Capítulo 25

—Han instalado dispositivos de rastreo en los dos coches —explicó Conn al señor Odo y a Leigh delante de la casa—. Leigh y yo utilizaremos un vehículo alternativo mientras los coches hacen rutas para despistarlos. Luego cogeremos el Audi. Necesito las llaves del BMW.

Leigh, que había encontrado su mochila debajo de una silla, estaba buscando las llaves cuando la verja empezó a abrirse. Se agacharon y se escondieron.

Entró un viejo jeep, que aparcó junto a la furgoneta del señor Odo, y de él salió una mujer alta y atractiva, de la edad de Jen, vestida con unos vaqueros y una camisa blanca. Tenía el pelo entrecano y muy corto, unos bonitos ojos castaños y complexión atlética. Conn y el señor Odo salieron de su escondite.

Cuando la mujer vio a Conn, sonrió y la saludó con la mano. Luego ambas se fundieron en un abrazo y se besaron. Leigh las contempló tímidamente desde el interior de la casa.

A continuación, la mujer le estrechó la mano al señor Odo, y Leigh oyó que Conn la llamaba por el nombre.

—Gracias por venir, Susu.

Leigh se acercó a Conn y ésta la cogió de la mano.

—Susan Renfrow, te presento a Leigh Grove. Leigh está... hum... viviendo con Jen y es... amiga mía.

Conn se puso roja como un tomate. Leigh, confundida, miró a la recién llegada, que en ese momento contemplaba a Conn con una sonrisa radiante. Luego la mujer le estrechó la mano.

—Hola. Encantada de conocerte. Jen me dijo que te ibas a trasladar aquí. Bienvenida. —Tenía una mirada cálida y la mano firme. Miró de nuevo a Conn, sin dejar de sonreír—. Vaya, Conn, nunca me habías presentado a tus amigas. ¿Todas son tan guapas?

Conn no sabía dónde meterse.

—Oh, no, es decir, yo no... En fin. —Se disculpó bruscamente, farfullando algo sobre las llaves del Audi y sobre una gestión con su oficina.

Susan se rió y le guiñó un ojo a Leigh mientras caminaban hacia la casa.

—¿A qué viene eso?

Susan observó la figura de Conn.

—Sólo le estaba tomando el pelo. La conozco desde que visitó por primera vez California y en todo este tiempo nunca ha traído a una amiga a casa. Así que sabe que me doy cuenta de lo especial que eres.

Leigh sintió que le ardían las mejillas y ni siquiera trató de disimular su alegría.

Cuando entraron en la casa, Susan se detuvo y examinó el lugar con las manos metidas en los bolsillos de atrás del pantalón, balanceándose sobre los talones, ya sin sonreír. Leigh siguió su mirada hasta la chimenea. Alguien había destrozado la preciosa repisa con un hacha y el salón estaba hecho un desastre.

¿Oué diablos significa esto? —exclamó Susan.

Leigh percibió la ira en los ojos de la mujer.

—Ocurrió anoche. Unos hombres intentaron... capturarme y... escapé a la playa y...

Las palabras murieron en los labios de Leigh cuando la gravedad de la situación la golpeó como si fuera un ladrillo. Se puso pálida y se le doblaron las rodillas. Susan llamó a Conn, y enseguida unos brazos fuertes la levantaron y la colocaron suavemente sobre el sofá. Leigh enterró la cara en el cuello de Conn y trató de serenarse, temiendo sufrir un mareo.

—Respira. Respira a fondo. Estoy contigo.

—Iba a contarme lo que pasó.

En aquel momento, lo único que quería Leigh era que todo el mundo se fuese y la dejasen en paz. Los brazos familiares de Conn contribuyeron a calmar su acelerado pulso. Trató de centrarse en la conversación, en vez de recrear el terror de la noche anterior.

—Debe de haber sido una noche de aúpa. ¿En qué puedo ayudar?

Leigh miró a Susan, que estaba valorando los daños, y se alegró de que dirigiese su atención a otra cosa. Necesitaba un instante de intimidad.

—Nos vamos una temporada —explicó Conn—. ¿Podrías llamar a Lisa y arreglar un poco la casa? Cuando Jen y Marina vuelvan, no quiero que vean esto. Siento lo de la repisa. Sé que tardaste mucho en hacerla. Puedes repararla o hacer una nueva. Dentro de poco vendrá una mujer que se llama Jess con otras personas. Pídeles que se identifiquen y ya se ocuparán ellos del despacho y de las cuestiones de seguridad.

Susan asintió, sin apartar los ojos de la repisa.

—Y ahora viene el gran favor. Quiero que cojas el BMW y que lo lleves al sur, a San Luis o a un sitio parecido. Déjalo en un aparcamiento de la Universidad de California y, para volver, alquila un coche o que te traiga Lisa. El señor Odo se ocupará de que alguien lleve el Audi a un bar de carretera y coloque el dispositivo de rastreo en un camión articulado que se dirija al este. Eso confundirá a los espías durante un tiempo. ¿Te parece bien?

—Perfecto. Lisa se lo pasará genial, y arreglaremos la casa cuando volvamos. ¿Se encargará alguien de cuidar el BMW cuando yo lo deje? Si quieres, podemos hacerlo nosotras. A ver quién fisgonea.

Susan tenía unos ojos vivaces y expresivos. Leigh se dio cuenta de que no se ofrecía a la ligera.

—No. Ya se ocupará alguien de eso —dijo Conn—, Jess viene de camino y te dará un número para comunicar el paradero del vehículo. Lo más importante es arreglar la casa y cuidarla.

—¿Dónde está Jen?

—En París, con Marina. Afortunadamente, no se encontraba aquí. Pero volverá dentro de unas semanas.

—No te preocupes, Conn. Lisa, yo y las demás dejaremos la casa como nueva en un periquete. Estará lista cuando Jen regrese. Ah, cariño, si necesitas algo, cualquier cosa, háznoslo saber.

Conn asintió e hizo un gesto de agradecimiento.

Susan se acercó a Leigh.

—Debéis cuidar la una de la otra. Suerte. —A continuación, les dio sendos besos en las mejillas, cogió las llaves de los coches y se reunió con el señor Odo,

dejando a Conn y a Leigh solas. Leigh se aproximó a Conn; no quería separarse de ella. Por fin, Conn dijo:

—Será mejor que nos vayamos. Según el señor Odo, se prepara una tormenta para dentro de unas horas.

—Conn, lo que le has pedido a Susan puede ser peligroso. Sin embargo, ella aceptó enseguida. ¿Por qué?

—Lisa y ella trabajaron en el cuerpo de policía de San Francisco. Saben defenderse. Los que correrán peligro son los que se enfrenten a ellas. —Conn se puso seria—. No soportan que se amenace a sus amigas.

—¿Quiénes son las otras a las que se refirió Susan?

—¿Te acuerdas de la foto que había en la repisa, en la que se veía a Jen con un grupo de mujeres en un barco? Seguro que conociste a algunas en el pueblo durante el fin de semana.

Leigh asintió.

—Son las otras. Forman un grupo de amigas muy unidas, algunas lesbianas, otras heterosexuales, pero todas muy competentes. Son como una piña. Dejarán la casa como estaba en un abrir y cerrar de ojos.

Conn contempló las manos de ambas, que estaban entrelazadas.

—He puesto al día a mis superiores y les he contado lo de la casa. Mi... jefe me ha dado una mala noticia. Los federales cercaron la oficina de Peter. Al principio no lo vieron y tampoco a Georgia Johnson. Pero cuando entraron allí...

A Leigh no le gustó nada su tono de voz.

—¿Qué ocurre? Dímelo.

Conn la miró a los ojos y habló:

—Encontraron el cuerpo de Peter Cheney en el armario de su despacho. Le pegaron un tiro.

—¿Ha... muerto?

—Sí. Lo siento.

—Oh, Dios mío. ¡Pobre Peteri

Permanecieron calladas unos instantes, mientras Leigh asimilaba la información. De pronto, miró a Conn.

—¡Salgamos corriendo de aquí!

Conn la abrazó y la besó apasionadamente y, luego, se apartó.

—Vamos.

Leigh estaba ansiosa.

—Sí, vamos. —Conn se levantó y ayudó a Leigh—. Tenemos que hablar con el señor Odo y echar un vistazo a nuestro vehículo.

Había empezado a levantarse viento cuando llegaron. Mientras Leigh buscaba a Tippy para despedirse, Conn se dirigió al garaje con las mochilas y el talego. Abrió el talego, sacó un pequeño ordenador, lo encendió, escribió una serie de instrucciones, lo cerró y cargó la moto.

Cinco minutos después encontró a Tippy sentado sobre el pecho de Leigh en el sofá del salón. Ambos se comunicaban perfectamente. Leigh le rascaba las orejas y le explicaba que regresarían y que toda la familia volvería a reunirse muy pronto. A Conn se le empañaron los ojos. Familia.

Se aclaró la garganta para llamar la atención de Leigh y dijo:

—Tenemos que irnos. Nos espera un viaje de unas dos horas y la tormenta no tardará en descargar. Llevo trajes impermeables, y podemos parar a comer en el camino. ¿Lista?

Leigh se incorporó y le entregó el gato a Conn.

—Dame dos minutos —pidió. Luego entró en el baño y cerró la puerta.

Conn se dejó caer en una silla con los ojos cerrados. Estaba cansada y preocupada. Tenía que velar por la seguridad de Leigh, y les esperaba un largo trayecto.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Conn cuando salió del baño.

Leigh se acercó, se arrodilló ante ella y la abrazó por el cuello. Con voz firme dijo:

—Encontré aspirinas y he tomado tres. Me mata el dolor del hombro, siento un miedo espantoso y tengo ganas de dormir una semana entera. Pero estoy viva y contigo. Vamos, tigre, cuanto más lejos mejor. —Besó los suaves labios de Conn, primero con delicadeza y luego con pasión.

Se separaron, agotadas, y Leigh añadió:

—Corrijo, cuanto antes mejor.

Conn la cogió de la mano y, al abrir la puerta del garaje, dijo:

—Espero que disfrutes del viaje. —Después le cedió el paso.

La joven examinó el garaje; el único vehículo que había era una motocicleta Ducati 758 negra.

—¿A que es preciosa?

Los ojos de Leigh se posaron primero en Conn, luego en la moto y de nuevo en Conn, que no pudo reprimir una sonrisa.

—¿Es esto? ¿Vamos a ir en esto? Nunca he montado en una moto. Bueno, Pat trabajó en una tienda y un día me hizo una demostración. ¿Lo dices en serio?

—Totalmente. Tienes que llevar una mochila. He guardado el resto del equipo. Toma el casco. Súbete la cremallera de la chaqueta y agárrate fuerte. Te daré unos guantes especiales. Lo único que tienes que hacer es permanecer detrás de mí, abrazarme por la cintura y dejar que yo me encargue del resto. Ah, levanta los pies, ponlos en el reposapiés y no los acerques a los tubos de escape. ¿Entendido?

Conn esperaba que la sonrisita que dibujaron los labios de Leigh tuviese que ver con la petición de que la abrazase por la cintura, pero la sonrisa desapareció enseguida.

Leigh suspiró y, resignadamente, se subió la cremallera de la chaqueta y se arrebujó todo lo que pudo. Aceptó que Conn la ayudase a ponerse el casco y a ajustarse la mochila.

Conn sacó la moto del garaje, seguida por Leigh, encendió el contacto y el potente motor rugió. Le hizo una seña para que Leigh se montase y ésta, procuró equilibrarse.

—¡Si me ve mi madre, le da algo! —gritó Leigh sobre el ruido del motor. Rodaron sobre la calzada de gravilla y salieron a la estrecha y sinuosa carretera.

Cuando llegaron al pueblo, Leigh se dio cuenta de que necesitaba más explicaciones si quería llegar entera a la costa. Estaba obsesionada con hacer de contrapeso de Conn en las curvas por miedo a volcar. Seguro que Conn también lo notaba.

Conn se detuvo ante la cafetería y se apeó, tras decirle a Leigh que esperase. Leigh permaneció en el asiento de atrás, vigilante, y lo primero que vio fue su reflejo en el escaparate del establecimiento. «¡Caramba! La motera y su nena.» No pudo evitar reírse. Luego se fijó en las miradas de admiración que los clientes sentados en las mesas de fuera dedicaban a Conn.

Conn se había apeado de la moto con una elegancia felina y, tras quitarse el casco, sacudió los rizos caoba. Metió los guantes dentro del casco y lo puso en el asiento delantero, le guiñó un ojo a Leigh y entró en el café. Todos observaron sus movimientos. Todos, menos uno: un hombrecillo que parecía absorto en su periódico. Leigh se fijó en él, porque fue el único que no devoró con los ojos a aquella despampanante mujer cuando pasó por su lado. Le pareció raro. Se le encogió el estómago y empezó a sudar.

Al poco rato Conn salió con una bolsa de papel de estraza y unas botellas de agua. Le dio las botellas a Leigh y, cuando estaba guardando la bolsa, reparó en que a la joven le temblaban las manos. La miró con gesto interrogante.

—El tipo que está leyendo el periódico junto a la puerta —susurró Leigh— creo que es uno de los de anoche. ¿Y si...?

Conn se levantó bruscamente y se puso los guantes. En un tono normal dijo:

—De acuerdo, vámonos.

No demostró ninguna prisa cuando montó en la moto, arrancó y enfiló hacia la carretera. Dos manzanas más allá, se ocultó tras un conjunto de arbustos y secuoyas, y apagó el motor. Segundos después, divisaron un coche de color verde conducido por un hombrecillo con gafas que movía la cabeza de un lado a otro mientras hablaba por el móvil.

—¡Es él! —Leigh estaba segura.

Conn sacó su móvil del bolsillo de la chaqueta y efectuó una llamada. Dió la descripción del hombre, del coche y del número de matrícula, junto con instrucciones para interceptarlo, interrogarlo y retenerlo.

—Se ocuparán de él. Vamos a la costa. Si queremos llegar enteras, tendrás que confiar en mí. ¿Confías en mí?

—De todo corazón, ya lo sabes.

—Bien. Quiero que te pegues a mi espalda como si fueras papel de empapelar. Si me inclino, inclínate. Conviértete en parte de la máquina y de mí. No pienses en nada más que en la carretera y en fundirte conmigo. ¿Entendido?

Leigh se alegró de que Conn entendiese su nerviosismo y le diese la clave para superarlo.

—Fundirme contigo. Perfecto.

Conn le dio una palmadita en la mano, se puso el casco y se dirigieron a la autopista 1. Conducía despacio para que Leigh se acostumbrase a inclinarse con ella en las curvas. Al principio, Leigh la estrujaba de tal forma que Conn se sentía como un tubo de dentífrico, pero poco a poco se fue relajando y empezó a seguir el ritmo del vehículo.

Conn la puso a prueba zigzagueando de repente o acelerando y aminorando la marcha sin avisar; luego pararon de nuevo y acordaron unas señales para comunicarse. Si Conn le apretaba la mano una vez, significaba «tranquila»; dos veces, «aguanta»; tres veces, «prepárate». Si Leigh presionaba la cintura de Conn una vez, significaba «de acuerdo»; dos veces, «más despacio»; y tres, «para».

Al poco tiempo Leigh ganó confianza. Las señales le daban cierta ilusión de control y enseguida se dio cuenta de que Conn era tan competente con la moto como con el Audi. En vez de agarrarse a ella rígidamente, visualizó la palabra «fusión» y observó que su cuerpo se fundía con el de Conn. Una sensación muy agradable. Agradabilísima.

Cuando su mente se estaba deleitando con imágenes de bailes, sueños y besos, aterrizó de repente en la realidad al virar la moto bruscamente para evitar a una vaca que había irrumpido en la carretera. Las manos de Leigh resbalaron, debido a la falta de atención, y saltó en el asiento. Conn pudo contenerla gracias a su fuerza, pero Leigh se recriminó el despiste.

Circularon durante una hora sin más incidentes, hasta que una gota de lluvia mojó la visera de Leigh. Los oscuros nubarrones que habían visto de lejos se cernían sobre ellas y Leigh anticipó lo que se avecinaba cuando se levantó el viento. En el mar había crestas de espuma y las olas crecieron en fuerza y tamaño.

Conn detuvo la moto en un apartadero, se apeó y buscó los impermeables en la mochila de Leigh. Luego ayudó a Leigh a ponerse la chaqueta y la mirada que intercambiaron casi derritió la cremallera de plástico.

Tras ponerse a toda prisa chaquetas y pantalones ligeros, siguieron su camino.

La lluvia y el viento eran cada vez más intensos y obligaron a Conn a reducir la marcha. Media hora después se detuvieron en una gasolinera-supermercado de carretera para beber algo y comprar provisiones.

Leigh se fijó en que Conn cogía pan y queso, y le preguntó:

—Conn, ¿adonde vamos exactamente?

Conn cogió un paquete de café.

—Tengo una casa por aquí.

—¿A qué distancia?

—No muy lejos. —Dejó los víveres sobre el mostrador.

«No muy lejos», pensó Leigh con tristeza. Estaba cansada. El dependiente, un adolescente, estuvo a punto de derribar un expositor cuando intentaba ayudarlas y las invitó a quedarse mientras durase el mal tiempo. Permanecieron dentro de la gasolinera. Engulleron los sándwiches que Conn había comprado, y Leigh aprovechó para ir al cuarto de baño, que resultó ser de lo más pintoresco, mientras Conn pagaba y guardaba todas las provisiones en el vehículo.

Cuando Conn oyó que se abría la puerta del baño, miró a Leigh, que estaba muy pálida, aunque sonreía. Se acercó a ella inmediatamente y la sujetó por el codo.

—¿Te encuentras bien?

—¿Hum? Sí. Sólo... necesito que me dé el viento y la lluvia en la cara.

Conn sonrió.

—Por eso no te preocupes.

Tres kilómetros más adelante empezó a llover de verdad. Conn apretó la mano de Leigh, recibió una respuesta y se concentró en la carretera. La furgoneta que las seguía estaba reduciendo distancia, así que Conn aceleró.

No era fácil conducir. Aunque la lluvia amainase, las carreteras eran estrechas y resbaladizas, y hacía viento; además, iban subiendo. En algunas zonas la niebla casi se las tragaba, y Conn procuró no hacer un mal movi- miento. Conocía muy bien las rocas y el mar de la escarpada costa del norte de California.

La furgoneta que las seguía aceleró y tomó algunas curvas a una velocidad que a Conn le pareció imprudente. Se le encogió el estómago y centró la atención al máximo. Apretó la mano de Leigh tres veces y la joven se pegó a ella.

Cuando Conn abordó un tramo especialmente peligroso de la carretera, con pronunciadas curvas de defectuoso peralte, ya no le cabía ninguna duda de que la furgoneta las perseguía. En lo alto de la colina, tras doblar otra curva cerrada y perder momentáneamente de vista al otro vehículo, aminoró la marcha para atravesar una resbaladiza rampa metálica para el ganado y giró de pronto a la derecha, hacia una carretera que se alejaba del mar; a continuación, aceleró a fondo para subir otra colina y desaparecer antes de que la furgoneta tomase la curva.

Cubrieron los cien metros en un tiempo récord e incluso saltaron por el aire un segundo, cuando, tras subir por la cuesta, iniciaron un lento y curvilíneo descenso. La potente motocicleta se afirmó en el terreno cubierto de fango y gravilla antes de detenerse con tal brusquedad que a punto estuvo de volcar. Conn consiguió controlar el vehículo y, sin apearse, lo empujó hasta un bosquecillo próximo y apagó el motor.

Puso el soporte de las ruedas, se desprendió de los brazos de Leigh y se apeó de un salto para recoger las provisiones que se habían caído al suelo. Luego volvió a montar en la moto y se preparó para ponerse en marcha si las encontraban. Esperaron. Pasaron cinco minutos. Nada. Poco después oyeron el rugido de un motor. Se trataba de una furgoneta plateada.

—Nos persiguen, ¿verdad? —preguntó Leigh sin aliento. Observaron cómo el vehículo tomaba una curva y Conn se quedó mirando el rastro que dejaba.

Se apartó de Leigh, tiró las provisiones que llevaban, se apeó otra vez de la moto, cogió la piedra más grande que encontró y la utilizó para romper la luz trasera del vehículo.

Leigh la miró, asombrada.

—¿Qué estás...?

Conn arrojó la piedra y volvió a la moto. Cuando la Ducati se encendió, le gritó a Leigh que se agarrase y regresaron a la carretera en el preciso instante en que la furgoneta doblaba la curva, volviendo por donde había ido antes. La lluvia y la niebla se intensificaron mientras

Conn mantenía la distancia con la furgoneta, hasta que llegaron a la carretera principal y se dirigieron al norte.

Leigh estaba pegada a Conn, mientras ésta inclinada hacia delante, conducía por la serpenteante y resbaladiza carretera, la carretera que conocía desde la niñez.

La furgoneta se apostó detrás de ellas varias veces; habían tenido que aminorar la marcha a causa de las cerradas curvas. Estaban ascendiendo de nuevo y Conn se fijó en que la niebla era cada vez más densa. De repente, oyó un estallido y el casco de Leigh chocó contra el suyo, lo que la obligó a desviar los ojos de la carretera durante un segundo. La moto cabeceó y resbaló, pero se enderezó, y Leigh aguantó firme.

Conn se adentró en la niebla, frenando todo lo que podía, y por pura memoria e instinto se inclinó hacia la derecha. Se desviaron; luego se recuperaron y doblaron la pronunciada curva casi por casualidad. Conn trató de reducir la velocidad, pero no lo hizo a tiempo, y la moto rugió en un terraplén y empezó a derrapar.

—¡Vamos! —gritó Conn y soltó el manillar, dejando que la fuerza centrífuga las hiciese caer del vehículo. Leigh se soltó y fue a parar al suelo, y Conn aterrizó a su lado. Oyó cómo la moto caía y el motor se apagaba y, luego, el ruido de la furgoneta. Como la moto no tenía luces de freno que denotasen su presencia, Conn rezó.

El motor aceleró al acercarse y los neumáticos chirriaron cuando la furgoneta se deslizó hacia el precipicio. La niebla se disipó momentáneamente, y Conn vio que el conductor intentaba controlar el vehículo a toda costa, pero patinó y volcó en la carretera, y se perdió de vista en cuanto la niebla se cerró de nuevo.

Durante un segundo reinó el silencio. Luego Conn oyó un lejano estampido, procedente del fondo del precipicio, y se derrumbó, jadeando. «Gracias.» Poco después se arrodilló y llamó:

—¿Leigh? ¡Leigh! ¿Dónde éstas? —No veía nada y estaba palpando el terreno cuando se lastimó la mano contra un objeto. Se quitó el casco y se agachó junto al cuerpo inerte de Leigh.

—¡Leigh! ¡Dios mío! ¡Háblame, cariño! ¡Di algo, por favor!

Leigh había perdido el casco. Conn le tocó con ansiedad las piernas, los brazos y el torso con cautela, buscando torceduras o sustancias pegajosas. Por último, le cogió la mano y se sentó en cuclillas.

—¿Leigh? Despierta, por favor. No me dejes. Te quiero. ¡Te quiero muchísimo! —Acarició la mano inmóvil de Leigh—. ¡Por favor!

La niebla se aclaró un poco y mejoró la visibilidad.

—Yo también te quiero.

Conn miró a Leigh a la cara.

—¿Qué?

La única respuesta que recibió fue una ligera presión en la mano.

—¿Estoy muerta?

—¿Leigh? ¿Puedes abrir los ojos?

—Sí. —Segundos después Leigh parpadeó y miró a Conn con una sonrisa.

—¿Logramos huir?

Conn, con los ojos empañados, acertó a decir:

—Sí, pero a la furgoneta no le fue tan bien como a nosotras en la última curva. Está en el fondo del precipicio.

—Me alegro. —Leigh intentó comprender las cosas y aclarar la cabeza.

—¿Leigh? ¿Puedes mover los pies? Un poco. Ahora mueve la otra mano. Aprieta. La cabeza, despacio. ¿Notas algo entumecido?

—No. —Leigh hizo ademán de incorporarse, apoyándose en Conn.

—¿Dónde está la moto?

Conn señaló el vehículo, que se hallaba tirado en el arcén de la carretera.

—Estás hecha un desastre. —Leigh observó a Conn—. ¿Te encuentras bien?

—Ahora sí. A ver si podemos salvar algo. Quédate aquí.

—Claro. —Leigh se apoyó en los codos y contempló cómo Conn descendía hasta la moto. «Me ama. Y yo la amo. Se lo he dicho y hablaba con el corazón.» Echó un vistazo a su alrededor, vio la mochila a varios metros de distancia y el casco un poco más allá. Se arrastró hasta allí y examinó los objetos.

Cuando oyó que Conn levantaba la moto, volvió el rostro hacia ella. Iba a comentar algo sobre su fuerza, pero en ese momento vio una enorme figura entre la bruma, que atravesaba la carretera en dirección a Conn. Leigh gritó:

—¡Detrás de ti! —Y la niebla se cerró ante ella—. ¡Conn! ¡Conn!

Oyó ruidos de lucha y se arrastró colina abajo. Rodó hasta el lugar de la refriega y vio a Conn y al hombre de la furgoneta en actitud amenazante. El hombre arremetió contra Conn y ésta le dio una patada en el estómago y lo derribó. El individuo se levantó y le asestó un golpe en un lado de la cabeza. Conn cayó y se quedó inmóvil, y Leigh se acercó a ella inmediatamente.

Alzó la vista y gritó:

—¡Cabrón!

El hombre le sonrió.

—Vaya, vaya, por fin solos.

Leigh se levantó y retrocedió, seguida por el individuo. Tenía que apartarlo de Conn y ganar tiempo. La joven interpuso la moto entre los dos y se movió de un lado a otro para esquivar los golpes.

Por la cara y el pecho del hombre corría la sangre que manaba de un corte en la cabeza, pero sólo tenía ojos para Leigh.

—Te hice... una promesa..Ven.

El hombre se acercó a ella y la sujetó por la muñeca. Leigh trató de soltarse, pero él sonreía, sin apartar los ojos de su presa. La joven lo abofeteó con todas sus fuerzas y, luego, lo golpeó en la herida que tenía en la cabeza. El hombre aulló, pero la agarró con más violencia. De repente, cedió, sorprendido. Aflojó la mano y Leigh se soltó. Luego, el tipo abrió la boca, dio un paso atrás, se tambaleó y se derrumbó sobre la moto.

Tenía un cuchillo de submarinismo clavado entre los hombros y hundido hasta la empuñadura. Conn estaba detrás de él, de rodillas, mirándolo.

Leigh corrió hacia ella para ayudarla a levantarse, pero tropezó con el cuerpo.

—¿Te encuentras bien? —preguntaron las dos al mismo tiempo.

Conn se limpió la cara y se levantó, apoyándose en el brazo de Leigh.

—Creo que está muerto. —A Leigh le daba miedo tocarlo.

Conn la cogió de la mano, fue hacia la moto y giró la cabeza del hombre, mientras Leigh contemplaba los ojos inertes.

—Sí, está muerto. Ayúdame a apartarlo de la moto —le pidió Conn. Lo ladearon y lo arrastraron hasta una zanja situada a escasos metros. Conn extrajo el cuchillo del cuerpo y lo limpió contra su ropa.

—¿Dónde están tus cosas? —preguntó, casi sin respiración™. Hay que comunicar esto.

—¿Y tu móvil?

—No sé si tiene amigos. Tenemos que salir de aquí.

Leigh cogió lo que encontró en la ladera y regresó junto a Conn, completamente aliviada.

—¿Cómo está el casco?

Leigh lo levantó y le enseñó el fragmento que faltaba.

—Tiene un impacto de bala, por eso tu cabeza chocó contra la mía.

Leigh lo miró, atónita.

—Me salvó la vida. —Y, dirigiéndose a Conn, dijo—: Me has salvado la vida.

—Conn la contempló en silencio y, luego, precisó:

—No, tú me has salvado la vida. Vamos.

Conn subió a la moto, cruzó los dedos y los levantó para que los viese Leigh.

—Esperemos que arranque. —La encendió varias veces, sin éxito. Tras hacer varios ajustes, sonrió astutamente—. Las motos nuevas tienen encendido eléctrico. El problema es que, si se apaga, se acabó. A ésta le puse un motor de arranque como medida de seguridad. Y, de ese modo, si la nena se estropea, puedo ponerla en marcha. Hay que prevenir. —Se irguió y arrancó con el pedal a la primera.

Leigh se situó detrás de Conn y, cuando se pusieron en marcha, miró por encima del hombro la zanja en la que habían arrojado el cuerpo.

Continuaron por la carretera de dos carriles durante otros veinte minutos. Los árboles y los campos en los que pacía el ganado, con el mar de fondo, componían una vista espectacular, pero Conn supuso que Leigh dedicaba toda su concentración a aguantar sobre la moto. Cuando se alejaron del mar y tomaron una estrecha carretera entre árboles, observó que de nuevo se cernían las nubes, pero se alegró de no ver ningún otro coche.

Leigh estaba callada y medio encogida cuando Conn aminoró la marcha y enfiló por un camino asfaltado. Conn apretó el botón de un mando a distancia que llevaba en la chaqueta y la puerta del garaje se abrió; entró con la moto y apagó el motor. La puerta se cerró inmediatamente y la luz automática proyectó una iluminación espectral a su alrededor.

Conn se apeó y encendió la luz del garaje. Abrió la puerta de atrás, se acercó al vestíbulo y comprobó el cuadro eléctrico que había en una pared. Marcó una serie de números y se oyó el zumbido de los aparatos al ponerse en funcionamiento.

Regresó al garaje, dejó el casco y los guantes sobre un banco de madera pegado a la pared y se fijó en que Leigh hacía esfuerzos por no caer de la moto.

—¡Eh! Calma. Te ayudaré.

Leigh casi se derrumbó en sus brazos.

Tras quitarle los guantes y el maltrecho casco, Conn la ayudó a apearse. La sujó por la cintura y la guió hasta el banco, donde Leigh se apoyó mientras Conn le quitaba la mochila empapada. A continuación, ambas se despojaron de los impermeables, que se hallaban rotos y manchados de barro, y los dejaron en el suelo.

Conn volvió a sujetar a Leigh por la cintura y la llevó al interior de la casa, en la que hacía calor, pues Conn había encendido la calefacción, el calentador y varios electrodomésticos por medio del ordenador, desde la casa del señor Odo. Pasaron ante una lavadora y una secadora, subieron unas escaleras y entraron en una pequeña cocina.

Conn sentó a Leigh en una silla y, luego, le quitó las botas y los calcetines. Había cogido una toalla al pasar por el lavadero y frotó con ella los pies de Leigh.

—Tenemos que dejar de vernos en estas circunstancias —murmuró Leigh.

—Coincido contigo. Siéntate derecha. Apóyate en la mesa si hace falta. —Conn puso la tetera al fuego y desapareció por otra puerta.

Conn intentó mantener a Leigh despierta mientras rebuscaba cosas en el cuarto de baño, pero, cuando volvió a la cocina, Leigh apenas se mantenía en pie.

Leigh suspiró.

—He intentado levantarme para ayudar, pero no puedo. Soy un pelele. —Le castañeteaban los dientes.

—Leigh, has sufrido mucho. Y has aguantado. Ahora estamos a salvo.

La tetera empezó a silbar, y Conn cogió unas bolsitas de té y un par de tazas y vertió el agua en su interior. Llevó las tazas a la mesa y se sentó al lado de Leigh.

—El baño casi está listo. Necesitas un remojón y ponerte ropa seca o nunca entrarás en calor. Bebe un poco de té y te ayudo. Buscaré algo seco para vestirte. ¿Puedes andar?

—¿Llamaste? —Conn sabía que Leigh estaba preocupada por el cuerpo que había quedado en el lugar del accidente.

—Sí. Di parte del... incidente. Ya se encargarán de él.

Leigh se levantó, temblando, y Conn la ayudó a cruzar una sala hasta un dormitorio y un gran cuarto de baño, con ventanas que daban al bosque y al mar. Junto a una ventana había una bañera llena de agua humeante. Leigh preguntó:

—¿Es una bañera de hidromasaje?

—Un jacuzzi japonés. Curará todos tus males, créeme.

Leigh olisqueó el aire con placer.

—¿Lavanda?

Conn asintió, con gesto tímido y retraído.

—Voy a encender la chimenea y te dejaré un poco de intimidad. El baño está listo. Baja esos escalones y siéntate en el banco que está dentro de la bañera. ¿Puedes hacerlo?

—Sí. Gracias, Conn, muchas gracias. —Leigh no parecía muy convencida, pero Conn no pensaba quedarse. Sería mejor que le explicase la situación a Leigh antes de profundizar en su relación. Tenía derecho a saberlo todo.

Conn salió del baño, pero no cerró la puerta, pues no estaba segura de que Leigh pudiese arreglárselas sola. Vio cómo se quitaba el jersey con gran trabajo y lo tiraba al suelo. Conn se hallaba ante un dilema: su conciencia le decía que se mantuviese al margen, pero se le hacía un nudo en el estómago al ver cómo se esforzaba Leigh por no pedir ayuda. Leigh intentó quitarse la camisa húmeda, pero le temblaban demasiado las manos. Tiró de los vaqueros sin conseguir que el tejido mojado se moviese, y acabó sollozando de frustración.

Conn no aguantó más y entró en el cuarto de baño.

—Hay que quitarte la ropa para que te metas en la bañera. Sin discusiones.

Procuró mostrarse eficiente y disimular su propio nerviosismo mientras le quitaba la camisa a Leigh. Luego se arrodilló y le bajó los pantalones. Cuando tiró de ellos, arrastró también la braga. Conn se levantó de repente y se ocupó del jacuzzi, para que Leigh no viese que se había puesto colorada. «No es momento de desearla. Está agotada.»

—Conn, necesito que me ayudes —dijo Leigh con voz débil, y a Conn se le ocurrió que podía taparla con mantas y abrazarla como en la cueva, pero se dio cuenta de que no serviría, pues Leigh tenía demasiado frío.

La ayudó a despojarse de la camiseta y la sujetó míen- tras bajaba los peldaños, pero Leigh estaba muy torpe y parecía a punto de echarse a llorar. Conn optó entonces por cogerla en brazos e introducirla en el jacuzzi lentamente. El gemido de placer y gratitud que emitió Leigh cuando el calor la envolvió excitó a Conn de arriba abajo.

Conn tropezó con la ropa mojada al salir de la bañera. Cuando salió del cuarto de baño, oyó que Leigh murmuraba:

—Y yo que pensé que la caballerosidad había muerto. ¡Oué lástima!

Leigh hizo otros ruiditos placenteros y se acomodó en la bañera. Los ruidos enervaron a Conn. Se apartó de la pared en la que se había apoyado, al otro lado del baño. Era hora de ponerse a trabajar o la «caballerosidad» moriría de lujuria.

Conn fue a buscar leña y encendió la chimenea de la sala, cogió las cosas de la moto, se quitó el traje de cuero y llenó la lavadora de ropa. Luego cogió unos pantalones para Leigh y se cambió. Activó el sistema de seguridad, comprobó el contenido del congelador y de las alacenas y, por último, se quedó en medio de la cocina, buscando desesperadamente algo que hacer para ocupar la mente. «Rubia natural. Oh, sí, claro que te has fijado. Tranquila, sé buena. Estás hecha polvo.»

Estaba tan distraída que tardó un poco en darse cuenta de que no se oía nada en el baño. Llamó a la puerta y, al no obtener respuesta, la abrió y vio a Leigh dormida casi bajo el agua. Se acercó a la aturdida joven y le habló.

Leigh abrió los ojos, sobresaltada, y en cuanto reconoció a Conn la abrazó por el cuello. Conn le correspondió, disfrutando del contacto.

Cuando Leigh la soltó finalmente, dijo:

—Eres maravillosa. ¿Me das una toalla?

Conn sonrió, aliviada. Leigh se encontraba bien. Cogió una toalla blanca de un armario y la ayudó a salir del jacuzzi.

Leigh se sentía calentita y cómoda, acurrucada en el sofá delante del fuego, con unos pantalones y unos gruesos calcetines blancos que habían salido de alguna parte. «Debo de tener una pinta horrible, pero ¡qué a gusto estoy!»

Oyó a Conn en la cocina y pensó en ayudarla, pero, antes de que hiciese acopio de energía, apareció Conn, un poco nerviosa, con una bandeja en la que había un par de cuencos de sopa y algo parecido a unos sándwiches congelados. Dejó la bandeja en la mesita que Leigh tenía delante y retrocedió; contempló la comida y se frotó las manos en los pantalones.

Leigh contempló primero la comida, luego a Conn, y otra vez la comida.

—¿Va a explotar?

—¿Qué...? Oh, no. No..., bueno..., hace bastante que no cocino.

Leigh estudió la bandeja.

—Hum, ¿qué clase de...?

—Tenía sopa, atún y pan congelado, así que he hecho... esto.

«¿Qué tenía de malo?»

Estaba pasado, frío y con demasiada mayonesa. Leigh le dedicó a Conn una brillante sonrisa e hincó el diente en el pan, alegrándose de estar tan hambrienta. «Tal vez con la sopa mejore.» Sabía que Conn no le quitaba ojo de encima, así que se llevó una cucharada de sopa tibia a la boca. Olía a sopa de pollo con fideos, pero estaba bastante fría y sabía a lata. Tomó otra cucharada y la dejó.

—¿Qué tal está?

—Oh, muy buena, es...

Conn se sentó de repente, le quitó el tazón de sopa, lo puso en la bandeja y cogió las manos de Leigh, mirándola a los ojos.

—Recuerda que nunca me has mentido.

Leigh respiró a fondo.

—Cierto. ¿Sabes una cosa? Me encuentro mucho mejor y creo que puedo arreglar esto. ¿Te parece bien?

Conn suspiró.

—Perfecto.

Leigh se levantó y cogió la bandeja, alentada por los dos bocados de aquella misteriosa comida.

—Aviva el fuego y relájate. Comeremos enseguida.

Conn se dedicó a cumplir con su parte del trato, mientras Leigh iba a la cocina.

Cuando volvió, la sopa humeaba y los sándwiches eran comestibles.

—¡Qué maravilla! ¿Qué has hecho para que todo sepa tan rico?

Leigh sonrió.

—Calenté la sopa un poco más, tosté el pan y añadí más atún. —Le encantaba el entusiasmo de Conn, aunque se dio cuenta de que seguramente obedecía a que siempre comía fuera o vivía a base de cereales.

Conn se apartó de la mesa y suspiró, satisfecha, mientras tomaba un sorbo de manzanilla y contemplaba a su invitada. Tras avivar el fuego, había puesto la mesa, utilizando unas velas de emergencia para darle un aspecto más bonito, y Leigh estaba preciosa en la penumbra. En sus ojos había matices índigo, y los ángulos de

sus mejillas, labios y mandíbula proyectaban sombras que resaltaban aquel efecto. Aunque estaba exhausta, Leigh seguía siendo deslumbrante.

Conn se sentía feliz compartiendo el mismo espacio con ella. El mundo exterior se le antojaba muy lejano.

Leigh permanecía callada, sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en una mano mientras removía la sopa con la cuchara.

—Eh, creo que estás en la inopia. Espabila. —Cuando cogió a Leigh de la mano y se dirigieron al dormitorio, Leigh protestó. Se quejó de que no podía dormir si no se lavaba antes los dientes, así que Conn la llevó al cuarto de baño.

—En cuanto estés lista para acostarte, métete ahí. —Señaló la cama de matrimonio que había en el dormitorio principal. Leigh le dedicó una mirada que la intimidó y se apresuró a añadir—: Voy a limpiar la cocina y, luego, me acostaré en el sofá.

Leigh iba a quejarse, pero Conn levantó la mano.

—Sea lo que sea lo que hay entre nosotras, quedará para mañana. Tenemos que hablar, porque debes saber quién soy. Si llegamos a algo juntas, quiero que lo hagas con los ojos abiertos y no por la puerta de atrás. Lávate los dientes, nena.

Le alborotó el pelo y se marchó, tras empujarla hacia el lavabo.

Leigh llenó de nuevo el jacuzzi japonés con agua caliente mientras se cepillaba los dientes. «Así. Muy bien.» Luego rebuscó en los cajones hasta que encontró lo que buscaba.

Cuando asomó la cabeza por la puerta del baño, vio a Conn sentada en el sofá, contemplando el fuego. «Es maravillosa.» El fuego arrancaba destellos rojos y dorados a los largos bucles caoba, llenándolos de vida. Los ojos de Conn reflejaban el cansancio del día, pero no había miedo en ellos. «Encantadora.»

Leigh tosió y se aclaró la garganta para arrancar a Conn de su ensimismamiento. Le sonrió y le hizo una seña con el dedo, y Conn se levantó y fue hacia ella.

—¿Necesitas algo?

A Leigh le llegó al alma la franqueza que transmitía su mirada. La cogió de la mano y la condujo hasta el baño. Las luces eran tenues y el agua de la bañera humeaba.

—Ahora te toca a ti. En la bañera. He encontrado lo que supongo que te pones para dormir. Está colgado detrás de la puerta. Cuando acabes, acuéstate en tu cama. Si no lo haces, me acostaré en el sofá contigo. Y no discutas. Hazlo.

—De acuerdo. Hum, ¿te importaría apagar el termostato? Está en el pasillo, a la derecha.

Cuando Leigh salió, oyó que Conn chapoteaba en la bañera y gemía de placer. Veinte minutos después, Conn vació la bañera.

Leigh sonrió cuando Conn dijo:

—Debo de ser un libro abierto.

«Acaba de ver la camiseta colgada en la puerta.»

Conn apagó la luz, se dirigió de puntillas a la cama y se acostó en silencio.

—Ven. —Leigh se movió para hacerle sitio en la parte caliente de la cama, se acurrucó contra el cuerpo de Conn y suspiró.

Leigh bostezó y se agitó un poco; luego cogió la mano de Conn y la puso bajo su pecho, encima del corazón, cubriéndola con su propia mano.

—Oue duermas bien.