CAPÍTULO VII

En la entrada a la gruta

―Acuda vuesa merced a este lado, donde caminar pudiera más holgado ―el alférez Carrillo indicaba al sacerdote, que acababa de llegar de Galera, la mejor senda para alcanzar  el extraordinario lugar del que día atrás le habían hablado.

No era la mejor hora del día para deambular por los cerros cercanos a Tágila. En esa temprana hora de comienzos de agosto, un calor seco e inclemente se cernía sobre la ciudad y sus alrededores, convirtiendo aquella larga caminata en un penoso trabajo.

―Ahí, prosiga mosén, y vea con sus propios ojos, esa es la vegetación de la que os hablé ―. El alférez Carrillo señaló hacia la línea verde de plantas que descendía por la ladera de la montaña. Luego se volvió al clérigo, compadeciéndose del esfuerzo que estaba realizando por caminar embutido en su negra sotana, a la que redondeaba su prominente y pesada barriga.

Con gran agilidad, los soldados alcanzaron con rapidez el lugar que ya habían visitado muchas veces y que por ello conocían bien.

―Anda secándose la yerba desde que descubrimos aqueste lugar; pareciera agostarse a toda priesa ―explicó el alférez al sacerdote una vez que ambos hubieron alcanzado aquella extraña senda de flores.

―Paréceme esta obra una señal de Dios… ―dijo el clérigo una vez que acabó de resoplar, contemplando la verde hilera de vegetación de arriba abajo con suma curiosidad.

―¿Una señal de Dios? ―preguntó el alférez muy sorprendido.

―Sí, aquesta vegetación surgió al pasar una tierra mora a manos cristianas. Seguro estoy dello; trátase de una muestra de la alegría del cielo por haber arrojado deste pueblo a los musulmanes; se trata de un milagro: la fructificación de la tierra para Dios, los cristianos hemos abonado la tierra con nuestra Fe… ―, añadió a lo dicho antes con suma convicción, mientras se secaba el sudor que discurría a través de su frente con un  pañuelo muy sucio.

―¡Eh! ¡Miren ahí vuesas mercedes…! Algo brilla en el suelo ―alertó el soldado Ruiz al grupo.

La pequeña tropa y el sacerdote ascendieron un poco más por la ladera, y alcanzaron en pocos minutos el lugar que había señalado el soldado.

―Parécenme fragmentos de un cántaro, y son muy recientes, los bordes están afilados ―dijo el mismo soldado mientras examinaba algunos trozos de la cerámica que acababa de hallar.

―Encuéntrase por aquí la tierra muy húmeda… pareciera que alguien hubiera roto una cántara en este lugar, poco tiempo ha dello―, añadió otro soldado mientras escarbaba en la tierra a escasa distancia de donde habían aparecido los restos de la vasija.

―Sí, aquesto es obra de Dios, no lo dudemos… ―dijo pensativo el alférez, con un leve deje de ironía, mientras miraba hacia el collado que rompía la pendiente de aquella ladera, a medio camino entre donde se encontraban y los restos de la muralla de la ciudadela.

Todos sus hombres lo imitaron, y miraron a su vez en dirección al lugar donde moría aquel sendero verde, sin pronunciar palabra alguna, pensativos ante el raro hallazgo que acababan de realizar.

Después de meditar unos minutos, el alférez dijo:

―Paréceme que la razón de todo esto hallarse pudiera allá arriba. Vengan vuesas mercedes conmigo, vayamos a mirar otra vez en ese bosquete.

El sacerdote, el alférez, y los soldados ascendieron entonces hasta el rellano en la ladera del monte. Una vez allí, el alférez alentó a sus hombres:

―Huelga el dejar espacio alguno sin registrar; aunque aquí anocheciera habemos de encontrar la razón a tal fenómeno…

Sin descanso, durante más de una hora, la pequeña tropa estuvo desarbolando toda la zona, arrancando las matas que tapaban las rocas y apartando broza y maleza de todas partes. Finalmente, desde un denso entramado de chopos que se extendía tapizando una enorme roca, se escuchó la voz de un soldado que con voz triunfante exclamaba:

―¡Aquí hay una entrada…! ¡La entrada a una cueva!

Todos se acercaron a contemplar lo que aquel hombre había hallado.

―Sí, esta es la explicación de tan extraño fenómeno ―dijo el alférez exhibiendo una amplia sonrisa―. Vamos, hay que limpiar esto de matojos a conciencia; pero con cuidado. Dispongamos los arcabuces en conveniencia, por si hubiéramos necesidad de usarlos.

La tropa procedió de inmediato a cumplir con aquella tarea que le había sido encomendada. Una vez que se apreció con nitidez todo el ancho de entrada a la caverna, el alférez dio varios gritos, conminando a quién allí estuviese a salir de inmediato, más nadie obedeció. Después de varios intentos baldíos, un soldado propuso:

Tal si hurones fuésemos… hagamos salir a esos conejos, algo de humo bastará.

En poco tiempo, una pequeña pira de ramas secas estuvo amontonada en la entrada a la gruta. Con la ayuda de un poco de pedernal y yesca, el alférez consiguió prender rápidamente una gran hoguera, y enseguida se originó una consiguiente humareda, tan densa que los hizo echarse hacia atrás. Pronto comenzaron a escuchar voces provenientes del interior de aquella oquedad, voces en árabe y de distintas personas, lo que hizo que los cristianos se miraran entre sí con expresión sorprendida y triunfante.

Apenas había sido iniciado el fuego, inesperadamente, se escuchó un ruido grave y seco, como un quejido, que recordó al de un tiesto quebrándose. De inmediato, un fuerte olor a aceite impregnó el aire, y el fuego comenzó a avivarse con suma rapidez, en tanto que un humo graso y negro empujaba a aquellos hombres lejos de la entrada a la gruta.

―Huele a aceite quemándose… ―dijo el alférez con cara de suma preocupación.

La humareda aumentaba por segundos, así como el fuerte olor a aceite ardiendo. De súbito, en medio de un gran estruendo, como consecuencia del fuerte calor desprendido por las llamas, grandes bloques de piedra comenzaron a desprenderse de la bóveda que daba acceso a la cueva, aumentado el tamaño de la abertura notablemente; pero imposibilitando también la entrada o salida a la misma, mientras algunos grandes peñascos comenzaban a rodar ladera abajo.

Situados a prudente distancia de las llamas y del desprendimiento de rocas, la tropa y el mosén miraban aquello que habían hecho con suma inquietud.

―Esos desgraciados debían de almacenar aceite en la entrada… pobres gentes ―exclamó el soldado Ruiz con voz de hondo pesar―. Dios mío, perdónanos, nunca deberíamos haber hecho esto… ¡Qué muerte tan horrible…!

Nada más terminar estas palabras, comenzaron a surgir de la cueva gritos ahogados y gemidos de dolor, alternados con algunos rezos. Aquel clamor fue extinguiéndose poco a poco, de forma que al cabo de unos minutos ya sólo se escuchó el violento crepitar de las llamas. El sacerdote, muy compungido, comenzó a pronunciar algunas oraciones, pidiendo perdón al Creador por lo que acababan de hacer. Imitándole, todos los soldados se arrodillaron devotamente, muy arrepentidos de su acción, uniéndose a las oraciones.

De súbito, entre la humareda apareció una forma blanca que parecía flotar en medio de aquel pavoroso infierno. Muy extrañados, todos los presentes fijaron la mirada en aquella extraña silueta que emergía de las profundidades de la gruta. La forma se aproximó lo suficiente como para que se pudiera apreciar mejor su contorno: se trataba de una paloma, una paloma blanca como la nieve, que surcaba el aire veloz, dirigiéndose hacia ellos.

Incrédulos, los soldados siguieron con la mirada las evoluciones de aquella enigmática ave que parecía surgir del infierno. Tras describir algunas volutas sobre sus cabezas, ésta surcó el aire con gran gracilidad y comenzó a elevarse progresivamente hacia el cielo. Siempre destacando entre la negritud del humo que salía de la gruta, la paloma ascendió hasta lo más hondo del firmamento, perdiéndose en el azul infinito para siempre.

Aquellos hombres permanecieron largo tiempo junto a la entrada a la cueva, orando, conscientes del crimen tan espantoso que sin proponérselo habían cometido, así como reconociendo el significado de lo que luego habían visto, comprendiendo cómo Dios había obrado ante ellos, pues a buen seguro que habría llamado con Él a las almas de las personas que allí habían buscado refugio, las cuales habrían transmigrado hacia la forma de aquella ave que irradiaba pureza.

Al día siguiente, una vez calmadas las llamas, los soldados procedieron a dar sepultura a los restos de aquellos desdichados, hecho lo cual se repartieron el tesoro que encontraron en la caverna. Por último, antes de abandonar la cueva, el sacerdote tomó juramento a todos ellos acerca de guardar un estricto silencio sobre lo que allí había ocurrido.

A partir de aquel día, la cueva pasó a conocerse como “Cueva de la Paloma”, denominación que aún perdura en la zona.

Almería, 25 de junio de 2013