Capítulo 16

El viernes Jen ayudó a Leigh a llevar sus cosas a la casa y, luego, le sugirió un recorrido por la finca y un paseo hasta la playa. Tras preparar una mochila con la merienda y agua, se pusieron unos viejos sombreros y se dirigieron a los acantilados.

La parte de la propiedad que daba al océano estaba mucho menos cuidada que la parte delantera. La hierba crecía a su aire, los senderos apenas se distinguían y costaba trabajo abrirse paso.

Jen, que iba delante, se volvió y gritó:

—¡Alto! ¡Un avispero!

Leigh se detuvo con el pie derecho en el aire hasta que Jen la cogió por el brazo y la apartó del avispero. Ya a cierta distancia, Jen dijo:

—Lo descubrí hace poco. Esas pesadas espantan a los pájaros cuando van a los comederos y atacan al pobre Tippy cuando quiere tomar el sol. Tengo que encontrar la forma de destruirlas sin envenenar el entorno y debo hacerlo después de que vuelvan al nido al anochecer o de que lo abandonen por la mañana. Hasta entonces, evitémoslas.

Leigh aseguró que el lugar le había quedado grabado en la mente, y continuaron por los acantilados. Cuando llegaron al borde, Leigh se asomó sobre lo que parecía una caída vertical de varios cientos de metros hasta el mar. La vista era magnífica, pero la idea de descender le puso la carne de gallina. Jen le leyó el pensamiento.

—¿Te echas atrás?

—Pues casi. Es demasiado empinado para mí. —A Leigh le sudaban los pies y le costaba respirar.

Jen le aseguró que no la dejaría caer y que valía la pena asumir el riesgo. Leigh, que no quería parecer ñoña, esbozó una sonrisa y dijo:

—Bueno, no duele, no duele nada.

Había una especie de sendero y los puntos de apoyo que le indicó Jen eran firmes. Resbaló unas cuantas veces, pero lo peor eran las raquíticas plantas que crecían entre las rocas y a las que Leigh se agarraba para no perder el equilibrio. En general, le pareció todo un logro llegar abajo entera.

Jen sonrió.

—Conn estaría impresionada.

Leigh se dio cuenta de que había sonreído como una idiota al oír el elogio, pero no pudo evitarlo.

Tras el angustioso descenso, caminaron por la playa, en la que se mezclaban rocas y arena. La marea estaba baja, así que tenían mucho espacio para explorar. Frente a la playa había unas enormes rocas contra las que rompían las olas con tanta fuerza y espectacularidad que Leigh se detuvo a contemplarlas.

—¡Es maravilloso! —Reparó en que Jen estaba demasiado lejos para oírla, pero no le importó.

Caminaron entre las rocas, saltando sobre arroyuelos formados por la marea, que desembocaban en el océano, y esquivando las gigantescas algas arrastradas por el mar. Encontraron un lugar relativamente despejado para merendar y la conversación derivó inevitablemente hacia Conn. Leigh no se perdió ni una palabra.

—Conn se pasaba horas aquí sola. En realidad, fue así como aprendí de memoria los acantilados y la playa, de noche. —Jen contempló el océano—. Me daba un miedo atroz. Un verano fui a la ciudad a recoger a Marina en el aeropuerto. Conn tenía quince años y decidió quedarse sola. No le di importancia. Conn conocía a todos los vecinos y me había ayudado a construir la casa. Dijo que prepararía la comida. Todo estaba planeado.

—¿Conn sabe cocinar?

Los ojos de Jen casi resplandecieron.

—Ahora no sé. Seguramente hace años que no practica. En aquella época cocinaba la pasta muy bien. —Jen volvió a mirar el océano—. Cuando Marina y yo llegamos, Conn no estaba en ninguna parte. AI principio pensamos que quería tomarnos el pelo. Pero, cuando anocheció, registramos el lugar. No había preparado la cena y no encontramos sus botas de senderismo ni su mochila. La llamamos a gritos en los acantilados, pero el ruido de las olas ahogó nuestras voces. —Jen se perdió en los recuerdos—. Marina sugirió que cogiésemos unas linternas y fuésemos hasta el borde del precipicio. Tal vez viésemos algo o, si estaba allí, nos haría señales con su linterna. Siempre la llevaba en la mochila. Ya sabes, una linterna pequeña.

»Fuimos al borde del acantilado, gritamos, escuchamos y proyectamos ráfagas de luz. Estábamos tan nerviosas que lo que hacíamos era gritarnos la una a la otra. Nada. Le dije a Marina que no utilizase la linterna e hice lo mismo. Permanecimos en la oscuridad, escuchando y vigilando. —Leigh se inclinó, completamente absorta en la historia—. De pronto, Marina dijo: «¡Allí!». Sí, había una lucecita que parpadeaba. Encendimos las linternas para ver de qué se trataba, pero la lucecita se perdió entre los destellos de nuestras luces. Cuando la volvimos a ver, nos dirigimos hacia ella en la oscuridad.

Jen se volvió hacia Leigh.

—Créeme si te digo que haces cualquier cosa cuando quieres a una persona. Marina y yo descendimos por mero instinto, buscando aquella luz. Al acercarnos, empezamos a gritar y oímos que nos respondía. Cuando al fin llegamos hasta ella, descubrimos que se había caído, se había roto un brazo y tenía un tobillo encajado entre dos rocas. La liberamos, pero estaba conmocionada. Entre las dos la ayudamos a subir por el acantilado. A los quince años Conn era tan alta como ahora y no colaboraba, porque estaba fuera de sí. De vez en cuando encendíamos la linterna de Marina para orientarnos, pero nada más. Tardamos una eternidad en volver a la casa e incluso tuvimos que arrastrarnos.

Leigh estaba embelesada. Comprendió entonces que ella habría hecho lo mismo por Conn. En cualquier momento y en cualquier lugar. Y comprenderlo la sorprendió. No la conocía tanto como para tener una certeza tan arraigada. Pero, con explicación o sin ella, así era.

Jen se rió.

—Aquella noche no cenamos. Entre el servicio de urgencias y el agotamiento emocional, cuando llegamos a casa nos fuimos directas a la cama. ¡Vaya nochecita! Lo esencial fue que, a partir de entonces, le perdimos el miedo a los acantilados. Tú vas por el mismo camino. Sólo tienes que perseverar.

—Mi vida es muy sosa en comparación con vuestras aventuras —afirmó Leigh—. Me protegieron mucho de niña. Lo más peligroso que hice fue quitarme de encima a los fotógrafos demasiado entusiastas.

—No te restes méritos, Leigh. Conn me contó que te habías pagado la carrera, que te marchaste de casa para estudiar en la universidad y que, luego, te buscaste la vida en California. Eso no lo hace una persona cobarde. Y te has enfrentado a los últimos acontecimientos con mucho valor. Te admiro.

—¿En serio? No lo había pensado desde ese punto de vista. Lo que acabas de decir significa mucho para mí, sobre todo viniendo de alguien como tú. Gracias.

Jen le dio una palmada en el hombro y dijo:

—A partir de ahora, piénsalo.

Esa noche, después de cenar, Jen y Leigh se sentaron frente a la chimenea. Tippy se acomodó en el regazo familiar de Leigh, como si pensase pasar allí el resto de la velada, tan feliz.

Leigh permanecía en silencio.

—¿Qué quieres saber? —preguntó Jen.

Leigh se sorprendió, pero enseguida se sintió aliviada y, en parte, decepcionada por la facilidad con que Jen le había adivinado el pensamiento. Tomó aliento y se acodó en el sillón, apoyando la cabeza en la mano.

—O tienes el don de leer los pensamientos o yo soy más simple de lo que creía.

—Tal vez sólo sea en este caso en concreto. Adelante. Te responderé si puedo.

—Gracias. Me preguntaba por qué Conn pasa aquí todos los veranos.

—En realidad, empezó cuando tenía once años. Yo... estuve fuera algún tiempo.

El rostro de Jen reflejó un dolor palpable.

—Oh, Jen. No creí que la pregunta invadiese tu intimidad. Discúlpame. Soy demasiado...

Jen alzó la mano.

—No pasa nada. Es una parte de mi vida de la que no suelo hablar. Ha transcurrido mucho tiempo. —Suspiró—. Me escapé. Estaba casada y huí de mi marido y del matrimonio. Es una larga historia, pero se resume en que perdí el contacto durante cinco años. Cuando por fin llamé a mi hermano, me ayudó a conseguir el divorcio. En realidad, mi ex se había vuelto a casar, así que resultó muy fácil.

Leigh no sabía qué decir.

A Jen le brillaban los ojos.

—Sólo lamento una cosa de esa época, no haber estado con mi sobrina Constantina.

Se miró las manos y continuó:

—Durante el tiempo que permanecí ausente, la esposa de mi hermano, una persona desequilibrada, empezó a beber en exceso. Conn era sólo una niña, pero estábamos muy unidas. No le habría reprochado que no quisiese volver a verme, pero, en cuanto se enteró de mi reaparición, empezamos a escribirnos y a llamarnos casi todos los días. Me sentía como si le estuviese lanzando un salvavidas a una criatura que se está ahogando. Dios mío, tan pequeña e indefensa.

A Jen se le llenaron los ojos de lágrimas, y Leigh sintió un nudo en la garganta al pensar en lo mucho que había sufrido Conn. Jen hizo una breve pausa y, luego, continuó:

—Conn es de una ciudad pequeña y siempre fue más alta e inteligente que sus compañeros. Por algunas cosas que me contó, creo que no podía arriesgarse a llevar amigos a casa. Su padre, mi hermano, decía que, cuando su mujer bebía, se volvía muy grosera y, bueno, ya te haces a la idea. Mi hermano hacía lo que podía, pero tenía que viajar a causa de su trabajo. Conn se quedaba sola. En cuanto recuperamos el contacto, le pedí que pasase el verano conmigo, y el resto ya es historia.

El fuego crepitó y Tippy se acomodó en el regazo de Leigh.

—Vaya. Ojalá la hubiese conocido entonces. Nos habríamos hecho amigas.

—No importa. Ahora sois amigas, y es el momento ideal.

Leigh abrió los ojos antes del amanecer. Se levantó medio dormida y fue a la cocina para preparar café y dar de comer al insistente gato. Luego se duchó. Cuando Jen dijo que tenía que hacer unos recados, Leigh le preguntó si podía acompañarla, a lo que Jen accedió muy contenta.

Después de la excursión, cuando estaban entrando en la casa sonó el teléfono. Jen dejó las bolsas sobre la mesa de la cocina y cogió el auricular.

—Hola, Conn, me extrañaba que no llamases. —Habló en tono irónico—. Oh, estoy perfectamente. Gracias por tu interés. ¿Qué? ¿No te interesa? ¿Quieres hablar con Leigh? Debe de andar por ahí. ¡Oh! ¡Aquí está! Detrás de mí. ¿Te la paso? ¿Cómo? No te oigo. ¡Bueno, Bueno! ¡Caray, qué mal genio! Te la paso. —Le dio el inalámbrico a Leigh, riéndose y señalando el salón, donde tendría más intimidad.

A Leigh se le aceleró el pulso cuando oyó el teléfono.

AI ver que se trataba de Conn y que preguntaba por ella, estuvo a punto de lanzar un grito de alegría. «Contrólate. Leigh, eres un bicho raro. Al fin y al cabo, sólo es una llamada de una amiga.»

Se acercó a la ventana del salón, contempló el océano y vio los ojos de Conn antes de oír su voz.

—Hola, forastera. ¿Qué tal en Washington? —Fue lo único que se le ocurrió.

—Hola, ¿disfrutando del fin de semana? —Leigh percibió la sonrisa de Conn.

—¡Sí! Jen y yo bajamos por el acantilado para merendar en la playa y conseguí no romperme ningún hueso. Hoy hemos ido al pueblo a desayunar y Jen me ha presentado a un montón de amigas. Me he enterado de algunas cosas sobre ti, pequeña. Si se las contase a tus colegas, tendrían una nueva imagen de ti. ¡Menudo diablillo!

—No hables con nadie de esas cosas. ¿Me lo prometes? —La voz de Conn sonaba muy seria.

—De acuerdo, Conn. Estaba bromeando. Nunca contaría nada de ti a nadie sin tu permiso. Te lo prometo. —Le dolió la reprimenda.

Conn se quedó callada unos segundos. Cuando habló, su voz había recuperado el tono cariñoso y parecía arrepentida.

—Lo siento, no quería saltarte al cuello. A decir verdad, prefiero que mis colegas no sepan gran cosa. Resulta más fácil. —Se aclaró la garganta—. ¿Me guardarás el secreto?

Leigh percibió la disculpa que subyacía tras la pregunta.

—Claro que sí. Comprendo tu prudencia, créeme. Tiendo a pecar de todo lo contrario y no me ha beneficiado en absoluto.

—Leigh, no cambies. Eres maravillosa así... Me refiero a que, hum, admiro tu franqueza.

Si Leigh hubiese podido levitar, lo habría hecho. Buscó algo que decir para prolongar el momento.

—Yo tampoco quiero que tú cambies. No... se lo contaré a nadie. —Se puso colorada e intentó pensar en algo para llenar aquel incómodo silencio.

—No he tenido suerte en la oficina con la investigación de los secuaces de Peter, Conn. La gente sabe lo que Peter ha contado de ellos y, en esencia, se ha dedicado a ponerlos por las nubes. No creo que nadie sepa ni tan siquiera que existe el comité. No figura en los documentos legales ni públicos de la empresa. Por lo que he visto, no existe una relación formal. ¿Has tenido más suerte?

—Sí y no. Esos tipos manejan fondos que han tenido éxito recientemente, como hace Peter. Pero no se salen de lo normal. Están en la cima del mercado alcista. Y supongo que se encuentran tan enganchados como el propio Peter. Salvo uno, todos están limpios. ¿Adivina quién?

—Dieter. El número uno en el ranking de tipos espeluznantes. —Leigh no tuvo que esforzarse mucho. Se le ponía la carne de gallina con sólo mencionar el nombre.

—Buena intuición. A título confidencial, Dieter ya mereció la atención de la Comisión del Mercado de Valores con anterioridad. Mi software se utiliza en otros países, y lo localizaron en Alemania e Inglaterra. Supongo que hay algo muy grande en juego y no me gusta nada cómo huele.

Leigh oyó los golpecitos de un lápiz al otro lado de la línea.

Conn se aclaró la garganta.

—Escucha, quiero que abandones tu apartamento inmediatamente y te vayas a vivir con Jen. Por varias razones, su casa no es fácil de encontrar ni de vigilar.

Leigh meditó antes de responder.

—En realidad, yo...

—A Jen le encantaría tenerte en su casa. Tanto a Jen como a Marina. Y a todas nos preocupa tu seguridad.

—Pero el trayecto al trabajo sería...

—Quiero que lo dejes.

—No puedo...

—Por favor. Tendrás tiempo para decidir qué quieres hacer mientras estás en Bolinas.

—Pero mis dientas...

—Sé lo que piensas, Leigh. Haré lo que pueda por proteger su dinero. No puedo decir más. Tu seguridad es más importante.

—No quiero que sepan adonde me traslado, Conn. —A Leigh se le encogió el estómago.

—No se lo cuentes. Tienes una plaza de garaje subterránea. Guarda las cosas en cajas o en varias bolsas y mételas en el maletero. Haz varios viajes. Conecta el buzón de voz del teléfono de tu casa con el de la empresa. No comuniques nada con antelación. Y no hables de Jen ni de mí. Debemos asumir que algunas personas conocen nuestra relación. Al menos desde la otra noche.

Conn hizo una pausa y, luego, añadió:

—Si Georgia Johnson se dedica a curiosear y descubre mi campo de trabajo, se dispararían todas las alarmas. Francamente, sería más seguro que pensasen que somos amantes y no que te relacionen con mi trabajo. Si alguien te comenta algo, dale largas y hazte la tonta. Mantengamos la discreción hasta que sepamos algo más. ¿Cuándo puedes dejarlo?

—Espera un momento y demos marcha atrás. ¿Estás diciendo que no te importa que la gente se dedique a comentar que eres lesbiana y yo también?

—No me importa en absoluto. Y menos si es... contigo. —Una pausa—. Me refiero a que no quiero que averigüen que trabajamos juntas y, si hay que pasar por eso, ¿qué más da? Además, los rumores ya circulan. Supongo que te preocupa la parte que te toca, ¿no?

Leigh lo pensó un momento.

—Buena pregunta. Por algún motivo, no, no me preocupa. ¡Ja! ¡Nada de nada! Cuando se lo cuente a Pat...

—Leigh, de momento habla sólo con Pat y a través del teléfono seguro. Mejor que los demás crean lo que les apetezca. Supongamos que te vigilan. Ya los sacarás de su error más tarde.

Leigh preguntó en tono ligero:

—Dime, querida amante, ¿cuándo te veré?

El comentario provocó una risa nerviosa al otro lado de la línea.

—Espero que pronto, pero tengo un proyecto entre manos que requiere mi atención. Sigue con Jen, y quiero que me llames todos los días. Llámame antes de acostarte, para que sepa que te encuentras a salvo y para que nos pongamos al día. Otra cosa, Leigh.

—Sí, Constantina. —Leigh se sorprendió al oír su propia voz, tenue y seductora.

—Yo..., en fin, ten cuidado.