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Estaba casi seguro de que se trataba de él, pero sólo casi, y nunca antes había estado sólo casi seguro. Me sentí débil, embriagado, medio enfermo por una combinación de nerviosismo, incertidumbre y completo error... pero, claro, era el Oscuro Pasajero el que conducía desde el asiento de atrás, y cómo me sintiera yo a estas alturas daba igual porque él se sentía fuerte y frío, ávido y dispuesto. Lo notaba moviéndose en mi interior, deslizándose por los rincones oscuros de mi cerebro de lagarto, unos movimientos que sólo podían terminar de un modo y, siendo así, tenía que ser con éste.

Lo había encontrado unos meses atrás, pero después de un breve período de observación, había decidido que el cura era una apuesta segura y que éste podía esperar un poco más, hasta conseguir cerciorarme al cien por cien.

Qué equivocado había estado. Ahora descubría que no podía esperar más.

Vivía en una callejuela de Coconut Grove. A unas manzanas de su mugrienta casa empezaba un barrio negro de clase baja, con barbacoas e iglesias decrépitas. A un kilómetro en dirección opuesta, los millonarios vivían en inmensas mansiones y construían muros de coral para mantener alejadas a personas como él. Pero Jamie Jaworski estaba justo en el centro, en una casa que compartía con un millón de escarabajos peloteros y con el perro más feo que hubiera visto en mi vida.

A pesar de todo, esa casa seguía estando por encima de sus posibilidades. Jaworski trabajaba como bedel a tiempo parcial en el instituto Ponce de León, y por lo que yo sabía ésa constituía su única fuente de ingresos. Trabajaba tres días por semana, lo que le habría dado lo justo para vivir, pero no mucho más. Claro que a mí no me interesaban sus finanzas precisamente. Sí estaba muy interesado en el hecho de que hubiera aumentado sustancialmente el número de niñas que asistían al Ponce de León y decidían fugarse desde que Jaworski empezó a trabajar allí. Todas de unos doce o trece años. Todas rubias.

Rubias. Era importante. Por alguna razón es la clase de dato que la policía suele pasar por alto, pero que siempre llama la atención a alguien como yo. Quizá no pareciera políticamente correcto: las niñas de pelo y piel morena deberían tener las mismas oportunidades de ser secuestradas, violadas y después destrozadas frente a una cámara, ¿no creen?

Y Jaworski, cosas de la vida, siempre parecía ser el último en ver a las niñas. La policía había hablado con él, lo habían retenido una noche entera en comisaría para interrogarlo, pero no habían podido cargarle nada. Claro que ellos debían cumplir ciertos requisitos legales. La tortura, por ejemplo, solía no estar muy bien vista últimamente. Y sin unas buenas dotes de persuasión, Jamie Jaworski nunca iba a confesar su hobby. Yo sabía que no lo haría.

Pero también sabía que era cosa suya. Estaba embarcando a esas niñas en una carrera cinematográfica fugaz y letal. Yo estaba casi seguro. No había encontrado ningún cuerpo ni le había visto hacerlo, pero todo cuadraba. Y conseguí encontrar por Internet algunas imaginativas fotos de tres de las niñas desaparecidas. No puede decirse que sonrieran a la cámara precisamente, aunque, por lo que me han contado, la mayor parte de las cosas que hacían en esas imágenes solían provocar satisfacción.

No podía conectar de modo inequívoco a Jaworski con las fotos. Pero la dirección de correo estaba en South Miami, a pocos minutos del colegio. Y él vivía por encima de sus posibilidades. Y en cualquier caso, desde el asiento de atrás, alguien me recordaba que me había pasado de tiempo, que éste no era un caso en el que la plena certeza fuera demasiado importante.

Pero aquel perro feo me molestaba. Los perros siempre constituían un problema. No les gusto, y a menudo desaprueban lo que hago a sus dueños, sobre todo porque no suelo compartir los trozos con ellos. Tenía que encontrar el modo de esquivar al perro y llegar a Jaworski. Quizá saliera él. Si no, tendría que hallar el modo de entrar. Pasé tres veces por delante de su casa, pero no se me ocurrió nada. Necesitaba un golpe de suerte, y lo necesitaba antes de que el Oscuro Pasajero me obligara a hacer algo apresurado. Y justo cuando mi querido amigo empezaba a susurrar sugerencias imprudentes, la suerte llamó a mi puerta. Jaworski salió de su casa y se montó en su desvencijada camioneta Toyota de color rojo. Reduje la velocidad tanto como pude, y un momento después él dio marcha atrás y condujo su vehículo hacia Douglas Road. Di media vuelta y lo seguí.

No tenía idea de cómo iba a hacerlo. No estaba preparado. No tenía ningún espacio habilitado, ni ropa limpia, nada excepto un rollo de cinta y un cuchillo para la carne debajo del asiento. Tenía que ser invisible, inadvertido y perfecto, y no sabía cómo. Odiaba improvisar, pero tampoco me quedaba elección.

Una vez más la suerte me vino de cara. Jaworski se dirigía hacia el sur por la carretera de Old Cutler y había poco tráfico; tras unos tres kilómetros giró a la izquierda en dirección a la playa. Otra gran obra iba a mejorarnos la vida a todos transformando árboles y animales en cemento y ancianos de Nueva Jersey. Jaworski avanzó lentamente entre las obras, pasó el medio campo de golf con las banderas en su sitio y sin hierba hasta casi llegar al agua. El armazón de un gran edificio de apartamentos a medio construir ocultó la luna. Me quedé alejado, apagué los faros y luego avancé un poco para ver en qué andaba metido mi muchachote.

Jaworski se había metido entre las obras del edificio de apartamentos y había aparcado. Salió y se quedó entre la furgoneta y una gran montaña de arena. Por un momento se dedicó a mirar a su alrededor, y aproveché para aparcar en el arcén y apagar el motor. Jaworski se quedó mirando los apartamentos y después la carretera que bajaba hasta el agua. Con aspecto satisfecho entró en el edificio. Yo habría asegurado que buscaba a un guardia. También yo. Esperaba que hubiera hecho los deberes. La mayoría de las veces, en estos enormes parajes, hay un guardia montado en un carro de golf que va de un sitio a otro. Supone un ahorro de dinero y, al fin y al cabo, estamos en Miami. Parte de los gastos generales de cualquier proyecto lo constituye el material que se espera que desaparezca poco a poco. Intuía que lo que pretendía Jaworski era que las expectativas del constructor no quedaran defraudadas.

Bajé del coche y deslicé el cuchillo y la cinta aislante en una bolsa barata que había traído conmigo. En ella ya había guardado unos guantes de goma para jardín y unas cuantas fotos, no muchas. Sólo muestras que me había bajado por Internet. Me colgué la bolsa al hombro y me moví con cautela a través de la noche hasta llegar a su apestosa camioneta. La parte trasera estaba tan vacía como la cabina. El piso, lleno de montañas de vasos y envoltorios del Burger King y paquetes de Camel vacíos. Nada que no fuera pequeño y sucio, como el propio Jaworski.

Levanté la vista. Sobre el borde del medio edificio sólo se veía el brillo de la luna. Una ráfaga de viento nocturno me azotó la cara, trayendo consigo todos los aromas encantadores de nuestro paraíso tropical: aceite diesel, vegetación podrida y hormigón. Inhalé profundamente y volví a concentrarme en Jaworski.

Estaba en algún lugar del interior de la obra. No sabía de cuánto tiempo disponía, y una vocecilla me impelía a darme prisa. Dejé la furgoneta y entré en el edificio. Le oí nada más cruzar la puerta. O, mejor dicho, llegó a mis oídos un extraño zumbido vibrante que tenía que ser él, o...

Me detuve. El sonido procedía de un lado y hacia él me dirigí de puntillas. Un cable bajaba por la pared, un conducto de electricidad. Lo toqué y lo sentí vibrar, como si algo dentro de él estuviera moviéndose.

Se me encendió una luz en el cerebro. Jaworski estaba arrancando el cable. El cobre era muy caro, y existía un mercado negro para él en cualquiera de sus formas. Era un modo más de complementar el magro sueldo de un bedel, y ayudaba a cubrir los prolongados períodos de escasez entre una joven y otra. Se sacaría varios cientos de dólares por una carga de cobre.

Ahora que ya sabía qué hacía, una idea empezó a formarse en mi cerebro. Por el sonido, debía de estar en algún lugar encima de mí. Podía detectarlo con facilidad, vigilarlo hasta que llegara el momento y luego abalanzarme sobre él. Pero aquí me encontraba prácticamente desnudo, expuesto y sin preparación. Estaba acostumbrado a hacer estas cosas de un cierto modo. Salirme de mis estrechos cauces me ponía muy nervioso.

Un ligero escalofrío me recorrió la columna. ¿Por qué hacía esto?

La respuesta rápida, claro, fue que no era yo quien lo hacía, sino mi querido amigo del asiento de atrás. Yo estaba allí sólo porque tenía carné de conducir. Pero él y yo habíamos llegado a un acuerdo. Habíamos alcanzado una coexistencia atenta y equilibrada, un modo de convivir, a través de la solución aportada por Harry. Y ahora él estaba rebasando las firmes y hermosas líneas de tiza dibujadas por Harry. ¿Por qué? ¿Ira? ¿La invasión de mi casa constituía un ultraje tal que lo movía a atacar como venganza?

No estaba enfadado conmigo: como de costumbre, parecía frío, tranquilamente divertido, ávido ante su presa. Y yo tampoco estaba enojado. Me sentía... medio borracho, alto como una cometa, bordeando el filo de la euforia, tambaleándome a través de una serie de ondas internas que se parecían sospechosamente a lo que yo siempre había pensado que debían de ser las emociones. Y la ansiedad me había llevado hasta este lugar peligroso, sucio e imprevisto, para hacer algo en el frenesí del momento que hasta ahora siempre había planeado con sumo cuidado. Y, pese a saber todo esto, seguía deseando hacerlo. Tenía que hacerlo.

Muy bien. Pero no había necesidad de hacerlo sin ropa. Miré a mí alrededor. Un gran montón de planchas de yeso se apilaba en un rincón de la sala, envueltas en film plástico. En un momento me había hecho un delantal y una extraña máscara transparente con el plástico; nariz, boca y ojos rasgaron sendos orificios que me permitían respirar, hablar y ver. La tensé con fuerza, sintiendo cómo transformaba mis rasgos en algo irreconocible. Retorcí los extremos detrás de la cabeza e hice un torpe nudo al plástico. Anonimato perfecto. Podía parecer una bobada, pero me había acostumbrado a cazar llevando una máscara. Y dejando a un lado la compulsión neurótica de hacer las cosas bien, se trataba simplemente de algo menos de lo que preocuparse. Me provocaba una cierta tranquilidad, así que sólo por eso ya era una buena idea. Saqué los guantes de la bolsa y me los puse. Ya estaba listo.

Encontré a Jaworski en el tercer piso, con una montaña de cable eléctrico enrollado a sus pies. Me mantuve en la penumbra de la escalera y le observé mientras tiraba del cable. Retrocedí en el rellano y abrí la bolsa. Con ayuda de la cinta adhesiva colgué las fotos de las niñas que había traído conmigo. Dulces fotos de niñas desaparecidas, en una variedad de posturas encantadoras y sumamente explícitas. Las pegué a los muros de hormigón donde Jaworski tendría que verlas al ir de la puerta a las escaleras.

Volví a mirar a Jaworski. Tiró de otros veinte metros de cable, pero de repente éste se quedó encallado y ya no salió más. Jaworski tiró dos veces, después sacó unas gruesas tijeras del bolsillo trasero y cortó el cable. Recogió el que había a sus pies y se lo enrolló alrededor del antebrazo, hasta formar un anillo tenso. Después se dirigió hacia las escaleras, hacia mí...

Di un paso atrás y aguardé.

Jaworski no pretendía ir con cuidado. No esperaba interrupción alguna, y desde luego no me esperaba a mí. Oí sus pasos y el pequeño zumbido del cable que colgaba tras él. Más cerca...

Cruzó la puerta y pasó ante mí sin advertir mi presencia. Y entonces vio las fotos.

—¡Mierda! —exclamó, como si alguien le hubiera propinado un puñetazo en el estómago. Se quedó mirándolas, boquiabierto, incapaz de moverse, y entonces aparecí por su espalda y le apoyé el cuchillo en la garganta.

—No te muevas ni hagas el menor ruido —dijimos.

—¿Hey, qué es...? —dijo él.

Giré levemente la muñeca y le clavé el cuchillo en el cuello, justo bajo la barbilla. Emitió un gemido al mismo tiempo que un desagradable y pequeño chorro de sangre manaba de la herida. Completamente innecesario. ¿Por qué la gente se empeña en no escuchar?

—Te he dicho que no hagas el menor ruido —le dijimos, y entonces sí que se calló.

Y a partir de ese momento los únicos sonidos fueron el rasgado de la cinta adhesiva, la respiración de Jaworski, y el cloqueo tranquilo del Oscuro Pasajero. Le sellé la boca, utilicé parte del preciado cable de cobre para atarle las muñecas y lo empujé sobre otra pila de planchas de yeso envueltas en plástico. En sólo unos minutos le tenía tumbado sobre la mesa del taller, convenientemente sujeto.

—Charlemos un rato —dijimos, con la voz fría y amable del Oscuro Pasajero. No sabía si le estaba permitido hablar, y de todos modos la cinta aislante se lo habría puesto difícil, de modo que optó por seguir en silencio.

—Charlemos un rato sobre chicas que se escapan —dijimos, arrancándole la cinta aislante de la boca.

—¡Ayyy! ¿Qué...? ¿A qué te refieres? —dijo, aunque no en un tono demasiado convincente.

—Creo que ya sabes a qué me refiero —le replicamos.

—Pues no...

—Pues sí.

Iba de listo. Se me acababa el tiempo, la noche estaba a punto de terminar. Pero se puso chulo. Me miró a la cara.

—¿De qué vas? ¿Acaso eres poli o algo así? —preguntó.

—No —dijimos, mientras le cortábamos la oreja izquierda. Fue fácil. El cuchillo estaba afilado y por un instante no pudo creer que le estuviera sucediendo: se había quedado sin oreja izquierda de forma permanente, para siempre. Arrojé la oreja sobre su pecho para que lo creyera. Abrió mucho los ojos y llenó los pulmones de aire para soltar un grito, pero le metí una bola de plástico en la boca justo cuando iba a hacerlo.

—De eso nada —dijimos—. Pueden pasar cosas peores.

E iban a pasar, oh, por supuesto que sí, pero no hacía falta que lo supiera todavía.

—¿Las niñas desaparecidas? —preguntamos, con amabilidad, frialdad, y aguardamos sólo un momento, sin dejar de mirarle a los ojos, para asegurarnos de que no iba a chillar. Entonces le quitamos el plástico.

—Por Dios —dijo entre jadeos—. Mi oreja...

—Aún te queda otra —dijimos—. Háblanos de las chicas de esas fotos.

—¿Háblanos? ¿Qué dices, tío? Joder, ¡cómo duele! —gritó.

Hay gente que no lo pilla. Volví a meterle la bola de plástico en la boca y puse manos a la obra.

Casi me dejo llevar; comprensible, dadas las circunstancias. El corazón me latía a cien por hora y tenía que hacer un gran esfuerzo para evitar que me temblara la mano. Pero puse manos a la obra: explorando, buscando algo que siempre estaba más allá de las yemas de mis dedos. Excitante, y tremendamente frustrante. Dentro de mí ascendía el nivel de presión, subiendo por las orejas y pidiendo a gritos que le diera rienda suelta... pero me contuve. Sólo esa creciente presión, y la sensación de que había algo maravilloso más allá de mis sentidos, esperando a que lo encontrara y me sumergiera en ello. Pero no lo encontré, y ninguna de mis antiguas costumbres me proporcionó la menor alegría. ¿Qué podía hacer? Llevado por la confusión abrí una vena y un horrible charco de sangre empapó el plástico que envolvía al bedel. Me detuve durante un instante, buscando una respuesta y sin hallar nada. Aparté la mirada, la posé en la ventana. Me quedé con la vista fija, olvidándome hasta de respirar.

La luna descansaba sobre el agua. Por alguna razón que no alcanzaba a explicar eso me pareció tan adecuado, tan necesario, que por un momento me quedé mirando el agua, contemplando aquel brillo perfecto. Me tambaleé y tropecé con la mesa, y eso me hizo recobrar la conciencia. Pero la luna... ¿o había sido el agua?

Estaba tan cerca... Tan cerca de algo que casi podía olerlo, pero ¿qué era? Me recorrió un escalofrío... y eso también me pareció adecuado, tan adecuado... que se iniciara toda una serie de escalofríos hasta que los dientes castañetearan. ¿Pero por qué? ¿Qué significaba? Había algo allí, algo importante, una pureza y claridad abrumadoras cabalgando sobre la luna y el agua, más allá de la hoja del cuchillo de carnicero, y no podía captarlo.

Devolví la atención al bedel. Me ponía de tan mal humor: el modo en que estaba tumbado, cubierto con señales improvisadas y sangre innecesaria. Pero resultaba difícil mantenerse enojado con aquella hermosa luna de Florida derramándose ante mí, con aquella brisa tropical que avanzaba en el aire, la bella sinfonía nocturna compuesta por la flexible cinta aislante y los jadeos de pánico. Casi me eché a reír. Hay personas que mueren por razones bien extrañas, pero esta horrible cucaracha estaba muriendo por un cable de cobre. Y la expresión de su cara: tan dolida, perpleja y desesperada. De no haberme sentido tan frustrado habría sido hasta divertido.

Y lo cierto es que se merecía que le pusiera más empeño; al fin y al cabo no era culpa suya que yo no me hallara en plena forma. Ni siquiera era lo bastante malvado como para ocupar un lugar prominente en mi lista de OBLIGACIONES. Era sólo un bichejo repugnante que mataba niñas por dinero para drogas, y, por lo que sabía, sólo había acabado con cuatro o cinco. Casi sentí lástima por él. El pobre no estaba preparado para jugar en la liga profesional.

Bueno. De vuelta al trabajo. Me coloqué a un lado de Jaworski. Ahora ya no se debatía tanto, pero seguía manteniendo demasiada vitalidad para mis métodos habituales. Además, esa noche tampoco llevaba conmigo todos mis juguetes, y el principio había sido un poco duro para Jaworski. Pero, cual actor veterano, no se había quejado. Sentí hacia él una corriente de afecto y contuve la ferocidad del enfoque, dedicándole un poco de tiempo a sus manos. Su reacción fue de verdadero entusiasmo y me dejé llevar, entregado a esa búsqueda feliz.

Finalmente fueron sus gritos sofocados y sus salvajes movimientos los que me hicieron recapacitar. Y recordé que ni siquiera me había asegurado de que fuera el culpable. Esperé a que se calmara y después le quité el plástico de la boca.

—¿Las niñas desaparecidas? —preguntamos.

—Oh, Dios. Por Dios —dijo débilmente.

—No, no —dijimos—. Creo que las hemos olvidado.

—Por favor —rogó—. Oh, por favor...

—Háblame sobre las niñas que se escaparon —dijimos.

—De acuerdo —musitó.

—Te llevaste a esas niñas.

—Sí..

—¿Cuántas?

Dedicó un momento a respirar. Tenía los ojos cerrados y creí que le había perdido demasiado pronto. Por fin abrió los ojos y me miró.

—Cinco —dijo por fin—. Cinco pequeñas monadas. Y no lo lamento.

—Claro que no —dijimos. Coloqué una mano sobre su brazo. Fue un momento hermoso—. Y ahora, yo tampoco lo lamento.

Le metí la bola de plástico en la boca y volví al trabajo. Pero tan sólo empezaba a pillar de nuevo el ritmo cuando oí al guardia que llegaba al pie de la escalera.