ESCENA SEGUNDA
(Han pasado varias horas. Son ahora las doce de la noche del mismo día. En escena, Alberto y Chusa discuten acaloradamente. Humphrey, el hámster, les mira un tanto melancólico, dando vueltas a su rueda).
ALBERTO.— ¡Ah, yo no, ni hablar! A mí no me liéis.
CHUSA.— Venga, tío, no seas estrecho. ¿No te gusta?
ALBERTO.— No es eso. Es que una virgen es un lío. Que lo haga Jaimito.
CHUSA.— ¿Jaimito? Jaimito es un inútil para esas cosas. (Le besa). Además a ella le gustas más tú. No es tonta, no creas.
(Alberto pasea nervioso por la habitación, vestido como siempre con su nuevecito traje de policía).
ALBERTO.— Pues no me da a mí la gana, ya ves. Estamos en un país libre últimamente, ¿no? De algo tiene que servir la democracia, digo yo. Que lo haga otro. Te bajas a la calle y coges al primer salido que pase y te le subes. ¡Tiene que ser así, de golpe, ahora mismo porque me da la gana! ¿Pero tú que te crees que soy yo?
CHUSA.— Que nos vamos dentro de nada al moro, te lo he dicho. Y no va a ir así la pobre.
ALBERTO.— A mí no me metáis en vuestros líos. Yo de todo eso no quiero saber nada, ni si vais ni si dejáis de ir. Y de esto, tampoco. Somos amigos, pero cada uno su vida, y sus cosas. El que vivamos juntos no quiere decir…
CHUSA.— Venga, quítate el uniforme, que va a subir y si te ve así se corta. Y deja de decir chorradas, que últimamente metes cada rollo que no hay quien te aguante.
(Chusa trata ahora de irle quitando la ropa).
ALBERTO.— (Separándose de ella). ¡Quieta! Sin tocar, que tocando vale más dinero. No quiero y no quiero. ¡Cómo sois las tías! Os pensáis que estamos siempre dispuestos. ¡Hale, al catre! Y ya está. Y nosotros tan contentos. ¡Pero bueno!
CHUSA.— Pues conmigo no le pones tantas pegas al asunto.
(Alberto se pone tenso ante la alusión de Chusa a sus relaciones).
ALBERTO.— ¿A qué viene eso ahora? Es otra cosa, ¿no? A ella no la conozco de nada. Tú a veces dirás también que no, digo yo. ¿O es que te metes en la cama con todo el que te lo pide?
CHUSA.— ¿Y a ti qué te importa con quién me meto yo en la cama?
ALBERTO.— ¿A mí? Pero si no es eso. Yo lo digo por lo de esta tía. Que me quieres liar otra vez.
CHUSA.— ¿Otra vez, verdad? Mira, vamos a dejarlo.
ALBERTO.— Lo único que quería decir, es que tú no te acuestas con todo el que te lo pide, ¿verdad?
CHUSA.— Si es así, un favor como éste… Contigo siempre he querido.
ALBERTO.— ¿Y ha sido un favor?
CHUSA.— No digo eso. Pues sí que nos entendemos hoy bien.
ALBERTO.— Yo no necesito que nadie me haga favores de este tipo, ¿entiendes? Ni tampoco me gusta hacerlos. Era ya lo que faltaba.
CHUSA.— Eres un estúpido, eso es lo que eres.
(Se oye llegar a Elena y Jaimito por las escaleras. Están abriendo la puerta de la calle).
CHUSA.— Lo único que te digo es que puedes hacer lo que quieras, pero a mí no me vuelvas a hablar.
(Entran los otros dos, cargados de cervezas de litro, bolsas de patatas fritas, etc).
JAIMITO.— Ya está todo aquí. Lo que nos ha costado encontrar algo abierto. Todo preparado para la bacanal romana: patatas fritas eróticas marca «La Riva», foie-gras de cerdo salido «El gorrino de oro», Mahou a tutiplén, y aceitunas rellenas de afrodisiacos «La olivarera malagueña».
(Ha ido colocándolo todo encima de una mesa. Traen vasos de la cocina, abren las cervezas y empiezan a beber).
ELENA.— (Coqueta). Hola, Alberto, ¿qué tal?
ALBERTO.— (Agresivo). Yo bien, ¿por qué?
ELENA.— (Más coqueta aún). No, por nada. Era sólo por saber cómo estabas, si estabas bien o no.
JAIMITO.— (Poniendo el casete). Un poco de musiquita para ir creando ambiente.
(Se escucha a Los Chunguitos en una rumba flamenca apropiada para el momento. Siguen comiendo y bebiendo).
ELENA.— (Acercándose a Chusa le da con el codo y le habla por lo bajo). ¡Tiene el uniforme!
CHUSA.— (Le contesta también por lo bajo). Ya se lo quitará. O se lo quita él o se lo quitamos nosotros, no te preocupes. Acércate a él, dile algo.
ELENA.— (Acercándose muy insinuante a Alberto). ¿Bailamos?
ALBERTO.— No. Con el uniforme puesto no se puede bailar. Está prohibido.
ELENA.— (Con una risita). Pues quítatelo.
JAIMITO.— ¿Qué calor, no? (Se quita el jersey). Hace un calor aquí… ¿Tú no tienes calor? (A Alberto). Quítate algo.
ALBERTO.— Qué manía habéis cogido todos con que me quite la ropa. Quitárosla vosotros si queréis.
CHUSA.— Por lo menos quítate la pistola, a ver si nos vas a dar a uno.
ALBERTO.— (Se la quita y la pone encima de su armario). Sin tocarla, ¿eh? Que da calambre. (Risita de Elena).
(Jaimito sirve cerveza y sigue bebiendo. Luego se pasan unos canutos. La música rumbera va subiendo y el clima se va calentando. Suenan en esto unos golpes muy fuertes en una pared de la habitación).
CHUSA.— Ya está ahí el plasta ese incordiando.
JAIMITO.— Pasar de él. Que tire la casa si quiere. (Canta ahora Jaimito la música del casete y taconea al ritmo flamenco).
«… Pues me he enamorao
y te quiero y te quiero,
y sólo deseo estar a tu lado,
soñar con tus ojos, besarte los labios,
sentirme en tus brazos,
que soy muy feliz.
Si me das a elegir,
entre tú y la gloria,
pa que hable la historia de mí
por los siglos,
ay amor, me quedo contigo…».
(Se oye ahora una voz desde el otro lado del tabique, hablando a gritos).
OFF.— ¡Tengo que dormir! ¡Bajen la música!
ELENA.— Si sólo son las doce. ¿Quién es? ¿Por qué se pone así?
JAIMITO.— Siempre está igual.
CHUSA.— Madruga el hombre, y claro…
JAIMITO.— Pues que no madrugue. (Sigue con Los Chunguitos).
«Si me das a elegir,
entre tú y ese cielo,
donde libre es el vuelo,
para ir a otros nidos,
ay amor, me quedo contigo.
Si me das a elegir,
entre tú y mis ideas,
que yo sin ellas,
soy un hombre perdido,
ay amor, me quedo contigo.
Pues me he enamorao,
y te quiero y te quiero,
y sólo deseo estar a tu lado…».
(Canta ahora Jaimito directamente a Elena, que le sonríe encantada).
«Soñar con tus ojos,
besarte los labios,
sentirme en tus brazos
que soy muy feliz…».
ALBERTO.— (Metiéndose en medio, un poco molesto de haber pasado a segundo plano). Es un cura. Dice misa en las monjitas, ¿verdad? A las cinco de la mañana. Y el hombre no pega ojo.
CHUSA.— Me ha dicho la portera, que es muy maja, que el otro día se fue a quejar, y ella le dijo que en esta casa había libertad religiosa, y que lo que tenía que hacer era trabajar en algo decente, como Dios manda, y no andar con las monjas por ahí a esas horas. (Risas de los tres).
(Jaimito sigue intentando canturrearle a Elena, pero Alberto está ya delante, descaradamente, y le sigue dando su explicación).
ALBERTO.— Que diga la misa por la tarde. Ahora ya dejan. O por la noche. Se tendría que perder la película de la tele, claro. Todo el día con la tele puesta, y nos tenemos que aguantar. Y luego nosotros ponemos la música, y jaleo.
JAIMITO.— El otro día me lo encuentro por la escalera y empieza a decir gilipolleces. Le dije que se mudara, y me dice el prenda que el que se tenía que mudar era yo, que huelo mal. No te jode. Están fastidiados porque están todos ahora medio en el paro. Se les está acabando el chollo. Alguna misa en las monjitas, y vale. Así está, medio ido.
CHUSA.— Eso es de no dormir.
JAIMITO.— Pues que duerma, hombre. (A gritos hacia la pared). ¡Que se eche la siesta!
«Pues me he enamorao,
y te quiero y te quiero,
y sólo deseo, estar a tu lado…».
(Canta ahora Jaimito mucho más alto. Se vuelven a oír, más altos también, los golpes en la pared. Y de pronto traspasa el tabique el palo de una escoba).
JAIMITO.— (Parando el casete). ¡Huy, la hostia! ¡Que nos tira la casa!
(Agarra el palo y tira. El otro tira desde el otro lado. Finalmente el otro suelta y Jaimito se cae del tirón quedándose con el palo).
CHUSA.— (Se acerca al agujero y mira por él). A ver…
JAIMITO.— ¿Qué ves?
CHUSA.— (Mirando). Un ojo. (Habla a voces por el agujero). ¡Qué pasa! ¡Que ha roto la pared! ¡A ver ahora, qué va a pasar! (Se oyen gritos al otro lado). Dice que va a llamar a la policía. Encima. (A gritos otra vez). ¡A quien tiene que llamar es a un albañil, a que arregle esto! ¡Y a un psiquiatra, tío loco!
ALBERTO.— Esperar, que voy. (Se ajusta la pistola y la gorra y va hacia la puerta. Echa una última mirada a Elena y ésta le amaga una despedida con la mano, como si se fuese a la guerra. Sale).
JAIMITO.— Cuando abra y le vea se caga.
(Se oye sonar el timbre de la otra casa).
ELENA.— Pensará que ha llegado volando; nada más descolgar el teléfono y…
CHUSA.— A ver si da más golpes ahora. (Vuelve a mirar por el agujero y va contando a los otros dos lo que ve pasar en la casa de al lado). Ya va a abrir. Ahora no se le ve… Ya, ya… Vuelve. Está blanco. Ahora mira el agujero, coge un tapón de una botella, se acerca, lo pone y… fin. (Retirándose).
ALBERTO.— (Entrando triunfal). Mañana viene el albañil. Ya de paso que nos arregle la cocina. (Se ríen todos).
CHUSA.— (A Elena). ¿Has visto lo bien que viene tener la bofia en casa?
(Alberto mira a Elena. Está ahora en plan de héroe de película. Y le sale el ramalazo conquistador. Por otro lado, Elena cada vez le gusta más, sobre todo desde que intentó acercarse a ella Jaimito. Ésta se acerca a él y le pone orgullosa la mano en el brazo. Se miran).
CHUSA.— Si queréis podéis meteros en el cuarto. No sea que ése quite el tapón y le dé algo.
ELENA.— Bueno, lo que tú digas.
ALBERTO.— Al fin y al cabo la policía está al servicio del ciudadano, y esto es un servicio público. (Van hacia la habitación. Se vuelve desde la puerta). ¡Qué liantes sois! ¡Sí, los dos! No bajéis la música. Ahita. (Se quita la gorra y la tira al aire muy chulo, en brindis torero). Allá va, y que sea lo que Dios quiera. Va por vosotros.
ELENA.— Bueno, adiós.
(Al desaparecer los dos dentro del cuarto y cerrar la puerta, Jaimito y Chusa se quedan con la mirada perdida en el vacío. Lo que era un juego se ha convertido en soledad).
JAIMITO.— Qué suerte tiene el tío para todo. Y encima se queja. Es maja, ¿verdad?
CHUSA.— Creí que no te gustaba.
JAIMITO.— ¿A mí? Sólo digo que es muy guapa, y que está muy buena. Encima se meten ahí los dos…
CHUSA.— A ver. Si se mete uno solo la cosa es más difícil.
JAIMITO.— Yo creí que tú y Alberto…, vamos, que tú y él…
CHUSA.— ¿Quieres dejarlo ya?
(Chusa se pasea nerviosa por la habitación, y trata de distraerse haciendo algo. Coloca la mesa, mueve las sillas de sitio, y hace dos o tres cosas raras más. Va a la ventana y se queda mirando al infinito).
CHUSA.— (Tratando de convencerse a sí misma ante la creciente angustia que le está entrando de pronto). Esto no tiene importancia. Es una amiga. A ver si vamos a ponernos nosotros antiguos con esta bobada.
JAIMITO.— (Baja el casete). No se oye nada… ¿Qué estarán haciendo?
CHUSA.— Crucigramas. (Llega hasta el casete y lo sube otra vez. Va al baño). Hay que llamar al fontanero para que arregle de una maldita vez esa cisterna, que se sale. Me da la noche con ese ruidito. (Pausa).
(Llaman en esto a la puerta de la calle. Va Jaimito a abrir. Lo hace, y entra Doña Antonia, medio llorando, con un gran disgusto encima).
ANTONIA.— ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¿Está mi hijo aquí…?
CHUSA.— (Intentando ocultarle). No… me parece que no ha venido. ¿Ha venido? (A Jaimito).
JAIMITO.— Yo desde luego no le he visto. ¿Qué ha pasado? ¿Se encuentra usted mal? Siéntese, mujer. Y cálmese.
ANTONIA.— ¡Ay, Dios mío, Dios mío qué desgracia tan grande!
CHUSA.— (A Jaimito). Tráele agua, o algo…
ANTONIA.— (Ve la gorra de Alberto). ¿Y esto? ¡Está aquí! ¿Dónde está? ¡Alberto, hijo…! ¡Hijo…!
(Se miran Jaimito y Chusa. Como la cosa parece seria deciden llamarle).
JAIMITO.— (Llamando a la puerta del cuarto). ¡Alberto! Oye, sal. ¡Sal un momento, anda. Es tu madre!
(Se abre la puerta del cuarto y aparece Alberto a medio vestir. Se acerca a su madre que sigue ahogada del disgusto en una butaca. Todos alrededor).
ALBERTO.— Madre, ¿qué pasa?
ANTONIA.— ¡Ay qué disgusto, hijo mío de mi alma! ¡Dios mío, Dios mío!
ALBERTO.— ¿Pero qué pasa, madre? ¿Quiere hablar de una vez? ¿Qué pasa?
ANTONIA.— ¡Tu padre, hijo, tu padre! ¡Que ha salido de la cárcel!
(Cara estupefacta de todos ante la noticia. Y oscuro).