10

Poco después de las ocho de la mañana LaGuerta se acercó al lugar donde estaba yo sentado, sobre el capó del coche. Apoyó el impecable traje sastre en la carrocería y se deslizó hasta que nuestros muslos se rozaron. Esperé que dijera algo, pero por una vez no parecía tener nada que decir. Tampoco yo. De modo que permanecí unos minutos sentado, mirando el puente, sintiendo el calor de su muslo contra el mío y preguntándome adonde se habría ido mi tímido amigo del camión. Pero una presión en el muslo me sacó de mi ensimismamiento.

Bajé la vista hacia el pantalón. LaGuerta me amasaba el muslo como si fuera una barra de arcilla. La miré a los ojos y me sostuvo la mirada.

—Han encontrado el cuerpo —dijo ella—. Ya me entiendes, el que acompañaba a la cabeza.

Me incorporé.

—¿Dónde?

Me miró del modo en que los policías miran a la gente que encuentra cabezas decapitadas por la calle. Pero respondió.

—En el Office Depot Center.

—¿Donde juegan los Panthers? —pregunté, y sentí un escalofrío, como si un dedo helado me atravesara el cuerpo—. ¿En el hielo?

LaGuerta asintió sin dejar de observarme.

—Los Panthers son un equipo de hockey —dijo ella—, ¿verdad?

—Creo que sí —dije, sin poder contenerme.

Se mordió los labios.

—Lo encontraron envuelto en la red de la portería.

—¿La del equipo de casa o la de los visitantes? —pregunté.

—¿Eso importa algo? —dijo ella, parpadeando.

Sacudí la cabeza.

—Era sólo una broma, inspectora.

—No tengo ni idea de qué diferencia hay. Debería encontrar a alguien que entienda de hockey —dijo ella, apartando por fin la mirada de mí y dirigiéndola hacia la multitud, en busca de alguien que llevara un disco para jugar al hockey—. Me alegra que estés de humor para bromas —añadió—. ¿Y qué es una... —frunció el ceño, en un esfuerzo por recordar—sam—boli?

—¿Qué?

—Es una especie de máquina —explicó con un encogimiento de hombros—. Creo que se usa para el hielo...

—¿Una Zamboni?

—Como se llame. El individuo que la conduce la saca para preparar el hielo para el entrenamiento matutino. Hay un par de jugadores a los que les gusta practicar a primera hora. Y les gusta que el hielo esté en condiciones, así que el tío este, el conductor de la... —vaciló por un instante— ¿zamboli?, llega muy temprano los días de entreno. La mete en la pista y ve las bolsas apiladas. Junto a la red de la portería. De manera que se acerca a echar un vistazo. —Volvió a encogerse de hombros—. Doakes está allí ahora. Dice que no consiguen calmarle lo suficiente como para sacarle ni una palabra más.

—Entiendo algo de hockey —dije yo.

Me lanzó una mirada intensa.

—Hay tantas cosas de ti que no sé, Dexter. ¿Juegas al hockey?

—No, nunca he jugado —admití con modestia—. Sólo he visto unos cuantos partidos.

No dijo nada y tuve que morderme los labios para no seguir presumiendo. Lo cierto es que Rita había sacado entradas de temporada para los Florida Panthers y, para mi sorpresa, yo había descubierto que me gustaba el hockey. No era sólo la violencia frenética y alegremente homicida lo que me divertía. Había algo relajante en estar sentado en el enorme y frío estadio, y habría ido allí sin oponer resistencia hasta para ver un partido de golf. También es cierto que le habría dicho cualquier cosa a LaGuerta con tal de que me llevara al estadio. Sentía unas incontenibles ganas de ir al estadio. Deseaba ver el cuerpo apilado sobre el hielo más que cualquier otra cosa, deseaba deshacer el pulcro envoltorio y ver la limpia carne fresca. Deseaba tanto verla que me sentí como un perro babeante de esos que salen en los dibujos animados; mi urgencia por verlo era tal que incluso sentía que el cuerpo, en cierto modo, me pertenecía.

—Muy bien —dijo LaGuerta cuando yo ya estaba a punto de reventar, luciendo una sonrisa fugaz, en parte oficial y en parte... ¿qué? Daba igual, algo distinto; desgraciadamente, algo humano que quedaba más allá de mi capacidad de comprensión—. Nos dará ocasión de charlar.

—Me gustaría mucho —dije, rezumando encanto por todos los poros. LaGuerta no respondió. Quizá no me oyó, aunque tampoco importaba. Estaba más allá del sarcasmo en todo lo que se refería a su imagen. Era posible herirla con el halago más absurdo del mundo y ella lo aceptaba como si fuera su obligación. La verdad es que no me divertía halagarla. Cuando no hay desafío pierde la gracia. Pero no se me ocurría nada mejor que decir. ¿De qué se imaginaba ella que hablaríamos? Ya me había interrogado sin piedad antes de llegar a la escena del crimen.

Permanecimos junto a mi coche abollado y presenciamos la salida del sol. Ella observó la carretera sobre el mar y me preguntó siete veces si había visto al conductor del camión, cada vez con una inflexión levemente distinta, frunciendo el ceño entre una y otra pregunta. Me había preguntado en cinco ocasiones si estaba seguro de que se trataba de un camión refrigerado, y estoy seguro de que eso era lo que entendía por sutileza. Quería preguntar mucho más, pero se echó atrás para no resultar demasiado obvia. Incluso una vez se olvidó de quién era y preguntó en español. Le contesté en español que estaba seguro, y ella me miró a los ojos y me tocó el brazo, pero no volvió a preguntar.

Y por tres veces había seguido con la mirada la rampa de acceso al puente, sacudido la cabeza y mascullado «¡Puta!» entre dientes. Se trataba de una clara referencia a la agente Puta, mi querida hermana Deborah. Dada la aparición en escena del camión refrigerado que Deborah había predicho, iba a necesitar una cierta cantidad de control por su parte y, por cómo LaGuerta se mordisqueaba el labio inferior, deduje que la inspectora estaba firmemente concentrada en ese problema. Estaba seguro de que daría con algo que a Deb le resultara incómodo —era una de sus mayores habilidades—, pero por el momento esperaba que mi hermana se anotara el punto. No con LaGuerta, claro, pero cabía esperar que el resto advirtiera que su brillante intento de trabajo detectivesco había dado en la diana.

Por extraño que resulte, LaGuerta no preguntó qué hacía yo en mi coche a esas horas. Claro que no soy detective, pero me parece una pregunta bastante obvia. Quizá sería poco amable por mi parte decir que las omisiones de ese tipo eran típicas de ella, pero ahí está. Simplemente no preguntó.

Y, sin embargo, al parecer teníamos más cosas de qué hablar. De manera que la seguí hasta su coche, un gran Chevrolet azul celeste que no tenía más de dos años y que conducía cuando estaba de servicio. En su vida privada llevaba un pequeño BMW del que se suponía que nadie tenía noticia.

—Sube —dijo ella. Y me senté en el asiento delantero, de un azul impoluto.

LaGuerta conducía deprisa, sorteando el tráfico, y en pocos minutos estábamos en la carretera sobre el mar de regreso a Miami, atravesando la bahía de Biscayne de nuevo y a un kilómetro más o menos de la I—95. Se incorporó a la autopista en dirección norte sorteando el tráfico a una velocidad que parecía un poco excesiva incluso para Miami. Pero llegamos a la 595 y giramos hacia el oeste. Me miró tres veces de reojo antes de decidirse a hablar.

—Bonita camisa —dijo.

Me miré la bonita camisa, que me había echado encima cuando salí de mi apartamento para llevar a cabo la cacería, y ahora la veía por primera vez: una camisa deportiva de poliéster con brillantes dragones rojos estampados. La había llevado todo el día anterior y estaba un poco arrugada, pero seguía pareciendo limpia. Y era bonita, claro, pero aun así...

¿Podía ser que LaGuerta estuviera intentando entablar una conversación intrascendente con el fin de que me relajara lo bastante para inculparme de algo? ¿Sospechaba que yo sabía más de lo que admitía y creía que podía hacerme bajar la guardia y decirlo?

—Siempre llevas una ropa preciosa, Dexter —dijo ella. Me miró fijamente, con una sonrisa golosa, enorme, sin darse cuenta de que estaba a punto de estampar el coche contra un camión con remolque. Reaccionó a tiempo y movió el volante con un dedo; adelantamos al camión y nos metimos en la I—595 en dirección oeste.

Pensé en la ropa preciosa que llevaba siempre. Bueno, claro que sí. Me enorgullecía ser el monstruo mejor vestido del condado de Dade. Sí, cierto, despedazó al señor Duarte, pero ¡era tan elegante! Ropa adecuada para cada ocasión... Por cierto, ¿qué se supone que hay que ponerse para asistir a una decapitación de madrugada? Una camisa deportiva vieja y pantalones holgados, naturalmente. Iba á la mode. Pero al margen del atuendo que me había puesto de prisa aquella mañana, lo cierto es que ponía atención a la ropa. Fue una de las lecciones de Harry: sé pulcro, viste bien y evita llamar la atención.

¿Pero por qué iba a advertirlo una inspectora cuyo único interés era hacer carrera? A no ser que...

¿Era esto? Una extraña idea empezó a crecer. Algo cansado por aquella sonrisa que se resistía a abandonar su cara me dio la clave. Era ridículo, ¿pero qué otra cosa podía ser?

LaGuerta no intentaba que bajara la guardia para formular preguntas más inquisitivas sobre lo que había visto. Y le importaba un rábano que entendiera de hockey.

LaGuerta estaba flirteando.

Se sentía atraída por mí.

Todavía estaba intentando recuperarme del terrible shock que había supuesto el extraño e incontenible impulso con Rita... y ahora esto. ¿LaGuerta ligando conmigo? ¿Acaso un grupo terrorista había vertido algo en el agua de Miami? ¿Exudaba yo alguna especie de feromona extraña? ¿O es que toda la población femenina de Miami se había dado cuenta de lo inútiles que son los hombres y yo les resultaba atractivo por eliminación? Con toda seriedad, ¿qué coño pasaba?

Claro que podía equivocarme. Arremetí contra la idea como una barracuda contra una cucharilla de plata. Al fin y al cabo, menuda muestra de egocentrismo pensar que una mujer ambiciosa, refinada y sofisticada como LaGuerta podía mostrar el menor interés por mí. ¿No resultaba más probable que, que...

¿Que qué? Por desafortunada que fuera la conclusión, ésta no dejaba de tener cierto sentido. Nuestros trabajos estaban en el mismo campo y, por tanto, según decía el sentido común policial, teníamos más tendencia a comprendernos y perdonarnos mutuamente. Nuestra relación podía sobrevivir a sus horarios y a su estresante estilo de vida. Y aunque no es algo que deba decir yo, soy bastante presentable: no estoy mal, como suele decirse. Y me había empeñado en ser encantador con ella durante años. Se había tratado de una pura estrategia diplomática, pero ella no tenía por qué saberlo. Ser encantador se me daba bien, es una de las pocas cosas de las que puedo envanecerme. Había estudiado mucho y ensayado durante mucho tiempo, y si me aplicaba en ello nadie podía descubrir que fingía. Lo cierto es que se me daba muy bien esparcir la semilla de mi encanto. Quizás era lógico que las semillas acabaran dando fruto.

¿Pero este fruto precisamente? ¿Y ahora qué? ¿Iba a proponerme una cena íntima cualquier noche de éstas? ¿O unas cuantas horas de bendito y sudoroso placer en el motel Cacique?

Por suerte llegamos al estadio antes de que el pánico me invadiera por completo. LaGuerta rodeó el edificio en busca de la entrada correcta. No costaba demasiado encontrarla. Un enjambre de coches de policía se había esparcido frente a una fila de puertas dobles. Aparcó el coche entre ellos. Salté deprisa, antes de que pudiera ponerme la mano en la rodilla. Ella también se bajó y me miró durante un momento, torciendo la boca.

—Echaré un vistazo —dije. Casi fui corriendo hasta el estadio. Huía de LaGuerta, sí, pero también me sentía muy ansioso por entrar: ver qué había hecho el juguetón de mi amigo, estar cerca de su obra, inhalar su espíritu, aprender de él.

El interior resonaba con el tumulto organizado típico de cualquier escenario de un asesinato, y, sin embargo, tenía la sensación de que había una electricidad especial en el aire, un sentimiento levemente acallado de nerviosismo y tensión ausente en los asesinatos corrientes, la intuición de que éste, en cierto modo, era distinto, de que cosas nuevas y maravillosas podían suceder por estar ahí, en el filo de la navaja. Pero tal vez fuera sólo cosa mía. Un grupo de gente se había congregado en torno a la portería. Algunos llevaban uniformes de Broward; con los brazos cruzados observaban cómo el capitán Matthews discutía sobre jurisdicciones con un hombre trajeado. Al acercarme vi a Angel—nada—que—ver en una postura inusual, de pie junto a un hombre calvo que estaba apoyado sobre una rodilla revisando un montón de paquetes cuidadosamente envueltos.

Me detuve en la baranda y miré por el cristal. Ahí estaba, a sólo tres metros. Tenía un aspecto perfecto sobre la pureza fría de la pista de hockey recién preparada. Cualquier joyero les confirmará que encontrar el engaste adecuado resulta vital, y éste... Era alucinante. Absolutamente perfecto. Me sentí un poco mareado, inseguro de que la barandilla sostuviera mi peso, como si pudiera atravesar la madera cual hilo de niebla.

Incluso desde la baranda no cabía duda. Se había tomado su tiempo, lo había hecho bien, a pesar de lo que debía de haber parecido una persecución en toda regla por la carretera sobre el mar sólo unos minutos antes. ¿O tal vez, de algún modo, había sabido que yo no representaba peligro alguno?

Y, dado que yo había dado la voz de alarma igualmente, ¿representaba para él algún peligro? ¿De verdad pretendía perseguirlo hasta su guarida y dar la voz de alarma para favorecer la carrera profesional de Deborah? Eso es lo que yo pensaba que estaba haciendo, claro, ¿pero sería lo bastante fuerte para llevarlo a cabo si las cosas seguían poniéndose tan interesantes? Estábamos en la pista de hockey donde había pasado muchas horas agradables y contemplativas; ¿acaso no era esto otra prueba de que este artista —perdonen, quiero decir «asesino», por supuesto— se movía por un sendero paralelo al mío? Contemplen sólo la exquisita obra que ha realizado aquí.

Y la clave tenía que estar en la cabeza. No cabía duda de que era una pieza demasiado importante en sus propósitos como para dejarla fuera. ¿Me la había lanzado para asustarme, provocarme un paroxismo de horror, terror y pavor? ¿O había averiguado de algún modo que yo sentía lo mismo que él? ¿Acaso él también podía sentir la conexión que se había establecido entre nosotros y sólo quería jugar un poco? ¿Me estaba tomando el pelo? Tenía que tener una buena razón para entregarme un trofeo como ése. Me invadían sensaciones poderosas y vertiginosas, ¿cómo podía él no sentir nada?

LaGuerta me siguió.

—Tienes mucha prisa —comentó, con un deje de queja en la voz—. ¿Tienes miedo de que se vaya? —Señaló las partes del cuerpo amontonadas.

Sabía que en algún lugar de mi interior había una respuesta ingeniosa, algo que la haría sonreír, la seduciría un poco más, suavizaría mi torpe huida de sus garras. Pero allí, en la barandilla, con la vista clavada en el cadáver que había sobre el hielo, en la red de la portería—en presencia, pues, de algo grande, como suele decirse—, mi ingenio se agotó. Me las arreglé para no decirle a gritos que se callara, pero por poco no lo logro.

—Tenía que verlo —reconocí sinceramente, recobrándome después lo bastante como para añadir—: es la red de la portería local.

Me propinó una juguetona palmada en el brazo.

—Eres incorregible.

Por suerte el sargento Doakes se nos acercó antes de que la inspectora tuviera tiempo de emitir su risita coqueta, lo que habría sido más de lo que yo podía soportar. Como de costumbre, Doakes parecía tener más interés en encontrar el modo de agarrarme por las costillas y abrirme en canal que en cualquier otra cosa, y me lanzó una mirada de bienvenida tan cálida y penetrante que me esfumé al instante dejándolo con LaGuerta. Noté que me seguía con la mirada, observándome con una expresión que proclamaba a gritos que yo era culpable de algo, y lo complacido que estaría él de examinar mis entrañas para descubrir de qué. Estoy convencido de que Doakes habría sido más feliz en algún lugar donde se permitiera a la policía romper alguna tibia o un fémur de vez en cuando. Me alejé de él, avanzando despacio por la pista hasta el lugar más cercano donde pudiera sentirme seguro. Acababa de encontrarlo cuando alguien se me acercó por la espalda y me golpeó, con fuerza, en las costillas.

Me erguí para enfrentarme a mi atacante con un leve morado y una sonrisa tensa.

—Hola, hermanita —dije—. ¡Qué alegría ver una cara conocida!

—¡Cabrón! —susurró ella.

—Probablemente —admití—. ¿Pero por qué sacarlo a colación ahora?

—Porque, miserable hijo de puta, tenías una pista y no me llamaste.

—¿Una pista? —dije, casi tartamudeando—. ¿Qué te hace pensar que...?

—Corta el rollo, Dexter —atajó Deborah—. Tú no ibas conduciendo a las cuatro de la mañana en busca de putas. Sabías dónde estaba, maldita sea.

Se hizo la luz. Había estado tan absorto en mis propios problemas, empezando por el sueño —y por el hecho de que obviamente no había sido sólo un simple sueño— y siguiendo con la pesadilla de mi encuentro con LaGuerta, que no se me ocurrió que le había fallado a Deborah. No había compartido nada con ella. Estaba enfadada, y con razón.

—No era una pista, Deb —dije, tratando de calmarla un poco—. Nada sólido. Sólo un... presentimiento. Una idea, eso es todo. No había nada...

Volvió a empujarme.

—Pero encontraste algo — exclame—. Lo encontraste a él.

—En realidad no estoy muy seguro. Más bien diría que él me encontró a mí.

—No te hagas el listo conmigo —dijo ella, y extendí las manos, en señal de que jamás se me ocurriría algo así—. Maldita sea, me lo prometiste.

No recordaba haber formulado ninguna promesa que incluyera llamarla a medianoche para contarle mis sueños, pero no parecía muy oportuno mencionarlo en ese momento, así que no lo hice.

—Lo siento, Deb —dije en su lugar—. Te juro que nunca creí que esto llevara a nada. La verdad es que sólo fue... una corazonada. —Desde luego no tenía la menor intención de intentar explicar los aspectos parapsicológicos del tema, ni siquiera a Deb. O, mejor dicho, sobre todo a ella. Pero me asaltó otro pensamiento. Bajé la voz—. Quizá podrías ayudarme un poco. ¿Qué se supone que debo decirles si me preguntan qué hacía conduciendo a las cuatro de la madrugada?

—¿LaGuerta ya te ha interrogado?

—Exhaustivamente —dije, luchando contra un escalofrío.

Deb puso cara de asco.

—Y no te lo ha preguntado. —No era una pregunta.

—Estoy seguro de que la inspectora tiene muchas cosas en la cabeza —dije, sin añadir que al parecer yo era parte de esas cosas—. Pero alguien lo hará tarde o temprano. —Miré hacia LaGuerta, que estaba ocupada Dirigiendo la Operación—. El sargento Doakes probablemente —dije con temor no fingido.

Deb asintió.

—Es un buen poli. Si sólo tuviera otro carácter.

—Es todo un carácter, no me cabe duda —dije—. Pero por alguna razón no le caigo bien. Preguntará lo que haga falta para incomodarme.

—Pues dile la verdad —dijo Deborah con cara de póquer—. Pero antes, dímela a mí. —Y volvió a darme otro codazo en el mismo sitio.

—Por favor, Deb —dije—. Ya sabes con qué facilidad me salen morados.

—No lo sé —dijo ella—. Pero me apetece averiguarlo.

—No volverá a pasar —prometí—. Fue sólo uno de esos momentos de inspiración que se producen a las tres de la mañana. ¿Qué habrías dicho si te hubiera llamado y luego todo hubiera quedado en nada?

—Pero no fue así. Descubriste algo —dijo, con otro empujón.

—Nunca creí que daría algún fruto. Y me habría sentido como un imbécil arrastrándote en esto.

—Imagina cómo me habría sentido yo si ese tío te hubiera matado —dijo ella. Eso me pilló desprevenido. Ni siquiera podía empezar a imaginar qué habría sentido.

¿Remordimiento? ¿Disgusto? ¿Ira? Me temo que estas cosas quedan fuera de mi alcance. De modo que me limité a repetir:

—Lo siento, Deb. —Y entonces, como tengo algo de la alegre Pollyanna que siempre encontraba el lado bueno de todas las cosas, añadí—: Pero al menos el camión refrigerado estaba allí.

Parpadeó al oírlo.

—¿El camión estaba dónde?

—Oh, Deb. ¿No te lo han dicho?

Esta vez me dio un buen golpe en el mismo sitio.

—Mierda, Dexter —siseó—. ¿Qué pasa con el camión?

—Estaba allí, Deb —dije, parcialmente incómodo ante su pura reacción emocional, y también, ¿por qué no reconocerlo?, por el hecho de que una mujer atractiva me estuviera zurrando—. Ese hombre conducía un camión refrigerado. Cuando me arrojó la cabeza.

Me cogió de los brazos y se quedó mirándome fijamente.

—¿Qué coño dices? —preguntó.

—Lo que acabas de oír, coño.

—¡Por Dios! —dijo ella, con la mirada perdida en el espacio y viendo, sin duda, cómo su ascenso flotaba más o menos sobre mi cabeza. No me cabe duda de que habría seguido, pero en ese momento la voz de Angel—nada—que—ver se elevó por encima de los ecos del estadio.

—¡Inspectora! —gritó, mirando a LaGuerta.

Fue un sonido extraño, instintivo, el grito medio estrangulado de un hombre que jamás emite ese tipo de ruidos en público, y hubo algo en él que provocó un silencio instantáneo en la sala. El tono indicaba sorpresa y triunfo a partes iguales: he encontrado algo importante, pero ¡Dios mío! Todos los ojos se volvieron hacia Ángel y él señaló hacia el calvo agachado que, con cuidado, muy despacio, iba sacando algo de la bolsa superior.

El hombre acabó por fin de sacar lo que fuera y lo soltó. El objeto cayó y rebotó sobre el hielo. Intentó agarrarlo, pero resbaló, patinando tras aquella cosa brillante que había sacado de la bolsa hasta que ambos fueron a parar contra las tablas. Con la mano temblorosa, Ángel lo cogió, lo sostuvo y lo alzó para que todos pudiéramos verlo. El súbito silencio del lugar fue inspirador, imponente, hermoso, como el abrumador estallido de aplausos que sigue a la obra de un genio.

Era el espejo retrovisor del camión.