Llegué a Piatigorsk por la mañana temprano. Comenzaba septiembre y el gris azulado del cielo seguía aún cargado con la bruma y el polvo del verano. La carretera de Voroshilovsk cruza las vías del tren inmediatamente antes de Mineralnye Vody; luego la va siguiendo y serpentea entre las cinco cumbres volcánicas que dan nombre a Piatigorsk. Se entra en la ciudad por el norte, rodeando el macizo del Mashuk por la ladera; en esa zona, la carretera va cuesta arriba y la ciudad se me apareció de pronto, a mis pies, y, más allá, el terreno accidentado de las estribaciones del que surgían los volcanes, con las cúpulas invertidas repartidas al azar. El Einsatzkommando estaba en uno de los sanatorios de principios de siglo que se escalonaban a los pies del Mashuk, al este de la ciudad; el AOK de Von Kleist había requisado el gigantesco sanatorio Lermontov, pero las SS habían podido hacerse con el Voennaia Sanatoria, que iba a hacerle las veces de lazareto a las Waffen-SS. Por lo demás, la «Leibstandarte Adolf Hitler» combatía por la zona y yo me acordaba, con una leve punzada, de Partenau; pero no es bueno intentar que resuciten historias pasadas y sabía que no iba a hacer esfuerzo alguno para volver a verlo. Piatigorsk seguía casi intacta; tras una breve escaramuza con una milicia de la autodefensa de fábricas, habían tomado la ciudad sin combate, y las calles rebosaban de gente igual que la de cualquier ciudad minera norteamericana durante los tiempos de la quimera del oro. Por todas partes, carretas, e incluso camellos, se cruzaban delante de los vehículos militares, organizando atascos que los Feldgendarmes desembrollaban repartiendo con liberalidad insultos y bastonazos. Enfrente del gran parque Tsvetnik, ante el hotel Bristol, coches y motocicletas impecablemente aparcados señalaban el emplazamiento de la Feldkommandantur; las oficinas del Einsatzkommando estaban más abajo, en el bulevar Kirov, en un antiguo instituto de dos pisos. Los árboles del bulevar tapaban la preciosa fachada; y miré atentamente los motivos florales de los azulejos empotrados bajo molduras de escayola que representaban un querubín con una cesta de flores en la cabeza sentado encima de dos palomas; arriba del todo, podía verse un loro encaramado en un aro y una cabeza de niña triste, con expresión de desagrado. A la derecha, había un arco que daba a un patio interior. Mi chófer aparcó junto al camión Saurer mientras yo enseñaba la documentación a los guardias. El doctor Müller estaba ocupado y me recibió el Obersturmführer doctor Bolte, un oficial de la Staatspolizei. El personal estaba instalado en salas grandes, de techos altos, en donde entraba abundante luz por elevados ventanales con marco de madera; en cuanto al doctor Bolte, tenía el despacho en una bonita habitación pequeña y redonda, arriba del todo de una de las dos torres pegadas a las esquinas del edificio. Con tono seco me especificó cómo se llevaba a cabo la acción: todos los días, según un calendario preestablecido a partir de la cantidad de personas que habían proporcionado los Consejos judíos, evacuaban por ferrocarril a una parte de los judíos, o a todos, de alguna de las ciudades de la KMV; los carteles en que se los invitaba a acudir para «volver a afincarse en Ucrania» los había mandado imprimir la Wehrmacht, que también ponía a nuestra disposición el tren y las tropas para la escolta; los enviaban a Mineralnye Vody, en donde los metían en una fábrica de vidrio antes de llevarlos, algo más allá, a una zanja anticarros soviética. Las cifras habían resultado mayores de lo previsto: habían aparecido muchos judíos evacuados de Ucrania o de Bielorrusia, y también los claustrales y los estudiantes de la Universidad de Leningrado, a quienes habían enviado a la KMV el año anterior para que estuvieran seguros; muchos de ellos eran judíos o miembros del Partido, o los considerábamos peligrosos por tratarse de intelectuales. El Einsatzkommando aprovechaba para liquidar a los comunistas detenidos, a los miembros del Komsomol, a unos cuantos gitanos y a criminales de derecho común que estaban en las cárceles, así como al personal y a los pacientes de varios sanatorios: «La infraestructura de aquí es ideal para nuestra administración, ¿sabe? —me explicó Bolte-. Los enviados del Reichskommissar, por ejemplo, nos han pedido que dejemos libre el sanatorio del comisariado del pueblo para la industria petrolífera, en Kislovodsk». La Aktion iba ya muy adelantada: el primer día acabaron con los judíos de Minvody, y, luego, con los de Essentuki y de Jeleznovodsk; a la mañana siguiente tenían que empezar con los de Piatigorsk, y después la acción terminaría con los de Kislovodsk. En todos los casos, mandaban la orden de evacuación dos días antes de la operación. «Como no pueden ir de una ciudad a otra, no se malician nada». Me invitó a acompañarlo para inspeccionar la acción que estaba en marcha; contesté que prefería ir primero a visitar las otras ciudades de la KMV. «En tal caso, no podré acompañarlo: el Sturmbannführer Müller me espera.»…— «No tiene importancia. Bastará con que me preste a un hombre que sepa dónde están las oficinas de sus Teilkommandos».

La carretera salía de la ciudad por el oeste y circunvalaba el Beshtau, el mayor de los cinco volcanes; podía divisarse desde ella, más abajo, las sinuosidades del Podkumok, de aguas grises y cenagosas. La verdad es que no tenía nada de particular que hacer en las otras ciudades, pero tenía curiosidad por visitarlas y no es que me muriera de ganas de asistir a la acción. Essentuki se había convertido, con los soviets, en una ciudad industrial sin mayor interés; vi allí a los oficiales del Teilkommando, hablé con ellos de cómo se habían organizado y no me quedé mucho tiempo. Kislovodsk, en cambio, me resultó muy agradable; una antigua ciudad para tomar las aguas, de encanto pasado de moda, más verde y más bonita que Piatigorsk. Los baños principales estaban en una curiosa imitación de un templo indio edificado a principios de siglo; probé allí el agua que se llama Narzan y le encontré un burbujeo muy grato, aunque era demasiado amarga. Después de las entrevistas, fui a pasear por el extenso parque y luego regresé a Piatigorsk.

Los oficiales cenaban juntos en el comedor del sanatorio. La charla giraba en torno a acontecimientos militares y la mayoría de los comensales hacía gala de un optimismo de buen tono. «Ahora que los panzers de Schweppenburg han cruzado el Terek —afirmaba Wiens, el ayudante de Müller, un Volksdeutscher amargado que no había salido de Ucrania hasta los veinticuatro años-, nuestras fuerzas no tardarán en llegar a Grozny. Y después Bakú ya no es sino cuestión de tiempo. Casi todos podremos celebrar la Navidad en casa»…— «Los panzers del general Schweppenburg están atascados, Hauptsturmführer —comenté cortésmente-. Apenas si están consiguiendo establecer una cabeza de puente. La resistencia soviética en Chechenia-Ingushetia es mucho más potente de lo que nos esperábamos»…— «Bah —soltó Pfeiffer, un Untersturmführer grueso y colorado-; es su último respingo. Sus divisiones están exangües. Sólo nos están poniendo delante una pantalla delgada para engañarnos; pero al primer empujón serio se desplomarán o saldrán corriendo como conejos»…— «¿Cómo lo sabe?», pregunté con curiosidad… —«Es lo que se dice en el AOK— respondió Wiens, en lugar de Pfeiffer-. Desde principios de verano están haciendo muy pocos prisioneros cuando los rodean, como en Millerovo. Y deducen de eso que los bolcheviques han agotado las reservas, como lo había previsto el Alto Mando»… —«También hemos hablado mucho de ese aspecto de las cosas en el Gruppenstab y con el OKHG— dije-. No todo el mundo es de la opinión de ustedes. Algunos aseguran que los soviéticos han aprendido una lección con sus espantosas bajas del año pasado y han cambiado de estrategia: se repliegan ordenadamente ante nosotros para lanzar una contraofensiva cuando nuestras líneas de comunicación sean demasiado largas y vulnerables»… —«Le veo muy pesimista, Hauptsturmführer», refunfuñó Müller, el jefe del Kommando, con la boca llena de pollo…— «No soy pesimista, Herr Sturmbannführer —contesté-. Dejo constancia de que hay diferentes opiniones, y nada más»…— «¿Cree que nuestras líneas son demasiado largas?», preguntó Bolte con tono de curiosidad… —«Eso depende en realidad de lo que tengamos delante. El frente del grupo de ejércitos B va siguiendo el curso del Don, en donde quedan aún cabezas de puente soviéticas que no hemos podido reducir, desde Voronej, que los rusos no han perdido aún pese a todos nuestros esfuerzos, hasta Stalingrado»…— «A Stalingrado ya le queda poco —recalcó Wiens, que acababa de vaciar un jarro de cerveza-. Nuestra Luftwaffe ha machacado a los defensores el mes pasado; el 6º Ejército sólo tendrá que hacer una limpieza»…— «Es posible. Pero, precisamente, como tenemos todas las tropas concentradas en Stalingrado, los flancos del grupo de ejércitos B sólo los mantienen, en el Don y en la estepa, nuestros aliados. Saben tan bien como yo que la calidad de las tropas rumanas o italianas no tiene nada que ver ni de lejos con la de las fuerzas alemanas, y los húngaros es posible que sean buenos soldados, pero carecen de todo. Aquí, en el Cáucaso, sucede lo mismo, no tenemos bastantes hombres para formar un frente continuo en las crestas. Y, entre los dos grupos de ejércitos, el frente se dispersa por la estepa calmuca; sólo mandamos allí patrullas y no estamos resguardados de sorpresas desagradables»… —«En ese punto— intervino el doctor Strohschneider, un hombre tremendamente largo, de labios abultados bajo un bigote hirsuto, y que estaba al mando de un Teilkommando destacado en Budionnovsk-, el Hauptsturmführer Aue no deja de tener razón. La estepa está completamente abierta. Un ataque audaz podría debilitar mucho nuestra posición»… —«Bah— dijo Wiens, sirviéndose más cerveza-, nunca pasarán de picaduras de mosquito. Y si se aventuran contra nuestros aliados, el "corsé" alemán bastará de sobra para controlar la situación»… —«Espero que tenga usted razón», dije…— «De todas formas-concluyó sentenciosamente el doctor Müller-, el Führer sabrá siempre imponer las decisiones correctas a todos esos generales reaccionarios». Era, efectivamente, un punto de vista. Pero el tema de la conversación era ya la Aktion del día. Yo escuchaba en silencio. Como siempre, eran las inevitables anécdotas acerca del comportamiento de los condenados, que rezaban, lloraban, cantaban La Internacional o callaban, y comentarios acerca de los problemas de organización y las reacciones de nuestros hombres. Yo lo aguantaba con cansancio; incluso los veteranos cuanto hacían era repetir lo que ya llevábamos un año oyendo; no había ni una reacción auténtica en aquellas baladronadas o en aquellas vulgaridades. Había un oficial, no obstante, que destacaba por sus invectivas, especialmente nutridas y zafias, contra los judíos. Era el Leiter IV del Kommando, el Hauptsturmführer Turek, un hombre desagradable con quien ya me había cruzado en el Gruppenstab. El tal Turek era de los pocos antisemitas viscerales y obscenos, al estilo de Streicher, con quien había coincidido en los Einsatzgruppen; en la SP y en el SD, tradicionalmente, lo que se llevaba era un antisemitismo del intelecto y aquella clase de expresiones emocionales no estaban bien vistas. Pero Turek padecía la desgracia de un aspecto físico llamativamente judío: tenía el pelo negro y rizado, una nariz grande, labios sensuales; había quien, por detrás, lo llamaba cruelmente «el judío Süss», mientras que otros insinuaban que tenía sangre gitana. Debía de llevar sufriendo desde la infancia, y en cuanto se le presentaba la oportunidad se jactaba de su ascendencia aria: «Ya sé que no se me nota», empezaba, antes de explicar que, con motivo de su reciente boda, había encargado una investigación genealógica exhaustiva y había conseguido remontarse hasta el siglo XVII; llegaba incluso a enseñar su certificado de la RuSHA que daba fe de que era de raza pura y apto para procrear hijos alemanes. Yo todo esto hasta podía comprenderlo, y habría podido darme lástima; pero caía en unos excesos y en unas obscenidades que rebasaban lo tolerable: me contaron que, en las ejecuciones, se mofaba de las vergas circuncisas de los condenados, y mandaba desnudar a las mujeres para decirles que sus vaginas judías nunca más darían hijos. Ohlendorf no habría tolerado un comportamiento semejante, pero Bierkamp hacía la vista gorda; en cuanto a Müller, que habría podido llamarlo al orden, no decía nada. Turek charlaba ahora con Pfeiffer, que tenía a su cargo durante la acción la dirección de los pelotones; Pfeiffer le reía las salidas y lo jaleaba. Asqueado, me disculpé antes de que sirvieran el postre y subí a mi habitación. Me volvían las náuseas; desde Voroshilovsk, o quizá desde antes, volvía a padecer esas arcadas agotadoras que tan cansado me dejaban en Ucrania. En Voroshilovsk sólo había vomitado una vez, después de una comida un tanto pesada, pero tenía que esforzarme a veces en contener las náuseas: tosía mucho, me ponía encarnado, me parecía una grosería y prefería retirarme.

Al día siguiente, fui con los demás oficiales a Minvody para inspeccionar la Aktion. Presencié la llegada del tren y cómo lo descargaban: los judíos parecían sorprendidos por tener que bajarse tan pronto, siendo así que pensaban que los llevaban a Ucrania, pero seguían tranquilos. Para evitar cualquier jaleo, a los que fichaban como comunistas los custodiaban aparte. En el amplio vestíbulo de la fábrica de vidrio, lleno hasta los topes y polvoriento, los judíos tenían que entregar la ropa, el equipaje, los efectos personales y las llaves de las viviendas. Y se formaba más de un revuelo, tanto más cuanto que el suelo de la fábrica estaba cubierto de cristales rotos y que la gente, en calcetines, se cortaba los pies. Se lo hice notar al doctor Bolte, pero se encogió de hombros. Unos Orpo golpeaban más y mejor a los judíos, quienes, aterrados, iban corriendo a sentarse, en paños menores. Las mujeres intentaban calmar a los niños. Fuera, soplaba un vientecillo fresco, pero el sol daba en las cristaleras y dentro reinaba un calor asfixiante. Un hombre de cierta edad, de aspecto distinguido, con gafas y bigotito, se me acercó. Llevaba en brazos a un niño muy pequeño. Se quitó el sombrero y me dirigió la palabra en un alemán impecable: «Herr Offizier, ¿puedo decirle unas palabras?»… —«Habla usted muy bien el alemán», contesté…— «Estudié en Alemania —dijo con una dignidad algo envarada-. Antes era un gran país». Debía de ser uno de los profesores de Leningrado. «¿'Qué quiere decirme?», pregunté, muy seco. El niño, que iba agarrado al cuello del hombre, me miraba con ojos grandes y azules. Podía tener unos dos años. «Sé lo que hacen ustedes aquí— dijo el hombre sin perder la calma-. Es una abominación. Sólo quería desearle que sobreviva a esta guerra, pero para despertarse, dentro de veinte años, todas las noches dando alaridos. Espero que sea incapaz de mirar a sus hijos sin ver a los nuestros, a los que ha asesinado». Me dio la espalda y se alejó antes de que pudiera contestarle nada. El niño seguía mirándome fijamente por encima de su hombro. Bolte se me acercó: «¡Menuda insolencia! ¿Cómo se atreve? Debería usted haber reaccionado». Me encogí de hombros. ¿Qué más daba? Bolte sabía perfectamente qué iban a hacerle a ese hombre y a su hijo. Era natural que quisiera insultarnos. Me alejé y me dirigí a una de las salidas. Unos Orpo rodeaban a un grupo de personas en paños menores y lo conducían hacia la zanja anticarros, que distaba un kilómetro. Me quedé mirando cómo se iban. La zanja estaba demasiado lejos para que se oyeran los disparos, pero aquella gente no podía por menos de sospechar lo que les esperaba. Bolte me llamó: «¿Viene?». Nuestro coche adelantó al grupo al que había visto salir: tiritaban de frío, las mujeres apretaban la mano a los niños. Luego apareció ante nosotros la zanja. Unos soldados y unos Orpo estaban en posición de descanso y con expresión guasona: oí un jaleo, unos gritos. Crucé entre el grupo de soldados y vi a Turek, con una pala en la mano, golpeando a un hombre casi desnudo y caído en el suelo. Ante él yacían otros dos cuerpos ensangrentados; algo más lejos, unos judíos aterrados estaban a pie firme y custodiados. «¡Basura! —berreaba Turek, con los ojos fuera de las órbitas-. ¡Arrástrate, judío!» Le dio un golpe en la cabeza con el filo de la pala; al hombre se le partió el cráneo, que le roció a Turek las botas de sangre y de sesos; vi con toda claridad cómo un ojo salía despedido con el golpe y revoloteaba unos pasos más allá. Los hombres se reían. Llegué hasta Turek en dos zancadas y lo agarré con rudeza por un brazo: «¿Se ha vuelto usted loco? Deténgase ahora mismo». Estaba lívido y temblaba. Turek se volvió, rabioso, hacia mí e hizo ademán de alzar la pala; luego la bajó y soltó el brazo con un golpe seco. También estaba temblando: «Métase en lo que le importa», escupió. Tenía el rostro escarlata, estaba sudando y los ojos le giraban en las órbitas. Tiró la pala y se alejó. Bolte había acudido a mi lado; con unas cuantas palabras secas ordenó a Pfeiffer, que estaba allí mismo, respirando pesadamente, que mandara recoger los cuerpos y siguiera con la ejecución. «No le correspondía a usted intervenir», me reprochó…— «¡Pero es que este tipo de cosas es inaceptable!». —«Es posible. Pero el Kommando lo dirige el Sturmbannführer Müller. Usted sólo está aquí como observador»…— «Muy bien, pues, ahora que lo dice, ¿dónde está el Sturmbannführer Müller?» Todavía estaba tembloroso. Me volví al coche y ordené al chófer que me llevase de vuelta a Piatigorsk. Quería encender un cigarrillo, pero me seguían temblando las manos, no conseguía controlarlas y me costaba encender el mechero. Por fin lo logré y di unas cuantas caladas antes de tirar el cigarrillo por la ventanilla. Volvimos a cruzarnos, en sentido contrario, con la columna que avanzaba al paso; con el rabillo del ojo vi que un adolescente se salía de la fila e iba corriendo a recoger la colilla antes de volver a su sitio.

En Piatigorsk no pude encontrar a Müller. El soldado de guardia creía que a lo mejor había ido al AOK, pero no estaba seguro; pensé en esperarlo, pero, luego, decidí marcharme; más valía referirle el incidente al propio Bierkamp. Pasé por el sanatorio a recoger mis cosas y mandé a mi chófer por gasolina al AOK. No es que fuera muy correcto irme sin despedirme, pero no me apetecía. En Mineralnye Vody, la carretera pasaba no lejos de la fábrica, sita detrás de la vía férrea, bajo la montaña; no me detuve. Al llegar a Voroshilovsk, redacté el informe, limitándome, en lo esencial, a los aspectos técnicos y organizativos de la acción. Pero también metí una frase acerca de «determinados excesos deplorables por parte de oficiales que se suponía que debían dar ejemplo». Sabía que con eso bastaría. Al día siguiente, en efecto, Thielecke pasó por mi despacho para comunicarme que Bierkamp deseaba verme. Prill, tras leer mi informe, ya me había preguntado algunas cosas: yo me había negado a contestar y le había dicho que sólo eran de la incumbencia del Kommandant. Bierkamp me recibió cortésmente, me mandó sentar y me preguntó qué había sucedido; Thielecke asistía también a la conversación. Les refería el incidente de la forma más neutra que pude. «¿Y qué piensa usted que hay que hacer?», preguntó Thielecke cuando acabé… —«Creo, Herr Sturmbannführer, que es un caso que cae dentro de las competencias de la SS-Gericht, de un tribunal de las SS y de la policía— contesté-. O, cuando menos, del psiquiatra»… —«Está usted exagerando— dijo Bierkamp-. El Hauptsturmführer Turek es un oficial excelente y muy capaz. Son comprensibles su indignación y su legítima ira contra los judíos, pilares del sistema estalinista. Y, además, usted mismo admite que llegó al final del incidente. Seguramente hubo provocación»… —«Incluso si esos judíos se insolentaron o intentaron escapar, tuvo una reacción indigna de un oficial SS. Sobre todo delante de la tropa»…— «En eso no cabe duda de que tiene usted razón». Thielecke y él se miraron un instante, y luego Bierkamp se volvió hacia mí: «Pienso ir a Piatigorsk dentro de unos días. Hablaré en persona del incidente con el Hauptsturmführer Turek. Le agradezco que me haya informado de esos hechos».

El Sturmbannführer doctor Leetsch, el sustituto del doctor Seibert, llegaba ese mismo día junto con un Obersturmbannführer, Paul Schultz, que debía relevar al doctor Braune en Maikop; pero antes incluso de que pudiera verlo, ya me había pedido Prill que volviera a irme, a Mozdok, para inspeccionar al Sk 10b que acababa de llegar. «Así tendrá usted vistos todos los Kommandos —me dijo-. Le dará cuenta al Sturmbannführer cuando regrese». Para llegar a Mozdok se necesitaban alrededor de seis horas de carretera, volviendo a pasar por Minvody, y luego por Projladny; decidí, pues, salir al día siguiente por la mañana, pero no vi a Leetsch. Mi chófer me despertó poco antes de amanecer. Ya habíamos dejado atrás la meseta de Voroshilovsk cuando salió el sol, iluminando con suave luz los campos y los huertos de frutales y recortando en el horizonte la silueta de los primeros volcanes de la KMV Pasada Mineralnye Vody, la carretera, bordeada de tilos, iba siguiendo las estribaciones de la cadena del Cáucaso, casi invisibles siempre; sólo el Elbrus, de formas redondeadas y cubiertas de nieve, asomaba entre la neblina del cielo. Al norte de la carretera, empezaban unos campos de cultivo que salpicaban, aquí y allá, modestos pueblos musulmanes. Circulábamos detrás de largos convoyes de camiones, de la Rollbahn, difíciles de adelantar. En Mozdok reinaba un gran barullo, el tráfico militar atascaba las calles polvorientas; aparqué el Opel y me fui a pie en busca del cuartel general del LII Cuerpo. Me recibió un oficial del Abwehr, muy nervioso: «¿No se ha enterado? Al Generalfeldmarschall List lo han destituido esta mañana»…— «¿Y eso por qué?», exclamé. List, recién llegado al frente del Este, no había durado ni dos meses. El AO se encogió de hombros: «No nos ha quedado más remedio que pasar a la defensiva después de que fracasara nuestra ofensiva en la orilla derecha del Terek. Y a los de arriba no les ha gustado»… —«¿Y por qué no han podido avanzar?» Alzó los brazos: «¡Pues porque no tenemos fuerzas, sencillamente! Dividir el grupo de ejércitos del Sur era un error fatal. Ahora no tenemos las fuerzas necesarias ni para un objetivo ni para el otro. En Stalingrado, todavía están atascados en los arrabales»…— «¿Y a quién han nombrado para el puesto del Feldmarschall?» Se rio con amargura: «¡No me va a creer: el mismísimo Führer ha ocupado el puesto!». Era, efectivamente, algo inaudito: «¿El Führer ha asumido personalmente el mando del grupo de ejércitos A?»… —«Eso mismo. No sé cómo piensa organizarse; el OKHG seguirá en Voroshilovsk y el Führer está en Vinnitsa. Pero como es un genio, debe de tener una solución». El tono se le iba poniendo cada vez más agrio. «Ya está al frente del Reich, de la Wehrmacht y del ejército de tierra. Y ahora de un grupo de ejércitos. ¿Cree que va a seguir por ese camino? Podría tomar el mando de un ejército, luego de un cuerpo, luego de una división. Al final, vaya usted a saber, podría ocurrir que volviera a ser cabo en el frente, como al principio»…— «Lo noto a usted muy insolente», dije con frialdad… —«Sí, pues a usted, amiguito, que le den. Aquí está usted en un sector del frente y las SS no tienen jurisdicción». Entró un ordenanza. «Aquí tiene a su guía— indicó el oficial-. Que tenga un buen día». Salí sin decir nada. Estaba escandalizado, pero también inquieto; si nuestra ofensiva en el Cáucaso, en la que nos jugábamos todo, se iba al garete, era muy mal síntoma. El tiempo no jugaba en favor nuestro. Se acercaba el invierno y la Endsieg seguía alejándose, igual que las cumbres mágicas del Cáucaso. Pero, en fin, pensé para calmarme, Stalingrado no tardará en caer y así quedarán fuerzas libres para seguir con el avance por esta zona.

El Sonderkommando estaba instalado en un ala parcialmente en ruinas de una base rusa; podían utilizarse algunas salas; las demás las habían cerrado con tablones. Me recibió el jefe del Kommando, un austríaco muy menudo con un bigote recortado como el del Führer, el Sturmbannführer Alois Persterer. Era un hombre del SD, que había sido Leiter en Hamburgo en los tiempos en que Bierkamp dirigía allí la Kripo; pero no parecía que hubiera conservado con él relaciones particularmente amistosas. Me expuso la situación de forma concisa: en Projladny, un Teilkommando había fusilado a kabardinos y a balkarios colaboradores de las autoridades bolcheviques, a judíos y a partisanos; en Mozdok, si no se contaban unos cuantos casos sospechosos, que el LII Cuerpo había entregado, no habían arrancado de verdad. Le habían hablado de un koljós judío por la zona; iba a investigar y se ocuparía de él. En cualquier caso, no había demasiados partisanos y, por la zona del frente, las autoridades parecían hostiles a los rojos. Le pregunté qué relaciones tenían con la Wehrmacht. «No puedo llamarlas ni siquiera mediocres —acabó por contestar-. Más bien parecen no hacernos ni caso»…— «Sí, andan preocupados con el fracaso de la ofensiva». Pasé la noche en Mozdok, en un catre de campaña que armaron en uno de los despachos, y me fui a la mañana siguiente; Persterer me había propuesto asistir a una ejecución con su camión de gas, en Projladny, pero le di las gracias con mucha cortesía. En Voroshilovsk, me presenté al doctor Leetsch, un oficial más bien mayor, de cara estrecha y rectangular, pelo tirando a gris y labios huraños. Tras haber leído mi informe, quiso charlar. Le hablé de mis impresiones acerca del estado de ánimo de la Wehrmacht. «Sí —dijo por fin-, tiene usted toda la razón. Por eso pienso que es importante que estrechemos los lazos con ellos. Me ocuparé personalmente de las relaciones con el OKHG, pero deseo enviar a un buen oficial de enlace a Piatigorsk, destacado ante el Ic del AOK. Quería pedirle que ocupara usted ese puesto». Vacilé un momento; me estaba preguntando si la idea se le había ocurrido a él o si se la había sugerido Prill mientras yo estaba fuera. Al fin, respondí: «Es que mis relaciones con el Einsatzkommando 12 no puede decirse que sean buenas. Tuve un altercado con uno de sus oficiales y me temo que eso acarree complicaciones»…— «No se preocupe. No le hará falta tratar mucho con ellos. Se alojará usted en las dependencias del AOK y me informará a mí directamente».

Así que regresé a Piatigorsk, donde me dieron un alojamiento un tanto apartado del centro, al pie del Mashuk, en un sanatorio (es la parte más alta de la ciudad). Tenía una puerta vidriera y un balconcito desde el que veía la larga cresta pelada de la Goriachaia Gora, con su pabellón chino y unos cuantos árboles; y, más allá, la llanura y, detrás, los volcanes, escalonados entre la bruma. Si me daba la vuelta y me echaba hacia atrás, podía divisar, por encima del tejado, un trozo del Mashuk partido por una nube que parecía avanzar casi a mi altura. Había llovido durante la noche y el aire era aromático y olía a fresco. Tras pasar por el AOK para presentarme al Ic, el Oberst Von Gilsa, y a sus colegas, salí a dar una vuelta. Una larga avenida pavimentada llega, cuesta arriba, desde el centro y va siguiendo el flanco del macizo; hay que ascender, por detrás del monumento a Lenin, por unos cuantos peldaños anchos y escarpados; luego, pasados unos estanques, entre filas de robles jóvenes y de pinos perfumados, la cuesta se hace menos pronunciada. Dejé a la izquierda el sanatorio Lermontov, en donde se alojaban Von Kleist y su estado mayor; mi acuartelamiento estaba en un ala aparte y algo retranqueada, pegada a la montaña que casi tapaban ahora las nubes. Más arriba, la avenida se ensancha y se convierte en una carretera que circunvala el Mashuk para unir entre sí un rosario de sanatorios; torcí en ese punto hacia un pabellón pequeño al que llaman el Arpa Eólica, desde donde se tiene una dilatada vista sobre la llanura del sur, salpicada de bultos irreales, un volcán, y luego otro, y luego otro más, apagados y tranquilos. A la derecha, relucían al sol los tejados de chapa de casas dispersas entre una frondosa vegetación; algo más allá, al fondo, se formaban más nubes y tapaban los macizos del Cáucaso. Una voz alegre se alzó a mi espalda: «¡Aue! ¿Lleva aquí mucho tiempo?». Me volví: bajo los árboles se me acercaba Voss, sonriente. Le estreché calurosamente la mano. «Acabo de llegar. Me han destacado como oficial de enlace ante el AOK»… —«¡Ah, espléndido! Yo también estoy en el AOK. ¿Ha comido ya?»—. «Todavía no»… —«Entonces venga, hay una taberna buena nada más bajar». Tiró por un estrecho camino de piedra excavado en la roca y lo seguí. Abajo, cerrando el extremo de la alargada torrentera que separa el Mashuk de la Goriachaia Gora, se alzaba una galería larga y de columnas, de un estilo italiano a la vez amazacotado y frívolo, de granito rosa. «Es la galería Académica», me indicó Voss…— «¡Ah! —exclamé entusiasmado-. ¡Pero si es la antigua galería Elisabeth! Aquí fue donde Pechorin divisó por primera vez a la princesa María». Voss se echó a reír: «¿Así que ha leído a Lermontov? Aquí lo lee todo el mundo»…— «Desde luego. Hubo una temporada en que Un héroe de nuestro tiempo era mi libro de cabecera». El camino nos había llevado al nivel de la galería, construida para cobijar una fuente sulfurosa. Unos soldados tullidos, pálidos y lentos, se paseaban o estaban sentados en bancos, frente a la prolongada brecha que se abre en dirección a la ciudad; un jardinero ruso estaba escardando los parterres de tulipanes y de claveles rojos situados a lo largo de la escalinata que baja hasta la calle Kirov, en lo hondo de la depresión. Los tejados de cobre de los baños, acurrucados contra la Goriachaia Gora, asomaban entre los árboles y lanzaban destellos al sol. Más allá de la cresta, sólo se divisaba uno de los volcanes. «¿Viene?», dijo Voss… —«Un momento». Entré en la galería para ver el manantial, pero me llevé un chasco: la sala estaba desnuda y vacía y el agua corría de un vulgar grifo. «El café está detrás», dijo Voss. Pasó bajo el arco que separa el ala izquierda de la galería del cuerpo central; detrás, el muro formaba con la roca una amplia alcoba, en donde habían colocado unas cuantas mesas y unos taburetes. Nos sentamos y una joven bonita salió por una puerta. Voss cruzó con ella unas cuantas palabras en ruso. «Hoy no tienen shashliks; pero tienen chuletas de Kiev»…— «Perfecto»… —«¿Quiere agua del manantial o una cerveza?»—. «Creo que prefiero la cerveza. ¿Está fresca?». —«Más o menos. Pero le advierto que no es cerveza alemana». Encendí un cigarrillo y me adosé a la pared de la galería. Hacía un fresco agradable; corría el agua por la roca, dos pajaritos de vivos colores picoteaban en el suelo. «¿Así que le gusta Piatigorsk?», me preguntó Voss. Yo sonreía; me alegraba de que estuviera allí. «Aún no he visto gran cosa», dije…— «Si le gusta Lermontov, la ciudad es una auténtica peregrinación. Los soviéticos pusieron un museo pequeño y muy bonito en su casa. Cuando tenga una tarde libre iremos a verlo»… —«Iré encantado. ¿Sabe dónde está el sitio del duelo?»—. «¿El de Pechorin o el de Lermontov?» —«El de Lermontov»…— «Detrás del Mashuk. Hay un monumento espantoso, por supuesto. Y, fíjese, hasta hemos localizado a una de sus descendientes». Me reí: «No puede ser»… —«Que sí, que sí. Una tal señora Evguenia Akimovna Shan-Girei. Es muy vieja. El general ha mandado que le concedan una pensión mayor que la que le daban los soviéticos»…— «¿Lo conoció?». —«Ni por asomo. Los rusos se estaban preparando precisamente para celebrar el centenario de su muerte el día que entramos nosotros en la ciudad. Frau Shan-Girei nació diez o quince años después, en los años cincuenta, creo». Volvía la camarera con dos platos y los cubiertos. Las «chuletas» eran, en realidad, rollitos de pollo rellenos de mantequilla derretida y empanados, y llevaban como guarnición un fricasé de setas silvestres con ajo. «Está buenísimo. E incluso la cerveza se puede beber»…— «Ya se lo había dicho, ¿eh? Vengo aquí cada vez que tengo oportunidad. Nunca hay mucha gente». Comí sin decir nada, del todo satisfecho. «¿Tiene mucho trabajo?», le pregunté por fin.. —«Digamos que me queda tiempo libre para mis investigaciones. El mes pasado entré a saco en la biblioteca Pushkin de Krasnodar y encontré cosas muy interesantes. Ante todo tenían obras sobre los cosacos, pero también di con gramáticas caucasianas y opúsculos bastante raros de Trubetskoi. Todavía tengo pendiente ir a Cherkessk; estoy seguro de que allí tendrán obras sobre los circasianos y los karachai. Mi sueño es encontrarme con un ubijé que todavía sepa su lengua. Pero por ahora no ha habido suerte. Y, en otro orden de cosas, redacto octavillas para el AOK»…— «¿Qué tipo de octavillas?». —«Octavillas de propaganda. Las tiran por las montañas desde un avión. He hecho una en karachai, kabardino y balkario, consultando con nativos, claro, que era muy divertida: ¡Hombres de la montaña, antes teníais de todo, pero el poder soviético os dejó sin nada! ¡Recibid a vuestros hermanos alemanes que han volado como águilas por encima de las cumbres para liberaros! Etcétera». Soltamos juntos la carcajada. «También he hecho unos salvoconductos que se envían a los partisanos para animarlos a que le den la vuelta a la chaqueta. Pone que se los recibirá como a soiuzniki en la lucha general contra el judeobolchevismo. A los judíos que hay en sus filas les debe de hacer muchísima gracia. Son unos propuska vigentes hasta el final de la guerra». La muchacha estaba retirando los platos y nos trajo dos cafés turcos. «¡Aquí hay de todo!», exclamé…— «Ya lo creo. Funcionan los mercados e incluso venden comida en las tiendas»… —«No pasa como en Ucrania»…— «No. Y con un poco de suerte seguirá sin pasar»… —«¿Qué quiere decir?»— «Ah, es posible que cambien unas cuantas cosas». Pagamos la cuenta y cruzamos otra vez el arco. Los tullidos seguían deambulando por la galería bebiendo traguitos de agua. «¿De verdad que vale para algo?», le pregunté a Voss, señalando un vaso… —«La zona tiene fama. Ya sabe que aquí venían a tomar las aguas mucho antes de que llegaran los rusos. ¿Sabe quién es Ibn Battuta?»—. «¿El viajero árabe? Lo he oído nombrar»… —«Pasó por aquí hacia 1375. Estaba en Crimea, en tierra de tártaros, en donde, de paso, se casó. Los tártaros vivían aún en grandes campamentos nómadas, ciudades rodantes compuestas de tiendas encima de carretas gigantescas, con mezquitas y comercios. Todos los años, en verano, cuando empezaba a hacer demasiado calor en Crimea, el kan nogai, con toda su ciudad ambulante, cruzaba el istmo de Perekop y llegaba hasta aquí. Ibn Battuta lo describe con todo detalle y elogia las virtudes medicinales de las aguas sulfurosas. Llama al sitio Bish o Besh Dagh, lo que, al igual que Piatigorsk en ruso, quiere decir "las cinco montañas"». Me reí de asombro: «¿Y qué fue de Ibn Battuta?»…— «¿Luego? Siguió adelante; pasó por Daguestán y por Afganistán para llegar a la India. Fue durante mucho tiempo cadí en Delhi y estuvo durante cinco años al servicio de Muhammad Tughluq, el sultán paranoico, antes de caer en desgracia. Después fue cadí en las Maldivas y llegó incluso hasta Ceilán, Indonesia y China. Y, luego, regresó a su tierra, a Marruecos, para escribir su libro antes de morir».

Por la noche, en el comedor de oficiales, no me quedó más remedio que aceptar que Piatigorsk era realmente un lugar de encuentro: sentado ante una mesa con otros oficiales divisé al doctor Hohenegg, aquel médico campechano y cínico que había conocido en el tren, entre Jarkov y Simferopol. Me acerqué para saludarlo: «Compruebo, Herr Oberst, que el General Von Klein sólo quiere estar rodeado de gente estupenda». Se levantó para estrecharme la mano: «Sí, pero no estoy con el Generaloberst Von Kleist: sigo destinado en el 6° Ejército, con el General Paulus»… —«¿Qué hace aquí entonces?»—. «El OKH ha decidido aprovechar las infraestructuras de la KMV para organizar una conferencia médica entre los ejércitos. Un intercambio de informaciones útilísimas. Se trata de ver quién puede describir el caso más atroz»… —«Estoy seguro de que ese honor le corresponderá a usted»…— «Mire, estoy cenando con mis colegas médicos, pero, si le apetece, pásese luego por mi habitación a tomar un coñac». Fui a cenar con los oficiales del Abwehr. Eran hombres realistas y simpáticos, pero casi tan críticos como el oficial de Mozdok. Algunos afirmaban abiertamente que, si no caía pronto Stalingrado, la guerra estaría perdida; Von Gilsa bebía vino francés y no les llevaba la contraria. Me fui luego solo a darme una vuelta por el parque Tsvetnik, detrás de la galería Lermontov, un peculiar pabellón azul pálido de estilo medieval con torrecillas puntiagudas y ventanales Art Déco teñidos de rosa, de rojo, de blanco, de un efecto totalmente heteróclito pero ni pizca de desplazado en este lugar. Estuve fumando mientras contemplaba distraídamente los tulipanes mustios; luego me fui colina arriba hasta el sanatorio y llamé a la puerta de la habitación de Hohenegg. Me recibió echado en el sofá y descalzo, con las manos cruzadas encima del vientre orondo y esférico. «Discúlpeme si no me levanto». Indicó con la cabeza un velador. «Ahí está el coñac. Sírvame también uno a mí, si no le importa». Llené a medias dos vasos de metal y le alargué uno; luego, me acomodé en un silla y me crucé de piernas. «¿Así que cuál es la cosa más atroz que ha visto usted?» Movió la mano: «¡El hombre, por supuesto!»… —«Quería decir desde el punto de vista médico»…— «Desde el punto de vista médico, las cosas atroces no tienen interés alguno. En cambio, se ven curiosidades extraordinarias, que dan al traste por completo con las nociones que tenemos acerca de lo que pueden soportar nuestros infelices cuerpos»… —«¿Qué, por ejemplo?»—. «Pues a un hombre puede darle un trozo pequeño de metralla en la pantorrilla y seccionarle la arteria peronea, y se morirá en un par de minutos, a pie firme, desangrándose dentro de la bota sin darse cuenta. A otro, en cambio, puede atravesarle ambas sienes, de lado a lado, una bala y se levantará e irá por su propio pie al puesto de socorro»… —«Qué poca cosa somos…»… comenté…— «Eso mismo». Probé el coñac de Hohenegg: era un licor armenio, un poco dulce, pero se podía beber. «Ya me disculpará este coñac —dijo sin volver la cabeza-. Pero no he podido encontrar un Rémy-Martin en esta ciudad de salvajes. Volviendo a lo de antes, casi todos mis colegas saben anécdotas de ese tipo. Además, no son cosas nuevas: leí las memorias de un médico militar del ejército de Napoleón y cuenta lo mismo. Desde luego que todavía se nos mueren demasiados individuos. La medicina militar ha progresado desde 1812, pero también los medios de hacer carnicerías. Siempre vamos por detrás. Pero, poco a poco, nos vamos perfeccionando porque, desde luego, Gatling hizo más por la cirugía moderna que Dupuytren»…— «Eso no quita para que hagan ustedes auténticos prodigios». Suspiró: «Quizá. Pero el caso es que ya no puedo soportar ver a una mujer embarazada. Me deprime demasiado pensar en lo que le espera a ese feto».— «Sólo muere lo que antes nació —recité-. El nacimiento es deudor de la muerte». Lanzó un grito breve, se puso de pie con brusquedad y se bebió el coñac de un trago. «Esto es lo que me gusta de usted, Hauptsturmführer. Un miembro de la Sicherheitsdienst que cita a Tertuliano en vez de citar a Rosenberg o a Hans Frank siempre resulta agradable. Pero podría criticar su traducción: para Mutuum debitum est nativitati cum mortalitate yo diría más bien: "El nacimiento y la muerte tienen una deuda mutua" o "El nacimiento y la muerte se deben algo mutuamente"»…— «Sin duda tiene usted razón. Siempre se me dio mejor el griego. Tengo aquí a un amigo lingüista, se lo preguntaré». Me tendió su vaso para que se lo volviera a llenar. «Hablando de mortandad —preguntó con tono de guasa-, ¿sigue usted asesinando a pobre gente indefensa?» Le di el vaso sin perder los estribos: «Porque es usted quien lo dice, doctor, no me lo tomaré a mal. Pero, en cualquier caso, no soy ya sino un oficial de enlace, cosa que me satisface del todo. Observo y no hago nada; es mi actitud preferida»…— «Pues en tal caso habría sido usted un médico desastroso. La observación sin la práctica no vale para gran cosa»… —«Precisamente por eso soy jurista». Me puse de pie y fui a abrir la puerta vidriera. Fuera, el aire era tibio, pero no se veían las estrellas y me daba cuenta de que se acercaba la lluvia. Un leve viento hacía que murmurasen los árboles. Volví junto al sofá en donde Hohenegg había vuelto a tenderse tras desabrocharse la guerrera. «Lo que sí puedo decirle— añadí, en pie junto a él-, es que algunos de mis colegas de aquí son unos cabrones absolutos»… —«No lo pongo en duda ni por un segundo. Es un defecto común en quienes practican sin observar. Sucede lo mismo con los médicos». Di vueltas al vaso entre los dedos. Me sentía de pronto vano y torpe. Me acabé el coñac y le pregunté: «¿Se va a quedar aquí mucho tiempo?»…— «Tenemos dos sesiones: ahora estamos pasando revista a las heridas, y volveremos a finales de mes para hablar de las enfermedades. Un día para las infecciones venéreas y dos días enteros para los piojos y la tiña»… —«Entonces nos seguiremos viendo. Buenas noches, doctor». Me tendió la mano. «Disculpe que siga echado», dijo.

El coñac de Hohenegg no resultó bueno para la digestión: al regresar a mi cuarto, devolví la cena. Las arcadas me entraron tan deprisa que sólo tuve tiempo de llegar hasta la bañera. Como era comida ya digerida fue fácil limpiarlo, pero me quedó un sabor agrio, ácido, infame; casi prefería vomitar la comida acto seguido, me volvía a la garganta con mayor dificultad y con una sensación más dolorosa, pero por lo menos no sabía a nada o sabía a lo que había comido. Pensé en ir a tomar otra copa con Hohenegg para pedirle una opinión, pero acabé por enjuagarme la boca, me fumé un cigarrillo y me acosté. A la mañana siguiente, no me quedaba más remedio que pasar por el Kommando en visita de cortesía; estaban esperando al Oberführer Bierkamp. Fui a eso de las doce. Desde la ciudad baja y el bulevar se veían claramente, a lo lejos, las crestas recortadas del Beshtau, erguido como un ídolo tutelar; no había llovido, pero el aire seguía fresco. En el Kommando me informaron de que Müller estaba ocupado con Bierkamp. Esperé en la escalera exterior del exiguo patio, mirando cómo uno de los chóferes lavaba el barro de los parachoques y de las ruedas del camión Saurer. La puerta trasera estaba abierta: por curiosidad, me acerqué para ver cómo era por dentro, pues aún no había visto qué pinta tenía; me eché para atrás y empecé a toser en el acto; era una infección, una charca hedionda de vómitos, de excrementos, de orina. El chófer se dio cuenta de mi trastorno y me dijo unas cuantas palabras en ruso: entendí «Griaznyi, kajdi raz», pero no comprendía la frase. Un Orpo, un Volksdeutscher seguramente, se acercó y tradujo: «Dice que siempre está así, Herr Hauptsturmführer, muy sucio; pero que van a modificar el interior haciendo el suelo inclinado y poniendo una trampilla pequeña en el centro. Así será más fácil de limpiar»… —«¿Es un ruso?»—. «¿Quién, Zaitsev? Es un cosaco, Herr Hauptsturmführer; tenemos varios como él». Volví a la escalera y encendí un cigarrillo; me llamaron en ese preciso instante y tuve que tirarlo. Müller me recibió con Bierkamp. Lo saludé y le di cuenta de mi misión en Piatigorsk. «Sí, sí —dijo Müller-, el Oberführer me lo ha explicado». Me hicieron unas cuantas preguntas y hablé de la sensación de pesimismo que parecía reinar entre los oficiales del ejército. Bierkamp se encogió de hombros: «Los soldados siempre han sido pesimistas. Ya con lo de Renania y los Sudetes andaban con chilliditos de mujer. Nunca han entendido la fuerza de voluntad del Führer y del nacionalsocialismo. Dígame otra cosa: ¿ha oído hablar de esa historia de gobierno militar?»—. «No, Herr Oberführer. ¿De qué se trata?». —«Corre un rumor según el cual el Führer podría haber dado el visto bueno a un régimen de administración militar para el Cáucaso, en vez de una administración civil. Pero no conseguimos una confirmación oficial. En el OKHG están muy evasivos»…— «Intentaré informarme en el AOK, Herr Oberführer». Cruzamos aún unas cuantas frases y me despedí. En el pasillo, me crucé con Turek. Me miró de arriba abajo con expresión sardónica y atravesada y me soltó con una grosería inaudita: «¡Ah, Papiersoldat, ya verás tú lo que es bueno!». Bierkamp había debido de hablar con él. Le contesté amablemente y con una sonrisita: «Hauptsturmführer, estoy a su disposición». Se quedó otro ratito mirándome fijamente con ojos rabiosos y, luego, se metió en un despacho. Bueno, me dije, pues ya te has ganado un enemigo. ¡Qué poco cuesta!

En el AOK pedí una entrevista con Von Gilsa y le transmití la pregunta de Bierkamp. «Efectivamente —me contestó-; de eso se habla. Pero todavía no tengo claros los detalles»…— «¿Y qué ocurrirá con el Reichskommissariat entonces?». —«Se retrasará una temporada la creación del Reichskommissariat»…— «¿Y por qué no se ha informado a los representantes de la SP y del SD?». —«No se lo puedo decir. Todavía estoy esperando a que me completen la información. Pero, ya sabe, esa cuestión es competencia del OKHG. El Oberführer Bierkamp debería dirigirse directamente a ellos». Salí del despacho de Von Gilsa con la impresión de que sabía más de lo que decía. Redacté un informe breve y se lo envié a Leetsch y a Bierkamp. En general, en eso consistía ahora mi trabajo: el Abwehr me enviaba copia de los informes que le parecía oportuno, referidos casi siempre a la evolución del problema de los partisanos; yo añadía informaciones que había recogido de fuentes orales, casi siempre durante las comidas, y lo mandaba todo a Voroshilovsk; a cambio, recibía otros informes que le comunicaba a Von Gilsa o a alguno de sus colegas. Así que los partes de las actividades del Ek 12, cuyas oficinas estaban a quinientos metros del AOK, había que mandarlos primero a Voroshilovsk y, después, había que cotejarlos con los del Sk 10b (los demás Kommandos trabajaban en la zona de operaciones o en la retaguardia del 17º Ejército), volvían en parte a mis manos y yo se los entregaba al Ic; simultáneamente, por supuesto, el Einsatzkommando mantenía relaciones directas con el AOK. No tenía demasiado trabajo y aproveché la circunstancia: Piatigorsk era una ciudad agradable, había muchas cosas que ver. En compañía de Voss, siempre curioso, fui al museo regional situado algo más abajo del hotel Bristol y del parque Tsvetnik. Había en él estupendas colecciones que había ido acumulando durante décadas la Kavkazskoe Gornoe Obshchestvo, una asociación de naturalistas, aficionados pero entusiastas: habían traído de sus expediciones fardos de animales disecados, de minerales, de calaveras, de plantas, de flores secas; tumbas antiguas e ídolos paganos de piedra; enternecedoras fotografías en blanco y negro en la mayoría de las cuales se veía a señores elegantes, con corbata, cuello duro y canotier, encaramados en la ladera abrupta de un picacho, y, como cautivador recordatorio del despacho de mi padre, una pared entera llena de grandes cajas de mariposas, en donde había cientos de ejemplares, todos y cada uno de ellos con la fecha y el lugar de la captura, el nombre de quien la había cogido y el sexo y el nombre científico de la mariposa en una etiqueta. Las había de Kislovodsk, de Adigea, de Chechenia e incluso de Daguestán y de Ayaria; las fechas eran 1923, 1915, 1909. Por la noche íbamos a veces al Teatr Operetty, otro edificio fantasioso, decorado con azulejos rojos con dibujos de libros, instrumentos y guirnaldas, que acababa de abrir la Wehrmacht; luego cenábamos o en el comedor de oficiales o en un café o en el casino, que no era sino el ex hotel-restaurante Restoratsiya, en donde Pechorin conoció a María y en donde, como lo indicaba una placa en ruso que Voss me tradujo, León Tolstoi celebró su vigésimo quinto cumpleaños. Los soviéticos lo convirtieron en un Instituto Central Gubernamental de Balneología; la Wehrmacht había dejado en el frontispicio aquella inscripción impresionante, pero devolvió al edificio su uso primitivo y podía tomarse un vino seco de Kajetia y comer shashliks y, a veces, caza mayor. Allí fue donde presenté a Voss a Hohenegg y se pasaron la velada comentando, en cinco lenguas, los orígenes de los nombres de algunas enfermedades.

A mediados de mes, un despacho del grupo llegó y aclaró un tanto la situación. Efectivamente, el Führer había dado el visto bueno a la constitución de una administración militar de Kuban-Cáucaso, bajo el mando del OKHG A y que dirigiría el General der Kavallerie Ernst Kóstring. El Ostministermm iba a destacar a un alto funcionario ante aquella administración, pero se demoraba sine díe la creación del Reichskommissariat. Algo aún más sorprendente era que el OKH había ordenado al OKHG A que formase entidades territoriales autónomas para los cosacos y los diversos pueblos montañeses: iban a disolver los koljoses y a prohibir el trabajo obligatorio: el polo opuesto de nuestra política en Ucrania. Me parecía una decisión demasiado inteligente para ser cierta. Tuve que regresar urgentemente a Voroshilovsk para asistir a una reunión: el HSSPF quería hablar de los nuevos decretos. Estaban presentes todos los jefes de los Kommandos y la mayoría de sus ayudantes. Korsemann parecía preocupado. «Lo que resulta inquietante es que el Führer tomase esta decisión a primeros de agosto pero a mí no me hayan informado de ella hasta ayer. Es incomprensible»… —«Al OKH debe preocuparle una ingerencia de las SS», declaró Bierkamp…— «¿Pero por qué? —dijo Korsemann con tono quejumbroso-. Si mantenemos una colaboración excelente»…— «Las SS han dedicado mucho tiempo a cultivar las buenas relaciones con el Reichskommissar titular. De momento, todo ese trabajo se ha ido al garete»… —«En Maikop— intervino Schultz, el sustituto de Braune, a quien apodaban Eisbein-Paule por lo grueso que estaba-, dicen que la Wehrmacht seguirá teniendo el control de las instalaciones petrolíferas»… —«He de hacerle notar también, Herr Brigadeführer— añadió Bierkamp, dirigiéndose a Korsemann-, que si se promulgan esos "autogobiernos locales", serán ellos los que controlen las funciones de la policía en sus distritos. Desde nuestro punto de vista, es algo inaceptable». El debate se prolongó cierto tiempo en ese mismo tono; todo el mundo parecía estar de acuerdo en que a las SS las habían estafado lisa y llanamente. Por fin nos dijeron que nos podíamos ir y nos pidieron que recogiéramos todas las informaciones que pudiéramos.

En Piatigorsk empecé a establecer relaciones aceptables con algunos oficiales del Kommando. Hohenegg se había marchado y, dejando aparte a los oficiales del Abwehr, casi no veía sino a Voss. Por la noche, coincidía a veces con otros oficiales SS en el casino. Turek, por supuesto, no me hablaba; en cuanto al doctor Müller, desde que le había oído decir en público que no le gustaba el camión de gas, pero que la ejecución con pelotones le parecía mucho más gemütlich, había decidido que era más que probable que no tuviéramos gran cosa que decirnos. Una noche, cuando estaba tomando un coñac con Voss, el Obersturmführer doctor Kern se acercó, y lo invité a que se uniera a nosotros. Le presenté a Voss: «Ah, ¿es usted el lingüista del AOK?», dijo Kern… —«Desde luego», contestó Voss, divertido…— «Qué oportuno —dijo Kern-; precisamente quería hacerle una consulta. Me han dicho que conoce usted bien a los pueblos del Cáucaso»…— «Un poco», admitió Voss… —«El profesor Kern da clase en Munich— interrumpí-. Está especializado en historia musulmana»… —«Es un tema de lo más interesante», asintió Voss…— «Sí, he pasado siete años en Turquía y algo entiendo de eso», declaró Kern… —«¿Y cómo es que ha venido usted a parar aquí?»—. «Pues me movilizaron, como a todo el mundo. Era ya miembro de las SS y corresponsal del SD y he acabado en el Einsatz»… —«Ya veo. ¿Y qué consulta quería hacerme?»—. «Me han traído a una joven. Pelirroja, muy guapa, encantadora. Sus vecinas la han denunciado por judía. Me ha enseñado un pasaporte soviético interno, expedido en Derbent, en donde consta como tatka. He comprobado el dato en nuestros ficheros; según nuestros expertos, los tats se asimilan a los bergjuden, los judíos de las montañas. Pero la muchacha ha afirmado que estaba en un error y que los tats eran un pueblo turco. Le hice hablar; usaba un dialecto curioso, algo difícil de entender, pero que, efectivamente, era turco. Así que la dejé que se fuera»… —«¿Recuerda alguna palabra o algún giro de los que empleaba?» Vino luego toda una conversación en turco: «No puede ser exactamente así— decía Voss-. ¿Está seguro?». Y seguían. Por fin, Voss declaró: «Por lo que me dice, se parece efectivamente en mayor o menor grado al turco vehicular que se hablaba en el Cáucaso antes de que los bolcheviques impusieran la enseñanza del ruso. He leído que aún se emplea en Daguestán, y más concretamente en Derbent. Pero todos los pueblos de por allí lo hablan. ¿Apuntó cómo se llamaba?». Kern sacó una libretita del bolsillo y la hojeó: «Aquí está. Tsokota, Nina Shaulovna»… —«¿Tsokota?— dijo Voss frunciendo las cejas-. ¡Qué curioso!». —«Es el apellido de su marido», explicó Kern…— «Ah, ya veo. Y, dígame, si es judía, ¿qué hará usted con ella?» Kern puso cara de asombro: «Pues… pues…»… Titubeaba de manera evidente. Acudí en su ayuda: «La trasladarán… a otro sitio»… —«Ya veo», dijo Voss. Se quedó pensativo unos instantes y, luego, le dijo a Kern: «Que yo sepa, los tats tienen su propia lengua, que es un dialecto iranio que no tiene nada que ver con las lenguas caucásicas o con el turco. Al parecer, hay tats musulmanes; en Derbent, no lo sé. Pero ya me informaré»…— «Gracias —dijo Kern-. ¿Cree usted que no debería haberla soltado?»—. «En absoluto. Estoy seguro de que ha hecho bien». Kern pareció tranquilizado; estaba claro que no había captado la ironía de las últimas palabras de Voss. Charlamos un poco más y se despidió. Voss lo siguió con la vista, con expresión pasmada. «Qué colegas más peculiares tiene usted», dijo por fin.. —«¿Cómo que peculiares?»—. «Es que hacen a veces unas preguntas desconcertantes». Me encogí de hombros: «Hacen el trabajo que tienen que hacer». Voss negó con la cabeza: «Tienen ustedes unos métodos que me parecen un tanto arbitrarios. En fin, no es asunto mío». Parecía contrariado. «¿Cuándo vamos a ir al museo Lermontov?», pregunté para cambiar de conversación. «Cuando quiera. ¿Este domingo?». —«Si hace bueno, lléveme a ver el sitio del duelo».

Iban llegando las informaciones más variadas y, a veces, más contradictorias en lo referido a la nueva administración militar. El General Kóstring estaba montando su oficina en Voroshilovsk. Era un oficial de cierta edad que se había incorporado, aunque estaba retirado ya, pero mis interlocutores del Abwehr afirmaban que seguía siendo un hombre vigoroso y lo llamaban el Sabio Morabito. Había nacido en Moscú, estuvo al mando de la misión militar alemana en Kiev ante el Hetmán Skoropadsky en 1918 y se lo consideraba, por tanto, uno de los mejores expertos alemanes en cuestiones rusas. El Oberst Von Gilsa me concertó una entrevista con el nuevo representante ante Kóstring del Ostministerium, que había sido cónsul en Tiflis, el doctor Otto Bráutigam. Me pareció un tanto tieso, con las gafas redondas de montura metálica, el cuello almidonado y el uniforme marrón en que lucía la insignia de oro del Partido; era distante y casi frío, pero me dio mejor impresión que la mayoría de los Goldfasanen. Von Gilsa me había explicado que tenía un cargo importante en el departamento político del ministerio. «Me alegro mucho de conocerlo —le dije al estrecharle la mano-. Quizá pueda usted aclararnos por fin unas cuantas cosas»…— «He visto al Brigadeführer Korsemann en Voroshilovsk y hemos tenido una larga conversación. Doy por hecho que se ha informado al Einsatzgruppe»… —«Por supuesto. Pero si tiene unos minutos estaría encantado de hablar con usted, porque esas cuestiones me interesan mucho». Llevé a Bráutigam a mi despacho y le ofrecí algo de beber, que rechazó cortésmente. «Supongo que al Ostministerium ha debido decepcionarle la decisión de dejar en suspenso la implantación del Reichskommissariat», empecé a decir…— «De ninguna manera. Antes bien, estimamos que la decisión del Führer es una oportunidad única para enderezar la política desastrosa que estamos llevando a cabo en este país»… —«¿Cómo es eso?»—. «Sin duda se da cuenta de que a los dos Reichskommissare que existen en la actualidad los nombraron sin que se consultase al ministro Rosenberg y que el Ostministerium no ejerce control alguno sobre ellos, podríamos decir. No tenemos, pues, culpa alguna de que los Gauleiter Koch y Lohse hagan sólo lo que les viene en gana; esa responsabilidad incumbe a quienes los apoyan. Es a su política desconsiderada y aberrante a lo que debe el ministerio la reputación de Chaostministerium que tiene». Sonreí; pero él seguía serio. «Efectivamente —dije-, he pasado un año en Ucrania y la política del Reichskommissar Koch nos ha supuesto bastantes problemas. Puede decirse que ha sido un alistador estupendo por cuenta de los partisanos»…— «Exactamente igual que el Gauleiter Sauckel y sus cazadores de esclavos. Eso es lo que queremos evitar aquí. Mire, si se les da a las tribus caucásicas el trato que se les ha dado a los ucranianos, se sublevarán y se irán a las montañas. Y sería el cuento de nunca acabar. Los rusos tardaron, el siglo pasado, treinta años en someter al imán Shamil. Y eso que los rebeldes eran sólo unos cuantos miles; ¡y, para reducirlos, los rusos tuvieron que desplegar hasta trescientos cincuenta mil soldados!» Hizo una pausa y prosiguió: «El ministro Rosenberg y el departamento político del ministerio llevan desde el primer momento de la campaña abogando por una línea política clara: sólo una alianza con los pueblos del Este, a quienes oprimen los bolcheviques, permitirá a Alemania aplastar definitivamente al sistema de Stalin. Hasta ahora, esa estrategia, esa Ostpolitik si lo prefiere, no ha padecido sino fracasos; el Führer siempre ha apoyado a quienes opinan que Alemania puede cumplir sola con esa tarea, reprimiendo a los pueblos a los que debería liberar. El Reichskommissar titular Schickedanz, pese a la antigua amistad que tiene con el ministro, parece ser también de esa opinión. Pero unas cuantas cabezas que piensan fríamente en la Wehrmacht, y sobre todo el Generalquartiermeister Wagner, han querido evitar que se repitiera en el Cáucaso el desastre de Ucrania. La solución que proponen, que el terreno quede bajo control militar, nos parece buena, tanto más cuanto que el general Wagner ha querido de forma expresa que se implicasen en esto los elementos más clarividentes del ministerio, como lo demuestra mi presencia aquí. Para nosotros y para la Wehrmacht es una oportunidad única de demostrar que la Ostpolitik es lo único que vale; si el éxito nos acompaña aquí, quizá tengamos la posibilidad de remediar los daños de Ucrania y del Ostland»… —«Se trata, pues, de una apuesta considerable», comenté…— «Sí»… —«¿Y no se ha ofendido mucho el Reichskommissar titular Schickedanz al verse desplazado de esa forma? El también cuenta con apoyos». Bráutigam hizo un ademán despectivo con la mano; le brillaban los ojos tras los cristales de las gafas: «Nadie le ha pedido opinión. En cualquier caso, el Reichskommissar titular Schickedanz tiene demasiado que hacer examinando los bocetos de su futuro palacio en Tiflis y discutiendo con sus ayudantes cuántas portaladas hacen falta y no le da tiempo a rebajarse, como nosotros, a detalles de gestión».— «Ya veo». Me quedé pensando un instante: «Una pregunta más. ¿Qué papel ve usted en esta combinación a las SS y la SP?»… —«La Sicherheitspolizei tiene, por supuesto, que llevar a cabo tareas importantes. Pero tendrán que ir coordinadas con el grupo de ejércitos y la administración militar, para que no interfieran en las iniciativas positivas. Dicho sea sin rodeos: como se lo he sugerido al Brigadeführer Korsemann, habrá que hacer gala de cierta delicadeza en las relaciones con las minorías montañesas y cosacas. Porque, efectivamente, hay en ellas elementos que han colaborado con los comunistas, pero por nacionalismo más que por convicción bolchevique, para defender los intereses de su pueblo. No es cosa de tratarlos de oficio como a comisarios o a funcionarios estalinistas»…— «¿Y qué opina del problema judío?» Alzó la mano: «Ésa es otra cuestión. Está claro que la población judía sigue siendo uno de los principales apoyos del sistema bolchevique». Se puso en pie para despedirse. «Le agradezco que haya sacado tiempo para conversar conmigo», dije mientras le estrechaba la mano en la escalera exterior… —«No faltaba más. Me parece de gran importancia que estemos en buenas relaciones tanto con las SS como con la Wehrmacht. Cuanto mejor entiendan ustedes lo que queremos hacer aquí, mejor irán las cosas»…— «Puede tener la seguridad de que haré un informe en ese sentido para mis superiores»… —«¡Muy bien! Aquí tiene mi tarjeta. ¡Heil, Hitler!»

Cuando le conté esta conversación a Voss, le pareció de lo más gracioso. «¡Ya era hora! No hay nada como el fracaso para aguzar el ingenio». Tal y como habíamos quedado, nos encontramos el domingo, a última hora de la mañana, delante de la Feldkommandantur. Un tropel de chiquillos se apiñaba en las barricadas, fascinados ante las motocicletas y un Schwimmwagen anfibio que estaba aparcado allí. «¡Partisanos!», berreaba un miembro del servicio territorial que intentaba en vano dispersarlos a golpes de bastón de paseo; en cuanto los echaba de un lado, volvían por otro, y el reservista estaba ya sin resuello. íbamos subiendo la empinada cuesta de la calle Karl Marx, camino del museo, mientras yo acababa de resumir las palabras de Bráutigam: «Más vale tarde que nunca —comentó Voss-, pero me parece que no va a funcionar. Nos hemos acostumbrado demasiado mal. Esta historia de administración militar no es más que un plazo de gracia. Dentro de seis meses o de diez no les quedará más remedio que ceder la vez y, entonces, todos los chacales que todavía están con la correa puesta llegarán a raudales, la gente como Schickedanz, como Kórner, como Sauckel-Einsatz, y otra vez volverá a ser todo una casa de putas. El problema, sabe usted, es que no tenemos ninguna tradición colonial. Antes de la Gran Guerra ya administrábamos muy mal nuestras posesiones africanas. Y, después, ya no teníamos posesiones y se perdió la escasa experiencia acumulada en las Administraciones coloniales. Basta con que compare con los ingleses: fíjese en la sutileza y el tacto con que gobiernan y explotan su Imperio. Saben manejar el bastón estupendamente, cuando hace falta, pero antes siempre ofrecen zanahorias y, después del bastonazo, vuelven enseguida a las zanahorias. Incluso los soviéticos, en el fondo, lo hicieron mejor que nosotros: aunque se comportan con brutalidad, supieron crear un sentimiento de identidad común, y su Imperio se mantiene en pie. Las tropas que nos han tenido en jaque en el Terek se componían sobre todo de georgianos y de armenios. Hablé con prisioneros armenios; se sienten soviéticos y pelean por la URSS, sin complejos. No hemos sabido proponerles algo mejor». Estábamos ya ante la puerta verde del museo y llamé. Pasados unos minutos, el portalón para vehículos, que estaba algo más allá, se abrió a medias y asomó por él un campesino viejo y arrugado tocado con una gorra y con la barba y los dedos callosos amarillos por el majorka. Cruzó unas palabras con Voss y abrió algo más el portalón. «Dice que el museo está cerrado, pero que, si queremos, podemos entrar a mirar. Viven aquí unos cuantos oficiales alemanes, en la biblioteca». El portalón daba a un patinillo de adoquines, que rodeaban coquetones edificios encalados; a la derecha, había unas cocheras con un piso encima y una escalera exterior y allí estaba la biblioteca. Detrás, se alzaba el Mashuk, omnipresente y compacto, con jirones de nubes pegados a la ladera oriental. A la izquierda, algo más allá, se veía un jardincillo con una parra y más edificios techados de paja. Voss estaba subiendo por las escaleras de la biblioteca. Dentro, las estanterías de madera barnizada abultaban tanto que apenas si quedaba sitio para deslizarse entre ellas. El viejo nos había seguido; le di tres cigarrillos y se le iluminó la cara, pero nos siguió vigilando desde la puerta. Voss miraba los libros a través de las puertas acristaladas, pero no tocaba nada. Me llamó la atención un retrato al óleo de Lermontov, de reducidas dimensiones y factura bastante delicada: lo habían pintado con un dolmán abigarradamente repleto de hombreras y alamares dorados, los labios húmedos y unos ojos pasmosamente inquietos, que no sabían si optar por la rabia, el miedo o una burla fiera. En otra esquina, estaba colgado un grabado al pie del cual leí trabajosamente una inscripción en cirílico: era el retrato del hombre que había asesinado a Lermontov. Voss intentó abrir una de las estanterías, pero no se podía. El viejo le dijo algo y estuvieron parlamentando un ratito. «El conservador ha huido— me tradujo Voss-. Una de las empleadas tiene las llaves, pero hoy no ha venido. Una pena, porque tienen cosas espléndidas»… —«Ya volverá otro día»…— «Desde luego. Venga, va a abrirnos la casa de Lermontov». Cruzamos el patio y el jardincillo para llegar a una de las casas bajas. El viejo empujó la puerta: dentro, estaba a oscuras, pero la luz que entraba por el vano permitía ver algo. Las paredes estaban encaladas y los muebles eran sencillos; había hermosas alfombras orientales y de unos clavos colgaban unos sables caucásicos. Había también un sofá estrecho que parecía muy incómodo. Voss se detuvo delante de un escritorio y lo acarició con los dedos. El viejo volvió a explicarle algo. «En esta mesa escribió Un héroe de nuestro tiempo», tradujo Voss, ensimismado… —«¿Aquí?»—. «No, en San Petersburgo. Cuando crearon el museo, el gobierno hizo que trajeran la mesa aquí». No había nada más que ver. Fuera, las nubes velaban el sol. Voss le dio las gracias al viejo, y yo, unos cuantos cigarrillos más. «Tendremos que volver cuando haya alguien que pueda explicarlo todo —dijo Voss-. Por cierto— añadió ya en la portalada se me había olvidado decirle que está aquí el profesor Oberlánder»… —«¿Oberlánder? Pero si lo conozco. Coincidí con él en Lemberg, al principio de la campaña».— «Pues mucho mejor. Iba a proponerle que cenásemos con él». Ya en la calle, Voss tiró hacia la izquierda, hacia la ancha avenida enlosada que arrancaba de la estatua de Lenin. El camino seguía siendo cuesta arriba y yo me estaba quedando ya sin resuello. En vez de dejar la avenida para ir hacia el Arpa Eólica y la galería Académica, Voss siguió andando recto, bordeando el Mashuk, por una carretera asfaltada por la que yo no había pasado nunca aún. El cielo estaba cada vez más oscuro y temí que empezase a llover. Dejamos atrás unos cuantos sanatorios y, luego, se acabó el asfalto y seguimos por un ancho camino de tierra batida. Era un sitio poco frecuentado: nos cruzamos, entre el tintineo de los arneses que interrumpían los mugidos del buey y el chirriar de las ruedas mal encajadas, con un campesino sentado en una carreta; luego, la carretera seguía, desierta. Algo más allá, a la izquierda, se abría un arco de ladrillos en la ladera de la montaña. Nos acercamos, guiñando los ojos para ver algo entre las tinieblas; una verja forjada y cerrada con un candado impedía entrar en el estrecho paso. «Es el Proval —indicó Voss-. Al fondo, hay una gruta a cielo abierto con un manantial sulfuroso»…— «¿No es aquí donde Pechorin se encuentra con Vera?». —«No estoy seguro. ¿No fue más bien en la gruta que está debajo del Arpa Eólica?»—. «Habrá que comprobarlo». Las nubes nos pasaban muy bajas por encima de la cabeza: me daba la impresión de que, si alzaba el brazo, podría acariciar las volutas de vapor. Ya no se veía el cielo en absoluto y el ambiente se había vuelto sordo y callado. Crujían las pisadas por la tierra arenosa; el camino subía en pendiente suave y pronto nos rodearon las nubes. Apenas si veíamos los elevados árboles que flanqueaban el camino; el aire parecía ahogado y el mundo había desaparecido. A lo lejos, sonó en los bosques el canto de un cuco, una llamada inquieta y desconsolada. Caminábamos en silencio. Y anduvimos mucho rato. Acá y acullá, divisaba bultos grandes y oscuros, algunos edificios sin duda; luego, otra vez el bosque. Las nubes se iban disipando, relucía su neblina gris con resplandor turbio y, de pronto, se deshilacharon y se dispersaron y nos encontramos a pleno sol. No había llovido. A la derecha, más allá de los árboles, se perfilaban las serradas formas del Beshtau; anduvimos otros veinte minutos más o menos y llegamos al monumento. «Hemos venido por el camino más largo —dijo Voss-. Por el otro lado se llega antes»…— «Sí, pero merecía la pena». El monumento, un obelisco blanco que se erguía en el centro de prados de césped desatendidos, no tenía gran interés: costaba imaginarse, en aquel decorado que con tanto primor había preparado la devoción burguesa, los disparos, la sangre, los gritos roncos, la rabia del poeta herido. En la explanada estaban aparcados unos vehículos alemanes; a un nivel más bajo, delante del bosque, habían puesto mesas y bancos, en donde estaban comiendo unos soldados. Me acerqué al monumento, por cumplir, a mirar el medallón de bronce y la inscripción. «Vi la foto de un monumento provisional que construyeron en 1901 —me contó Voss-. Algo así como una semirrotonda, fantasiosa de madera y escayola, con un busto arriba del todo, encaramado en las alturas. Era mucho más divertido»…— «Debieron de tener problemas de dinero. ¿Y si comiéramos?». —«Sí, aquí hacen unos sbashliks muy ricos». Cruzamos la explanada y bajamos hacia las mesas. Dos de los vehículos llevaban las señales tácticas del Einsatzkommando; reconocí, en una de las mesas, a varios oficiales. Kern nos hizo una seña con la mano y le contesté, pero no fui a saludarlo. También estaban Turek, Bolte y Pfeiffer. Escogí una mesa algo retirada, próxima al bosque, con unos taburetes muy bastos. Se acercó un montañés con casquete y un frondoso bigote enmarcado por las mejillas mal afeitadas. «No tiene cerdo— tradujo Voss-. Sólo cordero. Pero hay vodka y kompot».«Khleb! Khleb», canturreaba tendiendo una mano negra de mugre. El montañés nos había traído varias rebanadas de pan y le di una, que se metió entera en la boca en el acto. Luego señaló el bosque: «Sestra, sestra, dyev. Krasivaia». Esbozó un gesto obsceno. Voss soltó la carcajada y le espetó una frase que lo ahuyentó. Fue hacia los oficiales SS y repitió la mímica. «¿Cree que van a irse con él?», preguntó Voss… —«No si los está viendo todo el mundo», afirmé. Efectivamente, Turek le arreó al niño un cachete que lo hizo rodar por la hierba. Vi que hacía ademán de sacar el arma; el chiquillo salió corriendo entre los árboles. El montañés, que oficiaba detrás de un cajón de metal alargado y con patas, volvió con dos pinchos, que colocó encima de unas rebanadas de pan; después nos trajo la bebida y los vasos. El vodka entonaba de maravilla con la carne, que chorreaba jugo, y vaciamos ambos el vaso varias veces; luego, para desengrasar, tomamos kompot, un zumo de bayas maceradas. El sol brillaba sobre la hierba, los pinos esbeltos, el monumento y la ladera empinada del Mashuk, que hacía de telón de fondo; las nubes habían desaparecido por completo del otro lado de la montaña. Volví a acordarme de Lermontov, agonizando en la hierba a pocos pasos de allí, con el pecho destrozado, y todo por un comentario intrascendente sobre el atuendo de Martynov. A diferencia de su personaje, Pechorin, Lermontov disparó al aire; pero su adversario, no. ¿Es qué pensaría Martynov mientras contemplaba el cadáver de su enemigo? Pretendía que era poeta y, probablemente, había leído Un héroe de nuestro tiempo; podía, pues, paladear los ecos amargos y las lentas oleadas de la leyenda en ciernes; sabía también que su apellido sólo perduraría como el del asesino de Lermontov, otro D’Anthés, otra rémora para la literatura rusa. Y, no obstante, cuando se lanzó a vivir tenía seguramente otras ambiciones; él también debía de haber querido actuar, y actuar bien. ¿Quizá fue sencillamente que envidiaba a Lermontov su talento? ¿O quizá prefería que lo recordasen por el mal que hizo antes de que no lo recordasen en absoluto? Intenté acordarme de su retrato, pero no lo conseguí. ¿Y Lermontov? ¿Lo último que pensó cuando, tras vaciar el cargador de la pistola disparando al aire, vio que Martynov sí le estaba apuntando, fue algo amargo, desesperado, rabioso, irónico? ¿O se limitó a encogerse de hombros y mirar la luz del sol en los pinos? Como en el caso de Pushkin, decían que su muerte fue una conspiración, un asesinato por encargo; si tal fue el caso, se encaminó hacia ella con los ojos abiertos y de buen grado, dejando claro así en qué se diferenciaba de Pechorin. No cabe duda de que lo que escribió Block de Pushkin encajaba mejor aún con él: No fue la bala de D’Anthés lo que lo mató, fue la falta de aire. A mí también me faltaba el aire, pero el sol y los shashliks y la risueña bondad de Voss me permitían recobrar el aliento a ratos. Pagamos la cuenta al montañés con carbovanets de ocupación y seguimos, camino del Mashuk. «Le propongo que pasemos por el cementerio viejo— sugirió Voss-. Hay una estela en el lugar en que enterraron a Lermontov». Tras el duelo, los amigos inhumaron al poeta in situ; un año después, cien años antes de que llegásemos nosotros a Piatigorsk, su abuela materna vino por sus restos y se los llevó a donde ella vivía, cerca de Penza, para enterrarlos junto a su madre. Acepté gustoso la propuesta de Voss. Nos adelantaron dos coches entre una tromba de polvo: los oficiales del Kommando regresaban. Turek conducía personalmente el primer vehículo; la mirada cargada de odio que le vi por la ventanilla le daba en verdad una pinta judía por completo. El breve convoy siguió recto, pero nosotros giramos a la izquierda y nos internamos en un largo camino a monte través que ascendía por la ladera del Mashuk. Entre la comida, el vodka y el sol, me sentía pesado; luego, me entró hipo y me salí del camino para meterme en el bosque. «¿Se encuentra bien?», me preguntó Voss cuando regresé. Hice un ademán evasivo y encendí un cigarrillo. «No pasa nada. Son las secuelas de una enfermedad que cogí en Ucrania. Me da de vez en cuando»… —«Debería decírselo a un médico»…— «Es posible. El doctor Hohenegg no tardará mucho en volver. Ya veremos». Voss me esperó hasta que acabé de fumarme el cigarrillo y, luego, me siguió. Tenía calor y me quité el gorro y la guerrera. En lo alto del cerro, el camino trazaba una curva ancha desde donde se tenía una hermosa vista de la ciudad y de la llanura que había más allá. «Si seguimos recto, volvemos a encontrarnos con los sanatorios —dijo Voss-. Para ir al cementerio, podemos tirar por esos huertos de frutales». La pendiente empinada y de hierba mustia estaba plantada de árboles frutales; una mula atada a un ramal hociqueaba en el suelo buscando manzanas caídas. Bajamos, escurriéndonos un tanto, y atajamos, luego, por un bosque bastante cerrado en donde no tardamos en perder de vista el camino. Volví a ponerme la guerrera, porque las ramas y las zarzas me arañaban los brazos. Por fin, pisándole los talones a Voss, desemboqué en un hoyo pequeño y terroso, que bordeaba un muro de piedras unidas con cemento. «Debe de ser esto— dijo Voss-. Vamos a dar la vuelta». Desde que nos habían adelantado los coches, no habíamos visto a nadie y me daba la impresión de que íbamos por pleno campo; pero, pocos pasos más allá, se cruzó con nosotros sin decirnos palabra un muchacho que guiaba un burro. Siguiendo el muro, se llegaba por fin a una plazuela, delante de una iglesia ortodoxa. Una vieja vestida de negro, sentada en un cajón, vendía unas cuantas flores; otras salían de la iglesia. Tras la verja, las sepulturas se desperdigaban bajo árboles elevados que sumían en sombras el empinado cementerio. Tiramos, cuesta arriba, por un camino pavimentado con piedras toscamente hundidas en el suelo, entre tumbas antiguas perdidas en las hierbas crecidas, los heléchos y los matorrales de espinas. Mantos de luz caían a trechos entre los árboles y en esos islotes de sol bailaban unas maripositas blancas y negras alrededor de las flores lacias. Luego, el camino torcía y los árboles se apartaban a medias para mostrar la llanura del sudeste. En un cercado habían plantado dos arbolitos para que dieran sombra a la estela que señala el emplazamiento de la primitiva sepultura de Lermontov. No se oían más que el chirriar de las cigarras y el vientecillo que susurraba entre las hojas. Cerca de la estela estaban las tumbas de los conocidos de Lermontov, los Shan-Girei. Me volví: en la distancia, las alargadas balki verdes surcaban la llanura hasta las primeras estribaciones rocosas. Los bultos de los volcanes parecían motas caídas del cielo; a lo lejos, intuía las nieves del Elbrus. Me senté en los peldaños que llevaban a la estela, mientras Voss iba a curiosear algo más allá y otra vez pensé en Lermontov: como a todos los poetas, primero lo matan, y luego lo veneran.

Volvimos a bajar a la ciudad por el Verjnii rynok en donde los campesinos estaban acabando de cargar en carretas o en mulas las gallinas, la fruta y la verdura que no habían vendido. Por los alrededores se dispersaba la muchedumbre de vendedores de pipas de girasol y limpiabotas; unos muchachos sentados en carritos caseros hechos de tablas y con ruedas de sillita de bebé esperaban aún que un soldado rezagado les pidiera que le llevasen los bultos. Al pie de la colina, en el bulevar Kirov, hileras de cruces recientes se alineaban en un montículo rodeado de un múrete: habían convertido el bonito parquecillo donde se alza el monumento a Lermontov en cementerio de soldados alemanes. El bulevar que iba hacia el parque Tsvetnik pasaba ante las ruinas de la antigua catedral ortodoxa, que el NKVD había dinamitado en 1936. «¿Se ha fijado —comentó Voss, señalando los muñones de piedra-, que la iglesia alemana no la tocaron? Todavía acuden a ella a rezar nuestros hombres»…— «Sí, pero vaciaron los tres pueblos de Volksdeutschen de las inmediaciones. El zar los animó a que se instalasen aquí en 1830. Los mandaron a todos a Siberia el año pasado». Pero Voss seguía pensado en su iglesia luterana. «¿Sabe que la construyó un soldado? Un tal Kempfer, que combatió contra los cherqueses con Evdokimov y se afincó aquí». En el parque, al cruzar la verja de entrada, se alzaba una galería de madera de dos pisos con torrecillas de cúpulas futuristas y una logia que daba toda al vuelta al piso superior. Había allí unas cuantas mesas en donde servían, a quienes podían pagarlo, café turco y golosinas. Voss escogió un sitio del lado del paseo principal del parque, encima de los grupos de ancianos sin afeitar, atrabiliarios y gruñones que venían a última hora de la tarde a sentarse en los bancos para jugar al ajedrez. Pedí café y coñac: nos trajeron también unos pastelitos de limón; el coñac era de Daguestán y parecía aún más dulce que el armenio, pero entonaba bien con los pasteles y con mi buen humor. «¿Qué tal van sus trabajos?», le pregunté a Voss. Se rio: «Sigo sin encontrar a alguien que hable ubijé; pero voy haciendo considerables progresos en kabardino. Lo que estoy esperando de verdad es a que tomen Oryonikidze»… —«¿Y eso por qué?»—. «Ah, pues ya le he explicado que las lenguas caucásicas no son sino mi segunda especialidad. Lo que me interesa de verdad son las llamadas lenguas indogermánicas y, más en concreto, las lenguas de origen iranio. Ahora bien, el osetio es una lengua irania particularmente fascinante»… —«¿En qué?»—. «Piense en la situación geográfica de Osetia; todos los demás hablantes no caucásicos están en los alrededores o en las estribaciones del Cáucaso, pero ellos dividen el macizo en dos, precisamente a la altura del paso más accesible, el de Darial, en donde los rusos construyeron su Voennaia doroga desde Tiflis hasta Oryonikidze, la antigua Vladikavkaz. Aunque esas gentes adoptaron la ropa y las costumbres de sus vecinos montañeses, se trata claramente de una invasión tardía. Hay motivos para pensar que esos osetios u osetos descienden de los alanos y, en consecuencia, de los escitas; si fuera cierto, su lengua sería un rastro arqueológico vivo de la lengua escita. Y hay algo más: Dumézil editó en 1930 una recopilación de leyendas osetias referidas a un pueblo fabuloso, semidivino, a cuyos miembros llaman los nartas. Ahora bien, Dumézil supone también una conexión entre esas leyendas y la religión escita tal y como nos la refiere Heródoto. Los investigadores rusos llevan estudiando este asunto desde finales del siglo pasado; la biblioteca y los institutos de Oryonikidze deben de estar repletos hasta arriba de materiales extraordinarios e inaccesibles desde Europa. Que no lo quemen todo durante el asalto es cuanto espero»… —«En resumidas cuentas, si lo he entendido bien, esos osetios son algo así como un urvolk, uno de esos primigenios pueblos arios»…— «Primigenio es una palabra que se usa mucho y mal. Digamos que su lengua tiene un carácter arcaico interesantísimo desde el punto de vista de la ciencia»… —«¿A qué se refiere cuando habla de la noción de primigenio?» Voss se encogió de hombros: «Eso de primigenio es más una obsesión impalpable, una pretensión psicológica o política, que un concepto científico. Tomemos el alemán, por ejemplo: durante siglos, e incluso anteriormente a Martín Lutero, se tuvo la pretensión de que era una lengua primigenia so pretexto de que no recurría a raíces de origen extranjero, a diferencia de las lenguas latinas, con las que se la comparaba. Algunos teólogos llevaban incluso el defirió hasta asegurar que el alemán bien podría haber sido la lengua de Adán y Eva y que de ella se derivó el hebreo más adelante. Pero se trata de una pretensión totalmente ilusoria, pues incluso aunque las raíces fueran "autóctonas"— en realidad todas ellas proceden directamente de las lenguas de los nómadas indoeuropeos-, nuestra gramática, en cambio, obedece por completo a la estructura del latín. No obstante, nuestro conjunto de imágenes culturales lleva una huella muy honda de esas ideas debido a la particularidad que tiene el alemán, frente a las demás lenguas europeas, de autogeneración, como quien dice, del vocabulario. Es un hecho que todos los niños alemanes de ocho años saben todas las raíces de nuestra lengua y pueden descomponer y entender cualquier palabra, incluso las más eruditas, lo que no le sucede a un niño francés, por ejemplo, que tardará mucho en aprender las palabras "difíciles" derivadas del griego y del latín. Y, por cierto, eso es algo que repercute muchísimo en el concepto que tenemos de nosotros mismos: Deutschland es el único país de Europa que no tiene designación geográfica, que no lleva en sí el nombre de un sitio o de un pueblo, como los anglos o los francos; es el país del "pueblo propiamente dicho"; deutsch es una forma adjetiva del alemán antiguo tuits, "pueblo". Por eso mismo ninguno de nuestros vecinos nos llama igual: allemands, germans, duits, tedeschi en italiano, que también viene de tuits, o niemtsy aquí en Rusia, que quiere decir precisamente "los mudos", los que no saben hablar, que es lo mismo que ocurre con bárbaros, en griego. Y toda nuestra ideología racial y vólkisch de ahora mismo se edificó hasta cierto punto sobre los cimientos de esas antiquísimas pretensiones alemanas que, debo añadir, no son algo exclusivo nuestro: Goropius Becanus, un autor flamenco, afirmaba en 1569 otro tanto del neerlandés, que comparaba con lo que él llamaba las lenguas primigenias del Cáucaso, vagina de los pueblos». Rio alegremente. Me habría gustado seguir la charla, sobre todo en lo tocante a las teorías raciales, pero Voss ya se estaba poniendo de pie: «Tengo que volver. ¿Quiere cenar con Oberlánder si no tiene otro compromiso?»… —«Con mucho gusto»…— «¿Quedamos en el casino? A eso de las ocho». Bajó a toda prisa la escalera. Volví a sentarme y miré a los viejos que jugaban al ajedrez. Iba entrando el otoño: el sol se metía ya por detrás del Mashuk, tiñendo su cresta de rosa y dejando, más abajo, en el bulevar, reflejos anaranjados entre los árboles e incluso en los cristales de la ventanas y en el enlucido gris de las fachadas.

Alrededor de las siete y media bajé al casino. Voss aún no había llegado y pedí un coñac que me llevé a un rincón algo apartado. Pocos minutos después entró Kern, recorrió con la vista el local y vino hacia mí. «¡Herr Hauptsturmführer! Lo estaba buscando». Se quitó el gorro y se sentó, mirando en torno; parecía embarazado y nervioso. «Herr Hauptsturmführer. Quería comunicarle algo que me parece que debe interesarle»… —«¿Sí?» Titubeó: «La gente… Anda usted mucho con ese Leutnant de la Wehrmacht. Y eso… ¿cómo lo diría yo? Eso da pie a rumores»…— «¿Qué clase de rumores?». —«Rumores… digamos rumores peligrosos. La clase de rumores que llevan derecho al campo de concentración»…— «Ya veo». Seguí impertérrito. «¿Y esa clase de rumores no la estará propalando por casualidad cierta clase de persona?» Se puso pálido: «No quiero decir nada más. Me parece una bajeza y una vergüenza. Sólo quería avisarle para que pueda… para que pueda arreglarlo y que la cosa no vaya a más». Me levanté y le tendí la mano: «Gracias por la información, Obersturmführer. Pero a quienes hacen correr chismes sórdidos en vez de decir las cosas cara a cara los desprecio y los ignoro». Me estrechó la mano: «Entiendo perfectamente su reacción. Pero tenga cuidado a pesar de todo». Volví a sentarme; me invadía la rabia. ¡Así que ése era el juego al que querían jugar! Y, de propina, estaban completamente equivocados. Ya lo he dicho: nunca tengo una relación de apego con mis amantes; la amistad es otra cosa, que no tiene nada que ver. Yo quería en este mundo sólo a una persona y, aunque no la viera nunca, me bastaba. Y algo así unas inmundicias cerriles como Turek y sus amigos nunca podrían entenderlo. Decidí vengarme: aún no sabía cómo, pero ya se presentaría alguna oportunidad. Kern era un hombre honrado; había hecho bien en avisarme: así me daría tiempo a pensar.

Voss llegó poco después con Oberlánder. Yo seguía absorto en mis pensamientos. «Buenas noches, profesor —dije estrechándole la mano a Oberlánder-. ¡Cuánto tiempo!»—. «Sí, sí. Y anda que no han pasado cosas desde los tiempos de Lemberg. ¿Y aquel otro oficial joven que estaba con usted?». —«¿El Hauptsturmführer Hauser? Debe de seguir en el grupo C. Llevo ya una temporada sin noticias suyas». Fui con ellos al restaurante y dejé que Voss pidiera. Nos trajeron vino de Kajetia. Oberlánder parecía cansado. «He oído decir que está usted al mando de una nueva unidad especial», comenté…— «Sí, el Kommando "Bergmann". Todos mis hombres son montañeses del Cáucaso»… —«¿De qué nacionalidad?», preguntó Voss con curiosidad. «Ah, pues hay de todo. Karachais y circasianos, claro; pero también ingushetios, avarios y laks, a quienes alistamos en los Stalag. Tengo incluso un svan»…— «¡Espléndido! Me gustaría hablar con él»… —«Tendrá que ir a Mozdok. Están metidos allí en operaciones antipartisanas»…— «¿No tendrá usted algunos ubijés por casualidad?», pregunté maliciosamente. A Voss le dio la risa. «¿Ubijés? No sé, me parece que no. ¿Eso qué es?» Voss se asfixiaba queriendo contener la risa y Oberlánder lo miraba, perplejo. Hice un esfuerzo por conservar la seriedad y contesté: «Es algo en que está emperrado el doctor Voss. Opina que la Wehrmacht debería forzosamente llevar a cabo una política pro ubijé para restablecer el equilibrio natural del poder entre los pueblos del Cáucaso». Voss, que estaba intentando beberse el vino, estuvo a punto de escupir el que tenía en la boca. A mí también me costaba contenerme. Oberlánder seguía sin entender nada y estaba empezando a perder la paciencia. «No sé de qué me hablan ustedes», dijo, muy seco. Intenté explicárselo. «Es un pueblo caucásico que los rusos deportaron. A Turquía. Antaño toda una parte de esta comarca estaba bajo su dominio»… —«¿Eran musulmanes?»—. «Sí, por supuesto»… —«En tal caso, apoyar a esos ubijés entraría por completo en el marco de nuestra Ostpolitik». Voss, encarnado, se levantó, masculló una disculpa y salió disparado hacia los servicios. Oberlánder se quedó desconcertado. «¿Qué le sucede?» Me di unas palmaditas en el vientre. «Ah, ya veo, dijo. Es algo frecuente por aquí. ¿Qué estaba diciendo?»—. «Nuestra política pro musulmana»… —«Sí. Por supuesto que es una política alemana tradicional. Lo que queremos llevar a cabo aquí no es, en realidad, sino una continuación de la política panislámica de Ludendorff. Cuando respetamos las realizaciones culturales y sociales del islam nos ganamos aliados útiles. Además, así no ofendemos a Turquía, que sigue siendo importante pese a todo, y esencialmente si queremos circunvalar el Cáucaso para pillar a los ingleses a contrapelo en Siria y en Egipto». Ya volvía Voss, y parecía haber recuperado la calma. «Si le estoy entendiendo bien— dije-, la idea sería unir a los pueblos del Cáucaso, y en particular a los pueblos turcófonos, en un gigantesco movimiento islámico antibolchevique»… —«Es una opción, pero todavía no le han dado el visto bueno en las alturas. Hay a quien le preocupa un nuevo brote panuralaltaico que podría darle a Turquía un poder excesivo en el ámbito regional, que interfiriera en nuestras conquistas. Y el ministro Rosenberg es partidario de un eje Berlín-Tiflis. Pero es por la influencia de ese tal Nikuradze»…— «¿Y usted qué opina?». —«Por ahora estoy escribiendo un artículo acerca de Alemania y del Cáucaso. Quizá está usted enterado de que, después de disolverse el "Nachtigall", estuve de Abwehroffizier con el Reichskommissar Koch, que es un antiguo amigo de los tiempos de Kónigsberg. Pero casi nunca está en Ucrania y sus subordinados, sobre todo Dargel, han llevado a cabo una política irresponsable. Por eso me fui. Intento demostrar en mi artículo que, en los territorios conquistados, necesitamos la cooperación de las poblaciones locales para evitar unas bajas demasiado onerosas durante la invasión y la ocupación. Una política pro musulmana o pro uralaltaica debería entrar en ese contexto. Por supuesto la última palabra debe tenerla una potencia, y sólo una»…— «Creía que uno de los objetivos de nuestro avance en el Cáucaso era convencer a Turquía para que entrase en la guerra de nuestro lado»… —«Por supuesto. Y si llegamos a Irak o a Irán eso será lo que haga seguramente. Saracoglu es prudente, pero no querrá dejar pasar esa oportunidad de recuperar antiguos territorios otomanos»…— «¿Y eso no interferiría en nuestro Grossraum?», pregunté… —«En absoluto. Pensamos en un Imperio continental; no nos interesa echarnos a cuestas posesiones lejanas ni contamos con medios para ello. Nos quedaremos con las comarcas productoras de petróleo del golfo Pérsico, desde luego, pero podríamos entregarle todo el resto del Oriente Próximo británico a Turquía».— «¿Y, a cambio, qué haría Turquía por nosotros?», preguntó Voss.— «Podría sernos útilísima. Desde el punto de vista estratégico, tiene una situación clave. Puede aportar bases navales y terrestres que nos permitirían acabar del todo con la presencia británica en Oriente Medio. Podría también proporcionarnos tropas para el frente antibolchevique»… —«Sí— dije-, podría enviarnos un regimiento ubijé, por ejemplo». A Voss volvió a entrarle una risa incontenible. Oberlánder se estaba enfadando: «Pero ¿qué demonios es la historia esa de los ubijés? No entiendo nada»… —«Ya se lo he dicho, es una obsesión del doctor Voss. Está desesperado porque no para de redactar informes pero nadie, en el mando, quiere creer en la importancia estratégica de los ubijés. Aquí sólo les importan los karachais, los kabardinos y los balkarios»…— «Pero entonces ¿por qué se ríe?». —«Sí, Doktor Voss, ¿por qué se ríe usted?», le espeté muy serio…— «Me parece que es algo de los nervios —le dije a Oberlánder-. Venga, Doktor Voss, tome un poco más de vino». Voss bebió un trago e intentó controlarse. «Yo— declaró Oberlánder— no sé bastante de esa cuestión para opinar». Se volvió hacia Voss: «Si tiene informes redactados acerca de esos ubijés los leeré encantado». Voss asintió nerviosamente con la cabeza: «Doktor Aue —dijo-, le agradecería que cambiase de tema»…— «Como quiera. De todas formas ya nos traen la cena». Nos sirvieron. Oberlánder parecía irritado; Voss estaba encarnadísimo. Para reanudar la conversación, le pregunté a Oberlánder: «¿Son eficientes sus Bergmanner en la lucha contra los partisanos?»… —«En las montañas son temibles. Hay algunos que nos traen cabezas u orejas a diario. En las llanuras, no valen mucho más que nuestras propias tropas. Han quemado varios pueblos en los alrededores de Mozdok. Intento explicarles que no parece buena idea hacerlo por sistema; pero es algo así como un atavismo. Y, además, hemos tenido problemas de disciplina bastante serios, deserciones sobre todo. Da la impresión de que muchos de ellos sólo se alistaron para volver a casa; desde que estamos en el Cáucaso, no paran de largarse. Pero a los que hemos conseguido alcanzar los he mandado fusilar delante de los demás y creo que eso los ha calmado un poco. Y además tengo muchos chechenos y daguestanos; y su tierra todavía está en manos de los bolcheviques. Por cierto, ¿han oído ustedes hablar de un levantamiento en Chechenia? En las montañas»…— «Corren rumores —contesté-. Una unidad especial que depende del Einsatzgruppe va a intentar lanzar en paracaídas a agentes que tomen contacto con los rebeldes»…— «Ah, qué interesante —dijo Oberlánder-. Por lo visto hay combates y la represión es feroz. De ahí podrían salir posibilidades para nuestras fuerzas. ¿Cómo podría enterarme de más?»—. «Le aconsejo que se dirija al Oberführer Bierkamp, en Voroshilovsk»… —«Muy bien. ¿Y por aquí? ¿Tienen muchos problemas con los partisanos?»—. «No demasiados. Hay una unidad que actúa cerca de Kislovodsk. El destacamento "Lermontov". Se ha puesto bastante de moda en esta zona eso de llamar a todo Lermontov». Voss se reía, sin tapujos esta vez. «¿Se mueven mucho?». —«La verdad es que no. Se quedan pegados a las montañas, les da miedo bajar. Se dedican sobre todo a informar al Ejército Rojo. Mandan a chiquillos para que cuenten las motos y los camiones que hay delante de la Feldkommandantur, por ejemplo». Estábamos acabando de cenar; Oberlánder seguía hablando de la Ostpolitik de la nueva administración militar: «El general Kóstring es una elección estupenda. Creo que con él el experimento tiene probabilidades de salir bien»…— «¿Conoce al doctor Bráutigam?», pregunté… —«¿Herr Bráutigam? Por supuesto. Solemos intercambiar ideas. Es un hombre muy motivado y muy inteligente». Oberlánder se estaba acabando el café y se disculpó. Nos despedimos y Voss salió a acompañarlo. Lo esperé fumándome un cigarrillo. «Se ha portado de una manera odiosa», me dijo cuando se volvió a sentar…— «Pero ¿y eso por qué?». —«Lo sabe perfectamente». Me encogí de hombros: «No ha sido para tanto»…— «Oberlánder ha debido de pensar que nos estábamos riendo de él»… —«Pues claro que nos estábamos riendo de él. Sólo que nunca se atreverá a admitirlo. Conoce usted tan bien como yo a los profesores. Si reconociera que no sabe nada de la cuestión ubi jé, podría ser un contratiempo para su reputación de "Lawrence del Cáucaso"». Nos fuimos también nosotros del casino. Caía una lluvia fina y débil. «Ya está— dije, como si hablase conmigo mismo-. Ya estamos en otoño». Un caballo atado delante de la Feldkommandantur relinchó y movió la cabeza con un resoplido. Los centinelas se habían puesto los capotes de hule. En la calle Karl Marx el agua bajaba la cuesta en riachuelos. La lluvia iba a más. Nos separamos ante nuestro acuartelamiento dándonos las buenas noches. Ya en mi cuarto, abrí la puerta acristalada y me quedé un buen rato oyendo cómo chorreaba el agua por las hojas de los árboles, por los cristales del balcón, por el tejado de chapa, por la hierba y la tierra húmeda.

Llovió tres días seguidos. Los sanatorios se llenaban de heridos que traían desde Malgobeck y Sagopshi, en donde nuestra nueva ofensiva contra Grozny estaba partiéndose el espinazo tras toparse con una resistencia encarnizada. Korsemann vino a repartir medallas a los voluntarios finlandeses de la «Wiking», unos muchachos guapos y rubios, un tanto desorientados, diezmados por el fuego cruzado del valle del Juruk, más abajo de Nijny Kurp. La nueva administración militar del Cáucaso se iba constituyendo. A principios de octubre, por decreto del Generalquartiermeister Wagner, seis raion cosacos, con 160.000 habitantes, recibieron el nuevo estatuto de «gobierno autónomo»; la autonomía karachai iban a anunciarla oficialmente durante una gran fiesta en Kislovodsk. Korsemann y Bierkamp volvieron a convocarme en Voroshilovsk, junto con los principales oficiales de las SS de la comarca. A Korsemann lo tenían intranquilo los limitados poderes policiales de las SS en los distritos con gobierno autónomo, pero deseaba insistir en una política de cooperación más intensa con la Wehrmacht. A Bierkamp se le notaba furioso; llamaba a los Ostpolitiker zaristas y barones bálticos: «Esa dichosa Ostpolitik no es sino una resurrección del espíritu de Tauroggen», clamaba. En privado, Leetsch me dio a entender con medias palabras que a Bierkamp lo traían por el camino de la amargura las cifras de las ejecuciones de los Kommandos, que ahora no pasaban de unas cuantas decenas semanales: ya habían liquidado a los judíos de todas las zonas ocupadas, salvo a unos cuantos artesanos que había dejado aparte la Wehrmacht para que ejercieran de zapateros y de sastres; caían prisioneros pocos partisanos y pocos comunistas; en cuanto a las minorías nacionales y los cosacos, que constituían la mayoría de la población, ahora eran casi intocables. Me pareció que Bierkamp adolecía de una mente muy estrecha, pero podía entenderlo: en Berlín se valoraba la eficiencia de los Einsatzgruppen por las cifras y un bajón de la actividad podía interpretarse como falta de energía por parte del Kommandant. No obstante, el grupo no estaba inactivo. En Elista, en los confines de la estepa calmuca, estaban creando un Sk «Astrachan» con vistas a la toma de la ciudad; en la región de Krasnodar, tras cumplir con todas las tareas prioritarias, el Sk 10a vaciaba los asilos para débiles mentales, hidrocéfalos y degenerados, recurriendo sobre todo a un camión de gas. En Maikop, el 17° Ejército volvía a lanzar la ofensiva contra Tuapse, y el Sk 11 tenía que colaborar en la represión de una intensa guerrilla en las montañas, en terreno muy accidentado, y que la intensidad de la lluvia complicaba aún más. El 10 de octubre, celebré mi cumpleaños yendo al restaurante con Voss, aunque sin decírselo; a la mañana siguiente, partíamos con gran parte del AOK a Kislovodsk para festejar el Uraza Bairam, la ruptura de ayuno con que concluye el mes de ramadán. Fue algo así como un día triunfal. En un extenso campo de las afueras de la ciudad, el imán de los karachais, un anciano arrugado de voz firme y clara, dirigía un prolongado rezo colectivo; de cara a las colinas cercanas, cientos de gorras, casquetes, sombreros o gorros de piel, en filas prietas, bajaban hasta el suelo y volvían a alzarse al ritmo de su melopea. Luego, en una tarima adornada con banderas alemanas y musulmanas, Kóstring y Bráutigam, cuyas voces amplificaba un altavoz de la PK, proclamaron la creación del Distrito Autónomo karachai. Todas las frases acababan con aclamaciones y disparos de fusil. Voss, con la manos a la espalda, traducía el discurso de Bráutigam; Kóstring leyó el suyo directamente en ruso y, luego, unos jóvenes entusiastas lo lanzaron por los aires varias veces. Bráutigam presentó al cadí Bairamukov, un campesino antisoviético, como nuevo jefe del distrito: el anciano, ataviado con una cherkesska y un beskmet y tocado con un enorme papakha blanco de cordero, dio las gracias solemnemente a Alemania por haber liberado a los karachais del yugo ruso. Un niño trajo ante la tarima un espléndido caballo blanco de Kabardina, cuyo lomo cubría un sumak daguestaní de vivos colores. El caballo resopló, sacudiendo la cabeza; el anciano explicó que se trataba de un regalo del pueblo karachai al jefe de los alemanes, Adolf Hitler; Kóstring le dio las gracias y le aseguró que harían llegar el caballo al Führer a Vinnitsa, en Ucrania. Entonces unos muchachos montañeses con el traje tradicional pasearon a hombros a Kóstring y a Bráutigam entre los vítores de los hombres, las albórbolas de las mujeres y las reiteradas salvas de escopetas de mala muerte. Voss, rojo de satisfacción, lo miraba todo encantado de la vida. Fuimos siguiendo a la muchedumbre: al fondo del campo, un breve ejército de mujeres apilaba vituallas encima de largas mesas colocadas bajo unos tejadillos. En grandes calderos de hierro colado cocían a fuego lento increíbles cantidades de carne de cordero, que servían junto con el caldo; también había pollo cocido, ajos silvestres, caviar y manti, algo así como unos raviolis caucásicos; las mujeres karachais, preciosas y risueñas algunas de ellas, ponían continuamente nuevos platos ante los comensales; los muchachos estaban apiñados a un lado, cuchicheando con frenesí, mientras sus mayores, sentados, comían. Kóstring y Bráutigam presidían bajo un palio, junto con los ancianos y ante el caballo de Kabardina del que todo el mundo parecía haberse olvidado y que, arrastrando el cabestro, se acercaba a olisquear los platos mientras los espectadores reían. Unos músicos montañeses cantaban largas melopeas acompañándose con unos instrumentos de cuerda pequeños y de sonido bastante agudo; luego, se les unieron unos percusionistas y la música se volvió furibunda, endemoniada; se formó un corro grande y los jóvenes, a quienes dirigía un maestro de ceremonias, bailaron, nobles, espléndidos y viriles, la lesghinka y, después, con pasmoso virtuosismo, otras danzas con cuchillos. No había alcohol, pero la mayoría de los comensales alemanes, que se habían acalorado con las viandas y las danzas, parecían estar borrachos, rojos, sudorosos y sobrexcitados. Los karachais celebraban los pasos de danza más conseguidos con salvas, lo que llevaba el frenesí al paroxismo. Me latía el corazón con violencia; Voss y yo llevábamos el compás con pies y manos, y yo gritaba como un loco en el corro de espectadores. Al caer la noche, trajeron antorchas y la fiesta siguió; cuando uno se notaba cansado en exceso, volvía a las mesas para tomar té y comer algo. «¡Los Ostpolitiker se han marcado todo un triunfo! Esto convencería a cualquiera», exclamé dirigiéndome a Voss.

Pero las noticias del frente no eran buenas. En Stalingrado, pese a que los boletines militares anunciaban a diario alguna ruptura decisiva del frente, el 6º Ejército, según el Abwehr, se había estancado por completo en el centro de la ciudad. Los oficiales que volvían de Vinnitsa aseguraban que en el cuartel general imperaba un ambiente deplorable y que el Führer ya casi ni dirigía la palabra a los generales Keitel y Jodl, a quienes había prohibido sentarse con él a la mesa. Corrían siniestros rumores por los círculos militares, y Voss me los contaba a veces: el Führer padecía agotamiento nervioso, caía en ataques de demencia rabiosa y tomaba decisiones contradictorias e incoherentes; los generales estaban empezando a perder la confianza. Por supuesto que se trataba de exageraciones, pero el propio hecho de que corriesen tales rumores por el ejército me parecía preocupante y lo cité en el capítulo Estado anímico de la Wehrmacht. Hohenegg había regresado, pero la conferencia en que participaba transcurría en Kislovodsk y aún no lo había visto; al cabo de unos días, me mandó una nota para invitarme a cenar. Voss, por su parte, había ido a reunirse con el III.er Cuerpo blindado en Projladny; Von Kleist estaba preparando otra ofensiva hacia Nalchik y Oryonikidze y quería seguirla de cerca para garantizar la seguridad de las bibliotecas y los institutos.

Aquella misma mañana, vino a mi despacho el Leutnant Reuter, un ayudante de Von Gilsa: «Tenemos un caso curioso que debería usted ver. Se ha presentado aquí un viejo; ha venido porque ha salido de él. Cuenta cosas muy raras y dice que es judío. El Oberst propone que lo interrogue usted»… —«Si es judío, habría que enviarlo al Kommando»…— «Es posible. Pero ¿no quiere usted verlo? Le aseguro que es algo pasmoso». Un ordenanza me trajo al hombre. Era un anciano de elevada estatura y larga barba blanca; resultaba evidente que era todavía un hombre vigoroso. Llevaba una cherkesska negra, unas botinas de cuero flexible con chanclos de campesino ucraniano y un casquete bordado muy bonito, morado, azul y dorado. Le indiqué con un ademán que se sentara y, un tanto contrariado, le dije al ordenanza: «Supongo que sólo habla ruso. ¿Dónde está el Dolmetscher?». El viejo me miró con ojos penetrantes y me dijo en un griego clásico de curioso acento, pero comprensible: «Veo que eres hombre educado. Debes de saber griego». Me quedé cortado, despedí al ordenanza y respondí: «Sí, sé griego. Y tú ¿cómo es que hablas esa lengua?». No hizo caso de mi pregunta. «Me llamo Nahum ben Ibrahim, de Magaramkend, en la goubernatoria de Derbent. Para los rusos, tomé el nombre de Shamiliev, en honor al gran Shamil con quien combatió mi padre. Y tú ¿cómo te llamas?». —«Me llamo Maximilian y vengo de Alemania»…— «¿Y quién era tu padre?» Sonreí: «¿Qué te importa a ti mi padre, anciano?»… —«¿Cómo quieres que sepa con quién estoy hablando si no conozco a tu padre?» Ahora me daba cuenta de que en el griego que hablaba había giros por completo inusuales, pero conseguía entenderlo. Le dije cómo se llamaba mi padre y pareció satisfecho. Luego, le dije: «Si tu padre luchó con Shamil, debes de ser muy viejo»…— «Mi padre murió gloriosamente en Dargo, tras haber matado a decenas de rusos. Era un hombre muy piadoso y Shamil respetaba su religión. Decía que nosotros, los Dagh-Chufuti, creíamos en Dios mejor que los musulmanes. Me acuerdo del día en que lo dijo ante sus murid, en la mezquita de Vedeno»… —«¡Es imposible! No has podido conocer personalmente a Shamil. ¡Enséñame el pasaporte!» Me tendió un documento que hojeé deprisa. «¡Fíjate! Aquí pone que naciste en 1866. En aquella época Shamil estaba ya en manos de los rusos, en Kaluga». Me quitó calmosamente el pasaporte de las manos y se lo guardó en un bolsillo interior. Parecía como si los ojos le chispeasen de guasa y malicia. «¿Cómo quieres que un pobre chinovnik— usó la palabra rusa de Derbent, un hombre que ni siquiera acabó la escuela primaria, sepa cuándo nací? Contaron setenta años cuando se hizo este papel, sin preguntarme nada. Pero soy mucho más viejo. Nací antes de que Shamil soliviantase a las tribus. Era ya un hombre cuando esos perros rusos mataron a mi padre en Dargo. Habría ocupado su lugar junto a Shamil, pero ya estaba entregado al estudio de la Ley y Shamil me dijo que tenía suficientes guerreros, pero que también necesitaba hombres sabios». Yo no sabía qué pensar; parecía convencido de lo que decía, pero era algo bastante extraordinario: y en tal caso, tendría por lo menos ciento veinte años. «¿Y el griego? ¿Dónde lo aprendiste?», volví a preguntar… —«Daguestán no es Rusia, joven oficial. Antes de que los rusos los mataran sin compasión, los hombres más sabios del mundo vivían en Daguestán, musulmanes y judíos. La gente venía de Arabia, de Turquestán e incluso de China para consultarlos. Y los Dagh-Chufuti no son los judíos piojosos de Rusia. La lengua de mi madre es el parsi, y todo el mundo habla turco. Aprendí el ruso para comerciar, porque, como decía el rabino Eliezer, el pensamiento de Dios no llena el estómago. El árabe lo estudié con los imanes de las madrazas de Daguestán, y el griego y el hebreo en los libros. Nunca aprendí esa lengua de los judíos de Polonia, que no es más que alemán, una lengua de niemtsy». Meirakion. También leí a vuestro Platón y a vuestro Aristóteles. Pero los leí con Moisés de León, lo que resulta muy diferente». Yo llevaba un rato mirándole fijamente la barba, recortada en cuadrado, y, sobre todo, el labio superior, afeitado. Había algo que me intrigaba: el labio superior, bajo la nariz, era liso, sin la parte hundida que hay habitualmente en el centro. «¿Cómo es que tienes el labio así? Nunca he visto nada igual». Se frotó el labio: «¿Esto? Cuando nací el ángel no me selló los labios. Y por eso me acuerdo de todo lo que sucedió antes»…— «No entiendo»… —«Y eso que eres un hombre instruido. Todo eso está escrito en el Libro de la Creación del Niño de los Pequeños Midrashim. En un principio, los padres del hombre copulan. Y así se crea un gota en la que Dios introduce el espíritu del hombre. Luego, el ángel lleva esa gota al Paraíso por la mañana y al Infierno por la noche; después, le enseña en dónde vivirá en la tierra y en dónde la enterrarán cuando Dios llame al espíritu que puso en ella. Y, luego, escrito está lo siguiente. Discúlpame si lo recito mal porque tengo que traducir del hebreo, porque tú no sabes hebreo: Pero el ángel siempre devuelve la gota al cuerpo de la madre y el santo, loado sea, cierra tras de ella puertas y cerrojos. Y el santo, loado sea, le dice: Hasta ahí irás y no más allá. Y el niño se queda en el seno de la madre durante nueve meses. Y, luego, está escrito: El niño come de cuanto come su madre, bebe de cuanto bebe su madre y no elimina excrementos pues, si lo hiciera, mataría a su madre. Y, luego, está escrito: Y cuando llega el momento en que debe venir al mundo, se le presenta el ángel y le dice: Sal, pues llegado es el momento de que aparezcas en el mundo. Y el espíritu del niño responde: Ya dije a quien estuvo aquí que estoy satisfecho del mundo en que he vivido. Y el ángel le responde: El mundo al que te llevo es hermoso. Y después: Mal que te pesare, te formaron en el cuerpo de tu madre y mal que te pese naciste para venir al mundo. Acto seguido, el niño empieza a llorar. ¿Y por qué llora? Por el mundo en donde había vivido y que tiene que dejar. Y, no bien ha salido, el ángel le da un golpe en la nariz y le apaga la luz que tiene sobre la cabeza; obliga a salir al niño asu pesar y el niño olvida cuanto vio. Y no bien sale, empieza a llorar. Ese golpe en la nariz que menciona el libro es lo siguiente: el ángel le sella los labios al niño y ese sello deja una marca. Pero el niño no olvida en el acto. Cuando mi hijo tenía tres años, hace mucho tiempo, lo sorprendí una noche junto a la cuna de su hermanita: "Hablame de Dios— le decía-, que se me está olvidando". Por eso el hombre tiene que volver a aprenderlo todo acerca de Dios mediante el estudio y por eso los hombres se vuelven perversos y se matan entre sí. Pero a mí el ángel me hizo salir sin sellarme los labios, como puedes ver, y me acuerdo de todo»… —«¿Entonces te acuerdas del sitio en donde te enterrarán?», le pregunté. Sonrió de oreja a oreja: «Por eso precisamente he venido a verte aquí»…— «¿Y está lejos?». —«No. Te lo puedo enseñar si quieres». Me levanté y cogí el gorro: «Vamos».

Según salía, le pedí a Reuter un Feldgendarme; me remitió al jefe de su compañía, que escogió a un Rottwachtmeister: «¡Hanning! Vete con el Hauptsturmführer y haz lo que te mande». Hanning estaba cogiendo el casco y echándose el fusil al hombro; debía de rondar los cuarenta años; la gran media luna de metal le saltaba sobre el pecho delgado. «Necesitaríamos también una pala», añadí. Una vez fuera, me volví hacia el viejo: «¿Por dónde?». Alzó el dedo hacia el Mashuk cuya cima, metida entre unas cuantas nubes, parecía estar escupiendo humo. «Por allí». Con Hanning pisándonos los talones, fuimos por las calles, cuesta arriba, hasta llegar a la última, la que se ciñe al monte. Allí, el viejo señaló hacia la derecha, en dirección al Proval. Unos pinos bordeaban la carretera y, en un determinado lugar, un caminito se internaba entre los árboles. «Es por ahí», dijo el viejo… —«¿Estás seguro de que nunca has estado aquí?», le pregunté. Se encogió de hombros. El camino subía, serpenteando, y la cuesta era empinada. El viejo caminaba delante, con paso ágil y seguro; detrás, con la pala al hombro, Hanning resollaba como un buey. Cuando salimos de los árboles, vi que el viento había despejado las nubes de la cumbre. Un poco más allá, me volví. El Cáucaso cerraba el horizonte. Había llovido durante la noche y la lluvia había barrido por fin la omnipresente nube del verano, desvelando las montañas, nítidas y majestuosas. «Déjate de andar soñando», me espetó el viejo. Eché a andar otra vez. Seguimos subiendo alrededor de otra media hora. El corazón me latía rabiosamente. A Hanning también, pero el viejo parecía tan lozano como un árbol joven. Por fin llegamos a algo así como una terraza herbosa, cuando apenas si faltaban cien metros para la cima. El viejo se adelantó y contempló el paisaje. Era la primera vez que yo veía el Cáucaso de verdad. La cadena, soberana, se extendía, como una gigantesca muralla inclinada, hasta el más remoto horizonte; uno podía pensar que, si guiñaba los ojos, vería cómo los últimos montes se sumergían en el mar Negro, allá en lontananza, a la derecha, y, a mano izquierda, en el Caspio. Las laderas eran azules y las dominaban crestas de tonos amarillo pálido o blanquecinos; el Elbrus, blanco como un tazón de leche puesto del revés, remataba los picachos; algo más allá, el Kazbek se erguía por encima de Osetia. Era hermoso como una frase de Bach. Yo miraba y no decía nada. El viejo extendió la mano hacia el este: «Allí, pasado el Kazbek, ya estamos en Chechenia, y, después, allá, está Daguestán»…— «¿Y tu tumba dónde está?» Recorrió con la vista la terraza plana y dio unos pasos: «Aquí», dijo por fin dando una patada en el suelo. Volví a mirar las montañas: «Es un sitio hermoso para que lo entierren a uno, ¿no te parece?». El viejo sonreía con una sonrisa inmensa y arrobada: «¿Verdad que sí?». Empezaba a preguntarme si no me habría tomado el pelo. «¿Lo habías visto antes de verdad?». —«¡Pues claro!», dijo indignado. Pero a mí me daba la impresión de que se reía de barbas para adentro. «Pues cava», dije…— «¿Cómo que cave? ¿No te da vergüenza, meirakiske? ¿Tú sabes qué edad tengo? ¡Podría ser el abuelo de tu abuelo! Antes que cavar, sería capaz de maldecirte». Me encogí de hombros y me volví hacia Hanning, que seguía esperando con la pala a cuestas. «Hanning, cave»… —«¿Que cave, Herr Hauptsturmführer? ¿Que cave qué?»—. «Una tumba, Rottwachtmeister. Aquí». Movió la cabeza: «¿Y el viejo? ¿Es que no puede cavar él?»… —«No. Venga, empiece». Hanning dejó el fusil y el casco en la hierba y se dirigió al lugar indicado. Se escupió en las manos y empezó a cavar. El viejo miraba las montañas. Yo escuchaba el susurro del viento, el vago rumor de la ciudad a nuestros pies; oía también el ruido de la pala golpeando en la tierra, la caída de los terrones que salían disparados, la ruidosa respiración de Hanning. Miré al viejo; estaba de cara a las montañas y al sol y susurraba algo. Volví a mirar las montañas. Las sutiles e infinitas variaciones del azul que teñía las laderas podían leerse con toda seguridad como una larga línea de música que ritmaban las crestas. Hanning, que se había quitado la placa del cuello y la guerrera, cavaba de forma bastante metódica y estaba ya metido en el hoyo hasta las rodillas. El viejo se volvió hacia mí con expresión risueña: «¿Cómo va la cosa?». Hanning había dejado de cavar y recuperaba el resuello apoyado en la pala. «¿No es ya bastante, Herr Hauptsturmführer?», preguntó. El hoyo parecía tener ahora la longitud adecuada, pero sólo medio metro de profundidad. Me volví hacia el viejo: «¿Te basta así?»…— «¿Estás de guasa? ¡No pensarás hacerme una tumba de pobre, a mí, a Nahum ben Ibrahim! Vamos, que no eres un népios»… —«Lo siento, Hanning. Hay que seguir cavando»…— «Oiga, Herr Hauptsturmführer —me preguntó antes de seguir trabajando-, ¿en qué lengua le habla? Eso no es ruso»…— «No, es griego»… —«¿Es un griego? Yo creía que era judío»…— «Venga, cave». Volvió a ponerse manos a la obra, soltando un taco. Al cabo de veinte minutos, se detuvo de nuevo, resoplando con fuerza. «Mire, Herr Hauptsturmführer, normalmente estas cosas se hacen entre dos. Yo no soy ya ningún jovencito»… —«Déme la pala y salga de ahí». Yo también me quité el gorro y la guerrera y ocupé el lugar de Hanning en la fosa. No puede decirse que tuviera mucha experiencia en cavar. Necesité varios minutos para dar con un ritmo. El viejo se había inclinado hacia mí: «Te das muy mala maña. Ya se ve que te has pasado la vida metido en los libros. Entre nosotros hasta los rabinos saben construir una casa. Pero eres un buen chico. He atinado al dirigirme a ti». Seguí cavando, ahora había que lanzar la tierra a bastante altura y buena parte de ella volvía a caer al agujero. «¿Vale ya así?», pregunté por fin.—. «Un poco más. Quiero que mi tumba sea tan cómoda como el vientre de mi madre»… —«Hanning— llamé-, venga a relevarme». La fosa me llegaba ya al pecho y tuvo que ayudarme a salir. Volví a ponerme la guerrera y fumé mientras Hanning seguía cavando. Miré otra vez las montañas, no me cansaba de contemplarlas. El viejo las miraba también. «¿Sabes? Me decepcionaba que no me enterrasen en mi valle, cerca del río Samur —dijo-. Pero ahora me doy cuenta de que el ángel es sabio. Este es un sitio hermoso»…— «Sí», dije. Miré de reojo: el fusil de Hanning estaba tirado en la hierba, junto al casco, como abandonado. Cuando a Hanning le asomaba apenas la cabeza del suelo, el viejo dijo que ya le parecía bien. Ayudé a salir a Hanning. «¿Y ahora qué?», pregunté… —«Ahora tienes que meterme dentro, claro. ¿No creerás que Dios me va a mandar un rayo?» Me volví hacia Hanning: «Rottwachtmeister, vuelva a ponerse el uniforme y fusile a este hombre». Hanning se puso encarnado, escupió y dijo una palabrota. «¿Qué pasa?»—. «Con su permiso, Herr Hauptsturmführer, para las tareas especiales necesito una orden de mi superior»… —«El Leutnant Reuter lo ha puesto a mi disposición». Titubeó: «Bueno, de acuerdo», dijo por fin. Volvió a ponerse la guerrera, la gran placa y el casco tras sacudirse el pantalón y agarró el fusil. El viejo se había colocado al borde de la tumba, de cara a las montañas, y seguía sonriendo. Hanning se echó el fusil al hombro y le apuntó al viejo a la nuca. De repente noté que me invadía la angustia. «¡Espere!» Hanning bajó el fusil y el viejo volvió la cabeza en mi dirección. «¿Y mi tumba? ¿La has visto también?», pregunté. Sonrió: «Sí». Me silbaba la respiración, debía de estar lívido y me embargaba una vana angustia: «¿Y dónde está?». El viejo seguía sonriendo: «Eso no te lo diré»…— «¡Fuego!», le grité a Hanning. Éste alzó el fusil y disparó. El viejo cayó como una marioneta a la que de repente le cortan los hilos. Me acerqué a la fosa y me incliné. Yacía en el fondo, como un saco, y seguía sonriendo levemente entre la barba salpicada de sangre; y los ojos abiertos, que miraban la pared de tierra, reían también. «Cierre eso», le ordené muy seco a Hanning.

Al pie del Mashuk, envié a Hanning de vuelta al cuartel general y me fui, pasando por la galería Académica, a los baños Pushkin que la Wehrmacht había vuelto a abrir en parte para sus convalecientes. Me desnudé y me sumergí en el agua ardiente, parduzca y sulfurosa. Me quedé así mucho rato y luego me enjuagué con una ducha fría. Aquel tratamiento me devolvió el vigor de cuerpo y alma: tenía la piel jaspeada de rojo y blanco y me sentía alerta, casi liviano. Volví al acuartelamiento y me eché una hora, con los pies cruzados encima del sofá y de cara a la puerta acristalada, abierta. Luego me cambié y bajé al AOK para recoger el coche que había pedido por la mañana. Por el camino, fumé y miré los volcanes y las suaves y azules montañas del Cáucaso. Caía ya la tarde, estábamos en otoño. A la entrada de Kislovodsk, la carretera cruzaba el Podkumok; abajo, carretas de campesinos pasaban el río por el vado; de la última, un tablón colocado sobre unas ruedas, tiraba un camello de pelo largo y cuello grueso. Hohenegg me esperaba en el casino: «Tiene usted pinta de estar en plena forma», me dijo al verme… —«Estoy reviviendo. Pero he tenido un día peculiar»…— «Ahora me lo cuenta». Dos botellas de vino blanco del Palatinado esperaban junto a la mesa en unos cubos de hielo: «Le pedí a mi mujer que me las mandase»… —«Doctor, es usted el demonio». Descorchó la primera: el vino estaba fresco y mordía la lengua, dejando tras de sí la caricia del fruto. «¿Qué tal su conferencia?»—. «Muy bien. Hemos pasado revista al cólera, al tifus y a la disentería y estamos llegando a la dolorosa cuestión de los sabañones»… —«Todavía no tocan»…— «Pero ya no tardarán. ¿Y usted, qué tal?» Le conté la historia del Bergjude anciano. «Un sabio, ese Nahum ben Ibrahim —comentó, cuando hube acabado-. Es envidiable»…— «Es muy probable que tenga usted razón». Nuestra mesa estaba arrimada a un tabique detrás del cual había un reservado del que salían risas y voces indistintas. Bebí un poco más de vino. «No obstante —añadí-, debo admitir que me cuesta entenderlo»…— «A mí, no —afirmó Hohenegg-. Mire, desde mi punto de vista hay tres comportamientos posibles ante esta vida absurda. Primero, el de las masas, boi polloi, que, sencillamente, se niegan a ver que la vida es una guasa. No se burlan de ella, sino que trabajan, acopian, mastican, defecan, fornican, se reproducen, envejecen y mueren como bueyes uncidos al arado, de la misma forma necia en que vivieron. Así es la inmensa mayoría. Luego están los que son como yo, que saben que la vida es una guasa y tienen valor para burlarse de ella, igual que los taoístas y que ese judío suyo. Y, luego, están, y si mi diagnóstico es correcto, ése es el caso de usted, los que saben que la vida es una guasa, pero sufren. E igual le pasa a su Lermontov, a quien por fin he leído: I jizn takaía pustaia i glupaia shutka, escribe». Yo sabía ya bastante ruso como para entenderlo y completar: «Habría debido añadir: i grubaia, "una guasa vacía, necia y sucia"».— «Seguramente lo pensó. Pero le habría estropeado la escansión».— «Aunque quienes se comportan así, saben, no obstante que existe el segundo comportamiento», dije… —«Sí, pero no consiguen asumirlo». Las voces del otro lado del tabique eran ahora más claras: una camarera se había dejado abierta la cortina del reservado al salir. Reconocí la entonación zafia de Turek y de su comparsa, Pfeiffer. «¡En las SS debería estar prohibido que hubiera mujeres así!», chillaba Turek…— «Y lo está. A ése deberían tenerlo metido dentro de un campo de concentración, y no dentro de un uniforme», respondió Pfeiffer… —«Sí— dijo otra voz-, pero se necesitan pruebas»… —«Los vimos— dijo Turek-. El otro día, detrás del Mashuk; se salieron de la carretera para irse al bosque a hacer sus cosas»… —«¿Está seguro?»—. «Le doy mi palabra de oficial»… —«¿Y de verdad que lo reconoció?»—. «¿A Aue? Estaba tan cerca de mí como lo está usted ahora». Los hombres callaron de repente. Turek se volvió despacio y me vio de pie en la entrada del reservado. Se le vació de sangre el rostro encendido. Pfeiffer, al final de la mesa, se estaba poniendo amarillo. «Es de lo más lamentable que utilice con tanta ligereza su palabra de oficial, Hauptsturmführer —dije con claridad y sin que se me alterase la voz-. Porque es algo que la invalida. Sin embargo, está usted aún a tiempo de retirar esas palabras infames. Le aviso de que si no lo hace nos batiremos». Turek se había levantado, echando hacia atrás la silla de forma brutal. Un tic absurdo le deformaba los labios y le daba un aspecto aún más flojo y desvalido que de costumbre. Buscaba la mirada de Pfeiffer: éste le hizo una seña con la cabeza para alentarlo. «No tengo nada que retirar», chirrió con voz átona. Aún vacilaba en llegar hasta el final. A mí me embargaba una gran exaltación, pero seguía teniendo la voz tranquila y terminante. «¿Está completamente seguro?» Quería azuzarlo, acalorarlo y cerrarle todas las puertas a la espalda. «Puede tener la seguridad de que no resultaré tan cómodo como un judío desarmado». Aquellas palabras causaron un tumulto. «¡Están insultando a las SS!», vociferaba Pfeiffer. Turek estaba lívido y me miraba como un toro rabioso, sin decir nada. «Muy bien— dije-. Pues entonces le enviaré a alguien dentro de un rato a las oficinas del Teilkommando». Di media vuelta y salí del restaurante. Hohenegg me alcanzó en la escalera: «¡Pero qué bobada! Definitivamente, Lermontov se le ha subido a la cabeza». Me encogí de hombros. «Doctor, lo tengo por hombre de honor. ¿Me apadrina?» Ahora le tocó a él encogerse de hombros. «Si así lo quiere. Pero es una necedad». Le di una palmada amistosa en el hombro. «No se preocupe. Todo irá bien. Pero no se deje el vino, que lo vamos a necesitar». Me llevó a su habitación y nos acabamos la primera botella. Le hablé un poco de mi vida y de mi amistad con Voss. «Lo aprecio mucho. Es un individuo pasmoso. Pero no tiene nada que ver con lo que se imaginan esos cerdos». Lo mandé después a las oficinas del Teilkommando y empecé la segunda botella mientras lo esperaba fumando y mirando cómo el sol poniente espejeaba en el ancho parque y en las laderas del Maloe Sedlo. Volvió de esa gestión al cabo de una hora. «Le advierto de que están tramando alguna mala faena», me dijo sin más rodeos… —«¿Cómo es eso?»—. «Entré en el Kommando y los oí bramar. Me había perdido el principio de la conversación, pero oí lo más gordo: "Y así no corremos riesgos. De todas formas, eso es lo que se merece". Luego, su adversario, el que tiene pinta de judío, ¿es ése, no?, contestó: "¿Y su testigo?". El otro voceaba: "Pues que se fastidie él también". Después entré y se callaron. Me parece que se disponen a liquidarnos sin más. ¡Fíjese qué sentido del honor tan SS!». —«No se preocupe, doctor. Tomaré mis precauciones. ¿Se han puesto de acuerdo en los detalles?»—. «Sí. Nos reuniremos con ellos mañana por la tarde, a las seis, a la salida de Jeleznovodsk y buscaremos una balka aislada. El muerto se lo cargaremos a los partisanos que rondan por la zona»… —«Sí, la banda de Pustov. Es una buena idea. ¿Y si fuéramos a comer algo?»

Volví a Piatigorsk tras haber comido y bebido con agrado. Durante la cena, Hohenegg estuvo cetrino: me daba cuenta de que desaprobaba mi iniciativa y todo aquello. Yo seguía curiosamente exaltado; era como si me hubiera quitado un gran peso de encima. Iba a cargarme a Turek con mucho gusto, pero tenía que pensar en neutralizar la trampa que él y Pfeiffer querían tenderme. Llevaba una hora en mi habitación cuando llamaron a la puerta. Era un ordenanza del Kommando que me tendió un papel: «Siento molestarlo tan tarde, Herr Hauptsturmführer. Es una orden urgente del Gruppenstab». Rasgué el sobre: Bierkamp me citaba a las ocho, y también a Turek. Alguien se había chivado. Despedí al ordenanza y me desplomé en el sofá. Sentía como si me persiguiera una maldición: ¡así que, hiciera lo que hiciera, siempre me serían vedadas las acciones puras! Me parecía ver al judío anciano, en su tumba del Mashuk, riéndose de mí. Me notaba vacío; me eché a llorar y me dormí entre lágrimas y vestido.

A la mañana siguiente me presenté en Voroshilovsk a la hora indicada. Turek había venido por su cuenta. Nos cuadramos ante el escritorio de Bierkamp, juntos, sin más testigos. Bierkamp no se anduvo con rodeos. «Meine Herrén, me ha llegado la información de que, al parecer, se han dirigido ustedes en público palabras indignas de unos oficiales SS y que, para zanjar el litigio, tenían pensado recurrir a una acción que el reglamento prohibe expresamente y que, además, habría dejado al grupo sin dos elementos válidos y difícilmente sustituibles. Ya que pueden tener la seguridad de que el superviviente habría comparecido acto seguido ante un tribunal SS y de la policía y lo habrían condenado a la pena capital o a un campo de concentración. Les recuerdo que están aquí para servir a su Führer y a su Volk y no para satisfacer sus pasiones personales: si se juegan la vida, será por el Reich. Por lo tanto los he convocado aquí a ambos para que se disculpen mutuamente y se reconcilien. Y añado que es una orden». Ni Turek ni yo contestamos. Bierkamp miró a Turek: «¿Hauptsturmführer?». Turek seguía mudo. Bierkamp se volvió hacia mí: «¿Y usted, Hauptsturmführer Aue?».— «Con el debido respeto, Herr Oberführer, las palabras insultantes que dije fueron en respuesta a las del Hauptsturmführer Turek. Considero, pues, que es él quien debe disculparse en primer lugar; en caso contrario, me veré en la obligación de defender mi honor, cualesquiera que sean las consecuencias». Bierkamp volvió a mirar a Turek. «Hauptsturmführer, ¿es cierto que fue usted quien pronunció las primeras palabras ofensivas?» Turek tenía tan apretadas las mandíbulas que le temblaban los músculos: «Sí, Herr Oberführer —dijo por fin-; es exacto»…— «En tal caso, le ordeno que se disculpe con el Hauptsturmführer doctor Aue». Turek giró un cuarto de vuelta con un taconazo y me dio la cara, siempre en posición de firmes. Yo hice otro tanto. «Hauptsturmführer Aue —dijo despacio y con voz ronca-, le ruego que acepte mis disculpas por las palabras insultantes que haya podido decirle. Estaba bebido y no me controlé»…— «Hauptsturmführer Turek —respondí con el corazón palpitante-, acepto sus excusas y le presento las mías, con idéntico ánimo, por mi reacción ofensiva»…— «Muy bien —dijo secamente Bierkamp-. Ahora dense la mano». Le cogí la mano a Turek y se la noté sudorosa. Volvimos a ponernos de cara a Bierkamp. «Meine Herré, no sé qué se dijeron ustedes, ni lo quiero saber. Me satisface que se hayan reconciliado. Si se reproduce un incidente así haré que los envíen a ambos a un batallón disciplinario de las Waffen-SS. ¿Está claro? Pueden retirarse».

Al salir de su despacho, todavía trastornado, me fui al del doctor Leetsch. Von Gilsa me había informado de que un avión de reconocimiento de la Wehrmacht había sobrevolado la región de Shatoi y tomado fotos de muchos pueblos bombardeados; ahora bien, el IV Cuerpo aéreo insistía en que sus aparatos no habían llevado a cabo ataque alguno en Chechenia, y aquellas destrucciones se atribuían a la aviación soviética, lo que parecía confirmar los rumores de una insurrección bastante extendida. «Kurreck ya ordenó que se tirasen en paracaídas varios hombres en las montañas —me contó Leetsch-. Pero desde ese momento no hemos tenido ningún contacto con ellos. O desertaron acto seguido, o los mataron, o los hicieron prisioneros»…— «La "wehrmacht opina que una rebelión en la retaguardia soviética podría facilitar la ofensiva contra Oryonikidze»… —«Es posible, pero opino que ya la han reducido, si es que alguna vez existió. Stalin no correría ese riesgo»…— «No me cabe duda. Pero si en algún momento el Hauptsturmführer Kurreck le dice algo nuevo, le ruego que me informe de ello». Al salir, sorprendí a Turek, apoyado en el quicio de una puerta, diciéndole algo a Prill. Se interrumpieron y se me quedaron mirando mientras pasaba delante de ellos. Saludé cortésmente a Prill y me volví a Piatigorsk.

Hohenegg, a quien volví a ver esa misma noche, no parecía excesivamente decepcionado. «Es el principio de realidad, mi querido amigo —manifestó-. Eso le enseñará a querer jugar a los héroes románticos. Venga, vamos a beber algo». Pero yo no dejaba de darle vueltas. ¿Quién había podido denunciarnos a Bierkamp? Seguramente un compañero de Turek, que se había asustado del escándalo. ¿O, quizá, alguno de ellos, enterado de la trampa que estaban fraguando, había querido impedirla? Era casi inconcebible que al propio Turek le hubieran entrado remordimientos. Me preguntaba qué andaba tramando con Prill; nada bueno, seguramente.

Un recrudecimiento de la actividad hizo pasar este asunto a segundo plano. El III Cuerpo blindado de Von Mackensen, al que apoyaba la Luftwaffe, lanzaba una ofensiva contra Oryonikidze; la defensa soviética ante Nalchik se vino abajo en dos días y a finales de octubre nuestras tropas tomaron la ciudad mientras los panzers seguían avanzando hacia el este. Pedí un coche y fui, primero, a Projladny, en donde vi a Persterer, y luego a Nalchik. Estaba lloviendo, pero la lluvia no entorpecía demasiado la circulación; pasado Projladny, unas columnas de la Rollbahn llevaban el suministro. Persterer se disponía a trasladar su Kommandostab a Nalchik y ya había enviado allí un Vorkommando para preparar el acuartelamiento. La ciudad había caído tan deprisa que había sido posible detener a muchos funcionarios bolcheviques y a otros sospechosos; también había muchos judíos, burócratas procedentes de Rusia, así como una nutrida comunidad autóctona. Le recordé a Persterer las consignas de la Wehrmacht referidas al comportamiento con las poblaciones locales: estaba previsto constituir enseguida un distrito autónomo kabardino-balkario y en ningún caso debían entorpecerse las buenas relaciones. En Nalchik, fui a la Ortskommandantur, que seguía en plena instalación. La Luftwaffe había bombardeado la ciudad y muchas casas o edificios despanzurrados humeaban aún bajo la lluvia. Allí encontré a Voss, que ordenaba pilas de libros en una habitación vacía; parecía encantado de los hallazgos que estaba haciendo. «Mire esto», dijo, alargándome un libro antiguo en francés. Miré la portada: Des peuples du Caucase et des pays au nord de la mer Noire et la mer Caspienne dans le Xe siécle, ou Voy age d’Abou-el-Cassim, editado en París en 1828 por un tal Constantin Mouradgea d’Ohsson. Se lo devolví con una mueca de ponderación: «¿Ha encontrado muchos?»… —«Bastantes. Cayó una bomba en la biblioteca, pero no hubo demasiados daños. En cambio, sus colegas querían requisar parte de los fondos para las SS. Les pregunté qué les interesaba pero, como no cuentan con expertos, no lo tenían nada claro. Les propuse la sección de economía política marxista. Me contestaron que tenían que consultar con Berlín. De aquí a entonces, ya habré terminado». Me reí: «Yo debería ponerle trabas a usted»…— «Es posible, pero no lo hará». Le conté la algarada con Turek, que le pareció divertidísima: «¿Quería batirse en duelo por causa mía? Doktor Aue, es usted incorregible. Es absurdo»… —«No iba a batirme por causa suya. Me estaba insultando a mí»…— «¿Y dice que el doctor Hohenegg estaba dispuesto a hacerle de testigo?». —«Un tanto de mala gana»…— «Me sorprende. Lo tenía por hombre inteligente». La actitud de Voss me parecía un poco ofensiva; debió de notarme la expresión de disgusto, porque se echó a reír. «¡No ponga esa cara! Dígase que los hombres zafios e ignorantes se castigan a sí mismos».

No podía pasar la velada en Nalchik; tenía que volver a Piatigorsk para redactar el parte. Por la mañana, me convocó Von Gilsa. «Hauptsturmführer, tenemos un problemilla en Nalchik que también afecta a la Sicherbeitspolizei». El Sonderkommando, me explicó, había empezado ya a fusilar a judíos junto al hipódromo: judíos rusos y casi todos miembros del Partido o funcionarios; pero también a algunos judíos locales que parecían pertenecer a los famosos «judíos de las montañas», o judíos del Cáucaso. Uno de sus ancianos había ido a ver a Selim Shadov, el abogado kabardino que había nombrado la administración militar para dirigir el futuro distrito autónomo; y éste, a su vez, había mantenido una audiencia, en Kislovodsk, con el Generaloberst Von Kleist, a quien había explicado que los Gorski Evrei no eran de raza judía, sino un pueblo montañés que se había convertido al judaísmo igual que los kabardinos se habían convertido al islamismo. «Según él, esos Bergjuden comen lo mismo que los demás montañeses, se visten como ellos, se casan como ellos y no hablan ni hebreo ni yiddish. Llevan más de ciento cincuenta años viviendo en Nalchik y hablan todos, además de su propia lengua, el kabardino y el turco balkario. Herr Shadov le ha dicho al Generaloberst que los kabardinos no tolerarían que matasen a sus hermanos montañeses y que las medidas represivas no deben afectarlos e incluso que hay que dispensarlos de llevar la estrella amarilla»… —«¿Y qué dice el Generaloberst?»—. «Como bien sabe, la Wehrmacht aplica aquí una política que pretende entablar buenas relaciones con las minorías antibolcheviques. No deben hacerse peligrar a la ligera esas buenas relaciones. Por supuesto que la seguridad de las tropas es también una consideración vital. Pero si esas personas no son de raza judía, es posible que no supongan riesgo alguno. Es una cuestión delicada y hay que estudiarla. La Wehrmacht, por lo tanto, va a constituir una comisión de especialistas y a realizar unos exámenes periciales. Entretanto, el Generaloberst solicita que la Sicherheitspolizei no tome ninguna medida contra este grupo. Por supuesto que la Sicherheitspolizei es muy dueña de presentar su propia opinión acerca del asunto, que el grupo de ejércitos tomará en consideración. Supongo que el OKHG delegará para este caso en el General Kóstring. A fin de cuentas, afecta a una zona que tiene previsto un gobierno autónomo»… —«Muy bien, Herr Oberst. He tomado nota y enviaré un informe»…— «Se lo agradezco. Le agradecería también que pidiera al Oberführer Bierkamp que nos confirmase por escrito que la Sicherheitspolizei no emprenderá acción alguna sin una decisión de la Wehrmacht».— «Zu Befehl, Herr Oberst».

Llamé al Obersturmführer Hermann, el sustituto del doctor Müller, que se había ido la semana anterior, y le expliqué la cuestión: Bierkamp estaba precisamente a punto de llegar, me contestó, al tiempo que me instaba a ir al Kommando. Bierkamp ya estaba enterado: «¡Es completamente inadmisible! —decía recalcando las palabras-. La Wehrmacht va más allá de todo lo tolerable, la verdad. Proteger a unos judíos es un vulneración directa de la voluntad del Führer»…— «Si me permite, Herr Oberführer, he creído comprender que la Wehrmacht no estaba convencida de que hubiera que considerar judías a esas personas. Si queda demostrado que lo son, el OKHG no debería tener objeciones para que la SP tomase las medidas necesarias». Bierkamp se encogió de hombros: «Es usted un ingenuo, Hauptsturmführer. La Wehrmacht demostrará lo que quiera demostrar. Esto no es sino un pretexto más para oponerse al trabajo de la Sicherbeitspolizei».. —«Discúlpeme— intervino Hermann, un hombre de rasgos finos y expresión severa, pero también un tanto soñadora-, ¿se han dado ya casos semejantes?». —«Sólo casos individuales, que yo sepa, dije. Habría que comprobarlo»…— «Y eso no es todo —añadió Bierkamp-. El OKHG me ha escrito que, según Shadov, liquidamos por lo visto un pueblo entero de esos Bergjuden cerca de Mozdok. Me piden que les mande un informe justificativo». Parecía que a Hermann le costaba enterarse bien. «¿Y es cierto?», pregunté—. «Mire, si cree que me sé de memoria la lista de nuestras acciones… Se lo preguntaré al Sturmbannführer Persterer; debe de ser su sector».— «En cualquier caso —opinó Hermann-, si eran judíos no se le puede reprochar nada»…— «Todavía no conoce usted a la Wehrmacht aquí, Obersturmbannführer. Aprovechan todas las ocasiones para buscarnos las cosquillas»… —«¿Qué le parece al Brigadeführer Korsemann?», me arriesgué a preguntar. Bierkamp volvió a encogerse de hombros. «El Brigadeführer dice que no hay que causar roces inútiles con la Wehrmacht. Es su última obsesión»…— «Podríamos hacer un contrainforme pericial», sugirió Hermann… —«Buena idea— afirmó Bierkamp-. ¿Qué le parece, Hauptsturmführer?». —«Las SS disponen de mucha documentación al respecto— respondí-. Y, por supuesto, podemos traer a nuestros propios expertos si es necesario». Bierkamp asintió con la cabeza. «Si no estoy confundido, Hauptsturmführer, hizo usted investigaciones sobre el Cáucaso para mi antecesor»… —«Es cierto, Herr Oberführer. Pero no se referían precisamente a esos Bergjuden».«Zu Befehl, Herr Oberführer. Lo haré lo mejor que sepa».— «Bien. Y oiga, Hauptsturmführer.»… —«¿Sí, Herr Oberführer?»—. «No meta mucha teoría en sus investigaciones, ¿eh? Intente no perder de vista los intereses de la SP».— «Zu Befehl, Herr Oberführer».

El Gruppenstab conservaba todos nuestros materiales de investigación en Voroshilovsk. Recopilé lo que encontré en ellos en un informe breve para Bierkamp y Leetsch: los resultados eran poca cosa. Según un folleto de 1941 del Instituto para el Estudio de los Países Extranjeros, llamado Lista de las nacionalidades que viven en la URSS, los Bergjuden era efectivamente judíos. Un folleto de las SS, más reciente, añadía unas cuantas especificaciones: En el siglo VIII llegaron al Cáucaso combinaciones de pueblos orientales, de descendencia india, o de otra descendencia, pero de origen judío. Por fin di con un informe pericial más detallado, que habían encargado las SS al Instituto de Wannsee: Los judíos del Cáucaso no están integrados, afirmaba el texto, refiriéndose tanto a los judíos rusos cuanto a los Bergjuden. Según el autor, los judíos de las montañas, o judíos de Daguestán (Dagh-Chufuti), lo mismo que los judíos de Georgia (Kartveli Ebraelebi) llegaron, posiblemente, más o menos por la época del nacimiento de Jesús, desde Media, Palestina o Babilonia. Y, sin citar fuentes, llegaba a esta conclusión: Dejando aparte la exactitud de tal o cual opinión, los judíos, en conjunto, tanto los recién llegados cuanto los Bergjuden, son unos Fremdkórper, unos elementos extraños en la región del Cáucaso. Una nota de portada de la Amt IV especificaba que aquel informe debía bastar para proporcionar al Einsatzgruppe las aclaraciones necesarias para identificar a los Weltanschauungsgegner, los «adversarios ideológicos», en la zona de operaciones. A la mañana siguiente, cuando regresó Bierkamp, le presenté el informe, que leyó por encima. «Muy bien, muy bien. Aquí tiene su orden de misión para la Wehrmacht»… —«¿Qué dice el Sturmbannführer Persterer del pueblo que menciona Shadov?»—. «Dice que efectivamente liquidaron un koljós judío en esa región el 20 de septiembre. Pero no sabía si eran Bergjuden o no. Y, entretanto, uno de los ancianos de esos judíos fue al Kommando en Nalchik. Le he hecho un resumen de la conversación». Examiné el documento que me tendía: el anciano, un tal Markel Shabaev, se había presentado vistiendo una cherkesska y un gorro alto de astracán; había explicado en ruso que en Nalchik vivían unos cuantos miles de tats, un pueblo iranio a quienes los rusos llamaban equivocadamente Gorski Evrei. «Por lo que dice Persterer —añadió Bierkamp, visiblemente contrariado-, debe de ser ese mismo Shabaev quien ha ido a hablar con Shadov. Supongo que debería usted verlo». Von Gilsa, cuando me llamó a su despacho dos días después, parecía muy preocupado: «¿Qué sucede, Herr Oberst?», le pregunté. Me señaló una línea en el gran mapa mural: «Los panzers del Generaloberst Von Mackensen han dejado de avanzar. La resistencia soviética se ha plantado delante de Oryonikidze y por allí ya está nevando. Y eso que sólo les faltan ya siete kilómetros para la ciudad». Seguía con la vista la larga línea azul que serpenteaba y subía, luego, hasta perderse entre las arenas de la estepa calmuca. «También en Stalingrado están empantanados. Nuestras tropas están exhaustas. Si el OKH no envía rápidamente refuerzos, pasaremos el invierno aquí». Yo no decía nada y él cambió de tema. «¿Ha podido ocuparse del problema de esos Bergjuden?» Le expliqué que, según la documentación que teníamos, debíamos considerarlos judíos. «Nuestros expertos parecen pensar lo contrario— replicó-. Y el doctor Bráutigam también. El General Kóstring propone convocar una reunión mañana en Voroshilovsk para tratar el tema; tiene mucho empeño en que estén representadas las SS y la SP»… —«Muy bien. Se lo comunicaré al Oberführer». Llamé por teléfono a Bierkamp, que me dijo que asistiera a la reunión; él también iría. Subí a Voroshilovsk con Von Gilsa. El cielo estaba nublado y gris, pero el tiempo estaba seco; las cimas de los volcanes se perdían de vista entre volutas de nubes retorcidas, endemoniadas, caprichosas.

Von Gilsa estaba de un humor taciturno y rumiaba su pesimismo de la víspera. Acababa de fracasar otro ataque. «Me parece que el frente no se moverá ya». Stalingrado parecía preocuparle mucho: «Tenemos unos flancos muy vulnerables. Las tropas aliadas son realmente de segunda categoría y el corsé no es de gran ayuda. Si los soviéticos se la juegan en serio, romperán las líneas. Y, en tal caso, la posición del 6° Ejército podría debilitarse muy deprisa»… —«¿Pero no creerá que los rusos tienen aún las reservas necesarias para una ofensiva? Sus pérdidas en Stalingrado son gigantescas y meten ahí cuanto tienen sólo para que no caiga la ciudad»…— «Nadie sabe exactamente en qué estado están las reservas soviéticas —contestó-. Llevamos desde el principio de la guerra subestimándolas. ¿Por qué no íbamos a haberlas subestimado también en este caso?»

La reunión se celebraba en una sala de conferencias del OKHG. Kóstring había venido con su ayudante de campo, Hans von Bittenfeld, y dos oficiales del estado mayor del Berück Von Roques. También estaban Bráutigam y un oficial del Abwehr destinado al OKGH. Bierkamp había traído consigo a Leetsch y a un ayudante de Korsemann. Kóstring abrió la sesión recordando los puntos principales del régimen de administración militar en el Cáucaso y de los gobiernos autónomos. «Los pueblos que nos han recibido como a liberadores y aceptan nuestra benevolente tutela saben perfectamente quiénes son sus enemigos —dijo para terminar, despacio y con tono astuto-. Por lo tanto tenemos que saber escucharlos»…— «Desde el punto de vista del Abwehr —explicó Von Gilsa-, es una cuestión puramente objetiva de seguridad de la retaguardia. Si esos Bergjuden causan disturbios, si dan cobijo a saboteadores o si ayudan a los partisanos, entonces hay que tratarlos como a cualquier grupo enemigo. Pero si están quietos, no hay razón alguna para provocar a las tribus con medidas represivas de conjunto»…— «En lo que a mí se refiere —dijo Bráutigam con su voz un tanto gangosa-, creo que hay que considerar las relaciones internas de los pueblos del Cáucaso de forma global. ¿Las tribus montañesas consideran que esos Bergjuden son de los suyos o los rechazan por Fremdkórper? El hecho de que Herr Shadov haya intervenido de forma tan vehemente aboga por sí mismo en favor de ellos»…— «Herr Shadov tiene quizá razones políticas, digamos, que no entendemos —alegó Bierkamp-, Estoy de acuerdo con las premisas del doctor Bráutigam, incluso aunque no pueda aceptar las conclusiones a las que llega». Leyó algunos extractos de mi informe, insistiendo en la opinión del Instituto de Wannsee. «Y esto— añadió-, parecen confirmarlo todos los partes de nuestros Kommandos en la zona de operaciones del grupo de ejércitos A. Estos partes nos indican que es general el odio por los judíos. Todas las acciones en contra de ellos que hemos emprendido, desde hacerles llevar la estrella hasta medidas más severas, se han encontrado con la comprensión plena de la población, que hasta las ha aplaudido. Por lo demás, hay algunas voces de peso a quienes les parece que nuestras acciones contra los judíos son incluso insuficientes y piden medidas más enérgicas»… —«Tiene toda la razón en lo referido a los judíos rusos de implantación reciente— replicó Bráutigam-. Pero no tenemos la impresión de que en ese comportamiento se incluyan estos sedicentes Bergjuden cuya presencia data ya de varios siglos por lo menos». Se volvió hacia Kóstring: «Tengo aquí una copia de un comunicado del profesor Eiler al Auswartiges Amt. Según él, los Bergjuden son de ascendencia caucásica, irania y afgana y no son judíos por más que hayan adoptado la religión mosaica»… —«Discúlpeme— intervino Noeth, el oficial Abwehr del OKHG-, pero ¿de dónde les vino entonces la religión judía?». —«No está claro— respondió Bráutigam dando golpecitos en la mesa con el extremo del lápiz-. Quizá de esos famosos jázaros que se convirtieron al judaísmo en el siglo VIII»… —«¿Y no serían más bien los Bergjuden quienes convirtieron a los jázaros?», aventuró Eckhardt, el hombre de Korsemann. Bráutigam alzó las manos: «Eso es lo que tenemos que investigar». La voz perezosa, inteligente y grave de Kóstring volvía a alzarse: «Disculpen, pero ¿no tuvimos que vérnoslas ya con un caso semejante en Crimea?»…— «Efectivamente, Herr General —respondió Bierkamp con tono seco-. Fue en tiempos de mi predecesor. Creo que el Hauptsturmführer Aue puede explicarle los detalles»…— «Desde luego, Herr Oberführer. Además del caso de los caraítas, a quienes el ministro del Interior reconoció como no-judíos desde el punto de vista de la raza en 1937, hubo una controversia en Crimea referida a los krimchaks, que se definían como un pueblo turco convertido tardíamente al judaísmo. Nuestros especialistas investigaron y llegaron a la conclusión de que se trataba, de hecho, de judíos italianos que habían llegado a Crimea allá por el siglo XV, o el XVI, y, luego, se habían aturquinado»… —«¿Y qué hicieron con ellos?», preguntó Kóstring…— «Se los consideró judíos y se los trató como a tales, Herr General»… —«Ya veo», dijo con voz suave…— «Si me lo permiten —intervino Bierkamp-, también tuvimos el caso de los Bergjuden en Crimea. Se trataba de un koljós judío, en el distrito de Freidorf, cerca de Eupatoria. Vivían en él unos Bergjuden de Daguestán que habían trasladado allí en los años treinta, con la asistencia del Joint, la bien conocida organización judía internacional. Tras investigar el caso, los fusilamos en marzo de este año»…— «Quizá fue una acción un tanto prematura —insinuó Bráutigam-. Igual que el koljós de Bergjuden que liquidaron ustedes cerca de Mozdok»…— «Ah, sí, por cierto —dijo Kóstring poniendo cara de quien recuerda un detalle-, ¿ha podido conseguir información al respecto, Oberführer?» Bierkamp contestó a Kóstring sin prestar atención al comentario de Bráutigam: «Sí, Herr General. Por desgracia, nuestros registros aclaran poca cosa, pues en el acaloramiento de la acción, durante la ofensiva, cuando el Sonderkommando acababa de llegar a Mozdok, parte de las acciones no se contabilizaron con la precisión deseable. Según el Sturmbannführer Persterer, el Kommando "Bergmann" del profesor Oberlánder también tenía mucha actividad por aquella región. A lo mejor fueron ellos»…— «Ese batallón lo controlamos nosotros —replicó Noeth, el AO-. Estaríamos al tanto»…— «¿Cómo se llamaba el pueblo?», preguntó Kóstring… —«Bogdanovka— respondió Bráutigam, que estaba consultando sus notas-. Según Herr Shadov, mataron y tiraron a unos pozos a cuatrocientos veinte aldeanos. Todos tenían que ver con el clan de los Bergjuden de Nalchik y se apellidaban Mishiev, Abramov, Shamiliev; su muerte causó mucho revuelo en Nalchik, no sólo entre los Bergjuden, sino también entre los kabardinos y los balkarios, que se afligieron mucho»… —«Por desgracia— dijo Kóstring con aire distante-, Oberlánder se ha ido. Así que no podremos preguntarle nada»… —«Por supuesto— añadió Bierkamp-, también es posible que fuera mi Kommando. A fin de cuentas, dispone de órdenes muy claras. Pero no tengo completa seguridad»… —«Bueno— dijo Kóstring-, en cualquier caso no tiene mayor importancia. Lo que importa ahora es tomar una decisión en lo referido a los Bergjuden de Nalchik, que son..». Se volvió hacia Bráutigam. «Entre seis y siete mil», completó éste… —«Eso mismo— siguió diciendo Kóstring-. Una decisión, decíamos, equitativa, con base científica y que tenga en cuenta, por fin, tanto la seguridad de esta zona de retaguardia —inclinó la cabeza en dirección a Bierkampcomo nuestra voluntad de atenernos a una política de colaboración máxima con las poblaciones locales. En consecuencia, la opinión de nuestra comisión científica será de gran importancia». Von Bittenfeld hojeaba un mazo de papeles: «Tenemos ya in situ al Leutnant Voss, quien, pese a ser muy joven, es una autoridad reputada en los ambientes científicos de Alemania. Además hemos pedido un antropólogo o un etnólogo».— «Por mi parte —intervino Bráutigam-, ya he entrado en contacto con mi ministerio. Van a enviar desde Francfort a un especialista, del Instituto para las Cuestiones Judías. Van a intentar también conseguir a alguien del instituto del doctor Walter Frank, de Munich»…— «He solicitado ya la opinión del departamento científico de la RSHA —dijo Bierkamp-. También yo pienso pedir un experto. Entre tanto, he encomendado las investigaciones al Hauptsturmführer doctor Aue, aquí presente, que es nuestro especialista en lo referido a las poblaciones caucásicas». Hice una cortés inclinación de cabeza. «Muy bien, muy bien— aprobaba Kóstring-. En tal caso, ¿volveremos a vernos cuando las diversas investigaciones hayan dado resultado, no? Eso nos permitirá, espero, llegar a una conclusión en este asunto. Meine Herrén, gracias por haber venido». La reunión se deshizo en un revuelo de sillas. Bráutigam se había llevado aparte a Kóstring, tomándolo del brazo, y conversaba con él. Los oficiales iban saliendo de uno en uno, pero Bierkamp seguía allí en compañía de Leetsch y Eckhardt, con la gorra en la mano: «Están sacando la artillería pesada. Tenemos que encontrar un buen especialista también nosotros, porque, si no, nos dejarán fuera de juego enseguida»… —«Le preguntaré al Brigadeführer— dijo Eckhardt-. A lo mejor entre quienes rodean al Reichsführer en Vinnitsa podemos dar con alguien. Si no, habrá que traerlo de Alemania».

Según Von Gilsa, Voss estaba aún en Nalchik; tenía que verlo y fui en cuanto tuve oportunidad. Ya desde Malka, cubría el campo una fina capa de nieve; antes de llegar a Baksan, unas fuertes ráfagas oscurecieron el cielo y lanzaron nutridas volutas de copos dentro del haz de luz de los faros. Las montañas, los campos, los árboles, todo se había perdido de vista; los vehículos que venían en sentido contrario aparecían como si fueran monstruos rugientes que surgieran de entre unos bastidores que velase la tormenta. Yo no tenía sino un abrigo de lana del año anterior, que aún me bastaba, pero no me seguiría bastando durante mucho tiempo. Tendré que pensar en conseguir ropa de abrigo, me dije. En Nalchik, me encontré a Voss entre sus libros, en la Ortskommandantur, en donde se había instalado un despacho; me llevó a beber un sucedáneo de café al comedor de oficiales, en una mesita con tablero de formica a rayas y un jarrón con flores de plástico. El café era repugnante, e intenté ahogarlo en leche; Voss parecía que no se fijaba. «¿No le ha decepcionado demasiado el fracaso de la ofensiva? —le pregunté-. Por sus investigaciones, quiero decir»…— «Sí, claro, un poco. Pero aquí tengo en qué ocuparme». Lo notaba distante, un poco perdido. «¿Así que el General Kóstring le ha pedido que participe en la comisión investigadora de los Bergjuden?». —«Sí. Y he oído decir que usted va a representar a las SS». Solté una risa seca: «Más o menos. El Oberführer Bierkamp me ha ascendido de oficio a especialista en asuntos caucásicos. Me parece que la culpa la tiene usted». Se rio y bebió un poco de café. Soldados y oficiales, a veces cubiertos aún de nieve, iban y venían o charlaban en voz baja en las otras mesas. «¿Y qué opina del problema?», añadí…— «¿Que qué opino? Tal y como está planteado es absurdo. Lo único que puede decirse de esa gente es que habla una lengua irania, practica la religión mosaica y vive según las costumbres de los montañeses caucásicos. Y nada más»… —«Sí, pero tendrán que tener un origen». Se encogió de hombros: «Todo el mundo tiene un origen; las más de las veces, soñado. Ya hemos hablado de eso. En el caso de los tats, se pierde en la noche de los tiempos y en las leyendas. Incluso aunque fueran auténticos judíos venidos de Babilonia— o digamos incluso que aunque fueran una de las tribus perdidas se habrán mezclado luego tanto con los pueblos de aquí que eso ya no querría decir nada. Parece ser que en Azerbaiyán hay tats musulmanes. ¿Son judíos que optaron por el islam? ¿O será que esos hipotéticos judíos, oriundos de otros lugares, intercambiaron mujeres con una tribu irania, pagana, cuyos descendientes se convirtieron más adelante a ésta o aquélla de las religiones del Libro? Es imposible decirlo»… —«Sin embargo— insistí-, tiene que haber indicios científicos que permitan zanjar la cuestión»… —«Hay muchos y se puede hacer que digan de todo. Tomemos su lengua. He hablado ya de esto con ellos y puedo situarla bastante bien. Tanto más cuanto que he encontrado un libro de Vsevolod Miller sobre el tema. Es esencialmente un dialecto del iranio occidental, con aportaciones de hebreo y de turco. La aportación hebrea consiste sobre todo en el vocabulario religioso y ni siquiera de forma sistemática; llaman a la sinagoga nimaz; a la Pascua judía, Nisanu; y al Purim, Homonu; todos ellos nombres persas. Antes del poder soviético, escribían su lengua persa con caracteres hebreos, pero, según dicen, esos libros no sobrevivieron a las reformas. En la actualidad, el tat se escribe con caracteres latinos; en Daguestán, publican periódicos y educan a sus hijos en esa lengua. Ahora bien, si fueran realmente caldeos o judíos venidos de Babilonia tras la destrucción del Primer Templo, como pretenden algunos, deberían lógicamente hablar un dialecto derivado del iranio medio, próximo a la lengua pahlevi de la época sasánida. Pero esa lengua tat es un dialecto en iranio nuevo y, por lo tanto, posterior al siglo X y próximo al dari, al balushi o al kurdo. Sin forzar los hechos, podría llegarse a la conclusión de una inmigración relativamente reciente tras la que hubiera surgido una conversión. Pero, si alguien quiere probar lo contrario, también lo conseguirá. Lo que no consigo entender yo es qué relación pude tener todo esto con la seguridad de nuestras tropas. ¿Es que no deberíamos ser capaces de un juicio objetivo basándonos en los hechos y en la actitud que tienen con nosotros?»—. «Es sencillamente un problema racial —contesté-. Sabemos que existen grupos racialmente inferiores, entre los que se cuentan los judíos, que presentan características muy marcadas que, a su vez, los predisponen a la corrupción bolchevique, al robo, al asesinato y a toda clase de comportamientos nefastos. Por supuesto que no les sucede a todos los miembros del grupo. Pero, en tiempos de guerra, en una situación de ocupación y con los recursos limitados de que disponemos, nos es imposible llevar a cabo investigaciones individuales. No nos queda, pues, más remedio que tomar en cuenta de forma conjunta a los grupos portadores de riesgo y reaccionar de forma global. Lo cual genera grandes injusticias, pero eso es debido a la situación excepcional». Voss miraba su café con expresión amarga y triste. «Doktor Aue, siempre lo he tenido por hombre inteligente y sensato. Incluso suponiendo que cuanto me diga usted sea cierto, explíqueme, por favor, qué entiende usted por raza. Porque para mí es un concepto que no puede definirse científicamente y que, por lo tanto, carece de valor teórico».— «Y, sin embargo, la raza existe; es una verdad; nuestros mejores investigadores la estudian y escriben acerca de ella. Lo sabe muy bien. Nuestros antropólogos raciales son los mejores del mundo». Voss estalló de repente: «Son unos cuentistas. No tienen quien les haga la competencia en los países serios porque su disciplina no existe en ellos ni se enseña. ¡Ninguno de ellos tendría un empleo ni publicaría si no fuera por motivos políticos!». —«Doktor Voss, respeto mucho sus opiniones, pero ¿no se está usted pasando de la raya?», dije con calma. Voss dio una palmada encima de la mesa que hizo saltar las tazas y el jarrón con flores de mentira; aquel ruido y las voces que daba hicieron que se girasen algunas cabezas: «Esa filosofía de veterinarios, como decía Herder, le ha robado todos sus conceptos a la lingüística, la única ciencia del hombre que, hasta el día de hoy, cuenta con una base teórica científicamente comprobada. ¿Comprende— había bajado el tono y hablaba deprisa y con rabia-, comprende siquiera qué es una teoría científica? Una teoría no es un hecho: es una herramienta que permite realizar predicciones y crear hipótesis nuevas. Se considera buena una teoría en primer lugar si es relativamente sencilla y, en segundo, si permite realizar predicciones comprobables. La física newtoniana permite calcular órbitas: si observamos la posición de la Tierra o de Marte con varios meses de intervalo, están siempre en el lugar exacto en que predice la teoría que deben encontrarse. Está comprobado, en cambio, que la órbita de Mercurio tiene leves irregularidades que se desvían de la órbita que predice la teoría newtoniana. La teoría de la relatividad de Einstein prevé esas desviaciones de forma exacta: es, pues, mejor que la teoría de Newton. Ahora bien, en Alemania, que fue antaño el mayor país científico del mundo, se denuncia que la teoría de Einstein es ciencia judía y se rechaza sin más explicación. Eso es sencillamente absurdo, es lo mismo que se les reprocha a los bolcheviques con sus propias pseudociencias al servicio del Partido. Otro tanto sucede con la lingüística y la supuesta antropología racial. En lingüística, por ejemplo, la gramática indogermánica comparada permitió sacar a la luz una teoría de las mutaciones fonológicas que tiene un excelente valor predictivo. En 1820, ya derivaba Bopp el griego y el latín del sánscrito. Si partimos del irano medio y vamos aplicando las mismas normas fijas, llegamos a palabras gaélicas. Funciona, y con resultados demostrables. Por lo tanto es una teoría buena, aunque esté siempre en proceso de rehabilitación, de corrección y de perfeccionamiento. En cambio, la antropología racial no cuenta con teoría alguna. Propone razas, pero no puede definirlas, y luego da jerarquías por ciertas, sin un mínimo criterio. Cuantos intentos se hicieron para definir las razas con criterios biológicos fracasaron. La antropología del cráneo fue un completo desastre: tras pasarse décadas tomando medidas y compilándolas en tablas, basándose en los índices o los ángulos más fantasiosos, sigue siendo imposible distinguir un cráneo judío de un cráneo alemán con el mínimo grado de seguridad. En cuanto a la genética mendeliana, da buenos resultados en los organismos simples, pero, si dejamos aparte la barbilla de los Habsburgo, todavía falta mucho para que sepamos aplicarla al hombre. ¡Y es tan cierto todo esto que digo que, para redactar nuestras famosas leyes raciales, ha sido necesario basarse en la religión de los abuelos! Se dio por hecho que los judíos del siglo pasado eran racialmente puros, lo cual es completamente arbitrario. Incluso usted tiene que verlo. Y en cuanto a qué constituye un alemán racialmente puro, nadie lo sabe, diga lo que diga ese Reichsführer-SS suyo. Y por eso la antropología racial, incapaz de determinar nada de nada, se ha limitado a remitirse a las categorías, que sí pueden demostrarse, de los lingüistas. Schlegel, a quien fascinaban los trabajos de Humboldt y de Bopp, dedujo de la existencia de una lengua indoirania supuestamente primigenia la idea de un pueblo no menos primigenio al que bautizó con el nombre de ario, cogiéndole esa palabra a Heródoto. Otro tanto se hizo con los judíos: una vez que los lingüistas hubieron demostrado la existencia de un grupo de lenguas llamadas semíticas, a los racialistas les faltó tiempo para quedarse con la idea, que aplican de forma totalmente falta de lógica puesto que Alemania aspira a mantener buenas relaciones con los árabes y el propio Führer recibe oficialmente al gran Muftí de Jerusalén. La lengua como vehículo de cultura puede marcar con su influencia el pensamiento y la conducta. Humboldt lo entendió hace mucho. Pero la lengua puede transmitirse, y la cultura también, aunque más despacio. En el Turquestán chino, los turcófonos musulmanes de Urumchi o de Kashgar tienen un aspecto físico digamos que iranio; se los podría tomar por sicilianos. Por supuesto que son los descendientes de pueblos que tuvieron que emigrar hacia el oeste y hablaban antaño una lengua indoirania. Luego, los invadió y los asimiló un pueblo turco, los uigures, de quienes tomaron la lengua y parte de los hábitos. Ahora forman un grupo cultural distinto, por ejemplo, de otros pueblos turcos como los kazajos y los kirguizes, y también de los chinos islamizados, a quienes se les da el nombre de hui, o de los musulmanes indoiranios, como los tayicos. Pero intentar definirlos por criterios que no sean su lengua, su religión, sus usos, su habitat, sus costumbres económicas o la sensación que tengan de su propia identidad, no tendría sentido alguno. Y todo lo dicho son cosas adquiridas, no innatas. Por la sangre se transmite una propensión a las enfermedades del corazón; si se transmite también una propensión a la traición, eso nadie ha podido nunca probarlo. En Alemania, hay imbéciles que estudian a los gatos con la cola cortada para intentar demostrar que sus gatitos nacerán sin cola; ¡y como llevan un botón de oro les dan cátedras en la universidad! En la URSS, en cambio, pese a todas las presiones políticas, los trabajos lingüísticos de Marr y de sus colegas siguen siendo excelentes y objetivos, al menos en el nivel teórico, porque —y dio con las falanges unos cuantos golpes secos en la mesa es algo que existe de verdad, como esta mesa. Yo a la gente como Hans Günther, o como el Montandeau ese de Francia, de quien también se habla mucho, le digo que se vaya a la mierda. Y si son criterios así los que usan ustedes para decidir si las personas viven o mueren, harían mejor saliendo a disparar al azar contra la muchedumbre, porque el resultado sería el mismo». Yo no había dicho nada durante el largo parlamento de Voss. Al fin, le respondí bastante despacio: «Doktor Voss, no sabía que se tomaba usted las cosas tan a pecho. Sus tesis son provocadoras, pero no sería capaz de seguirle a usted en todos los puntos. Creo que infravalora algunas de las nociones idealistas que constituyen nuestra Weltanschauung, que distan mucho de ser una filosofía de veterinarios, como dice. No obstante, el asunto requiere reflexión y no querría contestarle a la ligera. Espero, pues, que esté de acuerdo en que reanudemos esta conversación dentro de unos días, cuando haya tenido tiempo para pensar en ello»…— «Estaré encantado —dijo Voss, que se había calmado de repente-. Siento haber perdido los estribos. Lo que pasa es que cuando uno oye alrededor tantas inepcias y tantas necedades, hay momentos en que cuesta mucho callarse. No me estoy refiriendo a usted, por supuesto, sino a algunos de mis colegas. Cuanto deseo y cuanto espero sería que la ciencia alemana, cuando desaparezcan las pasiones, recupere el lugar con el que tanto le costó hacerse merced a los trabajos de hombres agudos, sutiles, y atentos y humildes frente a las cosas de este mundo».

No me dejaban indiferente algunos de los argumentos de Voss; si los Bergjuden se consideraban a sí mismos efectivamente montañeses auténticos y sus vecinos los consideraban también así, su actitud para con nosotros podría muy bien ser de lealtad, viniere de donde viniere su sangre. Los factores culturales y sociales podían tener también su importancia; había que tomar en cuenta, por ejemplo, las relaciones de aquel pueblo con el poder bolchevique. Lo que me dijo el anciano tat en Piatigorsk me sugirió que los Bergjuden no tenían demasiado cariño que digamos a los judíos de Rusia y quizá les sucedía otro tanto con todo el sistema estalinista. También tenía mucha importancia la actitud que tenían las demás tribus con ellos; no podíamos depender sólo de la palabra de Shadov: era posible que también aquí vivieran los judíos como parásitos. Mientras regresaba a Piatigorsk, iba pensando en los demás argumentos de Voss. Negar en bloque de esa manera la antropología racial me parecía exagerado; por supuesto que podía afinarse más en los sistemas y no dudaba de que personas de escaso talento hubieran podido aprovecharse de sus conexiones en el Partido para labrarse una carrera que no se merecían: en Alemania pululaban los parásitos así (y combatir eso era otra de las tareas del SD, o al menos ésa era la creencia de unos cuantos). Pero Voss, pese a todo el talento que tenía, era de opiniones tajantes, como todos los jóvenes. Seguro que las cosas eran más complejas de lo que él pensaba. Yo no tenía conocimientos suficientes para hacerle una crítica, pero me parecía que, cuando se creía en determinada idea de Alemania y del Volk alemán, lo demás debía caer por su propio peso. Había cosas que podían demostrarse, pero otras había que entenderlas, sin más; seguramente era también una cuestión de fe.

En Piatigorsk me estaba esperando una primera respuesta de Berlín, que habían mandado por télex. La Amt VII había pedido opinión a un tal profesor Kittel, quien declaraba: Cuestión dificultosa que hay que estudiar in situ. No es que resultara muy alentador. El departamento VII B1, en cambio, había preparado una documentación que debía llegar en fecha próxima por correo aéreo. El especialista de la Wehrmacht, me comunicó Von Gilsa, estaba en camino y el de Rosenberg llegaría poco después. Mientras esperábamos al nuestro, solucioné el problema de la ropa de invierno. Reuter puso amablemente a mi disposición a uno de los artesanos judíos de la Wehrmacht: era un anciano de barba larga y bastante flaco, que vino a tomarme medidas; y le encargué un abrigo gris, largo, con cuello de astracán y forrado de mouton, que los rusos llaman chuba, y un par de botas forradas de piel; en lo referido a la chapka (la del año anterior la había perdido hacía mucho) fui personalmente a buscar una, de zorro plateado, al Verjnii rynok. Muchos oficiales de las Waffen-SS habían tomado la costumbre de mandar que les cosieran una insignia con una calavera en la chapka no reglamentaria; a mí me parecía un tanto afectado, pero, en cambio, quité las hombreras y una insignia SD de una de las guerreras para que me las cosieran en el abrigo.

Me volvían a intervalos irregulares las náuseas y los vómitos, y unos sueños angustiosos empezaban a enturbiarme más aún el malestar. Con frecuencia era sólo algo negro y opaco, y la mañana borraba todas las imágenes y sólo me dejaba su lastre. Pero también podía suceder que la oscuridad se desgarrase de golpe, desvelando visiones fulgurantes por su claridad y su espanto. Dos o tres noches después de volver de Nalchik, abrí así, desafortunadamente, una puerta: Voss, en una habitación oscura y vacía estaba a gatas y con el trasero al aire; y del ano le corría mierda líquida. A mí me entraba una gran preocupación, cogía papel, una páginas de unos números de Izvestia, e intentaba recoger ese líquido marrón que se volvía cada vez más pardo y más espeso. Intentaba no mancharme las manos, pero era imposible; la plasta aquella, casi negra, cubría las hojas y me cubría los dedos y, luego, la mano entera. Enfermo de asco, iba corriendo a lavarme las manos en una bañera que había cerca; mientras tanto, la mierda seguía corriendo. Al despertarme, intenté entender esas imágenes espantosas, pero no debía de estar despierto del todo, porque mis pensamientos, que en aquel momento me parecían totalmente lúcidos, seguían tan enredados como el sentido de la imagen en sí; me parecía claro, efectivamente, por ciertos indicios, que aquellos personajes representaban a otros, que el hombre a gatas debía de ser yo y que el que limpiaba era mi padre. ¿Y de qué hablarían las páginas de los Izvestia? ¿Acaso se habría publicado en ellas algún escrito, definitivo quizá, acerca de la cuestión tat? Cuando llegó el correo del VII B1, que enviaba un tal Oberkriegsverwaltungsrat doctor Füsslein, en nada contribuyó a que me desapareciera el pesimismo, pues el celoso Oberkriegsverwaltungsrat se había contentado con recopilar fragmentos de la Enciclopedia judía. Había allí cosas muy eruditas, pero de las opiniones, contradictorias por desdicha, no se derivaba conclusión alguna. Me enteré así de que a los judíos del Cáucaso los mencionaban por vez primera Benjamín de Tudela, que viajó por aquellas regiones allá por 1170, y Pethaniah de Ratisbona, que afirmaba que eran de origen persa y llegaron al Cáucaso en el siglo XII. Guillermo de Ruysbroek, en 1254, se encontró con una nutrida población judía al este del macizo, antes de llegar a Astracán. Pero un texto georgiano de 314, por su parte, mencionaba a unos judíos que hablaban hebreo y que, al parecer, adoptaron la antigua lengua irania («parsi» o «tat») cuando los persas ocuparon Transcaucasia, aliñándola con hebreo y con lenguas locales. Ahora bien, los judíos de Georgia, a quienes llaman, según Koch, burla (que quizá se deriva de Iberia), no hablan tat, sino un dialecto kartveliano. En cuanto a Daguestán, según el Derbent-Nameh, los árabes, cuando lo conquistaron allá por el siglo VIII, ya encontraron allí judíos. Lo que hacían los investigadores contemporáneos era complicar más el asunto. Era para desesperarse: resolví mandárselo todo a Bierkamp y a Leetsch sin comentarios, insistiendo en que se llamara lo antes posible a un especialista.

Dejó de nevar unos cuantos días, y luego siguió nevando. En el comedor, los oficiales hablaban en voz baja, preocupados: los ingleses habían derrotado a Rommel en El Alamein; pocos días después, los angloamericanos desembarcaron en el norte de África; nuestras fuerzas, en represalia, acababan de ocupar la zona libre de Francia, pero eso había incitado a las tropas de Vichy en África a pasarse a los Aliados. «Si por lo menos mejorasen aquí las cosas», decía Von Gilsa. Pero ante Oryonikidze nuestras divisiones habían pasado a la defensiva; el frente iba desde el sur de Cheguem y de Nalchik hacia Chikola y Gizel, luego subía, siguiendo el Terek, hasta el norte de Malgobek; no tardó un contraataque soviético en volver a tomar Gizel. Luego vino el vuelco aparatoso. Tardé en saberlo porque los oficiales del Abwehr me impidieron el paso a la sala de mapas y se negaron a entrar en detalles. «Lo siento muchísimo —se disculpó Reuter-. Su Kommandant tendrá que hablarlo con el OKHG». Al final del día conseguí enterarme de que los soviéticos habían lanzado una contraofensiva en el frente de Stalingrado; pero en qué lugar y de qué alcance, no había forma de saberlo: los oficiales del AOK, con expresión sombría y tensa, se negaban obstinadamente a decirme nada. Leetsch me afirmó por teléfono que el OKHG había reaccionado igual; el Gruppenstab no tenía más información que yo y me pedía que transmitiera de forma urgente cualquier noticia. Siguieron con la misma actitud a la mañana siguiente y me enfadé con Reuter, que me respondió, muy seco, que el AOK no tenía obligación alguna de informar a las SS de las operaciones que estaban en marcha fuera de su propia zona. Pero iban saltando las noticias; los oficiales no podían controlar ya las Latrinenparolen; me dediqué a los conductores, los enlaces y los suboficiales y, en pocas horas, sumando unas cosas con otras, pude hacerme una idea de la amplitud del peligro. Volví a llamar a Leetsch, que parecía disponer de las mismas informaciones que yo, pero nadie podía decir cuál iba a ser la respuesta de la Wehrmacht. Se hundían los dos frentes rumanos, al oeste de Stalingrado, junto al Don, y al sur, en la estepa calmuca, y estaba claro que los rojos pretendían coger al 6° Ejército por la espalda. ¿De dónde habían sacado las fuerzas necesarias? No conseguía saber en qué punto estábamos, la situación evolucionaba a una velocidad excesiva, incluso para los cocineros, pero parecía urgente que el 6° Ejército comenzara a retirarse en prevención de que pudieran rodearlo; ahora bien, el 6° Ejército no se movía. El 21 de noviembre, ascendieron al Generaloberst Von Kleist a Generalfeldmarschall y lo nombraron comandante en jefe del grupo de ejércitos A: el Führer debía de sentirse desbordado. Al mando del 1.er Ejército blindado, en el puesto de Von Kleist, estaba ahora el Generaloberst Von Mackensen. Von Gilsa me dio la noticia de forma oficial: parecía desesperado y me dio a entender con medias palabras que la situación era cada vez más catastrófica. Al día siguiente, que era domingo, los dos brazos de la tenaza soviética se juntaron en Kalach-na-Donu y el 6° Ejército, así como parte del 4º Ejército blindado, quedaron embolsados. Los rumores hablaban de desastre militar, de pérdidas masivas, de caos; pero todas y cada una de las informaciones un poco concretas contradecían la anterior. Por fin, a última hora del día, Reuter me llevó al despacho de Von Gilsa, quien me hizo una rápida exposición, con los mapas delante. «La decisión de no intentar la evacuación del 6° Ejército la tomó el propio Führer», me comunicó. Las divisiones embolsadas formaban ahora un gigantesco Kessel, un «caldero» como se decía, aislado de nuestras líneas, por supuesto, pero que llegaba desde Stalingrado casi hasta el Don, cruzando por la estepa. La situación era preocupante, pero los rumores la exageraban muchísimo: las fuerzas alemanas habían perdido pocos hombres y poco material y seguían cohesionadas; además la experiencia de Demiansk, el año anterior, demostraba que un Kessel abastecido por vía aérea podía aguantar por tiempo indefinido. «Pronto lanzaremos una operación de desbloqueo», dijo Von Gilsa, a modo de conclusión. Bierkamp convocó al día siguiente una conferencia que me confirmó esa interpretación optimista: el Reichsmarschall Góring, anunció Korsemann, había asegurado al Führer que la Luftwaffe estaba en condiciones de abastecer al 6° Ejército; el General Paulus se había reunido con su estado mayor en Gumrak para dirigir las operaciones desde dentro del Kessel; y desde Vitebsk llamaban al Generalfeldmarschall Von Manstein para formar un nuevo grupo de ejércitos del Don y lanzar un ataque que abriera camino hacia las fuerzas embolsadas. Esta noticia, más que ninguna otra, causó gran alivio: desde la toma de Sebastopol, se consideraba a Von Manstein el mejor estratega de la Wehrmacht; si alguien podía salir del atolladero, ése era él.

Mientras tanto, llegó el experto que precisábamos. Como el Reichsführer se había ido de Vinnitsa antes que el Führer, a finales de octubre, para regresar a Prusia oriental, Korsemann se dirigió directamente a Berlín y a la RuSHA le pareció oportuno enviar a una mujer, la doctora Weseloh, especialista en lenguas iranias. Bierkamp se disgustó muchísimo al enterarse de esa noticia: quería un experto en razas de la Amt IV, pero no había ninguno disponible. Lo calmé explicándole que un enfoque lingüístico debería resultar provechoso. La doctora Weseloh había podido coger un avión correo hasta Rostov, pasando por Kiev, pero luego no le había quedado más remedio que seguir viaje en tren. Fui a buscarla a la estación de Voroshilovsk, en donde la encontré en compañía del célebre escritor Ernst Jünger, con quien mantenía una animada conversación. Jünger, un tanto cansado pero aún pimpante, vestía uniforme de campaña de Hauptmann de la Wehrmacht; Weseloh iba de paisano, con chaqueta y una falda larga de gruesa lana gris. Me presentó a Jünger, muy ufana, visiblemente, de su reciente relación: había coincidido con él casualmente en el compartimento de tren, en Krapotkin, y lo había reconocido en el acto. Le di un apretón de manos e intenté decirle unas pocas palabras acerca de cuan importantes habían sido para mí sus libros, sobre todo El trabajador, pero ya estaba rodeado de oficiales del OKHG que se lo llevaban. Weseloh lo vio marchar con expresión emocionada y lo despidió con la mano. Era una mujer más bien flaca, a quien apenas si se le notaban los pechos, aunque era exageradamente ancha de caderas; tenía una cara alargada y caballuna y llevaba el pelo rubio recogido en un moño con postizo, y gafas, que dejaban ver unos ojos un tanto aturdidos, pero ávidos. «Siento mucho no ir de uniforme —dijo, tras hacer ambos el saludo alemán-, pero me pidieron que saliera tan deprisa que no me dio tiempo a hacerme uno»…— «No tiene importancia —respondí, muy amable-. Pero, eso sí, va a tener frío. Le conseguiré un abrigo». Llovía y las calles estaban llenas de barro; de camino se explayó sobre Jünger, que llegaba de Francia en misión de inspección; habían hablado de epígrafes persas y Jünger la había felicitado por su erudición. En el grupo, se la presenté al doctor Leetsch, quien le explicó en qué consistía su cometido; después del almuerzo, la dejó en mis manos y me pidió que le buscase alojamiento en Piatigorsk, la ayudase en su trabajo y me ocupase de ella. Mientras íbamos carretera adelante, volvió a hablarme de Jünger y, después, me preguntó por la situación en Stalingrado: «He oído muchos rumores. ¿Qué sucede exactamente?». Le conté lo poco que sabía. Me escuchó atentamente y dijo, por fin, con tono convencido: «Estoy segura de que se trata de un plan brillante de nuestro Führer para hacer caer a las fuerzas enemigas en una trampa y destruirlas de una vez por todas»…— «Seguramente está usted en lo cierto». En Piatigorsk, hice que la acomodasen en uno de los sanatorios; luego, le enseñé la documentación con la que contaba y mis informes. «También tenemos muchas fuentes rusas», expliqué… —«Por desgracia no leo el ruso— me contestó, muy seca-. Pero con lo que tiene usted aquí debería bastarnos»… —«Todo en orden, entonces. Cuando acabe, iremos los dos a Nalchik».

La doctora Weseloh no llevaba alianza, pero no parecía hacer ningún caso a los apuestos militares que la rodeaban. No obstante, pese a que no tenía un físico demasiado atractivo y era de ademanes torpes, tuve, en los dos días siguientes, muchas más visitas que de costumbre: no sólo oficiales del Abwehr, sino también otros de Operaciones, que normalmente ni se dignaban dirigirme la palabra, tenían de pronto apremiantes motivos para venir a verme. Ni uno dejó de saludar a nuestra especialista, que se había instalado en un escritorio y, sumida en sus papeles, apenas si les devolvía el saludo con una palabra distraída o un gesto de la cabeza, a menos que se tratase de un oficial superior, a quien hubiera que hacer el saludo reglamentario. Sólo reaccionó de verdad una vez, cuando el joven teniente Von Open dio un taconazo ante su mesa y se dirigió a ella de la siguiente forma: «Permítame, Fräulein Weseloh, que le dé la bienvenida a nuestro Cáucaso…»… Alzó la cabeza y lo interrumpió: «Fräulein Doktor Weseloh, tenga la bondad». Von Open, desconcertado, se ruborizó y masculló unas disculpas; pero la Fräulein Doktor ya había vuelto a sumirse en la lectura. Me costaba contener la risa ante aquella solterona estirada y puritana, pero que no carecía de inteligencia ni de vertientes humanas. También a mí me llegó la oportunidad de padecer su forma de ser tajante cuando quise comentar con ella el resultado de sus lecturas. «No veo por qué me han hecho venir hasta aquí —dijo, sorbiendo con expresión severa-. El caso me parece claro». La animé a que siguiera hablando: «La cuestión de la lengua no tiene importancia alguna. La de las costumbres tiene alguna más, pero no demasiada. Si son judíos, habrán seguido siéndolo pese a cuantos intentos de asimilación hayan hecho; exactamente igual que los judíos de Alemania, que hablaban alemán y vestían como burgueses occidentales, pero, bajo la pechera almidonada, seguían siendo judíos y no le daban el pego a nadie. Ábrale los pantalones de rayas a un industrial judío— siguió diciendo con toda crudeza-, y se encontrará con un circunciso. Y aquí pasará otro tanto. No sé por qué tanto quebradero de cabeza». No me di por enterado de esa inconveniencia en el lenguaje que me hizo sospechar, en aquella doctora de apariencia tan glacial, honduras turbias que perturbaban fangosos remolinos, pero me permití hacerle notar que, en vista de las costumbres musulmanas, aquel indicio, al menos, no me parecía demasiado revelador. Me miró de forma aún más despectiva: «Hablaba de forma metafórica, Hauptsturmführer. ¿Por quién me toma? Lo que quiero decir es que los Fremdkórper nunca dejan de serlo, fuere cual fuere el entorno. Ya le explicaré lo que quiero decir in situ». La temperatura bajaba a ojos vistas y mi pelliza seguía sin estar lista. Weseloh tenía un abrigo que le estaba un poco grande, pero iba forrado de piel; se lo había conseguido Reuter. Yo, al menos, para las visitas sobre el terreno tenía la chapka, pero incluso eso desagradaba a Weseloh: «El caso es que esa indumentaria no se atiene al reglamento, Hauptsturmführer», dijo al ver como me ponía el gorro… —«El reglamento lo redactaron antes de que viniéramos a Rusia— le expliqué, cortésmente-. Todavía no lo han actualizado. Pongo en su conocimiento que su abrigo de la Wehrmacht no es reglamentario tampoco». Se encogió de hombros. Mientras ella estudiaba la documentación, yo había intentado subir a Voroshilovsk, con la esperanza de dar con una ocasión de ver a Jünger, pero no había sido posible, y tenía que contentarme con los comentarios de Weseloh, por la noche, en el comedor de oficiales. Ahora tenía que llevarla a Nalchik. De camino, le mencioné la presencia de Voss y su participación en la comisión de la Wehrmacht. «¿El doctor Voss? —dijo pensativa-. Es un especialista bastante conocido, desde luego. Pero en Alemania se critican mucho sus trabajos. En fin, será interesante conocerlo». Yo también tenía mucho interés en volver a ver a Voss, pero a solas o, en cualquier caso, no en presencia de aquella arpía nórdica; quería seguir con la conversación anterior y, además, no me quedaba más remedio que admitir que el sueño que tuve me había alterado, y creía que una conversación con Voss, sin mencionar, por descontado, esas imágenes espantosas, me ayudaría a aclarar unos cuantos puntos. Ya en Nalchik, fui primero a las oficinas del Sonderkommando. Persterer no estaba, pero presenté a Weseloh a Wolfgang Reinholz, un oficial del Kommando que también se ocupaba del asunto de los Bergjuden. Reinholz nos explicó que ya habían estado allí los expertos de la Wehrmacht y del Ostministerium. «Se han entrevistado con Shabaev, el viejo que representa más o menos a los Bergjuden, quien les ha soltado largos discursos y les ha enseñado la kolonka».kolonka— preguntó Weseloh-. ¿Y eso qué es?». —«La judería. Está algo más al sur que el centro de la ciudad, entre la estación y el río. Ya la llevaremos a usted. Según las informaciones que tengo— añadió, volviéndose hacia mí-, Shabaev mandó sacar todas las alfombras, las camas y los sillones de las casas para ocultar que son ricos, e invitó a shashliks a los expertos, que se lo tragaron todo»… —«¿Por qué no intervinieron ustedes?», preguntó Weseloh…— «Es algo complicado, Fräulein Doktor —contestó Reinholz. Hay cuestiones de jurisdicción. De momento, a nosotros nos han prohibido que nos metamos en los asuntos de esos judíos»…— «En cualquier caso —respondió ella, muy estirada-, puedo asegurarle que a mí no me pillarán con manipulaciones de ésas».

Reinholz envió dos Orpo para que hicieran venir a Shabaev y le sirvió un té a Weseloh; yo llamé por teléfono a la Ortskommandantur para ponerme de acuerdo con Voss, pero había salido; me prometieron que me llamaría cuando volviera. Reinholz, quien, como todo el mundo, había oído hablar de la llegada de Jünger, le estaba preguntando a Weseloh por las convicciones nacionalsocialistas del escritor; estaba claro que Weseloh no tenía ni idea, pero le parecía haber oído que no era miembro del Partido. Algo después, se presentó Shabaev: «Markel Avgadulovich», se presentó. Lucía un atuendo montañés tradicional y una barba imponente, y su porte era firme y seguro de sí. Hablaba ruso con marcado acento, pero al Dolmetscher no parecía plantearle la traducción problema alguno. Weseloh le pidió que se sentara y entabló con él una charla en una lengua que no entendía ninguno de los presentes. «Sé dialectos más o menos cercanos al tat —manifestó-. Voy a hacer que hable en alguno de ellos y después se lo explico a ustedes». Los dejé solos y fui a tomarme un té con Reinholz en otra habitación. Me contó la situación local: los éxitos soviéticos en la periferia de Stalingrado habían traído consigo grandes revuelos entre los kabardinos y los balkarios y la actividad de los partisanos en las montañas se recrudecía. En los planes del OKHG entraba proclamar pronto el distrito autónomo, y contaba con la supresión de los koljoses y de los sovjoses en la comarca montañesa (los de las llanuras del Baksan y del Terek, que se consideraban rusos, no iban a disolverse) y con el reparto de las tierras a los autóctonos para calmar los ánimos. Al cabo de hora y media, apareció Weseloh: «El viejo quiere enseñarnos su casa y su barrio. ¿Vienen?»…— «Con mucho gusto. ¿Y usted?», dije, dirigiéndome a Reinholz… —«Ya he estado. Pero siempre se come bien». Tomó una escolta de tres Orpo y nos llevó en coche a casa de Shabaev. Era un edificio de ladrillo con un patio interior ancho y constaba de habitaciones grandes y desnudas, sin pasillos. Tras habernos pedido que nos quitásemos las botas, nos invitaron a todos a sentarnos en unos almohadones muy pobres y dos mujeres nos pusieron delante, en el suelo, un hule grande. Varios niños se habían colado en la habitación y estaban acurrucados en un rincón, mirándonos con los ojos muy abiertos y cuchicheando y riendo entre sí. Shabaev se sentó en un almohadón, enfrente de nosotros mientras una mujer de su edad, con un pañuelo de vivos colores en la cabeza, nos servía té. Hacía frío en la habitación y no me quité el abrigo. Shabaev dijo unas cuantas palabras en su lengua: «Se disculpa por recibirnos tan mal— tradujo Weseloh-, pero no nos esperaban. Su mujer va a prepararnos el té. Ha invitado también a unos cuantos vecinos, para que podamos hablar»… —«Lo del té— especificó Reinholz-, quiere decir comer hasta reventar. Espero que tengan ustedes hambre». Entró un chiquillo y le soltó unas cuantas frases veloces a Shabaev antes de volver a salir a la carrera. «Eso no lo he entendido», dijo Weseloh irritada. Cruzó unas cuantas palabras con Shabaev. «Dice que es el hijo de un vecino y estaban hablando en kabardino». Una joven muy bonita con túnica y pañuelo trajo de la cocina varios panes grandes, redondos y planos y los colocó encima del mantel. Luego, la mujer de Shabaev y ella trajeron cuencos con queso blanco, frutos secos y caramelos envueltos en papel de plata. Shabaev partió con la mano uno de los panes y nos repartió los pedazos: estaba aún caliente, crujiente, delicioso. Otro anciano con papaj y botinas flexibles entró y se sentó junto a Shabaev; luego llegó otro. Shabaev hizo las presentaciones. «Dice que el que está a su izquierda es un tat musulmán —explicó Weseloh-. Desde el principio está intentando decirme que sólo algunos tats son de religión judía. Voy a hacerle preguntas». Se enzarzó en una prolongada charla con el segundo anciano. Un tanto aburrido, me puse a picar y a examinar la habitación. Las paredes, sin adorno alguno, parecían recién encaladas. Los niños escuchaban y nos inspeccionaban en silencio. La mujer de Shabaev y la joven nos trajeron fuentes de carne cocida, con salsa de ajo y bolitas de harina hervidas. Empecé a comer; Weseloh seguía conversando. Sirvieron, después, sbashliks de trocitos de pollo, que amontonaron encima de uno de los panes; Shabaev partió los otros y repartió las rebanadas a modo de platos; luego con un largo cuchillo caucásico, un kinyal, nos sirvió a todos albóndigas que cortaba del propio espetón. Trajeron también hojas de parra rellenas de arroz y carne. Me gustaban más que la carne cocida y empecé a comer muy animado; Reinholz hacía otro tanto, mientras Shabaev parecía estar increpando a Weseloh, quien no comía nada. La mujer de Shabaev vino a sentarse también con nosotros para censurar con vehementes ademanes la falta de apetito de Weseloh. «Fräulein Doktor— le dije entre dos bocados-, ¿puede preguntarles dónde duermen?» Weseloh habló con la mujer de Shabaev: «Según ella —acabó por responderme-, aquí mismo, en el suelo, en la tarima»…— «En mi opinión —dijo Reinholz-, miente»…— «Dice que antes tenían colchones, pero que los bolcheviques se lo quitaron todo antes de emprender la retirada»… —«A lo mejor es verdad», le dije a Reinholz; se estaba comiendo un shashlik y se limitó a encogerse de hombros. La joven nos iba sirviendo más té caliente según bebíamos, con un sistema curioso: primero echaba un puré negro en una tetera pequeña y, luego, le añadía agua caliente. Cuando acabamos de comer, las mujeres se llevaron los restos y recogieron el mantel; luego Shabaev salió y volvió con unos cuantos hombres que llevaban instrumentos y a quienes hizo sentar pegados a la pared, enfrente de la esquina de los niños. «Dice que ahora vamos a oír música tradicional tat y a ver sus danzas, para que comprobemos que son iguales que las de los demás pueblos montañeses», explicó Weseloh. Entre los instrumentos había algo así como unos banjos de mástil muy largo, que se llamaban tar, unas flautas largas, que se llamaban saz— una palabra turca, especificó Weseloh por conciencia profesional-, un cacharro de barro en el que se soplaba con una caña y unos tambores que se tocaban con la mano. Interpretaron varias piezas y la joven que nos había servido bailó sin pretensiones, pero tenía mucho encanto y era muy flexible. Los hombres que no tocaban llevaban el compás con los percusionistas. Entraban más personas y se sentaban, o se quedaban de pie contra la pared: mujeres de faldas largas con niños agarrados a las piernas, hombres con atuendo montañés, trajes viejos y tazados o también blusones y gorras de trabajador soviético. Una de las mujeres que estaban sentadas daba de mamar a su bebé sin hacer intención de taparse. Un joven se quitó la chaqueta y se sumó al baile. Era guapo, distinguido, elegante, altanero. La música y las danzas se parecían desde luego a las de los karachais que yo había visto en Kislovodsk; la mayoría de las piezas, de ritmo sincopado que a mí me sonaba muy curioso, eran animadas y eufóricas. Uno de los músicos viejos cantó una larga melopea sin más acompañamiento que un banjo de dos cuerdas, que pulsaba con un plectro. La comida y el té me habían sumido en un estado apacible, casi soñoliento; cedía a la música, toda aquella escena me parecía pintoresca y aquella gente, muy cordial y muy simpática. Cuando acabó la música, Shabaev pronunció algo así como un discurso que Weseloh no tradujo; luego, nos trajeron regalos: para Weseloh, una alfombra oriental grande y tejida a mano, que dos hombres extendieron ante nosotros antes de volverla a enrollar; y unos preciosos kinyali labrados, en estuches de madera negra y de plata, para Reinholz y para mí. A Weseloh le regaló también unos pendientes de plata y una pulsera la mujer de Shabaev. El gentío nos escoltó hasta la calle y Shabaev nos estrechó la mano con solemnidad: «Nos agradece que le hayamos dado la oportunidad de poder mostrarnos la hospitalidad tat —tradujo, muy seca, Weseloh-. Se disculpa por lo modesto de la acogida, pero dice que hay que reprochárselo a los bolcheviques, que se lo robaron todo».

«¡Vaya circo!», exclamó Weseloh en el coche… —«Esto no es nada para lo que le organizaron a la comisión de la Wehrmacht», comentó Reinholz…— «¡Y estos regalos! —siguió Weseloh-. ¿Qué se imaginan? ¿Que van a poder comprar a unos oficiales de las SS? ¡Esa sí que es una táctica de judíos!» Yo no decía nada: Weseloh me irritaba; daba la impresión de que partía de una idea preconcebida y a mí no me parecía que ése fuera el procedimiento adecuado. En las oficinas del Sonderkommando, nos explicó que el anciano con quien había charlado conocía bien el Corán, las oraciones y los usos musulmanes, pero que, según ella, eso no quería decir nada. Un ordenanza entró y se dirigió a Reinholz: «Hay una llamada telefónica de la Ortskommandantur. Dicen que alguien preguntaba por un tal Leutnant Voss»…— «Ah, es para mí», dije. Me fui detrás del ordenanza a la sala de comunicaciones y cogí el auricular. Me habló una voz desconocida: «¿Es usted quien dejó un recado para el Leutnant Voss?»… —«Sí», respondí, perplejo…— «Lamento mucho decirle que lo han herido y que no va a poder llamarle», dijo el hombre. Noté la garganta oprimida de repente: «¿Es grave?»… —«Pues sí, bastante»…— «¿Dónde está?». —«Aquí. En el centro médico»…— «Voy para allá». Colgué y pasé por la habitación en donde estaban Weseloh y Reinholz. «Tengo que ir a la Ortskommandantur», dije, cogiendo el abrigo… —«¿Qué pasa?», preguntó Reinholz. Debía de estar pálido; desvié la cara rápidamente. «Vuelvo dentro de un rato», dije según salía.

Fuera, caía la tarde y hacía mucho frío. Iba a pie y, con las prisas, me había dejado la chapka. Empecé a tiritar enseguida. Caminaba deprisa y estuve a punto de resbalar en una placa de hielo; conseguí agarrarme a un poste, pero me hice daño en el brazo. El frío me atenazaba la cabeza descubierta; se me estaban entumeciendo los dedos dentro de los bolsillos. Notaba cómo me recorrían el cuerpo intensos escalofríos. Había subestimado la distancia hasta la Ortskommandantur; cuando llegué, era noche cerrada y tiritaba como una hoja. Dije que quería ver a un oficial de operaciones. «¿Es con usted con quien he hablado?», me preguntó éste cuando llegó al vestíbulo, en donde yo estaba intentado en vano entrar en calor… —«Sí. ¿Qué ha pasado?»—. «Todavía no lo tenemos muy claro. Lo han traído unos montañeses en un carro de bueyes. Estaba en un aul kabardino, al sur. Según los testigos, entraba en las casas y hacía preguntas a la gente acerca de su lengua. Uno de los vecinos cree que se quedó a solas con una chica y que el padre los sorprendió. Oyeron tiros: cuando llegaron, se encontraron con el Leutnant herido y con la chica muerta. El padre había desaparecido. Así que lo trajeron aquí. Claro que eso es lo que cuentan ellos. Habrá que abrir una investigación»… —«¿Cómo está?»—. «Me temo que mal. Le soltaron un tiro en el vientre»… —«¿Puedo verlo?» El oficial titubeó; me escudriñaba la cara sin disimular la curiosidad. «No es un asunto que tenga que ver con las SS», dijo por fin.—. «Es un amigo». Dudó aún un momento y, luego, dijo de pronto: «En ese caso, venga. Pero le advierto que está hecho una pena».

Me condujo por los pasillos recién pintados de gris y verde claro hasta una sala grande en donde unos cuantos enfermos y heridos leves yacían en una hilera de camas. No veía a Voss. Un médico, que llevaba una bata blanca algo sucia encima del uniforme, se nos acercó. «¿Sí?». —«Querría ver al Leutnant Voss— explicó el oficial de operaciones, señalándome-. Aquí lo dejo —me comentó-. Tengo que hacer»…— «Venga —dijo el médico-. Lo hemos puesto solo». Me llevó hacia una puerta que estaba al fondo de la sala. «¿Puedo hablar con él?», pregunté…— «No lo oirá», contestó el médico. Abrió la puerta y me cedió el paso. Voss yacía bajo una sábana, con el rostro sudoroso y algo verde. Tenía los ojos cerrados y se quejaba bajito. Me acerqué: «Voss», dije. No reaccionó. Sólo aquellos sonidos seguían saliéndole de la boca; no eran en realidad quejidos, sino más bien sonidos inarticulados, pero incomprensibles, como el parloteo de un niño, la traducción a una lengua privada y misteriosa de lo que le estaba pasando por dentro. Me volví hacia el médico: «¿Se salvará?». El médico negó con la cabeza. «Ni siquiera entiendo cómo ha aguantado hasta ahora. No hemos podido operar. No valdría de nada». Me volví hacia Voss. Seguían los sonidos, ininterrumpidamente, una descripción de su agonía más acá de la lengua. Me dejaba aterido, me costaba trabajo respirar, como en esos sueños en los que alguien habla y no lo entendemos. Pero aquí no había nada que entender. Le aparté una mecha que le caía sobre el párpado. Abrió los ojos y me miró pero tenía los ojos vacíos de cualquier reconocimiento. Estaba ya en ese lugar privado, cerrado, del que nunca se vuelve a subir a la superficie, pero en el que tampoco se había hundido aún. El cuerpo luchaba, como lucha un animal, contra lo que le sucedía, y también eran eso los sonidos, sonidos de un animal. De vez en cuando se interrumpían esos sonidos para que Voss pudiera jadear aspirando el aire entre los dientes con un ruido casi líquido. Luego volvían. Miré al médico: «Está sufriendo. ¿Puede ponerle morfina?». El médico parecía apurado: «Ya le hemos puesto»… —«Sí, pero hay que ponerle más». Yo lo miraba fijamente a los ojos; titubeaba y se daba golpecitos con una uña en los dientes. «Ya casi no me queda— dijo por fin-. Hemos tenido que mandar todas las reservas a Millerovo para el 6º Ejército. Tengo que quedarme con el resto para los casos que puedan operarse. De todas formas, no va a tardar en morirse». Seguí mirándolo fijamente. «Usted no puede darme órdenes», añadió… —«No le estoy dando una orden; le estoy pidiendo algo», dije fríamente. Palideció. «Bien, Hauptsturmführer. Tiene razón… le pondré más». No me moví ni sonreí. «Vamos a hacerlo ahora. Miraré cómo lo hace». Un breve tic le deformó los labios al médico. Salió. Miré a Voss: los sonidos extraños, atemorizadores, como autodeformados, le seguían brotando de la boca, que laboraba convulsivamente. Una voz antigua, venida de tiempos remotos, pero que, aunque era un lenguaje, no decía nada y sólo expresaba su propia desaparición. Volvió el médico con una jeringuilla, le destapó el brazo a Voss, dio unos golpecitos para cogerle la vena y le inyectó el contenido. Poco a poco se fueron espaciando los sonidos y se calmó la respiración. Los ojos se habían cerrado. De vez en cuando subía aún un bloque de sonidos, como una boya postrera arrojada por la borda. El médico se había vuelto a marchar. Le rocé suavemente la mejilla a Voss con el dorso de los dedos y salí yo también. El médico andaba atareado, con expresión de apuro y resentimiento a la vez. Le di las gracias muy seco y luego pegué un taconazo y alcé el brazo. El médico no me devolvió el saludo y salí sin decir palabra.

Un coche de la Wehrmacht me volvió a llevar al Sonderkommando. Allí seguían Weseloh y Reinholz en plena conversación. Reinholz alegaba argumentos en favor de un origen turco de los Bergjuden. Se interrumpió al verme: «Ah, Herr Hauptsturmführer, nos estábamos preguntando qué hacía. He mandado que les preparen un alojamiento. Es demasiado tarde para que se vuelvan ahora»… —«De todas formas— dijo Weseloh-, debería quedarme aquí unos días para seguir con mis investigaciones»… —«Me vuelvo esta noche a Piatigorsk— dije con voz átona-. Tengo cosas que hacer. Por aquí no hay partisanos y puedo viajar de noche». Reinholz se encogió de hombros: «Va contra las instrucciones del grupo, Herr Hauptsturmführer, pero haga lo que quiera»… —«Es sus manos dejo a la doctora Weseloh. Hable conmigo si necesita lo que sea». Weseloh, con las piernas cruzadas encima de la silla de madera, parecía completamente a gusto y encantada de su aventura; le daba igual que me fuera. «Gracias por la ayuda, Hauptsturmführer— dijo-. Por cierto, ¿podré ver a ese doctor Voss?» Yo estaba ya en el umbral de la puerta, con la chapka en la mano. «No». No esperé a ver su reacción y salí. A mi chófer no parecía hacerle demasiada gracia la idea de viajar de noche, pero no insistió cuando le repetí la orden con tono casi cortante. El viaje fue largo: el chófer, Lemper, conducía muy despacio por temor a las placas de hielo. Más allá del estrecho haz de luz de los faros, medio velados por culpa de los aviones, no se veía nada; de vez en cuando, surgía de la oscuridad ante nosotros un puesto de control militar. Yo iba manoseando distraídamente el kinyal que me había regalado Shabaev, fumaba cigarrillo tras cigarrillo y miraba, sin pensar en nada, la noche ancha y vacía.

La investigación ratificó lo que habían contado los aldeanos acerca de la muerte del doctor Voss. En la casa en donde había ocurrido el drama, encontraron su libreta, manchada de sangre y llena de consonantes kabardinas y de notas de gramática. La madre de la joven, histérica, juraba que no había vuelto a ver a su marido desde el incidente; según los vecinos, era probable que se hubiera ido a las montañas con el arma del crimen, un mal fusil de caza, a hacerse abrek, como dicen en el Cáucaso, o a unirse a una banda de partisanos. Pocos días después, una delegación de ancianos del pueblo fue a ver al general Von Mackensen: le presentaron solemnes disculpas en nombre del aul, volvieron a asegurarle la profunda amistad que sentían por el ejército alemán y dejaron un montón de alfombras, de pieles de cordero y de joyas, que regalaban a la familia del muerto. Juraron que ellos mismos encontrarían al asesino y que lo matarían o lo entregarían; los pocos hombres útiles que quedaban en el aul, por lo que aseguraron, se habían ido a rastrear las montañas. Temían que hubiera represalias: Von Mackensen los tranquilizó y les prometió que no habría ningún castigo colectivo. Yo sabía que Shadov había hablado del asunto con Kóstring. El ejército mandó quemar la casa del culpable, promulgó un nuevo orden del día en que se reiteraban las prohibiciones de confraternizar con las mujeres de la montaña y archivó el caso a toda prisa.

La comisión de la Wehrmacht estaba acabando su estudio acerca de los Bergjuden y Kóstring deseaba celebrar una conferencia al respecto en Nalchik. Era tanto más urgente cuanto que el Consejo Nacional kabardino-balkario se estaba constituyendo y el OKHG quería zanjar el asunto antes de la creación del distrito autónomo prevista para el 18 de diciembre, coincidiendo con el Kurban Baíram. Weseloh había concluido su trabajo y estaba redactando el informe; Bierkamp nos convocó en Voroshilovsk para examinar nuestra postura. Tras unos cuantos días relativamente templados, en que había vuelto a nevar, la temperatura había bajado de nuevo a unos veinte grados bajo cero; por fin me habían entregado la chuba y las botas; estorbaban mucho, pero abrigaban. Fui con Weseloh, quien regresaba a Berlín directamente desde Voroshilovsk. En el Gruppenstab me encontré con Persterer y Reinholz, a quien había convocado también Bierkamp; asistían además a la reunión Leetsch, Prill y el Sturmbannführer Holste, el Leiter IV/V del grupo. «Según los informes de que dispongo —empezó a decir Bierkamp-, la Wehrmacht y el doctor Bráutigam quieren que los Bergjuden queden exentos de las medidas antijudías para no entorpecer las buenas relaciones con los kabardinos y los balkarios. Intentarán, pues, sostener que no son judíos en realidad, para eludir las críticas de Berlín. Desde nuestro punto de vista, sería un grave error. Como es una población de judíos y Fremdkórper que vive entre los pueblos del entorno, será siempre una fuente de peligro constante para nuestras fuerzas: un nido de espionaje y de sabotaje y un vivero para los partisanos. No cabe duda de que se precisan medidas radicales. Pero necesitamos pruebas sólidas para hacer frente a las argucias de la Wehrmacht»…— «Creo, Herr Oberführer, que no será difícil demostrar lo atinado de nuestra postura —afirmó Weseloh con su vocecilla fina-. Sentiré mucho no hacerlo en persona, pero antes de irme dejaré un informe completo con todos los puntos importantes, que les permitirá contestar a todas las objeciones de la Wehrmacht o del Ostministerium».Sicherheitspolizei desde el punto de vista de la seguridad». Mientras hablaba, yo repasaba rápidamente la lista de citas que había confeccionado Weseloh para intentar dejar establecido un origen genuinamente judío y muy remoto de los Bergjuden. «Si me lo permite, Herr Oberführer, querría hacer una observación acerca del dosier de la doctora Weseloh. Es un trabajo excelente, pero la verdad es que ha omitido citar todos los textos que contradicen nuestro punto de vista. Los expertos de la Wehrmacht y del Ostministerium no se van a privar de atacarnos con ellos. Me parece que, en estas condiciones, la base científica de nuestra postura es bastante débil»…— «Hauptsturmführer Aue —intervino Prill-, ha debido de pasar demasiado rato charlando con su amigo el Leutnant Voss. Podría pensarse que influyó en su forma de pensar». Lo miré exasperado: así que eso era lo que tramaba con Turek. «Se equivoca, Hauptsturmführer. Quería sencillamente hacer constar que la documentación científica con la que contamos no es concluyente y que basar en ella nuestra postura sería un error».— «A ese Voss lo han matado, ¿no?», intervino Leetsch… —«Sí-respondió Bierkamp-. Unos partisanos, o quizá esos mismos judíos. Es una pena, desde luego. Pero tengo razones para creer que trabajaba activamente en contra nuestra. Hauptsturmführer Aue, entiendo las dudas que tiene, pero debe ceñirse a lo esencial y no a los detalles. En este asunto, los intereses de la SP y de las SS están claros, y eso es lo que cuenta»…— «De todas formas —dijo Weseloh-, su temperamento judío salta a la vista. Tienen un comportamiento insinuante e incluso intentaron corrompernos»…— «Eso mismo —ratificó Persterer-. Volvieron varias veces al Kommando a traernos abrigos forrados de piel, mantas y baterías de cocina. Dicen que es para ayudar a nuestras tropas, pero también nos dieron alfombras, cuchillos muy bonitos y joyas»…— «No hay que dejarse engañar», alegó Holste, que parecía estar aburriéndose… —«Sí— dijo Prill-, pero piensen en que hacen lo mismo con la Wehrmacht». La conversación duró bastante rato. Bierkamp dijo, para terminar: «El Brigadeführer Korsemann asistirá a la conferencia de Nalchik. No creo que, si presentamos bien el asunto, el grupo de ejércitos se atreva a llevarnos la contraria abiertamente. Bien pensado, es también su seguridad la que está en juego. Sturmbannführer Persterer, cuento con usted para tener a punto los preparativos para una Aktion rápida y eficaz. En cuanto nos den luz verde, tendremos que darnos prisa. Quiero que esté todo acabado para Navidad y así podré meter esas cifras en mi informe de recapitulación de fin de año».

Acabada la reunión, fui a despedirme de Weseloh. Me dio un caluroso apretón de manos: «Hauptsturmführer Aue, no puede imaginarse cuánto me ha gustado hacerme cargo de esta misión. Para ustedes, aquí, en el Este, la guerra es algo cotidiano; pero en Berlín, en los despachos, nos olvidamos enseguida del peligro mortal en que está la Heimat y de las dificultades y padecimientos del frente. Venir aquí me ha permitido entenderlo en lo más hondo de mi ser. Me llevo el recuerdo de todos ustedes como algo valiosísimo. Buena suerte, buena suerte. ¡Heil Hitler!». Le resplandecía la cara, era presa de una pasmosa exaltación. Le devolví el saludo y me fui.

Jünger estaba aún en Voroshilovsk y había oído decir que recibía a los admiradores que se lo pedían; no tardaría ya en irse a inspeccionar las divisiones de Ruoff que estaban ante Tuapse. Pero se me habían quitado todas las ganas de ver a Jünger. Me volví a Piatigorsk pensando en Prill. Estaba claro que intentaba perjudicarme; yo no acababa de entender el porqué, nunca me había metido con él, pero había escogido ponerse de parte de Turek. Estaba en contacto permanente con Bierkamp y con Leetsch y no debía de ser difícil ponerlos en contra mía a fuerza de leves insinuaciones. Aquel asunto de los Bergjuden podía colocarme en situación delicada: yo no tenía ninguna opinión a priori; quería sencillamente ser respetuoso con cierta honradez intelectual y no acababa de entender la insistencia de Bierkamp para liquidarlos a toda costa. ¿Estaba sinceramente convencido de su aspecto racial judío? Yo no veía que se desprendiera de forma clara de la documentación, ni de su apariencia, ni de su comportamiento; no se parecían en nada a los judíos que conocíamos; cuando se los veía en su ambiente eran semejantes en todo a los kabardinos, a los balkarios a los karachais. También ésos nos hacían regalos suntuosos; era una tradición y no había por qué ver corrupción en ello. Pero debía tener cuidado: la indecisión podía interpretarse como debilidad, y Prill y Turek se aprovecharían del menor paso en falso.

En Piatigorsk volví a encontrarme cerrada la sala de los mapas: el ejército Hoth, formado a partir de los restos reforzados del 4º Ejército blindado, lanzaba una ofensiva desde Kotelnikovo y en dirección al Kessel. Pero los oficiales lucían una expresión optimista y los comentarios que hacían me valieron para completar los comunicados oficiales y los rumores; todo movía a creer que una vez más, como el año anterior ante Moscú, el Führer había acertado al aguantar. En cualquier caso, tenía que preparar la conferencia acerca de los Bergjuden y me quedaba poco tiempo para lo demás. Al volver a leer los informes y mis notas, me acordaba de las palabras de Voss durante nuestra última conversación, y, al examinar las diversas pruebas acumuladas, me preguntaba: ¿qué le habrían parecido, qué habría aceptado y cuál habría rechazado? Era un dosier muy pequeño, a fin de cuentas. Me parecía, con total sinceridad, que la hipótesis jázara no era defendible y que sólo tenía sentido el origen persa; en cuanto a lo que eso quisiera decir, tenía más dudas que nunca. Lamentaba muchísimo que ya no estuviera Voss; era la única persona con la que habría podido hablar allí en serio del tema; a los demás, tanto a los de la Wehrmacht como a los de las SS, poco les importaban en el fondo la verdad y el rigor científico: para ellos era nada más una cuestión política.

La conferencia se celebró a mediados de mes, pocos días antes del Grand Bairam. Asistía mucha gente; la Wehrmacht había acondicionado deprisa y corriendo una amplia sala de reuniones en la ex sede del Partido Comunista, con una enorme mesa ovalada en la que aún se veían las marcas de metralla de los obuses, que habían horadado el techo. Hubo un breve y animado debate acerca de una cuestión de protocolo: Kóstring quería que se sentasen juntas las diferentes delegaciones: administración militar, Abwehr, AOK, Ostministerium y SS, y parecía lógico; pero Korsemann insistía para que todo el mundo se colocara según el grado; Kóstring acabó por ceder y así Korsemann se sentó a su derecha, Bierkamp algo más allá, y yo me encontré casi al final de la mesa, enfrente de Bráutigam, que no era sino un Hauptmann de la reserva, y junto al experto civil del instituto del ministro Rosenberg. Kóstring abrió la sesión y mandó luego que entrase Selim Shadov, el jefe del Consejo Nacional kabardino-balkario, que pronunció un largo discurso acerca de las antiquísimas relaciones de buena vecindad, de ayuda mutua, de amistad e incluso, a veces, de alianzas matrimoniales entre los pueblos kabardino, balkario y tat. Era un hombre un tanto grueso, que vestía un traje cruzado confeccionado en un tejido brillante; el frondoso bigote daba firmeza a la cara algo fofa y hablaba un ruso lento y enfático; Kóstring traducía personalmente lo que iba diciendo. Cuando acabó Shadov, Kóstring se puso de pie y le aseguró en ruso (y ahora un Dolmetscher nos lo traducía) que tomaríamos en cuenta la opinión del Consejo Nacional y que esperaba que la cuestión se solucionara de forma satisfactoria para todo el mundo. Miré a Bierkamp, sentado al otro lado de la mesa, a cuatro sillas de Korsemann; había dejado la gorra encima de la mesa, junto a sus papeles y escuchaba a Kóstring tabaleando en la madera; en cuanto a Korsemann, estaba raspando un impacto de metralla con la pluma. Tras la respuesta de Kóstring, Shadov salió y el general volvió a sentarse sin comentar lo que se había dicho. «Propongo que empecemos por el informe de los expertos —dijo-. ¿Doktor Bráutigam?» Bráutigam señaló al hombre sentado a mi izquierda, un civil de cutis amarillento, bigotillo lacio y pelo grasiento, primorosamente peinado y espolvoreado, igual que los hombros, que se cepillaba nerviosamente, con una nube de caspa. «Permítanme que les presente al doctor Rehrl, un especialista en judaísmo oriental del Instituto para las Cuestiones Judías de Francfort». Rehrl despegó levemente las nalgas del asiento para hacer una breve reverencia y empezó con voz monocorde y gangosa: «Creo que tenemos aquí el residuo de un pueblo turco que probablemente adoptó la religión mosaica cuando se convirtió la nobleza jázara y, más adelante, halló refugio al este del Cáucaso, allá por el siglo X o el siglo XI, cuando cayó el imperio jazaro. En ese lugar se mezclaron, al casarse, con una tribu montañesa iraniohablante, los tats, y parte del grupo se convirtió, o volvió a convertirse, al islam, mientras que los demás conservaban un judaísmo que, poco a poco, se fue corrompiendo». Empezó a enumerar pruebas: de entrada, las palabras en lengua tat para los alimentos, las personas y los animales, es decir, el sustrato básico de la lengua, eran sobre todo de origen turco. Pasó luego revista a lo poco que se sabía de la conversión de los jázaros. Había allí puntos dignos de interés, pero la exposición que hacía tenía tendencia a presentar las cosas revueltas y costaba un poco seguirlas. No obstante, me impresionó el argumento de los nombres propios: entre los Bergjuden se usaban como nombres propios nombres de fiestas judías, tales como Hanuka o Pesaj, por ejemplo en el patronímico rusificado Janukaiev, uso que no se da ni en los judíos askenazis ni entre los sefarditas, pero que está atestiguado en los jázaros; el nombre propio Hanuka, por ejemplo, aparece dos veces en la Carta de Kiev, una carta de recomendación que escribió en hebreo la comunidad jázara de esa ciudad a principios del siglo X; una vez en una lápida de Crimea, y otra más en la lista de los reyes jázaros. Por lo tanto, para Rehrl, los Bergjuden, pese a su lengua, podían asimilarse, desde el punto de vista racial, a los nogais, los kumikos y los balkarios más que a los judíos. El jefe de la comisión investigadora de la Wehrmacht, un oficial rubicundo que se llamaba Weintrop, tomó a su vez la palabra: «No puedo tener una opinión tan tajante como la de mi respetado colega. En mi opinión, los rastros de una influencia judía caucásica en esos famosos jázaros— de los cuales se sabe, en realidad, muy poca cosa son tantos como las pruebas de una influencia opuesta. Por ejemplo, en el documento que conocemos con el nombre de Carta anónima de Cambridge, que debe de datar también del siglo X, pone que hubo judíos de Armenia que se casaron con los habitantes de aquella tierra —se refiere a los jázaros-, se mezclaron con los gentiles, aprendieron sus usos y hacían continuas expediciones para guerrear con ellos; y se convirtieron en un único pueblo. El autor está hablando de los judíos de Oriente Medio y de los jázaros: cuando menciona Armenia, no es la Armenia moderna que conocemos ahora, sino la Gran Armenia antigua, es decir, casi toda Transcaucasia y buena parte de Anatolia…»… Weintrop siguió por ese derrotero; cada uno de los elementos probatorios que presentaba parecía contradecir el anterior. «Si llegamos ahora a la observación etnológica, se ven pocas diferencias con sus vecinos conversos al islam, o incluso con los que se convirtieron al cristianismo, como los osetios. La influencia pagana sigue siendo muy fuerte: los Bergjuden practican la demonología, llevan talismanes para protegerse de los malos espíritus y muchas más cosas de este tipo. Tiene esto un parecido con las prácticas sedicentemente sufíes de los montañeses musulmanes, tales como el culto de las sepulturas, o las danzas rituales, que son también supervivencias paganas. El nivel de vida de los Bergjuden es idéntico al de los demás montañeses, bien sea en la ciudad, bien en los aul que hemos visitado. No cabe decir que los Bergjuden se hayan beneficiado del judeobolchevismo para medrar. Antes bien, en términos generales, parecen ser más pobres que los kabardinos. En la comida del sabbat, las mujeres y los niños no se sientan con los hombres; es algo contrario a la tradición judía, pero es la tradición montañesa. A la inversa, en las bodas, como en una que hemos podido presenciar, con cientos de invitados kabardinos y balkarios, los hombres y mujeres Bergjuden bailaban juntos, algo que prohibe tajantemente el judaísmo ortodoxo»…— «¿Cuáles son, pues, sus conclusiones?», preguntó Von Bittenfeld, el ayudante de campo de Kóstring. Weintrop se rascó el pelo blanco, cortado casi al cero: «En cuanto a los orígenes, es difícil decirlo: las informaciones son contradictorias. Pero nos parece evidente que están completamente asimilados e integrados, e incluso podría decirse que vermischlingt, "mishlinguizados". Los restos de sangre judía que puedan quedar en ellos deben de ser insignificantes»… —«No obstante— intervino Bierkamp-, se aferran obstinadamente a su religión judía, que han conservado intacta durante siglos»… —«Ah, no, intacta no, Herr Oberführer, intacta no— dijo Weintrop, muy campechano-. Muy corrompida, me parece a mí, al contrario. Han perdido por completo todo saber talmúdico, en el supuesto de que lo tuvieran alguna vez. Si lo súmanos a la demonología, son casi unos heréticos, como los caraítas. Por lo demás, los judíos askenazis los desprecian y los llaman Byky, los "Toros", un nombre peyorativo».— «Y a este respecto —dijo con suavidad Kóstring, volviéndose hacia Korsemann-, ¿cuál es la opinión de las SS?»—. «Es desde luego una cuestión de importancia —opinó Korsemann-. Voy a cederle la palabra al Oberführer Bierkamp». Bierkamp estaba ya reuniendo sus cuartillas: «Desgraciadamente, nuestra especialista, la doctora Weseloh, ha tenido que regresar a Alemania. Pero preparó un informe completo que le he remitido, Herr General, y que respalda rotundamente nuestra opinión: esos Bergjuden son unos Fremdkórper peligrosísimos que suponen una amenaza para la seguridad de las tropas, amenaza ante la cual debemos reaccionar de forma enérgica y vigorosa. Este punto de vista, que, a diferencia del de los investigadores, toma en consideración la cuestión vital de la seguridad, se apoya también en el estudio de los documentos científicos que realizó la doctora Weseloh, cuyas conclusiones difieren de las de los demás especialistas aquí presentes. Voy a dejar al Hauptsturmführer doctor Aue al cuidado de exponerlas». Hice una inclinación con la cabeza. «Gracias, Herr Oberführer. Creo que, para mayor claridad, es preferible diferenciar las pruebas por categorías. Están primero los documentos históricos, y, luego, ese documento vivo que es la lengua; están después los resultados de la antropología física y cultural, y, finalmente, las investigaciones etnológicas de campo, como las que han realizado el doctor Weintrop o la doctora Weseloh. Si tomamos en consideración los documentos históricos, parece probado que mucho antes de la invasión de los jázaros ya vivían judíos en el Cáucaso». Cité a Benjamín de Tudela y algunas otras fuentes antiguas, como el Derbent-Nameh. «En el siglo IX, Eldad Hadani visitó el Cáucaso y le llamó la atención que los judíos de las montañas tenían un excelente conocimiento del Talmud»…— «Que han perdido muchísimo», interrumpió Weintrop… —«Desde luego. Pero sigue siendo un hecho que hubo una época en que las talmudistas de Derbent y de Shemaka, en Azerbaiyán, tenían gran reputación. Es éste, por lo demás, un fenómeno un tanto tardío, pues efectivamente un viajero judío de la década de los 80 del pasado siglo, un tal Judas Chorny, opinaba que los judíos llegaron al Cáucaso no después, sino antes de la destrucción del primer Templo, y vivieron aislados de todo, bajo la protección persa, hasta el siglo IV. No fue sino más adelante, al invadir los tártaros Persia, cuando los Bergjuden coincidieron con los judíos de Babilonia, que les enseñaron el Talmud. Y es probable que hasta aquella época no adoptasen la tradición y las enseñanzas rabínicas. Pero no está demostrado. Para obtener pruebas de su antigüedad, habría más bien que fijarse en las huellas arqueológicas, como esas ruinas desiertas de Azerbayán que se llaman Sbifut Tebe, la "colina de los judíos", o Sbifut Kabur, "la tumba de los judíos". Son muy antiguas. En cuanto a la lengua, las observaciones de la doctora Weseloh corroboran las del difunto doctor Voss: es un dialecto iranio occidental moderno— quiero decir que no se remonta más allá del siglo VIII, o del IX lo que parece ir en contra de una ascendencia caldea directa como la que propone Pantyukov basándose en Quatrefages. Por lo demás, Quatrefages opinaba que los lesguinos, algunos svanetos y los jevsuros tenían también orígenes judíos; en georgiano, Jevis Uria quiere decir "el judío del valle". El Barón Peter Uslar sugiere, de forma más razonable, que existió una migración judía frecuente y regular hacia el Cáucaso durante dos mil años y todas y cada una de esas oleadas se iban integrando en mayor o menor grado en las tribus locales. Una explicación al problema de la lengua podría ser que los judíos intercambiaron mujeres con una tribu irania, los tats, que llegaron en época más tardía, mientras que ellos vinieron en tiempos de los aqueménidas, como colonos militares, para defender el paso de Derbent contra los nómadas de las llanuras septentrionales»… —«¿Colonos militares los judíos?— me espetó un Oberst del AOK-. Me parece una ridiculez»… —«No tan ridículo— replicó Bráutigam-. Los judíos anteriores a la Diáspora tienen una larga tradición guerrera. Basta con leer la Biblia. Y recuerden cómo resistieron contra los romanos»… —«Ah, sí, eso sale en Fia vio Josefo», añadió Korsemann…— «Efectivamente, Herr Brigadeführer», asintió Bráutigam… —«En resumen— seguí diciendo-, tal conjunto de hechos parece contradecir los orígenes jázaros. Antes bien, parece más plausible la hipótesis de Vsevolod Miller de que fueron los Bergjuden quienes trajeron el judaísmo a los jázaros»… —«Eso es exactamente lo que decía yo— intervino Weintrop-. Pero incluso usted, con su argumento lingüístico, no niega la posibilidad de la "mishlinguización"»… —«Es una auténtica lástima que el doctor Voss no esté ya entre nosotros— dijo Kóstring-. Seguro que nos habría aclarado ese punto».— «Sí —dijo con tristeza Von Gilsa-. Lo echamos mucho de menos. Ha sido una gran pérdida»…— «También la ciencia alemana —dijo sentenciosamente Rehrl paga un pesado tributo al judeobolchevismo»…— «Sí, pero, vamos, en el caso del pobre Voss más bien se trató, por lo visto, de un malentendido digamos cultural», sugirió Bráutigam… —«Meine Herrén, Meine Herrén— interrumpió Kóstring-, nos estamos alejando de la cuestión. ¿Hauptsturmführer?». —«Gracias, Herr General. Por desdicha, la antropología física no nos permite zanjar con facilidad entre las diversas hipótesis. Permítanme que les cite los datos que recopiló el gran sabio Erckert en Der Kaukasus und Seine Vólker, en 1887. En lo referido al índice cefálico, nos da 79,4 (mesocéfalo) para los tártaros de Azerbaiyán, 83,5 (braquicéfalo) para los georgianos, 85,6 (hiperbraquicéfalo) para los armenios y 86,7 (hiperbraquicéfalo) para los Bergjuden». Bergjuden, 67,9; armenios, 71,1. índice facial: georgianos, 86,5, calmucos, 87; armenios, 87,7; y Bergjuden, 89. Y, para finalizar, índice nasal: los Bergjuden están en lo más bajo de la escala, con 62,4, y los calmucos en lo más alto, con 75,3, una diferencia significativa. Los georgianos y los armenios están en medio»…— «¿Y qué quiere decir todo eso? —preguntó el Oberst del AOK-. No entiendo»…— «Eso quiere decir —explicó Bráutigam, que había ido garabateando las cifras y calculaba mentalmente a toda prisa-, que si consideramos que la forma de la cabeza indica que una raza es más o menos desarrollada, los Bergjuden son el más perfecto tipo de pueblo caucásico»…— «Eso es precisamente lo que dice Erckert —seguí diciendo-. Pero, por supuesto, aunque este punto de vista no se ha refutado por completo, se recurre poco a él en nuestros días. La ciencia ha progresado un tanto». Alcé un momento los ojos para mirar a Bierkamp; me estaba contemplando con expresión severa y dando golpecitos en la mesa con el lápiz. Con la punta de los dedos, me hizo una señal para que siguiera. Volví a centrarme en mis documentos: «En cuanto a la antropología cultural, brinda una gran cosecha de datos. Necesitaría demasiado tiempo para pasar revista a todos. En general, tienden a presentar a los Bergjuden como un pueblo que ha adoptado por completo los usos de los montañeses, incluidos los que tienen que ver con el kanly o ishkil, la venganza de sangre. Sabemos que grandes guerreros tats combatieron junto al imán Shamil contra los rusos. Sabemos también que, antes de la colonización rusa, los Bergjuden se dedicaban sobre todo a la agricultura y cultivaban uvas, arroz, tabaco y diversos cereales». «No es un comportamiento judío— comentó Bráutigam-. A los judíos los horrorizan los trabajos penosos, como por ejemplo la agricultura»… —«Desde luego, Herr Doktor. Más adelante, bajo el imperio ruso, las circunstancias económicas hicieron de ellos, pese a todo, artesanos curtidores y joyeros; fueron armeros y tejedores de alfombras, y también mercaderes. Pero se trata de una evolución reciente y algunos Bergjuden siguen teniendo casas de labor»…— «¿Como esos a los que mataron cerca de Mozdok, ¿no? —recordó Kóstring-. Nunca hemos aclarado esa historia». La mirada de Bierkamp era cada vez más sombría. Seguí: «En cambio, hay un hecho bastante elocuente, y es que, dejando de lado a unos cuantos rebeldes que se unieron a Shamil, la mayoría de los Bergjuden de Daguestán tomaron partido por los rusos, quizá debido a las persecuciones musulmanas, durante las guerras del Cáucaso. Tras la victoria, las autoridades zaristas los recompensaron concediéndoles igualdad de derechos con las demás tribus caucásicas y la posibilidad de acceder a los puestos administrativos. Lo cual, por supuesto, tiene parecido con los sistemas de parasitismo judío que ya conocemos. Pero hay que hacer constar que la mayoría de esos derechos los abolió el régimen soviético; en Nalchik, por tratarse de una república autónoma kabardino-balkaria, todos los puestos que no se atribuían a rusos o a judíos soviéticos se repartían entre los dos pueblos titulares; los Bergjuden aquí no participaron casi nunca en la administración, si dejamos aparte unos cuantos archiveros y funcionarios de poca categoría. Sería interesante ver cuál es la situación en Daguestán». Concluí citando las observaciones etnológicas de Weseloh. «No parece que se contradigan con las nuestras», masculló Weintrop…— «No, Herr Major. Son complementarias»… —«En cambio— farfullaba pensativamente Rehrl-, muchas de sus informaciones son poco compatibles con la tesis de unos orígenes jázaros o turcos. Y, no obstante, me parece que es sólida. Incluso ese Miller suyo…». Kóstring lo interrumpió con un carraspeo: «Nos ha impresionado mucho a todos la erudición de que han hecho gala los especialistas de las SS —dijo con tono untuoso, dirigiéndose a Bierkamp-, pero sus conclusiones no me parece que se diferencien mucho de las de la Wehrmacht, ¿verdad?». Bierkamp parecía ahora furioso y preocupado; se mordisqueaba la lengua: «Como hemos podido comprobrar, Herr General, las observaciones puramente científicas son muy abstractas. Hay que cruzarlas con las observaciones que aporta el trabajo de la Sicberheitspolizei. Y así es como podemos llegar a la conclusión de que nos hallamos ante un enemigo racialmente peligroso»…— «Permítame, Herr Oberführer —intervino Bráutigam-. No estoy convencido de eso»…— «Porque es usted un civil y tiene un punto de vista civil, Herr Doktor —replicó, muy seco, Bierkamp— Si el Führer tuvo a bien poner la seguridad del Reich a cargo de las SS no fue por casualidad. También hay en esto una cuestión de Weltanschauung». Sicberheitspolizei o de las SS, Oberführer —añadió Kóstring con su voz lenta y paternal-. Sus fuerzas son unos auxiliares valiosísimos para la Wehrmacht. No obstante, la administración militar, que también nace de una decisión del Führer, debe tomar en cuenta todos los aspectos de la cuestión. Desde el punto de vista político, aquí nos perjudicaría una acción contra los Bergjuden que no estuviera plenamente justificada. Sería, pues, menester que se dieran unas circunstancias imperativas que neutralizasen ese hecho. Oberst Von Gilsa, ¿qué opina el Abwehr acerca del nivel de riesgo que nos hace correr ese pueblo?»—. «Ya tratamos de esa cuestión en la primera conferencia que celebramos al respecto en Voroshilovsk, Herr General. Desde ese momento el Abwehr ha estado observando atentamente a los Bergjuden. Hasta el día de hoy, no hemos podido detectar el mínimo rastro de actividad subversiva. No tienen contactos con los partisanos, no hacen sabotaje ni espionaje, nada de nada. Ojalá todos los demás pueblos se estuvieran así de quietos; nuestra tarea aquí sería mucho más fácil»… —«Precisamente la SP opina que no hay que esperar a que se cometa el crimen para prevenirlo», objetó con rabia Bierkamp…— «Desde luego —dijo Von Bittenfeld-, pero en toda intervención preventiva hay que sopesar las beneficios y los riesgos»…— «En resumen —añadió Kóstring-, suponiendo que hubiera riesgo por parte de los Bergjuden, ¿no sería inmediato?»—. «Non, Herr General —confirmó Von Gilsa-. Al menos desde el punto de vista del Abwehr»…— «Queda, pues, la cuestión racial —dijo Kóstring-. Hemos oído muchos argumentos. Pero creo que estarán todos ustedes de acuerdo en que ninguno era del todo concluyente ni en un sentido ni en otro». Hizo una pausa y se frotó la mejilla. «Me parece que nos faltan datos. Es cierto que Nalchik no es el habitat natural de esos Bergjuden, lo que deforma por completo la perspectiva. Propongo pues, que pospongamos la cuestión hasta que ocupemos Daguestán. In situ, en su habitat de origen, nuestros investigadores deberían ser capaces de dar con elementos probatorios de más envergadura. Convocaremos una nueva comisión para entonces». Se volvió hacia Korsemann: «¿Qué le parece, Brigadeführer?». Korsemann titubeó, miró a Bierkamp de reojo, volvió a titubear y dijo: «No tengo nada que objetar, Herr General. Creo que así se satisfarían los intereses de todas las partes, incluidas las SS. ¿No es cierto, Oberführer?». Bierkamp tardó un momento en responder: «Si ésa es su opinión, Herr Brigadeführer»…— «Por supuesto que, entretanto, los vigilaremos de cerca —añadió Kóstring con su expresión campechana-. Oberführer, cuento también con que su Sonderkommando esté alerta. Si se insolentan o entran en contacto con los partisanos, ¡zas! ¿Doktor Bráutigam?» La voz de Bráutigam era más gangosa que nunca: «El Ostministerium no tiene nada que objetar a esa propuesta, que es totalmente razonable, Herr General. Creo que también deberíamos dar las gracias a los especialistas, algunos de los cuales han viajado desde el Reich, por su notable trabajo»…— «Claro que sí, claro que sí —asintió Kóstring-. Doktor Rehrl, Major Weintrop, Hauptsturmführer Aue, enhorabuena. Y lo mismo a sus colegas». Todos los asistentes aplaudieron. La gente se levantaba con mucho ruido de sillas y de papeles. Bráutigam rodeó la mesa y vino a estrecharme la mano: «Muy buen trabajo, Hauptsturmführer». Se volvió hacia Rehrl: «Por supuesto, la tesis jazara sigue siendo posible»…— «Bueno —dijo éste-, ya veremos en Daguestán. Estoy seguro de que allí daremos con nuevas pruebas, como ha dicho el general. En Derbent sobre todo habrá documentos y rastros arqueológicos». Miré a Bierkamp, que había ido enseguida a reunirse con Korsemann y le hablaba a toda velocidad en voz baja, moviendo una mano. Kóstring charlaba de pie con Von Gilsa y con el Oberst del AOK. Crucé algunas palabras más con Bráutigam, luego recogí mis dosieres y me encaminé hacia el vestíbulo, adonde ya se habían ido Bierkamp y Korsemann. Bierkamp, encolerizado, me miró de arriba abajo. «Creía que tenía usted en más los intereses de las SS, Hauptsturmführer». No dejé que me aturullase: «Herr Oberführer, no he omitido ni una prueba de su condición de judíos»…— «Habría podido presentarlas de forma más clara, con menos ambigüedad». Korsemann intervino con su dicción entrecortada: «No veo qué le reprocha usted, Oberführer. Se las ha apañado muy bien. Por cierto, que el general le ha dado la enhorabuena dos veces». Bierkamp se encogió de hombros: «Me pregunto si, a fin de cuentas, no tenía razón Prill». No contesté. A nuestra espalda, iban saliendo los demás participantes. «¿Tiene más instrucciones para mí, Herr Oberführer?», pregunté por fin. Hizo un ademán vago con la mano: «No. Ahora no». Lo saludé y salí detrás de Von Gilsa.

Fuera, el aire era seco, intenso, mordiente. Inspiré a fondo y noté cómo el frío me quemaba por dentro los pulmones. Todo tenía un aspecto congelado y mudo. Von Gilsa se metió en su coche con el Oberst del AOK y me ofreció la plaza del asiento delantero. Cruzamos unas cuantas palabras más y luego, poco a poco, todo el mundo se fue quedando callado. Yo pensaba en la conferencia: la ira de Bierkamp era comprensible. Kóstring nos había jugado una mala pasada. Todo el mundo en la sala sabía de buena tinta que no había ninguna oportunidad de que la Wehrmacht llegase a Daguestán. Algunos sospechaban incluso —aunque Korsemann y Bierkamp quizá no lo sospechasen que, antes bien, el grupo de ejércitos A no tardaría en tener que salir del Cáucaso. Incluso si Hoth conseguía encontrarse con Paulus, sólo sería para que el 6º Ejército se pudiera replegar hacia el Chir o incluso hacia el curso bajo del Don. Bastaba con mirar un mapa para darse cuenta de que la posición del grupo de ejércitos A era cada vez más insostenible. Kóstring debía de tener unas cuantas cosas seguras al respecto. Quedaba descartado, por lo tanto, enemistarse con los pueblos montañeses por una cuestión de tan poca importancia como la de los Bergjuden: ya habría disturbios cuando se dieran cuenta de que volvía el Ejército Rojo— aunque sólo fuese para dar pruebas de lealtad y patriotismo, con cierto retraso, también es verdad y había que evitar a toda costa que el asunto degenerase. Una retirada por un entorno completamente hostil y propicio a la guerrilla podía desembocar en catástrofe. Así pues había que dar garantías a las poblaciones amigas. No creía yo que Bierkamp pudiera entender algo así; tenía una mentalidad policíaca que exacerbaba la obsesión que sentía por las cifras y los partes y lo volvía corto de vista. Hacía poco, un Einsatzkommando había liquidado un sanatorio para niños tuberculosos en una zona remota de la región de Krasnodar. La mayoría de los niños eran montañeses, los consejos nacionales protestaron enérgicamente y hubo algaradas que costaron la vida a varios soldados. Bairamukov, el jefe karachai, amenazó a Von Kleist con una insurrección general si volvía a pasar algo así; y Von Kleist le mandó una carta furiosa a Bierkamp, pero éste, por lo que tenía yo oído, la recibió con una curiosa indiferencia; no veía dónde estaba el problema. Korsemann, más sensible a la influencia de los militares, tuvo que intervenir y lo obligó a enviar instrucciones nuevas a los Kommandos. A Kóstring, pues, no le había quedado elección. Al llegar a la conferencia, Bierkamp pensaba que aún no estaba echada la suerte: pero Kóstring seguramente había ya cargado los dados con Bráutigam y el cruce de puntos de vista no había sido sin duda más que puro teatro, una representación para los no iniciados. Aunque hubiera estado presente Weseloh, o aunque yo me hubiera aferrado a una argumentación completamente tendenciosa, no habría cambiado nada. La jugada de Daguestán era brillante e imparable: era la consecuencia natural de lo dicho y Bierkamp no podía oponerle ninguna objeción razonable; en cuanto a decir la verdad, que nunca ocuparíamos Daguestán, era algo inconcebible; poco le habría costado entonces a Kóstring conseguir que relevaran a Bierkamp por derrotismo. No en vano los militares llamaban a Kóstring «el viejo zorro»: había sido un golpe maestro, me dije con amargo regocijo. Sabía que iba a traerme problemas: Bierkamp intentaría que cargase alguien con las culpas de su fracaso, y yo era la persona más indicada. No obstante, había realizado mi trabajo de forma enérgica y rigurosa; ahora bien, pasaba como con aquella misión mía en París, no había entendido las reglas del juego, había buscado la verdad allí donde no querían la verdad, sino una baza política. Prill y Turek tendrían ahora todas las facilidades para calumniarme. Por lo menos, Voss no habría desaprobado la presentación que hice. Por desgracia, Voss había muerto y yo estaba solo otra vez.

Caía la noche. Una gruesa capa de escarcha lo cubría todo: las ramas retorcidas de los árboles, y los alambres y los postes de los cercados, la hierba prieta, la tierra de los campos casi pelados. Era como un mundo de espantosas formas blancas, angustiosas, mágicas, un universo cristalino de donde parecía proscrita la vida. Miré las montañas: la ancha pared azul cerraba el horizonte, guardiana de otro mundo, de un mundo oculto. El sol se estaba poniendo en Abjasia seguramente y lo ocultaban las crestas, pero su luz acariciaba aún las cumbres y pintaba la nieve de suntuosos y delicados fulgores de color rosa, amarillo, naranja, fucsia, que iban corriendo, de forma exquisita, de un pico a otro. Era todo de una belleza cruel, que cortaba la respiración, casi humana, pero, al tiempo, más allá de toda tribulación humana. Poco a poco, allá lejos, allí detrás, el mar se tragaba el sol, y los colores se iban apagando uno a uno, poniendo la nieve azul y, luego, de una blancura gris que resplandecía apaciblemente en la oscuridad. Los árboles, incrustados de escarcha, surgían en los conos de nuestros faros como criaturas en movimiento. Habría podido creer que había cruzado hasta el otro lado, hasta ese país que tan bien conocen los niños y del que no se vuelve.

No estaba equivocado en lo tocante a Bierkamp: la cuchilla cayó aún más deprisa de lo que me esperaba. Cuatro días después de la conferencia, me mandó ir a Voroshilovsk. La antevíspera habían promulgado el Distrito Autónomo kabardino-balkario, durante la celebración del Kurban Bai’ram en Nalchik, pero no asistí a la ceremonia; por lo visto, Bráutigam había dado un discurso por todo lo alto y los montañeses cubrieron a los oficiales de regalos, de kinyali, de alfombras y de Coranes copiados a mano. En cuanto al frente de Stalingrado, según los rumores, a los panzers de Hoth les costaba mucho avanzar y acababan de tropezarse con el Myshkova, a sesenta kilómetros del Kessel; entretanto, los soviéticos, más al norte, en el Don, lanzaban una nueva ofensiva contra el frente italiano; se hablaba de desbandada, y los carros de combate rusos amenazaban ahora a los aeródromos desde los que la Luftwaffe avituallaba como podía al Kessel. Los oficiales del Abwehr seguían negándose a dar informaciones concretas y costaba hacerse una idea exacta del estado crítico de la situación, incluso superponiendo los variados rumores. Yo daba cuenta al Gruppenstab de todo cuanto conseguía entender, o corroborar, pero me daba la impresión de que no se tomaban demasiado en serio mis partes: últimamente había recibido del estado mayor de Korsemann una lista de los SSPF y demás responsables SS nombrados para los diferentes distritos del Cáucaso, incluidos Grozny, Azerbaiyán y Georgia, y un estudio acerca de la planta kok-saghyz, que crece en torno al Malkop, y cuyo cultivo deseaba el Reichsführer emprender a gran escala para producir un sustituto del caucho. Me preguntaba si Bierkamp tenía opiniones tan poco realistas; en cualquier caso, me inquietaba la convocatoria. De camino, iba intentando acopiar argumentos en mi defensa y poner a punto una estrategia, pero como no sabía qué iba a decirme, lo mezclaba todo.

La entrevista fue breve. Bierkamp no me dijo que me sentara y me quedé en posición de firmes mientras me tendía una hoja. La miré sin entender gran cosa. «¿Qué es?», pregunté… —«Su traslado. El encargado de las estructuras policiales en Stalingrado ha pedido urgentemente un oficial SD. Al suyo lo mataron hace dos semanas. He comunicado a Berlín que el Gruppenstab podía hacer frente a una reducción de personal y han dado el visto bueno a su cambio de destino. Enhorabuena, Hauptsturmführer. Es una oportunidad para usted». Seguí tieso. «¿Puedo preguntarle por qué me propuso, Herr Oberführer?» Bierkamp seguía con expresión desagradable, pero sonrió levemente: «Me gusta contar en mi estado mayor con oficiales que entienden lo que se espera de ellos sin tener que entrar en detalles; en caso contrario, más le valdría a uno hacer el trabajo personalmente. Espero que el trabajo SD en Stalingrado sea para usted un aprendizaje provechoso. Permítame además que le comente que su conducta personal ha sido lo bastante equívoca como para dar lugar a rumores desagradables dentro del grupo. Hay quien ha llegado incluso a mencionar una intervención de la SS-Gericht. Por principio, me niego a creer habladurías de esa índole, sobre todo cuando tienen que ver con un oficial con una formación política como la suya, pero no consentiré que un escándalo mancille la reputación de mi grupo. Le aconsejo que tenga cuidado a partir de ahora para que su comportamiento no pueda dar pie a ese tipo de chismorreos. Puede retirarse». Nos despedimos con el saludo alemán y me retiré. Ya en el pasillo, pasé por delante del despacho de Prill: tenía la puerta abierta y vi que me miraba con una leve sonrisa. Me detuve en el umbral y me quedé, a mi vez, mirándolo fijamente, mientras una sonrisa radiante, una sonrisa de niño, me iba creciendo en la cara. Poco a poco se le fue apagando la sonrisa y me miró con expresión cetrina y perpleja. No dije nada y seguí sonriendo, sin soltar la orden de misión que llevaba en la mano. Al fin, me fui.

Seguía haciendo el mismo frío, pero la pelliza era abrigada y di unos cuantos pasos. La nieve, recogida de mala manera, estaba helada y resbaladiza. En la esquina de la calle, cerca del hotel Kavkaz presencié un peculiar espectáculo: unos soldados alemanes salían de un edificio cargados con unos maniquíes que llevaban uniformes napoleónicos. Había húsares con shakos y dolmanes de color punzó, pistacho o junquillo, dragones de verde con pestañas rojo amaranto en las costuras, grognards de la guardia imperial con gabanes azules de botones dorados, hannoverianos de rojo cangrejo, un lancero croata todo de blanco con corbata roja. Los soldados metían esos maniquíes, de pie, en camiones con toldo, y otros los sujetaban con cuerdas. Me acerqué al Feldwebel que supervisaba la operación: «¿Qué pasa?». Me saludó y contestó: «Es el museo regional, Herr Hauptsturmführer. Estamos evacuando la colección a Alemania. Orden del OKHG». Me quedé un rato mirándolos y luego me volví al coche; seguía con la hoja de ruta en la mano. Finita la commedia.