ESCENA SEGUNDA

(Ha pasado casi una hora. En escena Alberto, solo, recogiendo a toda prisa sus cosas y metiéndolas en maletas y cajas de cartón. Se abre la puerta de la calle y aparece Jaimito).

JAIMITO.— (Entrando). Nada, que no me han dejado verla. Y encima casi me gano un par de hostias. (Se da cuenta de lo que está haciendo Alberto). ¿Qué pasa? ¿Qué estás haciendo?

ALBERTO.— (Muy incómodo de que haya vuelto antes de que le diera tiempo a recoger y marcharse). Ya lo ves. Recogiendo mis cosas.

JAIMITO.— ¿Recogiendo? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Y Elena?

ALBERTO.— Se ha ido.

JAIMITO.— ¿Qué se ha ido? ¿Adónde? Para un momento, ¿no? Deja ya eso. ¡Para!

ALBERTO.— Oye, me voy. Es en serio.

JAIMITO.— ¿Que te vas? ¿Dónde te vas?

ALBERTO.— (Sigue recogiendo). A casa de mis padres.

JAIMITO.— Alberto, no te comprendo, de verdad. Chusa está detenida, ¿no te das cuenta? Tienes que ir tú, que a ti sé que te dejan entrar y hacer lo que puedas…

ALBERTO.— Lo siento.

JAIMITO.— ¿Que lo sientes? Estás aquí, llevándote tus cosas… ¿Y lo sientes? Pues no lo sientas tanto y haz algo.

ALBERTO.— ¿Qué quieres que haga? No puedo meterme en ese lío, no sé cómo no te das cuenta, y menos después del tiro tuyo ese.

JAIMITO.— Dirás del tuyo, el que me diste, ¿no?

ALBERTO.— Del que sea, para el caso es lo mismo. No puedo meterme, me la juego.

JAIMITO.— ¿Y ella? ¿Ella no se la juega? Tu has dicho antes que si no se la saca de ahí la llevan a Yeserías.

ALBERTO.— Tú no entiendes de esas cosas, así que cállate.

JAIMITO.— Tú sí, ya lo veo. Tú entiendes demasiado.

(Se queda mirándole fijamente. El otro sigue recogiendo).

ALBERTO.— Os he dicho un millón de veces que no quería saber nada de vuestros rollos. Conmigo ya no contéis más. Se acabó. Ya está bien. Ella sabía que si iba a por hachís la podían coger, ¿o no? Pues la han cogido. Hay que atenerse a las consecuencias de lo que se hace en la vida, coño, y no andar liando siempre a los demás para que le saquen a uno de los jaleos. Además, ahora no se puede hacer nada ya.

JAIMITO.— Lo mejor es hacer la maleta, ¿verdad?, y largarse. Hay que joderse. (Alberto sigue a lo suyo y Jaimito, haciendo de tripas corazón, intenta entrarle con una nueva estrategia). Por favor, venga, somos amigos, ¿no?, por favor te lo pido, aunque sólo sea verla un momento y hablar con ella. Luego ya te vas si quieres, pero ahora… Hablas con los de allí, por eso no te va a pasar nada, o que me dejen entrar a mí si no, que soy su primo… A ver si le van a pegar o le hacen algo…

ALBERTO.— Venga, no digas idioteces. No le hacen nada. Sólo la tienen allí, la interrogan y le quitan lo que sea.

JAIMITO.— Vamos un momento, anda, por favor… (Le sujeta).

ALBERTO.— Suéltame.

JAIMITO.— ¡Qué cabrón eres! Pues de aquí no sales, así si viene te agarran aquí. (Se pone delante de la puerta). Pienso decir que eres el que pones el dinero y el que lo hace todo, ¡para que te jodas! ¿Me oyes bien? (Se acerca a él y le agarra).

ALBERTO.— ¡Que me sueltes! ¡Suéltame, que te…! (Le da en el brazo herido sin querer al forcejear. Jaimito se repliega agarrándose con dolor). Lo siento. ¿Te he hecho daño? Perdona. Tienes que entenderlo. Haré lo que pueda, pero más adelante; ahora me voy. Puedo irme cuando quiera, ¿no? ¿O es que me tengo que quedar aquí a vivir con vosotros toda la vida? Tú estás jodido por lo que estás jodido. Pues lo siento, tío, Elena se viene conmigo. Nos vamos juntos, y nos vamos. Y ya está. Qué se va a hacer. La vida es así, no me la he inventado yo. Y Chusa…, tampoco se va a morir por esto. Le pasa a más gente y no se muere. Aquí cada uno hace lo que le conviene, ¿o me ha preguntado ella a mí acaso si me parecía bien que fuera a eso? Yo no me meto, te lo he dicho, así que… ¡Yo no soy el padre de nadie aquí, coño! No sé cómo no te das cuenta de que si me ven ahora con vosotros me la cargo.

JAIMITO.— ¿Te lo ha dicho eso también tu padre?

ALBERTO.— No metas a mi padre que no tiene nada que ver.

JAIMITO.— Anda, tío, pues vete. Vete a tomar por culo de aquí, que no te quiero ni ver. Y llévatelo todo bien. Lo que dejes aquí lo tiro por la ventana.

ALBERTO.— Si te pones así, mejor.

JAIMITO.— Claro, mejor. ¡Qué madero eres y qué cabrón! (Alberto se revuelve echando mano a la porra instintivamente al sentirse insultado).

JAIMITO.— Sí, eso, saca la porra y dame con ella. Así te quedas a gusto. ¡Tu puta madre!

ALBERTO.— (Va hacia él). ¡Ya! ¡Vale ya, ¿eh?! ¡Vale! (Jaimito le da un golpe fuerte al casete, que está encima de la mesa, tirándolo al suelo). ¡Que es mío! ¡Qué pasa! ¡Que te meto una que te…!

(Le agarra y pelean, arrastrando todo lo que encuentran a su paso en medio de un gran jaleo. En esto se abre la puerta y entra Elena. Al verla entrar se separan, arreglándose automáticamente la ropa y el pelo. Elena se queda parada al ver lo que está pasando).

ELENA.— (Casi sin voz). Hola. Está el coche de mi madre abajo. (A Alberto). Tienes sangre en el labio.

(Alberto entra en el lavabo y ella detrás. Jaimito, sentado en una silla, mira como un autómata la pared).

ANTONIA.— (Entrando por la puerta que Elena ha dejado entornada). Venga ya, que estamos en doble fila y va a venir la grúa. (Sin enterarse de nada de lo que está pasando). Hola, tú, qué tal el brazo. ¿Nos ayudas a bajar los paquetes? (Él no se mueve. Habla ahora a los otros que salen del lavabo). ¿Todo esto hay que bajar? No va a caber en el coche. (A Elena). Tu madre no puede subir a ayudar; no va a dejar el coche solo para que nos lo roben. Yo cojo esto, que pesa menos. (Sale cargada con unos paquetes pequeños).

ALBERTO.— (Con un pañuelo en el labio. A Elena). Coge tú las cajas. Yo llevo las maletas.

(Cargan con todo lo que pueden, sin mirar a Jaimito, intentando acabar lo antes posible, y salen. Queda la puerta de la calle abierta de par en par. Jaimito se levanta lentamente, se acerca a ella y la cierra de una patada. Luego se vuelve a sentar. Llaman a la puerta. Se levanta y abre).

ANTONIA.— (Entrando). Que se han dejado esto. (Coge el casete que seguía tirado en el suelo). ¿Sabes si hay algo más de ellos por aquí? (El no contesta). Bueno, pues si acaso ya pasarán a recoger lo que sea otro día. Lo dicho, que te mejores.

(Sale con el casete, volviendo a dejar la puerta abierta. Él se levanta otra vez y está a punto de cerrarla de nuevo con una patada. Luego la cierra despacio con la mano, se recuesta en ella una vez cerrada y mira desde allí la habitación vacía. Va después a la cocina, y vuelve con unas hojas de lechuga en las manos. Llega hasta la jaula del hámster).

JAIMITO.— Toma, Humphrey, lechuga, come. ¿Está buena? A la Chusa le darán la comida también así, por las rejas. ¿Quieres más? Desde luego es que te lo tienen que hacer todo. Te lo tienes montado a lo Onassis. Como un faraón ahí, pasando de todo. Sólo te faltan las pirámides. Si quieres que te diga la verdad, Humphrey, estoy hecho polvo. Tela de chungo estoy. No, no es del brazo, eso no duele ya, un tiro no es nada. Bueno, si te lo dan a ti, que eres un pequeñajo, a lo mejor te espachurran. Lo que duele es lo otro. ¿Qué le habré visto yo a esa gilipollas? ¿Pero tú te has fijado? Si está en los huesos, ni tetas ni nada, y una cara de tonta que no se lame. Cada vez que iba a verme al hospital me sentaba peor que la penicilina. Por cierto, que tú no has aparecido por la 422, sinvergüenza. Hay que ir a visitar a los amigos cuando les dan un tiro. Ya lo sabes, para la próxima vez. En el hospital se estaba bien. Era un poco triste, pero tranquilo. Lo peor eran las vistas. Mi ventana daba justo enfrente del depósito de cadáveres. Un palo, tío. Cada vez que me asomaba me daba un bajón. Pero tranquilo; me iba al pasillo, y paseo va, paseo viene. Allí todos te cuentan la vida. En cuanto te ven se te acercan, y que si la tía, que si el padre, que si yo soy el más enfermo de toda la planta, que no me entienden los médicos… A veces dos, uno de cada brazo a la vez. ¿Tú crees que esto se me pasará? ¡Quieres dejar de dar vueltas de una vez a ese cacharro! No sé cómo no te hartas ya de la rueda esa. No puedo respirar. ¿Has estado enamorado alguna vez, Humphrey? No te lo aconsejo. Claro que tú también, ahí metido, como no te enamores de una mosca que pase. Yo, antes de esto, sólo lo de aquella chica de Simago. No te preocupes, que no te lo cuento otra vez. Pero no era como ahora. Ahora es peor, la otra malo, y ésta peor. ¡Qué cabrón el Alberto, madero, que es un madero! Es ridículo. Esto es ridículo… (Se suena disimulando las lágrimas). Estoy un poco constipado, sabes. Sí, te lo juro. Soy un ridículo, por mucho que te empeñes, lo soy y ya está. Un idiota. ¿Quieres más lechuga? ¡No te comas el dedo, coño! Ahora que porque estaba yo en el hospital, si no, de qué. Ése siempre hace lo mismo. Como sabía que si me quedaba aquí ella se iba conmigo, me da un tiro, y al hospital. Y claro, como estaba triste, y sola… Además, le ha ayudado la madre, la lagarta gorda esa que dice siempre que tú eres una rata. Y la Chusa por ahí, de crucero. Es que se ha juntado todo, Humphrey, te lo juro. ¿Te estás durmiendo? ¿Ahora encima te duermes? Desde luego… No te vuelvo a contar nada, te pongas como te pongas. (Se aleja de la jaula y hace movimientos por la habitación que recuerdan a los del hámster. Incluso da vueltas a una rueda parecida que hay sobre la mesa, e, inconscientemente, se acaba de comer la lechuga que le queda en la mano). Lo peor es lo mal que se respira. Eso es lo peor. ¿Te acuerdas, Humphrey, cuando te dejó a ti la Ingrid?

(Coge la flauta de la pared, se sienta, y se pone a tocar muy melancólicamente la canción de la película «Casablanca»: «Remember always this, a kiss is just a kiss…». Oscuro).