¿Por qué estaba todo tan blanco? La estepa nunca estuvo tan blanca. Descansaba en una extensión hecha de blancura. Quizá hubiera nevado, o quizá yaciera como un soldado caído. Un estandarte tendido en la nieve. En cualquier caso, no tenía frío. A decir verdad, era difícil saberlo. Me notaba totalmente desprendido de mi cuerpo. Desde lejos, intentaba identificar una sensación concreta: un sabor a barro en la boca. Pero la boca andaba flotando por ahí, no tenía siquiera una mandíbula en que afianzarse. En cuanto al pecho, era como si lo estuviesen aplastando varias toneladas de piedras; las buscaba con la mirada, pero era imposible divisarlas. Desde luego, me dije, hay que ver lo disperso que ando. Ay, mi pobre cuerpo. Me apetecía acurrucarme encima de él, igual que se acurruca uno encima de un niño muy querido, de noche, cuando hace frío.
En aquellas comarcas blancas e infinitas giraba una bola de fuego que me perforaba los ojos. Pero, curiosamente, aquellas llamas no prestaban calor alguno a la blancura. Era imposible mirarla fijamente, y también imposible hacerla a un lado, su presencia desagradable me perseguía. Me invadía el pánico. ¿Y si nunca recuperaba los pies, cómo iba a controlarla? Qué difícil era todo. ¿Cuánto tiempo pasé así? No sabría decirlo; por lo menos un año de gravidez. Tenía tiempo para considerar las cosas y así fue como, poco a poco, comprobé que toda aquella blancura no era uniforme; había grados y ninguno de ellos, sin duda, habría merecido la apelación de gris pálido y, sin embargo, había variaciones; habría sido menester para describirlas un vocabulario nuevo, tan sutil y preciso como el de los inuits para describir los estados del hielo. Debía de tener también algo que ver la textura; pero, en este terreno, tenía, por lo visto, los ojos tan poco sensibles como los dedos, inertes. Me llegaban bramidos lejanos. Decidí centrarme en un detalle, una discontinuidad de lo blanco, hasta que se rindiera a mi comprensión. Dediqué otro siglo, o dos, a ese esfuerzo inmenso, pero al fin entendí de qué se trataba: era un ángulo recto. Venga, un esfuerzo más. Al ir siguiendo ese ángulo, acabé por dar con otro; así que, eureka, aquello era un marco; ahora la cosa iba más deprisa, iba descubriendo otros marcos, pero todos ellos eran blancos, y lo que había fuera de ellos era blanco también, y también lo de dentro: pocas esperanzas hay, me desesperaba yo, de poder aclararlo todo de forma inmediata. Seguramente había que recurrir a las hipótesis. ¿Sería arte moderno? Aunque aquellos marcos regulares los enturbiaban a veces otras formas, blancas también, pero borrosas, desvaídas. ¡Ah, qué trabajo de interpretación, qué tarea sin fin! Pero mi obstinación no dejaba de brindarme sin cesar nuevos resultados: la superficie blanca, que se extendía a lo lejos, era, de hecho, estriada, ondulada, quizá una estepa vista desde un avión (pero no desde un dirigible, el aspecto no era el mismo). ¡Qué éxito! ¡Lo ufano que me puse! Me parecía que, con un último esfuerzo, solucionaría todos aquellos misterios. Pero una catástrofe imprevista puso fin de forma brutal a mis investigaciones: la bola de fuego murió y me quedé sumido en la oscuridad, unas tinieblas densas y asfixiantes. Era vano luchar: vociferaba, pero no me salía sonido alguno de los pulmones oprimidos. Sabía que no me había muerto porque ni la misma muerte podía ser tan negra; era algo mucho peor que la muerte, una cloaca, un pantano opaco; y la eternidad no parecía sino un instante, comparada con el tiempo que pasé allí.
Al fin me levantaron la sentencia: la negrura infinita del mundo fue deshaciéndose poco a poco. Y con el regreso mágico de la luz, veía las cosas con mayor claridad; entonces, como a un nuevo Adán, me fue dada de nuevo (o quizá dada sin más) la capacidad de nombrar las cosas: la pared, la ventana, el cielo lechoso detrás de los cristales. Contemplé, maravillado, aquel espectáculo extraordinario; luego me fijé minuciosamente en todo en cuanto pude: la puerta, el picaporte, la bombilla mortecina bajo la pantalla, los pies de la cama, las sábanas, unas manos venosas, probablemente las mías. Se abrió una puerta y apareció una mujer, vestida de blanco; pero con ella irrumpió el color en este mundo, una forma roja, del rojo vivo de la sangre en la nieve, y aquello me afligió más allá de lo imaginable, y rompí en sollozos. «¿Por qué llora?», dijo ella con voz melodiosa, y me acarició la mejilla con dedos pálidos y frescos. Me fui calmando poco a poco. Dijo alguna otra cosa, que no entendí; noté que me andaba en el cuerpo; aterrado, cerré los ojos, con lo que di al fin con una dosis de poder sobre aquel blanco cegador. Tiempo después, le tocó aparecer a un hombre maduro; lo que hizo debía de ser eso que se llama entrar; digamos, pues, que esta vez le tocó la vez de entrar aun hombre maduro con el pelo blanco: «¡Ah, ya se ha despertado!», exclamó con tono animado. ¿Por qué decía eso? Si yo llevaba una eternidad en vela: del sueño se me había olvidado hasta el nombre. Pero era posible que él y yo no nos refiriésemos a lo mismo. Se sentó a mi lado, me levantó un párpado sin miramientos, me plantó una luz en el ojo: «Estupendo, estupendo», repetía, tan contento de aquella jugarreta cruel. Por fin, se fue también.
Tardé aún cierto tiempo en ensamblar aquellas impresiones fragmentarias y en darme cuenta de que había caído en manos de unos representantes de la profesión médica. Tuve que armarme de paciencia y dejar que me sobasen: no sólo las mujeres, las enfermeras, se tomaban con mi cuerpo libertades inauditas, sino que, además, los médicos, hombres circunspectos y serios, de voces paternales, entraban continuamente, rodeados de bandadas de jóvenes, todos con bata, y me incorporaban con descaro, me cambiaban de postura la cabeza y hablaban de mí como si yo fuera un maniquí. Aquello me parecía muy poco atento, aunque no podía protestar: aún carecía de la posibilidad de articular sonidos, así como de otras facultades. Pero el día en que, por fin, pude llamar cerdo con claridad a uno de esos caballeros, no se molestó; antes bien, me sonrió y me aplaudió: «Bravo, bravo». Aquello me animó y me hizo más atrevido; lo repetí en las siguientes visitas: «Piltrafa, locaza, asqueroso, judío, maricón». Los médicos movían la cabeza muy serios, los jóvenes tomaban notas en unas cuartillas apoyadas en unas tablitas; por fin, me reprendió una enfermera: «Ya podría usted ser algo más educado»… —«Sí, es cierto, tiene usted razón. ¿Debo llamarla meine Dame?» Sacudió una linda manita descubierta ante mis ojos: «Mein Fräulein», respondió con buen humor, y se esfumó. Para ser joven y soltera, aquella enfermera tenía fuerza y maña: cuando yo tenía que hacer mis necesidades, me daba la vuelta, me atendía y me limpiaba, luego, con una eficiencia meditada y con los ademanes amables y desenvueltos, libres de cualquier asco, con que una madre limpia a su hijo, igual que si, aunque a lo mejor era virgen todavía, llevara toda la vida haciéndolo. Me agradaba que me prestase aquel servicio, desde luego, y me gustaba pedírselo. También me daban de comer, ella y otras, metiéndome cucharadas de caldo entre los dientes; habría preferido un filete poco hecho, pero no me atrevía a pedirlo; a fin de cuentas, no estaba en un hotel, sino, por fin lo había entendido, en un hospital: y también en eso consiste ser un paciente, la palabra dice con mucha exactitud lo que quiere decir.
Así que seguramente había tenido un contratiempo de salud en circunstancias que aún no recordaba, y, si me fiaba de la limpieza de las sábanas y del sosiego y la pulcritud del lugar, no debía de estar ya en Stalingrado; o, en caso contrario, es que las cosas habían cambiado mucho. Y, efectivamente, como por fin supe, no estaba ya en Stalingrado, sino en Hohenlychen, al norte de Berlín, en el hospital de la Cruz Roja alemana. Cómo había llegado hasta allí, nadie sabía decírmelo; me habían entregado en un furgón, les habían dicho que me atendieran, y ellos no hacían preguntas y me atendían, ni yo tampoco debía hacer preguntas, lo que tenía que hacer era curarme.
Un día, se oyó un tumulto: se abrió la puerta y mi cuartito se llenó de gente; la mayoría, en esta ocasión, no iba de blanco, sino de negro. Al más bajito lo reconocí tras forzar la memoria, me sonaba muchísimo: era el Reichsführer-SS, Heinrich Himmler. Lo rodeaban otros oficiales SS; a su lado había un gigante a quien no conocía, con cara caballuna, como tallada a hachazos, y cruzada de cicatrices. Himmler se me plantó al lado y soltó un breve discurso con su voz gangosa de profesor; del otro lado de la cama, unos hombres hacían fotos y rodaban la escena. Entendí poco de lo que dijo el Reichsführer: en la superficie de sus palabras chapoteaban algunas expresiones, oficial heroico, honra y prez de las SS, informes lúcidos, valeroso, pero todo aquello no formaba, desde luego, un relato en el cual pudiera yo reconocerme, me costaba aplicar a mi persona esas palabras; y, no obstante, lo que quería decir aquella escena estaba claro, desde luego que hablaban de mí, por mí era por quien se habían reunido en aquel exiguo cuartito todos aquellos oficiales y aquellos dignatarios rutilantes. Entre la muchedumbre que estaba al fondo, reconocí a Thomas; me hizo un ademán amistoso, pero, por desdicha, no podía hablar con él. Cuando hubo acabado el discurso, el Reichsführer se volvió hacia un oficial con gafas redondas, bastante grandes, de montura negra, quien le alargó algo con expresión obsequiosa; luego, se inclinó hacia mí y vi, con creciente pánico, cómo se me acercaban aquellos lentes de pinza, aquel bigotito grotesco, aquellos dedos gruesos y cortos de uñas sucias; quería ponerme algo en el pecho, vi un alfiler, me aterrorizaba pensar que pudiera pincharme; luego aquel rostro bajó más aún; Himmler no se fijaba en absoluto en mi angustia; aquel aliento que olía a verbena me asfixiaba, y me dio en la cara un beso húmedo. Se enderezó y el brazo se le disparó por el aire mientras soltaba un berrido; toda la audiencia hizo otro tanto, y un bosque de brazos en alto, negros, blancos, pardos, rodeó mi cama; tímidamente, para no ser menos, alcé también el brazo; el gesto causó su efecto, porque todo el mundo se dio media vuelta y se agolpó para salir; la muchedumbre no tardó en desaparecer y me quedé solo, exhausto, incapaz de quitarme aquella peculiar cosa fría que me pesaba en el pecho.
Ahora podía dar ya unos cuantos pasos si alguien me sostenía; resultaba práctico, porque así podía ir al retrete. Si me concentraba, el cuerpo empezaba a obedecer las órdenes que le daba, reacio al principio, luego con mayor docilidad; sólo la mano izquierda seguía al margen del general concierto; podía mover los dedos, pero de ninguna manera aceptaban cerrarse y formar un puño. Me miré por primera vez la cara en un espejo; a decir verdad, no me sonaba de nada, no concebía cómo aquella serie de rasgos tan diversos se mantenía junta, y cuanto más los miraba, más ajenos me resultaban. Las vendas blancas que me rodeaban la cabeza impedían al menos que estallara, lo cual ya era algo, e incluso era muchísimo, pero no por ello progresaba en mis especulaciones, aquella cara parecía una colección de piezas que encajaban bien, pero que venían de puzzles diferentes. Por fin vino un médico y me dijo que iba a marcharme: me explicó que estaba curado, que ya no podían hacer nada más por mí, que me iban a mandar a otro sitio para que recuperase las fuerzas. ¡Curado! Qué palabra tan asombrosa, ni siquiera sabía que me habían herido. En realidad, una bala me había atravesado la cabeza. Por un azar menos infrecuente de lo que suele pensarse, como me explicaron pacientemente, no sólo había sobrevivido, sino que no me quedaría secuela alguna; la rigidez de la mano izquierda, un leve trastorno neurológico, persistiría aún algún tiempo, pero también acabaría por desaparecer. Esa información científica tan concreta me colmó de estupor: así que aquellas sensaciones tan poco habituales y tan misteriosas tenían una causa que podía explicarse y era racional; ahora bien, ni siquiera haciendo un esfuerzo conseguía relacionarlas con aquella explicación, que me parecía hueca e inventada; si así era la razón, a mí también me gustaría, igual que a Lutero, llamarla Hure, puta; y, efectivamente, obedeciendo a las órdenes sosegadas y pacientes de los médicos, la razón se levantaba las faldas para que yo la mirase y revelaba que, debajo, no había nada. Podría haber dicho de ella lo mismo que de mi pobre cabeza: un agujero es un agujero es un agujero. No se me había ocurrido que un agujero pudiera ser también un todo. Cuando me quitaron las vendas, pude comprobar personalmente que no había casi nada que ver: en la frente, una diminuta cicatriz redonda, precisamente encima del ojo derecho; detrás de la cabeza, apenas visible, según me aseguraban, un chichón; entre ambas cosas, el pelo, que me estaba creciendo, tapaba ya las señales de la operación que me habían hecho. Pero, por lo que decían aquellos médicos tan seguros de su ciencia, un agujero me cruzaba la cabeza, un corredor estrecho y circular, un pozo fabuloso, cerrado, al que no podía acceder el pensamiento; y si aquello era cierto, entonces ya nada era igual; ¿cómo podría ser igual? Mi forma de concebir el mundo tenía ahora que volver a organizarse alrededor de ese agujero. Pero cuanto podía decir, que fuese algo concreto, era: me desperté y nada volverá ya a ser lo mismo. Mientras pensaba en aquella cuestión impresionante, vinieron a buscarme y me tendieron en una camilla dentro de un vehículo sanitario; una de las enfermeras me había metido en el bolsillo, muy cariñosa, el estuche de la medalla, la que me había dado el Reichsführer. Me llevaron a Pomerania, a la isla de Usedom, cerca de Swinemünde; allí, a la orilla del mar, había una casa de reposo de las SS, una mansión bonita y espaciosa; mi habitación, muy luminosa, daba al mar; y durante el día una enfermera me llevaba en silla de ruedas hasta un gran ventanal desde donde podía contemplar el agua densa y gris del Báltico, los juegos estridentes de las gaviotas, la arena fría y húmeda de la playa, salpicada de cantos rodados. Fregaban frecuentemente los pasillos y las salas comunes con fenol y me gustaba aquel olor acre y equívoco que me recordaba sin miramientos las caídas tan sabrosas de mi adolescencia; las manos largas, casi azules de tan translúcidas, de las enfermeras, hijas del Norte, rubias y delicadas, también olían a fenol, y los convalecientes las llamaban las Karbol Maüschen. Con aquellos olores y aquellas sensaciones fuertes tenía unas erecciones sorprendentes por lo ajenas que parecían a mi persona; la enfermera que me lavaba sonreía al verlas y les pasaba la toalla con la misma indiferencia que la pasaba por todo lo demás; a veces duraban mucho, pacientemente resignadas, pues yo habría sido totalmente incapaz de aliviarme. Que existiera la luz del día se había convertido para mí en algo inesperado, desatinado, imposible de descifrar; y un cuerpo me resultaba mucho más complejo todavía; había que tomarse las cosas con calma.
Me gustaba mucho la vida metódica de aquella isla hermosa, fría y pelada, en donde no se veían sino tonos grises, amarillos y azul pálido; había sólo las asperezas suficientes a las que agarrarse para que no se lo llevara a uno el viento; pero no demasiadas, no había peligro de despellejarse con ellas. Thomas vino a verme y me trajo regalos, una botella de coñac francés y una espléndida edición encuadernada de Nietzsche; ahora bien, no me dejaban beber, y de leer habría sido completamente incapaz, se me escabullía el sentido, el alfabeto me tomaba el pelo; le di las gracias y guardé los regalos en una cómoda. La insignia que llevaba en el cuello del elegante uniforme negro tenía ahora, encima de los cuatro rombos bordados en hilo de plata, dos barras, y un ángulo le adornaba el centro de las hombreras: lo habían ascendido a SS-Obersturmbannführer; y a mí también me habían ascendido, por lo que me dijo; el Reichsführer me lo había explicado cuando me puso la medalla, pero no reparé en ese detalle. Ahora era un héroe alemán, el Schwarzes Korps había publicado un artículo sobre mí; nunca había mirado la condecoración: era la Cruz de Hierro de primera clase (con lo cual, al mismo tiempo, me habían concedido también, con efectos retroactivos, la de segunda clase). No tenía ni idea de qué demonios podía haber hecho para merecérmela, pero Thomas, alegre y voluble, ya estaba soltando informaciones y cotilleos: Schellenberg por fin había sustituido a Jost al frente de la Amt VI; a Best lo había expulsado de Francia la Wehrmacht, pero el Führer lo había nombrado plenipotenciario en Dinamarca; y el Reichsführer se había decidido por fin a nombrar a alguien para que sustituyera a Heydrich, el Obergruppenführer Kaltenbrunner, aquel ograzo con un chirlo en la cara que vi a su lado en mi habitación. El nombre no me sonaba casi de nada, sabía que había sido HSSPF-Danubio y que solían considerarlo un hombre insignificante; Thomas, por su parte, estaba encantado con aquella elección. Kaltenbrunner era casi paisano suyo; hablaba el mismo dialecto que él y ya lo había invitado a cenar. Y a él lo habían nombrado Gruppenleiter ayudante del IV A, a las órdenes de Panzinger, el sustituto de Müller La verdad es que aquellos detalles me interesaban muy poco, pero había vuelto a aprender a ser educado y le di la enhorabuena porque parecía muy contento de su suerte y de su persona. Me contó con mucho sentido del humor las grandiosas honras fúnebres del 6º Ejército; oficialmente, todo el mundo, desde Paulus hasta el último Gefreiter, había resistido hasta la muerte; de hecho, sólo un general, Hartmann, había muerto en la línea de fuego, y sólo a uno (Stempel) le había parecido oportuno suicidarse; los otros veintidós, incluido Paulus, habían acabado en manos de los soviéticos. «Les van a dar la vuelta como a un guante —dijo despreocupadamente Thomas-. Ya verás». Durante tres días, todas las radios del Reich habían dejado de emitir y no ponían sino música fúnebre. «Lo peor era Bruckner. La séptima. Una vez tras otra. No había forma de librarse. Creí que me iba a volver loco». Me contó también, pero casi de pasada, cómo había llegado yo allí: escuché el relato con atención y, por lo tanto, puedo referirlo, pero no era capaz de relacionarlo con nada, aún menos que todo lo demás; no pasaba de ser un relato, verídico sin lugar a dudas, pero un relato, no obstante, nada más una secuencia de frases colocadas en determinado orden misterioso y arbitrario, que se regían por una lógica que poco tenía que ver con esta que a mí me permitía respirar el aire salado del Báltico; notar, cuando me sacaban, el viento en la cara; llevarme del tazón a la boca cucharadas de sopa; y abrir, luego, el ano cuando llegaba el momento de echar fuera los desperdicios. Según ese relato, del que nada cambio, me alejé, por lo visto, de Thomas y de los otros, en dirección a las líneas rusas, en una zona expuesta, sin hacer el menor caso de los gritos que daban; antes de que pudieran alcanzarme, hubo un único disparo, y caí redondo. Ivan se arriesgó valerosamente para poner mi cuerpo a buen recaudo; también le dispararon, pero la bala le atravesó la manga sin rozarlo. A mí— y en esto la versión de Thomas coincidía con las explicaciones del médico de Hohenlychenel tiro me dio en la cabeza, pero, para mayor sorpresa de los que se apiñaban a mi alrededor, seguía respirando. Me llevaron a un puesto de socorro; allí, el médico manifestó que no podía hacer nada, pero como yo seguía empeñado en respirar, me desvió hacia Gumrak, en donde estaban los mejores quirófanos del Kessel. Thomas requisó un vehículo, me llevó personalmente y, luego, considerando que había hecho todo cuanto estaba en su mano, allí me dejó. Esa misma noche recibió su orden de traslado. Pero al día siguiente, también había que evacuar, ante el avance ruso, Gumrak, el aeródromo principal desde la caída de Pitomnik. Se fue, pues, hasta Stalingradski, de donde aún salían algunos aviones; mientras esperaba, fue a ver, por hacer algo, el hospital por fortuna instalado en unas tiendas y allí me encontró, inconsciente, con la cabeza vendada, pero sin dejar de respirar como un fuelle de herrero. Un enfermero le contó, a cambio de un cigarrillo, que me habían operado en Gumrak; no sabía detalles, hubo una refriega y, poco después, al cirujano lo mató un proyectil de mortero que cayó en el quirófano, pero yo seguía vivo y, por ser oficial, tenían consideraciones conmigo; en el momento de la evacuación, me metieron en un vehículo y me llevaron allí. Thomas quiso que me embarcaran en su avión, pero los Feldgendarmes se negaron, porque el filo rojo de mi etiqueta VERWUNDETE quería decir «No se puede transportar». «No podía esperar, porque mi avión despegaba ya. Y además otra vez empezó el chaparrón de tiros. Así que encontré a un tipo muy deteriorado, pero con una etiqueta corriente, y la cambié por la tuya. De todas formas, el hombre aquel no tenía ninguna probabilidad. Luego te dejé, con los heridos, al borde de la pista y me fui. Te embarcaron en el avión siguiente, uno de los últimos. Tendrías que haber visto las caras en Melitopol, cuando llegué. Nadie quería darme la mano; a todos les asustaban demasiado los piojos. Menos a Manstein, que le daba la mano a todo el mundo. Sin contarme a mí, no había casi más que oficiales de los panzers. No es de extrañar, en vista de que a Milch las listas se las hacía Hube. Es que no puede uno fiarse de nadie». Me recosté en los almohadones y cerré los ojos. «Aparte de nosotros, ¿quién más se salvó?». —«¿Aparte de nosotros? Sólo Weidner. ¿Te acuerdas de él? De la Gestapostelle. También Móritz recibió una orden de traslado, pero nunca encontramos ni rastro de él. Ni siquiera es seguro que pudiera irse»…— «¿Y el jovencito aquel? Tu colega, el que pilló un impacto de metralla y estaba tan contento»… —«¿Vopel? Lo evacuaron antes de que te hiriesen a ti. Pero a su Heinkel lo derribó un Sturmovik al despegar»…— «¿Qué fue de Ivan?» Thomas sacó una pitillera de plata: «¿Puedo fumar? ¿Sí? ¿Ivan? Pues allí se quedó, claro. ¿No pensarás que le íbamos a dar la plaza de un alemán a un ucraniano?»… —«No sé. El también peleaba por nosotros». Dio una calada y dijo, sonriente: «Lo tuyo es idealismo fuera de lugar. Ya veo que el tiro en la cabeza no te ha enderezado. Deberías estar encantado de estar vivo». ¿Encantado de estar vivo? Me parecía tan baladí como haber nacido.
Todos los días llegaban nuevos heridos: desde Kursk, desde Rostov, desde Jarkov, que los soviéticos habían recuperado una a una; desde Kasserin también; y cruzar unas cuantas palabras con los recién llegados era mucho más instructivo que todos los partes militares. Aquellos partes, que transmitían en las salas comunes unos altavoces pequeños, comenzaban con la obertura de la cantata de Bach Ein Feste Burg ist unser Gott, y resultaba que la Wehrmacht utilizaba el arreglo de Wilhelm Friedmann, el hijo disoluto de Johann Sebastian, que había añadido tres trompetas y un timbal a la depurada orquestación de su padre, lo cual era para mí pretexto más que suficiente para salir por pies de la sala cada vez que la emitían, evitando así la borrachera de una oleada de eufemismos lenitivos que a veces duraban veinte minutos largos. No era yo el único en mostrar cierta aversión por aquellos comunicados; una enfermera con la que coincidía con frecuencia en momentos como aquéllos, ostensiblemente ocupada en una terraza, me explicó un día que la mayoría de los alemanes se había enterado de que el 6° Ejército estaba embolsado al mismo tiempo que se enteró de que lo habían aniquilado, hecho que no fue de gran ayuda para suavizar un impacto anímico que no había dejado de tener consecuencias en la vida de la VoIksgemeinschaft; la gente hablaba y criticaba abiertamente, y en Munich había habido incluso algo así como un amago de revuelta estudiantil. De eso, claro está, no me enteré ni por la radio, ni por las enfermeras, ni por los pacientes, sino por Thomas, que ahora estaba en excelente situación para que lo informasen de aquella clase de acontecimientos. Habían repartido octavillas subversivas y pintado en las paredes eslóganes derrotistas; la Gestapo tuvo que intervenir enérgicamente y ya habían condenado y ejecutado a los cabecillas, jóvenes descarriados en su mayoría. Entre las consecuencias anejas a la catástrofe podía también incluirse, por desgracia, el regreso por todo lo alto al proscenio del escenario político del doctor Goebbels: nos retransmitieron entera por la radio su declaración de guerra total desde el Sportspalast, sin posibilidad de escurrir el bulto; en una casa de reposo de las SS se tomaban desdichadamente estas cosas muy en serio.
Los apuestos Waffen-SS que llenaban las habitaciones estaban la mayoría de ellos en lamentable estado: les faltaban, con frecuencia, trozos de brazos o de piernas, e incluso, a veces, la mandíbula; el ambiente no era siempre muy alegre que digamos. Pero comprobé con interés que casi todos, pese a cuanto podía sugerir la más trivial consideración de los hechos o el examen de un mapa, conservaban íntegra la fe en la Endsieg y la veneración por el Führer. No le sucedía otro tanto a todo el mundo; ya había en Alemania quien estaba empezando lúcidamente a sacar, a partir de los hechos y de los mapas, conclusiones objetivas; yo había hablado de esto con Thomas, e incluso me había dado a entender que algunos, como Schellenberg, ya estaban meditando acerca de las consecuencias lógicas de sus conclusiones y pensando en actuar basándose en ello. De todo esto, por supuesto, no hablaba yo con mis compañeros de infortunio; desmoralizarlos aún más, arrebatarles a la ligera lo que constituía los cimientos de su vida doliente no habría tenido sentido alguno. Yo iba recuperando las fuerzas: ahora podía vestirme y andar solo por la playa, entre el viento y el grito ronco de las gaviotas; la mano izquierda comenzaba a obedecerme por fin. A finales de mes (todo esto ocurría en febrero de 1943), el médico en jefe del centro, tras reconocerme, me preguntó si me sentía capaz de irme: con todo lo que estaba sucediendo, andaban escasos de plazas y yo podía sin problemas acabar de convalecer en familia. Le expliqué amablemente que volver con mi familia no estaba en el orden del día, pero que, si quería, me podía marchar: me iría a la ciudad y viviría en un hotel. En la documentación que me entregó me daban tres meses de permiso. Así que tomé el tren y me fui a Berlín. Allí, tomé una habitación en un hotel bueno, el Edén, en la Budapesterstrasse: una suite espaciosa, con un salón, un dormitorio y un estupendo cuarto de baño alicatado; aquí no estaba racionada el agua caliente y todos los días me metía en la bañera; salía, pasada una hora, con la piel de un tono rojo vivo y me desplomaba desnudo en la cama con el corazón latiendo rabiosamente. Había también una puerta vidriera y un balcón estrecho que daba al zoo: por la mañana, al levantarme, mientras me bebía el té, miraba cómo hacían la ronda los guardianes y cómo daban de comer a los animales; me agradaba muchísimo. Desde luego que todo esto costaba bastante caro; pero había cobrado de golpe las pagas de veintiún meses; sumándoles las primas, era una cantidad que no estaba nada mal y podía permitirme la distracción de gastar un poco. Así que me encargué en el sastre de Thomas un espléndido uniforme negro, en el que mandé coser los nuevos galones de Sturmbannführer y le puse las medallas (además de la Cruz de Hierro y de la Cruz por Servicios de Guerra, me habían dado unas medallas menores: por la herida, por la campaña de invierno 41-42, aunque con cierto retraso, y una medalla del NSDAP que le daban a todo el mundo como quien dice). No es que me gusten mucho los uniformes, pero debo reconocer que tenía una pinta estupenda y era una alegría irme así, a pasear sin rumbo por la ciudad, con la gorra un tanto ladeada y llevando los guantes en la mano con negligencia; ¿quién habría pensado, al verme, que no era, en el fondo, más que un burócrata? El aspecto de la ciudad había cambiado un tanto desde que me había ido. Por todas partes la desfiguraban las medidas contra las incursiones aéreas de los ingleses; una carpa de circo enorme, hecha de redes camufladas con trapos y ramas de pino, cubría la Charlottenburgstrasse desde la puerta de Brandeburgo hasta el final del Tiergarten y dejaba la avenida a oscuras incluso en pleno día; la columna de la Victoria se había quedado sin la hoja de oro y, en cambio, tenía una espantosa pintura parda y unas redes; en la Adolf-Hitler Platz y en otros sitios habían colocado edificios falsos, amplios decorados teatrales bajo los que circulaban los coches y los tranvías; y el zoo, junto a mi hotel, estaba a los pies de una edificación fantástica que parecía sacada de una pesadilla: un gigantesco fortín medieval de hormigón erizado de cañones que, supuestamente, protegían a los humanos y a los animales de los Luftmórder británicos: tenía bastante curiosidad por ver cómo funcionaba aquella monstruosidad. Pero hay que reconocer que los ataques, con los que ya por entonces aterraban a la población, tenían, no obstante, poco que ver con lo que había de venir más adelante. Habían cerrado casi todos los buenos restaurantes por movilización total. Cierto es que Góring había intentado que se salvara Horcher, su local favorito, y le había puesto guardia… pero Goebbels, como Gauleiter de Berlín, organizó una manifestación espontánea de la ira del pueblo durante la cual rompieron todos los cristales, y Góring tuvo que ceder. Thomas y yo no fuimos los únicos en reírnos con sarcasmo del incidente; a falta de un régimen «Stalingrado», un poco de abstinencia no le vendría mal al Reichsmarschall. Menos mal que Thomas conocía clubs privados que no tenían por qué cumplir las nuevas normas: podía uno ponerse ciego de bogavante y de ostras, que costaban caros, también es verdad, pero no estaban sometidos a racionamiento, y beber champaña, que estaba estrictamente controlado incluso en Francia, pero no en Alemania. Por desgracia, era completamente imposible encontrar pescado y cerveza. Aquellos lugares hacían gala a veces de una mentalidad que resultaba curiosa en vista del ambiente general: en Le Fer á Cheval Doré había una patrona negra y las clientes podían montar a caballo en una pista de circo pequeña para enseñar las piernas; en el Jockey Club, la orquesta tocaba música americana; no se podía bailar, pero la barra seguía decorada con fotos de las estrellas de Hollywood, e incluso de Leslie Howard.
No tardé en darme cuenta de que aquel buen humor que se había adueñado de mí al llegar a Berlín era sólo superficial; por debajo, me iba deteriorando cada vez más, notaba que estaba hecho de una substancia deleznable que se desmigajaba al menor soplo. Pusiera donde pusiera los ojos, el espectáculo de la vida cotidiana, las aglomeraciones en los tranvías o en el S-Bahn, la risa de una mujer elegante, el roce satisfecho de las hojas de un periódico, me herían como si me rozase una lámina cortante de cristal. Tenía la impresión de que el agujero de la frente daba a un tercer ojo, un ojo pineal que no miraba hacia el sol; podía contemplar la luz cegadora del sol, pero estaba orientado a las tinieblas y poseía el poder de mirar el rostro desnudo de la muerte, o de vislumbrar ese rostro detrás de todos y cada uno de los rostros de carne, bajo las sonrisas, por la transparencia de los cutis más blancos y más sanos, de los ojos más risueños. El desastre ya había llegado y no se daban cuenta, pues el desastre es el propio pensamiento del desastre por venir que todo lo arruina mucho antes de consumarse. En el fondo, me repetía con inútil amargura, sólo estamos en paz durante los nueve primeros meses y, después, el arcángel de la espada flamígera nos expulsa para siempre por la puerta en que pone Lasciate ogni speranza y aunque lo único que querríamos sería dar marcha atrás, el tiempo nos sigue empujando hacia delante de forma despiadada y al llegar al final no hay nada, pero lo que se dice nada. Esos pensamientos no eran ni pizca originales, estaban al alcance de cualquier soldado perdido entre las nieves del Este, que sabe, al escuchar el silencio, que la muerte está cerca y se percata del valor infinito de cada respiración, de cada latido del corazón, del olor frío y quebradizo del aire, del milagro de la luz del día. Pero la distancia desde el frente es algo así como una capa de grasa en la conciencia y al ver a personas satisfechas a veces me quedaba sin aliento y quería gritar. Fui a la peluquería: y allí, de pronto, ante el espejo, incongruente, el miedo. Era una habitación blanca, limpia, esterilizada, moderna, un local de precios discretamente elevados; en los otros sillones había uno o dos clientes. El peluquero me puso una larga bata negra y, bajo aquella vestidura, el corazón me latía rabiosamente, las entrañas se me hundían en un frío húmedo, el pánico me anegaba el cuerpo entero, me picaban las yemas de los dedos. Me miré la cara: estaba tranquila; pero, detrás de aquella tranquilidad, el miedo lo había borrado todo. Cerré los ojos: snip, snip me sonaban en el oído las pacientes tijeritas del peluquero. Al volver, se me ocurrió esta idea: Sí, sigue repitiéndote que todo irá bien, nunca se sabe, acabarás quizá por convencerte. Pero no conseguía convencerme, vacilaba. Sin embargo, no tenía ningún síntoma físico, como los que había padecido en Ucrania o en Stalingrado: no me daban arcadas, no vomitaba, digería con total normalidad. Pero, sencillamente, en la calle me parecía que caminaba sobre cristales listos para explotarme en cualquier momento bajo los pies. Vivir requería estar pendiente de las cosas con una atención constante que me resultaba agotadora. En una de las callecitas tranquilas cerca del Landwehrkanal me encontré en el alféizar de una ventana de la planta baja un guante largo de mujer, de raso azul. Lo cogí, sin pensar, y seguí andando. Quise probármelo; desde luego que me estaba pequeño, pero la textura del raso me excitaba. Me imaginé la mano que habría llevado aquel guante y aquel pensamiento me turbó. No pensaba quedarme con él, pero, claro, para quitármelo de encima, necesitaba otra ventana con una barandillita de hierro forjado alrededor del alféizar y, de preferencia, en un edificio antiguo; pero en aquella calle sólo había tiendas pequeñas de escaparates mudos y cerrados. Por fin, muy poco antes de llegar al hotel, encontré la ventana apropiada. Las contraventanas estaban cerradas; dejé con delicadeza el guante en medio del alféizar, como una ofrenda. Dos días después, las contraventanas seguían cerradas, y el guante, donde lo había dejado, señal opaca y discreta, que intentaba seguramente decirme algo, pero ¿qué?
Thomas debía de estar empezando a intuir mi estado de ánimo, porque, tras los primeros días, había dejado de llamarlo y ya no salía a cenar con él; a decir verdad, prefería andar dando vueltas por la ciudad o mirar desde el balcón los leones, las jirafas y los elefantes del zoo, o quedarme flotando en una bañera suntuosa, despilfarrando agua caliente sin vergüenza alguna. Con la loable intención de que me distrajera, Thomas me pidió que saliera con una joven, una secretaria del Führer, que estaba de permiso en Berlín y conocía a poca gente; no quise decir que no por cortesía. La llevé a cenar al hotel Kempinski; aunque les habían endilgado a los platos nombres patrióticos estúpidos, la cocina seguía siendo muy buena y, al verme las medallas, no se pusieron demasiado engorrosos con la cuestión del racionamiento. La joven, que se llamaba Greta V., se abalanzó con avidez sobre las ostras, haciéndolas resbalar una tras otra entre los dientes; por lo visto, en Rastenburg no comían nada del otro mundo. «¡Y no me quejaré —exclamaba-, porque menos mal que no hay obligación de comer lo mismo que come el Führer!» Mientras volvía a servirle vino, me contó que Zeitzler, el nuevo jefe de estado mayor del OKH, escandalizado ante las burdas mentiras de Góring en lo referido al abastecimiento aéreo del Kessel, había empezado en diciembre a pedir que le sirvieran en el casino la misma ración que a los soldados del 6º Ejército. No había tardado en perder peso y el Führer había tenido que obligarlo a dejar aquellas demostraciones morbosas; pero, en cambio, habían quedado prohibidos el champaña y el coñac. Yo la observaba mientras hablaba: era de apariencia algo vulgar. Tenía la mandíbula grande y muy larga; el rostro aspiraba a la normalidad, pero parecía enmascarar un deseo agobiante y secreto, que rezumaba por el tachón ensangrentado del lápiz de labios. Movía las manos con animación y la mala circulación le enrojecía los dedos; era de articulaciones de pájaro, delgadas, huesudas, puntiagudas; unas marcas raras le cruzaban la muñeca izquierda, como si fueran de pulseras o de cordones. Me parecía elegante y amena, pero le quitaba brillo una falsedad callada. Como el vino la volvía locuaz, la induje a hablar de la intimidad del Führer, a quien describió con sorprendente ausencia de pudor: todas las noches se pasaba horas perorando y tenía unos monólogos tan reiterativos, tan aburridos y tan estériles que las secretarias, los asistentes y los ayudantes habían establecido un sistema rotativo para oírlo; aquellos a quienes les tocaba el turno se acostaban de madrugada. «Desde luego— añadió-, es un genio, el salvador de Alemania. Pero esta guerra lo tiene agotado». Por la tarde, a eso de las cinco, tras las conferencias, pero antes de la cena, las películas y el té de por la noche, había un café para las secretarias; y allí, rodeado sólo de mujeres, el Führer era nucho más cordial —al menos, antes de Stalingrado-, bromeaba, se metía con las muchachas y no se hablaba de política. «¿Flirtea con ustedes?», le pregunté, divertido. Ella puso una expresión muy formal: «¡Ah, no, eso nunca!». Me hizo preguntas acerca de Stalingrado; le hice una descripción feroz y rechinante con la que al principio se moría de risa, pero luego empezó a sentirse tan incómoda que no me dejó seguir. La acompañé a su hotel, cerca de la Anhalter Bahnhof; me invitó a subir para tomar una copa, pero le dije que no con mucha amabilidad; mi cortesía tenía límites. Al separarme de ella, me invadió una sensación de inquietud febril: ¿qué provecho le sacaba a perder el tiempo así? ¿Qué podían importarme a mí los cotilleos y los chismorreos de pasillo sobre nuestro Führer? ¿Qué interés podía tener en presumir delante de una individua pintarrajeada que, en el fondo, no esperaba de mí sino una cosa? Más valía la tranquilidad. Pero incluso en mi hotel, y eso que era de primera clase, la tranquilidad me daba esquinazo: en el piso de abajo había una fiesta ruidosa y la música, los gritos y el ruido atravesaban el suelo y se me instalaban en la garganta. Tendido en la cama, en la oscuridad, me acordaba de los hombres del 6º Ejército: esta velada de la que hablo fue a principios de marzo; hacía más de un mes que las últimas unidades se habían rendido; los supervivientes, comidos de piojos y de fiebre, debían de estar camino de Siberia o de Kazajistán en ese mismo momento en que a mí me costaba tanto trabajo respirar el aire nocturno de Berlín, y para ellos no había música, ni risas, y sí gritos de una clase muy diferente. Y no eran sólo ellos, sino que en todas partes el mundo entero se retorcía de dolor, y todas esas cosas no eran como para que la gente se anduviera divirtiendo, o al menos no tan pronto, habría que esperar un poco, tenía que pasar un plazo de tiempo decente. Una angustia fétida y rencorosa me subía por dentro y me asfixiaba. Me levanté, rebusqué en el cajón del escritorio, saqué la pistola reglamentaria, comprobé que estaba cargada y la volví a dejar en su sitio. Miré el reloj de pulsera: las dos de la mañana. Me puse la guerrera (no me había desnudado) y bajé sin abrocharla. En recepción, pedí el teléfono y llamé a Thomas al piso que tenía alquilado: «Siento molestarte tan tarde»…— «No, no te preocupes. ¿Qué pasa?» Le expliqué mis impulsos homicidas. Para mayor sorpresa mía, no tuvo una reacción irónica, sino que me dijo, muy en serio: «Es lógico. Ésos son unos sinvergüenzas y unos vividores. Pero si les disparas tendrás problemas pese a todo»… —«¿Qué me sugieres entonces?»—. «Ve a hablar con ellos. Si no se tranquilizan, ya veremos. Llamaré a unos amigos»… —«De acuerdo. Voy para allá». Colgué y subí al piso que estaba debajo del mío; no me costó dar con la puerta y llamé. Me abrió una mujer alta y guapa con vestido de noche un tanto desaliñado y con los ojos resplandecientes. «¿Sí?» A su espalda, atronaba la música y se oían el tintineo de vasos y risas descontroladas. «¿Ésta es su habitación?»—. «No. Espere». Se dio la vuelta: «jDicky! ¡Dicky! Un oficial pregunta por ti». Un hombre que no iba de etiqueta y un poco borracho se acercó a la puerta; la mujer nos miraba sin disimular la curiosidad. «¿Sí, Herr Sturmbannführer? ¿Qué puedo hacer por usted?», dijo. La voz afectada, cordial, casi turbia, delataba al aristócrata de rancio abolengo. Hice una leve inclinación y dije de un tirón en el tono más neutro que pude: «Vivo en la habitación de encima de la suya. Acabo de volver de Stalingrado, en donde me hirieron gravemente y en donde han muerto casi todos mis compañeros. Sus juergas me molestan. Pensaba bajar a matarlo, pero he llamado por teléfono a un amigo que me ha aconsejado que primero hablara con usted. Así que he venido a hablar con usted. Valdría más para todos nosotros que no tuviera que volver a bajar». El hombre se había puesto lívido: «No, no…»… Se volvió: «¡Gofi! ¡Apaga la música! ¡Apágala!». Me miró: «Perdone… Enseguida lo dejamos»… —«Gracias». Mientras subía, satisfecho hasta cierto punto, le oí gritar: «¡Todo el mundo fuera! ¡Se acabó! ¡Largo!». Había puesto el dedo en la llaga, y no era miedo lo que tenía: él también había caído en la cuenta de repente, y le había entrado vergüenza. En mi habitación todo estaba tranquilo ahora; los únicos ruidos eran el paso ocasional de un coche o el barritar de un elefante insomne. Y, sin embargo, no me calmé: mi comportamiento me parecía algo así como una representación, nacida a impulsos de un sentimiento auténtico y oscuro, pero que luego había falseado y desviado hacia una rabia ostentosa, convencional. Pero precisamente ahí estaba el problema: si estaba siempre observándome así, con aquella mirada distante, con aquella cámara crítica, ¿cómo iba a poder pronunciar la mínima palabra auténtica, hacer el mínimo gesto auténtico? Todo cuanto hacía se convertía en un espectáculo para mí mismo, e incluso reflexionar no era sino otra forma de mirarme en un espejo, Narciso de poca monta que me pasaba la vida haciendo monerías sólo para mí, pero que no me lo creía. Así era el callejón sin salida en el que llevaba metido desde que había salido de la infancia: sólo Una había podido sacarme de mí mismo y conseguir que me olvidase de mí un poco, y desde que la había perdido, no dejaba de observarme con una mirada que, en el pensamiento, se confundía con la suya, pero seguía siendo, sin posible escapatoria, la mía. Sin ti, no soy yo: y eso era el terror en estado puro, mortal, sin relación alguna con los terrores deliciosos de la infancia, una sentencia sin apelación, y un juicio también.
Fue también durante esos primeros días de marzo de 1943 cuando el doctor Mandelbrod me invitó a tomar el té.
Hacía ya tiempo que conocía a Mandelbrod y a su socio, Herr Leland. Antiguamente, después de la Gran Guerra —y quizá incluso antes, pero no tengo modo de comprobarlo mi padre había trabajado para ellos (también mi tío, por lo visto, hizo de agente para ellos en alguna ocasión). Por lo que había ido entendiendo poco a poco, sus relaciones iban más allá del simple trato entre jefe y empleado; cuando mi padre desapareció, el doctor Mandelbrod y Herr Leland ayudaron a mi madre en sus investigaciones y es posible que también le echasen una mano en lo económico, pero eso ya no es tan seguro. Y siguieron desempeñando un papel en mi vida; en 1934, cuando me disponía a romper con mi madre para irme a Alemania, entré en contacto con Mandelbrod, que llevaba mucho siendo una figura respetada dentro del Movimiento; me animó, me ofreció su ayuda; también fue él quien me empujó— pero ahora por Alemania, y no por Francia a seguir adelante con mis estudios y se hizo cargo de matricularme en Kiel y de inscribirme en las SS. Pese a que su apellido sonaba a judío, era, igual que el ministro Rosenberg, un alemán puro, de antigua cepa prusiana, y quizá con alguna gota de sangre eslava; en cuanto a Herr Leland, era de origen británico, pero sus convicciones germanófilas lo habían movido a renegar de su país natal mucho antes de que yo naciera. Eran industriales, pero sería difícil definir qué posición exacta tenían. Pertenecían a varios consejos de administración y, sobre todo, al de IG Farben y tenían participación financiera en más empresas, sin que sus nombres se vinculasen a ninguna de ellas en particular; se decía de ellos que eran muy influyentes en el sector químico (ambos pertenecían al Reichsgruppe de la industria química) y también en el sector de los metales. Estaban además muy próximos al Partido desde el Kampfzeit y habían participado en su financiación al principio; según Thomas, con quien había hablado de esto en una ocasión, tenían puestos en la cancillería del Führer, pero sin estar del todo subordinados a Philipp Bouhler, y los recibían en las más altas esferas de la cancillería del Partido. Para terminar, el Reichsführer-SS los había nombrado SS-Gruppenführer honoríficos y miembros del Freundeskreis Himmler; pero Thomas, con tono misterioso, afirmaba que tal cosa no otorgaba a las SS ninguna influencia sobre ellos y que, en caso de haber influencia, más bien iría en sentido contrario. Lo vi muy impresionado cuando le conté qué relaciones tenía con ellos y estaba claro que incluso me envidiaba un tanto por contar con tales protectores. Sin embargo, el interés que sentían éstos por mi carrera había variado según las diferentes épocas: cuando me quedé, por así decirlo, en vía muerta, después del informe que hice en 1939, intenté verlos; pero era una temporada movida, tardé varios meses en conseguir una respuesta y no me invitaron a cenar hasta el momento de la invasión de Francia: Herr Leland había estado más bien taciturno, como solía, y al doctor Mandelbrod le preocupaba sobre todo la situación política; no salió el tema de mi trabajo y no me atreví a sacarlo yo. Desde entonces no había vuelto a verlos. Así que la invitación de Mandelbrod me pilló de improviso: ¿qué podía querer de mí? Para aquella ocasión me puse el uniforme nuevo y todas las condecoraciones. Tenían los despachos privados en las dos últimas plantas de un espléndido edificio que daba a la Unter den Linden, junto a la Academia de Ciencias y de la sede de la Reichsvereinigung Kohle, la Sociedad del Carbón, en donde también desempeñaban, por cierto, algún papel. En la entrada no había placa alguna. En el vestíbulo, examinó mi documentación una joven de larga melena castaña recogida hacia atrás, que iba vestida de color antracita y sin insignias, pero cuyo atuendo tenía parecido con un uniforme, con pantalón masculino y botas en vez de falda. Tras quedar conforme, me acompañó hasta un ascensor privado que puso en marcha con una llave que llevaba colgada del cuello con una cadena larga, y fue conmigo hasta el último piso sin decir palabra. Nunca había venido aquí: en los años treinta, tenían otra dirección y, en cualquier caso, los veía casi siempre en un restaurante o en alguno de los grandes hoteles. El ascensor daba a una amplia sala de espera con muebles de madera y cuero oscuro, con elementos decorativos de estaño pulimentado y cristal opaco embutidos, elegantes y discretos. La mujer que me escoltaba me dejó allí; otra, vestida igual que ella, me cogió el abrigo y fue a colgarlo a un guardarropa. Me rogó también que le diera el arma reglamentaria y, cogiéndola con pasmosa naturalidad entre los bonitos dedos de primorosa manicura, la metió en un cajón y la cerró con llave. No tuve que esperar y me hizo pasar por una puerta doble y acolchada. El doctor Mandelbrod me esperaba al fondo de una enorme estancia detrás de un ancho escritorio de caoba con reflejos rojizos, de espaldas a un largo ventanal, opaco también, por el que se filtraba una luz pálida y lechosa. Me pareció aún más grueso que la última vez que lo había visto. Varios gatos paseaban por las alfombras o dormían encima de los muebles de cuero o del escritorio. Me indicó, con dedos como salchichas, un sofá colocado a la izquierda ante una mesa baja: «Hola, hola. Siéntate, que enseguida voy». Nunca había comprendido cómo una voz tan melodiosa podía salir de tantas capas de grasa: siempre me resultaba sorprendente. Con la gorra debajo del brazo, crucé la habitación y me senté, quitándole el sitio a un gato blanco y atigrado, que no se lo tomó a mal, sino que se deslizó bajo la mesa y fue a acomodarse en otro sitio. Examiné la estancia: todas las paredes estaban acolchadas de cuero y, dejando aparte elementos estilísticos como los de la entrada, no había decoración alguna, ni cuadros, ni fotos, ni siquiera un retrato del Führer. En cambio el tablero de la mesa baja era de una soberbia marquetería, un complejo laberinto de maderas preciosas que protegía una gruesa placa de cristal. Sólo los pelos de gato, pegados a los muebles y las alfombras, desmerecían de aquel decorado discreto en el que se amortiguaban los sonidos. Reinaba un olor más o menos desagradable. Uno de los gatos se frotó contra las botas con el rabo en alto; intenté echarlo con la punta del pie, pero no me hizo caso. Entretanto, Mandelbrod debía de haber apretado un botón oculto: se abrió una puerta casi invisible en la pared, a la derecha del escritorio, y entró otra mujer, vestida como las dos primeras, pero completamente rubia. Se puso detrás de Mandelbrod, tiró de él hacia atrás, lo hizo girar y lo empujó hacia mí, a lo largo del escritorio. Me puse de pie. Mandelbrod había engordado desde luego; antes se movía en una silla de ruedas normal, pero ahora estaba acomodado en un ancho sillón circular montado en una plataforma pequeña, como si fuera un enorme ídolo oriental, del tamaño de un elefante, e impávido. La mujer empujaba aquella mole sin esfuerzo aparente, accionando y controlando sin duda un sistema eléctrico. Lo colocó delante de la mesa baja, que yo circunvalé para darle la mano; apenas si me rozó la yema de los dedos, mientras la mujer se iba por donde había venido. «Siéntate, por favor», susurró con aquella voz tan bonita. Llevaba un grueso traje de lana parda; la corbata desaparecía bajo un plastrón de carne que le colgaba del cuello. Sonó debajo de él un ruido grosero y me llegó un olor espantoso; me esforcé en seguir impasible. Al tiempo, se le subió un gato a las rodillas y Mandelbrod estornudó, luego se puso a acariciarlo, antes de volver a estornudar: cada estornudo llegaba como una explosión pequeña que sobresaltaba al gato. «Soy alérgico a estas pobres criaturas —sorbió-, pero me gustan demasiado». La mujer volvió a aparecer con una bandeja; se nos acercó con paso regular y firme, puso un servicio de té en la mesa baja, fijó una mesita al brazo del sillón de Mandelbrod, nos sirvió dos tazas y volvió a desaparecer, y todo de forma tan discreta y tan silenciosa como si fuera uno de los gatos. «Hay azúcar y leche— dijo Mandelbrod— sírvete. Yo no tomo». Me examinó atentamente durante unos instantes: una luz maliciosa le chispeaba en los ojillos casi enterrados en los pliegues de grasa: «Estás cambiado —dijo-. El Este te ha sentado bien. Has madurado. Tu padre habría estado orgulloso de ti». Esas palabras me llegaron a lo más hondo: «¿Usted cree?»…— «Desde luego. Has hecho un trabajo notable: tus informes le llamaron la atención al mismísimo Reichsführer. Nos enseñó el álbum que preparaste en Kiev. Tu jefe quiso quedarse con todo el mérito, pero nosotros sabíamos que era cosa tuya. De todas formas, eso fue una bagatela. Pero los informes que has redactado, sobre todo estos últimos meses, eran excelentes. En mi opinión, tienes ante ti un porvenir brillante». Se calló y me contempló: «¿Qué tal va la herida?», preguntó por fin.. —«Bien, Herr Doktor. Ya está curada; sólo tengo que descansar un poco más de tiempo»…— «¿Y después?». —«Volveré a incorporarme al servicio, claro».— «¿Y qué piensas hacer?». —«No lo sé exactamente. Dependerá de lo que me propongan»…— «Sólo depende de ti que te propongan lo que quieras. Si eliges bien, se te abrirán las puertas, te lo aseguro»… —«¿En qué está usted pensando, Herr Doktor?» Alzó despacio la taza de té, sopló y bebió ruidosamente. Yo también bebí un poco. «Creo saber que en Rusia te ocupaste sobre todo de la cuestión judía, ¿verdad?»—. «Sí, Herr Doktor —dije algo violento-, pero no sólo de eso». Mandelbrod siguió diciendo con aquella voz suya uniforme y melodiosa: «Desde la posición en que estabas, no podías, desde luego, percatarte ni de la amplitud del problema ni de la amplitud de la solución que se le está dando. Sin duda, has oído rumores: son ciertos. Desde finales de 1941, esa solución se ha ampliado a todos los países de Europa, dentro de la medida de lo posible. El programa está a punto desde la primavera del año pasado. Ya hemos tenido éxitos considerables, pero dista mucho de haber concluido. Ahí hay sitio para hombres enérgicos y entregados a la causa como tú». Noté que me ruborizaba: «Le agradezco la confianza, Herr Doktor. Pero debo decirle que ese aspecto de mi trabajo siempre me pareció dificilísimo y superior a mis fuerzas. Ahora desearía centrarme en algo que se ajustara más a mis capacidades y a mis conocimientos, como el derecho constitucional, o incluso las relaciones jurídicas con los demás países europeos. La construcción de la nueva Europa es un tema que me atrae mucho». Mientras yo soltaba mi perorata, Mandelbrod se había acabado el té; la amazona rubia volvió a aparecer y a cruzar la habitación, le sirvió otra taza y se volvió a marchar. Mandelbrod tomó otro sorbo. «Me hago cargo de esas vacilaciones— dijo por fin-. ¿Por qué cargar con las tareas penosas, si hay otros que pueden hacerlas? Esa es la mentalidad de estos tiempos. En la otra guerra era diferente. Cuanto más difícil o más peligrosa era una tarea, más hombres se agolpaban para hacerla. Tu padre, por ejemplo, opinaba que la dificultad en sí era razón suficiente para hacer una cosa, y para hacerla a la perfección. Tu abuelo era un hombre de ese mismo temple. En nuestros días, pese a todos los esfuerzos del Führer, los alemanes se van hundiendo en la molicie, la indecisión, las contemporizaciones». Noté el insulto indirecto como una bofetada; pero había dicho algo que me importaba más. «Discúlpeme, Herr Doktor, ¿he creído comprender que conoció usted a mi abuelo?» Mandelbrod dejó la taza: «Pues claro. El también trabajó con nosotros cuando estábamos empezando. Un hombre asombroso». Alargó la mano hinchada hacia el escritorio: «Ve a mirar ahí». Obedecí. «¿Ves el portadocumentos de cuero? Tráemelo». Volví junto a él y se lo entregué. Se lo puso en las rodillas, lo abrió y sacó una foto, que me alargó: «Mira». Era una foto antigua en sepia, un tanto amarillenta: tres personas juntas con un telón de fondo de árboles tropicales. La mujer del centro tenía una carita de muñeca, que no había perdido aún la redondez de la adolescencia; los dos hombres llevaban trajes claros de verano: el de la izquierda, de cara estrecha y rasgos un poco desenfocados, con un mechón cruzándole la frente, llevaba además corbata; el hombre de la derecha llevaba el cuello de la camisa abierto y, más arriba, el rostro era anguloso, como tallado en una piedra preciosa; ni siquiera las gafas de cristales ahumados conseguían ocultar la intensidad alegre y cruel de los ojos. «¿Quién de los dos es mi abuelo?», pregunté fascinado y, también, angustiado. Mandelbrod me señaló al hombre de la corbata. Volví a mirarlo: al contrario que el otro hombre, tenía ojos enigmáticos y casi transparentes. «¿Y la mujer?», seguí preguntando, aunque intuyéndolo ya… —«Tu abuela. Se llamaba Eva. Una mujer espléndida, magnífica». En verdad, no conocía a ninguno de los dos: mi abuela había muerto mucho antes de nacer yo y las escasas visitas de mi abuelo, cuando era yo muy pequeño, no me habían dejado recuerdo alguno. Había muerto poco antes de que desapareciera mi padre. «¿Y quién es el otro hombre?» Mandelbrod me miró con sonrisa seráfica: «¿No lo adivinas?». Lo miré: «¡No puede ser!», exclamé. No perdió la sonrisa. «¿Y eso por qué? ¿No irás a pensar que tuve siempre el aspecto que tengo ahora?» Tartamudeé, confuso: «¡No, no, no quería decir eso, Herr Doktor! Pero la edad… En la foto aparenta tener la misma edad que mi abuelo». Otro gato, que andaba de paseo por la alfombra, se subió de un salto ágil al respaldo del sillón y se le puso en el hombro, restregándose contra aquella cabeza tan grande. Mandelbrod volvió a estornudar. «En realidad— dijo entre dos estornudo sera mayor que él. Pero me conservo bien». Yo seguía mirando todos los detalles de la foto con avidez. ¡Cuántas cosas más podía revelarme! Pregunté tímidamente: «¿Puedo quedarme con ella, Herr Doktor?»… —«No». Decepcionado, se la devolví; volvió a guardarla en el portadocumentos y me mandó que volviera a dejarlo encima del escritorio. Volví y me senté de nuevo. «Tu padre era un nacionalsocialista de verdad— manifestó Mandelbrod-, incluso antes de que existiera el Partido. Los hombres de aquella época vivían sometidos a ideas falsas: para ellos nacionalismo quería decir patriotismo ciego y ramplón, patriotismo de terruño, acompañado de una tremenda injusticia interna; para sus adversarios, el socialismo era una falsa igualdad internacional y de clase, y una lucha entre las clases dentro de cada nación. En Alemania, tu padre fue uno de los primeros en darse cuenta de que era preciso conceder un papel de igual importancia, con un respeto mutuo, a todos los miembros de la nación, pero sólo dentro de la nación. Todas las grandes sociedades de la historia fueron, a su manera, nacionales y socialistas. Fíjate en Temudjin, el proscrito: hasta que no consiguió que se impusiera esta idea y que las tribus se unificasen basándose en ella, los mogoles no pudieron conquistar el mundo en nombre de ese desclasado convertido en Emperador Oceánico, Gengis Kan. Le hice leer al Reichsführer un libro sobre él y se quedó muy impresionado. Con una sensatez tremenda y feroz, los mogoles lo fueron arrasando todo para volver a construirlo después sobre bases sanas. Toda la infraestructura del Imperio ruso, todos los asentamientos sobre los que edificaron, después, los alemanes, en su territorio, como súbditos de zares que de hecho eran alemanes también, todo se lo deben a los mogoles: las carreteras, el dinero, el servicio de correos, las aduanas, la administración. Y hasta que los mogoles se jugaron su pureza al casarse, generación tras generación, con mujeres extranjeras, y muchas veces, por cierto, tomándolas de entre los nestorianos, es decir, los más judíos de los cristianos, no se desbarató ni se desplomó su imperio. Los chinos nos brindan el caso contrario, pero no menos instructivo: no se mueven de su Imperio de Enmedio, pero absorben y sinoizan irremisiblemente a cualquier pueblo que entre en él; por muy poderoso que sea, lo ahogan en un océano ilimitado de sangre china. Se les da de maravilla. Por lo demás, cuando acabemos con los rusos, todavía nos quedarán los chinos. Los japoneses nunca podrán oponerles resistencia, por mucho que en la actualidad sean ellos los que más aparentan. No va a ser ahora mismo, pero de todas formas no quedará más remedio que enfrentarse a ellos algún día, dentro de cien o de doscientos años. Así que más vale hacer para que sigan débiles e impedir, si podemos, que entiendan el nacionalsocialismo y lo apliquen a su propia situación. Por cierto ¿sabes que la expresión "nacionalsocialismo" es creación de un judío, de un precursor del sionismo, Moses Hess? Lee algún día su libro: Roma y Jerusalén, y ya verás. Es muy instructivo. Y no es fruto del azar: ¿hay algo más vólkisch que el sionismo? Igual que nosotros, se han dado cuenta de que no puede haber Volk y Blut sin Boden, sin tierra, y que, por lo tanto, hay que volver a llevar a los judíos a la tierra, Eretz Israel libre de cualquier otra raza. Por supuesto, se trata de ideas judías de toda la vida. Los judíos fueron los primeros nacionalsocialistas y llevan siéndolo casi tres mil quinientos años ya, desde que Moisés les dio una Ley que los separase para siempre de los demás pueblos. Todas nuestras grandes ideas vienen de los judíos y debemos tener la lucidez de admitirlo: la Tierra, como promesa y como culminación, la noción del pueblo escogido de entre todos, el concepto de la pureza de sangre. Por eso los griegos, bastardeados, demócratas, viajeros, cosmopolitas, los odiaban tanto; y por eso empezaron por querer destruirlos y, luego utilizaron a Pablo para corromper su religión desde dentro, desarraigándola del suelo y de la sangre, volviéndola católica, es decir, universal, suprimiendo todas las leyes que hacían las veces de barrera para mantener la pureza de la sangre judía: los alimentos prohibidos y la circuncisión. Y por eso los judíos son, de entre todos nuestros enemigos, los más peligrosos; los únicos a quienes de verdad merece la pena odiar. En realidad, son los únicos que compiten de verdad con nosotros. Nuestros únicos rivales serios. Los rusos son débiles, una horda sin centro pese a los intentos de ese georgiano arrogante para imponerles un "nacionalcomunismo". Y los insulares, británicos o americanos, están podridos, gangrenados, corruptos. ¡Pero los judíos! ¿Quién, en la era científica, volvió a descubrir, basándose en la intuición milenaria de su pueblo, humillado, pero nunca vencido, la verdad de la raza? Disraeli, un judío. Gobineau lo aprendió todo de él. ¿No me crees? Pues ve a verlo». Señaló las estanterías que estaban junto a su escritorio: «Ahí; ve a mirar». Volví a levantarme y me acerqué a las estanterías: había varios libros de Disraeli junto a los de Gobineau, Vacher de Lapouge, Drumont, Chamberlain, Herzl y otros más. «¿Cuál de ellos, Herr Doktor? Hay varios»… —«Cualquiera, cualquiera. Todos dicen lo mismo. Mira, coge Coningsby. ¿Lees en inglés, verdad? Página 203. Empieza en But Sidonia and bis brethren… Lee en voz alta». Encontré el párrafo y leí: «Pero Sidonia y sus hermanos podían reivindicar una distinción que los sajones y los griegos, y las demás naciones caucásicas, habían desechado. Los hebreos son una raza sin mezcla… Una raza sin mezcla, con una organización de primera categoría, es la aristocracia de la Naturaleza».—. «¡Muy bien! Y ahora página 231. The fact is you cannot destroy… Se refiere a los judíos, por supuesto»… —«Sí. El hecho es que resulta imposible destruir una raza pura con organización caucásica. Es un hecho fisiológico; una simple ley natural que tuvo en jaque a los reyes egipcios y asirios, a los emperadores romanos y a los inquisidores cristianos. No hay ley penal ni tortura física que pueda conseguir que una raza inferior absorba a una raza superior o la destruya. Las razas persecutoras mezcladas desaparecen; la raza pura perseguida perdura».—«¡Eso es! ¡Piensa que ese hombre, que ese judío, fue primer ministro de la reina Victoria! ¡Que fundó el Imperio británico! ¡Y que cuando era aún un desconocido defendía tesis así ante un Parlamento cristiano! Ven para acá. Ponme té, anda». Volví junto a él y le serví otra taza. «Te he ayudado, Max, por el amor y el respeto que profesé a tu padre; he ido siguiendo tu carrera, te he apoyado cuanto he podido. Estás en la obligación de ser digno de tu padre, de su raza y de la tuya. En este mundo no hay sitio más que para un único pueblo elegido, llamado a dominar a los demás: o ellos, como quieren el judío Disraeli y el judío Herzl, o nosotros. Así que nosotros tenemos que matarlos hasta que no quede ni uno y arrancar de raíz su estirpe. Pues aunque no quedasen más que diez, un minyan intacto, aunque no quedasen más que dos, un hombre y una mujer, dentro de cien años tendríamos el mismo problema y habría que volver a empezarlo»… —«¿Puedo hacerle una pregunta, Herr Doktor?»—. «Pues claro, hijito»… —«¿Qué papel desempeñan ustedes en todo esto?»—. «¿Quieres decir Leland y yo? Es un poco complicado de explicar. No tenemos un puesto burocrático. Estamos… estamos a pie firme junto al Führer. El Führer ¿sabes? tuvo el coraje y la lucidez de optar por esta ineludible decisión histórica; pero, desde luego, el aspecto práctico de las cosas no tiene nada que ver con él. Ahora bien, entre esa decisión y su realización, que se le encomendó al Reichsführer-SS, hay un espacio gigantesco. Nuestra tarea consiste en reducir ese espacio. Desde ese punto de vista, ni siquiera respondemos de nuestros actos ante el Führer, sino más bien ante ese espacio en cuestión»… —«La verdad es que no estoy muy seguro de entenderlo todo. Pero ¿qué espera de mí?»—. «Nada, salvo que sigas por el camino que tú mismo te has trazado, y hasta el final»… —«No tengo gran certidumbre de cuál es mi camino, Herr Doktor. Tengo que pensar»…— «¡Ah, piensa, piensa! Y luego llámame. Y volveremos a hablar del asunto». Otro gato estaba intentando subírseme a las rodillas y me llenó de pelos blancos el paño negro antes de que lo ahuyentara. Mandelbrod, sin pestañear siquiera, siempre con la misma impasibilidad, casi adormilado, soltó otra flatulencia enorme. El olor se instaló en mi garganta, y respiré poco a poco, entre los labios. Se abrió la puerta principal y la joven que estaba en recepción entró, aparentemente insensible al olor. Me puse de pie: «Gracias, Herr Doktor. Mis respetos a Herr Leland. Hasta pronto, pues». Pero Mandelbrod parecía estar ya casi dormido del todo; sólo demostraba lo contrario una de las manazas, que acariciaba despacio a un gato. Esperé un instante, pero, por lo visto, no quería decir nada más, y salí; la muchacha me siguió y cerró las puertas sin el mínimo ruido.
Cuando le hablé al profesor Mandelbrod de mi interés por los problemas de las relaciones europeas, no mentía, pero tampoco lo dije todo: en realidad, tenía una idea, una idea precisa de lo que quería. No sé muy bien cómo se me había ocurrido: durante una noche de insomnio a medias en el hotel Edén seguramente. Ya es hora, me había dicho, de que yo también haga algo por mí mismo, que piense en mí. Y lo que me proponía Mandelbrod no encajaba con la idea que se me había ocurrido. Pero no estaba seguro de poder apañármelas para realizarla. Dos o tres días después de la entrevista en las oficinas de la Unter den Linden, llamé por teléfono a Thomas, que me dijo que fuera a verlo. En vez de quedar conmigo en su despacho, en la Prinz-Albrechtstrasse, me citó en la dirección de la SP y del SD, en la vecina Wilhelmstrasse. El Prinz-Albrecht Palais, que estaba algo más abajo que el Ministerio del Aire de Góring —una gigantesca estructura de hormigón, erizada de ángulos y de un neoclasicismo estéril y pomposo-, era todo lo contrario: un elegante palazzo clásico de reducido tamaño, construido en el siglo XVIII, que remozó en el XIX Schinkel, pero con gusto y primor, y que las SS tenían alquilado al Estado desde 1934. Lo conocía bien, porque allí tenía la sede mi departamento antes de irme a Rusia y había pasado muchas horas dando vueltas por los jardines, una pequeña obra maestra de disimetría y reposada variedad, obra de Lenné. Visto desde la calle, una gran columnata y unos árboles ocultaban la fachada. La guardia, en sus garitas rojas y blancas, me saludó al pasar; pero otro equipo, más discreto, comprobó mi documentación en una oficina pequeña, junto al parterre, antes de mandar que me escoltasen hasta la recepción. Thomas me estaba esperando: «¿Y si fuéramos al parque? Hace muy bueno». El jardín, al que se llegaba bajando unos cuantos peldaños flanqueados de tiestos de gres, iba desde el palacio hasta el Europahaus, un edificio cúbico, modernista y de gran tamaño, que se alzaba en la Askanischer Platz y contrastaba de forma peculiar con las volutas reposadas y sinuosas de los paseos abiertos entre los parterres con la tierra removida, los estanques pequeños y redondos y los árboles, aún sin hojas, en los que apuntaban los primeros brotes. No había nadie. «Kaltenbrunner no viene nunca— comentó Thomas-, así que es un sitio muy tranquilo». A Heydrich sí le gustaba pasear por allí, pero en tal caso sólo podían bajar al jardín aquellos a quienes invitaba él. Deambulamos entre los árboles y le conté a Thomas lo esencial de la conversación con Mandelbrod. «Exagera las cosas —zanjó cuando yo hube acabado-. Los judíos son un problema, desde luego, del que hay que ocuparse, pero ese problema no es un fin en sí mismo. El objetivo no es matar a gente, sino tener controlada a una población; la eliminación física es uno de los medios de control. No hay que convertirlo en una obsesión; hay más problemas igual de serios. ¿Te parece que piensa de verdad todo lo que dice?»—. «Esa es la impresión que me da. ¿Por qué?» Thomas se quedó un instante pensativo; la grava crujía bajo las botas. «Mira —siguió diciendo por fin-, para muchos el antisemitismo es un instrumento. Como es algo que le importa mucho al Führer, se ha convertido en uno de los medios más seguros para acercarse a él: si consigues desempeñar un papel relacionado con la solución de la cuestión judía, tu carrera irá mucho más deprisa que si te ocupas, por ejemplo, de los Testigos de Jehová o de los homosexuales. En ese sentido, puede decirse que el antisemitismo se ha convertido en la divisa del poder del Estado nacionalsocialista. ¿Te acuerdas de lo que te dije en noviembre de 1938, después de la Reichskristallnacht?» Me acordaba. Encontré a Thomas, al día siguiente de la violencia frenética de los SA; lo embargaba una fría rabia. «¡Esos cretinos!— vociferó al entrar en el reservado del café en donde yo lo estaba esperando-. ¡Esos cretinos de poca monta!. —«¿Quiénes? ¿Los SA?»—. «No seas imbécil. Los SA no lo han hecho ellos solos»… —«¿Pues entonces quién ha dado las órdenes?—. «Goebbels, ese cojo de mierda. Hace años que se le cae la baba de ganas de meter las narices en la cuestión judía. Pero en esto la ha cagado»… —«Pero ¿no crees que ya era hora de que alguien hiciera algo concreto? A fin de cuentas…». Soltó una risa breve y amarga: «Por supuesto que hay que hacer algo. Los judíos apurarán el cáliz hasta las heces. Pero no así. Eso ha sido sencillamente una idiotez. ¿Tienes una remota idea del coste que esto va a tener?». Debió de animarle la mirada vacía que me vio, porque siguió diciendo casi inmediatamente: «¿De quién crees tú que son todos esos escaparates destrozados? ¿De los judíos? Los locales de los judíos son alquilados. Y en caso de daños el responsable es siempre el dueño. Y además están las compañías de seguros. Compañías alemanas que van a tener que pagar a propietarios de edificios alemanes, e incluso a propietarios judíos. Porque, si no, sería el fin del negocio de los seguros alemanes. Y luego está lo del cristal. Porque cristales así, sabes, no se fabrican en Alemania. Vienen todos de Bélgica. Todavía están calculando los daños, pero ya van por más de la mitad de toda la producción anual belga. Y habrá que pagar en divisas. En el preciso instante en que la nación estaba poniendo todo el esfuerzo en la autarquía y el rearme. Desde luego que en este país hay unos cretinos rematados». Le brillaban los ojos mientras escupía las palabras: «Pero deja que te diga una cosa. Todo esto se acabó. El Führer acaba de poner de forma oficial la cuestión en manos del Reichsmarschall. Pero, de hecho, el gordo ese va a delegar para todo en Heydrich y en nosotros. Y nunca más podrá meter las narices ninguno de esos memos del Partido. A partir de ahora, las cosas se harán como es debido. Hace años que estamos insistiendo en una solución global. Ahora podremos organizaría. De forma limpia y eficaz. De forma racional. Al fin vamos a hacer las cosas como hay que hacerlas».
Thomas se había sentado en un banco y, con las piernas cruzadas, me alargó la pitillera de plata para que cogiera un cigarrillo de lujo, de filtro dorado. Lo cogí y le encendí también el suyo, pero me quedé de pie. «La solución global a la que te referías entonces era la emigración. Desde entonces las cosas han cambiado mucho». Thomas soltó una prolongada bocanada de humo antes de contestar: «Es cierto. Y es cierto también que hay que evolucionar con la época. Lo cual no quiere decir que hay que convertirse en un cretino. La retórica es más bien partidaria de los comparsas de segunda fila e incluso de tercera»… —«No me estoy refiriendo a eso. Lo que quiero decir es que no es forzoso meterse en eso»…— «¿Te gustaría hacer otra cosa?». —«Sí. Es que eso me cansa». Ahora me tocó a mí darle una chupada larga al cigarrillo. Era delicioso, un tabaco sabroso y delicado. «Siempre me ha impresionado tu temible falta de ambición— dijo por fin Thomas-. Sé de diez hombres que pasarían por encima de los cadáveres de sus padres para tener una charla con un hombre como Mandelbrod. ¡Piensa en que almuerza con el Führer! Y tú te andas con remilgos. ¿Sabes lo que quieres, por lo menos?». —«Sí. Querría volver a Francia»…— «¡A Francia!» Se quedó pensativo. «Es cierto, con los contactos que tienes allí y lo bien que sabes la lengua no es ninguna tontería. Pero no va a ser fácil. En la BdS manda Knochen y lo conozco mucho, pero los puestos ahí son limitados y están muy cotizados»… —«Yo también conozco a Knochen. Pero no quiero estar en la BdS. Quiero un puesto en donde pueda ocuparme de las relaciones políticas»…— «Eso equivale a decir un puesto en la embajada con el Militarbefeblshaber. Pero he oído decir que desde que se fue Best las SS no están ya muy bien vistas en la Wehrmacht, ni tampoco en los dominios de Abetz. A lo mejor podríamos encontrar algo que te fuera bien con Oberg, el HSSPF. Pero en eso la Amt I no puede hacer gran cosa: hay que pasar directamente por la SS-Personal Hauptamt y ahí no conozco a nadie»… —«Y si saliera una propuesta desde la Amt I, ¿funcionaría?»—. «Es posible». Dio una última calada y tiró con negligencia la colilla en el parterre. «Si por lo menos estuviera Streckenbach, ahí no habría problema. Pero le pasa lo que a ti, que piensa demasiado. Y se hartó»… —«¿Dónde está ahora?»—. «En las Waffen-SS. Al mando de una división letona en el frente, la XIX»… —«¿Y quién lo sustituyó? Ni siquiera lo he preguntado»…— «Schulz»… —«¿Schulz? ¿Cuál de ellos?»—. «¿No te acuerdas? Aquel Schulz que dirigía un Kommando en el grupo C y que pidió que lo trasladasen al principio de todo. Aquel cagado del bigotito ridículo»… —«¡Ah, sí! Pero nunca he coincidido con él. Por lo visto es una persona que no está mal»…— «Desde luego, pero no lo conozco personalmente y las cosas no fueron nada bien entre el Gruppenstab y él. Era banquero antes, ya te haces una idea. Mientras que con Streckenbach serví en Polonia. Y además a Schulz acaban de nombrarlo, así que querrá hacer méritos. Sobre todo porque tiene que hacerse perdonar algunas cosas. Conclusión: si haces una petición oficial te mandarán a cualquier sitio menos a Francia»… —«¿Y entonces qué me sugieres?» Thomas se había puesto de pie y seguimos caminando. «Mira, voy a ver qué se puede hacer, pero no va a ser fácil. ¿Tú no puedes mirar por tu lado? Tenías mucha relación con Best; pasa por Berlín con regularidad, ve a preguntarle qué le parece. Puedes entrar en contacto con él fácilmente a través del Auswártiges Amt. Pero si estuviera en tu lugar, intentaría pensar en otras opciones. Y además estamos en guerra. No siempre se puede elegir».
Antes de separarnos, Thomas me pidió un favor: «Me gustaría que vieras a alguien. A un estadístico»… —«¿De las SS?»—. «Oficialmente es inspector del servicio de estadísticas del Reichsführer. Pero es funcionario, ni siquiera es miembro de las Allgemeine-SS». Staatspolizei disponía de unas oficinas así; debía de tener a su cargo una actividad tremenda. Se llegaba al vestíbulo principal, una estancia cavernosa y mal iluminada, por una escalinata de mármol; Hofmann, el ayudante, me estaba esperando para llevarme ante Korherr. «¡Pero qué grande es todo esto!», comenté mientras subíamos juntos por otra escalera… —«Sí, es una antigua logia judeomasónica, requisada, por supuesto». Me hizo entrar en el despacho de Korherr, una habitación diminuta atestada de cajones y expedientes: «Disculpe el desorden, Herr Sturmbannführer. Es un despacho provisional». El doctor Korherr, un hombrecillo huraño, iba de paisano y me dio la mano en vez de saludar. «Siéntese, por favor», dijo mientras Hofmann se retiraba. Intentó despejar el escritorio de parte de los papeles y, luego, se resignó y dejó las cosas como estaban. «El Obersturmbannführer ha sido muy generoso con sus documentos— masculló—, pero la verdad es que no están nada ordenados». Dejó de farfullar, se quitó las gafas y se restregó los ojos. «¿Está aquí el Obersturmbannführer Eichmann?», —pregunté—. «No, está en una misión. Volverá dentro de unos días. ¿El Obersturmbannführer Hauser le ha explicado lo que estoy haciendo?». —«Por encima»…— «De todas formas llega usted un poco tarde. Ya casi he terminado el informe y lo tengo que entregar dentro de unos días»… —«¿Qué puedo hacer por usted entonces?», repliqué un tanto irritado…— «¿Estaba usted en la Einsatz, verdad?». —«Sí, al principio en un Kommando».— «¿Cuál?», interrumpió… —«El 4a»—. «Ah, sí, Blobel. Buen tanteo». No conseguí entender si hablaba en serio o con ironía. «Luego serví en el Gruppenstab D en el Cáucaso». Torció el gesto: «Ya. Eso me interesa menos. Las cantidades son ínfimas. Hábleme del 4a»… —«¿Qué quiere saber?» Se agachó detrás del escritorio y volvió a asomar con una caja de cartón que me colocó delante. «Estos son los informes del grupo C. Los he mirado minuciosamente con mi ayudante, el doctor Píate. Ahora bien, se ven cosas curiosas: a veces hay cantidades de lo más exactas, 281,1472 o 33.771, como en Kiev; y otras veces, son cantidades redondas. Incluso en el mismo Kommando. Y también aparecen cantidades contradictorias. Por ejemplo, en una ciudad donde se supone que viven 1.200 judíos, en los informes aparecen 2.000 personas enviadas a las medidas especiales. Y así sucesivamente. Así que lo que me interesa son los sistemas de recuento. Quiero decir los sistemas prácticos, in situ»…— «Debería haber hablado directamente con el Standartenführer Blobel. Me parece que habría estado en mejores condiciones para informarle que yo». —«Desgraciadamente, el Standartenführer Blobel está otra vez en el Este y no se puede entrar en contacto con él. Pero, en cualquier caso, ya tengo formada una opinión ¿sabe? Y creo que el testimonio de usted la confirmará. Hábleme de Kiev, por ejemplo. Una cantidad tan enorme, pero exacta. Curioso»…— «En absoluto. Al contrario, cuanto mayor era la Aktion y se contaba con más medios, más fácil era hacer cuentas exactas. En Kiev, había acordonamientos muy nutridos. Inmediatamente antes de llegar al lugar en sí de la operación, a los… los pacientes, en fin, a los condenados se los dividía en grupos iguales, siempre una cantidad redonda, veinte o treinta, ya no me acuerdo. Un suboficial tenía el cometido de contar la cantidad de grupos que pasaban ante su mesa y tomaba nota. El primer día llegamos a los 20.000 justos»… —«¿Y a todos los que pasaban ante la mesa se los sometía al tratamiento especial?»—. «En principio, sí. Claro que algunos pudieron, digamos, fingir y escapar luego, amparados en la oscuridad de la noche. Pero sería, como mucho, un puñado de individuos»… —«¿Y las acciones pequeñas?—. «Estaban bajo la responsabilidad de un Teilkommandoführer a quien se le encomendaba que contase y enviara las cantidades al Kommandostab. El Standartenführer Blobel insistía siempre en que las cuentas fueran exactas. En el caso que me ha citado, me refiero a ese en que se llevaron a más judíos de los que había en principio, creo que puedo darle una explicación: cuando llegábamos, muchos judíos se escapaban a los bosques o a la estepa. El Teilkommando daba el trato adecuado a quienes encontraba in situ y, luego, se iba. Pero los judíos no podían seguir escondidos: los ucranianos los expulsaban de los pueblos y los partisanos los mataban a veces. Así que, poco a poco, el hambre les impelía a regresar a sus ciudades o a sus pueblos, con frecuencia con otros refugiados. Cuando nos enterábamos, llevábamos a cabo una segunda operación que suprimía otra vez determinada cantidad. Pero volvían otros más. A algunos pueblos se los consideró judenfrei hasta tres, cuatro o cinco veces, pero siempre volvían a aparecer más»… —«Ya veo. Es una explicación interesante»…— «Si lo estoy entendiendo bien —dije un tanto picado— cree que los grupos inflaron las cantidades»… —«Si he de serle sincero, sí. Por varias razones, sin duda, de entre las cuales el ascenso no era la única. Existen también automatismos burocráticos. En estadística, estamos acostumbrados a ver organismos que se ciñen a una cantidad, sin que nadie sepa muy bien cómo, y luego esa cantidad se repite y se transmite como si fuera un hecho, sin ninguna crítica ni ninguna modificación pase el tiempo que pase. A eso lo llamamos la cantidad de la casa. Pero cambia de grupo en grupo y de Kommando en Kommando. El caso peor está claro que es el del Einsatzgruppe B. También hay irregularidades grandes en algunos Kommandos del grupo D»…— «¿En el año 41 o en el 42?». —«En 1941 sobre todo. Al principio y, luego, en Crimea también»…— «Estuve una temporada corta en Crimea, pero no tuve nada que ver con las acciones en ese momento».— «¿Y en lo referido a su experiencia en el 4a?» Pensé un momento antes de responder: «Creo que todos los oficiales eran honrados. Pero, al principio, las cosas estaban mal organizadas y es posible que algunas cantidades sean un poco arbitrarias»… —«En cualquier caso, no es demasiado grave— dijo sentenciosamente Korherr-. Los Einsatzgruppen no representan sino una fracción de las cantidades globales. Ni siquiera una desviación del diez por ciento incidiría gran cosa en el conjunto de los resultados». Noté que algo volvía a oprimirme el diafragma. «¿Tiene cantidades para toda Europa, Herr Doktor?». —«Desde luego. Hasta el 31 de diciembre de 1942»…— «¿Puede decirme a cuánto ascienden?» Me miró a través de los cristales de las garitas. «Por supuesto que no. Es un secreto, Herr Sturmbannführer». Hablamos un poco más del trabajo del Kommando, Korherr hacía preguntas concretas y meticulosas. Al acabar, me dio las gracias. «Mi informe le llegará directamente al Reichsführer —me explicó-. Si sus atribuciones lo exigen, se le comunicará a usted el contenido en ese momento». Me acompañó hasta la entrada del edificio. «Buena suerte. Y ¡Heil Hitler!»
¿Por qué le había hecho esa pregunta estúpida e inútil? ¿A mí qué me iba ni me venía? No había sido más que curiosidad morbosa y estaba arrepentido. Quería que sólo me interesaran ya las cosas positivas: al nacionalsocialismo le quedaba aún mucho por construir; a eso era a lo que quería dedicar mis esfuerzos. Y resulta que los judíos, unser Unglück, me perseguían como un mal sueño de primeras horas de la mañana, pegado en lo hondo de la cabeza. Y eso que en Berlín ya no quedaban muchos: a todos los trabajadores judíos supuestamente «protegidos» de las fábricas de armamento se los acababan de llevar. Pero estaba escrito que había de toparme con ellos en los lugares más inesperados.
El 21 de marzo, día del Recuerdo de los Héroes, el Führer iba a pronunciar un discurso. Era su primera aparición en público después de la derrota de Stalingrado y yo, como todo el mundo, estaba esperando sus palabras con impaciencia y angustia: ¿qué iba a decir, qué cara tendría? Aún era muy patente la onda de choque de la catástrofe; circulaban con brío los rumores más variados. Yo quería asistir a ese discurso. Sólo había visto al Führer en persona una vez, hacía alrededor de diez años (después lo había oído con frecuencia en la radio y visto en los noticiarios); fue la primera vez que regresé a Alemania, en el verano de 1930, antes de la Toma del Poder. Les había sacado ese viaje a mi madre y a Moreau a cambio de consentir en estudiar lo que ellos quisieran. Había aprobado el examen de fin de bachillerato (aunque sin nota, por lo que tenía que hacer un curso preparatorio para aprobar el ingreso en la ELSP) y me dejaron irme. Fue un viaje maravilloso del que regresé cautivado y deslumbrado. Me había ido con dos compañeros del liceo, Pierre y Fabrice; y, aunque no sabíamos ni quiénes eran los Wandervógel, seguimos sus huellas como por instinto, encaminándonos hacia los bosques, andando de día; charlando, de noche, alrededor de modestas hogueras de campamento; durmiendo en el suelo, encima de las agujas de los pinos. Luego bajamos para visitar las ciudades del Rin y acabamos en Munich, en donde pasé las horas muertas en la Pinacoteca o vagabundeando por las callejuelas. Alemania, aquel verano, volvía a vivir tumultos: se notaban mucho los coletazos del crac norteamericano del año anterior; las elecciones al Reichstag, previstas para septiembre, iban a decidir el porvenir de la Nación. Todos los partidos políticos se dedicaban a la agitación, con discursos, desfiles y, a veces, golpes de mano o riñas bastante violentas. En Munich, un partido se destacaba claramente por encima de los demás: el NSDAP, del que oí hablar entonces por primera vez. Ya había visto a los fascistas italianos en los noticiarios y aquellos nacionalsocialistas parecían inspirarse en su estilo, pero tenían un mensaje específicamente alemán y su jefe, un soldado raso veterano de la Gran Guerra, hablaba de un renacimiento alemán, de la gloria de Alemania, de un futuro alemán pletórico y vibrante. Para eso, me decía cuando los veía desfilar, era para lo que mi padre había peleado durante cuatro largos años, para que, al final, lo traicionaran, a él y a todos sus compañeros, y para quedarse sin su tierra y sin su casa, nuestra casa. Era también todo cuanto aborrecía Moreau, aquel buen radical y buen patriota francés que, todos los años, cuando llegaba sus cumpleaños, bebía a la salud de Clemenceau, de Foch y de Pétain. El jefe del NSDAP iba a dar un discurso en un Braukeller: dejé a mis amigos franceses en nuestro modesto hotel. Me encontré al fondo, detrás del gentío, apenas si oía a los oradores; en cuanto al Führer, sólo recuerdo aquellos gestos que la emoción tornaba frenéticos y la forma en que el mechón le caía continuamente sobre la frente. Pero decía, y yo lo sabía con certidumbre absoluta, las mismas cosas que habría dicho mi padre si hubiera estado presente; si aún hubiera estado presente, seguramente habría estado subido al estrado, habría sido del entorno más próximo de aquel hombre, uno de sus primeros compañeros; habría podido incluso, si tal hubiera sido su destino, ocupar —¿quién sabe?— su lugar. Además, el Führer, cuando estaba quieto, se le parecía. Volví de aquel viaje con el pensamiento, por vez primera, de que era posible algo que no fuese el camino estrecho y letal que me habían trazado mi madre y su marido y de que allí estaba mi porvenir, con aquel pueblo desdichado, el pueblo de mi padre y también el mío.
Desde entonces habían cambiado muchas cosas. El Führer seguía contando con la confianza del Volk, pero entre las masas la confianza en la victoria final empezaba a erosionarse. La gente criticaba al Alto Mando, a los aristócratas prusianos, a Góring y su Luftwaffe; pero yo sabía que dentro de la Wehrmacht se criticaban las ingerencias del Führer. En las SS, se decía entre cuchicheos que, desde Stalingrado, tenía una depresión nerviosa, que ya no hablaba con nadie, que cuando Rommel, a primeros de mes, intentó convencerlo de que había que evacuar el norte de África, lo oyó sin entenderlo. En cuanto a los rumores públicos de los trenes, los tranvías, las colas, estaban cayendo claramente en el delirio: según los informes SD que le mandaban a Thomas, se decía que la Wehrmacht tenía al Führer confinado en Berchtesgaden, que había perdido la razón y lo tenían, drogado, en un hospital SS, que el Führer a quien veíamos no era sino un doble. El discurso iba a pronunciarlo en el Zeughaus, el antiguo arsenal que estaba al final de Unter den Linden, pegado al canal del Spree. Como veterano de Stalingrado herido y condecorado no me costó trabajo alguno hacerme con una invitación; le propuse a Thomas que fuera conmigo, pero me contestó, risueño: «Yo no estoy de permiso como otros; tengo trabajo». Así que fui solo. Habían tomado considerables medidas de seguridad; la invitación especificaba que se prohibían las armas reglamentarias. La posibilidad de un ataque aéreo británico tenía asustados a algunos: en enero, los ingleses habían disfrutado malévolamente lanzando un ataque de aviones Mosquito el día del aniversario de la Toma del Poder y habían causado numerosas víctimas; no obstante, habían colocado las sillas en el patio del Zeughaus, bajo la gran cúpula de cristal. Me tocó estar sentado por el centro, entre un Oberstleutnant cubierto de condecoraciones y un civil que lucía la insignia de oro del Partido en la solapa. Tras los discursos de introducción, apareció el Führer. Abrí unos ojos como platos: cubriéndole la cabeza y los hombros, encima del sencillo uniforme feldgrau, me parecía divisar el ancho chal rayado en azul y blanco de los rabinos. El Führer había empezado a hablar en el acto, con su voz rápida y monótona. Examiné la cristalera: ¿sería posible que fuera un efecto de la luz? Le veía claramente la gorra; pero, bajo ella, creía columbrar unos largos tirabuzones que le caían por las sienes, por las solapas, y, en la frente, las filacterias y el tefillin, la cajita de cuero que contiene versículos de la Torah. Cuando alzó el brazo, me pareció verle en la manga más filacterias de cuero, y, bajo la guerrera, ¿no asomaban acaso los flecos blancos de eso que los judíos llaman el talit katán? No sabía qué pensar. Miré atentamente a mis vecinos: escuchaban el discurso con atención solemne y el funcionario asentía aplicadamente con la cabeza. ¿Así que no notaban nada? ¿El único que veía aquel espectáculo inaudito era yo? Examiné con detalle la tribuna oficial: detrás del Führer, reconocí a Góring, a Goebbels, a Ley, al Reichsführer, a Kaltenbrunner, a otros dirigentes conocidos, a grados elevados de la Wehrmacht; todos miraban la espalda del Führer o la sala, impasibles. A lo mejor, me dije alarmadísimo, es el cuento del emperador desnudo: todo el mundo ve la verdad, pero disimula y cuenta con que el vecino haga otro tanto. No, me dije para intentar razonar, no cabe duda de que es una alucinación; con una herida como la mía, no tiene nada de extraño. Pero me sentía sano de mente. Estaba bastante lejos del estrado y al Führer le llegaba la luz de refilón; ¿a lo mejor era sencillamente una ilusión óptica? Y, no obstante, seguía viendo lo mismo. ¿A lo mejor me estaba jugando una mala pasada mi «ojo pineal»? Pero aquello no se parecía en nada a la textura de los sueños. También podía ser que me estuviera volviendo loco. El discurso fue corto y pronto estuve de pie entre la muchedumbre que se apiñaba hacia la salida, empantanado en mis pensamientos. El Führer tenía ahora que ir a las salas del Zeughaus para ver una exposición de trofeos de guerra arrebatados a los bolcheviques antes de pasar revista a una guardia de honor y depositar un ramo de flores en el Neue Wache; habría debido ir yo también, en mi invitación lo ponía, pero estaba demasiado conmocionado y desorientado; salí en cuanto pude de entre el gentío y subí por la avenida en dirección a la estación de S-Bahn. Crucé la avenida y fui a sentarme en un café, bajo el arco de la Kaiser Gallerie, en donde pedí un schnaps, que me bebí de un trago, y luego otro. Tenía que pensar, pero no acababa de ver en qué tenía que pensar, me costaba respirar, me desabroché el cuello y seguí bebiendo. Había una forma de aclarar aquello: por la noche, en el noticiario de cine habría fragmentos del discurso, y entonces podría saber a qué atenerme. Dije que me trajeran un periódico con la cartelera: a las siete y no muy lejos de allí echaban El presidente Krüger. Pedí un bocadillo y fui a dar una vuelta por el Tiergarten. Aún hacía frío y paseaba poca gente bajo los árboles sin hojas. Me daban vueltas varias interpretaciones por la cabeza; me corría prisa que empezara la película, incluso aunque la perspectiva de no ver nada no fuese mucho más tranquilizadora que la contraria. A las seis, me encaminé hacia el cine y me puse en la cola para sacar la entrada. Delante de mí, un grupo comentaba el discurso, que debían de haber oído por la radio, y yo atendí con avidez. «Otra vez les ha vuelto a echar la culpa de todo a los judíos —decía un señor bastante flaco y con sombrero-. Y lo que no entiendo es que ya no quedan judíos en Alemania, así que ¿cómo van a tener culpa de algo?»—. «Que no, Dummkopf —le contestó una mujer bastante vulgar, con el pelo decolorado y peinado con una permanente rebuscada-, que se refiere a los judíos internacionales»…— «Sí —replicó el hombre-, pero si esos judíos internacionales son tan poderosos, ¿por qué no pudieron salvar a sus hermanos de aquí?»—. «Nos castigan bombardeándonos —dijo otra mujer fibrosa y más bien gris-. ¿Han visto lo que hicieron el otro día en Münster? Sólo para hacernos sufrir. Como si no sufriéramos ya bastante con todos nuestros hombres en el frente»…— «A mí lo que me ha parecido un escándalo —afirmó un hombre rubicundo y tripón, que llevaba un terno gris de rayasha sido que no mencionara Stalingrado. Vaya vergüenza»…— «Huy, no me hable de Stalingrado —dijo la rubia del bote-. Mi pobre hermana tenía allí a su hijo Hans, en la 76ª División. Está como loca, ni siquiera sabe si está vivo o muerto»—. «Por la radio han dicho que habían muerto todos —dijo la mujer grisácea-. Que pelearon hasta el último cartucho; eso dijeron»—. «Pero, mujer, ¿tú te crees todo lo que dicen por la radio? —le espetó el hombre del sombrero-. Mi primo, que es Oberst, dice que hicieron muchos prisioneros. Miles. Y hasta cientos de miles, a lo mejor»—. «Entonces, ¿Hans igual está prisionero?», preguntó la rubia… —«Es posible»…— «Y en tal caso, ¿por qué no escriben? —preguntó el burgués grueso-. Nuestros prisioneros de Inglaterra y de América sí escriben, y hasta anda por medio la Cruz Roja»…— «Eso es verdad», dijo la mujer con cara de ratón… —«¿Cómo iban a escribir si están todos oficialmente muertos? Escriben, pero los nuestros no entregan las cartas»…— «Perdonen que me meta —intervino otro-, pero eso es cierto. Mi cuñada, la hermana de mi mujer, recibió una carta del frente, que sólo iba firmada: Un patriota alemán, y que le decía que su marido, que es Leutnant en los panzers, todavía vive. Los rusos tiraron cuartillas por nuestras líneas, cerca de Smolensko, con listas de nombres y de direcciones, impresas en letra muy pequeña, y con recados para las familias. Y los soldados que las recogen escriben cartas anónimas, o mandan incluso la cuartilla entera». Un hombre con corte de pelo militar se sumó a la conversación: «De todas formas, aunque haya prisioneros, no sobrevivirán mucho tiempo. Los bolcheviques los mandarán a Siberia y los pondrán a cavar canales hasta que se mueran. No volverá ni uno. Y además, después de lo que les hemos hecho, será de lo más justo».— «¿Qué quiere usted decir con eso de lo que les hemos hecho?», saltó el gordo. La rubia del bote se había fijado en mí y me examinaba el uniforme. El hombre del sombrero habló antes que el militar: «El Führer ha dicho que desde el principio de la guerra hemos tenido 542.000 muertos. ¿Ustedes se lo creen? Pues yo lo que creo, sencillamente, es que miente». La rubia le dio un codazo y miró hacia mí. El hombre le siguió la dirección de la mirada, se puso encarnado y tartamudeó: «Bueno, a lo mejor no le dicen todos los números…»… Los demás me miraban también y callaban. Yo seguía con ojos neutros y ausentes. Luego el gordo quiso reanudar la conversación hablando de otra cosa, pero la cola había empezado a avanzar hacia la taquilla. Saqué una entrada y fui a sentarme. No tardaron a apagarse las luces y pusieron el noticiario, que empezaba con el discurso del Führer. El celuloide era de grano grueso, la proyección iba a saltos y se velaba de vez en cuando; habían debido de revelar y hacer las copias deprisa y corriendo. Me seguía pareciendo que le veía al Führer por la cabeza y los hombros el amplio chal de rayas, y no veía nada más, aparte del bigote; era imposible tener seguridad de nada. Se me escapaban las ideas por todos los lados, como un banco de peces ante un submarinista; apenas si me enteré de la película, una bobada anglófoba; seguía pensando en lo que había visto, y no tenía ni pies ni cabeza. Parecía imposible que fuera algo real, pero no podía aceptar que tuviera alucinaciones. Pero ¿qué me había hecho aquella bala en la cabeza? ¿Me había enemistado de forma irremediable con el mundo o me había abierto de verdad un tercer ojo, ese que ve a través de la opacidad de las cosas? En la calle, a la salida, ya se había hecho de noche y era la hora de cenar, pero no quería comer nada. Me volví al hotel y me encerré en mi cuarto. Estuve tres días sin salir.
Llamaron y abrí la puerta: un botones venía a comunicarme que el Obersturmbannführer Hauser me había dejado un recado. Le mandé que se llevase las sobras de la comida que había pedido que me subieran la víspera y me tomé tiempo para ducharme y peinarme antes de bajar a recepción para llamar a Thomas. Me informaba de que Werner Best estaba en Berlín y aceptaba verme esa misma noche en el bar del hotel Adlon. «¿Irás?» Volví a mi cuarto, me preparé un baño lo más caliente posible y me metí en el agua hasta que me pareció que se me aplastaban los pulmones. Luego pedí que subiera un barbero a afeitarme. A la hora prevista, estaba en el Adlon, jugueteando nerviosamente con el pie de una copa de Martini y mirando a los Gauleiter, los diplomáticos, los SS de alta graduación y los aristócratas ricos que se citaban allí o se alojaban en aquel hotel cuando estaban de paso en Berlín. Pensé en Best. ¿Cómo iba a reaccionar un hombre como Werner Best si le decía que me había parecido ver al Führer envuelto en el chal de los rabinos? Seguramente me daría la dirección de un buen médico. Pero también a lo mejor me explicaba fríamente por qué tenía que ser así. Un individuo curioso. Lo vi en el verano de 1937, después de que me hubiera echado una mano, por mediación de Thomas, cuando me detuvieron en el Tiergaten; nunca hizo alusión a ello más adelante. Cuando me reclutaron, y aunque me llevaba por lo menos diez años, pareció interesarse por mí y me invitó a cenar varias veces, normalmente en compañía de Thomas y de algún otro oficial del SD, o de un par de ellos, en una ocasión con Ohlendorf, que bebió mucho café y habló poco, y a veces a solas también. Era un hombre extraordinariamente preciso, frío y objetivo y, al tiempo, entregado con apasionamiento a sus ideales. Cuando apenas lo conocía, me parecía clarísimo que Thomas Hauser le copiaba el estilo, y vi más adelante que sucedía otro tanto con la mayoría de los oficiales jóvenes del SD, que lo admiraban, desde luego, más que a Heydrich. Por aquel entonces, a Best todavía le gustaba predicar lo que él llamaba el realismo heroico: «Lo que cuenta —afirmaba, citando a Jünger, a quien leía con avidez— no es por qué combatimos, sino cómo combatimos». Para aquel hombre, el nacionalsocialismo no era una opinión política, sino más bien un modo de vida, duro y radical, en el que se mezclaban la capacidad de analizar objetivamente y la aptitud para obrar. La ética más elevada, explicaba, consiste en sobreponerse a las inhibiciones tradicionales en la búsqueda del bien del Volk. En ese aspecto, la Kriegsju gendgeneration, la «generación de los jóvenes de la guerra», a la que pertenecía lo mismo que Ohlendorf, Six, Knochen y también Heydrich, se diferenciaba claramente de la generación anterior, la Junge Frontgeneration, «la juventud del frente», que había estado en la guerra. La mayoría de los Gauleiter y de los jefes del Partido, tales como Himmler y Hans Frank y también Goebbels y Darré, pertenecían a esa generación, pero a Best le parecían en exceso idealistas, en exceso sentimentales, ingenuos y poco realistas. Los Kriegsjungen, demasiado jóvenes para haber estado en la guerra o incluso para combatir en los Freikorps, crecieron durante los años revueltos de Weimar; y contra ese caos se forjó una perspectiva volkisch y radical de los problemas de la Nación. Entraron en el NSDAP no porque tuviera una ideología diferente de la de los demás partidos volkisch de los años veinte, sino porque, en vez de empantanarse en las ideas, en las polémicas de las élites, en los debates estériles e interminables, se centró en la organización, la propaganda de masas y el activismo, y destacó así naturalmente y ocupó un puesto de guía. El SD era la encarnación de esa perspectiva dura, objetiva y realista. En cuanto a nuestra generación —en esas charlas, Best se refería así a la de Thomas y mía-, aún no estaba plenamente definida: había llegado a la edad adulta bajo el nacionalsocialismo, pero aún no se había enfrentado a sus auténticos retos. Por eso teníamos que prepararnos, adoptar una disciplina severa, aprender a luchar por nuestro Volk y, si menester fuere, destruir a nuestros adversarios, sin odio y sin animosidad, no como esas sumas autoridades teutónicas, que se veían aún vestidos con pieles de animales, sino de forma sistemática, eficaz y razonada. Tal era el temple del SD por entonces, el que tenía, por ejemplo, el profesor doctor Alfred Six, mi primer jefe de departamento, que dirigía, al tiempo, la facultad de economía exterior de la universidad: era un hombre amargo, más bien desagradable, y que hablaba mucho más de política racial-biológica que de economía; pero preconizaba los mismos métodos que Best y otro tanto les sucedía a todos los jóvenes a quienes Hóhn fue reclutando, con el correr de los años, los lobos jóvenes del SD, Schellenberg, Knochen, Behrends, D’Alquen, y Ohlendorf, claro, pero también hombres que ahora sonaban menos, como Melhorn, Gürke, que murió en el frente en 1943, Lemmel, Taubert. Era una raza aparte, que no gustaba demasiado dentro del Partido, pero lúcida, activa, disciplinada, y cuando entré en el SD sólo aspiraba a convertirme en uno de ellos. Ahora, ya no lo tenía así de claro. Me daba la impresión, tras mis experiencias en el Este, de que a los idealistas del SD los habían desbordado los policías y los funcionarios de la violencia. Me preguntaba qué opinaba Best de la Endlósung. Pero no tenía la mínima intención de preguntárselo, ni tan siquiera de sacar a colación el tema, y menos aún el de mi extraña visión.
Best llegó con media hora de retraso, ataviado con un pasmoso uniforme negro con doble hilera de botones dorados y unas solapas cruzadas gigantescas, de terciopelo blanco. Tras hacernos los saludos de rigor, me dio un caluroso apretón de manos y se disculpó por el retraso: «Estaba con el Führer. No me ha dado tiempo a cambiarme». Mientras nos congratulábamos por nuestros respectivos ascensos, se acercó un maître, saludó a Best y nos llevó a una mesa reservada, en un entrante algo retirado. Pedí otro Martini y Best una copa de vino tinto. Luego me preguntó por mi trayectoria en Rusia: contesté sin entrar en detalles. En cualquier caso, Best sabía mejor que nadie qué era un Einsatzgruppe. «¿Y ahora qué?» Le expuse mi idea. Me escuchaba pacientemente, asintiendo con la cabeza; en la frente grande y abombada, que le brillaba a la luz de las arañas, se le veía aún la señal de la gorra, que había dejado en el asiento corrido. «Sí, lo recuerdo —dijo por fin-. Estaba empezando a interesarle el derecho internacional. ¿Por qué no ha publicado nada?»—. «Nunca he tenido una posibilidad real de hacerlo. En la RSHA, después de que usted se fuera, sólo me encomendaban cuestiones de derecho constitucional y penal, y luego, ya en el terreno, era imposible. En cambio, me he hecho con una buena experiencia práctica en lo relacionado con nuestros sistemas de ocupación»… —«No estoy seguro de que Ucrania sea el mejor ejemplo»…— «Desde luego que no —dije-. Nadie entiende en la RSHA cómo le consienten a Koch que se porte como un energúmeno. Es una catástrofe»…— «Es una de las disfunciones del nacionalsocialismo. En ese aspecto, Stalin es mucho más riguroso que nosotros. Pero los hombres como Koch, espero, no tienen porvenir alguno. ¿Ha leído el Festgabe que publicamos con motivo del cuadragésimo cumpleaños del Reichsführer?» Negué con la cabeza: «No, por desgracia»… —«Diré que le manden un ejemplar. Yo contribuí con un desarrollo de una teoría del Grossraum basada en unos fundamentos vólkisch; Hóhn, su ex profesor, escribió un artículo sobre el mismo tema, y también Stuckart, del Ministerio del Interior. Lemmel, ¿se acuerda de Lemmel?, también publicó algo sobre esto, pero en otro sitio. Lo que pretendíamos era rematar nuestra lectura crítica de Cari Schmitt y, al tiempo, promover las SS como fuerza motriz para la construcción del Nuevo Orden europeo. El Reichsführer, rodeado de hombres como nosotros, podría haber sido su principal arquitecto. Pero dejó que se le escapara la oportunidad»…— «¿Qué pasó?». —«Es difícil decirlo. No sé si al Reichsführer lo tenían obnubilado sus planes para la reconstrucción del Este alemán o si lo desbordó una cantidad excesiva de tareas. Desde luego que la implicación de las SS en los procesos de acondicionamiento demográfico del Este tuvo su papel. Si decidí dejar la RSHA fue hasta cierto punto por eso». Yo sabía que esa afirmación no era sincera. Cuando terminé la tesis (versaba sobre la reconciliación del derecho positivo del Estado con la noción de Volksgemeinschaft) y entré a tiempo completo en el SD para colaborar en la redacción de las opiniones jurídicas, Best ya estaba empezando a tener problemas, sobre todo con Schellenberg. Schellenberg, en privado, y también por escrito, acusaba a Best de exceso de burocracia, de ser demasiado inhibido, un abogado académico que le buscaba tres pies al gato. Y, por lo que se rumoreaba, eso mismo opinaba también Heydrich; al menos, Heydrich había dado rienda suelta a Schellenberg. Best, por su parte, criticaba la «desoficialización» de la policía; afirmaba, en concreto, que todos los empleados del SD en comisión en la SP, como Thomas y como yo, tenían que quedar sometidos a las pautas y a los procedimientos ordinarios de la administración del Estado; todos los jefes de servicio debían tener formación jurídica. Pero Heydrich guaseaba con ese jardín de infancia para revisores y Schellenberg lanzaba andanada tras andanada. Best me hizo un día, al respecto, un comentario que me impresionó: «Mire, aunque aborrezco 1793, a veces me siento próximo a Saint-Just, que decía: Le tengo menos miedo a la austeridad o al delirio de unos que a la ductilidad de los otros». Todo lo que cuento sucedía durante la primavera anterior a la guerra; ya he hablado de lo que pasó después, en otoño; de cómo se fue Best y de mis propias preocupaciones: pero me daba cuenta de que Best prefería ver el lado positivo de aquellas prolongaciones. «En Francia, y ahora en Dinamarca— decía-, he intentado trabajar en los aspectos prácticos de esas teorías»… —«¿Y qué tal?»— «En Francia, era buena la idea de una administración supervisada. Pero había demasiadas interferencias de la Wehrmacht, que seguía adelante con su propia política, y de Berlín, que lo estropeaba todo un tanto con esas historias de rehenes. Y, luego, claro, el 13 de noviembre acabó con todo aquello. Opino que fue un error burdo. En fin… Tengo grandes esperanzas, en cambio, de convertir Dinamarca en un protectorado modelo»… —«Todo son alabanzas en lo que se refiere a su trabajo»…— «!Bah, también tengo mis críticos! Y además, sabe, acabo de empezar. Pero, más allá de esos retos concretos, lo que cuenta es empeñarse en el desarrollo de una perspectiva global para la posguerra. De momento, todas las medidas que tomamos son ad hoc e incoherentes. Y el Führer lanza señales contradictorias en lo tocante a sus intenciones. Y así es muy difícil prometer cosas concretas»… —«Me doy perfecta cuenta de lo que quiere decir». Le hablé brevemente de Lippert, de las esperanzas que había despertado cuando charlamos en Maikop. «Sí, es un buen ejemplo— dijo Best-. Pero, mire, hay más personas que prometen lo mismo a los flamencos. Y, además, ahora el Reichsführer, a quien incita el Obergruppenführer Berger, está poniendo en marcha su propia política con la creación de legiones Waffen-SS nacionales, algo incompatible o, al menos, sin coordinación con la política del Auswártiges Amt. Ahí radica todo el problema: mientras el Führer no interviene en persona, cada cual sigue adelante con su política personal. No hay en absoluto visión de conjunto y, en consecuencia, ninguna política realmente volkisch. Los nacionalsocialistas de verdad son incapaces de hacer lo que les corresponde, que es orientar y guiar al Volk; en vez de eso, son los Parteigenossen, los hombres del Partido, los que se construyen feudos y luego los gobiernan como les da la gana»… —«¿No le parece que los miembros del Partido sean nacionalsocialistas de verdad?» Best alzó un dedo: «¡Ojo! No confundamos miembro del Partido y hombre del Partido. No todos los miembros del Partido, como usted y como yo, son forzosamente unos "PG". Un nacionalsocialista tiene que creer en la visión nacionalsocialista. Y, como por fuerza es una visión única, todos los nacionalsocialistas de verdad sólo pueden laborar en una dirección, que es la del Volk. Pero ¿usted cree que toda esas personas— hizo un ademán amplio que abarcó el local— son nacionalsocialistas de verdad? Un hombre del Partido es alguien que le debe su carrera al Partido, que tiene una posición por defender dentro del Partido y que, en consecuencia, defiende los intereses del Partido en las controversias con las demás jerarquías, fueren cuales fueren los intereses del Volk. El Partido, al principio, se concebía como un movimiento, un agente de movilización del Volk; ahora, se ha convertido en una burocracia como las demás. Algunos de nosotros tuvimos la esperanza, durante mucho tiempo, de que las SS podrían tomar el relevo. Y aún no es demasiado tarde. Pero también las SS caen en peligrosas tentaciones». Bebimos un sorbo; yo quería volver al tema que me preocupaba. «¿Qué opina de mi idea? pregunté por fin-. Me parece que con mi pasado y con mi conocimiento del país y de las diversas corrientes francesas de ideas, en Francia es donde podría ser de mayor utilidad»… —«Es posible que tenga razón. El problema, como ya sabe, es que, si dejamos de lado el terreno estrictamente policíaco, las SS están bastante fuera de juego en Francia. Y no creo que dar mi nombre le resultara de mucha utilidad con el Militarbefehlshaber. Tampoco tengo influencia con Abetz, es muy suyo en todo lo de su negociado. Pero si de verdad tiene mucho interés, hable con Knochen. Debería acordarse de usted»…— «Sí, es una idea», dije de mala gana. No era eso lo que yo quería. Best seguía diciendo: «Puede decirle que va de mi parte. ¿Y Dinamarca? ¿No le apetecería? Seguramente podría encontrarle un puesto bueno». Intenté que no se me notase que me sentía cada vez más tirante: «Le agradezco mucho esa oferta. Pero tengo ideas muy concretas relacionadas con Francia y querría ahondar en ellas si me fuera posible»… —«Lo comprendo. Pero si cambia de opinión, vuelva a ponerse en contacto conmigo»…— «Por descontado». Miró el reloj: «Ceno con el ministro y no me queda más remedio que cambiarme. Si se me ocurre algo para Francia o si oigo hablar de un puesto interesante, se lo haré saber»… —«Le quedaría muy reconocido. Vuelvo a darle las gracias por haber sacado tiempo para verme». Apuró el vaso y contestó: «Ha sido un placer. Esto es lo que echo de menos desde que me fui de la RSHA: la posibilidad de charlar abiertamente de ideas con hombres de convicciones. En Dinamarca, tengo que andar continuamente con la guardia alta. ¡Adiós y que tenga una buena velada!». Lo acompañé y nos separamos en la calle, delante de la Embajada de Gran Bretaña. Me quedé mirando cómo se metía en su coche por la Wilhelmstrasse y me encaminé luego hacia la puerta de Brandeburgo y el Tiergarten, alterado por las últimas palabras. ¿Un hombre de convicciones? Antaño lo había sido, sin duda, pero ahora ¿dónde andaba la claridad de mis convicciones? Podía divisar las convicciones, revoloteaban despacio a mi alrededor: pero si intentaba asir una, se me escurría entre los dedos, como una anguila nerviosa y robusta.
Thomas sí que era un hombre de convicciones, y claramente de convicciones compatibles por completo con la persecución de sus ambiciones y del placer. Al regresar al hotel, me encontré una notita suya para invitarme al ballet. Lo llamé por teléfono para disculparme; sin darme tiempo a ello, me soltó: «¿Qué, qué tal ha ido?» y, luego, empezó a explicarme por qué, por su lado, no conseguía nada. Lo escuché con paciencia y, en cuanto se me presentó la primera oportunidad, intenté rechazar la invitación. Pero no quiso saber nada: «Te estás volviendo huraño. Te sentará bien salir». La verdad es que la idea aquella me aburría una barbaridad, pero acabé por transigir. Por supuesto que todos los rusos estaban vedados; bailaban unos divertimenti de Mozart, los ballets de Idomeneo y, luego, una Gavota y las Naderías. La orquesta la dirigía Karajan, una estrella joven en alza, a la sazón, cuya fama no eclipsaba aún la de Furtwángler. Me reuní con Thomas junto a la entrada de artistas: uno de sus amigos le había conseguido un palco privado. Todo estaba soberbiamente organizado. Unas acomodadoras atentísimas nos cogieron los abrigos y las gorras y nos llevaron a un ambigú en donde nos sirvieron un aperitivo en compañía de unos cuantos músicos y de unas aspirantes a estrellas de los estudios de Goebbels, que se quedaron encantadas enseguida con la labia y la buena planta de Thomas. Cuando nos condujeron al palco, que estaba al pie del escenario, encima de la orquesta, le cuchicheé: «¿No intentas invitar a alguna?». Thomas se encogió de hombros: «¡Estás de guasa! ¡Para tener la vez detrás del buen doctor hay que ser por lo menos Gruppenführer!». Yo había soltado la broma de forma mecánica, sin convicción alguna; seguí encerrado en mí mismo, hostil a todo; pero en cuanto empezó el espectáculo, me quedé arrobado. Tenía a los bailarines a pocos metros de mí y, al mirarlos, me sentía pobre y demacrado y mísero, como si aún no me hubiera sacudido del cuerpo el frío y el miedo del frente. Y ellos, esplendorosos, saltaban, como para marcar una distancia infranqueable, con sus trajes brillantes, y aquellos cuerpos rutilantes y suntuosos me dejaban petrificado y me enloquecían de excitación (pero era una excitación vana, sin meta, desvalida). El oro, los cristales, las arañas, el tul, la seda, las joyas opulentas, los dientes deslumbrantes de los artistas y sus músculos resplandecientes me agobiaban. En el primer entreacto, sudando con aquel uniforme, me abalancé hacia el bar y tomé varias copas; luego, me llevé la botella al palco. Thomas me miraba, divertido, y bebía también, pero con más calma. En el otro lado de la sala, en un palco del primer piso, una mujer me miraba con unos prismáticos. Estaba demasiado lejos, no conseguía verle los rasgos y yo no tenía prismáticos, pero estaba claro que tenía la vista clavada en mí y aquel jueguecito acabó por irritarme una barbaridad; en el segundo entreacto, no hice el menor intento por ir a su encuentro; busqué refugio en el ambigú privado y seguí bebiendo con Thomas, pero, en cuanto se reanudó el ballet, me porté como un niño. Aplaudía y pensé incluso en mandarle flores a una de las bailarinas, pero no sabía por cuál decidirme, y además no sabía cómo se llamaban ni lo que había que hacer y me daba miedo equivocarme. La mujer seguía mirándome, pero me importaba un bledo. Bebí más y me reí. «Tenías razón —le dije a Thomas-; era una buena idea». Todo me maravillaba y me asustaba. No conseguía entender la belleza de los cuerpos de los bailarines, una belleza casi abstracta, asexuada, sin distinción entre hombres y mujeres: aquella belleza casi me escandalizaba. Al terminar el ballet, Thomas me llevó a una callecita de Charlottenburg; para mayor espanto mío, me di cuenta, al entrar, de que era un burdel, pero era demasiado tarde para dar marcha atrás. Seguí bebiendo y tomé unos bocadillos mientras Thomas bailaba con las mozas ligeras de ropa que estaba claro que lo conocían muy bien. Había otros oficiales y algunos civiles. En un gramófono sonaban discos americanos, un jazz frenético y crispante por el que cruzaba la risa desapacible y extraviada de las putas. La mayoría iba sólo en ropa interior de seda de colores y aquella carne fofa, desabrida, dormida, que Thomas agarraba a manos llenas, me daba asco. Una de las mujeres intentó sentárseme en las rodillas, la rechacé con suavidad, poniéndole una mano en el vientre descubierto, pero insistía; la mandé a paseo con brutalidad y ella se ofendió. Estaba lívido y descompuesto; todo relucía, todo repiqueteaba y me hacía daño. Thomas vino, riéndose, a llenarme otra vez la copa: «Si no te gusta ésa, no merece la pena montar un escándalo; hay más». Movía la mano, con la cara enrojecida: «Escoge, escoge, que yo invito». No me apetecía nada, pero insistía; por fin, para que me dejase en paz, agarré por el gollete la botella que me estaba bebiendo y subí con una de las mujeres, escogida al azar. En su cuarto, todo estaba más tranquilo. Me ayudó a quitarme la guerrera, pero cuando quiso desabrocharme la camisa, la detuve e hice que se sentara. «¿Cómo te llamas?», le pregunté…— «Emilie», contestó, usando la forma francesa del nombre… —«Cuéntame una historia, Émilie»…— «¿Qué clase de historia, Herr Offizier?». —«Cuéntame tu infancia». Las primeras palabras que dijo me dejaron helado: «Tenía una hermana gemela. Se murió a los diez años. Las dos teníamos la misma enfermedad, reuma articular agudo, y luego ella se murió de uremia, el agua subía, subía… murió asfixiada». Rebuscó en un cajón y sacó dos fotos enmarcadas. En la primera se veía a las dos gemelas juntas, con ojos grandes y lazos en el pelo, a la edad de diez años; en la otra, a la muerta metida en su caja y rodeada de tulipanes. «En casa, pusieron esta foto colgada de la pared. A partir de ese día, mi madre no aguantaba ya los tulipanes, el olor de los tulipanes. Decía: Perdí al ángel y me quedó el diablo. Después de aquello, cuando me veía por casualidad en un espejo, me parecía que estaba viendo a mi hermana muerta. Y volvía del colegio corriendo, a mi madre le daba un ataque de nervios tremendo, le parecía que estaba viendo a mi hermana; así que hacía el esfuerzo de volver siempre despacio del colegio»…— «¿Y cómo acabaste aquí?», le pregunté. Pero la mujer, cansada, se había quedado dormida en el sofá. Me puse de codos en la mesa y la miré, bebiendo de vez en cuando. Se despertó: «Ay, perdón, me desnudo ahora mismo». Le sonreí y contesté: «No merece la pena». Me senté en el sofá, le puse la cabeza en mis rodillas y le acaricié el pelo. «Venga, duerme un poco más».
Me estaba esperando otro recado en el hotel Edén: «Frau Von Üxküll —me explicó el portero-. Este es el número al que puede llamarla». Subí y me senté en mi sofá sin desabrocharme siquiera la guerrera, muy aplanado. ¿Por qué entrar así en contacto conmigo después de todos aquellos años? ¿Por qué ahora? Habría sido incapaz de decir si quería volver a verla; pero sabía que si era un deseo de ella, me sería tan imposible no volver a verla como dejar de respirar. Aquella noche no dormí, o casi no dormí. Los recuerdos afluían de forma brutal; a diferencia de los que llegaban en amplias oleadas en Stalingrado, habían dejado de ser los recuerdos solares que estallaban con la fuerza de la felicidad, sino que eran recuerdos teñidos ya con la fría luz de la luna llena, blanca y amarga. En primavera, tras regresar de los deportes de invierno, volvimos a nuestros juegos en el granero, desnudos, luminosos entre la luz cargada de polvo, entre las muñecas y las maletas apiladas y las perchas atestadas de ropa vieja detrás de las que nos acurrucábamos. Salíamos del invierno y yo estaba descolorido y no tenía aún ni un pelo; en cuanto a ella, le estaba apareciendo entre las piernas la sombra de un mechón y unos senos diminutos empezaban a deformarle el pecho, que a mí me gustaba bien plano y liso. Pero no había forma alguna de dar marcha atrás. Aún hacía frío y se nos ponía la piel tensa y erizada. Una se puso encima de mí, pero ya le corría por la cara interna de los muslos un hilillo de sangre. Lloraba: «Ya empieza; ya empieza la degradación». La tomé en mis brazos flacos y lloré con ella. Aún no teníamos trece años. No era justo: yo quería ser como ella. ¿Por qué no podía sangrar yo también, compartir aquello? ¿Por qué no podíamos ser iguales? Yo todavía no eyaculaba, y seguíamos jugando; pero es posible que ahora nos observásemos mutuamente, que nos observásemos a nosotros mismos un poco más, y eso traía ya consigo una distancia, ínfima sin duda, pero que nos obligaba quizá a forzar las cosas a veces. Luego, llegó lo inevitable: aquella crema blancuzca, un día, en mi mano y en mis muslos. Se lo dije a Una, y se la enseñé. Le fascinaba, pero cogió miedo, le habían explicado las leyes de la mecánica. Y, por primera vez, el desván nos pareció lúgubre, polvoriento, atestado de telarañas. Quería besarle un pecho, redondo ya, pero no le interesaba y se arrodilló, presentándome las estrechas nalgas de adolescente. Había traído coldcream, que había cogido del cuarto de baño de nuestra madre: «Mira— me explicó-. Por aquí no puede pasar nada». Más aún que de la sensación, me acuerdo del olor acre y obsesivo de la crema. Estábamos entre la Edad de Oro y la Caída.
Cuando la llamé, al final de la mañana, le oí una voz completamente tranquila. «Estamos en el Kaiserhof»… —«¿Estás libre?»—. «Sí. ¿Podemos vernos?». —«Paso a recogerte». Me estaba esperando en el vestíbulo y se puso de pie al verme. Me quité la gorra y me besó delicadamente en la mejilla. Luego retrocedió un paso para contemplarme. Estiró un dedo y dio unos golpecitos con la uña en uno de los botones con la cruz gamada de mi guerrera. «Te sienta bastante bien este uniforme». La miré sin decir nada: no había cambiado; estaba algo más madura, desde luego, pero seguía igual de guapa. «¿Qué haces aquí?», pregunté…— «Berndt tenía asuntos que solucionar con su notario. Me dije que a lo mejor estabas en Berlín y me entraron ganas de verte»… —«¿Cómo me has encontrado?»—. «Un amigo que tiene Berndt en el OKW llamó por teléfono a Prinz-Albrechtstrasse y le dijeron dónde te alojabas. ¿Qué quieres hacer?». —«¿Tienes tiempo?»—. «Todo el día»… —«Pues entonces vamos a Potsdam. Comemos y nos paseamos por el parque».
Era uno de los primeros días buenos del año. El aire se iba haciendo tibio, los árboles retoñaban bajo un sol pálido todavía. En el tren, cruzamos pocas palabras; Una parecía distante y yo, si he de decir la verdad, estaba aterrado. Con la cara vuelta hacia la ventanilla, ella miraba pasar los árboles aún sin hojas del bosque de Grunewald; y yo miraba aquella cara. Bajo el poblado cabello de azabache, parecía casi translúcida; largas venas azules se le dibujaban con claridad bajo la piel lechosa. Una de ellas le salía de la sien y le rozaba el rabillo del ojo, luego le cruzaba la mejilla con una prolongada curva, como si fuera un chirlo. Me imaginaba el pulso lento de la sangre bajo aquella superficie tan compacta y honda como los óleos opalescentes de un maestro flamenco. En la base del cuello, nacía otra red de venas, que se desplegaba pasando por encima de la frágil clavícula e iba, por debajo del jersey, bien lo sabía yo, como dos manos grandes y abiertas, a irrigar los senos. En cuanto a los ojos, se los veía reflejados en el cristal, sobre el fondo pardo de los troncos prietos, incoloros, lejanos, ausentes. En Potsdam, conocía yo un restaurante pequeño cerca de la Garnisonskirche. Las campanas del carillón tocaban una breve melodía melancólica tomada de una pieza de Mozart. El restaurante estaba abierto: «Las ideas fijas de Goebbels no son de curso legal en Potsdam», comenté. Pero incluso en Berlín la mayoría de los restaurantes estaban volviendo a abrir. Pedí vino y le pregunté a mi hermana por la salud de su marido. «Está bien», me contestó lacónicamente. Sólo iban a estar en Berlín unos pocos días; luego, se iban a un sanatorio suizo, en donde tenía que hacer una cura Von Üxküll. Entre titubeos, quise hacerle hablar de su vida en Pomerania. «No tengo queja —aseguró mirándome con aquellos grandes ojos claros-. Los granjeros de Berndt nos traen comida y tenemos todo lo que necesitamos. Incluso conseguimos pescado. Leo mucho, doy paseos. La guerra me parece muy lejana»…— «Se va acercando», dije con dureza… —«Pero ¿no creerás que van a llegar hasta Alemania?» Me encogí de hombros: «Todo es posible». Seguíamos hablando de forma fría y embarazada; me daba cuenta, pero no sabía cómo romper aquella frialdad que a ella parecía no importarle. Bebimos y comimos algo. Por fin se aventuró a decir con acento algo más suave: «He oído que te hirieron. A unos amigos militares de Berndt. Llevamos una vida bastante retirada, pero él conserva algunos contactos. No me dieron detalles y me preocupé. Pero ahora que te veo me doy cuenta de que no debió de ser nada serio». Entonces le conté, con calma, lo que había pasado y le enseñé el agujero. Soltó los cubiertos y se puso lívida: alzó la mano y luego volvió a apoyarla en la mesa. «Perdona. No lo sabía». Alargué los dedos y le toqué el dorso de la mano; la retiró despacio. Yo no decía nada; de todas formas no sabía qué decir: todo cuanto habría querido decir, todo cuanto habría tenido que decir, no podía decirlo. No tenían café; acabamos de comer y pagué. Las calles de Potsdam estaban tranquilas: militares, mujeres con cochecitos de niño, pocos vehículos. Nos encaminamos hacia el parque, sin hablar. El Marlygarten, por donde se entraba, era la prolongación, aún más densa, de la tranquilidad de las calles; de tarde en tarde, se veía alguna pareja o algunos heridos convalecientes, con muletas o sillas de ruedas. «Es terrible— susurró Una-. Qué estropicio»… —«Es necesario», dije. No contestó: seguimos hablando mientras caminábamos juntos. Ardillas poco asustadizas corrían por la hierba; a la derecha, una iba corriendo a coger unos trozos de pan de la mano de una niña, retrocedía, volvía para mordisquearlos, y la niña soltaba una carcajada alegre. En los estanques nadaban o venían a posarse patos silvestres, y otros que no lo eran: inmediatamente antes del impacto, movían las alas a toda prisa, poniéndolas en vertical para frenar y apuntaban con las patas palmeadas hacia el agua; en cuanto tocaban la superficie del agua, recogían las patas y acababan de posarse con el vientre abombado, levantando un breve surtidor. El sol brillaba entre los pinos y las ramas sin hojas de los robles; en el cruce de los paseos, se erguían, en unos pedestales, angelotes o ninfas de piedra gris, superfluos e irrisorios. En el Mohrenrondell, un glorieta con bustos adosados a setos recortados, bajo unas terrazas escalonadas en donde había parras e invernaderos, Una se recogió la falda alrededor de las piernas y se sentó en un banco, con presteza adolescente. Encendí un cigarrillo; me lo cogió y dio unas cuantas caladas antes de devolvérmelo. «Hablame de Rusia». Le expliqué con frases breves y secas en qué consistía el trabajo de seguridad en retaguardia. Escuchó sin decir nada. Al acabar, me preguntó: «¿Y tú has matado a gente?»…— «Una vez tuve que dar tiros de gracia. Casi siempre me he dedicado a la información, a escribir informes»… —«¿Y qué notabas cuando disparabas sobre esa gente?» Respondí sin titubear: «Lo mismo que cuando veía disparar a los demás. Desde el momento en que hay que hacerlo, poco importa quién lo hace. Y, además, como que en mirarlo hay tanta responsabilidad como en hacerlo»…— «Pero ¿hay que hacerlo?». —«Si queremos ganar esta guerra, sí, desde luego». Se lo pensó y, luego, dijo: «Me alegro de no ser hombre»…— «Y yo he deseado con frecuencia tener la suerte que tienes tú». Alargó el brazo y me pasó la mano por la mejilla, pensativa; pensé que iba a asfixiarme de felicidad y a acurrucarme entre sus brazos como un niño. Pero se levantó y yo la seguí. Subía calmosamente por las terrazas, camino del palacio pequeño, de color amarillo. «¿Has sabido algo de mamá?», preguntó por encima del hombro… —«Nada. Llevamos años sin escribirnos. ¿Qué es de su vida?»—. «Sigue en Antibes con Moreau, que tenía negocios con el ejército alemán. Ahora, están bajo control italiano; se portan muy bien, por lo visto, pero Moreau está furioso porque está convencido de que Mussolini quiere anexionarse la Costa Azul». Habíamos llegado a la última terraza, una explanada de grava que daba a la fachada del palacio. Desde allí, veíamos el parque desde arriba; los tejados y los campanarios de Potsdam se perfilaban detrás de los árboles. «A papá le gustaba mucho este sitio», dijo Una tranquilamente. Se me subió la sangre a la cara y la cogí del brazo: «¿Y tú cómo sabes eso?». Se encogió de hombros: «Lo sé, y ya está»… —«¿Nunca has…?» Me miró con tristeza: «Max, está muerto. Tienes que metértelo en la cabeza»…— «Tú también dices eso», escupí con odio. Pero Una no se alteró: «Sí, yo también lo digo». Y recitó estos versos en inglés:
Full fathom uve thy father lies;
Of his bones are coral made;
Those are pearls that were his eyes:
Nothing of him that doth fade,
But doth suffer a sea-change
Into something rich and strange.
Asqueado, me aparté y me alejé. Me alcanzó y me cogió del brazo:
«Ven. Vamos a visitar el palacio». Dimos la vuelta al edificio, mientras nos crujía la grava bajo los pies, y entramos en la ronda. Ya dentro, miré con ojos distraídos los dorados, los primorosos mueblecitos y los cuadros voluptuosos del siglo XVIII; sólo se me inmutó el pensamiento en la sala de música, al mirar el pianoforte, y me pregunté si sería el mismo en el que el tan querido Bach improvisó para el rey la futura Ofrenda musical el día en que vino aquí: si no hubiera sido por el guardián, habría extendido la mano y tocado esas teclas que quizá habían sentido los dedos de Bach. Habían quitado de la pared, por temor a los bombardeos, sin duda, el famoso cuadro de Von Menzel, que representa a Federico II, a la luz de catedrales de velas, tocando la flauta travesera igual que el día en que recibió a Bach. Algo más allá, el recorrido de la visita pasaba por el cuarto de invitados, llamado cuarto de Voltaire, con una cama diminuta en donde, según se dice, durmió el gran hombre durante los años en que instruía a Federico II en la Ilustración y en el odio a los judíos; en realidad, se alojaba, por lo visto, en el palacio de la ciudad de Potsdam. Una, divertida, se fijaba en los adornos frívolos: «Para ser un rey que ni siquiera podía ya quitarse las botas, y menos aún el calzón, hay que ver lo que le gustaban las mujeres desnudas. Todo el palacio parece erotizado». —«Era para recordar lo que ya había olvidado». Al salir, señaló la colina en la que destacaban las ruinas artificiales fruto del capricho de aquel príncipe un tanto fantasioso: «¿Quieres que subamos?»…— «No. Vamos mejor a la orangerie». Deambulábamos perezosamente, sin fijarnos demasiado en lo que teníamos alrededor. Nos sentamos un momento en la terraza de la orangerie, y después bajamos por las escaleras que enmarcan, con una ordenación regular, clásica, perfectamente simétrica, los estanques grandes y los parterres. Luego, volvía a empezar el parque y seguimos al azar por uno de los largos paseos. «¿Eres feliz?», me preguntó Una… —«¿Feliz? ¿Yo? No. Pero supe lo que era ser feliz. Ahora estoy satisfecho con lo que hay y no me quejo. ¿Por qué me preguntas eso?»—. «Pues porque sí». Algo más allá, añadió: «¿Puedes decirme por qué llevamos más de ocho años sin hablarnos?»… —«Te casaste», repliqué conteniendo un arrebato de rabia…— «Sí, pero eso fue después. Y, además, no es una razón»… —«Para mí sí lo es. ¿Por qué te casaste con él?» Se paró y me miró atentamente: «No tengo por qué darte cuentas. Pero, si es que deseas saberlo, lo quiero». La miré a mi vez: «Has cambiado»—. «Todo el mundo cambia. Tú también has cambiado». Seguimos andando. «¿Y tú no has querido a nadie?», preguntó… —«No, yo mantengo mis promesas»…— «Nunca te hice ninguna»… —«Es cierto», admití…— «En cualquier caso —siguió diciendo-, el apego obstinado a unas promesas antiguas no es una virtud. El mundo cambia y hay que saber cambiar con él. Tú sigues prisionero del pasado»…— «Prefiero hablar de lealtad y de fidelidad». —«El pasado se acabó, Max»…— «El pasado nunca se acaba».
Habíamos llegado al pabellón chino. Un mandarín con su sombrilla estaba entronizado en lo alto de la cúpula en torno a la cual había un alero azul y oro que sostenían unas columnas doradas con forma de palmera. Eché una ojeada al interior: una sala redonda, cuadros orientales. En el exterior, al pie de cada palmera, se aposentaban unas figuras exóticas, también doradas. «Una folie auténtica —comenté-. Con cosas así soñaban los grandes de antaño. Resulta un poco ridículo»…— «No mucho más que los delirios de los poderosos de hoy —me contestó tranquilamente-. A mí me gusta mucho este siglo. Es el único del que, al menos, puede decirse que no fue un siglo de fe»…— «Empezando por Watteau y acabando en Robespierre», repliqué con ironía. Una hizo un mohín: «Robespierre es ya el siglo XIX. Es casi un romántico alemán. ¿Te sigue gustando la música francesa de entonces, Rameau, Forqueray, Couperin?». Noté que se me ensombrecía la cara. Aquella pregunta me había recordado brutalmente a Yakov, el niño pianista judío de Jitomir. «Sí —contesté por fin-. Pero hace ya una buena temporada que no he tenido la oportunidad de oírlos»…— «Berndt toca cosas de ellos de vez en cuando, sobre todo de Rameau. Dice que no está mal, que para teclado tiene cosas que valen casi tanto como las de Bach»… —«Es lo que me parece a mí también». Yo había tenido una conversación casi idéntica con Yakov. No dije nada más. Habíamos llegado al final del parque; dimos media vuelta y, luego, de común acuerdo, torcimos hacia la Friedenskirche y la salida. «¿Y tú?— pregunté— ¿Eres feliz en el rincón ese de Pomerania?». —«Sí, soy feliz»…— «¿No te aburres? Debes de sentirte un poco sola a veces». Volvió a mirarme durante mucho rato antes de contestar: «No necesito nada». Aquella frase me dejó aterido. Cogimos un ómnibus hasta la estación. Mientras esperábamos el tren, compré el Vólkische Beobachter, Una se rio al verme volver. «¿Por qué te ríes?». —«Me estaba acordando de una broma de Berndt. Al VB lo llama el Verblódungsblatt, la hoja que embrutece». Volví a ponerme serio: «Debería tener cuidado con lo que dice»…— «No te preocupes, que no es tonto. Y sus amigos son hombres inteligentes»… —«No me estaba preocupando. Me limitaba a ponerte sobre aviso». Miré la primera página: los ingleses habían vuelto a bombardear Colonia, causando numerosas víctimas civiles. Le enseñé el artículo: «La verdad es que esos Luftmorder son unos sinvergüenzas— dije-. Dicen que defienden la libertad y matan a mujeres y a niños»… —«También nosotros matamos a mujeres y a niños», contestó ella con suavidad. Sus palabras me avergonzaron, pero en el acto la vergüenza se convirtió en ira: «Nosotros matamos a nuestros enemigos para defender nuestro país»…— «Ellos también defienden su país»… —«¡Matan a civiles inocentes!» Me estaba poniendo encarnado, pero ella conservaba la calma. «A las personas que habéis ejecutado vosotros no las cogisteis con las armas en la mano. También vosotros habéis matado niños». Me ahogaba de rabia, no sabía explicárselo; la diferencia me parecía clarísima, pero ella se empecinaba y prefería no verla: «¡Me estás llamando asesino!», exclamé. Me cogió la mano: «Que no. Cálmate». Me calmé y salí a fumar; luego, cogimos el tren. Igual que a la ida, miraba pasar el Grunewald y yo, al mirarla a ella, fui cayendo, primero despacio y, luego, a velocidad vertiginosa, en el recuerdo de nuestro último encuentro. Fue en 1934, inmediatamente después de haber cumplido ambos los veintiún años. Por fin me había hecho mía la libertad y le había anunciado a mi madre que me iba de Francia; de camino hacia Alemania, di un rodeo por Zúrich, cogí una habitación en un hotelito y fui a buscar a Una, que estudiaba en esa ciudad. Le sorprendió verme, y eso que ya estaba al tanto de la riña que había tenido en París con Moreau y con nuestra madre y de mi decisión. Me la llevé a cenar a un restaurante bastante modesto, pero tranquilo. Me explicó que estaba a gusto en Zúrich y que tenía amigos; Jung era un hombre magnífico. Estas últimas palabras me despertaron la agresividad, seguramente por algo que había en la entonación, pero no dije nada. «¿Y tú?», me preguntó. Le desvelé entonces mis esperanzas, mi matrícula en Kiel y también mi ingreso en el NSDAP (que databa ya de mi segundo viaje a Alemania, en 1932). Me escuchó mientras bebía vino; yo bebía también, pero más despacio. «No estoy segura de compartir ese entusiasmo que tienes por Hitler— comentó-. Me parece un neurótico atiborrado de complejos sin resolver, de frustraciones y de resentimientos peligrosos»… —«¿Cómo puedes decir eso?» Me embarqué en una larga parrafada. Pero ella se iba poniendo enfurruñada y se iba encerrando en sí misma. Dejé de hablar mientras ella volvía a llenarse el vaso y le cogí la mano encima del mantel a cuadros. «Una, eso es lo que quiero hacer y es lo que debo hacer. Nuestro padre era alemán. Mi porvenir está en Alemania, no con la burguesía corrupta de Francia»…— «Es posible que tengas razón. Pero me da miedo que con esos hombres te quedes sin tu alma». Me puse encarnado de rabia y di un golpe en la mesa. «¡Una!» Era la primera vez que le levantaba la voz. Con el golpe, la copa se volcó, rodó y se rompió a sus pies, estallando en un charco rojo de vino tinto. Un camarero acudió a toda prisa con una escoba y Una, que hasta entonces, había tenido la mirada baja, la alzó hacia mí. Era una mirada clara, casi transparente. «Sabes —dije-, por fin he leído a Proust. ¿Te acuerdas de este párrafo?» Recité, con un nudo en la garganta: «Esta copa será, como en el Templo, el símbolo de nuestra unión indestructible». Negó con la mano. «No, no, Max, nunca entiendes nada, nunca has entendido nada». Estaba roja y debía de haber bebido mucho. «Siempre te tomaste las cosas demasiado a pecho. Eran juegos, juegos de niños. Eramos niños». Se me hinchaban de llanto la garganta y los ojos. Hice un esfuerzo por controlar la voz. «Estás equivocada, Una. Fuiste tú quien no entendió nada». Tomó otro sorbo. «Hay que crecer, Max». Hacía por entonces siete años que nos habíamos separado. «Nunca— dije entrecortadamente-, nunca». Y esa promesa la he mantenido, incluso aunque a ella le disguste.
En el tren de Potsdam la miraba, embargado por una sensación de pérdida, como si me hubiera ido al fondo y nunca hubiera vuelto a la superficie. ¿En qué pensaba ella? No le había cambiado la cara desde aquella noche de Zúrich. Sólo la tenía algo más llena; pero seguía cerrada e inaccesible para mí; detrás, había otra vida. Estábamos cruzando por las elegantes mansiones de Charlottenburg; luego llegaron el zoo y el Tiergarten. «Sabes —dije-, desde que llegué a Berlín, todavía no he ido al zoo»…— «Y eso que te gustaban mucho los zoos»… —«Sí, tendría que ir a dar una vuelta». Nos bajamos en la Lehrter Hauptbahnhof y cogí un taxi para acompañarla hasta la Wilhelmplatz. «¿Quieres cenar conmigo?», le pregunté delante de la entrada del Kaiserhof…— «Muy bien —contestó-, pero ahora tengo que ir a ver a Berndt». Quedamos en vernos dos horas después y volví a mi hotel para bañarme y cambiarme. Me notaba exhausto. Las palabras de Una se confundían con mis recuerdos; mis recuerdos, con mi sueños; y mis sueños, con mis pensamientos más insensatos. Recordé su cruel cita de Shakespeare: ¿así que se había pasado al bando de nuestra madre? Debía de ser la influencia de su marido, el barón báltico. Me dije con rabia: Debería haber seguido siendo virgen, como yo. La inconsecuencia de aquel pensamiento me hizo soltar la carcajada, una carcajada larga y salvaje; y, al tiempo, quería llorar. A la hora convenida, estaba en el Kaiserhof. Una se reunió conmigo en el vestíbulo, entre confortables sillones cuadrados y tiestos con palmeras enanas; llevaba la misma ropa que por la tarde. «Berndt está descansando», me dijo. Ella también estaba cansada y decidimos quedarnos a cenar en el hotel. Desde que los restaurantes habían vuelto a abrir, una nueva directriz de Goebbels los instaba a ofrecer a los clientes Feldküchengerichte, cocina de campaña, por solidaridad con las tropas del frente; la mirada del maitre, al explicárnoslo, se quedaba prendida en mis medallas y la cara que puse lo hizo tartamudear; la risa alegre de Una cortó en seco su apuro: «Creo que mi hermano ya ha comido bastantes cosas de ésas»…— «Sí, por supuesto —se apresuró a decir el máitre-. También tenemos venado de la Selva Negra. Con salsa de ciruelas. Es excelente»…— «Muy bien —dije-. Y vino francés»…— «¿Un borgoña para el venado?» Durante la cena hablamos de todo, sin entrar en lo que nos afectaba más de cerca. Volví a hablarle a Una de Rusia, no de las cosas espantosas, sino de mis experiencias más humanas: la muerte de Hanika, y la de Voss, sobre todo: «Le tenías afecto»… —«Sí, era un tipo estupendo». Ella me hablaba de las matronas que la irritaban desde que había llegado a Berlín. Había ido con su marido a una recepción y a unas cuantas cenas de sociedad en donde las mujeres de algunos altos dignatarios del Partido criticaban a los desertores del frente de la reproducción, a las mujeres sin hijos, culpables de traición contra la naturaleza por estar en huelga de vientre. Se rio: «Por supuesto que nadie tuvo la frescura de meterse conmigo directamente; todo el mundo puede ver en qué estado está Berndt. Y menos mal, porque les habría dado de bofetadas. Pero se morían de curiosidad; venían a rondar por donde yo estaba sin atreverse a preguntarme claramente si mi marido funcionaba». Volvió a reírse y tomó un sorbo de vino. Yo no decía nada; también me había hecho esa misma pregunta. «Hubo incluso una, imagínate la escena, una gorda, la mujer de un Gauleiter, que iba chorreando diamantes y con una permanente azulada, que tuvo la cara dura de sugerirme -por si resultaba que un día era necesario— que me buscase un SS guapo para que me fecundara. Un hombre… ¿qué fue lo que dijo?… decente, dolicocéfalo, portador de una voluntad volkisch, sano física y psíquicamente. Me explicó que había una oficina SS que se encargaba de prestar asistencia eugenésica y que podía dirigirme a ella. ¿Es cierto?». —«Eso dicen. Es un proyecto del Reichsführer que se llama Lebensborn. Pero no sé cómo funciona»—. «Esa gente está fatal de la cabeza, la verdad. ¿Estás seguro de que no es sólo un burdel para SS y mujeres de mundo?». —«No, no, es otra cosa». Movió la cabeza. «Abreviando, te va a encantar la conclusión: Porque no se crea que le va a llegar un hijo del Espíritu Santo, me dijo. Tuve que contenerme para no contestarle que, en cualquier caso, no conocía a ningún SS tan patriótico como para dejarla preñada a ella». Volvió a reírse y siguió bebiendo. Apenas había tocado el plato, pero ya se había tomado ella sola casi una botella de vino; sin embargo seguía teniendo la mirada despejada, no estaba borracha. Al llegar al postre, el maítre nos ofreció pomelos; yo no los había probado desde el principio de la guerra. «Vienen de España», especificó. Una no quiso y miró cómo preparaba el mío y lo saboreaba; le di a probar unos cuantos gajos levemente azucarados. Luego la acompañé al vestíbulo. La miré mientras seguía notando en la boca el sabor fragante del pomelo: «¿Compartís habitación?»—. «No —contestó-, sería demasiado complicado». Vaciló y, luego, me rozó el dorso de la mano con las uñas ovaladas: «Sube a tomar una copa, si quieres. Pero no hagas el tonto. Luego tienes que irte». Ya en la habitación, dejé la gorra encima de un mueble y me senté en un sillón. Una se descalzó y cruzó la moqueta, sólo con las medias de seda, para servirme un coñac: después, se acomodó en la cama, cruzando los pies, y encendió un cigarrillo. «No sabía que fumabas»…— «De vez en cuando —respondió-. Cuando bebo». Me parecía más hermosa que cualquier otra cosa del mundo. Le hablé de mi proyecto de destino en Francia y de las dificultades con las que me topaba para conseguirlo. «Deberías decírselo a Berndt— dijo-. Tiene muchos amigos con puestos de mando en la Wehrmacht, sus compañeros de la pasada guerra. A lo mejor puede hacer algo por ti». Aquellas palabras acabaron de dar rienda suelta a mi ira contenida: «¡Berndt! Es que no se te cae de los labios»… —«Cálmate, Max. Es mi marido». Me levanté y empecé a dar paseos por la habitación. «¡Me importa un carajo! Es un intruso. No pinta nada entre nosotros»—. «Max —seguía hablando con suavidad-. Ese nosotros del que hablas no existe, ya no existe, se deshizo. Berndt es mi vida cotidiana, tienes que entenderlo». Sentía tan mezclada la rabia con el deseo que ya no sabía dónde acababa la una y dónde empezaba el otro. Me acerqué y la agarré por ambos brazos: «Bésame». Negó con la cabeza; por primera vez le vi una mirada dura. «No vas a volver a las andadas». Me sentía enfermo, me asfixiaba; desesperado, me desplomé junto a la cama, poniéndole la cabeza en las rodillas como si la pusiera en el tajo. «En Zúrich me besaste», sollocé…— «En Zúrich estaba borracha». Se hizo a un lado y puso la mano encima de la colcha. «Ven. Échate a mi lado». Me subí a la cama sin quitarme las botas y me ovillé pegado a sus piernas. Me parecía notar su olor a través de las medias. Me acarició el pelo: «Pobrecito mi hermano pequeño», susurró. Riendo entre lágrimas conseguí decir: «Me llamas así porque naciste un cuarto de hora antes que yo, porque fue a ti a quien ataron el cordón rojo a la muñeca»… —«Sí, pero hay otra diferencia; ahora soy una mujer, y tú sigues siendo un niño». En Zúrich, las cosas habían sido de otra manera. Había bebido mucho; yo también había bebido. Después de la cena, salimos a la calle. Fuera hacía frío y se estremeció; caminaba con cierta inseguridad, la cogí del brazo y se aferró a mí. «Ven conmigo— le dije-. A mi hotel». Protestó con voz un tanto pastosa: «No seas tonto, Max. Ya no somos unos niños». —«Ven— insistí-. Para charlar un poco». Pero estábamos en Suiza, e incluso en hoteles como el mío los conserjes ponen pegas: «Lo siento mucho, mein Herr. Sólo los huéspedes del establecimiento pueden subir a las habitaciones. Pueden ir al bar, si quieren». Una se volvió en la dirección que nos indicaba, pero la sujeté: «No, no quiero ver gente. Vamos a tu casa». No se resistió y me llevó a su cuarto de estudiante, pequeño, atiborrado de libros, gélido. «¿Por qué no enciendes un poco más a menudo el fogón?», pregunté, raspándolo por dentro para hacerlo yo. Se encogió de hombros y me enseñó una botella de vino blanco de Fendant du Valais. «Es todo lo que tengo. ¿Te vale?». —«Me vale todo». Abrí la botella y llené hasta los bordes los dos vasos que ella sujetaba entre risas. Bebió y se sentó, luego, en la cama. Me notaba tenso y crispado; fui hasta la mesa y miré despacio el lomo de los libros apilados. La mayoría de los nombres me eran desconocidos. Cogí uno al azar. Una lo vio y volvió a reírse, con una risa aguda que me hizo rechinar los nervios. «¡Ah, Rank! Está bien Rank».— «¿Quién es?». —«Un ex discípulo de Freud, un amigo de Ferenczi. Escribió un libro estupendo sobre el incesto». Me volví hacia ella y le clavé la mirada. Dejó de reírse. «¿Por qué dices esa palabra?», pregunté por fin. Se encogió de hombros y me alargó el vaso. «Déjate de esas tonterías tuyas— dijo-. Más vale que me pongas más vino». Solté el libro y cogí la botella: «No son tonterías». Volvió a encogerse de hombros. Le eché vino en el vaso y bebió. Me acerqué a ella, alargando la mano para tocarle el pelo, aquel pelo tan hermoso, negro y abundante. «Una…». Me apartó la mano. «Estáte quieto, Max». Se tambaleaba levemente y le metí la mano por debajo del pelo para acariciarle la mejilla y el cuello. Se puso tensa, pero no rechazó mi mano y volvió a beber. «¿Qué quieres, Max?». —«Quiero que todo sea como antes», dije bajito y con el corazón palpitante. «Es imposible». Le castañeteaban un poco los dientes y bebió más. «Ni siquiera antes era como antes. Antes no existió nunca». Divagaba y se le cerraban los ojos. «Ponme vino»…— «No». Le quité el vaso y me incliné para besarla en los labios. Me rechazó con dureza, pero aquel gesto le hizo perder el equilibrio y cayó de espaldas en la cama. Dejé su vaso y me arrimé a ella. No se movía, y las piernas, enfundadas en las medias, le colgaban fuera de la cama; la falda se le había subido por encima de las rodillas. Me latía la sangre en las sienes, estaba trastornado, en aquel momento la quería más que nunca, más incluso de lo que la había querido en el vientre de nuestra madre; y ella tenía que quererme también, de aquel modo y para siempre. Me incliné hacia ella y no se resistió.
Debí de quedarme dormido; cuando me desperté, la habitación estaba a oscuras. No sabía ya dónde estaba, si en Zúrich o en Berlín. No se filtraba luz alguna por las cortinas negras de la defensa pasiva. Vislumbré vagamente una forma a mi lado: Una se había metido bajo las sábanas y dormía. Pasé mucho rato oyendo su respiración suave y regular. Luego, con infinita lentitud, le aparté un mechón de la oreja y me incliné sobre su rostro. Así me quedé, sin tocarla, aspirando el aroma de su piel y su aliento, apenas tocado de un olor a cigarrillo. Por fin me levanté y, a pasitos por la alfombra, salí. En la calle, me di cuenta de que me había dejado la gorra, pero no volví a subir; le pedí al portero que me pidiera un taxi. En mi habitación del hotel, los recuerdos siguieron afluyendo y nutriendo mi insomnio, pero ahora eran recuerdos brutales, turbios, repugnantes. Ya de adultos, fuimos a ver algo así como un Museo de la Tortura, en donde había todo tipo de látigos y de tenazas, y una «virgen de Núremberg» y una guillotina en la sala del fondo. Al ver el instrumento aquel, a mi hermana se le encendió la cara: «Quiero echarme ahí». La sala estaba vacía; fui a ver al guardián y le metí un billete en la mano: «Esto es para que nos deje a solas veinte minutos»… —«Está bien, señor», asintió con una leve sonrisa. Cerré la puerta y oí cómo echaba la llave. Mi hermana se había tendido en la báscula; abrí el cepo y lo volví a cerrar dejándole dentro el largo cuello, tras alzarle con cuidado la pesada melena. Una jadeaba. Le até las manos a la espalda con mi cinturón y, luego, le subí las faldas. Ni siquiera me tomé la molestia de bajarle las bragas, aparté el encaje hacia un lado y le separé las nalgas con ambas manos: en la raja, anidando entre el vello, le palpitaba suavemente el ano. Escupí en él. «No», protestaba. Me saqué la verga, me tendí encima de ella y se la metí. Soltó un alarido largo y ahogado. Tenía a Una aplastada bajo mi peso; como la postura era incómoda— los pantalones me trababan las piernas sólo podía moverme a trompicones. Inclinado por encima del cepo, y con la cabeza bajo la cuchilla, igual que ella, le susurraba: «Voy a tirar del resorte y a soltar la hoja». Ella me suplicaba: «Por favor, fóllame por el coño»… —«No». Gocé de golpe, una sacudida que me vació la cabeza de la misma manera que una cuchara rebaña el interior de la cascara de un huevo pasado por agua. Pero este recuerdo no es de fiar; tras la infancia, sólo nos vimos una vez, en Zúrich precisamente, y en Zúrich no hubo guillotina; no sé, seguramente es un sueño, un sueño antiguo quizá, que recordé, en mi confusión, solo en mi cuarto del hotel Edén sumido en las tinieblas; o, incluso, un sueño que soñé aquella noche al quedarme dormido un momento nada más, que pasó inadvertido. Me contrariaba porque el día aquel, pese a mi desvalimiento, había quedado para mí traspasado de pureza, y ahora aquellas imágenes viciosas venían a mancillarlo. Era algo que me repugnaba y, al tiempo, me turbaba porque sabía que, bien fuera recuerdo, o imagen, o fantasía, o sueño, era algo que vivía en mí, y que también de eso constaba mi amor.
Por la mañana, alrededor de las diez, llamó a la puerta un mozo del servicio de habitaciones: «Herr Sturmbannführer, lo llaman por teléfono». Bajé a recepción y cogí el auricular; la voz alegre de Una sonó en el otro extremo del hilo: «¡Max! ¿Vienes a almorzar con nosotros? Di que sí. A Berndt le gustaría conocerte»… —«De acuerdo. ¿Dónde?»—. «En Borchardt. ¿Sabes dónde está? En la Franzósischestrasse. A la una. Si llegas antes que nosotros, da nuestro apellido, he reservado mesa». Subí a afeitarme y a ducharme. Como estaba sin gorra, me vestí de paisano, con la Cruz de Hierro en el bolsillo de la chaqueta. Llegué antes de la hora y pregunté por la mesa del Freiherr von Üxküll; me llevaron a una que estaba algo retirada y pedí una copa de vino. Meditabundo, entristecido aún por las imágenes de la noche, pensé en la extraña boda de mi hermana y en su extraño marido. Se casó en 1938, cuando yo estaba acabando de estudiar. Mi hermana, desde la noche de Zúrich, me escribía muy pocas veces; aquel año, en primavera, recibí una larga carta suya. Me contaba que en otoño de 1935 había estado muy enferma. La trató un psicoanalista, pero el resultado fue que empeoró de la depresión y la mandaron a un sanatorio cerca de Davos para descansar y recobrar fuerzas. Estuvo allí varios meses y, a principios de 1936, conoció a un hombre, a un compositor. Desde aquel momento siguieron viéndose con regularidad y ahora iban a casarse. Espero que te alegres por mí, me escribía.
Aquella carta me tuvo postrado varios días. Ya no iba a la universidad, no salía de mi cuarto y no me levantaba de la cama, acostado de cara a la pared. En eso, me decía, en eso se queda todo. Las mujeres le hablan a uno de amor pero, a la primera oportunidad, si se presenta la perspectiva de una buena boda burguesa, hala, se tumban boca arriba y se abren de piernas. Sí, sentía una amargura inmensa. Me parecía el final inevitable de una historia pasada que me perseguía sin tregua: mi historia familiar que, de toda la vida o casi, se obstinaba en destruir cualquier rastro de amor en mi existencia. Nunca me había sentido tan solo. Cuando me repuse un poco, le escribí una carta envarada y convencional, dándole la enhorabuena y deseándole las mayores venturas.
Fue por entonces cuando empecé a hacer amistad con Thomas y ya nos decíamos de tu; le pedí que buscara información acerca del novio, Karl Berndt Egon Wilhelm, Freiherr von Üxküll. Era mucho mayor que ella, y aquel aristócrata, un alemán del Báltico, estaba paralítico. Yo no entendía nada. Thomas me refirió detalles: se había distinguido durante la Gran Guerra, que terminó con graduación de Oberst y con la Cruz al Mérito; estuvo luego al mando de un regimiento de la Landeswehr en Curlandia para combatir a los letones rojos. Allí, en sus tierras, recibió un disparo en la columna vertebral y, desde las angarillas, antes de verse forzado a replegarse, mandó que prendieran fuego a su mansión ancestral para que los bolcheviques no la mancillasen con sus orgías y su mierda. Su expediente en el SD era bastante abultado: no se lo consideraba un opositor propiamente dicho, pero, al parecer, no era santo de la devoción de varias autoridades. Durante los años de Weimar adquirió notoriedad en Europa como compositor de música contemporánea; se sabía que era amigo y partidario de Schónberg y había mantenido correspondencia con músicos y escritores de la Unión Soviética. Tras la Toma del Poder, además, rechazó la invitación de Strauss para ingresar en la Reichsmusikkammer, lo que puso fin, de hecho, a su carrera pública, y se negó también a hacerse miembro del Partido. Vivía retirado en la finca de la familia de su madre, una mansión en Pomerania en donde se había instalado tras la derrota del ejército de Bermond y la evacuación de Curlandia. Sólo salía de allí para ir a hacer curas a Suiza; los informes del Partido y del SD decían que recibía poco y salía aún menos y evitaba tener que ver con los ambientes sociales del Kreis. «Un individuo raro —recapituló Thomas-. Un aristócrata amargado y estirado. ¿Y por qué se casa tu hermana con un tullido? ¿Tiene complejo de enfermera?» Efectivamente, ¿por qué? Cuando recibí la invitación a la boda, que iba a celebrarse en Pomerania, contesté que mis estudios no iban a permitirme acudir. Teníamos a la sazón veinticinco años y me parecía que se moría todo cuanto de verdad había sido nuestro.
El restaurante se iba llenando: un camarero empujaba la silla de ruedas de Von Üxküll y Una llevaba mi gorra debajo del brazo. «¡Toma! —dijo con tono alegre besándome en la mejilla-. Se te olvidó esto»…— «Sí, gracias», dije, ruborizándome. Le estreché la mano a Von Üxküll mientras el camarero retiraba una silla y dije con tono bastante solemne: «Freiherr, encantado de conocerlo»… —«Lo mismo digo, Sturmbannführer, lo mismo digo». Una empujó la silla hasta su sitio y me senté enfrente de él; Una se sentó entre ambos. Von Üxküll tenía un rostro severo, labios muy finos, pelo gris cortado a cepillo: pero aquellos ojos pardos, con patas de gallo, parecían a veces curiosamente risueños. Iba vestido con sencillez: un traje de lana gris y una corbata de punto, sin medallas; y no llevaba más joya que un anillo de sello, de oro, en el que me fijé cuando puso la mano encima de la de Una: «¿Qué bebes, querida?»…— «Vino». Una parecía muy alegre, dichosa; me pregunté si se estaría forzando. El envaramiento de Von Üxküll estaba claro que era completamente espontáneo. Trajeron vino y Von Üxküll me preguntó por mi herida y mi convalecencia. Bebió mientras escuchaba mis respuestas, pero muy despacio, a sorbitos. Luego, como no sabía muy bien de qué hablar, le pregunté si había ido a algún concierto desde que estaba en Berlín. «No hay nada que me interese —respondió-. Ese joven Karajan no me gusta gran cosa. Está aún demasiado pagado de sí mismo, es demasiado arrogante»…— «¿Prefiere a Furtwángler entonces?. —«Furtwángler le sorprende a uno pocas veces. Pero es muy sólido. Por desgracia ya no le dejan dirigir las óperas de Mozart, que es lo que mejor hace. Por lo visto Lorenzo Da Ponte era medio judío; y La flauta mágica, una ópera masónica»…— «¿Y usted no cree que sea así?». —«Es posible que lo sea; pero lo desafío a que me presente a un espectador alemán que pueda darse cuenta de ello él solo. Mi mujer me ha dicho que le gusta a usted la música antigua francesa»…— «Sí, sobre todo las obras instrumentales»… —«Tiene usted buen gusto. A Rameau y al gran Couperin se les hace aún demasiado poco caso. Hay también todo un tesoro de música del XVII para viola de gamba, que aún está por explorar, aunque he podido consultar unos cuantos manuscritos. Es una música soberbia. Pero los inicios del XVIII francés son verdaderamente una cumbre. Ya nadie sabe escribir así. Los románticos lo estropearon todo; aún estamos esforzándonos penosamente por salir de ahí»…— «Ya sabes que precisamente Furtwángler dirigía esta semana —intervino Una-. Pero no fuimos. Era Wagner y a Berndt no le gusta Wagner»…— «Eso es poco decir —repuso él-. Lo aborrezco. Técnicamente, tiene hallazgos extraordinarios, cosas realmente nuevas, objetivas, pero todo se pierde entre el énfasis, entre el gigantismo, y también entre la manipulación zafia de las emociones, como le sucede a la mayor parte de la música alemana desde 1815. Se compone para gente cuya suma referencia musical es, en el fondo, la fanfarria militar. Leer las partituras de Wagner me fascina, pero no sería capaz de oír una interpretación»…— «¿No hay ningún compositor alemán que halle gracia ante sus ojos?». —«¿Posteriores a Mozart y a Beethoven? Algunas piezas de Schubert, algunos pasajes de Mahler. Y eso siendo indulgente. En el fondo, no existe casi más que Bach… y ahora Schónberg, por supuesto»…— «Discúlpeme, Freiherr, pero parece ser que difícilmente se puede llamar a la música de Schónberg música alemana»… —«Joven— replicó, muy seco, Von Üxküll-, no intente darme lecciones de antisemitismo. Yo era antisemita antes de que usted naciera, aunque soy lo bastante anticuado para creer que el sacramento del bautismo tiene poder suficiente para lavar la lacra del judaísmo. Schónberg es un genio, el mayor después de Bach. Si los alemanes no lo quieren, es problema de ellos». Una soltó una carcajada cristalina: «Incluso el VB se refiere aún a Berndt como uno de los mejores representantes de la cultura alemana. Pero, si fuera escritor, estaría o en los Estados Unidos con Schónberg y los Mann, o en Sachsenhausen»… —«¿Y por eso no se ha oído nada suyo desde hace diez años?», pregunté. Von Üxküll enarboló el tenedor al responder: «En primer lugar, como no soy miembro de la Musikkammer, no me dejan. Y me niego a que interpreten mi música en el extranjero si no puedo presentarla en mi propio país»…— «¿Y entonces por qué no ingresa usted en ella?. —«Por principios. Por Schónberg, precisamente. Cuando lo largaron de la Academia y tuvo que irse de Alemania, me ofrecieron su puesto: los mandé a hacer puñetas. Strauss vino a verme en persona. Acababa de aceptar el puesto de Bruno Walter, un gran director de orquesta. Le dije que debería darle vergüenza, que esto era un gobierno de gánsters y de amargados y que no duraría. Por lo demás, lo pusieron de patitas en la calle dos años después por tener una nuera judía». Me esforcé en sonreír: «No voy a meterme en una discusión política. Pero me cuesta entender, cuando oigo sus opiniones, cómo puede considerarse antisemita»…— «Pues es muy sencillo —contestó Von Üxküll, con tono altanero-. Combatí contra los judíos y contra los rojos en Curlandia y en Memel. Milité por la exclusión de los judíos de las universidades alemanas y de la vida política y económica alemana. Bebí a la salud de los hombres que mataron a Rathenau. Pero la música es otra cosa. Basta con cerrar los ojos y con escuchar para saber en el acto si es buena o no. No tiene nada que ver con la sangre, y todas las grandes músicas tienen el mismo valor, sean alemanas, francesas, inglesas, italianas, rusas o judías. Meyerbeer no vale nada, pero no porque fuera judío, sino porque no vale nada. Y Wagner, que aborrecía a Meyerbeer porque era judío y lo había ayudado, no vale mucho más que él para mi gusto»…— «Si Max les cuenta a sus colegas las cosas que opinas —dijo Una riéndose-, vas a tener problemas»…— «Me dijiste que era un hombre inteligente —replicó, mirándola-. Te hago el honor de fiarme de tu palabra»…— «No soy músico —dije-, así que me resulta difícil contestarle. Lo que he podido oír de Schónberg me ha parecido inaudible. Pero una cosa sí es segura: no sigue usted desde luego el diapasón del talante de su país»…— «Joven —me objetó engallando la cabeza-, no lo intento. No tengo nada que ver con la cosa pública desde hace mucho y doy por hecho que la cosa pública no quiere tener nada que ver conmigo». No siempre puedo uno escoger, quería contestarle, pero me mordí la lengua.
Al final de la comida, Una me impulsó a que le hablase a Von Üxküll de mi deseo de obtener un destino en Francia. Y añadió: «¿No puedes ayudarlo?». Von Üxküll se quedó pensando: «Puedo mirar a ver. Pero mis amigos de la Wehrmacht no le tienen precisamente cariño a las SS». Eso ya empezaba yo a tenerlo claro; y me decía a veces que, en el fondo, quien tenía razón era Blobel cuando perdía la cabeza en Jarkov. Todas mis pistas parecían ir a parar a callejones sin salida: Best me había enviado, efectivamente, el Festgabe, pero sin mencionar Francia; Thomas intentaba seguir siendo tranquilizador, pero no me conseguía nada. Y yo, totalmente absorto en la presencia de mi hermana y en pensar en ella, ya no intentaba nada, dejaba que se me tragaran las arenas del abatimiento, tieso, petrificado, una triste estatua de sal a orillas del mar Muerto. Aquella noche, mi hermana y su marido estaban invitados a una recepción y Una me propuso que fuera con ellos; me negué: no quería verla así, entre aristócratas frívolos, arrogantes, borrachos, bebiendo champaña y bromeando con todo lo que yo consideraba sagrado. Entre aquellas personas estaba seguro de que me sentiría impotente, avergonzado, un chiquillo lerdo; sus sarcasmos me herirían, y la angustia que me entraría me impediría responder; su mundo seguía cerrado para personas como yo y ellos sabían hacerlo notar muy bien. Me encerré a cal y canto en mi habitación; intenté hojear el Festgabe, pero no encontraba sentido a las palabras. Entonces cedí y dejé que me acunasen blandamente unas ilusiones insensatas: Una, presa de remordimiento, se iba de la velada, venía a mi hotel; se abría la puerta, me sonreía y, en aquel momento, el pasado quedaba redimido. Todo aquello no eran más que bobadas, y yo lo sabía, pero cuanto más corría el tiempo más conseguía convencerme de que era algo que iba a suceder, allí mismo y en aquel momento. Así estuve, a oscuras, sentado en el sofá; el corazón me daba un brinco con cada ruido del pasillo, con cada campanilleo del ascensor; esperaba. Pero era siempre otra puerta la que se abría y se volvía a cerrar; y la desesperación iba subiendo como un agua negra, como ese agua fría y despiadada que envuelve a los ahogados y les roba el aliento, el aire, de valor incalculable, de la vida. Al día siguiente, Una y Von Üxküll se iban a Suiza.
Una me llamó por teléfono por la mañana, inmediatamente antes de coger el tren. Tenía la voz dulce, tierna y cálida. La conversación fue breve; yo no atendía en realidad a lo que me decía, escuchaba aquella voz aferrado al auricular, perdido en mi desesperación. «Podemos volver a vernos —decía-. Puedes venir a casa»…— «Ya veremos», respondió esa persona que hablaba por mi boca. Otra vez me entraban arcadas, creí que iba a vomitar, tragué convulsivamente saliva, respirando por la nariz, y conseguí contenerme. Luego, Una colgó y volví a quedarme solo.
Thomas había logrado, a fin de cuentas, conseguirme una entrevista con Schulz. «En vista de que no avanzamos mucho, creo que merece la pena. Intenta llevar la cosa adelante con delicadeza». No tuve que esforzarme demasiado. Schulz, un hombrecillo enteco, que mascullaba, entre el bigote, con labios que cruzaba una fea cicatriz de duelo, se expresaba con perífrasis a veces difíciles de seguir, y, al tiempo que hojeaba mi expediente, no me dejaba mucho hueco para decir algo. Conseguí colar dos palabras acerca de mi interés por la política extranjera del Reich, pero no pareció darse por enterado. De esta entrevista lo que quedó claro fue que se interesaban por mí en las altas esferas y que ya se vería al final de mi convalecencia. Era poco alentador y Thomas ratificó la forma en que lo había interpretado yo: «Tienen que reclamarte desde allí para un destino concreto. Si no, si te mandan a alguna parte, será a Bélgica. Que es un sitio tranquilo, de acuerdo, pero el vino no es nada del otro mundo». Best me había sugerido que entrase en contacto con Knochen, pero lo que dijo Thomas me dio una idea mejor: bien pensado, estaba de permiso, nada me obligaba a quedarme en Berlín.
Cogí el expreso y llegué a París poco después de amanecer. Los controles no me pusieron ninguna pega. Delante de la estación, miré con placer la piedra pálida y gris de los edificios, el trasiego de las calles; por culpa del racionamiento, circulaban pocos vehículos, pero las calzadas estaban atestadas de bicicletas y de triciclos de reparto por entre los que los autos alemanes se abrían paso con dificultad. Muy alegre, entré en el primer café y me tomé un coñac, de pie, en la barra. Iba de paisano y no había razón para que no me tomase todo el mundo por un francés y nada más, y eso me hacía sentir una curiosa satisfacción. Me fui andando tranquilamente hasta Montmartre y me instalé en un hotelito discreto, en la ladera de la butte, más arriba de Pigalle; ya conocía el sitio: las habitaciones eran sencillas y limpias y el dueño no era curioso, cosa que me iba a las mil maravillas. Aquel primer día no quería ver a nadie. Me fui a pasear. Estábamos en abril; por doquier se intuía la primavera, en el liviano azul del cielo, en los retoños y las flores apuntando en las ramas, en cierto júbilo o, al menos, cierta ingravidez en el paso de las personas. Sabía que la vida era dura aquí, el cutis amarillento de muchos rostros revelaba las dificultades de abastecimiento. Pero nada parecía haber cambiado desde mi última visita, a no ser la circulación y las pintadas de las paredes, que ahora ponían STALINGRADO o 1918, borradas las más de las veces y, en ocasiones, sustituidas por 1763, una brillante iniciativa sin duda de nuestros servicios. Bajé con paso ocioso hasta el Sena, y luego fui a husmear en los cajones de los libreros de viejo, siguiendo los muelles: para mayor sorpresa mía, junto a Céline, Drieu, Mauriac, Bernanos o Montherlant, vendían abiertamente a Kafka, Proust e incluso a Thomas Mann; la dejadez era, por lo visto, la norma. Casi todos los libreros parecían tener un ejemplar del libro de Rebatet Los escombros, que había salido el año anterior: lo hojeé con curiosidad, pero pospuse el comprarlo. Me decidí al fin por una antología de ensayos de Maurice Blanchot, un crítico de la NRF de quien me habían gustado unos artículos antes de la guerra; eran unas galeradas encuadernadas en rústica, que había revendido sin duda un periodista, y llevaban el título de Pasos en falso; el librero me explicó que la publicación del libro se había retrasado por la escasez de papel, al tiempo que me aseguraba que era de lo mejor que se había escrito en los últimos tiempos, a menos que me gustase Sartre, pero a él no le gustaba Sartre (yo, por entonces, no había oído nunca mencionar a Sartre). En la plaza de Saint-Michel, cerca de la fuente, me acomodé en una terraza y pedí un bocadillo y una copa de vino. El anterior dueño del libro sólo le había cortado las hojas al primer cuadernillo; pedí que me trajesen un cuchillo y, mientras llegaba el bocadillo, corté las páginas que quedaban sin abrir, un ritual lento y plácido que siempre me deleitaba. El papel era de muy mala calidad y tenía que tener cuidado de no romper las hojas por ir con demasiadas prisas. Tras haber comido, me fui hacia el Luxemburgo. Siempre me había gustado ese parque frío y geométrico, luminoso, por el que cruza un bullicio sosegado. En torno al ancho redondel del estanque central, por los paseos que irradian desde él, entre los árboles y los parterres aún desnudos, la gente andaba, zumbaba, conversaba, leía o, con los ojos cerrados, se tostaba al sol pálido; un prolongado y apacible murmullo. Me acomodé en una silla de hierro, de desconchada pintura verde, y leí unos cuantos ensayos al azar, empezando por el de Orestes, que, por lo demás, hablaba más bien de Sartre, quien, por lo visto, había escrito una obra de teatro en que recurría al desdichado parricida para exponer sus ideas acerca de la libertad humana en el crimen; Blanchot tenía una opinión muy severa al respecto y yo no podía por menos de darle la razón. Pero lo que más me sedujo fue un artículo sobre Moby Dick de Melville, en donde Blanchot hablaba, misteriosamente, de aquel libro imposible que había marcado una etapa de mi juventud, de aquel equivalente escrito del universo, como de una obra que conserva el carácter irónico de un enigma y no se da a conocer sino mediante la pregunta que propone. A decir verdad, no es que me enterase mucho de lo que decía. Pero despertaba en mí la nostalgia de una vida que habría podido ser mía: el placer del libre juego del pensamiento y del lenguaje, y no el compacto rigor de la Ley; y dejé con deleite que me llevasen consigo los meandros de aquel pensamiento denso y paciente que excavaba un cauce en las ideas, igual que un río subterráneo se abre paso despacio por entre la piedra. Cerré, por fin, el libro y reanudé el paseo, primero hacia el Odeón, en donde proliferaban las pintadas, y luego por el bulevar de Saint-Germain, casi vacío, camino de la Asamblea Nacional. Cada uno de esos lugares despertaba en mí recuerdos concretos de mis años del curso preparatorio, y posteriores, cuando me matriculé en la ELSP; por entonces debía de sentirme bastante atormentado y recordaba a qué velocidad fue creciendo el odio que sentía por Francia, pero aquellos recuerdos, al mediar la distancia, me volvían algo así como apaciguados, casi dichosos, y los nimbaba una luz serena y, seguramente, deformante. Seguí hacia la explanada de los Inválidos en donde se aglomeraban los transeúntes para mirar a los trabajadores que estaban removiendo el césped con caballos de tiro para plantar verduras; más allá, cerca de un carro ligero de combate de fabricación checa con la cruz gamada, jugaban a la pelota, indiferentes, unos niños. Crucé luego el puente Alejandro III. En el Grand Palais, los carteles anunciaban dos exposiciones: una se llamaba ¿Por qué quisieron la guerra los judíos?; y la otra era de una colección de obras griegas y romanas. No sentía necesidad alguna de pulir mi educación antisemita, pero la Antigüedad me atraía; pagué y entré. Había muchas piezas espléndidas, la mayoría traídas del Louvre sin duda. Estuve mucho rato admirando la belleza fría, reposada e inhumana de un Apolo citaredo de Pompeya, un bronce de gran tamaño que era ahora de tono verdoso. Tenía un cuerpo grácil, aún no formado del todo, con un sexo infantil y unas nalgas estrechas y carnosas. Recorrí la exposición de punta a punta, pero volvía siempre a él; me fascinaba su belleza. Podía no haber sido sino un adolescente delicioso y trivial, pero las anchas placas de pátina que le corroían la piel le daban una trascendencia pasmosa. Me llamó la atención un detalle: fuere cual fuere el ángulo desde el que pretendiera mirarlo a los ojos, pintados directamente en el bronce con una técnica realista, él nunca me miraba a los ojos a mí; imposible captarle la mirada, ahogada, perdida en el vacío de su eternidad. Aquella lepra metálica le abultaba la cara, el pecho, las nalgas, le comía casi la mano derecha, donde tendría que haber llevado el instrumento perdido. La expresión de la cara era presuntuosa, casi fatua. Cuando lo miraba, me embargaba el deseo, me entraban ganas de lamerlo; y él se me descomponía ante la vista con morosidad reposada e infinita. A continuación, evité ir por los Campos Elíseos y paseé por las callecitas silenciosas del distrito VIII, y subí despacio hasta Montmartre. Caía la tarde y el aire olía bien. Ya en el hotel, el dueño me indicó un restaurante pequeño del mercado negro en donde podía comer sin cupones: «Está lleno de impíos, pero cocinan bien». La clientela parecía, efectivamente, componerse de colaboracionistas y de traficantes del mercado negro; me dieron un solomillo con chalotas y judías verdes y una jarra de buen burdeos; de postre tarta tatin con nata y, lujo supremo, café de verdad. Pero el Apolo del Grand Palais había despertado en mí otras apetencias. Bajé hasta Pigalle y encontré un café pequeño que conocía bien: me senté en la barra, pedí un coñac y esperé. No tardé mucho en regresar al hotel con un muchacho. Tenía el pelo rizado y despeinado bajo la gorra; un vello fino le cubría el vientre y se hacía más oscuro en los rizos del pecho; aquella piel mate despertaba en mí un ansia rabiosa de boca y culo. Era como a mí me gustan, taciturno y dócil. El culo se me abrió como una flor para él, y, cuando por fin me la metió, un bola de luz blanca empezó a crecerme en la parte de abajo de la espina dorsal, me subió despacio por la espalda y me anuló la cabeza. Y aquella noche más que nunca me dio la impresión de que aquello era una respuesta directa a mi hermana y que la incorporaba a mí, lo quisiera ella o no. Me trastornaba cuanto me ocurría en el cuerpo sometido a las manos y a la verga de aquel muchacho desconocido. Al acabar, le dije que se fuera, pero no me dormí; me quedé tendido en las sábanas arrugadas, desnudo y desparramado, como un chiquillo anonadado de felicidad.
Al día siguiente, fui a la redacción de Je Suis Partout. Allí trabajaban casi todos mis amigos parisinos, o andaban por aquella órbita. La cosa venía de lejos. Cuando llegué a París para el curso preparatorio, a los diecisiete años, no conocía a nadie. Fui interno al liceo Janson-de-Sailly; Moreau me había fijado una modesta cantidad mensual con la condición de que tuviera buenas notas y gozaba de relativa libertad; tras la pesadilla carcelaria de los tres años anteriores, habría podido perder la cabeza con menos. Sin embargo me portaba bien y era sensato. Al acabar las clases, me iba a las orillas del Sena a rebuscar en los puestos de libros de lance o me reunía con mis compañeros en una tabernita del barrio Latino para beber tintorro y volver a construir el mundo. Pero aquellos compañeros de clase me parecían más bien grises. Casi todos pertenecían a la alta burguesía y se disponían a seguir ciegamente tras las huellas de sus padres. Tenían dinero y les habían enseñado en edad temprana cómo era el mundo y qué sitio iban a ocupar en él: el sitio dominante. No sentían sino desprecio por los obreros, o miedo; las ideas que yo había traído conmigo de mi primer viaje a Alemania, que los obreros formaban parte de la Nación tanto como la burguesía, que había que disponer el orden social de forma orgánica en mayor beneficio de todos y no sólo de unos pocos afortunados, que a los trabajadores no había que reprimirlos, sino, antes bien, brindarles una vida digna y un lugar dentro de aquel orden para contrarrestar la seducción del bolchevismo, todo aquello les era ajeno. Tenían unas opiniones políticas tan poco amplias como su concepto del decoro burgués e intentar comentar con ellos el fascismo o el nacionalsocialismo alemán (que acababa precisamente de conseguir en septiembre de aquel mismo año una victoria aplastante en las urnas y se había convertido así en el segundo partido del país y causaba ondas de choque en la Europa de los vencedores) me parecía aún más inútil que comentar los ideales de los movimientos juveniles que predicaba Hans Blüher. Para ellos, Freud (en el supuesto de que hubieran oído hablar de él) era un erotómano; Spengler, un prusiano loco y chinchoso; Jünger, un belicista que coqueteaba peligrosamente con el bolchevismo; incluso Péguy les resultaba sospechoso. Sólo unos cuantos becarios de provincias parecían algo diferentes y fue sobre todo en su órbita en la que me moví. Uno de aquellos muchachos, Antoine R, tenía un hermano mayor en la Ecole Nórmale Supérieure en donde había soñado yo con cursar estudios, y fue él quien me llevó allí por primera vez para beber grog y hablar de Nietzsche y de Schopenhauer, que estaba yo descubriendo por entonces, con su hermano y sus compañeros de cuarto. Aquel Bertrand F. era un cuadrado, es decir, un alumno de segundo curso: los cuartos mejores, con sofá, láminas en las paredes y estufa, los ocupaban en su mayoría los cubos, los alumnos de tercer curso. Un día, al pasar delante de aquellos cuartos, me llamó la atención una inscripción en griego en el dintel: «En este cuarto estudian seis guapos y buenos (hex kaloi kagathoi) y otro (kai tis allos)». La puerta no estaba cerrada, la empujé y pregunté en griego: «¿Y quién es ese otro?». Un joven de cara redonda alzó del libro los gruesos cristales de las gafas y contestó en la misma lengua: «Un hebreo que no sabe griego. Y tú ¿quién eres?»… —«También soy otro, pero de un metal mejor que ese hebreo tuyo: un alemán»…— «¿Un alemán que sabe griego?». —«¿Qué mejor lengua para hablar con un francés?» Se echó a reír y se presentó: era Robert Brasillach. Le expliqué que, en realidad, era francés a medias y llevaba viviendo en Francia desde 1924; me preguntó si había vuelto a Alemania desde entonces, y le conté el viaje del verano anterior; no tardamos en hablar del nacionalsocialismo. Escuchó atentamente lo que le describí y lo que expliqué. «Vuelve cuando quieras— me dijo al final-. Tengo amigos a quienes les gustaría conocerte». Descubrí con él otro mundo que no tenía nada que ver con el de los futuros servidores del Estado. Aquellos jóvenes alimentaban visiones de futuro para su país y para Europa y tenían acaloradas controversias, al tiempo que las nutrían con un documentado estudio del pasado. Sus ideas y sus intereses salían disparados en todas direcciones. Brasillach, con su futuro cuñado, Maurice Bardéche, estudiaba el cine con pasión y me hizo descubrir no sólo el de Chaplin o el de Rene Clair, sino también a Eisenstein, Lang, Pabst, Dreyer. Me presentó en la redacción de L’Action Francaise y en su imprenta de la calle de Montmartre, un precioso edificio estrecho con una escalera renacentista que llenaba el estrépito de las rotativas. Vi a veces a Maurras; llegaba siempre entrada la noche, a eso de las once, medio sordo, amargo, pero continuamente dispuesto a abrir su corazón y a dejar correr la bilis que llevaba dentro contra los marxistas, los burgueses, los republicanos y los judíos. Brasillach, por entonces, dependía de él por completo, pero el odio empecinado que sentía Maurras por Alemania era para mí un obstáculo insalvable, y Robert y yo discutíamos con frecuencia por esa cuestión. Si Hitler llegaba al poder, afirmaba yo, e integraba al trabajador alemán en la clase media, obstaculizando de forma definitiva el peligro rojo, y si Francia hacía otro tanto, y si los dos países unidos conseguían eliminar la influencia perniciosa de los judíos, en tal caso el corazón de Europa, a un tiempo nacionalista y socialista, formaría con Italia un bloque de intereses comunes invencibles. Pero los franceses estaban todavía trabados en sus intereses de corredores mercantiles de poca monta y en su revanchismo obsoleto. Por supuesto que Hitler daría al traste con las cláusulas inicuas de Versalles, era sencillamente una necesidad histórica; pero si las fuerzas sanas de Francia conseguían por su parte liquidar la República corrupta y sus marionetistas judíos, entonces una alianza francoalemana sería no sólo una posibilidad, sino que se convertiría en una realidad inevitable, en una nueva Entente europea que les cortaría las alas a los plutócratas y a los imperialistas británicos y no tardaría en estar lista para plantarles cara a los bolcheviques y devolver a Rusia al seno del concierto de las naciones civilizadas (como puede verse, mi formación intelectual había sacado buen provecho de mi viaje a Alemania; Moreau se habría quedado espantado si hubiera sabido lo que hacía con su dinero). Brasillach estaba de acuerdo conmigo en términos generales: «Sí, —decía-, ya acabó la posguerra. Tenemos que darnos prisa si queremos evitar otra guerra. Sería un desastre, el final de la civilización europea, el triunfo de los bárbaros». La mayoría de los jóvenes discípulos de Maurras opinaba lo mismo. Uno de los más brillantes y corrosivos era Lucien Rebatet, que tenía a su cargo la crítica literaria y cinematográfica de L’Action Francaise y firmaba como Francois Vinneuil. Me llevaba diez años, pero no tardamos en hacer amistad, ya que nos unía el atractivo que sentía por Alemania. También estaban Maxence, Blond, Jacques Talagrand, que se convirtió en Thierry Maulnier, Jules Supervielle, y muchos otros. Quedábamos en la Brasserie Lipp cuando alguno andaba bien de fondos, y, si no, en un restaurante estudiantil del Barrio Latino. Hablábamos febrilmente de literatura e intentábamos determinar cómo era una literatura «fascista»: Rebatet proponía a Plutarco, Corneille y Stendhal. «El fascismo— soltó un día Brasillaches la poesía del siglo XX propiamente dicha», y yo no podía por menos de estar de acuerdo con él; fascista, fascio, fascinación (pero, más adelante, cuando se volvió más sensato o más prudente, dijo otro tanto del comunismo).
En la primavera de 1932, cuando aprobé el ingreso, la mayoría de mis amigos de la Escuela Normal estaban acabando los estudios; pasado el verano, se dispersaron por toda Francia, unos para hacer el servicio militar, otros para tomar posesión del puesto de docente que le hubiera correspondido. Volví a pasar las vacaciones en Alemania, que se hallaba entonces en plena efervescencia: la producción alemana se había quedado en la mitad de la de 1929, y Brüning gobernaba con el apoyo de Hindenburg, a golpe de decretos de emergencia. Una situación así no podía durar. También en otros lugares se tambaleaba el orden establecido. En España, una intriga de masones, revolucionarios y curas había derribado a la monarquía. Norteamérica estaba casi de rodillas. En Francia, se notaban menos los efectos directos de la crisis, pero la situación no era de color de rosa y los comunistas seguían adelante, de forma discreta y obstinada, con su labor de zapa. Pedí, sin decírselo a nadie, el ingreso en el NSDAP, en la sección Ausland (para los Reichsdeutschen que vivieran en el extranjero) y me admitieron enseguida. Cuando ingresé, en otoño, en la ELSP, seguí viendo a mis amigos de la Escuela Normal y de L’Action Francaise, que venían con regularidad a pasar el fin de semana en París. Mis compañeros de clase seguían siendo, más o menos, los mismos que en el liceo Janson, pero, para mayor sorpresa mía, las clases me parecieron interesantes. Fue también por entonces, sin duda por influencia de Rebatet y de su nuevo amigo, Louis Destouches, muy poco conocido aún (acababa de publicar el Viaje, pero el entusiasmo no había ido más allá del círculo de iniciados y a Céline le gustaba aún tratar con gente joven), cuando me entró la pasión por la música francesa para teclado, que estaban empezando a volver a descubrir y a interpretar; fui con Céline a oír a Marcelle Meyer; y me arrepentí más amargamente que nunca de aquella pereza y aquella ligereza mías que me habían hecho dar de lado tan pronto el piano. Después de Año Nuevo, el presidente Hindenburg pidió a Hitler que formara gobierno. Mis compañeros de clase temblaban, mis amigos estaban a la expectativa, y yo no cabía en mí de gozo. Pero, mientras el Partido aplastaba a los rojos, barría las inmundicias de la plutodemocracia y, como remate, disolvía los partidos burgueses, yo estaba atrapado en Francia. Desde nuestro punto de vista y para nuestra época, se trataba de una auténtica revolución nacional; y yo sólo podía seguirle los pasos desde lejos, en los periódicos y en los noticiarios del cine. También Francia era un hervidero. Hubo muchos que fueron a ver aquellos acontecimientos in situ, todo el mundo escribía acerca de un enderezamiento como aquél y soñaba con él para el propio país. Y tomaban contacto con los alemanes, con alemanes que ahora tenían cargos oficiales y hacían votos por un acercamiento francoalemán; Brasillach me presentó a Otto Abetz, el hombre de Von Ribbentrop (que, a la sazón, era aún consejero del Partido para los asuntos exteriores): sus ideas no se diferenciaban de las que yo venía exponiendo desde mi primer regreso de Alemania. Pero Maurras seguía siendo un obstáculo para muchos; sólo los mejores admitían que ya era hora de dejar atrás sus vaticinios hipocondríacos, pero incluso ellos estaban presos de su carisma y de la fascinación que ejercía, y titubeaban. Al tiempo, el asunto Stavisky estaba dejando al descubierto los entresijos policiales de la corrupción del poder y daba a L’Action Francaise una renovada autoridad moral de la que no había gozado desde 1918. Todo esto concluyó el 6 de febrero de 1934. Fue, en verdad, un asunto confuso: yo estaba también en la calle, con Antoine F. (que había ingresado conmigo en la ELPS) y con Blond, Brasillach y algunos más. Desde los Campos Elíseos, oímos con poca claridad unos disparos; más abajo, a la altura de la plaza de la Concordia, pasaba gente corriendo. Nos pasamos el resto de la noche recorriendo las calles y gritando consignas cuando nos cruzábamos con otros jóvenes. Hasta el día siguiente no supimos que había habido muertos. Maurras, hacia quien se volvió todo el mundo instintivamente, había abandonado la partida. No fue todo sino pólvora mojada. «Inacción francesa», rabiaba Rebatet, que nunca se lo perdonó a Maurras. A mí me daba igual: estaba madurando una decisión y no veía ya porvenir para mí en Francia.
Precisamente fue con Rebatet con quien me topé en Je Suis Partout. «¡Hombre! Un aparecido»… —«Pues sí, ya ves— contesté-. Por lo visto ahora eres famoso». Separó los brazos e hizo una mueca: «No me lo explico. Y eso que he cavilado mucho para tener la seguridad de que no se me olvidase meterme con nadie. Por cierto que, al principio, funcionó. Grasset me rechazó el libro porque insultaba a demasiados amigos de la casa; eso fue lo que dijo. Y Gallimard quería hacer varios cláreos. Por fin se quedó con el libro el belga ese, el que editaba a Céline, ¿te acuerdas? Resultado: le han ido bien las cosas y a mí también. En Rive gauche, cuando fui a firmar, parecía que fuese una estrella de cine. En realidad, a los únicos a quienes no les ha gustado ha sido a los alemanes». Me lanzó una mirada suspicaz: «¿Lo has leído?»… —«Todavía no; estoy esperando a que me lo regales. ¿Por qué? ¿También me insultas a mí?» Se rio: «No tanto como te mereces, puto alemán. De todas formas, todo el mundo creía que habías caído en el campo del honor. ¿Vamos a tomar algo?». Rebatet tenía una cita, algo después, cerca de Saint-Germain, y me llevó al Flore. «Siempre me resulta divertido ir a echarle una ojeada a la sucia jeta de nuestros antifascistas de guardia, sobre todo cuando me ven aparecer». Y, efectivamente, cuando entró le echaron miradas asesinas; pero también se pusieron de pie varias personas para saludarlo. Estaba claro que Lucien disfrutaba con su éxito. Llevaba un traje claro, bien cortado, y una corbata de pajarita de lunares, un poco torcida; un tupé despeinado le remataba el rostro, estrecho y expresivo. Escogió una mesa a la derecha, bajo la cristalera, un poco apartada, y pedí vino blanco. Cuando sacó lo necesario para liarse un pitillo, le ofrecí un cigarrillo holandés que aceptó con agrado. Pero incluso cuando sonreía seguía teniendo los ojos preocupados. «Venga, cuenta», dijo. Llevábamos sin vernos desde 1939 y sólo sabía de mí que estaba en las SS: le conté por encima la campaña de Rusia, sin entrar en detalles. Abrió unos ojos como platos: «¿Así que estuviste en Stalingrado? Joder…»… Tenía una mirada rara, quizá una mezcla de temor y deseo. «¿Te hirieron? ¿A ver?» Le enseñé el agujero y soltó un silbido largo: «Pues vaya potra que tienes, oye». No contesté. «Robert va a ir pronto a Rusia— siguió diciendo-. Con Jeantet. Pero no es lo mismo»… —«¿Y qué van a hacer allí?»—. «Es un viaje oficial. Van acompañando a Doriot y a Briñón, a pasarle revista a la Legión de Voluntarios Franceses, por la zona de Smolensko, creo»… —«¿Y cómo le va a Robert?»—. «Pues precisamente estamos un poco reñidos estos días. Se ha vuelto claramente partidario de Pétain. Como siga así, lo largamos de la JSP»… —«¿Tan grave es?» Pidió otras dos copas y le di otro cigarrillo. «Mira— escupió con rabia-, hace mucho que no vienes por Francia; las cosas han cambiado una barbaridad, créeme. Andan todos peleándose como perros hambrientos por los pedazos del cadáver de la República. Pétain está senil, La val se porta peor que un judío, Déat predica el socialfascismo y, Doriot, el nacionalbolchevismo. Aquí no hay quien se aclare. Lo que no hemos tenido ha sido un Hitler. Ése es el drama»… —«¿Y Maurras?» Rebatet hizo una mueca de asco: «¿Maurras? Es la Acción marrana. Le he puesto las peras al cuarto en mi libro. Por lo visto, se puso verde al verlo. Y además te voy a decir otra cosa: desde Stalingrado esto es una desbandada. Las ratas se largan. ¿Has visto los letreros de las paredes? No hay ni uno de Vichy que no tenga en su casa a un resistente o a un judío, como si fuera un seguro de vida»…— «Pues no puede decirse que estemos acabados»… —«Sí, eso ya lo sé. Pero ¿qué quieres? Éste es un mundo de cobardes. Yo he elegido y no pienso renegar de mi elección. Si el barco se va a pique, me iré a pique con él»…— «En Stalingrado interrogué a un comisario político, que me citó a Mathilde de la Mole, en Rojo y Negro, hacia el final, ¿te acuerdas?» Le repetí la frase y soltó una gran carcajada: «Ésa sí que es buena. ¿Y te lo soltó en francés?»… —«No, en alemán. Era un bolchevique de los primeros, un militante, un individuo muy preparado. Te habría gustado»…— «¿Y qué hicisteis con él?» Me encogí de hombros. «Disculpa —dijo-. Qué pregunta más idiota. Pero tenía razón. Yo admiro a los bolcheviques, ¿sabes? Ellos no son una panda de hipócritas. Es un sistema de orden. O te doblegas o te vas al carajo. Stalin es un tipo extraordinario. Si no fuera porque está Hitler, a lo mejor me hacía comunista, vete a saber». Bebimos un sorbo y miré a la gente que entraba y salía. En una mesa del fondo de la sala, varias personas miraban fijamente a Rebatet y cuchicheaban, pero no las conocía. «¿Sigues metido en asuntos de cine?», le pregunté…— «Ya no mucho, no. Ahora me interesa la música»… —«¿Ah, sí? ¿Conoces a Von Üxküll?»—. «Claro. ¿Por qué?». —«Es mi cuñado. Coincidí con él el otro día por primera vez»…— «¡Qué me dices! Hay que ver qué conocidos tienes. ¿Y qué es de su vida?». —«Nada del otro mundo, por lo que me pareció entender. Anda enfurruñado en su casa de Pomerania»…— «Qué pena. Estaba bien lo que hacía»… —«Nunca he oído su música. Tuvimos una seria discusión acerca de Schónberg, porque lo defiende»…— «No me extraña. Ningún compositor serio podría pensar de otra forma»… —«Ah, ¿tú también?» Se encogió de hombros: «Schónberg nunca se ha metido en política. Y además sus mejores discípulos, como Webern o Üxküll, son arios, ¿no? Lo que Schónberg ha hallado, el método serial, es una potencialidad de los sonidos que siempre estuvo ahí, un rigor que ocultaba, por decirlo de alguna forma, la imprecisión de las escalas temperadas; y ahora que él lo ha hallado, cualquiera puede usarlo para hacer lo que quiera. Es el primer avance serio en música desde Wagner».— «Pues precisamente Von Üxküll aborrece a Wagner»… —«¡Eso es imposible!— exclamó, con tono horrorizado-. ¡Imposible!». —«Y sin embargo es cierto». Y le referí las palabras de Von Üxküll. «Es absurdo— replicó Rebatet-. Bach, claro… no hay nada que se aproxime a Bach. Es intocable, inmenso. Lo que él hizo fue la síntesis definitiva de lo horizontal y de lo vertical, de la arquitectura armónica y el empuje melódico. Y, de esa forma, pone punto final a cuanto lo precedió y establece un marco del que todo cuanto vino después intenta zafarse de una forma o de otra, hasta que por fin Wagner lo hace saltar por los aires. ¿Cómo puede un alemán, un compositor alemán, no estar de rodillas ante Wagner?». —«¿Y la música francesa?» Torció el gesto: «¿Tu Rameau? Es entretenido».— «No siempre dijiste eso». —«Es que uno crece, ¿no?» Apuró la copa, pensativo. Pensé por un instante en hablarle de Yakov; y, luego, cambié de opinión. «Y de la música contemporánea, aparte de Schónberg, ¿qué te gusta?—. «Muchas cosas. Desde hace treinta años la música ha empezado a despertarse y se está poniendo todo de lo más interesante. Stravinsky, Debussy, son fabulosos»… —«¿Y Milhaud, y Satie?»—. «No seas imbécil». En aquel momento entró Brasillach. Rebatet lo llamó desde donde estábamos: «¡Eh, Robert! ¡Mira quién está aquí!». Brasillach nos miró fijamente a través de los gruesos cristales de las gafas redondas, nos hizo un saludito con la mano y fue a sentarse a otra mesa. «Se está volviendo realmente insoportable —masculló Rebatet-. Ni siquiera quiere ya que lo vean con un maldito alemán. Y eso que no vas de uniforme, que yo sepa». Pero no iban del todo por ahí los tiros, y yo lo sabía. «Me peleé bastante con él la última vez que estuve en París», dije para calmar a Rebatet. Una noche, después de una fiestecita en que Brasillach bebió algo más que de costumbre, halló valor suficiente para invitarme a su casa y me fui con él. Pero era de esos invertidos vergonzosos a quienes lo que les gusta es hacerse una paja con muy pocos bríos mientras contemplan lánguidamente a su éramenos; y a mí aquello me parecía aburrido e incluso un tanto repugnante, así que corté con aquellas efusiones de forma bastante seca. Dicho lo cual, creía que seguíamos siendo amigos. Seguramente lo herí sin darme cuenta y en uno de sus puntos más vulnerables: Robert nunca supo hacer frente a la realidad sórdida y amarga del deseo y nunca dejó de ser, a su manera, el supremo boy-scout del fascismo. ¡Pobre Brasillach! Lo fusilaron tan deprisa, cuando todo acabó, para que tanta buena gente pudiera volver a meterse en la fila sin remordimientos de conciencia. Me he preguntado con frecuencia, por lo demás, si sus inclinaciones habrían tenido algo que ver: el colaboracionismo, a fin de cuentas, no dejaba de ser una historia de familia, mientras que la pederastía era harina de otro costal tanto para De Gaulle como para los honrados obreros del jurado. Brasillach, en cualquier caso, habría preferido seguramente morir por sus ideas que por sus gustos. ¿Pero no fue acaso él quien describió el colaboracionismo con esta frase inolvidable: Nos acostamos con Alemania y el recuerdo que nos quede será dulce? Rebatet, por su parte, pese a la admiración que profesaba a Julien Sorel, fue más listo: lo condenaron, pero también lo indultaron; no se hizo comunista; y, después de tantas cosas, le quedó tiempo para escribir una preciosa Historia de la música y de apañarse para que se olvidaran un poco de él.
Se fue tras proponerme que quedásemos por la noche con Cousteau por la zona de Pigalle. Al salir, fui a darle un apretón de manos a Brasillach, que estaba sentado con una mujer que yo no conocía; hizo como si no me hubiera reconocido y me acogió con una sonrisa, pero no me presentó a su acompañante. Le pregunté por su hermana y su cuñado; él se interesó cortésmente por las condiciones de vida en Alemania y hablamos de forma imprecisa de volver a vernos, sin concretar ninguna cita. Volví a mi cuarto del hotel, me puse el uniforme, redacté una nota para Knochen y fui a dejarla en la avenida de Foch. Luego volví a vestirme de paisano y salí a dar una vuelta hasta la hora de la cita. Me reuní con Rebatet y Cousteau en el Liberty, una sala de fiestas para maricones en la plaza Blanche. Cousteau, aunque era poco sospechoso en ese aspecto, conocía al dueño, Tontón, y estaba claro que conocía también a la mitad de las locazas, a quienes llamaba de tú; varias, ufanas y extravagantes con aquellas pelucas, aquel maquillaje y aquellas joyas de vidrio, bromeaban con él y con Rebatet mientras tomábamos unos martinis. «Mira —me indicaba Cousteau-, a ésa la he apodado la Empresa de Pompas Fúnebres porque chupa de muerte»…— «Eso se lo has robado a Máxime du Camp, so cabrito», contestaba Rebatet con una mueca antes de ponerse a bucear en sus extensos conocimientos literarios para intentar superarlo. «¿Y tú, cariño, a qué te dedicas?», me preguntó una de las locazas apuntándome con una boquilla pasmosamente larga. «Es de la Gestapo», dijo Cousteau con tono irónico. La maricona se llevó los dedos enguantados de encaje a los labios y soltó un prolongado «Oooooh…»… Pero Cousteau ya se había embarcado en una larga anécdota acerca de los chicos de Doriot que les hacían mamadas a los soldados alemanes en los meaderos del Palais-Royal; los polis parisinos, que hacían redadas regularmente por esos urinarios o por los que estaban en la parte de abajo de los Campos Elíseos, se llevaban a veces sorpresas desagradables; pero aunque la Jefatura Central de policía rabiaba, al Majestic parecía importarle un bledo. Aquella conversación ambigua me hacía sentirme molesto: ¿a qué estaban jugando esos dos? Sabía que otros compañeros alardeaban menos y ejercían más. Pero ninguno tenía el mínimo escrúpulo en publicar denuncias anónimas en las columnas de Je Suis Partout; y si alguien no tenía la desgracia de ser judío, siempre era posible decir que era homosexual; más de una carrera, e incluso más de una vida, se había ido al traste de esa forma. Cousteau y Rebatet, pensaba yo, intentaban demostrar que su radicalismo revolucionario estaba por encima de todos los prejuicios (salvo los que fueran científicos y de raza, que es como tiene que ser la forma de pensar francesa); en el fondo también ellos pretendían solamente épater le bourgeois, igual que los surrealistas y que André Gide, a quien aborrecían tanto. «¿Sabes, Max —me dijo Rebatet-, que el falo benéfico que los romanos sacaban en procesión durante las Liberaba, en primavera y en la vendimia, se llamaba fascinus? A lo mejor Mussolini se acordó de eso». Me encogí de hombros: todo me sonaba a falso, una ficción de poca monta, una escenificación, mientras la gente, por todos lados, moría de verdad. A mí me apetecía en serio un chico, pero no para la galería, sino sólo por la piel tibia, el sudor agrio, la suavidad del sexo acurrucado entre las piernas como un animalillo. Y a Rebatet le daba miedo su sombra, y le daban tanto miedo los hombres como las mujeres, y la presencia de su propia carne, y todo salvo las ideas abstractas, que no podían ofrecer resistencia. Yo quería más que nunca estar tranquilo, pero parecía como si fuera imposible: me despellejaba, al rozarme con el mundo, como si me rozase con cristales rotos; me pasaba la vida tragándome anzuelos aposta y luego me extrañaba tener que sacarme las entrañas arrancadas por la boca.
La conversación que mantuve al día siguiente con Helmut Knochen no hizo sino reforzar esa sensación. Me recibió con una curiosa mezcla de ostentosa camaradería y de altivez condescendiente. En la época en que trabajaba en el SD, no lo trataba fuera de las oficinas; por supuesto tenía que saber que, por entonces, yo veía mucho a Best (aunque a lo mejor eso no era ya una recomendación). En cualquier caso, le dije que había hablado con Best en Berlín, y me preguntó qué tal le iba. Mencioné también que había estado, igual que él, a las órdenes del doctor Thomas; me hizo contarle entonces mis experiencias en Rusia, al tiempo que me hacía notar sutilmente la distancia que nos separaba: él era el Standartenführer de todo un país y yo, un convaleciente de incierto porvenir. Me recibió en su despacho, sentados en torno a una mesa baja que adornaba un jarrón de flores secas; se acomodó en el sofá, cruzando las largas piernas embutidas en pantalones de montar, y dejó que me apelotonase en lo hondo de un saloncito demasiado bajo: desde donde yo estaba, casi no le veía ni la cara ni la vaguedad de la mirada porque se las tapaba la rodilla. No sabía cómo sacar a colación el tema que me interesaba. Por fin, le conté, por decir algo, que estaba preparando un libro acerca del porvenir de las relaciones internacionales alemanas, aliñando las ideas que había sacado al azar del Festgabe de Best (y según iba hablando me iba embalando y, al final, me convencí a mí mismo de que tenía de verdad la intención de escribir un libro así, que impresionaría las mentes y me aseguraría el porvenir). Knochen me escuchaba cortésmente, asintiendo con la cabeza. Dejé caer, por fin, que pensaba aceptar un destino en Francia para hacerme aquí con experiencias concretas que pudieran completar las de Rusia. «¿Le han propuesto algo? —dijo con un asomo de curiosidad-. No estoy al tanto»…— «Todavía no, Herr Standartenführer, está en fase de discusión. No plantea problemas de principio, pero sería necesario que se quedara libre o que se creara un puesto adecuado»… —«Yo aquí no tengo nada de momento, ¿sabe? Es una pena porque el puesto de experto en Asuntos Judíos estaba vacante en diciembre, pero ya se ha cubierto». Me forcé a sonreír: «No es lo que ando buscando»…— «Sin embargo, adquirió usted una buena experiencia en ese terreno, me parece. Y la cuestión judía en Francia está muy relacionada con nuestras relaciones diplomáticas con Vichy. Pero es cierto que usted tiene demasiada graduación para eso: es, como mucho, un puesto para un Hauptsturmführer. ¿Y con Abetz? ¿Ha ido a verlo? Si mal no recuerdo, tenía usted contactos personales con los protofascistas parisinos. Algo así debería interesar al embajador».
Me vi en la ancha acera, casi desierta, de la avenida de Foch en un estado de profundo desaliento: me daba la sensación de que me estaba pegando contra una pared, pero una pared blanda, inaprensible, borrosa y, sin embargo, tan infranqueable como un elevado muro de piedra de talla. Al final de la avenida, el Arco de Triunfo se interponía aún ante el sol de la mañana y proyectaba largas sombras por los adoquines. ¿Ir a ver a Abetz? Cierto es que habría podido prevalerme de nuestro breve encuentro de 1933, o pedir a alguien de Je Suis Partout que me presentara. Pero no me sentía con valor. Pensaba en mi hermana, en Suiza: ¿a lo mejor me interesaba un destino en Suiza? Podría verla de vez en cuando, cuando fuera con su marido al sanatorio. Pero casi no había puestos SD en Suiza y la gente se los quitaba de las manos. Seguramente el doctor Mandelbrod habría podido hacer que desaparecieran todos los obstáculos tanto en Francia como en Suiza; pero ya me había dado cuenta de que el doctor Mandelbrod tenía ideas propias en lo tocante a mí.
Volví al hotel para vestirme de paisano y me fui al Louvre: allí, al menos, entre todos aquellos rostros quietos y serenos, me notaba más tranquilo. Estuve mucho rato sentado delante del Cristo yacente de Philippe de Champaigne; pero fue sobre todo un cuadro pequeño de Watteau el que me prendió la atención durante más tiempo, El indiferente: un personaje con traje de fiesta que camina como si bailara, casi haciendo un trenzado con los pies y con los brazos sueltos como si estuviera esperando la primera nota de una obertura; femenino, pero visiblemente empalmado bajo el calzón de seda verde pistacho; y con un rostro indeciblemente triste, casi perdido, olvidado ya de todo, quizá sin intentar ya ni tan siquiera acordarse de por qué o para quién estaba posando. Y me llamaba la atención como si fuera un comentario bastante oportuno acerca de mi situación; incluso el título ponía su contrapunto: ¿indiferente? No, no era un indiferente. Me bastaba con pasar ante un cuadro en que hubiera una mujer con abundante pelo negro para notar como un hachazo de la imaginación; e incluso cuando los rostros no se parecían en nada al de ella, bajo los ricos oropeles del Renacimiento o de la Regencia, bajo esos paños abigarrados, rebosantes de colores y pedrería, tan densos como el chorrear del óleo de los pintores, era el cuerpo de ella lo que intuía, sus senos, su vientre, sus caderas, puros, pegados a los huesos o levemente abultados, en donde se encerraba el único manantial de vida que yo sabía dónde encontrar. Rabioso, me fui del museo, pero con eso ya no bastaba, porque todas las mujeres con las que me cruzaba, o a quienes veía reír detrás de un cristal, me causaban el mismo efecto. Bebí una y otra vez, al azar de los cafés, pero cuanto más bebía me daba la impresión de que más lúcido me volvía; se me abrían los ojos y el mundo se me abalanzaba dentro, rugiendo, ensangrentado, voraz, salpicándome el interior de la cabeza con humores y excrementos. Mi ojo pineal, esa vagina que llevaba abierta en medio de la frente, proyectaba sobre aquel mundo una luz cruda, taciturna, implacable, y me permitía leer todas las gotas de sudor, todos los granos de acné, todos los pelos mal afeitados de los rostros chillones que me asaltaban como una emoción, el grito de angustia infinita del niño prisionero ya para siempre del cuerpo atroz de un adulto torpe e incapaz, incluso aunque matara, de vengarse del hecho de vivir. Por fin, ya entrada la noche, se me acercó un chico en una taberna para pedirme un cigarrillo: eso era algo en que podría quizá ahogarme por unos instantes. Aceptó subir a mi habitación. Otro más, me dije mientras íbamos escaleras arriba, otro más, pero nunca me bastarán. Nos desnudamos cada uno a un lado de la cama; no se quitó ni los calcetines ni el reloj y estaba grotesco. Le pedí que me penetrase de pie, apoyado en la cómoda, de cara al espejo estrecho que presidía la habitación. Mientras gozaba, no cerré los ojos y me miré el rostro encendido y repugnantemente hinchado, intentando ver en él, como el rostro auténtico que me poblaba los rasgos por detrás, los del rostro de mi hermana. Pero entonces pasó algo asombroso: entre esos dos rostros y su fusión perfecta, vino a meterse, liso, translúcido como una lámina de cristal, otro rostro, el rostro agrio y plácido de nuestra madre, infinitamente fino, pero más opaco, más denso que el muro más grueso. Presa de una rabia inmunda, lancé un alarido y rompí el espejo de un puñetazo; el muchacho, asustado, retrocedió de un brinco y se desplomó en la cama mientras gozaba a largos chorros. Yo también gozaba, pero por un reflejo, sin darme cuenta, y ya me estaba desempalmando. Me goteaba la sangre de los dedos hasta el suelo. Fui al cuarto de baño, me enjuagué la mano, me quité una astilla de cristal y me la envolví en una toalla. Cuando volví, el muchacho se estaba volviendo a vestir, claramente intranquilo. Rebusqué en el bolsillo del pantalón y tiré unos cuantos billetes encima de la cama: «Lárgate». Cogió el dinero y se fue corriendo, sin querer saber nada más. Quería acostarme, pero empecé por recoger con cuidado todos los trozos de cristal; los tiré a la papelera y examiné a fondo la tarima para estar seguro de que no me había dejado ninguno; luego limpié las gotas de sangre y fui a lavarme. Por fin pude meterme en la cama; pero me parecía una cruz, un potro de tortura. ¿Qué pintaba aquí la perra odiosa? ¿Es que no había sufrido ya bastante por su culpa? ¿Tenía que seguir persiguiéndome? Me senté a lo sastre encima de las sábanas y fumé un cigarrillo tras otro mientras pensaba. La luz lívida de un farol se colaba por las contraventanas cerradas. El pensamiento, embalado, despavorido, se me había transformado en un asesino viejo y solapado y, como un nuevo Macbeth, me degollaba el sueño. Me parecía que estaba continuamente a punto de comprender algo, pero ese entendimiento se me quedaba en las yemas laceradas de los dedos, se reía de mí, retrocedía imperceptiblemente a medida que yo avanzaba. Por fin una idea se dejó atrapar: la miré con asco, pero como ninguna otra quería acudir para ocupar su sitio, no me quedó más remedio que concederle lo que le correspondía. La coloqué encima de la mesilla de noche, como si fuera una moneda antigua y pesada: si le daba con la uña, no sonaba a moneda falsa, pero, si la lanzaba al aire, para jugar a cara o cruz, no me mostraba nunca sino el mismo rostro impasible.
Por la mañana, muy temprano, pagué la cuenta y cogí el primer tren hacia el sur. Los franceses tenían que sacar los billetes con días de antelación, e incluso semanas, pero los compartimentos para alemanes iban siempre medio vacíos. Fui hasta Marsella, en el límite de la zona alemana. El tren tenía muchas paradas; en las estaciones, igual que sucedía en Rusia, se agolpaban las campesinas para ofrecer a los pasajeros cosas de comer, huevos duros, muslos de pollo, patatas hervidas con sal; y, cuando tenía hambre, cogía lo que fuera, al azar, por la ventanilla. No leía, miraba distraídamente cómo desfilaba el paisaje y me rascaba las falanges despellejadas; dejaba vagar el pensamiento, desprendido del pasado y del presente. En Marsella, me fui a la Gestapostelle para que me informasen de las condiciones para entrar en zona italiana. Me recibió un Obersturmführer joven: «Las relaciones están un poco tirantes ahora mismo. A los italianos no acaban de parecerles bien los esfuerzos que hacemos para resolver la cuestión judía. Su zona se ha convertido en un auténtico paraíso para los judíos. Cuando les pedimos que, por lo menos, los internasen en algún sitio, los alojaron en las mejores estaciones de esquí de los Alpes». Pero a mí me daban lo mismo los problemas de aquel Obersturmführer. Le expliqué qué quería: puso cara de preocupación, pero le aseguré que lo eximiría de toda responsabilidad. Por fin aceptó redactarme una carta para pedirles a las autoridades italianas que facilitasen mis desplazamientos por motivos personales. Se estaba haciendo tarde y, para pasar la noche, cogí una habitación, que daba al Puerto Viejo. A la mañana siguiente, subí a un autocar que iba a Tolón; en la línea de demarcación, los bersaglieri, con sus grotescos gorros de plumas, nos dejaron pasar sin controles. En Tolón, cambié de autocar; y otra vez, en Cannes: por fin, ya por la tarde, llegué a Antibes. El autocar me dejó en la plaza mayor; con la bolsa de viaje al hombro, rodeé el puerto Vauban, pasé ante el bloque rechoncho del Fort Carré y empecé a subir por la carretera que iba por la orilla del mar. Una leve brisa salada venía de la bahía, unas olitas lamían la franja de arena, el grito de las gaviotas se oía por encima del ruido de la resaca y del de los escasos vehículos; descontando unos cuantos soldados italianos, la playa estaba desierta. Como iba de paisano, nadie se fijaba en mí; un policía italiano me llamó, pero fue para pedirme fuego. La casa estaba a unos kilómetros del centro. Caminaba reposadamente; no tenía prisa; ver y oler el Mediterráneo me dejaba indiferente, y no sentía ya angustia alguna, me notaba tranquilo. Llegué por fin al camino de tierra pisada que llevaba a la finca. El vientecillo corría por las ramas de los pinos piñoneros que bordeaban el camino y su aroma se mezclaba con el del mar. La verja, de pintura desconchada, estaba entornada. Un paseo largo atravesaba un parque hermoso plantado de pinos negros; no tiré por él, me escurrí, pegado a la parte de dentro de la tapia, hacia el fondo del parque y, allí, me desnudé y me puse el uniforme. Se había arrugado un poco al ir doblado dentro de la bolsa; lo alisé con la mano, podía pasar. El suelo arenoso, entre los árboles espaciados, estaba cubierto de agujas de pino; más allá de los altos troncos esbeltos, se veía el costado ocre de la casa y la terraza; el sol, tras la tapia, brillaba confusamente a través de las copas ondulantes de los árboles. Volví a la verja y fui paseo arriba; llamé a la puerta principal. Oí algo así como una risa sofocada a la derecha entre los árboles; miré, pero no vi nada. Luego, una voz de hombre llamó desde el otro lado de la casa: «¡Eh! Por aquí». Reconocí en el acto la voz de Moreau. Estaba esperando ante la entrada del salón, bajo la terraza, con una pipa apagada en la mano; llevaba un chaleco de punto viejo y corbata de pajarita y me pareció lamentablemente viejo. Frunció el ceño al ver el uniforme: «¿Qué desea? ¿A quién busca?». Me acerqué, quitándome la gorra: «¿No me reconoce?». Desorbitó los ojos y se le abrió la boca; luego, dio un paso adelante y me estrechó briosamente la mano al tiempo que me pegaba palmadas en el hombro. «¡Pues claro, pues claro!» Retrocedió y se me quedó mirando con tirantez: «Pero ¿qué uniforme es ése?»… —«El del cuerpo en que sirvo». Se dio la vuelta y gritó por la puerta de la casa: «¡Héloise! ¡Ven a ver quién está aquí!». El salón se hallaba sumido en la penumbra; vi acercarse una silueta liviana, gris; luego, una anciana apareció tras la espalda de Moreau y me contempló en silencio. ¿Así que eso era mi madre? «Tu hermana no escribió para decirnos que te habían herido— dijo por fin-. Tú también podrías habernos escrito. Por lo menos podrías habernos avisado de que venías». La voz, comparada con el rostro amarillento y el pelo gris peinado hacia atrás con severidad, parecía joven aún; pero, para mí, era como si los tiempos más remotos empezasen a hablarme con una voz gigantesca que me empequeñecía, me dejaba casi en nada por más que el uniforme, talismán irrisorio, me protegiera. Moreau debió de notar lo alterado que estaba: «Por supuesto que nos alegramos de verte —se apresuró a decir-. Aquí estarás siempre en tu casa». Mi madre me seguía mirando fijamente, con expresión enigmática. «Bueno, acércate— dijo por fin-. Ven a darle un beso a tu madre». Dejé la bolsa, fui hacia ella y me incliné para besarla en la mejilla. Luego la abracé y la estreché con fuerza. Noté que se ponía tiesa; en mis brazos era como una rama, como un pájaro al que no me habría costado asfixiar. Alzó la manos y me las puso en la espalda. «Debes de estar cansado. Ven, vamos a acomodarte». La solté y me enderecé. Volvía a oír a mi espalda una leve risa. Me di la vuelta y vi a dos niños gemelos, idénticos, con pantalón corto y chaqueta a juego, quienes, de pie, codo con codo, me clavaban unos ojos grandes, curiosos y divertidos. Debían de andar por los siete u ocho años. «¿Quiénes sois?», les pregunté… —«Los hijos de una amiga— contestó mi madre-. Están con nosotros de momento». Uno alzó la mano y me señaló con el dedo: «¿Y él quién es?»… —«Es un alemán— dijo el otro-. ¿No lo ves?». —«Es mi hijo— declaró mi madre-. Se llama Max. Venid a decirle hola». —«¿Su hijo es un soldado alemán, tía?», preguntó el que había hablado primero…— «Sí. Dadle la mano». Titubearon y, luego, se acercaron juntos y me tendieron las manitas. «¿Cómo os llamáis?», pregunté. No contestaron. «Te presento a Tristan y a Orlando —dijo mi madre-. Pero siempre los confundo y a ellos les gusta muchísimo hacerse pasar el uno por el otro. Nunca está una muy segura»—. «Eso es porque no hay diferencias entre nosotros, tía —dijo uno de los niños-. Con un nombre para los dos sería bastante»…— «Os aviso —dije que soy policía. Y para nosotros las identidades tienen mucha importancia». Se les desorbitaron los ojos: «Huy, qué estupendo», dijo uno—.. «¿Ha venido a detener a alguien?», preguntó el otro… —«A lo mejor», contesté…— «Deja de decir tonterías», dijo mi madre.
Mi madre me puso en mi antiguo cuarto: pero ya no quedaba nada que pudiera ayudarme a reconocer mi cuarto. Mis carteles y los pocos efectos personales que me había dejado habían desaparecido; habían cambiado la cama, la cómoda y el papel pintado. «¿Dónde están mis cosas?», pregunté… —«En el desván— contestó-. Lo he guardado todo. Luego puedes ir a ver». Me miraba con las manos pegadas al vestido, por delante. «¿Y el cuarto de Una?», pregunté. —«De momento, hemos puesto allí a los gemelos». Se marchó, y yo fui al gran cuarto de baño a refrescarme la cara y la nuca. Volví luego al dormitorio, me cambié de nuevo y colgué el uniforme en el armario empotrado. Al salir, titubeé un momento delante de la puerta de Una y, después, seguí andando. Salí a la terraza. El sol bajaba tras los pinos, proyectando sombras alargadas a través del parque y tiñendo de un hermoso y denso tono azafrán las paredes de piedra de la casa. Vi pasar a los gemelos; iban corriendo por el césped y desaparecieron luego tras los árboles. Un día, desde esta terraza, enfadado porque nos habíamos peleado, le disparé una flecha (con un botón en la punta, todo hay que decirlo) a mi hermana, apuntándole a la cara; le di justo encima del ojo y casi la dejo tuerta. Pensándolo bien, me parecía que luego mi padre me había castigado con mucha severidad; si todavía estaba con nosotros, es que el incidente había ocurrido en Kiel y no aquí. Pero en Kiel, en la casa donde vivíamos, no había terraza y me parecía recordar, unidos a aquel gesto, unos tiestos grandes de gres repartidos alrededor de la extensión de grava en la que Moreau y mi madre acababan de recibirme. No me aclaraba y, contrariado por esa incertidumbre, di media vuelta y volví a meterme en la casa. Paseé por los pasillos, aspirando el olor a cera de las maderas y abriendo puertas al azar. Poco parecía haber cambiado, si exceptuamos mi cuarto. Llegué al pie de la escalera que llevaba al desván; también ahora titubeé y acabé por dar media vuelta. Bajé por la gran escalera del vestíbulo y salí por la puerta principal. Dejé enseguida el paseo y me interné otra vez bajo los árboles, rozando con los dedos los troncos grises y rugosos, los chorreones de savia endurecida, pero aún espesa y pegajosa, y dando patadas a las piñas caídas. El aroma agudo y embriagador de los pinos perfumaba el aire; quería fumar, pero renuncié a hacerlo para seguir notando el olor. El suelo, aquí, estaba pelado, sin hierba, sin matorrales, sin heléchos, y, no obstante, me recordaba muchísimo el bosque que estaba cerca de Kiel, en donde jugaba a mis curiosos juegos infantiles. Quise apoyar la espalda en un árbol, pero el tronco estaba pringoso y me quedé a pie firme y con los brazos colgando, dando vueltas frenéticas por mis pensamientos.
La cena transcurrió entre palabras breves y tirantes, que casi se perdían en el entrechocar de los cubiertos y de los platos. Moreau se quejaba de cómo le iban los negocios y de los italianos y aludía con patética insistencia a sus buenas relaciones con la administración económica alemana de París. Intentaba sacar adelante una conversación y yo, por mi parte, cortésmente, lo acosaba con puntaditas agresivas. «¿Qué graduación es esa que llevas en el uniforme?», me preguntó… —«SS-Sturmbannführer. Es el equivalente a mayor en el ejército de aquí»…— «Ah, mayor, eso está bien, has ido ascendiendo, enhorabuena». Correspondí preguntándole en qué arma había servido antes de junio de 1940; sin darse cuenta del ridículo que hacía, alzó los brazos al cielo: «¡Ay, muchacho! Cuánto me habría gustado alistarme, pero no me cogieron; dijeron que era demasiado viejo. Por supuesto —se apresuró a decir-, los alemanes nos derrotaron de forma leal. Y apruebo por completo la política colaboracionista del Mariscal». Mi madre no decía nada y estaba pendiente del juego que yo me traía entre manos, con la mirada alerta. Los gemelos comían alegremente, pero de vez en cuando cambiaban por completo de expresión, como si les cayera encima un velo de seriedad. «¿Y aquellos amigos judíos que tenía? ¿Cómo se llamaban? Benahum creo. ¿Qué ha sido de ellos?» Moreau se puso colorado. «Se fueron— contestó, muy seca, mi madre-. A Suiza»… —«Debió de ser muy molesto para sus negocios— seguí diciéndole a Moreau-. ¿Eran ustedes socios, no?». —«Le compré su parte», dijo Moreau—. «Ah, muy bien. ¿A precio de judío o a precio de ario? Espero que no se dejara timar»… —«Ya basta— dijo mi madre-. Los negocios de Arístides no son cosa tuya. Más vale que nos cuentes tus experiencias. ¿Estabas en Rusia, verdad?». —«Sí—, dije, repentinamente humillado-. Fui a luchar contra el bolchevismo»… —«¡Ah, eso es muy loable!», comentó sentenciosamente Moreau…— «Sí, pero ahora los rojos están avanzando», dijo mi madre… —«¡Bah, no te preocupes!— exclamó Moreau-. Hasta aquí no van a llegar»… —«Hemos tenido algunos reveses— dije-; pero es algo temporal. Estamos preparando armas nuevas. Y los aplastaremos»… —«Excelente, excelente— resopló Moreau asintiendo con la cabeza-. Espero que luego vayan a por los italianos»… —«Los italianos son nuestros hermanos de combate de los primeros tiempos— repliqué-. Cuando construyamos la nueva Europa, serán los primeros en recibir la parte que les corresponda». Moreau se lo tomó muy a pecho y se enfadó: «¡Son unos cobardes! Nos declararon la guerra cuando ya estábamos derrotados para poder saquearnos. Pero estoy seguro de que Hitler respetará la integridad de Francia. Dicen que siente admiración por el Mariscal». Me encogí de hombros: «El Führer tratará a Francia como se merece». Moreau se puso encarnadísimo. «Max, ya basta —volvió a decir mi madre-. Cómete el postre».
Después de cenar, mi madre me hizo subir a su gabinete. Era una habitación contigua a su dormitorio, que había decorado con buen gusto; nadie entraba si ella no le daba permiso. No anduvo con rodeos: «¿Qué has venido a hacer aquí? Te advierto que si ha sido sólo para chincharnos, no merecía la pena». Volví a notar que me achicaba; ante aquella voz imperiosa y aquellos ojos fríos me quedaba sin recursos y volvía a ser un niño amedrentado, más pequeño que los gemelos. Intenté controlarme, pero fue un esfuerzo inútil. «No —conseguí balbucir-; sólo quería veros. Estaba en Francia por motivos de trabajo y me acordé de vosotros. Y, además, casi me matan, mamá, ¿sabes? A lo mejor no sobrevivo a esta guerra. Y tenemos tanto que reparar». Se aplacó un poco y me rozó el dorso de la mano con el mismo ademán que mi hermana: retiré la mano despacio, pero no pareció notarlo. «Tienes razón. Podrías haber escrito, oye. No te habría costado tanto. Ya sé que no estás de acuerdo con lo que he elegido. Pero desaparecer así cuando se es hijo de alguien, esas cosas no se hacen. Es como si te hubieras muerto. ¿Puedes entenderlo?» Se quedó pensativa y luego siguió diciendo, deprisa, como si fuera a faltarle tiempo: «Ya sé que me guardas rencor por la desaparición de tu padre. Pero a quien tienes que guardar rencor es a él, no a mí. Me abandonó con vosotros y me dejó sola; durante más de un año no pude dormir, tu hermana me despertaba todas las noches, tenía pesadillas y lloraba. Tú no llorabas, pero era casi peor. Tuve que criaros sola, que daros de comer, que vestiros, que educaros. No puedes imaginar lo duro que fue. Así que cuando conocí a Aristide, ¿por qué iba a decirle que no? Es un hombre bueno y me ayudó. ¿Qué tenía que haber hecho según tú? ¿Dónde estaba tu padre? Incluso cuando aún no se había ido, nunca estaba. Todo tenía que hacerlo yo, limpiaros el culo, lavaros, daros de comer. Tu padre iba a veros un cuarto de hora diario, jugaba un rato con vosotros y se volvía a sus libros y a su trabajo. Y tú a quien odias es a mí». La emoción me ponía un nudo en la garganta: «No, mamá, no te odio»…— «Sí, me odias, lo sé, lo veo. Has venido con ese uniforme para decirme cuánto me odias»… —«¿Por qué se fue mi padre?» Tomó aire a fondo: «Eso no lo sabe nadie más que él. A lo mejor porque se aburría, sencillamente»…— «¡No me lo creo! ¿Qué le hiciste?». —«No le hice nada, Max. No lo eché. Se fue y ya está. A lo mejor le resultaba cansada. A lo mejor erais vosotros quienes les resultabais cansados». La angustia me abotargaba la cara: «¡No! ¡Eso es imposible! ¡Nos quería!»…— «No sé si supo alguna vez qué era querer —contestó con mucha suavidad-. Si nos hubiera querido, si os hubiera querido, al menos habría escrito. Aunque no fuera más que para decir que no iba a volver. No nos habría dejado a todos en la duda y angustiados»…— «Hiciste que lo declararan muerto»… —«Lo hice en buena parte por vosotros. Para proteger vuestros intereses. Nunca dio señales de vida, nunca tocó la cuenta que tenía en el banco, dejó todos los asuntos empantanados, tuve que solucionarlo todo, las cuentas estaban bloqueadas, me costó mucho. Y no quería que tuvieras que depender de Aristide. ¿De dónde te crees que salió el dinero con el que te fuiste a Alemania? Sabes muy bien que era dinero suyo y tú lo cogiste y lo usaste. Seguramente está muerto en alguna parte»…— «Es como si lo hubieras matado». Me daba cuenta de que mis palabras la hacían sufrir, aunque no perdía la calma. «Se mató él solo, Max. Lo había elegido él. Eso tienes que entenderlo».
Pero yo no quería entenderlo. Aquella noche caí en el sueño como en un agua oscura, espesa, revuelta, pero sin sueños. Me despertó la risa de los gemelos que subía del parque. Era de día; el sol brillaba por las rendijas de las contraventanas. Mientras me lavaba y me vestía, pensaba en lo que había dicho mi madre. Había algo que me había dejado una impresión penosa: irme de Francia, romper con mi madre, era cierto que había podido hacer todo eso gracias a la herencia de mi padre, un capital modesto que Una y yo teníamos que repartirnos al llegar a la mayoría de edad. Pero resultaba que en aquellos años nunca relacioné las gestiones odiosas de mi madre y aquel dinero que me permitió independizarme de ella. Estuve mucho tiempo preparando esa marcha. Durante los meses siguientes a la algarada de febrero de 1934, entré en contacto con el doctor Mandelbrod para pedirle asistencia y apoyo; y, como ya he dicho, me los proporcionó generosamente; cuando llegó el día de mi cumpleaños, ya lo tenía todo listo. Mi madre y Moreau fueron a París para el papeleo de mi herencia: a la hora de la cena, con los documentos del notario en el bolsillo, les anuncié mi decisión de irme de la ELSP y marcharme a Alemania. Moreau se tragó la indignación y se quedó callado mientras mi madre intentaba razonar conmigo. Ya en la calle, Moreau se volvió hacia mi madre: «¿No te das cuenta de que tu hijo se ha vuelto un fascistilla? Que se vaya a desfilar al paso de la oca si le apetece». Yo era demasiado feliz para enfadarme y me separé de ellos en el bulevar de Montparnasse. Tuvieron que pasar nueve años y una guerra para que volviera a verlos.
Abajo, me encontré a Moreau sentado en una silla de jardín, en un charco de sol, delante de la puerta vidriera del salón. Hacía bastante fresco. «Buenos días —me dijo, con aquella expresión astuta suya-. ¿Has dormido bien?»—. «Sí, gracias. ¿Se ha levantado mi madre?. —«Está despierta, pero todavía está descansando. Hay café y rebanadas de pan encima de la mesa»…— «Gracias». Fui a servirme y volví luego junto a él con una taza de café en la mano. Miré el parque. Yo no oía a los gemelos. «¿Dónde están los niños?». —«En el colegio. Volverán por la tarde». Tomé un sorbo de café. «¿Sabes?— siguió diciendo-. Tu madre se alegra de que hayas venido»… —«Sí, es posible», dije. Pero él seguía pensando plácidamente en voz alta: «Deberías escribir más a menudo. Se avecinan tiempos duros. Todo el mundo va a necesitar a la familia. La familia es lo único con lo que se puede contar». No dije nada; lo miré con ojos distraídos; él contemplaba el jardín. «Mira, el mes que viene es el Día de la Madre. Podrías felicitarla»…— «¿Qué fiesta es ésa?» Me lanzó una mirada de extrañeza: «La puso el Mariscal hace dos años. Para honrar la Maternidad. Es en mayo y este año cae el día 30» . Seguía mirándome: «Podrías mandarle una postal»… —«Lo intentaré». Se calló y volvió a contemplar el jardín. «Si tienes tiempo— dijo al cabo de un buen rato¿podrías ir al cobertizo a cortar leña para la cocina? Me voy haciendo viejo». Lo miré otra vez, encogido en la silla: desde luego que había envejecido. «Bueno», contesté. Volví a la casa, dejé la taza vacía encima de la mesa, mordisqueé una biscote y subí al primer piso; esta vez me fui derecho al desván. Cerré la trampilla cuando entré y anduve despacio entre los muebles y los cajones, haciendo crujir, al pisarlas, las tablas de la tarima. Se alzaban los recuerdos a mi alrededor; el aire, el olor, la luz y el polvo los volvían táctiles, y me sumergí en esas sensaciones como me había sumergido en el Volga, con total descuido. Me parecía divisar la sombra de nuestros cuerpos por los rincones, el resplandor de nuestra piel blanca. Luego me sacudí los recuerdos y encontré las cajas de cartón con mis pertenencias. Las arrastré hasta un espacio despejado, cerca de una pilastra, y empecé a revolver. Había coches de hojalata, boletines de notas y cuadernos de clase, libros juveniles, fotos metidas en sobres gruesos; otros sobres, lacrados, en que había cartas de mi hermana; todo un pasado ajeno y brutal. No me atrevía a mirar las fotos, a abrir los sobres. Notaba cómo me crecía por dentro un terror animal; incluso los objetos más anodinos, los más inocentes, llevaban la huella del pasado, de aquel pasado, y el hecho de que existiera ese pasado me dejaba helado hasta la médula; cada objeto, nuevo aunque tan familiar, me inspiraba una mezcla de repulsión y fascinación, como si tuviera en las manos una mina cebada. Para tranquilizarme, miré despacio los libros: era la biblioteca de cualquier adolescente de mi época: Jules Verne, Paul de Kock, Hugo, Eugéne Sue, los norteamericanos E. R. Burroughs y Mark Twain; las aventuras de Fantomas o de Rouletabille, relatos de viajes, algunas biografías de grandes hombres. Me entraron ganas de volver a leer algunos y, tras pensármelo, aparté los tres primeros tomos de la serie marciana de Burroughs, los que habían exacerbado mis fantasías en el cuarto de baño del primer piso; tenía curiosidad por ver si correspondían aún a la intensidad de mis recuerdos. Volví a coger luego los sobres cerrados. Los sopesé, les di vueltas en la mano. Al principio, tras el escándalo, cuando nos mandaron al internado, a mi hermana y a mí aún nos dejaban escribirnos; cuando recibía una de sus cartas, tenía que abrirla delante de uno de los curas y dársela para que la leyera antes de poder leerla yo; supongo que a ella le pasaba lo mismo. Aquellas cartas, curiosamente escritas a máquina, eran largas, edificantes y solemnes: Mi querido hermano: todo bien por aquí, me tratan con afecto. Estoy despertando a un nuevo florecimiento espiritual, etcétera. Pero, de noche, me encerraba en el retrete con un cabo de vela, tiritando de angustia y de nervios, y ponía la carta encima de la llama hasta que aparecía un mensaje diferente, garabateado entre líneas con leche: ¡SOCORRO! ¡SÁCAME DE AQUÍ! ¡TE LO SUPLICO! Se nos había ocurrido esa idea al leer, a escondidas por supuesto, una vida de Lenin que habíamos encontrado en un librero de lance, cerca del ayuntamiento. Aquellos mensajes desesperados me desencadenaron el pánico y decidí escaparme y salvarla. Pero planeé mal el intento y no tardaron en dar conmigo. Me castigaron con severidad: me dieron de bastonazos y estuve una semana a pan solo, y las vejaciones de los chicos mayores fueron a más, pero todo me daba igual; lo único malo fue que me prohibieron recibir cartas y me hundí en la rabia y la desesperación. No sabía siquiera si había conservado esas últimas misivas, si estaban también en los sobres; y no me apetecía abrirlos para comprobarlo. Lo guardé todo en las cajas, cogí los tres libros y volví a bajar.
Una fuerza muda me empujó a entrar en el que había sido el cuarto de Una. Ahora había una litera de madera, pintada de rojo y azul, y juguetes bien ordenados en fila, entre los que reconocí con ira algunos de los míos. Toda la ropa estaba doblada y metida en los cajones o en el armario. Hice un registro rápido, buscando indicios, pero no encontré nada. El apellido que había en los boletines de notas no me sonaba de nada y parecía ario. Aquellos boletines de notas eran de hacía unos cuantos años; así que llevaban ya tiempo viviendo allí. Oí a mi madre detrás de mí: «¿Qué haces?»… —«Mirar», dije sin darme la vuelta…— «Más valdría que bajases y fueras a cortar leña, como te ha pedido Aristide. Voy a hacer la comida». Me volví: mi madre estaba en el umbral, severa e impasible. «¿Quiénes son esos niños?». —«Ya te lo he dicho: los hijos de una amiga íntima. Nos hicimos cargo de ellos cuando ella no pudo ya atenderlos. No tenían padre»…— «¿Desde cuándo llevan aquí?». —«Hace ya tiempo. Tú también hace tiempo que te fuiste, hijito». Miré a mi alrededor y, luego, volví a mirar a mi madre: «¿Son niños judíos, verdad? Confiesa. ¿A que son judíos?». No conseguí desconcertarla: «Deja de desbarrar. No son judíos. Si no me crees, ve a verlos cuando se estén bañando. ¿Eso es lo que hacéis, no?»…— «Sí. Eso es lo que hacemos a veces»… —«De todas formas, ¿qué iba a cambiar si fueran judíos? ¿Qué les ibas a hacer?»—. «No les haría nada en absoluto». —«¿Qué hacéis con los judíos?— siguió diciendo-. Cuentan horrores de todo tipo. Hasta los italianos dicen que lo que hacéis es inaceptable». Me sentí de repente viejo y cansado: «Los mandamos a trabajar al Este. Hacen carreteras, casas, trabajan en fábricas». Pero no dejaba el tema: «¿También a los niños los mandáis a hacer carreteras? ¿También os lleváis a los niños, no?»… —«Los niños van a campos especiales. Se quedan con las madres que no pueden trabajar»—. «¿Por qué hacéis eso?» Me encogí de hombros: «Alguien tenía que hacerlo. Los judíos son unos parásitos, unos explotadores. Ahora sirven a quienes explotaron. Y te haré notar que los franceses colaboran: en Francia, es la policía francesa la que los detiene y nos los entrega. Es la ley francesa la que decide. Algún día, la Historia considerará que tuvimos razón»… —«Estáis completamente locos. Ve a cortar la leña». Dio media vuelta y se encaminó hacia la escalera de servicio. Fui a meter los tres libros de Burroughs en la bolsa y, luego, al cobertizo. Me quité la chaqueta, cogí el hacha, puse un tronco en el tajo y lo hendí. Resultaba bastante difícil, no estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo; tuve que probar varias veces. Al levantar el hacha, me acordé de las palabras de mi madre; no era su falta de comprensión política lo que me mortificaba, eran los ojos con que me miraba: ¿qué veía al mirarme? Me daba cuenta de qué doloroso me resultaba el peso del pasado, de las heridas reales o imaginarias, de las culpas irreparables, de lo irremediable del paso del tiempo. Revolverse no valía de nada. Cuando acabé de cortar unos cuantos troncos, me los apilé en los brazos y los llevé a la cocina. Mi madre estaba pelando patatas. Dejé la leña en el montón que estaba junto al fogón y me fui sin decir palabra a seguir partiendo. Hice así varios viajes. Y, mientras trabajaba, pensaba: en el fondo, el problema colectivo de los alemanes es el mismo que el mío; ellos también lo pasaban mal al intentar evadirse de un pasado aciago y hacer tabula rasa para empezar con cosas nuevas. Y así era como habían llegado a la solución más radical de todas, el crimen, el doloroso horror del crimen. Pero ¿era una solución el crimen? Me acordaba de todas las conversaciones que había tenido al respecto: en Alemania no era yo el único que tenía dudas. ¿Y si el crimen no fuera una solución definitiva? ¿Y si, antes bien, aquel nuevo hecho, que podía repararse aún menos que los demás, abría, a su vez, nuevos abismos? Y en tal caso, ¿qué salida quedaba? En la cocina, me di cuenta de que no había soltado el hacha. La habitación estaba vacía: mi madre debía de haber ido al salón. Miré el montón de leña. Aparentemente, ya había bastante. Estaba sudando; dejé el hacha en el rincón, junto a la leña, y subí a lavarme y a cambiarme de camisa.
El almuerzo transcurrió en un silencio taciturno. Los gemelos comían en el colegio; éramos tres nada más. Moreau intentaba comentar las últimas noticias —los ingleses y los norteamericanos avanzaban rápidamente hacia Túnez; en Varsovia habían estallado disturbios-, pero yo seguía en un silencio obstinado. Lo miraba y me decía: es un hombre astuto; debe también de estar en contacto con los terroristas y ayudarlos un poco; si las cosas se ponen feas, dirá que siempre estuvo de su parte, que sólo trabajó con los alemanes para usarlos de tapadera. Pase lo que pase, sabrá salir adelante este viejo león, cobarde y desdentado. Aunque los gemelos no fueran judíos, estaba seguro de que había escondido a judíos: una oportunidad estupenda, y sin jugarse nada (con los italianos no corría ningún riesgo) para tener más adelante una coartada. Pero, entonces, me venía este pensamiento rabioso: ya les enseñaremos, a él y a los que son como él, de lo que es capaz Alemania; todavía no nos han derribado. También mi madre estaba callada. Después de comer, dije que me iba a dar un paseo. Crucé el parque, salí por la verja, que seguía entornada, y bajé hasta la playa. Por el camino, el olor a sal del mar se mezclaba intensamente con el de los pinos y otra vez se alzaba en mí el pasado, aquel pasado feliz impregnado de aquellos olores, y el pasado desdichado también. En la playa, tiré hacia la derecha, hacia el puerto y la ciudad. Al pie del Fort Carré, en una franja de tierra que dominaba el mar y rodeaban unos pinos piñoneros, había un gran campo de deportes en donde jugaban al balón unos niños. De pequeño, era muy poquita cosa y no me gustaba hacer deporte; prefería leer, pero Moreau, que me veía canijo, le aconsejó a mi madre que me apuntara en un club de fútbol; así que yo también había jugado en aquel campo. No puede decirse que con éxito. Como no me gustaba correr, me pusieron de portero; un día, otro niño me disparó un balón tan fuerte contra el pecho que me lanzó hasta el fondo de la portería. Me acuerdo de que me quedé tirado en el suelo, mirando a través de la red de la portería la cima de los pinos, que movía la brisa, hasta que acudió, por fin, el monitor para ver si sufría una conmoción. Poco después, jugamos nuestro primer partido contra otro club. El capitán del equipo no quería que yo jugara; por fin, en la segunda mitad, me dejó salir al campo. Me vi, no sé cómo, con el balón en los pies y eché a correr hacia la meta. Ante mí se abría un espacio ancho y despejado; los espectadores vociferaban y silbaban y yo no veía ya nada más que aquella meta y al portero que, impotente, se esforzaba en detenerme gesticulando con los brazos; me salí con la mía y metí gol, pero en la portería de mi propio equipo; en los vestuarios los demás chicos me dieron una zurra. Y se acabó el fútbol. Tras dejar atrás el Fort Carré, viene la curva del puerto Vauban, una ancha ensenada natural acondicionada, en donde chapoteaban unas barcas de pesca y unos avisos de la marina italiana. Me senté en un banco y encendí un cigarrillo mientras miraba cómo las gaviotas daban vueltas por encima de los barcos de pesca. También allí iba antes con frecuencia. Hubo sobre todo un paseo, en 1930, inmediatamente antes de que me examinase del final del bachillerato, durante las vacaciones de Pascua. Hacía casi un año que eludía ir a Antibes, desde que mi madre se había casado con Moreau; pero en aquellas vacaciones recurrió a una argucia muy hábil: me escribió, sin hacer alusión alguna a lo sucedido ni a mi carta de insultos, para decirme que Una iría a casa durante las fiestas y se alegraría mucho de verme. Hacía tres años que nos tenían separados: Qué cabrones, me dije, pero no podía negarme a ir y bien que lo sabían. El encuentro fue tirante, hablábamos poco; por descontado, mi madre y Moreau no nos dejaban nunca a solas como quien dice. Cuando llegué, Moreau me cogió del brazo: «Nada de guarrerías, ¿eh? Que no te quito ojo de encima». A él, que era un burgués obtuso, le parecía evidente que yo había seducido a Una. No dije nada, pero cuando llegó mi hermana por fin, supe que la quería más que nunca. Cuando, en medio del salón, me rozó al pasar y con el dorso de la mano tocó la mía durante una fracción de segundo, fue como si una descarga eléctrica me dejara clavado al suelo; tuve que morderme el labio para no gritar. Y, luego, fuimos a pasear, a dar la vuelta al puerto. Nuestra madre y Moreau iban delante, ahí, a pocos pasos del sitio en que estaba ahora sentado acordándome de aquel momento; le hablé a mi hermana de mi centro escolar, de los curas, de la corrupción y de las costumbres depravadas de mis compañeros de clase. Le dije también que había estado con chicos. Ella sonrió con dulzura y me dio un rápido beso en la mejilla. Sus propias experiencias no eran muy diferentes, aunque la violencia había sido más moral que física. Me dijo que todas las monjas eran unas neuróticas, unas reprimidas y unas frígidas. Me reí y le pregunté dónde había aprendido esas palabras; las niñas del internado, me contestó con una breve risa alegre, ya no sobornaban a los conserjes para que les hicieran llegar a escondidas libros de Voltaire y de Rousseau, sino más bien Freud, Spengler y Proust; y si yo no había leído a esos autores, ya era hora de que me pusiera a ello. Moreau se paró para comprarnos helados de cucurucho. Pero, cuando volvió junto a nuestra madre, reanudamos la conversación: esta vez, hablé de nuestro padre. «No está muerto», dije con apasionado cuchicheo…— «Ya lo sé —dijo ella-. Y, aunque lo estuviera, no tienen ellos por qué enterrarlo»…— «La cuestión no está en el entierro. Es como si lo hubieran asesinado. Asesinado con un papel. ¡Qué ignominia! Para atender a sus deseos vergonzosos»… —«¿Sabes?— dijo ella entonces-. Yo creo que está enamorada de él»… —«¡Me importa un carajo!— dije en tono sibilante-. Se casó con nuestro padre y es su mujer. Esa es la verdad. Y un juez no puede cambiarla». Se detuvo y me miró: «Seguramente tienes razón». Pero ya nos estaba llamando nuestra madre y nos acercamos, lamiendo los helados de vainilla.
Ya en la ciudad, tomé un vaso de vino blanco en la barra de un bar: seguía dándole vueltas a todo eso y me dije que había visto lo que había venido a ver, aunque siguiera sin saber qué era; ya estaba pensando en marcharme. Fui a la taquilla que estaba junto a la estación de autocares y saqué un billete para Marsella, para el día siguiente; en la estación de ferrocarril, que estaba al lado, me vendieron un billete para París; el transbordo era rápido y llegaría antes de la noche. Luego me volví a casa de mi madre. El parque se extendía, tranquilo y silencioso, en torno a la casa, y lo recorría el suave rumor de las agujas de pino que acariciaba la brisa del mar. La puerta vidriera del salón se había quedado abierta: me acerqué y llamé, pero nadie me contestó. A lo mejor están durmiendo la siesta, me dije. Yo también estaba cansado; debía de ser cosa del vino y del sol, di la vuelta a la casa y subí por la escalera principal sin encontrarme a nadie. Mi cuarto estaba en penumbra y fresco. Me acosté y me dormí. Cuando me desperté, la luz había cambiado y todo estaba muy oscuro: en el umbral de la puerta de mi cuarto vislumbré a los dos gemelos, de pie, juntos, mirándome fijamente con aquellos ojos grandes y redondos. «¿Qué queréis?», pregunté. Al oír estas palabras retrocedieron a un tiempo y se fueron. Oí cómo los pasos menudos retumbaban por la tarima y, luego, bajaban por la escalera grande. La puerta principal se cerró de un portazo y volvió a reinar el silencio. Me senté al borde de la cama y me di cuenta de que estaba desnudo y eso que no me acordaba de haberme levantado para quitarme la ropa. Me dolían los dedos heridos y me los chupé distraídamente. Luego encendí la lámpara y, guiñando los ojos, miré la hora; mi reloj, que estaba en la mesilla de noche, se había parado. Eché una ojeada a mi alrededor, pero no vi mi ropa. ¿Dónde demonios andaría? Saqué una muda limpia de la bolsa, y el uniforme, del armario. Me raspaba un poco la barba, pero decidí que me afeitaría más tarde y me vestí. Bajé por la escalera de servicio. La cocina estaba vacía, y el fogón, frío. Fui a la entrada de servicio; fuera, por el lado del mar, empezaba a apuntar el alba, tiñendo apenas de rosa la parte baja del cielo. Qué curioso que los gemelos estén levantados tan temprano, me dije. ¿Así que no me había despertado a la hora de la cena? Debía de estar más cansado de lo que pensaba. Pero el autocar salía temprano y tenía que prepararme. Di media vuelta tras cerrar la puerta, subí los tres peldaños que llevaban al salón, entré y fui a tientas hasta la puerta vidriera. En la penumbra, tropecé con algo blando tirado en la alfombra. Aquel contacto me dejó helado. Retrocedí hasta el interruptor de la lámpara de techo, eché el brazo hacia atrás sin volverme y lo giré. Brotó la luz de varias lámparas, fuerte, cruda, casi lívida. Miré el bulto con el que había tropezado: era un cuerpo, como ya había notado instintivamente, y ahora vi que la alfombra estaba empapada de sangre, que estaba pisando en un charco de sangre que rebasaba la alfombra y se extendía por las baldosas de piedra, por debajo de la mesa y hasta la puerta vidriera. El horror y el susto me daban un deseo pánico de salir huyendo para ir a esconderme en un sitio oscuro; hice un esfuerzo para controlarme y desenvainé la pistola automática que llevaba colgada del cinturón. Intenté quitar el seguro con el dedo. Luego me acerqué al cuerpo. No quería pisar la sangre, pero resultaba imposible. Cuando estuve más cerca, comprobé, aunque ya lo sabía, que se trataba de Moreau, con el pecho destrozado, el cuello medio cortado y los ojos aún abiertos. El hacha que había dejado en la cocina estaba tirada en la sangre, junto al cuerpo; aquella sangre casi negra le empapaba la ropa; le salpicaba la cara, algo torcida y el bigote entrecano. Miré en torno, pero no vi nada. La puerta vidriera parecía estar cerrada. Volví a la cocina y abrí la puerta del trastero; no había nadie. Iba dejando con las botas grandes regueros de sangre por las baldosas; abrí la puerta de servicio, salí y las limpié en la hierba, sin dejar de escudriñar el fondo del parque, alerta. Pero no había nada. El cielo iba palideciendo, las estrellas empezaban a desaparecer. Di la vuelta a la casa, abrí la puerta principal y subí. Mi cuarto estaba vacío; el de los gemelos, también. Sin soltar la pistola, llegué ante la puerta del cuarto de mi madre. Alargué la mano izquierda hacia el picaporte; me temblaban los dedos. Lo agarré y abrí. Las contraventanas estaban cerradas, estaba oscuro; en la cama, podía vislumbrar una forma gris. «¿Mamá?», susurré. Buscando a tientas, mientras apuntaba con el arma, di con el interruptor y encendí. Mi madre, con un camisón de cuello de encaje, yacía, cruzada en la cama. Los pies asomaban un poco; en uno llevaba aún una zapatilla rosa, el otro estaba descalzo. Petrificado de espanto, no olvidé mirar detrás de la puerta y de agacharme rápidamente para comprobar que no había nadie debajo de la cama: no había nada más que la zapatilla que se le había caído. Me acerqué, tembloroso. Los brazos descansaban encima de la colcha; el camisón, pulcramente estirado hasta los pies, no estaba arrugado; no parecía haberse defendido. Me incliné y le arrimé la oreja a la boca abierta; no salía aliento alguno. No me atrevía a tocarla. Tenía los ojos desorbitados y unas marcas rojas en el descarnado cuello. Señor, me dije, la han estrangulado; han estrangulado a mi madre. Revisé la habitación; no había nada fuera de sitio, todos los cajones de los muebles estaban cerrados, y también los armarios empotrados. Entré en el gabinete, estaba vacío y todo parecía en orden; volví al dormitorio. Vi entonces que había huellas de sangre en la colcha, en la alfombra, en el camisón: el asesino había debido de matar primero a Moreau y, luego, subir aquí. Me ahogaba de angustia, no sabía qué hacer. ¿Registrar la casa? ¿Buscar a los gemelos y preguntarles? ¿Llamar a la policía? No me daba tiempo; tenía que coger el autocar. Despacio, muy despacio, así el pie que colgaba y lo volví a colocar en la cama. Debería haberle puesto otra vez la zapatilla que se le había caído, pero no tenía valor para volver a tocar a mi madre. Salí de la habitación andando casi de espaldas. Ya en mi cuarto, metí de cualquier manera mis pocas pertenencias en la bolsa y salí de la casa, cerrando la puerta principal. Llevaba aún en las botas huellas de sangre; las enjuagué en una palangana que andaba tirada por allí y donde había un poco de agua de lluvia. No se veía ni rastro de los gemelos; debían de haber escapado. De todas formas, yo no tenía nada que ver con esos niños.
El viaje transcurrió como una película; no pensaba en nada, los medios de transporte se fueron sucediendo; presentaba los billetes cuando me los pedían; las autoridades no se metían conmigo. Cuando tras dejar la casa, iba camino de la ciudad, el sol ya estaba alto sobre el mar que gruñía por lo bajo; me crucé con una patrulla italiana que lanzó una mirada de curiosidad a mi uniforme, pero no dijo nada; poco antes de subirme al autocar, un policía francés a quien acompañaban dos bersaglieri se acercó para pedirme la documentación: cuando se la enseñé y le traduje la carta del Einsatzkommando de Marsella, saludó y dejó que me fuera. Menos mal, porque habría sido incapaz de parlamentar; estaba petrificado de angustia y tenía las ideas como coaguladas. En el autocar me di cuenta de que me había dejado el traje y toda la ropa que me había puesto la víspera. En la estación de Marsella tuve que esperar una hora; pedí un café y me lo bebí en la barra, entre el barullo del vestíbulo central. Tenía que pensar con sensatez un rato. Tema que haber habido gritos, ruido. ¿Cómo era posible que no me hubiera despertado? Sólo había tomado un vaso de vino. Y, además, el hombre no había matado a los gemelos, que seguramente habrían pegado alaridos. ¿Por qué no habían venido a buscarme? ¿'Qué hacían allí, mudos, cuando me desperté? El asesino no debía de haber registrado la casa; en cualquier caso, en mi cuarto no había entrado. ¿Y quién era? ¿Un bandido, un ladrón? Pero no parecía que hubieran tocado nada, ni movido de sitio nada, ni puesto nada manga por hombro. A lo mejor los gemelos lo habían sorprendido y había salido huyendo. Pero aquello no tenía sentido, los niños no habían gritado, no habían venido a buscarme. ¿'Estaba solo el asesino? Ya iba a salir mi tren, me subí, me senté, seguía razonando. Y si no había sido un ladrón, o unos ladrones, ¿entonces quién? ¿Un arreglo de cuentas? ¿Un negocio de Moreau que había ido por mal camino? ¿Los terroristas del maquis, que habían querido hacer un escarmiento? Pero los terroristas no se cargaban a la gente a hachazos como salvajes; se los llevaban a algún bosque, para un simulacro de juicio, y luego los fusilaban. Y volvía a lo mismo: no me había despertado, yo que tengo el sueño ligero; no entendía la angustia que me retorcía el cuerpo; me chupaba los dedos a medio cicatrizar; los pensamientos me daban vueltas, hechos un revoltijo, y derrapaban como locos, atrapados en el traqueteo del tren; no estaba seguro de nada; nada tenía sentido. En París, llegué a tiempo sin problemas al expreso de Berlín, que salía a las doce de la noche; al llegar, volví a coger una habitación en el mismo hotel. Todo estaba tranquilo y silencioso; pasaban algunos coches; los elefantes, que seguía sin haber ido a ver, barritaban a la luz de la madrugada. Había dormido unas cuantas horas en el tren, sin soñar nada, todo estaba negro. Aún me sentía agotado, pero incapaz de volverme a acostar. Mi hermana, me dije por fin, tengo que avisar a Una. Fui al Kaiserhof; ¿el Freiherr von Üxküll no habría dejado alguna dirección? «No podemos facilitar las direcciones de nuestros clientes, Herr Sturmbannführer», me respondieron. ¿Pero podían al menos enviarle un telegrama? Era un asunto familiar urgente. Eso sí era posible. Pedí un impreso y redacté el telegrama encima del mostrador de recepción: MAMÁ MUERTA ASESINADA STOP MOREAU TAMBIÉN STOP ESTOY EN BERLÍN LLÁMAME STOP y añadí el número del hotel Edén. Se lo di al recepcionista con un billete de diez reichsmarks; lo leyó con cara muy seria y me dijo, con una leve inclinación de cabeza: «Mi más sentido pésame, Herr Sturmbannführer»… —«¿Lo mandará enseguida?—. «Llamo a correos ahora mismo, Herr Sturmbannführer». Me dio la vuelta del importe y me volví al Edén, dejando instrucciones de que me avisaran en el acto si me llamaba alguien, a la hora que fuese. Tuve que esperar hasta la noche. Atendí la llamada en una cabina junto a la recepción que, por fortuna, estaba apartada. Una tenía tono de pánico: «¿Qué ha pasado?». Notaba que había llorado. Empecé con toda la calma de la que fui capaz: «Estaba en Antibes. Fui a verlos. Ayer por la mañana…»… Tuve un tropiezo en la voz. Carraspeé y volví a decir: «Ayer por la mañana me desperté…»… Se me quebró la voz y no pude seguir. Oía decir a mi hermana: «¿Qué pasa? ¿Qué sucedió?»… —«Espera», dije con dureza y bajé el auricular a la altura del muslo mientras intentaba recobrarme. Nunca me había pasado aquello de perder así el control de la voz; incluso en los peores momentos siempre había sido capaz de explicar las cosas de forma ordenada y concreta. Tosí una vez, luego otra; después volví a ponerme el auricular a la altura de la cara y le referí en pocas palabras lo que había sucedido. Sólo me hizo una pregunta frenética y despavorida: «¿Y los gemelos? ¿Dónde están los gemelos?». Y entonces me puse como loco, y di coces en la cabina y pegué en las paredes con la espalda, con el puño, con el pie, vociferando por el auricular: «¿Quiénes son esos gemelos? ¿De quién son esos putos niños?». Un botones, alarmado ante el escándalo, se había acercado a la cabina y me miraba a través del cristal. Hice un esfuerzo para calmarme. Mi hermana, en el otro extremo del hilo, se había quedado muda. Respiré hondo y dije por el auricular: «Están vivos. No sé dónde andan». Una no decía nada, me parecía oírla respirar entre los ruidos parásitos de la línea internacional: «¿Sigues ahí?». No hubo respuesta. «¿De quién son?», volví a preguntar bajito. Seguía sin contestarme. «¡Mierda!», vociferé, y colgué con un golpe seco. Salí como una exhalación de la cabina y me fui a recepción. Saqué la libreta de direcciones, encontré un número, lo garabateé en un trozo de papel y se lo alargué al portero. Al cabo de unos instantes, el teléfono sonó en la cabina. Descolgué y oí una voz de mujer. «Buenas noches— dije-. Quería hablar con el doctor Mandelbrod. Soy el Sturmbannführer Aue»… —«Lo siento mucho, Herr Sturmbannführer. El doctor Mandelbrod no puede ponerse. ¿Quiere que le dé algún recado?»—. «Querría verlo». Le di el número del hotel y volví a subir a mi habitación. Una hora después vino un mozo del servicio de habitaciones a traerme una nota: el doctor Mandelbrod me recibiría al día siguiente a las diez. Me introdujeron las mismas mujeres, u otras parecidas. En el despacho amplio y luminoso, que recorrían los gatos, me estaba esperando Mandelbrod ante la mesa baja; Herr Leland, tieso y flaco, vestido con traje cruzado a rayas, estaba sentado a su lado. Les di la mano y me senté también yo. Esta vez no hubo té. Mandelbrod tomó la palabra: «Estoy encantado de verte. ¿Has disfrutado del permiso?». Parecía sonreír entre la grasa. «¿Te ha dado tiempo a pensar en lo que te propuse?». —«Sí, Herr Doktor. Pero quiero algo diferente. Querría incorporarme a las Waffen-SS e irme al frente». Mandelbrod hizo un tenue ademán, como si se encogiera de hombros. Leland clavaba en mí una mirada dura, fría y lúcida. Sabía que tenía un ojo de cristal, pero nunca había podido saber cuál de los dos. Fue él quien contestó, con voz bronca en la que se notaba un levísimo acento: «Es imposible. Hemos visto tus informes médicos: tu herida tiene categoría de invalidez grave y te han clasificado para trabajos burocráticos». Lo miré y balbucí: «Pero si necesitan hombres. Los recluían donde sea»…— «Sí —dijo Mandelbrod-, pero eso no quiere decir que cojan al primero que llegue. Las normas son las normas»…— «Nunca te aceptarán para el servicio activo», remachó Leland… —«Sí— añadió Mandelbrod-, y en lo de Francia tampoco hay muchas esperanzas. Tendrás que fiarte de nosotros». Me puse de pie: «Meine Herrén, les agradezco que me hayan recibido. Siento mucho haberlos molestado»… —«Pero si no hay ningún problema, hijito— susurró Mandelbrod-. No tengas prisa. Sigue pensándotelo»… —«Pero acuérdate— añadió con severidad Lelandde que, en el frente, un soldado no puede elegir su puesto. Tiene que cumplir con su deber esté donde esté».
Desde el hotel, le mandé un telegrama a Werner Best, a Dinamarca, para decirle que estaba dispuesto a aceptar una plaza en su administración. Luego esperé. Mi hermana no volvía a llamar. Yo tampoco intenté entrar en contacto con ella. Tres días después me trajeron un pliego del Auswdrtiges Amt; era la respuesta de Best: la situación en Dinamarca había cambiado y no podía ofrecerme nada por el momento. Arrugué el pliego y lo tiré. Iban creciendo la amargura y el miedo; tenía que hacer algo si no quería hundirme. Volví a llamar a la oficina de Mandelbrod y dejé un recado.