ESCENA PRIMERA

(Han pasado varios días. El mismo escenario que en el acto primero, aunque las cosas están ordenadas de forma distinta —más convencionalmente—. Alberto ha ido a recoger a Jaimito al Hospital. Chusa anda por tierras del moro. Doña Antonia toma una copa tras otra de la botella de ginebra, ya casi vacía, mientras plancha la ropa. Elena la escucha sentada a su lado cosiendo).

ANTONIA.— Lo peor fue el disgusto que se llevó su padre al enterarse. Es que ha salido de la cárcel hecho otra persona: serio, honrado, trabajador… Ha estudiado y todo. Ahora es universitario de carrera, como tú. Ha acabado cuarto de Económicas, así que en un año lo termina. ¿A ti cuánto te queda?

ELENA.— A mí más. Dos años más, por lo menos.

ANTONIA.— Fíjate. Pues muy formal ha salido, y muy educado. El sábado pasado vino conmigo a la reunión neocatecumenal, y habló. Daba gusto oírle, hija. Qué labia. Dijo que en estos nuevos tiempos hace falta que cambiemos todos, como está cambiando el país, y como él ha cambiado. Y que había que trabajar mucho, mucho, para levantar España entre todos. Así, como te lo digo. Dijo que él, antes, con Franco, robaba porque robaba todo el mundo, pero que ahora, con los socialistas, es diferente. Huy, habló muy bien de Felipe González, de Guerra, del Boyer, de todos. Él se va a hacer del partido. A mí me quiere hacer también, y a los de la reunión a lo mejor. Es que hay que ver cómo se ha vuelto: serio, formal, trabajador… ¡Y la suerte que ha tenido con el trabajo! Conoció allí en la cárcel a un director de un banco que había hecho un desfalco de un montón de millones. Bueno, pues este señor fue el que le animó a estudiar, y el que le daba las clases allí. Ahora, como ha salido ya y es otra vez director de otro banco, pues fíjate, un puestazo que le ha dado a mi marido. Gerente o algo así. Bueno, pues a lo que íbamos, él, encantado de que Alberto trabajara en algo tan decente, ahora al enterarse del escándalo del tiro, lo del hospital, y lo de las drogas de los que vinieron, pues le ha dicho al chico que si sigue por el buen camino, que le paga los estudios para que haga el ingreso y oposiciones al Cuerpo Superior de Policía, pero que si se queda con esa gentuza, que allá se las entienda y que se vaya de casa. Que ya verá cómo va a acabar, en Carabanchel, o un sitio peor. Perdona, pero las cosas son como son, y tiene razón además.

ELENA.— No, si a lo mejor en parte es verdad lo que dice.

ANTONIA.— No va por ti, hija, que tú eres una chica estupenda, de estudios, y muy formal. Y tu madre, no hay más que verla. Una señora. Y la casa que tiene.

ELENA.— (Dejando de coser). ¿Mi madre? ¿Conoce usted a mi madre?

ANTONIA.— He metido la pata, pero en fin. No importa que lo sepas, aunque quedamos que no te diríamos nada. Hemos ido yo y Alberto a tu casa, y hemos hablado con tu madre. Menudo disgusto tiene la pobre. Es que sois de lo que no hay.

ELENA.— Sabe que estoy bien. La llamo por teléfono todos los días.

ANTONIA.— ¡Por teléfono! ¡Ay, Dios, qué hijos! Pues nada, se llevó un disgusto.

ELENA.— ¿Mi madre?

ANTONIA.— No, no mi marido, con lo del tiro del Jaimito ese, que es un Jaimito de verdad. Él fue el que aconsejó a mi hijo para que dieran el parte de que el tiro se lo había dado Jaimito mismamente, como una imprudencia, sin querer. Que cogió la pistola, y eso. El cabeza dura no quería al principio, no te creas. Es lo que yo me digo, ése, al fin y al cabo, le da igual. No tiene oficio ni beneficio, así que… Pero a mi hijo le podían haber metido un paquete gordísimo. Hasta le podían haber expulsado del cuerpo, fíjate. Y más si se enteran de ésos que venían buscando droga, y todo el escándalo. ¡Dios mío!

ELENA.— Yo me puse malísima.

ANTONIA.— Y cualquiera que tenga buen corazón. Es que eso de las drogas es terrible, hija. Tú ten mucho cuidado. Tú ni porros ni nada, que todos empiezan por poco y fíjate como terminan. Hasta niños pequeños de seis años se pinchan, que lo he leído en una revista. Le he dicho yo mil veces que no esté con esta gentuza, pero ya ves, les tiene cariño. A ver si tú lo consigues. Hazme caso, estudia, cásate y forma una familia como Dios manda. Si no queréis casaros por la Iglesia, pues os casáis por lo civil, como dice mi marido, que en eso es muy moderno. A tu madre, Alberto le cayó de maravilla. Tenías que haberlos visto hablando como si fueran suegra y yerno. Qué casa, cómo la tiene puesta de bien. De mucho gusto todo, hija. También yo iba a estar viviendo aquí si tuviera esa casa. Con esta mugre.

ELENA.— Es que no sé qué voy a decirle a Chusa cuando vuelva. Encima de que no he querido ir con ella.

ANTONIA.— No tienes por qué dar explicaciones a nadie. Y no has ido a eso del moro porque no es decente, y has hecho muy bien.

ELENA.— Como le había prometido ir con ella… Si ahora vuelve y…

ANTONIA.— No le haces caso a tu madre, y le vas a hacer caso a esa pelandusca que se las sabe todas. Andaba tonteando con mi hijo, que lo sé yo. Pero ya le dije que de eso nones, ni hablar. Contigo es otra cosa, porque tú tienes estudios; y por tu madre. Además, ya se lo ha dicho mi marido: «Esa chica te interesa. Los otros, fuera». ¿La tienda esa de electrodomésticos es entera vuestra?

ELENA.— Sí, ¿por qué?

ANTONIA.— Por nada, hija, por nada. Es muy bonita, y qué grande. Y luego en el sitio que está, en plena Glorieta de Quevedo. A esa tienda si se la trabaja bien se le tiene que sacar mucho.

ELENA.— A mí no me gusta la tienda. Sólo he ido por allí dos o tres veces. Es muy hortera.

ANTONIA.— Tú calla y a estudiar, que es lo que tienes que hacer. De la tienda no te preocupes. Ahí en la glorieta de Quevedo tenía yo una amiga, pero se mudó a Villaverde Alto, a un piso nuevo con unas vistas estupendas, y mucho sol. Bueno, pues lo que yo te estaba diciendo… ¿qué te estaba yo diciendo?

ELENA.— Lo de Villaverde Alto, me parece.

ANTONIA.— … No, no… antes… ¿por qué te estaba yo diciendo eso? No se dónde tengo la cabeza últimamente, hija.

ELENA.— Me estaba diciendo que tenía un piso muy bonito, su amiga, en Villaverde Alto. Que se había ido a vivir…

ANTONIA.— Allí hay unos pisos estupendos, en Villaverde. Pero mejor en Móstoles. Eso ha dicho mi marido. Y a acabar la carrera, que sin una carrera hoy no se va a ningún sitio. Ya ves mi marido, con cincuenta años y todo el día estudiando. Llega a casa y se pone con los libros. Quién le ha visto y quién le ve. Cómo cambia todo en España, hija. Antes es que si le ves no le conoces. Pero de eso es mejor no hablar. Ya nos dijo tu madre lo de tu padre. (Elena la mira sorprendida de que su madre le haya hablado del oscuro incidente de la piscina). Checoslovaquia está lejos, pero no tanto. Hoy en día, con los aviones…, ya verás, cualquier día se os presenta aquí, diga ella lo que diga. ¿No ha vuelto mi marido de la cárcel, que es peor? Y tan ricamente. ¡Ay, Señor, Señor! ¡Qué hombres! ¡Que todo en la vida tenga que ser siempre sufrir! Y que las cosas son como son, y que no le des más vueltas. En las reuniones nuestras neocatecumenales, que lo contamos todo, se escuchan casos que te ponen los pelos de punta. Allí desde luego lo hablamos todo, hija. Todos somos pecadores, y las cosas a la luz, que la mierda, con perdón, si no corre atasca el water. Las cosas claras, y el chocolate, espeso. El que bebe, va allí, y lo cuenta. Y el que le pega una paliza a su mujer, lo cuenta también, y se arrepiente, y se da cuenta de que es un pecador, que eso es lo importante. A veces acabamos todos llorando. Y luego las separaciones, con todo el sufrimiento de los hijos, que se los reparten como si fuesen monedas de a duro: éste para ti, éste para mí; éste me toca los sábados y los domingos, y quince días en agosto ¡Ay, Dios mío, qué mundo éste! Yo es que enchufo la televisión y me da algo: muertos tirados por todas partes, que siempre te los sacan a la hora de comer, para más inri. Una vez fue uno allí a confesarse, ya sabes que allí nos confesamos en voz alta como te digo, delante de todos. Bueno, pues fue allí, nosotros no le conocíamos de nada, pero va tanta gente que vete tú a saber. Pues llegó allí, y empezó a decir guarrerías que había hecho con otro tío. ¡Qué vergüenza! A mí esas cosas me dan mucho asco, qué quieres que te diga. Hay cosas que no se deberían confesar, o no dar tantos detalles, por lo menos. No eran artistas, ni nada. Era un albañil en paro y un mecánico de un taller de motos. ¡Si llegas a escuchar las cosas que contó que estuvieron haciendo… en un solar en medio de un descampado, como animales! Al final se cayó al suelo, devolvió… un desastre. Yo creo que es que estaba completamente borracho. ¡Lo que no veremos allí! ¿Y las guarradas esas de las revistas, con todas esas marranas poniendo el culo como para que les pongan una inyección? Yo acababa con eso en dos días. Así va todo. Es que pasas por un quiosco y hay que mirar al otro lado. Hay algunas que traen posturas de estar… tú me entiendes. Y el cine, y la televisión, que te meten una teta en la sopa en cuanto te descuidas. Y en color ahora es mucho peor. Parece carne de verdad. Ahora que yo cambio de canal. Alberto es muy serio, y muy buen chico. Ya ves, policía. Así que tú hazme caso, por el buen camino. Ya verás luego la alegría que dan los niños, sí, mujer, y el hacerlos, que hablando claro se entiende una mejor, y hay cosas que están muy bien en la vida si se hacen decentemente y como Dios manda. Mi marido ha dicho que os regala el vídeo. Claro que por otro lado, teniéndolo vosotros en la tienda es una bobada comprar uno. Y un día te tienes que venir conmigo a la reunión aunque sólo sea para verlo. Hay días que está muy bien, no creas que siempre es igual. He cogido un catarrazo… (Busca un pañuelo en su bolso, y vemos aparecer por él montones de corbatas que lleva dentro). ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Y que cuando no es una cosa es otra. Qué mona es esa blusa. (Se da cuenta como Elena mira las corbatas). Son para mi marido. Ahora gasta muchas corbatas. Como estaban rebajadas…

(Está guardándolas en el bolso cuando abren la puerta y entran Alberto y Jaimito, el primero vestido de policía, como siempre, y el otro con el brazo izquierdo en cabestrillo. Doña Antonia cierra el bolso como puede, y recibe al recién llegado del hospital con fría cortesía. Elena se le acerca con cariño).

JAIMITO.— Hola, buenas. Qué tal, doña Antonia. Hola, Elena, cómo estás.

ANTONIA.— Pues mal, ya ves. Con un catarrazo.

ELENA.— Estás muy bien. Se ve que te han cuidado mucho en el hospital. Y el brazo, ¿te duele?

JAIMITO.— No, ya nada. Sólo lo tengo que llevar así unos días, por precaución, pero no noto nada. Está ya bien.

ELENA.— Siéntate, ¿no?

(Jaimito capta el cambio operado en la casa en los días que ha estado en el hospital. Y se siente un poco fuera de su territorio).

JAIMITO.— ¿Y qué tal por aquí?

ELENA.— Bien, normal, nada de particular, ¿verdad Alberto? Desde que se fue Chusa de viaje…, nosotros aquí, solos.

(Se da cuenta de que está tocando un tema delicado. Jaimito mira enfrente de él a Elena, Alberto y la madre. Y les nota distantes y violentos).

ALBERTO.— ¿Quieres tomar algo, un café o cualquier cosa? ¿Has comido?

JAIMITO.— Sí, sí. No, no te preocupes. No quiero nada. Ya te he dicho que estoy bien, normal. Pero gracias de todas formas.

ELENA.— Te hemos recogido lo de las sandalias. Está en el cuarto. Como no estabas. Además, con el brazo así no podrás trabajar ahora.

JAIMITO.— No te preocupes. Está bien.

(Pausa larga y tensa. Doña Antonia se levanta de su asiento).

ANTONIA.— Bueno, yo me voy, que me van a cerrar. (A Alberto y Elena). ¿Venís a cenar a casa, no? Pues hasta luego. No lleguéis tarde, que ya sabes cómo se pone tu padre. (A Jaimito). Y adiós, tú, que te mejores. (Sale).

(Quedan sólo los tres. Pausa).

ELENA.— ¿Qué tal aquel señor que estaba contigo en la habitación, el de la otra cama?

JAIMITO.— Salía también hoy o mañana; le dan el alta ya.

ELENA.— ¿Y qué tal ha quedado?

JAIMITO.— Bien. Cojo, pero bien. Le han envuelto la pierna que le han cortado en un paquete, se la han dado, y hala, para el pueblo.

ELENA.— Qué tonto eres.

JAIMITO.— Es la verdad. Le van a poner ahora una a pilas.

ELENA.— (Se ríe). Era muy simpático. Y muy gracioso.

JAIMITO.— A ver qué iba a hacer. Reírse. Todo el mundo allí se estaba todo el día riendo. ¡Unas carcajadas por los pasillos! (Pausa).

ELENA.— Estábamos planchado unas cosas. (Recogiendo).

ALBERTO.— Dentro de unos días, cuando estés ya bien, tienes que pasarte por la comisaría, por lo de la declaración.

JAIMITO.— Bueno. Cuando tú digas.

ALBERTO.— Tampoco corre tanta prisa. Dentro de dos o tres días.

(Dan golpes en el tabique del vecino. Se oye una voz al otro lado).

OFF VECINO.— ¡Oye! ¡Que te llaman por teléfono!

ALBERTO.— (A gritos también). ¡Un momento, que voy!

(Sale Alberto. Jaimito mira aquello sin entender nada).

ELENA.— Es el cura. Es muy simpático. Nos hemos hecho amigos. Vino un día a por sal, y empezamos a hablar, a hablar… Nos viene muy bien, sobre todo por el teléfono, como dice Alberto. Ya no dice misa en las monjitas. Ahora le han contratado en un colegio y ya no está enfadado. Nosotros casi no ponemos música tampoco. Dice que en las monjitas le pagaban fatal, y que esos madrugones le estaban volviendo neurótico. Es muy amable y muy educado. Ahora está muy liado con eso de la LODE. El otro día nos dijo que si le acompañábamos a la manifestación, pero Alberto no puede ir a manifestaciones. Además le dijo su padre que en eso no hay que meterse. Es joven y majo, aunque sea cura. Es del Atleti, y como Alberto es del Madrid, han tenido cada discusión… (Acaba de guardar la ropa planchada). No me he acordado de preguntarte si querías que te planchara algo…

JAIMITO.— ¿Eh? No, no. Gracias, pero no hace falta.

ELENA.— Cuando nos llaman por teléfono, nos avisa así, por el agujero. Viene bien, ¿no? Quita el tapón y servicio directo. Y si algún día nos entran ganas de confesarnos, nos confesamos por ahí.

(Entra Alberto. Trae muy mala cara. Cierra la puerta de un portazo).

ALBERTO.— Han cogido a Chusa. En el tren. Le han pillado con todo. La tienen en el cuartelillo de la estación. ¡Qué follón, Dios!

JAIMITO.— ¿Que la han cogido? ¿Y está en Atocha? ¿Qué más te han dicho?

ALBERTO.— Eso, nada más.

JAIMITO.— ¿La comisaría está allí mismo, en la estación?

ALBERTO.— Sí, dentro. La tendrán allí unas horas. Luego la pasarán al Juzgado de Guardia, y de ahí, a Yeserías. Con todo lo que tenía encima va derecha a la cárcel. ¡Vaya un lío!

JAIMITO.— ¿Pero cómo, cómo…? ¿Cómo la han cogido?

ALBERTO.— Pues cogiéndola. Vosotros os creéis que la policía es gilipollas. Hace una hora casi que está allí. Encima ha dado esta dirección. Han llamado a un vecino para que nos avisara de que estaba allí, y para comprobar si la ha dado bien. Ahora se pueden presentar aquí cuando les dé la gana.

(Jaimito coge una cazadora y se la pone. Mira a ver si lleva dinero y el carnet de identidad. Va hacia la puerta).

JAIMITO.— Voy a ir, a ver si puedo verla o hacer algo… ¿En Atocha?

(Sale. Alberto y Elena se miran).

ALBERTO.— Recoge tus cosas y márchate a casa con tu madre. Pueden venir aquí. ¡Esta tía también…! ¡Anda que!

ELENA.— (Empieza, a recoger). ¿Y cómo la habrán cogido en el tren?

ALBERTO.— Yo qué sé. Porque es tonta del culo. Se habrá puesto a fumar allí, y a dar a la gente… Hay que largarse de aquí rápido. Se lo he dicho veinte veces, que un día les iban a…, pues nada. Yo no sé qué se creen. (Se pone a ayudarla a recoger). Si es que no puede ser. No puede ser…

(Oscuro).