Los castillos de Olite y Monzón

EL castillo de Olite existía ya en el siglo XIII, pero fueron las reformas y ampliaciones llevadas a cabo por Carlos III el Noble, quien en el siglo XV convirtió la ciudad en sede de la refinada corte Navarra, las que conformaron su apariencia más característica. Se trata de un espléndido palacio gótico, de planta muy irregular y claramente influido por los modelos franceses. El Castillo de Monzón (Huesca), una de las más importantes plazas de Aragón durante la Edad Media y sede habitual de las Cortes del reino, es una fortaleza templaria que data del siglo XII. En ella se educó Jaime I el Conquistador, bajo la tutela de Guillermo de Camprodón, maestre del Temple, y en ella se hicieron fuertes los templarios de Monzón cuando fue decretada la disolución de la orden, antes de ser derrotados por Jaime II en 1309.

Alfonso I de Aragón el Batallador

El fundamento de los reinos cristianos del norte hispánico era la posesión de territorios. Alfonso I de Aragón, militar más que político, duplicó su patrimonio en el valle del Ebro. Los cuatro puntos cardinales fueron testigos de sus empresas guerreras: con Castilla, con los reinos musulmanes, con el conde de Barcelona y con el sur francés. Sus guías políticas, Dios y las armas —las órdenes militares—, se vieron favorecidas en sus últimas disposiciones testamentarias.

El rey Pedro I de Aragón y Navarra (¿1068?-1104) había pasado por ser uno de los grandes monarcas cristianos: llevó a cabo una intensa campaña bélica contra los territorios del sur, adquiriendo para la corona las importantes ciudades de Zaragoza y Barbastro. De su matrimonio con Inés de Aquitania nacieron Pedro e Isabel, pero ambos murieron pronto y el reino quedó sin sucesión directa. Aragón pasó entonces a su hermanastro Alfonso, tercer hijo de Sancho V Ramírez. Este monarca había tenido un hijo anterior, Fernando, de su segundo matrimonio con Felicia de Roucy, de rancio abolengo europeo, pero Fernando murió pronto y por esta razón la herencia recaía en Alfonso. Después de Alfonso, Felicia dio un nuevo vástago a la corona: Ramiro, que habría de reinar mucho tiempo después con el nombre de Ramiro II el Monje.

Matrimonio, guerra y Dios

Eran los tiempos en que la política se hacía con escudos espadas o con uniones matrimoniales que raras veces impedían la conflagración bélica. Además dos aspectos eran determinantes: la posibilidad de repoblar ciudades conquistadas, haciendo así más factible una incorporación definitiva, y la necesidad de proteger los núcleos religiosos, verdaderos ordenadores del régimen social y cultural de la época. El sistema de vasallaje —aunque hubiera nobles y guerreros independientes o mercenarios— era una representación terrenal de la organización piramidal teocéntrica que propagaban las órdenes religiosas y militares. Estos aspectos serán claves durante el reinado de Alfonso I de Aragón y Navarra (o Pamplona, más propiamente). El rey Alfonso VI de León y Castilla —o tal vez la nobleza castellana— aconsejó a su hija Urraca el matrimonio con Alfonso I de Aragón. Parecía imprescindible mantener una sólida alianza con el poderoso reino oriental y tratar de contrarrestar unidos la amenaza almorávide, que empezaba a hacer estragos. Urraca había estado casada con Raimundo de Borgoña y con él había tenido un hijo, Alfonso; Raimundo había muerto y, si Urraca y el rey aragonés se casaban, era necesario precisar que la herencia de León y Castilla no pasaría a los hijos del nuevo matrimonio, sino que quedaría en manos del joven Alfonso [VII], como así fue. De todos modos, la alianza de Aragón y Castilla no facilitaba la unión de ambos reinos: Urraca fue reina de Castilla, y Alfonso I, rey de Aragón.

Aunque los términos jurídicos del casamiento estaban ordenados, el matrimonio fue un desastre: en principio, hubo núcleos, poblaciones e incluso grandes territorios, como Galicia, que se mostraron hostiles a esta alianza, y hubo de acudirse a las armas. La clerecía castellana estaba en contra del acuerdo, hasta el punto de excomulgar a los reyes mientras durase la unión. Los problemas políticos —y el carácter de los cónyuges— envenenaron el matrimonio. Finalmente, Alfonso hizo encerrar a su esposa en una fortaleza y puso a sus soldados en las plazas de Castilla. Los enfrentamientos se suceden; llegan a intervenir Enrique de Borgoña, asediando a Alfonso en el sitio de Peñafiel, en el corazón de Castilla. La lucha abierta con Aragón se muestra en toda su crudeza: la reina ataca a su marido en Carrión, Alfonso asola Tierra De Campos, los gallegos avanzan contra el aragonés en Burgos... Antes de 1115, la separación era definitiva, aunque Alfonso siguió utilizando ficticiamente el título de rey de Castilla.

Los conflictos matrimoniales —políticos, en realidad, y bélicos: se luchaba hasta la extenuación por la propiedad de villas y vasallos, fuentes primordiales de ingresos— apartaron a Alfonso I de su tarea expansionista y se perdieron algunas plazas del sur aragonés. A partir de 1117, Alfonso emprende la recuperación de territorios. El rey contaba con el apoyo de templarios y hospitalarios, y piensa en una cruzada aragonesa hacia Jerusalén. Toda la tarea expansionista de Alfonso I el Batallador estuvo impregnada del sentimiento cruzado, con los beneficios propios de una declaración formal (Concilio de Toulouse, 1118). El primer paso es abrir camino hasta Zaragoza, junto a los francos de Gastón de Bearne, vasallo suyo. En los años siguientes se conquistan las áreas del Moncayo y Tarazona (1119). Las cuencas del jalón y del Jiloca caen en la década inmediata, junto a la serranía de Cuenca, y desarrolla una espectacular incursión en al-Ándalus. Trató incluso de hacerse con la plaza de Lérida, pero el conde de Barcelona (Ramón Berenguer III) pertenecía a la orden templaria y hubo de volverse atrás.

Los eternos problemas con Castilla se resolvieron momentáneamente en los acuerdos o paces de Támara (cerca de Castrojeriz, en Burgos), pero Alfonso tuvo que volver sus ojos también al mediodía francés, hasta llegar a asediar Bayona y someter a los vasallos. Desde luego, no faltaron nobles que mostraran su descontento en el propio territorio aragonés y, sobre todo, en Navarra.

La última gran acción de Alfonso I el Batallador fue la campaña hacia Fraga, en 1133. En su último año de vida, el rey de Aragón sufrió algunas derrotas frente a los ejércitos musulmanes. Murió en 1134, en una aldea situada al sur de la ciudad de Huesca, en Poleñino.

El rey que había ampliado sus territorios hasta conquistar la mayor parte del valle del Ebro hizo testamento en favor de las órdenes militares. Comienza así un período de inestabilidad política —promovida por nobles que no acataron las disposiciones finales del rey— cuyas consecuencias principales fueron la separación del reino de Navarra, que pasó a manos de García Ramírez, llamado el Restaurador. (Desde mucho antes, Navarra se encontraba incómoda en manos de reyes de Aragón). Los nobles aragoneses eligieron al hermano menor de Alfonso, que reinó con el nombre de Ramiro II el Monje y de quien se cuenta la famosa leyenda de la campana de Huesca.

Urraca de Castilla

Las desavenencias entre Urraca y su esposo, Alfonso I de Aragón, motivaron el estallido de diversas crisis internas que impidieron un avance significativo de los reinos cristianos frente al poder musulmán, reforzado ahora por la presencia almorávide.

Su turbulento reinado estuvo marcado, además, en permanente conflicto en tierras gallegas, donde la soberana hubo de oponerse a los partidarios de su hijo y sucesor, Alfonso Raimúndez.

Hija de Alfonso VI de Castilla y León y de Constanza de Borgoña, nació en torno al año 1080. Con sólo diez años de edad contrajo matrimonio con el noble francés Raimundo de Borgoña, y ambos rigieron el territorio de Galicia, donde, con el apoyo de Diego Gelmírez, obispo de Santiago, agruparon a su alrededor un influyente partido. Tras la muerte de Raimundo en 1107, Alfonso VI concedió a Urraca y a su hijo Alfonso Raimúndez el señorío de Galicia, aunque asegurándose de que quedaría exclusivamente en manos del niño en caso de un segundo matrimonio de la infanta. Un año después fallecía su hermano Sancho, por lo que Urraca quedaba como única heredera de la corona castellanoleonesa. La inmediata muerte de Alfonso VI le permitió asumir el trono de Castilla y de León (1109).

El matrimonio de Alfonso I y Urraca

Dos meses después de su coronación, se celebraba la boda entre Urraca y el rey de Aragón, Alfonso I el Batallador. El pacto entre los soberanos establecía las bases para la unión de los reinos y apartaba de la sucesión de Castilla y León a Alfonso Raimúndez, en caso de que hubiera descendencia masculina. En Galicia empezó manifestarse la agitación política de los magnates cercanos a Alfonso Raimúndez, encabezados por Pedro Froilaz, conde de Traba, que pretendían la secesión de Galicia y la coronación como rey de Alfonso, todavía niño. A este movimiento se opuso la pequeña nobleza, agrupada en torno al obispo Gelmírez. Por entonces comenzaron las desavenencias entre los esposos. La reina castellanoleonesa decidió apoyar el partido de Pedro Froilaz, con el fin de transmitir a su hijo el título de rey de Galicia, aunque esta decisión fue poco firme y casi inmediatamente después se producía la reconciliación entre Urraca y Alfonso el Batallador; desafiaban así la declaración papal que aludía a la nulidad del matrimonio, alegando el parentesco de los contrayentes, ambos bisnietos de Sancho III el Mayor. Sin embargo, las disputas entre los monarcas no tardaron en reproducirse. Los ejércitos de Alfonso derrotaron a la reina (Candespina, octubre de 1110), que solicitó la colaboración de Enrique de Portugal y logró arrinconar a Alfonso el Batallador en Peñafiel. Pero ante la manifiesta ambición de los condes portugueses, Urraca se reconcilió nuevamente con su esposo. Ambos emprendieron entonces una tarea de pacificación en territorio castellano, a la que se opusieron Enrique de Portugal y la nobleza gallega, dirigida por Froilaz, cuyas tropas cercaron a los monarcas en Carrión. La discordia no tardó en volver a surgir entre los soberanos. El obispo Gelmírez ofreció la reconciliación de las facciones gallegas, supeditada al ejercicio de la autoridad en nombre de Urraca y de su hijo Alfonso Raimúndez, que debía ser coronado rey de Galicia (Santiago de Compostela, 17 de septiembre de 1111). Un día después Gelmírez y Pedro Froilaz se dirigieron a León para tomar posesión de la capital en nombre del hijo de Urraca, pero Alfonso el Batallador los derrotó en Viadangos. El conde de Traba fue hecho prisionero, mientras el obispo consiguió huir con el futuro Alfonso VII. Un año después, Gelmírez y Froilaz, con el apoyo de Urraca y Enrique de Portugal, preparaban un nuevo ejército que venció a las tropas aragonesas en las cercanías de Astorga, cercó al Batallador en Carrión y tomó Burgos. Tras el anuncio de una nueva reconciliación entre Urraca y su esposo, Gelmírez y Froilaz acordaron la defensa común de Alfonso VII. La nueva ruptura de los cónyuges sumió a León y Castilla en la anarquía. Los enfrentamientos y escaramuzas se sucedieron sin un orden claro. La crisis se prolongó hasta la definitiva separación de los soberanos, ya en 1114.

Como consecuencia del posterior reparto de territorios, la reina, que quedaba en situación de clara inferioridad, intentó llegar a un pacto con Gelmírez, árbitro de la situación en territorio gallego. Pero su actuación motivó el descontento de la burguesía y la nobleza gallegas. Tras diversos intentos de negociación, la soberana se vio obligada a aceptar cuantas condiciones se le impusieron. En los últimos años de su reinado, el declive de Urraca se fue agudizando, al tiempo que Gelmírez y Alfonso Raimúndez ganaban autoridad. En 1118, Alfonso era ya reconocido como rey en Toledo. El ascenso al papado de Calixto II, su tío, sirvió de apoyo a su causa. Finalmente, Urraca hubo de pactar con el prelado compostelano. El 8 de marzo de 1126, la reina moría en Saldaña. Su hijo Alfonso Raimúndez la sucedía en el trono con el nombre de Alfonso VII.