CAPÍTULO VI

En busca del agua del arroyo

―De agora en adelante habremos de guardar más cuidados, paréceme que habréis de llenar las cántaras hasta la mitad; aunque de más viajes preciséis. No debemos otorgar más señales de nuestro paradero a los cristianos.

Jairém pronunció estas palabras ante su familia con gesto preocupado. Desde su refugio, todos ellos habían escuchado las conversaciones de los soldados conteniendo la respiración y sumamente inquietos. En algunos momentos en que habían sentido los pasos de los soldados muy cercanos, habían creído que se acercaba su final.

―Allah, en su infinita misericordia, nos ha permitido seguir con vida. A Él debemos seguir agora juntos, a Él, que todo lo ve, todo lo observa… ―. Jairém habló con suma devoción, mientras su familia mantenía su cabeza gacha rodeándolo, y asintiendo a lo que les decía con repetidos movimientos afirmativos de la cabeza.

―Padre, oremos todo el día, para agradecer a Él, el Clemente, sus favores para con nosotros; dedicaremos a Él nuestras oraciones, ruegos humildes de unos siervos suyos indignos a sus ojos, y que no han merecido tanta atención y amor de su parte; pero que agradecen su favorable designio ―, propuso Fátima con voz vehemente.

Esta propuesta fue aceptada por el resto de la familia sin excepción. Después de haber completado un día de rezos, decidieron ayunar y ofrecer a Allah ese acto de privación como sacrificio.

Cuando llegó la noche, y hubieron de bajar por agua al arroyo, Jairém reunió a su familia y dijo:

―No os olvidéis, llenad las cántaras hasta la mitad, y no os apresuréis en el camino. No derraméis una sola gota.

―Pierda cuidado padre, desde agora no caerá más agua que regar pudiera la tierra para hacer crecer a esas malvadas flores delatoras ―dijo su hijo más pequeño.

Fátima y Kalid fueron los primeros en descender hasta el arroyo. Como el agua estaba ya algo templada por discurrir el mes de julio, decidieron llegar a una pequeña laguna próxima, para darse un baño un baño y así lavar sus cuerpos. Tras haber llevado a cabo un concienzudo aseo, se dirigieron de nuevo al arroyo, donde tomaron sus cántaros y los llenaron hasta la mitad, tal y como habían prometido que harían a su padre.

Camina siempre tras de mí ―dijo Kalid a su hermana―; y atiende sólo a dónde yo piso, irás más segura y menos se moverá tu cántara.

Fátima hizo lo que su hermano le había pedido, poniendo sumo cuidado en situar siempre sus pequeños pies sobre las huellas que este iba dejando. No habían andado más de diez minutos cuando Fátima, que tan sólo se preocupaba de seguir las pisadas de su hermano, se olvidó de guardar correctamente el equilibrio, por lo que de súbito se balanceó con fuerza hacia atrás, cayendo al suelo y rodando ladera abajo junto a su cántaro.

―¡Fátima! ¡Fátima! ―Kalid dejó su cántaro en el suelo y corrió tras de su hermana.

Enseguida la encontró, agarrada a unos matojos de tomillo que la habían salvado de una caída más larga y peligrosa. Estaba intacta, pensó con satisfacción mientras la abrazaba. Pero, desafortunadamente, su cántaro se encontraba roto en mil pedazos, que aparecían extendidos por el suelo, junto a un enorme charco.

―¡Ay, hermano, mira lo que he hecho…! ¡Había prometido a nuestro padre no derramar una sola gota…!

Fátima gimoteaba amargamente, llorando con gran desconsuelo, mientras hundía su cabeza en el pecho de Kalid.

―No desesperes hermana, lo arreglaremos ―consoló éste a Fátima.

Gracias a una gran luna llena que iluminaba la noche, pudieron buscar los fragmentos del cántaro roto, los cuales reunieron con suma paciencia, haciendo con ellos un pequeño montón. Luego regresaron a la cueva, donde el resto de su familia se impacientaba ante el largo retraso de los dos hermanos. Después de explicar lo ocurrido, provistos de un saco de cáñamo, volvieron para recoger los restos del cántaro, y tras haberlos reunido, esparcieron puñados de tierra sobre el charco de agua, intentando disimular su presencia lo máximo posible.

―Nadie habrá cuenta de lo ocurrido ―aseguró Kalid a su padre, mostrándoles los fragmentos recogidos del cántaro y explicándole lo que habían hecho para ocultar el charco. Su hermana, avergonzada por lo ocurrido, miraba al suelo desconsolada, sin atreverse a hablar debido a la peligrosa torpeza que acababa de tener.

Jairém sonrió, y luego abrazó a su hija con sumo cariño. Tras besarla, le aseguró que aquello que había ocurrido no disminuirá en nada su aprecio y confianza hacia ella. Entonces, las lágrimas afloraron con mayor fuerza aún en el rostro de Fátima, que pidió de nuevo perdón a su familia; ahora con voz firme, aunque con el rostro anegado en lágrimas.

Su padre la abrazó de nuevo, y le dijo:

―Eres mi paloma de seda, muy querida, y siempre ascenderás por encima de cualquier desgracia, pues a ti pertenece la anchura infinita del cielo.