Capítulo 22

—Doctora Stryker, coronel Cunningham, por favor, abróchense los cinturones —anunció el capitán—. Aterrizaremos en breve.

Conn llamó al auxiliar de vuelo y le dio indicaciones sobre la descarga del equipaje. Se había puesto un mono de cuero negro y había guardado otro equipo en un talego de lona negra.

Maggie, que la había estado observando, dijo:

—Me recuerdas a un animal enjaulado: un depredador agazapado, esperando que el desventurado cuidador abra la jaula para darle de comer. Y yo soy el cuidador.

Sonó el móvil de Maggie. Esta respondió, escuchó unos segundos y dijo:

—Era Jess. Fueron a la oficina de Cheney, y Georgia y él han desaparecido. Los están buscando. Clausuraron el lugar y mandaron a todo el mundo a casa. ¿Seguro que no quieres refuerzos?

—No, pero volveré a llamar. —Intentó comunicar con Leigh, sin conseguirlo. Luego se fijó en que tenía un mensaje.

Activó el buzón de voz y escuchó a Leigh: «He recibido tus mensajes. Gracias. Estoy deseando verte. Voy a dar una vuelta y después haré la cena. Tendré cuidado. Cuídate tú también». Parecía feliz. Feliz de que Conn fuese a verla. Conn sintió una opresión en el corazón, que desapareció cuando el avión descendió. Necesitaba centrarse.

Después de rodar por la pista una eternidad, el avión se detuvo y Conn salió en cuanto abrieron la escotilla, para supervisar la descarga de una motocicleta negra. Comprobó de nuevo el equipo que había guardado en el vehículo y el casco extra que se hallaba colocado sobre el asiento, y luego se dirigió a Maggie:

—¿Te ocuparás de coordinar esta parte con Jess?

—La llamaré enseguida. ¿Seguro que no quieres ayuda? Puedo llamar a la policía local para que vayan a esperarte.

—No. Les tengo aprecio, pero me temo que no serían más que otra fuente de preocupaciones. No puedo arriesgar más —dijo Conn muy seria—. Llamaré a las amigas de Jen, Susan y Lisa, si necesito ayuda. Y también está el señor Odo. Tal vez esa gente no haya encontrado a Leigh o no les interese. Ojalá.

Se puso el casco, retirando los largos rizos, le hizo una seña al guardia y empezó la gran carrera. Alzó la mano para despedirse de Maggie, cruzó la verja y desapareció en el crepúsculo.

Leigh apoyó las manos en las picudas rocas que asomaban sobre ella y se impulsó hasta el siguiente nivel.

—¿Dónde diablos estaba el sendero? Esto me pasa por no prestar atención. Oh, está allí. Tendré que aprendérmelo de memoria.

Por fin llegó a la empinada senda y se detuvo a contemplar la vista. Con los brazos en jarras, aspiró una profunda bocanada de aire marino.

—¡Yupi! —gritó con todas sus fuerzas. «Cualquiera pensaría que te vuelve loca de alegría arruinar tu perfecta vida y estar a punto de que te maten. Pues no.» Sonrió.

Trepó con cuidado por el camino que subía hasta la casa y se volvió a contemplar de nuevo el mar y los reflejos anaranjados que formaba el sol del crepúsculo en el agua. Mientras las gaviotas revoloteaban a su alrededor, reanudó la marcha y su mente rememoró los acontecimientos de las horas anteriores. Lo que había empezado siendo una mañana deprimente se había convertido en una tarde llena de emociones y expectativas. «La vida da muchas vueltas, ¿verdad?»

—¡Vaya! “Tropezó y se lastimó el muslo en una roca saliente. «¡Presta atención! Al menos hasta que llegues arriba.»

Tendría que apresurarse para preparar la casa antes de que oscureciese. Conn llegaba por la noche. Su mensaje sonaba urgente. «Hasta que te vea, ten cuidado.»

¿Oué ocurría? Desde que Jen se había ido a París, los acontecimientos se habían precipitado. El peligro se palpaba en el aire. Sólo quería que Conn llegase bien; el resto lo afrontarían juntas. Pero sabía qué era lo primero que haría cuando viese a Conn. Bueno, tal vez lo segundo. Primero, quería perderse entre sus brazos. Y, a continuación, debía disculparse. Conn tenía razón: copiar

el disco duro de Peter había sido un riesgo estúpido. Pero lo había conseguido y Conn no tardaría en reunirse con ella. Estaba emocionada.

Leigh se animó en la parte final del recorrido. La ascensión era más fácil Unos metros más y estaría en el borde de la finca. Cuando descendió a la playa, le pareció un trayecto muy empinado y de gran dificultad. La familiaridad y la mejora de su forma física convertían aquella experiencia en un lejano recuerdo.

Estaba anocheciendo: era uno de sus momentos favoritos del día, por el despliegue de actividad que se vivía en el jardín. Los pájaros visitaban por última vez los comederos, para llenar sus minúsculos estómagos antes de la noche, y a Leigh le encantaba verlos revolotear a su alrededor.

Se detuvo en medio de la parte de atrás del jardín. Ocurría algo raro. Permaneció quieta y agudizó los sentidos, como le había enseñado el señor Odo. «Céntrate.»

Todo parecía en orden. Tranquilo. Demasiado tranquilo. ¿Qué faltaba?

Los pájaros. ¿Dónde estaban?

La quietud envolvía el jardín. Ni gorjeos ni aleteos. Silencio. A Leigh se le erizaron los pelos de la nuca. De pronto, se puso alerta. «Ten cuidado.» Las palabras de Conn resonaron en su mente.

Recorrió el jardín con la vista, procurando no alterar la respiración para poder escuchar. Gran parte del jardín se hallaba en sombras. Se dio cuenta de que su silueta resultaba visible, porque el océano era el único lugar en el que aún había luz. Si había alguien, Leigh no quería que se notase que estaba en guardia, así que se movió hacia la izquierda, donde había unos árboles y arbustos crecidos, y fingió que recogía cosas, como si estuviese retirando las herramientas antes de que fuese de noche. En realidad, estaba buscando un arma. Temblaba de arriba abajo. «¡Domínate, Leigh! Cálmate y piensa. Puedes hacerlo.» Su cuerpo recordó la última vez que había sufrido una amenaza... y quién la había amenazado.

En cuanto estuvo junto al denso follaje, se agachó. Si había alguien mirando, en ese momento la perdería de vista. Se escabulló siguiendo el perímetro del jardín, casi pegada al suelo, y se dirigió hacia la casa, donde sólo estaba encendida la luz de la cocina. Las luces automáticas que se encendían en el jardín y en la casa al anochecer no funcionaban.

Cuando llegó a la casa, se detuvo, para decidir qué debía hacer a continuación. Entonces la oyó. Una pisada detrás de ella. Quiso correr, pero alguien la sujetó por la espalda y la levantó, retorciéndole brutalmente un brazo y rodeándole el cuello con una manaza, sin dejar de estrujarla. Sus pies perdieron el contacto con el suelo, pero el hombre siguió levantándola, y percibió su apestoso aliento junto al oído.

—Te dije que volveríamos a vernos, hija de puta. Esta vez voy a hacer lo que me apetezca contigo. Y no hay nadie por aquí, ninguna maldita amazona que te salve el pellejo.

La soltó lo justo para poder arrastrarla hasta la terraza de atrás, lejos de la cocina, donde se movían varias sombras. Leigh sabía que no debía entrar en la casa, porque no saldría viva. Luchó, pero sólo consiguió que el hombre la estrujase más y que le retorciese de nuevo el brazo tras la espalda. Estaba a punto de desmayarse.

Entonces vio una sombra blanquinegra en la barandilla de la terraza. Tippy. Leigh se derrumbó en los brazos del hombre, convirtiéndose en un peso muerto. El tipo profirió un taco y cedió un poco; Leigh inclinó la cabeza

hacia delante y, en ese momento, Tippy saltó desde la barandilla y aterrizó sobre los hombros del individuo, gruñendo y siseando.

El hombre gritó y la soltó para apartar al agresivo felino de su cara. Leigh cayó al suelo y se escabulló gateando a toda prisa. Los siseos continuaron unos segundos, hasta que oyó un pesado golpe, cuando el sujeto arrojó a Tippy al suelo. Leigh apenas distinguió una forma que se escurría entre la maleza y desaparecía.

La joven consiguió levantarse y esconderse en las sombras, mientras el hombre maldecía y se palpaba el rostro. La puerta se abrió de golpe y salieron otros dos hombres, que se movieron entre ella y el sendero de la playa. El primer hombre gritaba algo sobre sus ojos y Leigh vio un chorro oscuro que corría por sus manos y su cara.

A Leigh le dolían el brazo y el hombro. Se valió de la mano sana para sostener el brazo lastimado contra el cuerpo, se deslizó por el jardín y, al llegar junto a la casita, dudó y contempló el escenario unos segundos. Habían llevado al hombre a la casa, pero sabía que no tardarían en salir a buscarla. Dio unos pasos y tropezó con una pala de jardinería de apenas un metro. La cogió y la levantó.

Leigh pensó en cruzar el jardín e ir hasta el sendero, puesto que los hombres no lo conocían y ella sí. Tendría más oportunidades en la playa. Se levantó y corrió. Cuando había recorrido diez pasos, la puerta se abrió de golpe, salieron los hombres y empezaron a barrer el lugar con linternas. Las luces aterrizaron sobre ella y oyó gritos, mientras sus perseguidores corrían.

Leigh zigzagueó, saltó sobre el avispero y aceleró el paso. Cuando llegó al borde del camino, sintió algo sobre la cabeza. Se detuvo, plantó los pies en el suelo y se agachó. Un hombre voló sobre ella y aterrizó entre las rocas, varios metros más abajo, jurando y gritando. El otro, que lo seguía y había visto lo que acababa de ocurrir, aminoró la marcha, maldijo a Leigh y empezó a pegar puñetazos al aire.

—¿Qué mierda? ¡Ay! ¡Eh! —No paraba de agitar los brazos, lo cual azuzaba la agresividad de las avispas, pero seguía persiguiendo a Leigh. Ésta se hizo a un lado cuando el hombre se acercó, le pegó con la pala en el rostro y lo derribó. El hombre yacía inmóvil entre furiosos zumbidos de avispas. Leigh corrió hacia el sendero y descendió a toda prisa.

Tras unos minutos, se detuvo a escuchar. El hombre que había caído en las rocas seguía luchando por levantarse, pero no se oía nada del otro. Leigh comprobó el brazo y el hombro. Le dolían, aunque no estaban rotos. Necesitaba las dos manos para bajar hasta la playa. Intentó controlar la respiración para que funcionasen mejor sus sentidos.

Se había adaptado a la oscuridad gracias a la luna creciente. La niebla aún tardaría en bajar, así que tenía que moverse antes de que los hombres se reagrupasen. Descendió en silencio y con cuidado, contenta de conocer bien el terreno. Si chocaba con algo o tropezaba, no emitía el menor sonido.

De repente, oyó gritos y vio ráfagas de linterna barriendo las rocas. Se agachó detrás de un pedrusco, esperó y oyó una serie de chasquidos cerca del sendero. Aceleró la marcha y movió algunas rocas para interrumpir el paso de los hombres; cuando llegó al final del sendero, empezó a correr por la playa. Estaba muy oscuro, tanto que daba miedo, pero no aminoró la marcha, apremiada por los gritos y los silbidos que oía tras ella. Los hombres se estaban acercando y parecían muy cabreados.

Intentó mantener la mente despejada. Estaba en la playa y se dirigía al afloramiento rocoso sobre el que se asentaba la casa. El terror le oprimió el pecho y empezó a extenderse por su cuerpo, desanimándola. Corría hacia un callejón sin salida. Le había parecido una buena idea arriba, pero...

—¡Oh, Dios! ¿Dónde... dónde... dónde? —Aceleró el paso. «Supongo que hace una buena noche para darse un baño.» Pero eso la llevaría a la muerte. Era el océano Pacífico, sí, pero la parte norte, donde incluso los surñs- tas utilizaban trajes de neopreno. A lo cual había que añadir las olas que batían contra las rocas y visiones de tiburones que la devoraban. Tropezó y cayó. Casi gritó de dolor a causa del hombro y se cortó las manos con las conchas de la playa. Se levantó y se dirigió al acantilado, sin perder de vista las enormes rocas tras las que podía esconderse.

Reinaba una oscuridad casi absoluta. El ruido de las olas que rompían en la playa se atenuó cuando se acercó al acantilado. Había aminorado el paso para recuperar el aliento cuando, de pronto, alguien la agarró y la arrastró detrás de una piedra.