante varios días estuve a punto de padecer una recaída; me quedaba encerrado en casa, en una sombría postración, y llegué incluso a negarme a abrirle la puerta a Héléne, que vino a verme. Por la noche, Clemens y Weser, unas marionetas dotadas de vida, hechas y pintadas con torpeza, se metían de un brinco en mi sueño, recorrían chirriando mis pesadillas y zumbaban a mi alrededor como asquerosos animalillos burlones. Mi propia madre se sumaba a veces al coro y, en mi angustia, llegaba a creer que aquellos dos payasos tenían razón y que yo me había vuelto loco y la había matado efectivamente. Pero me daba cuenta de que no estaba loco y de que todo aquel asunto no era sino un monstruoso malentendido. Cuando me recobré un poco, se me ocurrió entrar en contacto con Morgen, aquel juez íntegro que conocí en Lublin. Trabajaba en Oranienburg: me invitó en el acto a ir a verlo y me recibió afablemente. Me habló primero de sus actividades: después de Lublin, creó una comisión en Auschwitz e inculpó a Grabner, el jefe de la Politische Abteilung, acusándolo de dos mil muertes ilegales. Kaltenbrunner mandó soltar a Grabner; Morgen lo detuvo otra vez y la instrucción del caso siguió adelante, como también la de muchos cómplices y otros subalternos corruptos; pero en enero un incendio provocado destruyó el barracón en donde guardaba la comisión todas las pruebas de los cargos y parte de los legajos, lo que lo complicaba todo mucho. Ahora, me dijo confidencialmente, iba tras el propio Höss: «Estoy convencido de que es culpable de malversación de bienes del Estado y de asesinatos, pero me costará demostrarlo. Höss cuenta con protectores en esferas muy altas. ¿Y usted? He oído decir que tenía problemas». Le expliqué mi caso. «Con acusarlo no basta —dijo, pensativo—. tienen que demostrarlo. Personalmente me fío de su sinceridad; conozco demasiado a los elementos infames de las SS y sé que no es usted como ellos. En cualquier caso, para inculparlo tienen que demostrar cosas concretas, que estaba usted allí cuando se cometió el crimen, que la tan traída y llevada ropa era suya. ¿Y dónde está esa ropa? Si se quedó en Francia, me parece que la acusación no tiene gran cosa a que agarrarse. Y, además, las autoridades francesas que cursaron la solicitud de asistencia judicial están ahora bajo el control de la potencia enemiga: debería pedirle a un experto en derecho internacional que estudiara ese aspecto de la cuestión». Salí de aquella conversación algo reconfortado: la enfermiza cabezonería de mis dos investigadores me volvía paranoico, no conseguía ya ver qué era cierto y qué era falso, pero el sentido común en temas jurídicos de Morgen me ayudaba a volver a pisar tierra firme.
En última instancia, y como sucede siempre con la justicia, aquella historia duró meses aún. No referiré con detalle todas sus peripecias. Asistí a varios careos con Von Rabingen y con los dos investigadores; a mi hermana, en Pomerania, debieron de tomarle declaración varias veces: desconfiaba y nunca dijo que yo le había comunicado el asesinato; afirmó que había recibido un telegrama de un socio de Moreau. A Clemens y a Weser no les quedó más remedio que admitir que no habían visto en la vida la ropa de marras; toda la información que tenían procedía de cartas de la policía judicial francesa que tenían poco valor jurídico, sobre todo ahora. Además, como el crimen se había cometido en Francia, inculparme sólo habría servido para extraditarme, cosa que estaba claro que ya no era posible; aunque hubo un abogado que me insinuó, aunque no en mal tono ni mucho menos, que un tribunal SS podía condenarme a muerte por faltar al honor sin tener que recurrir al Código Penal.
Todas estas consideraciones no parecían hacer mella en la simpatía que me mostraba el Reichsführer. Una de las veces que pasó deprisa y corriendo por Berlín me hizo acudir al tren especial y, tras una ceremonia en donde me impusieron la nueva condecoración junto con otra decena de oficiales, la mayoría de las Waffen—.S, me invitó a su despacho privado para charlar de mi memoria, cuyas ideas, según él, eran sanas pero requerían mayor profundización. «Tenemos, por ejemplo, a la Iglesia católica. Si gravamos con una tasa el celibato, seguro que piden una dispensa para los curas. Y, si se la concedemos, será para ellos otro triunfo, otra demostración de lo fuertes que son. Así que creo que la condición previa para cualquier cambio positivo después de la guerra tendrá que ser que zanjemos la Kirchenfrage, la cuestión de las dos iglesias. Y de forma radical, si necesario fuere: esos Pfaffen, esos monjes de tres al cuarto, son casi peores que los judíos. ¿No le parece? En esto coincido por completo con el Führer: la religión cristiana es una religión judía que fundó un rabino judío, Saulo, como vehículo para elevar el judaísmo a otro nivel, el más peligroso junto con el bolchevismo. Exterminar a los judíos y dejar a los cristianos sería pararse a medio camino». Yo atendía muy serio, tomando notas. Hasta el final de la entrevista, el Reichsführer no mencionó mi caso: «Creo que no han presentado ninguna prueba»… —«No, mi Reichsführer, no hay pruebas»—. «Eso está muy bien. Enseguida me di cuenta de que era una bobada. En fin, vale más que se convenzan ellos personalmente, ¿verdad?» Me acompañó hasta la puerta y me estrechó la mano después de que lo hube saludado: «Estoy muy contento de su trabajo, Obersturmbannführer. Es usted un oficial de gran porvenir».
¿De gran porvenir? El porvenir más bien me parecía que se iba encogiendo día a día, tanto el mío como el de Alemania. Cuando miraba atrás, veía con espanto el largo pasillo oscuro, el túnel que llevaba desde el fondo del pasado hasta el momento presente. ¿Qué había sido de las infinitas llanuras que se abrían ante nosotros cuando, recién salidos de la infancia, acometimos el porvenir enérgicos y confiados? Toda aquella fuerza parecía no haber valido más que para construirnos una cárcel, por no decir un patíbulo. Desde que había estado enfermo, no veía a nadie; había dejado para otros las actividades deportivas. La mayor parte del tiempo comía a solas, en mi casa, con la puerta vidriera abierta de par en par, disfrutando del aire suave de finales del verano, de las últimas hojas verdes que, despacio, entre las ruinas de la ciudad, estaban aprestando su postrera y colorida hoguera. Salía de vez en cuando con Héléne, pero un embarazo doloroso parecía planear sobre aquellos encuentros; ambos debíamos de estar buscando la dulzura, la intensa suavidad de los primeros meses, pero había desaparecido y ya no sabíamos dar con ella, aunque, al tiempo, intentábamos hacer como si nada hubiera cambiado; resultaba raro. Yo no entendía por qué se obstinaba en quedarse en Berlín: sus padres se habían ido a casa de un primo que vivía en la región de Badén, pero cuando —con total sinceridad, y no con mi inexplicable crueldad de enfermo— la instaba a que fuera a reunirse con ellos, alegaba siempre pretextos fútiles: el trabajo, la custodia de la vivienda. En mis momentos de lucidez, me decía que se quedaba por mí y me preguntaba si el horror que debía de haberle inspirado cuanto le dije no le servía, precisamente, de acicate; si no tendría, quizá, la esperanza de salvarme de mí mismo, idea ridícula si las hay, pero ¿quién sabe las cosas que se les pasan a las mujeres por la cabeza? Debía de haber algo más, y, a veces, lo notaba. Un día en que íbamos andando por una calle, un coche pisó un charco, a nuestro lado; el agua que saltó se le metió debajo de la falda, salpicándola hasta los muslos. Soltó una carcajada incongruente y casi cortante. «¿Por qué se ríe así? ¿Qué le hace tanta gracia?. —«Usted, es usted— me soltó entre risas—. Nunca me ha tocado tan arriba». No contesté nada. ¿Qué habría podido decir? Habría podido darle a leer, para ponerla en su sitio, la memoria que le había enviado al Reichsführer; pero me daba cuenta de que ni eso, ni tampoco una sincera explicación de mis hábitos, la habrían desanimado, era así, testaruda; había elegido, casi al azar, y ahora se aferraba a eso con obstinación, como si la elección en sí contara más que la persona elegida. ¿Por qué no la mandaba a paseo? No lo sé. No tenía ya a mucha gente que digamos con quien hablar. Thomas trabajaba catorce y dieciséis horas diarias y casi no lo veía. A la mayoría de mis colegas los habían deslocalizado. Me enteré, cuando llamé por teléfono al OKW, de que habían enviado a Hohenegg al frente en julio, y seguía en Kónigsberg con parte del OKHG Centro. Profesionalmente, y pese al acicate del Reichsführer, había llegado a un punto muerto: Speer, en lo referido a mi persona, había hecho cruz y raya, no tenía contactos ya sino con subalternos y mi oficina, a la que nadie le encomendaba ya tarea alguna, no servía casi sino de buzón para las quejas de múltiples empresas, organismos o ministerios. De vez en cuando, Asbach y los demás miembros del equipo parían un estudio que yo enviaba acá y acullá; me acusaban recibo cortésmente, o no me contestaban. Pero no caí en la cuenta de cuánto había errado el camino hasta el día en que Herr Leland me invitó a tomar el té. Fue en el bar del Adlon, uno de los pocos restaurantes buenos que aún abrían, una auténtica torre de Babel; se hablaban allí alrededor de diez lenguas, todos los miembros del cuerpo diplomático extranjero parecían haberse citado en aquel lugar. Encontré a Herr Leland sentado a una mesa algo retirada. Un maitre me sirvió el té con ademanes minuciosos y Leland esperó a que se fuera para empezar a hablarme. «¿Qué tal andas de salud?», me preguntó… —«Bien, mein Herr. Ya me he repuesto del todo»…— «¿Y el trabajo?». —«Va bien, mein Herr; el Reichsführer parece satisfecho. Me han condecorado hace poco». No decía nada y tomaba sorbos de té. «Pero hace varios meses que no veo al Reichsminister Speer», seguí diciendo. Hizo un ademán brusco con la mano: «Eso ya no tiene importancia. Speer nos ha decepcionado mucho. Ahora hay que pasar a otra cosa»…— «¿A qué, mein Herr?». —«Es algo que está en proceso de elaboración…»… dijo despacio, con aquel leve acento tan peculiar. «¿Y qué tal está el doctor Mandelbrod, mein Herr?» Me clavó la mirada fría y severa. Como me pasaba siempre, era incapaz de diferenciar el ojo de cristal del otro. «Mandelbrod está bien. Pero debo decirte que lo has decepcionado un poco». No dije nada. Leland bebió otro sorbo de té antes de continuar: «Debo decir que no has cumplido de forma satisfactoria con nuestras expectativas. No has demostrado tener demasiada iniciativa en esta última temporada. Tus resultados en Hungría han sido muy decepcionantes»…— «Mein Herr… he hecho cuanto he podido. Y el Reichsführer me ha felicitado por mi trabajo. Pero hay tanta rivalidad entre los departamentos, todo el mundo anda entorpeciendo las cosas». Leland no parecía hacer ni caso de lo que le decía: «Nos da la impresión —dijo por fin— de que no entendiste lo que esperábamos de ti»… —«¿Y qué esperan de mí, mein Herr?»— «Más energía. Más creatividad. Tienes que fabricar soluciones, no poner obstáculos. Y además permite que te diga que te vas por las ramas. El Reichsführer nos ha remitido tu última memoria. En vez de perder el tiempo en chiquilladas, deberías pensar en la salvación de Alemania». Notaba que me ardían las mejillas e hice un esfuerzo para controlar la voz: «No pienso en otra cosa, mein Herr. Pero, como ya sabe, he estado muy enfermo. Tengo también… otros problemas». Dos días antes, había tenido una penosa entrevista con Von Rabingen. Leland no decía nada; hizo una seña y volvió a aparecer el maitre para servirlo. En la barra, un joven de pelo ondulado, con traje de cuadros y corbata de pajarita, se reía demasiado alto. Me bastó una breve mirada para calibrarlo: hacía mucho que no había pensado en cosas de ésas. Leland estaba hablando otra vez: «Estamos al tanto de tus problemas. Es intolerable que las cosas hayan llegado tan lejos. Si era necesario que mataras a esa mujer, bien está, pero habrías podido hacerlo con limpieza». Me quedé lívido: «Mein Herr… —conseguí articular con voz átona—. Yo no la maté. No fui yo». Me miró tranquilamente: «Bien está— dijo—. Debes saber que nos es por completo indiferente. Si lo hiciste, estabas en tu derecho, un derecho soberano. Como antiguos amigos de tu padre, lo entendemos por completo. Pero a lo que no tenías derecho era a comprometerte. Eso te hace bastante menos útil para nosotros». Iba a volver a protestar, pero me interrumpió con un ademán. «Vamos a esperar a ver cómo evolucionan las cosas. Tenemos la esperanza de que recuperes el control». No dije nada y él alzó un dedo. El maitre volvió a aparecer; Leland le cuchicheó unas palabras y se levantó. Me levanté también. «Hasta pronto —dijo con aquella voz monocorde—. Si necesitas algo, ponte en contacto con nosotros». Se fue sin darme la mano, con el maitre pisándole los talones. Yo no había probado el té. Me fui a la barra y pedí un coñac que me tomé de un trago. Una voz agradable y morosa, con fuerte acento, sonó a mi lado: «Es un poco temprano para beber así. ¿Quiere otro?». Era el joven del lazo de pajarita. Acepté; pidió dos coñacs y se presentó: Miha’i I., tercer secretario de la legación rumana. «¿Qué tal andan las cosas por las SS?», preguntó, tras chocar la copa con la mía—. «¿Por las SS? Bien. ¿Y qué tal anda el cuerpo diplomático?» Se encogió de hombros: «Mohíno. Ya no quedan —hizo un amplio ademán para abarcar la sala— más que los últimos mohicanos. No hay manera de organizar cócteles como es debido, por culpa del racionamiento, así que quedamos aquí por lo menos una vez al día. De todas formas, me he quedado hasta sin gobierno al que representar». Rumania, tras declararle la guerra a Alemania a finales de agosto, acababa de capitular ante los soviéticos. «Es verdad. ¿A quién representa su legación entonces?. —«En principio, a Horia Sima. Pero es pura ficción. Herr Sima se representa muy bien él solo. En cualquier caso— volvió a señalar a varias personas—, estamos todos más o menos en la misma situación. Sobre todo mis colegas franceses y búlgaros. Los finlandeses se han marchado casi todos. De auténticos diplomáticos, sólo quedan ya los suizos y los suecos». Me miró, sonriente: «Venga a cenar con nosotros y le presentaré a otros fantasmas amigos míos».
Es posible que haya dicho ya que, en mis relaciones, había tenido siempre buen cuidado de evitar a los intelectuales y a los hombres de mi clase social: siempre querían hablar y tenían una enojosa tendencia a enamorarse. Con Mihaí hice una excepción, pero no resultaba demasiado arriesgado porque era cínico, frívolo y amoral. Tenía una casita al oeste de Charlottenburg y consentí en que me invitara a ir la primera noche, después de la cena, so pretexto de tomar la última copa, y me quedé allí hasta por la mañana. Tras las apariencias excéntricas había un cuerpo duro y nudoso de atleta, herencia sin duda de los orígenes campesinos, vello negro, rizado y lujuriante y un áspero olor a macho. Le hacía mucha gracia haber seducido a un SS: «La Wehrmacht o el Auswártiges Amt resulta demasiado fácil». Volví a verlo de vez en cuando. A veces iba a su casa después de haber cenado con Héléne; usaba de él con brutalidad como para limpiarme la cabeza de los deseos mudos de mi amiga o de mi propia ambigüedad.
En octubre, nada más pasar mi cumpleaños, me volvieron a enviar a Hungría. A Horthy lo había derribado un golpe de mano de Von dem Bach y de Skorzeny y las Cruces Flechadas de Szálasi estaban en el poder. Kammler pedía a voces mano de obra para sus fábricas subterráneas y sus V—., cuyos primeros modelos acababan de dispararse en septiembre. Las tropas soviéticas estaban ya entrando en Hungría por el sur, y también en el propio territorio del Reich, en Prusia oriental. En Budapest, al SEk lo habían disuelto en septiembre, pero Wisliceny seguía allí y Eichmann no tardó en aparecer de nuevo. Y otra vez volvió todo a ser un desastre. Los húngaros se avinieron a darnos cincuenta mil judíos de Budapest (en noviembre Szálasi insistía ya en el hecho de que sólo era «un préstamo»), pero había que llevarlos hasta Viena, para Kammler y para la construcción de una Ostwall, y ya no había transporte disponible: Eichmann, de acuerdo sin duda con Veesenmayer, decidió mandarlos a pie. Lo que sucedió es sabido: muchos murieron por el camino y el oficial encargado de recibirlos, el Obersturmbannführer Hóse, rechazó a la mayoría de los que llegaron porque, una vez más, no podía poner a mujeres en trabajos de explanación. No pude hacer nada en absoluto, nadie escuchaba mis sugerencias, ni Eichmann, ni Winkelmann, ni Veesenmayer, ni los húngaros. Cuando el Obergruppenführer Jüttner, el jefe de la SS—.HA, llegó a Budapest con Becher, intenté recurrir a él; Jüttner se había cruzado con los caminantes, que caían como moscas entre el barro, la lluvia y la nieve, y el espectáculo lo había escandalizado; fue efectivamente a protestarle a Winkelmann, pero Winkelmann lo remitió a Eichmann, sobre quien no tenía control alguno, y Eichmann se negó en redondo a ver a Jüttner y le mandó a uno de sus subordinados, que descartó todas las quejas con altanería. Estaba claro que Eichmann había perdido todo control, ya no hacía caso de lo que le decía nadie, salvo quizá Müller y Kaltenbrunner, y Kaltenbrunner ni siquiera parecía tener en cuenta al Reichsführer. Hablé de ello con Becher, que iba a ver a Himmler; le pedí que interviniera y prometió hacer lo que estuviera en su mano. Szálasi, por su parte, se asustó enseguida: los rusos avanzaban; a mediados de noviembre interrumpió las salidas, no habíamos mandado aún ni a treinta mil; otro desbarajuste sin pies ni cabeza, uno más. Nadie parecía ya saber qué estaba haciendo, o, más bien, cada cual no hacía sino lo que le daba la gana, solo y por su cuenta; era imposible trabajar en esas condiciones. Hice una última gestión con Speer, que se había hecho cargo en octubre del control absoluto de la Arbeitseinsatz, incluido el uso de los presos de la WVHA; por fin se avino a recibirme, pero deprisa y corriendo, pues no le veía interés alguno a la entrevista. También es cierto que yo no tenía nada concreto que ofrecerle. En cuanto al Reichsführer, no conseguía ya entender nada de su postura. A finales de octubre envió a Auschwitz la orden de que dejasen de gasear a los judíos y, a finales de noviembre, dio por resuelta la cuestión judía y ordenó que destruyeran las instalaciones de exterminio del campo; al mismo tiempo, en la RSHA y en el Persónlicher Stab, se hablaba mucho de abrir un nuevo campo de exterminio en Alteist—.artel, cerca de Mauthausen. Decían también que el Reichsführer estaba negociando con los judíos en Suiza y en Suecia; Becher parecía al tanto, pero eludía mis preguntas cuando le pedía aclaraciones. Supe también que consiguió por fin que el Reichsführer convocase a Eichmann (eso fue después, en diciembre), pero no supe qué se había dicho en esa ocasión hasta diecisiete años después, cuando juzgaron en Jerusalén al bueno del Obersturmbannführer: Becher, que era a la sazón un hombre de negocios millonario de Bremen, explicó en su declaración que la entrevista se celebró en el tren especial del Reichsführer, en la Selva Negra, cerca de Trimberg, y que el Reichsführer le habló a Eichmann a la vez con bondad y con ira. Desde entonces, suele citarse en los libros una frase que, por lo visto, le espetó entonces el Reichsführer, según Becher, a su tozudo subordinado: «Hasta ahora ha estado exterminando a los judíos, pero, a partir de ahora, si yo se lo ordeno, y se lo estoy ordenando, será usted una niñera para los judíos. Le recuerdo que en 1933 fui yo quien creó la RSHA, y no el Gruppenführer Müller ni usted. ¡Si no es capaz de obedecerme, dígamelo!». Es posible que sea cierto. Pero el testimonio de Becher no es nada de fiar; se atribuye, por ejemplo, gracias a la influencia que tenía sobre Himmler, la interrupción de las marchas forzadas desde Budapest —siendo así que la orden la habían dado los húngaros, presas de pánico—, y también, pretensión aún más extremosa, la iniciativa de la orden para parar la Endlósung: ahora bien, si hubo quien le sugiriera esa idea al Reichsführer, a buen seguro que no fue ese astuto especulador (quizá fue Schellenberg).
Mi asunto con la justicia seguía su camino; el juez Von Rabingen me convocaba con regularidad para aclarar este punto o aquél. De vez en cuando quedaba con Mihai; en cuanto a Héléne, era como si se volviese cada vez más transparente, no por miedo, sino por emoción contenida. Cuando, al volver de Hungría, le hablé de las atrocidades de Nyfregyháza (el III Cuerpo blindado había vuelto a tomar la ciudad a los rusos a finales de octubre y había encontrado mujeres de todas las edades violadas, padres clavados vivos en las puertas ante sus hijos mutilados; y estábamos hablando de húngaros, no de alemanes), me miró durante un buen rato y dijo con suavidad: «¿Y en Rusia pasaban cosas muy diferentes?». No dije nada. Le miraba las muñecas, delicadísimas, que le salían de las mangas, y me decía que habría podido, sin dificultad, rodearlas con el pulgar y el índice. «Sé que su venganza será terrible —dijo ella luego—, pero nos la hemos merecido». A principios de diciembre, mi piso, que hasta entonces se había ido salvando milagrosamente, desapareció durante un bombardeo: una bomba entró por el techo y se llevó por delante las dos últimas plantas del edificio; el pobre Herr Zempke murió de un ataque al corazón al salir del sótano medio derrumbado. Menos mal que yo había cogido la costumbre de tener en la oficina parte de la ropa y de las mudas. Mihai me propuso que me fuera a vivir con él, pero prefería instalarme en Wannsee, en casa de Thomas, que se había ido allí en mayo, después del incendio de su casa de Dahlem. Llevaba una vida loca; siempre andaban por allí unos cuantos energúmenos de la Amt VI, un par de colegas de Thomas, Schellenberg y, por supuesto, chicas. Schellenberg charlaba mucho en privado con Thomas, pero estaba claro que no se fiaba de mí. Un día volví un poco más temprano y oí una conversación animada en el salón, voces altas, el tono guasón e insistente de Schellenberg: «Si el Bernadotte ese acepta…»… Se interrumpió en cuanto me vio en el umbral y me saludó con acento jovial: «Aue, me alegro de verlo». Pero no siguió charlando con Thomas. Cuando me cansaba de las juergas de mi amigo, dejaba a veces que Mihaí me llevara donde quisiera. Solía asistir a las cotidianas fiestas de despedida del doctor Kosak, el embajador croata, que se celebraban o en la legación o en su quinta de Dahlem; la flor y nata del cuerpo diplomático y del Auswártiges Amt acudía para atiborrarse, emborracharse y codearse con las aspirantes a actrices más bonitas de la UFA, Maria Milde, Use Werner, Marikka Rock. A eso de las doce de la noche un coro cantaba canciones populares dálmatas; después de la tradicional incursión de los mosquitos, los artilleros de la batería de Flak croata, que estaba allí mismo, venían a beber y a tocar jazz hasta la madrugada; había entre ellos un oficial superviviente de Stalingrado, pero yo me guardaba muy mucho de decirle que yo estaba en el mismo caso, porque no me habría dejado ni a sol ni a sombra. Aquellas bacanales degeneraban a veces hasta convertirse en orgías; las parejas se abrazaban en los dormitorios de la legación y algunos fanfarrones frustrados salían al jardín a vaciar el cargador de la pistola; una noche, borracho, me acosté con Mihaí en el dormitorio del embajador, que roncaba en la planta baja en un sofá; luego, Mihaí, completamente pasado de rosca, subió con una actriz jovencita y folló con ella delante de mí mientras yo me terminaba una botella de slivovitz y meditaba acerca de las servidumbres de la carne. Aquel alborozo vano y frenético no podía durar. A finales de diciembre, mientras los rusos ponían sitio a Budapest y nuestra última ofensiva se iba a pique en las Ardenas, el Reichsführer me mandó a Auschwitz para que supervisara la evacuación.
Durante el verano, nos había dado muchas preocupaciones la evacuación precipitada y tardía del KL Lublin: los soviéticos habían tomado las instalaciones intactas y con los almacenes llenos, lo que había llevado agua al molino de su propaganda de atrocidades. Desde finales de agosto, sus fuerzas estaban acampadas a orillas del Vístula, pero estaba claro que no se iban a quedar ahí. Había que tomar medidas. La evacuación de los campos, y de los campos anejos del complejo de Auschwitz si venía al caso, era responsabilidad del Obergruppenführer Ernst Schmauser, el HSSPF del distrito militar VIII, que incluía Alta Silesia; Brandt me explicó que las operaciones correrían a cargo del personal del campo. Mi cometido consistía en velar por el carácter prioritario de la evacuación de la mano de obra en condiciones de trabajar para seguir explotándola dentro de las fronteras del Reich. Tras mis fracasos en Hungría, no me fiaba nada: «¿Cuáles son mis poderes? —le pregunté a Brandt—. ¿Podré dar las órdenes necesarias?». Eludió la pregunta: «El Obergruppenführer Schmauser tiene plena autoridad. Si ve usted que el personal del campo no coopera con la mentalidad exigida, remítase a él para que dé las órdenes necesarias»…— «¿Y si tengo problemas con el Obergruppenführer?». —«No tendrá problemas con el Obergruppenführer. Es un nacionalsocialista excelente. En cualquier caso, estará usted en contacto con el Reichsführer o conmigo». Yo sabía por experiencia que era una garantía de muy poco peso. Pero no tenía elección.
A la posibilidad de un avance enemigo que amenazara a un campo de concentración se había referido el Reichsführer, el 17 de junio de 1944, en unas instrucciones llamadas Fall—., «caso A», que concedían al HSSPF de la zona, si llegaba una crisis, poderes que incluían al personal del campo. Por lo tanto, si Schmauser comprendía la importancia de salvaguardar la mayor cantidad posible de mano de obra, había una posibilidad de que las cosas pudieran hacerse de forma adecuada. Fui a verlo a su cuartel general de Breslau. Era un hombre de la generación anterior, debía de andar por los cincuenta o los cincuenta y cinco años, severo, tieso, pero profesional. Me explicó que el plan de evacuación de los campos entraba dentro del marco general de la estrategia de retirada Auflockerung—.aürnung—.áhmung—.erstórung («Desmontaje—.vacuación—.nmovilización—.estrucción») concebida en 1943 «y aplicada con gran éxito en Ucrania y en Bielorrusia, en donde los bolcheviques no sólo no encontraron dónde alojarse ni comida, sino que ni siquiera pudieron, en algunos distritos como Novgorod, hacerse ni con un solo ser humano a quien pudieran sacarle provecho». El distrito VIII promulgó la orden de aplicación de ARLZ el 19 de septiembre. Dentro de su ámbito, ya habían evacuado hacia el Altreich a 65.000 Háftlinge, incluidos todos los presos polacos y rusos que podían suponer un peligro para la retaguardia en caso de proximidad del enemigo. Quedaban 67.000 presos, de los cuales 35.000 estaban aún trabajando en las fábricas de Alta Silesia y las zonas vecinas. Schmauser encomendó ya en octubre a su oficial de enlace, el Major der Polizei Boesenberg, que planificase la evacuación final así como las dos últimas fases de ARLZ; para los detalles, tenía que hablar con él y saber que sólo el Gauleiter Bracht, en tanto en cuanto Reichskommissar para la defensa del Gau, podía tomar decisiones en lo referido a la aplicación. «Compréndame —me dijo Schmauser a modo de conclusión—, todos sabemos hasta qué punto es importante salvaguardar el potencial de trabajo, pero para nosotros, y también para el Reichsführer, las cuestiones de seguridad siguen siendo primordiales. Una cantidad tal de enemigos dentro de nuestras líneas representa un riesgo tremendo, incluso aunque no estén armados. ¡Sesenta y siete mil presos son casi siete divisiones: imagínese siete divisiones enemigas en libertad en la retaguardia de nuestras tropas durante una ofensiva! Quizá esté ya enterado de que en octubre se amotinaron en Birkenau los judíos del Sonderkommando. Menos mal que pudimos sofocar el motín, pero tuvimos bajas e hicieron saltar con dinamita uno de los crematorios. ¡Imagínese si llegan a establecer contacto con los partisanos polacos que están siempre rondando por las inmediaciones del campo, habrían podido causar daños incalculables y darse a la fuga miles de presos! Y, desde agosto, los americanos bombardean la fábrica de la IG Farben y, siempre que vienen, los presos aprovechan para intentar escaparse. En la evacuación final, si llegamos a eso, tendremos que hacer cuanto esté en nuestra mano para impedir que se repita una situación así. Habrá que andarse con muchísimo ojo». Comprendía muy bien ese punto de vista, pero temía las consecuencias prácticas que pudiera traer. Las explicaciones de Boesenberg no me tranquilizaron gran cosa. Había preparado, por escrito, un plan meticuloso, con mapas concretos para todas las rutas de evacuación, pero Boesenberg criticaba mucho al Sturmbannführer Bar, quien había rechazado toda labor en común para la preparación del plan (la última reorganización administrativa de finales de noviembre había dejado al ex pastelero en el puesto de Kommandant de los campos I y II integrados y también en el de Standortdltester de los tres campos y de todos los Nebenlager); Bär pretextaba que el HSSPF no tenía autoridad alguna sobre el campo, lo que era técnicamente exacto hasta que entrase en vigor el Fall—., y sólo aceptaba remitirse al Amtsgruppe D. No parecía tener buen cariz lo de una cooperación estrecha y fluida entre las autoridades responsables en caso de evacuación. Además— algo que me resultaba todavía más preocupante después de las experiencias de octubre y de noviembre—, el plan de Boesenberg preveía una evacuación a pie de los campos, los presos tendrían que caminar entre 55 y 63 kilómetros antes de subirse a unos trenes en Gleiwitz y Loslau. Era un plan lógico: la situación bélica que se anticipaba en ese plan no permitía el uso pleno de los ferrocarriles en las líneas de vanguardia; en cualquier caso, era desesperada la escasez de material rodante (en toda Alemania no quedaban sino alrededor de doscientos mil vagones; habíamos perdido en dos meses el setenta por ciento del parque ferroviario). También había que tener en cuenta la evacuación de los civiles alemanes, que era prioritaria, de los trabajadores extranjeros y de los prisioneros de guerra. El 21 de diciembre, el Gauleiter Bracht promulgó un U—.lan/Treckplan completo para la provincia que incluía el plan de Boesenberg, según el cual los presos de los KL tendrían preferencia, por razones de seguridad, para cruzar el Oder, que era el cuello de botella principal en las rutas de evacuación. Una vez más, tenía sentido en el papel, pero yo sabía cuáles podían ser los resultados de una marcha forzada en pleno invierno y sin preparación, y, además, los judíos de Budapest se habían puesto en camino con buen estado de salud, mientras que ahora se trataba de Háftlinge cansados, débiles, mal alimentados y mal vestidos y en un estado de pánico que, pese a la planificación, podía fácilmente degenerar y convertirse en desbandada. Le hice muchas preguntas a Boesenberg acerca de los puntos clave; me aseguró que, antes de ponerse en marcha se repartirían ropa de abrigo y mantas suplementarias y que por las carreteras estarían esperando reservas de alimentos. Aseguraba que no se podía hacer nada mejor. Y no me quedaba más remedio que admitir que, seguramente, estaba en lo cierto.
En Auschwitz me entrevisté en la Kommandantur con el Sturmbannführer Kraus, un oficial de enlace a quien había enviado Schmauser junto con un Sonderkommando del SD y había puesto al mando de una «oficina de enlace y transición». El tal Kraus, que era un oficial joven, afable y eficiente, que llevaba en el lado derecho del cuello y en la oreja las huellas de una grave quemadura, me explicó que lo suyo era esencialmente la responsabilidad de las fases «Inmovilización» y «Destrucción»: tenía sobre todo que garantizar que las instalaciones de exterminio y los almacenes no cayeran intactos en manos de los rusos. En cuanto a la responsabilidad de la aplicación de la orden de evacuación, cuando se diera, le incumbía a Bär. Este me recibió de forma bastante desagradable; estaba claro que me consideraba un burócrata ajeno al campo que venía a estorbarle y a no dejarle trabajar. Me llamaron la atención aquellos ojos agudos e inquietos, aquella nariz más bien gruesa y aquellos labios finos pero curiosamente sensuales; llevaba el pelo, abundante y ondulado, primorosamente peinado con brillantina, como si fuera un dandi de Berlín. Me pareció muy gris y muy limitado, todavía más que Höss, quien, al menos, había conservado un olfato de ex francotirador. Aproveché que era su superior para echarle una buena bronca por la falta de colaboración clara con los servicios del HSSPF. Me replicó con arrogancia no disimulada que Pohl apoyaba por completo su postura. «Cuando se decrete el Fall—., me pondré a las órdenes del Obergruppenführer Schmauser. Hasta entonces, no dependo sino de Oranienburg. Y de usted no tengo por qué recibir órdenes»… —«Cuando se decrete el Fall~A— dije en tono iracundo—, será ya demasiado tarde para remediar su incompetencia. Le advierto que, en el informe que haga para el Reichsführer lo consideraré personalmente responsable de cualesquiera bajas excesivas». Mis amenazas parecían no tener efecto alguno sobre él; me escuchaba en silencio, disimulando apenas el desprecio.
Bär me dio un despacho en la Kommandantur de Birkenau e hice que vinieran desde Oranienburg el Obersturmführer Elias y uno de mis subordinados recientes, el Untersturmführer Darius. Me alojé en la Haus der Waffen—.S; me dieron la misma habitación que la primera vez que había estado allí, año y medio antes. Hacía un tiempo espantoso, frío, húmedo, caprichoso. Toda la comarca yacía bajo la nieve, una capa gruesa que, con frecuencia, salpicaba el hollín de las minas y de las fábricas, un encaje gris y sucio. En el campo, era casi negra; la apisonaba el paso de miles de presos y se mezclaba con un barro que las heladas solidificaban. Violentas borrascas bajaban sin avisar desde los Besquides y envolvían el campo, asfixiándolo durante unos veinte minutos bajo un velo blanco y movedizo antes de desvanecerse con la misma rapidez, dejando todo inmaculado durante unos pocos minutos. En Birkenau sólo humeaba aún una chimenea, de forma intermitente, el Krema IV, que seguía encendido para eliminar a los presos fallecidos en el campo; el Krema III estaba en ruinas desde el motín de octubre, y los otros dos, según las instrucciones de Himmler, se habían desmantelado parcialmente. La zona de nuevas edificaciones estaba abandonada y habían quitado la mayor parte de los barracones, de forma tal que el extenso terreno era el imperio de la nieve; las evacuaciones previas habían resuelto los problemas de exceso de población. Cuando se despejaba el cielo, de vez en cuando, la línea azulada de los Besquides asomaba tras las hileras geométricas de los barracones, y el campo, bajo la nieve, parecía algo así como apaciguado y tranquilo. Iba casi todos los días a inspeccionar los diversos campos auxiliares, Günthergrube, Fürstergrube, Tschechowitz, Neu Dachs, y los campos pequeños de Gleiwitz, para comprobar cómo andaban los preparativos. Las carreteras largas y llanas estaban casi desiertas, los camiones de la Wehrmacht apenas si causaban alguna alteración; regresaba, por las noches, bajo un cielo sombrío, una masa agobiante y gris; al fondo, a veces, la nieve caía como una sábana sobre los pueblos lejanos, y aún más al fondo, un cielo exquisito, azul y amarillo pálido, con sólo unas cuantas nubes de un violeta mudo que la luz del sol poniente orillaba, teñía de azul la nieve y el hielo de los pantanos que empapan la tierra polaca. El 31 de diciembre por la noche organizaron una velada discreta en la Haus para los oficiales de paso y algunos oficiales del campo; se entonaron canciones melancólicas, los hombres bebían despacio y hablaban en voz baja; todo el mundo se daba cuenta de que era el último Año Nuevo de la guerra y que había pocas probabilidades de que el Reich sobreviviera hasta el siguiente. Me encontré allí con el doctor Wirths, tremendamente deprimido, que había enviado a su familia a Alemania, y hablé con el Untersturmführer Schurz, el nuevo jefe de la Politische Abteilung, que me trató con mucha más deferencia que su Kommandant. Charlé mucho rato con Kraus, había servido varios años en Rusia, hasta que lo hirieron gravemente en Kursk, en donde consiguió salir por los pelos de su panzer en llamas; tras la convalecencia, lo destinaron al distrito SS Sudeste, en Breslau, y acabó en el estado mayor de Schmauser. Aquel oficial, que tenía los mismos nombres, Franz Xaver, que otro Kraus, un conocido teólogo católico del siglo pasado, me dio la impresión de ser un hombre serio, abierto a las opiniones de los demás, pero fanáticamente decidido a llevar a buen término su misión; afirmaba que entendía bien mis objetivos, pero sostenía que ningún preso, por supuesto, debía caer vivo en manos de los rusos y le parecía que esos dos imperativos no eran incompatibles. Es muy probable que, en principio, estuviera en lo cierto, pero a mí, por mi parte, me preocupaba —y con razón, como ya se verá— que las órdenes demasiado severas pudieran exacerbar la crueldad de los guardias del campo, que, en aquel sexto año de la guerra, eran la hez de las SS, hombres demasiado viejos o demasiado enfermos para servir en el frente, Volksdeutschen que apenas hablaban alemán, veteranos con trastornos mentales pero a quienes se había considerado aptos para el servicio, alcohólicos, drogadictos y degenerados lo suficientemente hábiles para no acabar en el batallón de marcha o ante el pelotón. Muchos oficiales no valían más que sus hombres; la organización de los KL había crecido de forma tan desmesurada en aquel último año que la WVHA se había visto en la obligación de alistar a cualquiera, de ascender a subalternos de notoria incompetencia, de volver a dar un destino a oficiales degradados por faltas graves o a algunos a quienes no quería tener nadie. El Hauptsturmführer Drescher, un oficial con quien también coincidí aquella noche, me ratificó en mis puntos de vista pesimistas. Drescher dirigía el sector de la comisión Morgen que funcionaba aún en el campo y me había visto una vez en Lublin con su superior; aquella noche, en un entrante algo apartado de la sala del restaurante, se sinceró bastante conmigo en lo referido a las investigaciones en curso. La investigación en contra de Höss, a punto de llegar a buen puerto en octubre, se vino súbitamente abajo en noviembre, pese al testimonio de una presa, una prostituta austríaca a quien Höss había seducido y había intentado matar a continuación encerrándola en un calabozo de castigo de la PA. Cuando enviaron a Höss a Oranienburg, a finales de 1943, su familia siguió viviendo en la casa del Kommandant, y sus sustitutos sucesivos tuvieron que buscarse alojamiento; no se habían mudado hasta hacía un mes, por la amenaza rusa seguramente, y era del dominio público que Frau Höss había pedido cuatro camiones para llevarse sus posesiones y los había llenado hasta arriba. Drescher se ponía enfermo, pero Morgen se había dado de bruces con los protectores de Höss. Seguían las investigaciones, pero sólo las que tenían que ver con los peces chicos. Wirths se unió a nosotros y Drescher siguió hablando sin dar importancia a la presencia del médico; por lo visto, éste no se iba a enterar de nada nuevo. A Wirths le preocupaba la evacuación: pese al plan de Boesenberg, ni en el Stammlager ni en Birkenau habían tomado medida alguna para preparar raciones de viaje o ropa de abrigo. Yo también estaba preocupado.
No obstante, los rusos seguían sin moverse. Al Oeste, nuestras fuerzas intentaban romper las líneas (los americanos se habían afianzado en Bastogne) y también habíamos pasado a la ofensiva en Budapest, con lo que habíamos recobrado algo de esperanza. Pero quienes sabían leer entre líneas se daban cuenta de que los famosos cohetes V—. no eran eficaces; nuestra ofensiva secundaria al norte de Alsacia no había tardado en frenar, y se notaba perfectamente que aquello no era ya sino cuestión de tiempo. A principios de enero, le di un día de permiso a Piontek para que evacuara a su familia de Tarnowitz y la llevara al menos hasta Breslau; no quería que, cuando llegase el momento, tuviera el corazón en un puño pensando en ella. Nevaba con regularidad y, cuando se despejaba el cielo, el denso humo sucio de las fundiciones se enseñoreaba del paisaje de Silesia, testigo de aquella producción de carros de combate, de cañones, de municiones, que iba a seguir hasta el último momento. Pasaron así alrededor de diez días, en una intranquila calma y al ritmo de las peleas burocráticas. Conseguí por fin convencer a Bär para que preparase raciones especiales y se las repartiera a los presos al emprender la marcha; en cuanto a la ropa de abrigo, me dijo que la cogería de «el Canadá», cuyos almacenes estaban a reventar, puesto que no había transportes. Alivió la tensión de pronto la llegada de una buena noticia, aunque por poco tiempo. Una noche, en la Haus, se presentó Drescher en mi mesa con dos copas de coñac y sonriendo por entre la barbita: «Enhorabuena, Herr Obersturmbannführer», dijo, alargándome una copa y alzando la otra… —«Me parece estupendo, pero ¿por qué?»—. «He hablado hoy con el Sturmbannführer Morgen. Y me ha pedido que le diga que le han dado carpetazo a su caso». Sentí tal alivio al oír la noticia que casi ni me importó que Dreschen estuviera enterado. Y él siguió diciendo: «En vista de que no hay ninguna prueba material, el juez Von Rabingen ha decidido sobreseer la causa contra usted. Von Rabingen le dijo al Sturmbannführer que nunca había visto un caso tan endeble y que se apoyara en tan poca cosa y que la Kripo había hecho un trabajo infame. Le faltaba poco para pensar que todo venía de un complot para perjudicarle». Respiré hondo: «Eso es lo que siempre dije. Menos mal que el Reichsführer siguió confiando por completo en mí. Si lo que me dice es cierto, entonces ya está limpio mi honor»… —«Efectivamente— aseguró Dreschen, asintiendo con la cabeza—. El Sturmbannführer Morgen me ha dicho incluso, en confianza, que el juez Von Rabingen estaba pensando en tomar medidas disciplinarias contra los inspectores que lo anduvieron acosando»… —«Nada podría complacerme más». La noticia me la confirmó tres días después una carta de Brandt, que llevaba aneja otra al Reichsführer en la que Von Rabingen afirmaba que estaba plenamente convencido de mi inocencia. Ninguna de las dos mencionaba a Clemens y Weser, pero a mí con aquello ya me bastaba.
Por fin, tras aquella breve tregua, los soviéticos lanzaron, desde su cabeza de puente en el Vístula, la ofensiva tan temida y barrieron a nuestras magras fuerzas de cobertura. Durante aquella interrupción, los rusos habían reunido una potencia de fuego inaudita; sus T—.4 se abalanzaron en columnas, cruzando las llanuras polacas, destrozando nuestras divisiones, imitando briosamente nuestras tácticas de 1941; en muchos lugares, a nuestras tropas las sorprendieron los carros enemigos cuando creían que sus líneas estaban a más de cien kilómetros. El 17 de enero, el gobernador general Frank y su administración evacuaron Cracovia y nuestras últimas unidades se retiraron de las ruinas de Varsovia. Los primeros carros blindados soviéticos estaban entrando ya en Silesia cuando Schmauser puso en marcha el Fall—.. Por mi parte, había hecho cuanto me había parecido posible: había almacenado latas de gasolina, bocadillos y ron en nuestros dos vehículos y había destruido las copias de los informes. La noche del 17, Bär me convocó junto con todos los demás oficiales; nos comunicó que, según las instrucciones de Schmauser, se iba a evacuar a pie a todos los presos en condiciones a partir de la mañana siguiente: el pase de lista que se estaba llevando a cabo en ese momento sería el último. La evacuación se atendría al plan. Todos los comandantes de columna tendrían que velar para que ningún preso pudiera escaparse o quedarse rezagado en la carretera; debería castigarse sin compasión cualquier intento; Bär recomendaba, no obstante, que se evitara fusilar a los presos al pasar por los pueblos, para no escandalizar a la población. Uno de los comandantes de columna, un Obersturmführer, tomó la palabra: «Herr Sturmbannführer, ¿no es una orden demasiado rigurosa? Si un Haftling intenta escaparse, es normal fusilarlo. ¿Pero y si es que está demasiado débil para andar?»… —«Todos los Haftlinge que se marchan están clasificados como aptos para trabajar y deben poder caminar cincuenta kilómetros sin problema— replicó Bär—. Los enfermos y los que no son aptos se quedan en los campos. Si en las columnas hay enfermos, hay que eliminarlos. Y son órdenes que hay que cumplir».
Aquella noche los SS del campo durmieron poco. Desde la Haus, cerca de la estación, yo miraba pasar las largas filas de civiles alemanes que huían de los rusos: después de haber cruzado la ciudad y el puente sobre el Sola, tomaban la estación por asalto o seguían trabajosamente a pie hacia el Oeste. Unos SS custodiaban un tren especial reservado para las familias del personal del campo; estaba ya hasta los topes, los maridos intentaban amontonar los bultos junto a sus mujeres y a sus hijos. Después de cenar, fui a pasar revista al Starnmlager y a Birkenau. Entré en unos cuantos barracones: los presos intentaban dormir, los kapos me aseguraron que no se había repartido ropa de abrigo, pero yo tenía aún la esperanza de que lo hicieran al día siguiente, antes de la partida. En los paseos, ardían montones de papeles; los incineradores estaban a tope. En Birkenau me llamó la atención un gran barullo por la parte de «el Canadá»: a la luz de los focos, unos presos estaban cargando todo tipo de mercancías en unos camiones; un Untersturmführer que supervisaba la operación me aseguró que iban al KL Gross—.osen. Pero me daba perfecta cuenta de que los SS también cogían lo que querían y, a veces, sin disimulos. Todo el mundo gritaba y se afanaba con frenesí y en vano, porque me daba cuenta de que aquellos hombres estaban aterrados y se les iba de las manos el sentido de la medida y la disciplina. Como siempre, habían esperado al último minuto para hacerlo todo, porque hacerlo antes habría sido prueba de derrotismo; ahora, teníamos encima a los rusos, los guardias de Auschwitz se acordaban de la suerte que habían corrido los SS capturados en el campo de Lublin y perdían toda noción de las prioridades para no intentar ya sino una cosa: huir. Deprimido, fui a ver a Drescher a su despacho del Starnmlager. El también estaba quemando papeles. «¿Ha visto el saqueo?», preguntó riéndose por entre la barba. Sacó de un cajón una botella de armañac caro: «¿Qué le parece? Me la ha dado de regalo de despedida un Untersturmführer detrás del que llevo cuatro meses, pero que aún no he conseguido pescar, el muy cabrón. Es robada, por supuesto. Venga, tome una copa conmigo». Echó dos tragos en dos vasos de agua: «Lo siento, no tengo nada más adecuado». Alzó el vaso y yo lo imité. «Venga, proponga un brindis». Pero no se me ocurría nada. Se encogió de hombros: «A mí tampoco. Bueno, pues bebamos». El armañac estaba exquisito; una leve quemazón perfumada. «¿Dónde va?», le pregunté… —«A Oranienburg, a redactar mi informe. Me llevo lo suficiente para inculpar a once. Luego, me mandarán a donde quieran». Cuando me disponía a irme, me alargó la botella: «Tenga, quédese con ella. La va a necesitar mucho más que yo». Me la metí en el bolsillo del gabán, le estreché la mano y salí. Pasé por el HKB en donde Wirths estaba supervisando la evacuación del material sanitario. Le hablé del problema de la ropa de abrigo. «Los almacenes están llenos— me aseguró—. No debería ser demasiado difícil conseguir que repartan mantas, botas y abrigos». Pero Bär, a quien encontré a eso de las dos de la mañana en la Kommandantur de Birkenau planificando el orden de salida de las columnas, no era de ese parecer. «Los bienes de los almacenes son propiedad del Reich. No tengo orden alguna para repartirlos entre los presos. Se evacuarán en camión o en ferrocarril cuando se pueda». Fuera, la temperatura debía de ser de diez grados bajo cero; los paseos estaban helados y resbaladizos. «Con la ropa que llevan, los presos no sobrevivirán. Muchos van casi descalzos»… —«Los que valgan sobrevivirán— afirmó—. Y los demás no necesitan nada». Cada vez más furioso, me fui al centro de comunicación y mandé que me pusieran en contacto con Breslau, pero Schmauser no estaba localizable y Boesenberg tampoco. Un operador me enseñó un telegrama de la Wehrmacht: acababa de caer Czenstochau; las tropas rusas estaban a las puertas de Cracovia. «La cosa está que arde», dijo lacónicamente. Pensé en enviarle un télex al Reichsführer, pero no iba a servir de nada. Más valía localizar a Schmauser a la mañana siguiente, con la esperanza de que tuviera más sentido común que el borrico de Bär. Me noté muy cansado de repente y me fui a la Haus para meterme en la cama. Seguían llegando columnas de civiles, mezclados con soldados de la Wehrmacht, campesinos exhaustos y muy abrigados, con sus pertenencias y sus hijos amontonados en carretas, arreando por delante al ganado.
Piontek no me despertó y dormí hasta las ocho. Seguía funcionando la cocina y pedí que me sirvieran una tortilla con salchicha. Luego, salí. En el Stammlager y en Birkenau, iban fluyendo las columnas fuera del campo. Los Haftlinge, con los pies envueltos en todo lo que habían podido encontrar, caminaban despacio, con paso moroso; los encuadraban guardias SS y kapos bien alimentados y bien abrigados. Todos los que tenían manta la habían cogido y por lo general la llevaban por la cabeza y recordaban algo a los beduinos; pero no tenían nada más. Cuando pregunté, me dijeron que les habían dado pan y un trozo de salchicha para tres días; nadie había recibido órdenes para darles ropa.
El primer día, sin embargo, pese al hielo y el aguanieve, la cosa parecía funcionar más o menos. Examinaba las columnas que salían del campo, conferenciaba con Kraus, recorría algunos tramos de carretera para ver qué sucedía algo más allá. Por todas partes veía abusos: los guardias obligaban a los presos a empujar las carretas en que iban sus pertenencias, o les hacían llevarles las maletas. A la orilla de la carretera, me fijé, acá y acullá, en algún cadáver tendido en la nieve y, muchas veces, con la cabeza ensangrentada; los guardias cumplían las severas órdenes de Bär. Pero las columnas avanzaban sin jaleo y sin intentos de rebelarse. Mediado el día, conseguí hablar con Schmauser para plantearle el problema de la ropa. Me dejó hablar muy poco y descartó mis objeciones: «No se les puede dar ropa de paisano, podrían escaparse». —«Pues calzado por lo menos». Titubeó: «Arréglelo con Bär», dijo por fin. Yo notaba que tenía otras preocupaciones, pero la verdad es que habría preferido una orden clara. Fui a ver a Bär al Starnmlager: «El Obergruppenführer Schmauser ha dado orden de que se les reparta calzado a los presos que no tengan». Bär se encogió de hombros: «No tengo nada aquí; todo está cargado ya para enviarlo. Vaya a Birkenau para hablarlo con Schwarzhuber». Tardé dos horas en encontrar a aquel oficial, el Lagerführer de Birkenau, que había ido a inspeccionar una de las columnas. «Muy bien, ya me ocuparé de eso», me prometió cuando le transmití la orden. A la caída de la tarde, me reuní con Elias y con Darius, a quienes había enviado a inspeccionar la evacuación de Monowitz y de varios Nebenlager. Todo se iba haciendo más o menos con orden, pero ya a media tarde había cada vez más presos exhaustos que se paraban y dejaban que los fusilasen los guardias. Me fui otra vez con Piontek a inspeccionar las etapas nocturnas. Pese a las órdenes formales de Schmauser— había el temor de que los presos aprovechasen la oscuridad para huir—, algunas columnas seguían marchando aún. Se lo critiqué a los oficiales, pero ellos me contestaron que no habían llegado todavía a las etapas indicadas y que no podían decirles a sus columnas que durmieran al raso, en la nieve o en el hielo. Las etapas que visité eran, en cualquier caso, insuficientes: un pajar o una escuela para dos mil presos a veces; muchos dormían al sereno, apiñados unos contra otros. Pedí que se encendieran hogueras, pero no había leña, los árboles estaban demasiado húmedos y tampoco había herramientas para cortarlos; en donde fue posible encontrar tablones o cajones viejos, se encendieron fuegos de campamento pequeños, pero no iban a durar hasta el amanecer. No se había previsto ningún rancho; los presos tenían que vivir con lo que les habían dado en el campo; me aseguraron que más adelante había raciones. La mayoría de las columnas no habían avanzado cinco kilómetros; muchas estaban aún en el área de influencia del campo, casi desierta; a ese paso, las marchas iban a durar entre diez y doce días.
Volví a la Haus cubierto de barro, mojado, cansado. Kraus estaba allí, tomando una copa con algunos de sus colegas del SD. Vino a sentarse conmigo: «¿Cómo van las cosas?», preguntó… —«No muy bien que digamos. Habrá bajas innecesarias. Bär podría haber hecho mucho más.»…— «A Bär le importa un carajo. ¿Sabe que lo han nombrado Kommandant de Mittelbau?» Enarqué las cejas: «No, no lo sabía. ¿Quién va a supervisar la clausura del campo?»… —«Yo. Ya he recibido orden de crear una oficina, después de la evacuación, para organizar la liquidación administrativa»…— «Enhorabuena», dije… —«Huy— contestó—, no se crea que me hace ninguna gracia. Francamente, habría preferido hacer otra cosa»… —«¿Y cuáles son sus tareas inmediatas?»—. «Estamos esperando a que se queden vacíos los campos. Y, luego, empezaremos»… —«¿Qué va a hacer con los presos que quedan?» Se encogió de hombros y sonrió brevemente con ironía: «¿A usted qué le parece? El Obergruppenführer ha dado orden de ejecutarlos. Nadie debe caer vivo en manos de los bolcheviques»…— «Ya veo». Me acabé la copa. «Pues ánimo. No lo envidio».
Las cosas se fueron torciendo imperceptiblemente. A la mañana siguiente, las columnas seguían saliendo de los campos por los portones principales y los guardias todavía estaban en la línea de torres de vigilancia; reinaba el orden. Pero, pocos kilómetros más allá, las columnas estaban empezando a estirarse, a desflecarse, a medida que los presos más débiles aflojaban el paso. Cada vez se veían más cadáveres. Caía una abundante nevada, pero por lo menos no hacía mucho frío, había visto temperaturas mucho más bajas en Rusia, pero también es verdad que iba bien abrigado y en un coche con calefacción, y los guardias, que tenían que ir a pie, llevaban jerséis, buenos gabanes y botas; a los Haftlinge debía de calarles el frío hasta los huesos. Los guardias estaban cada vez más asustados, les hablaban a gritos a los presos, les pegaban. Vi como un guardia mataba a un preso que se había parado a defecar; le eché una bronca y le pedí al Untersturmführer que iba al mando de la columna que lo arrestara; me contestó que no disponía de bastantes hombres para poder permitírselo. En los pueblos, los campesinos polacos, que estaban esperando a los rusos, miraban pasar a los presos en silencio o les gritaban algo en su lengua; los guardias maltrataban a los que intentaban darles pan o víveres; estaban muy nerviosos, era sabido que los pueblos rebosaban de partisanos y temían un golpe de mano. Pero por la noche, en las etapas que visité, seguía sin haber ni rancho ni pan, y muchos presos se habían comido ya su ración. Me dije que, a ese ritmo, la mitad o las dos terceras partes de las columnas se esfumarían antes de llegar al punto de destino. Le ordené a Piontek que me llevase a Breslau. Por culpa del mal tiempo y de las columnas de refugiados, no llegué hasta pasadas las doce de la noche. Schmauser ya estaba durmiendo y en el cuartel general me dijeron que Boesenberg había ido a Kattowitz, cerca del frente. Un oficial sin afeitar me enseñó un mapa de las operaciones: las posiciones rusas, me explicó, eran más bien teóricas, porque avanzaban tan deprisa que no había forma de llevar los mapas al día; en cuanto a aquellas de nuestras divisiones que aún figuraban en ellos, algunas habían dejado de existir por completo y otras, según informes parciales, debían de desplazarse, como si fueran un Kessel móvil, por detrás de las líneas rusas, intentando llegar hasta nuestras fuerzas replegadas. Tarnowitz y Cracovia habían caído por la tarde. Los soviéticos también estaban entrando con fuerza en Prusia oriental y se hablaba de atrocidades peores que las de Hungría. Era una catástrofe. Pero Schmauser, cuando me recibió a media mañana, parecía tranquilo y seguro de sí mismo. Le describí la situación y le expuse mis exigencias; raciones y leña en las etapas y carretas para transportar a los presos demasiado exhaustos a quienes podría darse así atención médica y poner a trabajar en vez de ejecutarlos: «No estoy hablando de enfermos de tifus o de tuberculosos, Herr Obergruppenführer, sino sólo de los que resisten mal el frío y el hambre»… —«También nuestros soldados pasan frío y hambre— repuso con rudeza—. También los civiles pasan hambre y frío. No parece hacerse cargo de la situación, Obersturmbannführer. Tenemos millón y medio de refugiados en las carreteras. Y eso es mucho más importante que sus presos»… —«Herr Obergruppenführer, esos presos, en tanto en cuanto fuerza de trabajo, son un recurso vital para el Reich. No podemos permitirnos, en la situación actual, quedarnos sin veinte o treinta mil»…— «No puedo proporcionarle medios»… —«Pues entonces deme al menos una orden para conseguir que me obedezcan los jefes de columna». Mandé escribir a máquina una orden y copias para Elias y Darius, y Schmauser las firmó durante la tarde; volví a ponerme en camino en el acto. En las carreteras había atascos terribles, interminables columnas de refugiados, a pie o en carros, camiones aislados de la Wehrmacht, soldados extraviados. En los pueblos, las cantinas itinerantes del NSV repartían sopa. Llegué tarde a Auschwitz; mis colegas ya se habían retirado y estaban durmiendo. Me informaron de que Bär se había ido del campo, definitivamente sin duda. Fui a ver a Kraus y lo encontré con Schurz, el jefe de la PA. Me había llevado el armañac de Drescher y nos lo tomamos juntos. Kraus me contó que había mandado dinamitar por la mañana las edificaciones de los Kremas I y II y había dejado el IV para el último momento; también había empezado con el exterminio que le habían ordenado, fusilando a doscientas judías que se habían quedado en el Frauenlager de Birkenau, pero Springorum, el presidente de la provincia de Kattowitz, se había llevado al Sonderkommando para tareas urgentes y ya no tenía bastantes hombres para continuar. Todos los presos en condiciones habían salido del campo, pero, según Kraus, quedaban en todo el complejo más de ocho mil presos enfermos o demasiado débiles para la caminata. La matanza de aquella gente me parecía, en las actuales circunstancias, completamente estúpida e inútil, pero Kraus había recibido órdenes, aquello no entraba en mis competencias y bastantes problemas tenía ya con las columnas de evacuados.
Me pasé los cuatro días siguientes persiguiendo a esas columnas. Me parecía que luchaba contra un torrente de barro: tardaba horas en avanzar y, cuando por fin topaba con un oficial responsable, éste ponía la peor voluntad del mundo en seguir mis instrucciones. Conseguí, acá y acullá, organizar repartos de raciones (también los había en otros puntos sin que yo interviniera); hice que recogieran las mantas de los muertos para dárselas a los vivos; pude incautarme de carretas de los campesinos polacos para amontonar en ellas a los presos exhaustos. Pero, a la mañana siguiente, cuando volvía a esas mismas columnas, los oficiales habían mandado fusilar a todos cuantos no podían incorporarse y las carretas iban medio vacías. Apenas si me fijaba en los Haftlinge, no era su destino individual lo que me preocupaba, sino su destino colectivo, y, en cualquier caso, se parecían todos, eran una masa gris, sucia y apestosa pese al frío, indiferenciada; no se podían captar sino detalles aislados, los distintivos, una cabeza o unos pies descalzos, una chaqueta diferente de las demás; costaba diferenciar a los hombres de las mujeres. A veces les veía los ojos, bajo los pliegues de la manta, pero no devolvían mirada alguna, estaban vacíos, y los devoraba por completo la necesidad de seguir caminando y caminando. Cuanto más nos alejábamos del Vístula, más frío hacía y sin más gente nos quedábamos. A veces, para darle paso a la Wehrmacht, las columnas tenían que esperar horas al borde de la carretera, o cortar campo a través por tierras heladas, penar para cruzar los incontables canales y terraplenes antes de volver a la carretera. En cuanto una columna se detenía, los presos, sedientos, caían de rodillas para lamer la nieve. Tras todas las columnas, incluso aquella en la que había mandado poner carretas, iba un equipo de guardias que, con una bala o de un culatazo, remataban a los presos que se caían o que se detenían sin más; los oficiales dejaban los cuerpos para que los enterrasen los municipios. Como siempre sucede en situaciones así, se exacerbaba la brutalidad natural de algunos que, con celo asesino, iban más allá de las consignas recibidas; a los oficiales jóvenes, tan asustados como ellos, sus hombres se les iban de las manos. Y no sólo eran los hombres de tropa quienes perdían toda mesura. El tercer o cuarto día, fui a reunirme, en las carreteras, con Elias y Darius, que estaban inspeccionando una columna que venía de Laurahütte y cuyo itinerario había sido menester desviar por la velocidad a la que avanzaban los rusos, que llegaban no sólo desde el este, sino también desde el norte y, según mis informaciones, estaban ya casi en Gross Strehlitz, un poco antes de Blechhammer. Encontré a Elias con el comandante de la columna, un Oberscharführer joven y muy nervioso y alarmado; cuando le pregunté dónde estaba Darius, me dijo que había ido al final de la columna para ocuparse de los enfermos. Fui a reunirme con él, a ver qué estaba haciendo, y me lo encontré rematando a unos presos con una pistola. «¿Se puede saber qué coño hace?» Me saludó y me contestó sin desconcertarse: «Sigo sus órdenes, Herr Obersturmbannführer. He seleccionado con mucho cuidado a los Haftlinge enfermos o débiles y he mandado que metieran en las carretas a los que todavía pueden reponerse. Sólo hemos ejecutado a los que ya no están en condiciones»… —«Untersturmführer— le escupí con tono gélido—, las ejecuciones no son cosa suya. Sus órdenes son reducirlas cuanto sea posible y, desde luego, no tomar parte nunca en ellas. ¿Está claro?» Fui también a echarle un rapapolvo a Elias; a fin de cuentas, Darius estaba bajo su responsabilidad.
A veces daba con jefes de columna más comprensivos que aceptaban la lógica y la necesidad de lo que les explicaba. Pero les proporcionaban medios muy limitados y tenían a sus órdenes a hombres duros de mollera y asustados, que se habían endurecido durante los años pasados en los campos, incapaces de cambiar sus métodos y que, al relajarse la disciplina con el caos de la evacuación, recobraban los antiguos defectos y reflejos. Suponía que todos y cada uno tendrían sus motivos para comportarse así; Darius, por ejemplo, había querido seguramente hacer gala de firmeza y resolución ante aquellos hombres que a veces le llevaban bastantes años. Pero yo tenía cosas más importantes que hacer que analizar todas esas motivaciones; cuanto intentaba, topándome con grandes dificultades, era que se obedecieran mis órdenes. La mayoría de los jefes de columna mostraban sencillamente indiferencia; no tenían sino una idea en la cabeza, alejarse lo más deprisa posible de los rusos con el ganado que habían puesto bajo su custodia, sin complicarse la vida.
Durante esos cuatro días, dormí donde pude, en posadas, en casa de los alcaldes de los pueblos, en casas de particulares. El 25 de enero, un vientecillo se llevó las nubes y el cielo estaba limpio y puro, reluciente; regresé a Auschwitz a ver qué estaba pasando por allí. En la estación me encontré a una unidad de artillería antiaérea compuesta sobre todo de Hitlerjugend alistados en la Luftwaffe, unos niños a quienes se disponían a evacuar; su Feldwebel, que no paraba de mover los ojos, me dijo con una voz átona que los rusos estaban en la otra orilla del Vístula y había combates en la fábrica de la IG Farben. Tiré por la carretera que iba a Birkenau y me encontré con una larga columna de presos que iban cuesta arriba, rodeados de SS que les disparaban más bien al azar; detrás de ellos, hasta el campo, la carretera estaba sembrada de cuerpos. Me detuve y llamé a su jefe, uno de los hombres de Kraus. «¿Qué están haciendo?». —«El Sturmbannführer nos ha ordenado que vaciemos los sectores IIe y IIf y que llevemos a los presos al Stammlager». «¿Y porque les disparáis de está manera?» Hizo una mueca: «Si no, no avanzamos». «¿Dondé está el Strumbannführer Kraus?». «En el Stammlager». Pensé un momento: «Más les valdría dejarlo. Los rusos estarán aquí dentro de pocas horas». Titubeó y, luego, se decidió; les hizo una seña a sus hombres y el grupo se volvió al trote a Auschwitz I, dejando a los Haftlinge. Los miré: no se movían, algunos me miraban también, otros se sentaron. Contemplé Birkenau; desde lo alto de la cuesta lo abarcaba en toda su extensión: el sector de «el Canadá», al fondo, ardía y enviaba al cielo una densa columna de humo negro, junto a la cual, el hilillo que salía del Krema IV, que aún funcionaba, apenas si se veía. La nieve en los tejados de los barracones relucía al sol; el campo parecía desierto, no divisaba ni una forma humana, salvo manchas desperdigadas por los paseos, que debían de ser cuerpos; las torres de vigilancia se erguían, vacías, no se movía nada. Volví a meterme en el coche, dejando a los presos abandonados a su suerte. En el Starnmlager, donde llegué antes que el Kommando, que vi al pasar, otros miembros del SD o de la Gestapo de Kattowitz corrían para todos lados, nerviosos y angustiados. Los paseos del campo estaban llenos de cadáveres, ya cubiertos de nieve, de basura, de montones de ropa sucia; de trecho en trecho, vi a algunos Haftlinge registrando los cuerpos o escurriéndose furtivamente de un edificio a otro; al verme salían por pies. Encontré a Kraus en la Kommandantur, cuyos pasillos vacíos estaban cubiertos de papeles y carpetas; estaba acabándose una botella de schnaps mientras se fumaba un cigarrillo. Me senté e hizo otro tanto. «¿Oye?», me dijo con voz tranquila. Al norte y al este retumbaban sordamente las detonaciones monótonas de la artillería rusa, que sonaban a hueco. «Sus hombres no saben ya ni lo que hacen», le dije, sirviéndome schnaps…— «¿Qué más da? —dijo—. Me voy dentro de un rato. ¿Y usted?»—. «Supongo que yo también. ¿Sigue abierta la Haus?». «No, se marcharon ayer». «¿De verdad, cree, que unos cuantos Haftlinge van a cambiar en algo la situación en que estamos?». Me encogí de hombros y apuré el vaso: «Tengo órdenes —dije—. ¿Y usted? ¿Por qué se obstina en ejecutar a toda esa gente?»…— «Yo también tengo órdenes. Son enemigos del Reich y no hay razón para que ellos se libren mientras nuestro pueblo perece. Dicho lo cual, tiro la toalla. No nos da tiempo ya»… —«De todas formas— comenté, mirando el vaso vacío—, la mayor parte sólo aguantarán unos días. Ya ha visto en qué estado están». Vació también su vaso y se puso de pie: «Vamos allá». Fuera, dio unas cuantas órdenes a sus hombres y, luego, se volvió hacia mí y se despidió: «Adiós, Herr Obersturmbannführer. Buena suerte». —«Lo mismo digo». Me subí al coche y le dije a Piontek que me llevase a Gleiwitz.
De Gleiwitz salían trenes a diario desde el 19 de enero, llevándose a los presos a medida que iban llegando desde los campos más cercanos. Sabía que los primeros trenes los habían encaminado hacia Gross—.osen, adonde había ido Bär a preparar la llegada; pero Gross—.osen no tardó en quedar saturado y se negaron a aceptar más; ahora, los convoyes pasaban por el Protektorat y luego los encarrilaban hacia Viena (al KL Mauthausen), o hacia Praga, para dispersar, luego, a los presos por los KL del Altreich. Todavía estaban cargando un tren cuando llegué a la estación de Gleiwitz. Me quedé espantado al ver que todos los vagones eran descubiertos y estaban ya llenos de nieve y de hielo antes de que hicieran subir a culetazos a los presos exhaustos; y en ellos ni agua, ni víveres, ni cubo higiénico. Pregunté a los presos: venían de Neu Dachs y no les habían dado nada desde que salieron del campo; algunos llevaban cuatro días sin comer. Me quedé mirando, pasmado, a aquellos fantasmas esqueléticos envueltos en mantas empapadas y congeladas, de pie, apiñados en el vagón lleno de nieve. Increpé a uno de los guardias: «¿Quién está al mando?». Se encogió de hombros, airado: «No lo sé, Herr Obersturmbannführer. A nosotros sólo nos han dicho que los hagamos subir». Entré en el edificio principal y le pregunté al jefe de estación, un hombre alto y flaco con bigote de cepillo y gafas redondas de profesor: «¿Quién es el responsable de esos trenes?». Señaló mis galones con el banderín rojo, que tenía enrollado en la mano: «¿No es usted, Herr Offizier? Pues, en cualquier caso, creo que son las SS»… —«Sí, pero ¿quién en concreto? ¿Quién forma los convoyes? ¿Quién asigna los vagones?»—. «En principio —contestó metiéndose el banderín debajo del brazo—, lo de los vagones depende de la Reichsbabndirektion de Kattowitz. Pero para estos Sonderzüge han puesto aquí a un Amtsrat». Me hizo salir de la estación y me indicó un barracón, algo más allá, siguiendo la vía. «Se ha instalado ahí». Fui y entré sin llamar. Un hombre de paisano, gordo y sin afeitar, estaba apoltronado detrás de un escritorio lleno de papeles. Dos empleados de ferrocarriles entraban en calor junto a una estufa. «¿Es usted el Amtsrat de Kattowitz?», ladré. Alzó la cabeza: «Soy el Amtsrat de Kattowitz, para servirle». Le salía de la boca un olor a schnaps insoportable. Señalé las vías: «¿Es usted el responsable de esta Schweinerei?».—. «¿A qué Schweinerei exactamente se refiere? Porque en este momento hay un montón». Me contuve: «Los trenes, los vagones descubiertos para los Haftlinge de los KL»… —«Ah, esa Schweinerei. No, ésa es cosa de sus colegas. Yo coordino el enganche de los convoyes, nada más»…— «Así que es usted el que asigna los vagones». Rebuscó entre los papeles: «Se lo voy a explicar. Siéntese, amigo. Mire. Estos Sonderzüge los asigna la Generalbetriebsleitung Ost, en Berlín. Los vagones hay que encontrarlos en el sitio y entre el material rodante que esté disponible. Y resulta que, como ya lo habrá notado —hizo una seña con la mano hacia el exterior—, por aquí, estos días, la cosa está bastante enfollonada. Sólo nos quedan vagones descubiertos. El Gauleiter requisó todos los vagones cubiertos para evacuar a los civiles o para la Wehrmacht. Si no le gustan, pues mande que les pongan toldos». Me había quedado de pie mientras me daba esas explicaciones: «¿Y de dónde quiere que saque los toldos?»…— «Eso no es problema mío». —«¡Por lo menos podría haber mandado limpiar los vagones!» Suspiró: «Mire, amigo, en este momento tengo que formar entre veinte y veinticinco trenes especiales al día. A mis hombres casi ni les da tiempo a enganchar los vagones»…— «¿Y los víveres?». —«No entran en mis competencias. Pero, por si lo quiere saber, hay por ahí un Obersturmführer que se supone que se ocupa de todas esas cosas». Me fui, dando un portazo. Junto a los trenes, encontré a un Oberwachtmeister de la Schupo: «Ah, sí, he visto a un Obersturmführer dando órdenes. Debe de estar en la SP». En las oficinas, me informaron de que había efectivamente un Obersturmführer de Auschwitz que coordinaba la evacuación de los presos, pero que se había ido a comer. Mandé que lo avisaran. Cuando llegó, ceñudo, le enseñé las órdenes de Schmauser y empecé a echarle una bronca por el estado de los convoyes. Me escuchó en posición de firmes y rojo como la grana; cuando acabé, me contestó, tartamudeando: «Herr Obersturmbannführer, Herr Obersturmbannführer, no es culpa mía. No tengo nada, ningún medio. La Reichsbahn se niega a darme vagones cubiertos, no hay víveres, no hay de nada. No paran de llamarme por teléfono para preguntarme por qué los trenes no salen más deprisa. Hago lo que puedo»…— «¿Cómo? ¿Que en toda Gleiwitz no hay un almacenamiento de víveres que se pueda requisar? ¿Ni toldos? ¿Ni palas para limpiar los vagones? ¡Esos Haftlinge son un recurso del Reich, Obersturmführer! ¿Es que ya no se les enseña a los oficiales SS a tener capacidad de iniciativa?». —«Herr Obersturmbannführer, no lo sé. Puedo enterarme». Enarqué las cejas: «Pues vaya a enterarse. Quiero unos convoyes como es debido para mañana. ¿Está claro?».— «Zu Befehl, Herr Obersturmbannführer». Me saludó y salió. Me senté y ordené a un centinela que me trajera té. Cuando lo estaba enfriando a soplidos, se me acercó un Spiess: «Disculpe, Herr Obersturmbannführer. ¿Es usted del estado mayor del Reichsführer?»… —«Sí»…— «Hay dos señores de la Kripo que están buscando a un Obersturmbannführer del Persónlicher Stab. Debe de ser usted». Lo seguí y me hizo entrar en un despacho: Clemens estaba de codos en una mesa, y Weser en equilibrio en una silla, con las manos en los bolsillos y el respaldo apoyado en la pared. Sonreí y apoyé el brazo en el marco de la puerta, sin soltar la taza de té humeante. «Anda —dije—, unos viejos amigos. ¿Qué les trae por aquí?» Clemens me apuntó con el grueso dedo: «Usted, Aue. Lo estábamos buscando». Me di unas palmaditas en los galones de las hombreras, sin dejar de sonreír: «¿Se olvida de que tengo una graduación, Kriminalkommissar?»…— «Nos importa un carajo su graduación —masculló Clemens—. No se la merece». Weser tomó la palabra por primera vez: «Ha debido usted de decirse, al recibir la comunicación del juez Von Rabingen: Ya está. Se acabó. ¿A que sí?»…— «Efectivamente. Así fue como lo entendí. Si no estoy equivocado, el informe que han hecho ustedes ha parecido muy criticable». Clemens se encogió de hombros: «Ya no sabe uno lo que quieren los jueces. Pero eso no quiere decir que estén en lo cierto»… —«Desdichadamente para ustedes— dije, en tono jovial—, están al servicio de la justicia»… —«Eso mismo— refunfuñó Clemens—, nosotros servimos a la justicia. Y somos los únicos»… —«¿Y para decirme eso han venido hasta Silesia? Me siento halagado»…— «No del todo —dijo Weser, volviendo a apoyar las cuatro patas de la silla en el suelo—. Se nos ocurrió una idea, ya ve»…— «Eso sí que es original», dije llevándome la taza de té a los labios… —«Se lo voy a contar, Aue. Su hermana nos dijo que había pasado por Berlín poco antes del asesinato y se habían visto. Que se había alojado en el Kaiserhof. Así que fuimos al Kaiserhof. Conocen muy bien al Freiherr Von Üxküll en el Kaiserhof. Es un antiguo cliente que está allí como en su casa. En recepción, uno de los empleados se acordó de que, pocos días después de que se fuera, pasó por allí un oficial SS para enviar un telegrama a Frau Von Üxküll. Y, fíjese, cuando se manda un telegrama en un hotel, lo apuntan en un registro. Cada telegrama tiene un número. Y en correos guardan copia de los telegramas. Tres años, es lo que dispone la ley». Sacó una hoja del bolsillo interior del abrigo y la desdobló. «¿Reconoce esto, Aue?» Yo seguía sonriendo. «La investigación está cerrada, meine Herrén».— «¡Nos mintió, Aue!», dijo Clemens con voz atronadora… —«Sí, está muy feo eso de mentirle a la policía», asintió Weser. Me acabé tranquilamente el té, los saludé cortésmente con la cabeza, les deseé que acabasen bien el día y me fui, cerrando la puerta al salir. Fuera, volvía a nevar, cada vez con más saña. Volví a la estación. Una muchedumbre de presos esperaba en un solar; aguantaban, sentados, las ráfagas, entre la nieve y el barro. Intenté meterlos en la estación, pero las salas de espera las ocupaban los soldados de la Wehrmacht. Dormí, con Piontek, en el coche, muerto de cansancio. A la mañana siguiente, el solar estaba vacío, con la excepción de unas cuantas decenas de cadáveres cubiertos de nieve. Intenté localizar al Obersturmführer de la víspera, para ver si estaba siguiendo mis instrucciones, pero la tremenda inutilidad de todo aquello me agobiaba y me paralizaba a la hora de hacer gestiones. A mediodía, ya había tomado una decisión. Le mandé a Piontek que buscara gasolina; luego, por mediación de la SP, avisé a Elias y Darius. A primera hora de la tarde, salí para Berlín.
Los combates nos obligaron a dar un rodeo considerable, por Ostrau y, luego, por Praga y Dresde. Piontek y yo conducíamos por turnos y tardamos dos días en llegar. Decenas de kilómetros antes de Berlín, había que abrirse paso entre la ola de refugiados del Este, a quienes Goebbels obligaba a circunvalar la ciudad. En el centro, del anexo del Ministerio del Interior en donde tenía la oficina no quedaba ya sino una carcasa vacía. Llovía, una lluvia fría y hostil que empapaba los lienzos de nieve pegados aún a los escombros. Las calles estaban sucias y enfangadas. Por fin localicé a Grothmann, quien me dijo que Brandt estaba en Pomerania, en Deutsch Krone, con el Reichsführer. Fui entonces a Oranienburg, en donde seguía funcionando mi oficina, como si estuviera fuera del mundo. Asbach me contó que Fräulein Praxa había resultado herida en un bombardeo, quemaduras en un brazo y en un pecho, y que se había ocupado de que la evacuasen a un hospital de Franconia. Elias y Darius se habían replegado a Breslau al caer Kattowitz y esperaban instrucciones: les ordené que regresaran. Empecé a abrir la correspondencia, que nadie había tocado desde el accidente de Fräulein Praxa. Entre las cartas oficiales, había una particular; reconocí la letra de Héléne. Querido Max, me escribía, han bombardeado mi casa y tengo que irme de Berlín. Estoy desesperada, no sé dónde está y sus colegas no quieren decirme nada. Me voy a reunirme con mis padres en Badén. Escríbame. Si quiere, volveré a Berlín. No todo está perdido. Suya, Héléne. Era casi una declaración, pero no entendía qué quería decirme con No todo está perdido. Le escribí enseguida a la dirección que me indicaba para decirle que había vuelto, pero que valía más que por el momento se quedase en Badén.
Dediqué dos días a redactar un informe muy crítico referido a la evacuación. Hablé también de ello personalmente con Pohl, que desdeñó mis argumentos: «De todas formas —manifestó—, ya no tenemos sitio donde meterlos, todos los campos están llenos». Me crucé con Thomas en Berlín; Schellenberg se había ido, ya no daba fiestas y parecía malhumorado. Según él, las hazañas del Reichsführer como comandante de un grupo de ejércitos eran bastante lamentables, poco le faltaba para pensar que aquel nombramiento había sido una maniobra de Bormann para desprestigiarlo. Pero aquellos necios juegos de última hora ya no me interesaban. Otra vez me encontraba mal y me habían vuelto los vómitos; me daban náuseas mientras escribía a máquina. Me enteré de que Morgen estaba también en Oranienburg, fui a verlo y le conté el incomprensible encarnizamiento de los dos agentes de la Kripo. «Desde luego que es curioso— dijo con expresión pensativa—. Es como si tuvieran algo personal contra usted. Y, sin embargo, he visto el expediente y no hay en él nada sustancioso. Si se hubiera tratado de un individuo desclasado de esos, de un hombre sin educación, podríamos suponer cualquier cosa; pero, vamos, a mí, que lo conozco a usted, me parece grotesco»… —«A lo mejor es un resentimiento de clase— sugerí—. Es como si quisieran humillarme a toda costa»… —«Sí, es posible. Es usted un hombre culto y, entre la hez del Partido, hay muchos prejuicios contra los intelectuales. Mire, hablaré de esto con Von Rabingen y le diré que les mande una amonestación oficial. No pueden seguir adelante con una investigación en contra de la decisión de un juez».
A eso de las doce de la mañana, dieron por la radio un discurso del Führer, con motivo del duodécimo (y último, como se vio después) aniversario de la Toma del Poder. Lo oí sin hacerle demasiado caso en el comedor de oficiales de Oranienburg; ni siquiera me acuerdo ya de qué dijo, seguro que seguía hablando de la marea del bolchevismo asiático o de algo por el estilo; lo que me llamó sobre todo la atención fue la reacción de los oficiales SS allí presentes: sólo algunos se pusieron de pie para levantar el brazo cuando, al final, sonó el himno nacional, lo cual era un desparpajo que, pocos meses antes, habría parecido inadmisible e imperdonable. Ese mismo día, un submarino soviético torpedeó, frente a las costas de Danzig, al Wilbelm—.ustloff, honra y prez de la flotilla «Kraft durch Freude» de Ley, a bordo del cual iban más de ocho mil evacuados, la mitad de los cuales eran niños. Casi no hubo supervivientes. En el tiempo en que tardé en regresar a Berlín al día siguiente los rusos llegaron al Oder y lo cruzaron como quien no quiere la cosa para ocupar una extensa cabeza de puente entre Küstrin y Francfort. Yo vomitaba casi todo lo que comía y temía que me volviera la fiebre.
A principios de febrero, volvieron a aparecer sobre Berlín los americanos, a pleno día. Pese a las prohibiciones, la ciudad rebosaba de refugiados huraños y agresivos, que se afincaban en las ruinas y saqueaban los almacenes y los comercios sin que interviniera la policía. Yo estaba de paso en la Staatspolizei, debía de faltar poco para las once de la mañana; me enviaron, con los pocos oficiales que aún trabajaban allí, al refugio antiaéreo construido en el jardín, en las lindes del parque destruido del Prinzt—.lbrecht—.alais, que era también una cascara vacía y sin techo. Aquel refugio, que ni siquiera era subterráneo, no consistía, en resumidas cuentas, sino en un largo corredor de hormigón; no me parecía muy tranquilizador que digamos, pero no tenía elección. Además de a los oficiales de la Gestapo, metieron allí a unos cuantos presos, hombres sin afeitar y con grilletes en los pies que habían debido de sacar de las celdas vecinas: reconocí a algunos de los conspiradores de julio, cuyas fotos había visto en los periódicos o en los noticiarios. La incursión fue de increíble violencia; el bunker achaparrado, cuyos muros tenían más de un metro de grueso, se balanceaba como un tilo al viento. Me daba la impresión de que me encontraba en el centro de un huracán, en una tempestad no de elementos, sino de ruido en estado puro, un ruido salvaje, todo el ruido del mundo, desenfrenado. La presión de las explosiones oprimía dolorosamente los tímpanos, estaba casi sordo y tenía miedo de que se me reventasen, de tanto como me hacían padecer. Quería que me barrieran, que me aplastaran, no podía soportarlo más. Los presos, a quienes habían prohibido sentarse, estaban tendidos en el suelo, y casi todos hechos un ovillo. Luego, me pareció que me alzaba del asiento una mano gigante y que me lanzaba por el aire. Cuando volví a abrir los ojos, flotaban por encima de mí varios rostros. Parecía que estaban gritando, pero no entendía qué querían. Moví la cabeza, pero noté que unas manos me la agarraban y me obligaban a recostarla otra vez. Me sacaron de allí cuando acabó la alerta. Thomas me sostenía. El cielo de mediodía estaba negro de humo, las llamas lamían las ventanas del edificio de la Staatspolizei; en el parque, los árboles ardían como teas; se había desplomado todo un paño de la fachada trasera del palacio. Thomas me hizo sentarme en los restos de un banco pulverizado. Me toqué la cara: me corría la sangre por la mejilla. Me zumbaban los oídos, pero oía ruidos. Thomas se me acercó otra vez: «¿Me oyes?». Le dije que sí por señas; pese al espantoso dolor que notaba en los oídos, me enteraba de lo que me decía. «No te muevas. Te has dado un mal golpe». Algo después me acomodaron en un Opel. En la Askanischer Platz ardían coches y camiones retorcidos, la Anhalter Bahnhof parecía haberse doblado sobre sí misma y soltaba un humo negro y acre, el Europa Haus y los edificios de alrededor también estaban ardiendo. Unos soldados y unos auxiliares con las caras negras de humo luchaban en vano contra los incendios. Me llevaron a la Kurfürstenstrasse, a las oficinas de Eichmann, que todavía estaban en pie. Allí me tendieron en una mesa, entre otros heridos. Llegó un Hauptsturmführer, el médico a quien ya conocía y cuyo nombre se me había vuelto a olvidar: «Usted otra vez», dijo con tono amable. Thomas le explicó que me había dado con la cabeza en la pared y había estado sin conocimiento alrededor de veinte minutos. El médico me mandó sacar la lengua y, luego, me enfocó los ojos con una luz cegadora. «Tiene conmoción cerebral», me dijo. Se volvió hacia Thomas: «Que le hagan una radiografía de la cabeza. Si no hay fractura, tres semanas de reposo». Garabateó una nota en una hoja, se la dio a Thomas y se fue. Thomas me dijo: «Voy a buscarte un hospital para la radiografía. Si no te dejan ingresado, vete a mi casa a descansar. Ya me ocuparé yo de Grothmann». Me reí: «¿Y si tu casa ya no está?». Se encogió de hombros: «Vuelve aquí».
No tenía fractura de cráneo y Thomas seguía teniendo casa. Volvió al caer la tarde y me alargó una hoja firmada y con un sello: «Tu baja. Valdría más que te fueras de Berlín». Me dolía la cabeza y me estaba tomando a sorbitos un coñac con agua mineral. «¿Y adonde voy?. —«Pues ni idea. ¿Y si fueras a Badén a ver a tu amiguita?»—. «Hay probabilidades de que los americanos lleguen antes que yo»… —«Pues por eso mismo. Llévatela a Baviera, o a Austria. Búscate un hotelito y pasa unas vacaciones románticas. Si estuviera en tu lugar, aprovecharía. Porque existe el riesgo de que no vuelvas a tener otras en mucho tiempo». Me hizo un balance de la incursión: ya no se podían usar las oficinas de la Staatspolizei, la antigua cancillería estaba destruida, y la nueva, la de Speer, había sufrido serios daños; incluso habían ardido las habitaciones privadas del Führer. Había caído una bomba en el Tribunal del Pueblo en plena sesión; estaban juzgando al general Von Schlabrendorff, uno de los conspiradores del OKHG Centro; después de la incursión, encontraron al juez Freisler, que había muerto en el acto, con el legajo de Schlabrendorff en la mano y la cabeza aplastada, según decían, por el busto de bronce del Führer que presidía la sala, detrás de él, durante sus apasionados alegatos.
Me parecía buena idea lo de irme, pero ¿dónde me iba? En eso de Badén y las vacaciones románticas no había ni que pensar. Thomas quería evacuar a sus padres de los arrabales de Viena y me propuso que fuera en su lugar y los llevase a la granja de un primo suyo. «¿Tú tienes padres?» Me miró con ojos desconcertados: «Pues claro. Todo el mundo tiene padres. ¿Por qué?». Pero la opción vienesa me parecía complicadísima para una convalecencia, y Thomas estuvo de acuerdo: «No te preocupes, ya me las apañaré de otra manera, no hay problema. Vete a descansar a algún sitio». Yo seguía sin ideas, sin embargo, le pedí a Piontek que viniera al día siguiente con varias latas de gasolina. Aquella noche dormí poco, me dolían la cabeza y los oídos, las punzadas me despertaban, vomité dos veces, pero había algo más. Cuando llegó Piontek, cogí la hoja de baja —esencial para los puestos de control—, la botella de coñac y cuatro cajetillas que Thomas me había regalado, la bolsa con unos cuantos efectos personales y mudas; y, sin ofrecerle siquiera un café, le ordené que arrancase. «¿Dónde vamos, Herr Obersturmbannführer?»—. «Coge la carretera de Stettin».
Estoy seguro de que lo dije sin pensar, pero, una vez que lo hube dicho, me pareció evidente que no podía ser de otra manera. Hubo que dar rodeos complicados para llegar a la autopista; Piontek, que había pasado la noche en el garaje, me dijo que Moabit y Wedding habían desaparecido del mapa y que hordas de berlineses habían acudido a sumarse a los refugiados del Este. En la autopista, la fila de carros, la mayoría con tiendas blancas encima, que la gente había improvisado para ampararse de la nieve y el frío cortante, se alargaba de forma interminable, con el hocico de cada caballo apoyado en el trasero del caballo del carro de delante, y la mantenían pegada a la derecha unos Schupo y unos Feldgendarmes para que pudieran pasar los convoyes militares que iban hacia el frente. De vez en cuando aparecía un Sturmovik ruso y entonces cundía el pánico, la gente saltaba de los carros y huía por los campos nevados, mientras el caza pasaba por encima de la columna, en dirección contraria a la marcha, soltando ráfagas de disparos de obús que segaban a los rezagados, les abrían la cabeza y la panza a los caballos locos de miedo, incendiaban los colchones y los carros. Durante uno de esos ataques, mi coche recibió varios impactos, me lo encontré con las portezuelas agujereadas y el cristal trasero hecho añicos; menos mal que el motor estaba indemne y el coñac también. Le alargué la botella a Piontek y, luego, bebí yo un buen trago, a morro, mientras volvíamos a arrancar, entre los gritos de los heridos y los berridos de los caballos aterrados. En Stettin, cruzamos el Oder, cuyo deshielo precoz había acelerado la Kriegsmarine con dinamita y rompehielos; circunvalamos, luego, el Manü—.ee por el norte y cruzamos Stargard, que ocupaban unos Waffen—.S con insignias negras, oro y rojas, hombres de Degrelle. Seguimos por la carretera principal del Este y yo iba guiando a Piontek con un mapa, porque nunca había estado por esa zona. La atestada pista corría entre campos ondulados que cubría una nieve limpia y suave, cristalina; y luego venían bosques de abedules o de pinos, lúgubres y oscuros. Acá y acullá se veía alguna granja aislada, edificaciones alargadas y achaparradas, acurrucadas bajo los tejados de bálago cubiertos de nieve. Los pueblecitos de ladrillos rojos y tejados grises de pendiente pronunciada, de austeras iglesias luteranas, parecían pasmosamente tranquilos; los vecinos andaban atareados con sus cosas. Pasada Wangerin, a un nivel más bajo que el de la carretera había grandes lagos fríos y grises, cuya agua sólo se había congelado en las orillas. Cruzamos Dramburg y Falkenburg; en Tempelburg, una ciudad pequeña en la orilla meridional del Dratzig—.ee, le dije a Piontek que saliera de la autopista y tirara hacia el norte, por la carretera de Bad Polzin. Tras recorrer una recta larga que cruzaba por despejados campos que se extendían entre los bosques de abetos que ocultaban el lago, la carretera iba siguiendo un istmo abrupto, coronado de árboles, que separa, como una hoja de cuchillo, el Dratzig—.ee del Sareben—.ee, más pequeño. Abajo, trazando una amplia curva entre ambos lagos, había un pueblecito, Alt Draheim, escalonado entorno a un bloque macizo y cuadrado de piedra, las ruinas de un castillo antiguo. Pasado el pueblo, un bosque de pinos cubría la orilla septentrional del Sareben—.ee. Me paré y le pregunté el camino a un campesino que nos lo indicó casi sin un ademán: había que hacer otros dos kilómetros y luego girar a la derecha. «Tienen que ver a la fuerza el desvío —dijo—. Hay un paseo grande de abedules». Pero Piontek estuvo a punto de pasar por delante sin verlo. El paseo cruzaba un bosquecillo y luego corría recto por una extensión de campo hermosa y despejada, una prolongada línea trazada entre dos elevadas cortinas de abedules sin hojas y pálidos, serenos en medio de la nieve blanca y virgen. La casa estaba al fondo.