27
—¿Qué recuerdas de antes? —me había preguntado Harry.
Nada, papá.
Excepto...
El cerebro se me llenó de imágenes. ¿Visiones mentales? ¿Sueños? ¿Recuerdos? En cualquier caso, se trataba de imágenes muy claras. Y sucedían aquí... ¿en esta habitación? No, imposible. Este contenedor no podía llevar mucho tiempo aquí, y yo no lo había pisado antes. Pero la estrechez del espacio, la corriente fría que salía de la bomba de aire, la luz débil... todo formaba una sinfonía que me daba la bienvenida a casa. No había sido en este mismo lugar, claro, pero las imágenes eran tan claras, tan parecidas, tan completamente ajustadas, excepto por...
Parpadeé; una imagen flotaba sobre mis ojos. Los cerré.
Y vi el interior de un contenedor distinto, en el que no había cartones. Había... cosas encima de ella... De... ¿mamá? Le veía la cara y ella se escondía, mirando entre las cosas, mostrando sólo su cara, una cara inmóvil, imperturbable. Y al principio tenía ganas de reírme por lo bien que se había escondido mamá. No podía verle el cuerpo, sólo la cara. Debía de haber hecho un agujero en el suelo, y miraba desde allí, pero... ¿por qué no me contestaba ahora que ya la había visto? ¿Por qué ni siquiera parpadeaba? No contestó ni cuando la llamé a gritos; no se movió, no hizo nada. Sólo mirarme. Y, sin mamá, estaba solo.
Pero no... no del todo. Giré la cabeza, y el recuerdo giró conmigo. No estaba solo. Alguien estaba allí. Al principio era muy confuso porque era yo, pero a la vez otro que se parecía a mí. Los dos nos parecíamos a mí...
¿Qué hacíamos en esa caja? ¿Por qué no se movía mamá? Tenía que ayudarnos. Estábamos sentados en un denso charco de, de... Mamá, muévete, sácanos de aquí, de toda esta...
—¿Sangre...? —susurré.
—Te acuerdas —dijo él a mi espalda—. Me alegro tanto.
Abrí los ojos. Los golpes de mi cabeza seguían. Casi podía ver aquella otra habitación superpuesta sobre ésta. Y en esa otra habitación el pequeño Dexter se sentaba allí. Podía poner los pies en ese lugar. Y el otro yo se sentaba a mi lado, pero no era yo, claro; era alguien distinto, alguien que yo conocía tan bien como a mí mismo, alguien llamado...
—¿Biney...? —dije vacilante. El sonido era el mismo, pero el nombre no acababa de sonar bien.
Asintió con un alegre movimiento de cabeza.
—Así me llamabas. En esa época te costaba decir Brian. Decías Biney. —Me acarició la mano—. No pasa nada. Es agradable tener un apodo. —Hizo una pausa, sonriendo, pero con los ojos puestos en mi cara—. Hermanito.
Me senté. Él tomó asiento a mi lado.
—¿Qué...? —fue todo lo que pude decir.
—Hermanos —repitió él—. La gente nos tomaba por gemelos. Naciste sólo un año después que yo. Nuestra madre no era muy precavida. —Por su rostro se extendió una sonrisa, amplia y feliz—. En más de un sentido.
Intenté tragar. No pude. Él, Brian, mi hermano, prosiguió.
—En parte sólo son deducciones —dijo él—. Pero tuve un poco de tiempo libre, y cuando me animaron a que aprendiera a hacer algo útil, lo aproveché. Me volví muy bueno buscando cosas en el ordenador. Encontré los antiguos archivos policiales. Nuestra querida mamá salía con un grupo de gente muy traviesa. Andaban en negocios de importación, como yo. Claro que el producto que importaban era un poco más sensible. —Alcanzó una de las cajas de cartón y de ella sacó un puñado de gorras con una pantera enfurecida grabada en ellas—. Mis productos vienen de Taiwán. Los suyos, de Colombia. Mi conclusión es que mamá y sus amigos intentaron iniciar algún proyecto por su cuenta con algún material que no era estrictamente propiedad suya; sus socios no acabaron de encajar bien su espíritu de independencia y decidieron desanimarla.
Devolvió con cuidado las gorras a la caja y sentí que me miraba, pero no podía volver la cabeza. Un momento después, desvió la cabeza.
—Nos encontraron aquí —dijo él—. Justo aquí. —Bajó la mano al suelo y tocó el lugar exacto donde aquel pequeño no—yo había estado sentado hace tanto tiempo—. Dos días y medio después. Adheridos al suelo sobre un dedo de sangre seca. —Su voz era ronca, horrible; pronunció aquella palabra, sangre, exactamente igual que lo habría hecho yo, con un odio profundo y despectivo—. Según los informes de la policía, había también varios hombres. Probablemente tres o cuatro. Nuestro padre podía haber sido cualquiera de ellos. La sierra mecánica dificultó mucho la identificación, claro. Pero están bastante seguros de que sólo había una mujer. Tú tenías tres años; yo, cuatro.
—Pero... —dije. No me salió nada más.
—Cierto —prosiguió Brian—. Y me costó mucho encontrarte. En este estado se toman muy en serio la confidencialidad de las adopciones. Pero te encontré, hermanito, ¿verdad que sí? —Volvió a acariciarme la mano, un extraño gesto que me resultaba desconocido. Claro que también era la primera vez que veía a un hermano de sangre. Quizás era un gesto que debía practicar con mi hermano, o con Deborah... Y, de repente, con un súbito ataque de remordimiento, me di cuenta de que me había olvidado por completo de Deborah.
Miré hacia ella: a unos dos metros, pulcramente sujeta.
—Está bien —dijo mi hermano—. No quería empezar sin ti.
La primera pregunta coherente que hice puede sonarles muy rara, pero la hice:
—¿Cómo sabías que querría? —Lo que tal vez sonó como si de verdad quisiera... y desde luego, no quería explorar a Deborah. Seguro que no. Y, sin embargo... aquí estaba mi hermano mayor, con ganas de jugar, una oportunidad genuinamente única. Más que por el hecho del parentesco, por el hecho de que era igual que yo—. No podías saberlo —dije, dando a la frase mayor incertidumbre de la que habría creído posible.
—No lo sabía. Pero pensé que era bastante probable. A los dos nos sucedió lo mismo. —Sonrió con más ganas y levantó el dedo índice—. Un Acontecimiento Traumático. ¿Conoces el término? ¿Has leído algo sobre monstruos como nosotros?
—Sí —dije—. Y Harry, mi padre adoptivo... Pero nunca me contó qué había sucedido exactamente.
Brian agitó una mano en el aire.
—Esto sucedió, hermanito. La sierra mecánica, las partes del cuerpo volando, la... sangre. —Lo dijo con el mismo énfasis temeroso—. Dos días y medio entre todo esto. Un milagro que sobreviviéramos, ¿no? Casi suficiente para hacerte creer en Dios. —Sus ojos centellearon y, por alguna razón, Deborah se movió emitiendo un sonido ahogado. Él la ignoró—. Creyeron que eras lo bastante pequeño como para recuperarte. Yo estaba justo por encima del límite de edad. Pero ambos sufrimos un Acontecimiento Traumático clásico. Todos los autores están de acuerdo. Eso me hizo lo que soy... y pensé que quizá había hecho lo mismo contigo.
—Lo hizo —dije—, exactamente lo mismo.
—¿No te resulta entrañable? Cosa de familia.
Le miré. Mi hermano. Esa palabra extraña. Estoy seguro de que no habría podido decirla en voz alta sin tartamudear. Era tan difícil de creer... pero a la vez era absurdo negarlo. Se parecía a mí. Nos gustaban las mismas cosas. Incluso compartíamos el mismo estilo de chistes.
Sacudí la cabeza.
—Lo sé —dijo él—. Cuesta un minuto hacerse a la idea de que somos dos, ¿verdad?
—Quizás un poco más —dije—. No sé si...
—Vaya, hermanito, ¿ahora tienes miedo? ¿Después de lo que pasó? Dos días y medio aquí sentados. Dos niños, sentados durante casi tres días sobre un mar de sangre. —Sus palabras me hicieron sentir vértigo, mareo, me aceleraron el corazón y restallaron en mi cabeza.
—No —balbuceé, sintiendo su mano apoyada en mi hombro.
—No importa —dijo él—. Lo que importa es lo que suceda ahora.
—Lo que... suceda —dije.
—Sí. Lo que suceda. Ahora. —Emitió un sonido breve, seco y sofocado que pretendía pasar por risa. Supuse que no había aprendido a fingir tan bien como yo—. Supongo que debería decir algo como: «¡Llevo toda la vida esperando este día!» —Repitió el mismo graznido—. Claro que ninguno de los dos habría podido vivir sintiendo las cosas de verdad. La realidad es que no sentimos nada, ¿verdad que no? Nos hemos pasado la vida representando un papel. Moviéndonos en este mundo declamando frases y fingiendo que somos como el resto de seres humanos, pero no lo somos. Y siempre, siempre, siempre buscando el modo de sentir algo... Buscando, hermanito, un momento como éste. ¡Sentimiento real, genuino, auténtico! Quita el aliento, ¿no crees?
Lo creí. La cabeza me daba vueltas y no me atrevía a cerrar los ojos por miedo a lo que me esperaba si lo hacía. Y, aún peor, mi hermano estaba a mi lado, observándome, pidiéndome que fuera yo mismo, que fuera como él. Y, para ser yo mismo, para ser su hermano, para ser quien era de verdad, tenía que... teníamos que... Mis ojos se volvieron, solos, hacia Deborah.
—Sí —dijo él, y en su voz oí ahora toda la furia fría y feliz del Oscuro Pasajero—. Sabía que lo adivinarías. Esta vez lo haremos juntos.
Negué con la cabeza, pero sin demasiada convicción.
—No puedo —dije.
—Tienes que poder —dijo él, y ambos teníamos razón. Aquel contacto en el hombro, suave como una pluma, batiéndose contra el tirón de Harry que mi hermano nunca podría entender, y sin embargo podía competir en fuerza con esa mano que ahora me levantaba y me empujaba hacia delante; un paso, dos... Los ojos abiertos de Deborah se posaron en los míos, pero con aquella otra presencia a mi espalda no podía jurarle que no fuera a...
—Juntos —insistió—. Una vez más. Fuera con las viejas costumbres. Empecemos de nuevo... juntos. —Di un paso más. Los ojos de Deborah me gritaban, pero...
Ahora estaba a mi lado, junto a mí, y algo brillaba en su mano. Dos objetos.
—Uno para todos, ambos para uno... ¿Has leído Los tres mosqueteros? —Lanzó un cuchillo al aire, recogiéndolo con la mano izquierda y entregándomelo. La débil luz arrancaba suaves destellos de las hojas que sólo podían compararse con el brillo de los ojos de Brian—. Vamos, Dexter. Hermanito. Coge el cuchillo. —Los dientes relucían como el acero—. Empieza el espectáculo.
Deborah emitió un sonido rasgado pese a la cinta que la sujetaba. La miré. En sus ojos había una frenética impaciencia. Y una ira creciente. ¡Venga, Dexter! ¿De verdad planeaba hacerle esto? Libérala y llévala a casa. ¿De acuerdo, Dexter? ¿Dexter? ¿Dexter? ¿Estás ahí, no?
No lo sabía.
—Dexter —dijo Brian—, no pretendo influir en lo que decidas. Pero desde que me enteré de que tenía un hermano como yo, no he podido pensar en otra cosa. Y tú sientes lo mismo, lo leo en tu rostro.
—Sí —dije, sin apartar los ojos de la ansiosa cara de Deb—, ¿pero tiene que ser ella?
—¿Por qué no? ¿Qué significa para ti?
Buena pregunta. Tenía los ojos fijos en Deborah. No era mi hermana de verdad, no lo era, no nos unía parentesco alguno. Le tenía cariño, claro, pero...
¿Pero qué? ¿Por qué vacilaba? Lo que proponía Brian era imposible. Sabía que era impensable, incluso mientras lo pensaba. No sólo porque fuera Deb, aunque era una razón de peso, sino por un extraño pensamiento que se había metido en mi pobre y desmayada mente y del que no podía librarme: ¿Qué diría Harry?
De manera que me quedé allí, inseguro, porque sin importarme lo mucho que me apetecía empezar, sabía lo que diría Harry. Siempre lo había dicho. Era una de las verdades inmutables de Harry: Cárgate a los malos, Dexter. Despedázalos. No despedaces a tu hermana. Pero Harry no había previsto que sucediera algo así: ¿cómo podía hacerlo? Cuando Harry escribió su Código, nunca imaginó que me enfrentaría a una decisión así: aliarme con Deborah, que no era mi hermana, o unirme a mi auténtico y cien por cien idéntico hermano de verdad en una partida que me moría por jugar. Harry no podía haber concebido algo así cuando me marcó el camino, Harry no sabía que tuviera un hermano que...
Pero espera un momento. No cuelgues, por favor. Harry lo sabía. Harry había estado aquí cuando sucedió, ¿verdad? Y lo había mantenido en secreto, nunca me dijo que tenía un hermano. Todos estos años de vacío y soledad en los que me creí el único yo, él sabía que no era así: lo sabía y no me lo había dicho. Era el dato aislado más importante sobre mi vida —no estaba solo—, y él me lo había ocultado. ¿Qué le debía ahora a Harry después de una traición de este calibre?
Y, volviendo al tema que nos ocupaba, ¿qué le debía a ese pedazo tembloroso de carne humana que gemía justo bajo mis ojos, a esta criatura disfrazada de hermana? ¿Qué podía deberle si lo comparábamos con el lazo que me unía a Brian, carne de mi carne, una réplica viva de mi precioso e idéntico ADN?
Una gota de sudor rodó por la frente de Deborah y le entró en el ojo. Parpadeó frenética, haciendo unas muecas horribles, en un esfuerzo por seguir viéndome y eliminar el sudor del ojo al mismo tiempo. Tenía un aspecto realmente patético, indefensa y atada como un animalillo; un animal humano. No como yo, no como mi hermano; no como el Bailarín de la Luna, el inteligente, pulcro, limpio, insensible como el filo de una navaja y burlón Dexter y su propio hermano.
—¿Y bien? —dijo él, y en su tono leí una nota de impaciencia, de crítica, un inicio de decepción.
Cerré los ojos. La estancia se cerró en torno de mí, se hizo más oscura, y no pude moverme. Mamá me miraba sin parpadear. Abrí los ojos. Mi hermano estaba tan cerca que notaba su aliento en mi cuello. Mi hermana me miró, los ojos tan abiertos como los de mamá. Y su mirada me acarició, como me había acariciado mamá. Cerré los ojos; mamá. Los abrí; Deborah.
Cogí el cuchillo.
Hasta mis oídos llegó un leve ruido y una ráfaga de aire caliente entró por la puerta. Di media vuelta.
LaGuerta estaba en el umbral con una desagradable pistola automática en la mano.
—Sabía que lo intentarías —dijo ella—. Debería dispararos a los dos. Quizás a los tres —dijo, mirando a Deborah. Entonces vio el cuchillo que yo tenía en la mano y exclamó—. ¡Ja! Ojalá el sargento Doakes pudiera verlo. No se equivocaba contigo. —Y al decirlo me apuntó con el arma durante sólo un segundo.
Pero fue suficiente. Brian se movió con rapidez, más de la que yo habría creído posible. Sin embargo, LaGuerta consiguió disparar y Brian se tambaleó un poco mientras hundía el cuchillo en el pecho de LaGuerta. Permanecieron así durante un momento, y después ambos cayeron al suelo, inmóviles.
Un pequeño charco empezó a extenderse por el suelo, mezcla de la sangre de ambos: Brian y LaGuerta. No era un charco profundo, ni llegó lejos, pero me aparté de aquella horrible visión llevado por algo muy parecido al pánico. Fui retrocediendo hasta chocar con algo que emitía sonidos sofocados con un pánico igual al mío.
Deborah. Le arranqué la cinta de la boca.
—¡Por Dios, qué daño! —dijo ella—. Dex, quítame esta mierda de encima y deja de portarte como un puto chiflado.
Miré a Deborah. La cinta le había dejado un rastro de sangre en torno a los labios, una sangre roja y horrible que me hizo volar en el tiempo hacia la estancia de ayer, hacia mamá... Y Deb estaba allí, como mamá. Exactamente igual que la última vez, el aire frío me daba escalofríos y las sombras oscuras hablaban en torno a nosotros. Exactamente igual que cuando ella estaba atada allí, la misma cinta, mirándome como...
—Maldita sea. Venga, Dex. Libérame.
Pero en esta ocasión tenía un cuchillo, y ella seguía indefensa. Ahora podía cambiarlo todo. Ahora podía...
—¿Dexter? —dijo mamá.
Quiero decir Deborah. Claro que me refería a ella. No mamá, que nos había dejado en este lugar donde todo empezó y donde ahora podía terminar: esa ardiente necesidad galopando en su oscuro caballo bajo la luz de la luna, esas mis voces íntimas susurrando: Hazlo, hazlo ahora, hazlo y todo puede cambiar, ser como debía haber sido, volver al...
—¿Mamá? —dijo alguien.
—Vamos, Dexter —dijo mamá. Quiero decir, Deborah. Pero el cuchillo se movía—. Dexter, por el amor de Dios, corta esta mierda. ¡Soy yo! ¡Debbie!
Sacudí la cabeza, y era Deborah, por supuesto, pero no podía parar el cuchillo.
—Lo sé, Deb. Y lo siento mucho, de verdad.
El cuchillo siguió subiendo. Sólo podía mirarlo, sin poder hacer nada por detenerlo. Un ligero toque de la tela de araña de Harry seguía rozándome, pidiendo que le hiciera caso y recobrara la cordura, pero era tan pequeño y débil, y la necesidad tan grande, tan fuerte, más poderosa de lo que había sido jamás, porque esto era todo: el principio y el fin, elevándome fuera de mí y enviándome por aquel túnel que había entre el chico de la sangre y la última oportunidad de hacer las cosas bien. Esto lo cambiaría todo, castigaría a mamá, le enseñaría lo que había hecho. Porque mamá debería habernos salvado. Esta vez tenía que ser distinto. Incluso Deb tenía que verlo.
—Baja el cuchillo, Dexter. —Ahora su voz era más tranquila, pero las otras eran tan potentes que apenas la oía. Intenté bajar el cuchillo, de verdad, pero sólo conseguí hacerlo descender un par de centímetros.
—Lo siento, Deb. No puedo —dije, luchando para pronunciar esas palabras contra el creciente bramido de esa tormenta que llevaba veinticinco años gestándose. Y ahora, con mi hermano y yo, juntos como truenos en una oscura noche de luna...
—¡Dexter! —gritó la malvada mamá, la que quería dejarnos solos entre tanta sangre horrible, y la voz de mi hermano susurró con la mía—: ¡Puta! —Y el cuchillo volvió a ascender...
Oí un ruido procedente del suelo. ¿LaGuerta? No sabría decirlo, pero no importaba. Tenía que terminar, tenía que hacerlo, esto debía suceder así...
—¡Dexter! —dijo Debbie—. Soy tu hermana. No quieres hacerme esto. ¿Qué diría papá? —Eso me dolió, lo admito—. Baja el cuchillo, Dexter.
Un nuevo sonido a mi espalda, y un leve gemido. El cuchillo volvió a subir.
—¡Dexter, cuidado! —dijo Debbie, y me giré.
La inspectora LaGuerta estaba apoyada sobre una rodilla, jadeando, luchando para levantar un arma que le resultaba de repente increíblemente pesada. El cañón fue subiendo, despacio, despacio, apuntándome primero al pie, luego a la rodilla...
¿Pero acaso importaba? Esto iba a suceder ahora, pasara lo que pasara, y aunque hubiera visto cómo el dedo de LaGuerta apretaba el gatillo, el cuchillo que tenía en la mano no se habría detenido.
—¡Va a dispararte, Dex! —gritó Deb, histérica. Y la pistola me apuntaba al ombligo. En el semblante de LaGuerta se leía una tremenda concentración, fruto del esfuerzo y de su auténtica intención de disparar. Me había girado hacia ella, pero el cuchillo seguía recorriendo su camino hacia...
—¡Dexter! —gritó mamá/Debbie desde la mesa, pero el Oscuro Pasajero gritaba más, y actuaba, cogiéndome la mano y dirigiendo el cuchillo hacia...
—¡Dex!
Eres un buen chico, Dex, susurró Harry con aquella voz fantasmal, ligera como una pluma pero lo bastante penetrante para que el cuchillo detuviera el descenso.
—No puedo evitarlo —susurré, llevado por el temblor de la hoja de acero.
Elige qué... o a QUIÉN... matar, dijo desde detrás de aquel azul duro e infinito de sus ojos, mirándome con los mismos ojos que Deborah, mirándome con fuerza suficiente como para que el cuchillo se desviara un centímetro. Hay mucha gente que merece morir, dijo Harry, con aquella voz suave que contrastaba con la cólera creciente que me gritaba por dentro.
El extremo del cuchillo tembló y se quedó quieto. El Oscuro Pasajero no podía bajarlo. Harry no podía apartarlo. Y así nos quedamos.
A mis espaldas oí un ruido sordo, un golpe atronador, y después un gemido tan lleno de vacío que me recorrió los hombros como un pañuelo de seda sobre el cuerpo de una araña. Me volví.
LaGuerta había caído, el brazo que antes sostenía la pistola clavado al suelo por el cuchillo de Brian, el labio inferior atrapado entre los dientes y los ojos abiertos de terror. Brian se agachó a su lado, observando cómo el miedo le invadía el semblante. Le costaba respirar, pero sonreía.
—¿Limpiamos un poco, hermano? —dijo él.
—No... No puedo.
Mi hermano se puso en pie y se quedó plantado ante mí, oscilando lentamente de un lado a otro.
—¿No puedes? —dijo—. Creo que no conozco esta palabra.
Me quitó el cuchillo de la mano, sin que yo pudiera detenerle, ni ayudarle. Tenía los ojos puestos en Deborah, pero su voz me azotaba y hacía que los dedos fantasmas de Harry desaparecieran de mi espalda.
—Debe hacerse, hermano. Es una obligación. —Jadeó y se dobló por un momento, incorporándose lentamente y levantando al mismo tiempo el cuchillo—. ¿Tengo que recordarte lo importante que es la familia?
—No —dije, con ambas familias, vivos y muertos, agrupándose en torno a mí clamando lo que debía y no debía hacer. Y con un último susurro del Harry de ojos azules de mi memoria, mi cabeza empezó a temblar y volví a decirlo—: No —y esta vez lo decía en serio—. No puedo. Deborah no.
Mi hermano me miró.
—Muy mal —dijo—. Estoy tan decepcionado. Y el cuchillo descendió.