CAPÍTULO I

Rumbo a Madinat Tágila

En aquel frío y desapacible día, once de marzo de 1570, las tropas de Don Juan de Austria recorrían lentamente la margen izquierda del Río Almanzora, en dirección al que sería su próximo escenario de batalla, Madinat Tágila. Pedro de Padilla, maestre de campo de uno de los tercios expedicionarios, aprovechaba la marcha desde Serón a Tágila para instruir al Capitán General del Ejército Imperial de todo aquello que había indagado acerca de la ciudad que se disponían a asediar.

Esta ciudad será muy trabajosa de tomar, excelencia; hállase muy bien protegida. Sepa vuesa merced que la fortaleza que dale abrigo, Raga Sana, elévase sobre tajos y riscos, abarcando cuatro cerros, todos ellos muy fragosos, tomando de límite un río al Oeste, y quedando la ciudad por el lado del Este. Encuéntrase una gran alcazaba en el segundo cerro, toda ella jalonada por grandes y fuertes torreones, en tanto que la medina ocupa el tercer cerro, atravesada por una muralla interior que defiende un palacio que luengos años atrás allá levantaron los moros.

La campaña contra la sublevación de los moriscos estaba siendo muy dura; tanto que el Rey de España había decidido situar a su propio hermano, D. Juan de Austria, al mando de las tropas imperiales, destituyendo así al marqués de Mondéjar y al marqués de los Vélez, por no haber tenido éstos éxito alguno en sofocar una rebelión que ya duraba dos años. El Austria no podía defraudar a la corte; necesitaba pacificar cuanto antes aquellos territorios; los turcos ocupaban ya el Norte de África, y algunos habían desembarcado en el Reino de Granada para apoyar la rebelión. De no actuarse a tiempo, podría ocurrir de nuevo lo acaecido en el año de setecientos once, y los ocho siglos empleados en reconquistar España habrían sido en balde.

Uno tras otro, los cerros surgían y ondulaban bordeando al río, obligando a la tropa a realizar innumerables cambios de rumbo, e incrementando por momentos la gran fatiga que desde muchos días atrás arrastraban los soldados. La escasa vista que ofrecía el horizonte aconsejaba marchar con mucha cautela, pues los capitanes temían cualquier acción desesperada por parte de los moriscos, por ello se había dispuesto que abrieran la marcha muchos ojeadores; era obligado asegurarse de que las tropas de El Habaquí, cacique de los sublevados, no les hubieran preparado alguna celada.

―¿Hállase cualesquiera resquicio en la muralla? ¿Hanle prodigado los moros cuidados recientes? ―preguntó Don Juan mientras escrudiñaba las montañas en las que se perdía el cauce del río, intentando adivinar en la lejanía las formas de la fortaleza hacia la cual se dirigían.

―Paréceme que de un tiempo atrás mucho se han descuidado sus muros, aunque agora se afanan en repararlos con presteza, por conocer que hacia allá marchan las tropas de vuecencia. Débese este trabajo a que luengos años atrás, los moros destas tierras, por caerles tan a trasmano el subir a diario a su ciudad, han acabado por vivir junto al río, donde agora moran, junto a sus ricas güertas.

Desde la pasada derrota en la Cuesta de la Matanza, el pasado veintiséis de febrero, día en que murió su lugarteniente, D. Luis de Quijada, Don Juan había aumentado las precauciones de una forma extraordinaria, optando por una guerra más lenta. Además, las tropas habían sido bien abastecidas, y se les había concedido un merecido descanso, tras haber desarrollado una campaña tan tremendamente fatigosa como la de Serón, en la que a pesar de los muchos reveses iniciales habían cosechado una gran victoria.

Don Juan de Austria volvió la vista atrás para contemplar el formidable espectáculo que su ejército ofrecía desplazándose río abajo. La marcha de sus tropas en compacta formación le transmitía seguridad. En primera línea, el cuerpo de arcabuceros, dirigido por Don Francisco Mendoza y Don García Manrique; detrás la caballería, al mando de Don Antonio Moreno, seguida por más de seis mil infantes; por último, los tercios de Don Pedro de Padilla y Don Lope de Figueroa.

Gracias a un espía, Don Juan de Austria sabía cómo de pertrechadas estaban las tropas moras y sus aliados, los turcos. Las últimas noticias indicaban que muchos de ellos intentaban huir de la ciudad en la noche “por la puerta del lugar que sale al río, desconfiados del socorro de los de Purchena”

Tras una corta pausa en la que Don Pedro de Padilla estuvo cambiando impresiones con su sargento mayor, que lo seguía a cierta distancia junto a los ocho alabarderos que conformaban su guardia personal, el maestre de campo continuó describiendo la situación al Capitán General:

―De no haber mediado la venida de los turcos, habríanse entregado los moros ya. Tiénelos el miedo poseídos, a tanto extremo que ni subir quieren a las almenas a hacer la guerra. Se han resignado a su dios, Allah, y ni de Purchena ni de otro sitio esperan auxilios. Más allá han fortalecido Caracax y sus turcos sus posiciones, y muy confiados hállanse en la victoria, forzando a los moros a dar pelea, en creyendo que la fortaleza de tal sitio y los muchos bastimentos de los que agora hacen acopio les bastará para defenderlos de cualquier impetuosa acometida.

Con el sol reverberando en los morriones y coseletes de los soldados, la portentosa máquina de guerra del Ejército Imperial semejaba una enorme serpiente de plata reptando río Almanzora abajo, en busca de una presa a la que parecía considerar como segura. Sin embargo, cuando a media tarde la orgullosa tropa divisó Tágila, la elevada moral con la que los soldados habían acometido la marcha decreció con rapidez. La impresionante imagen de la fortaleza de Raga Sana, constituida por un largo perímetro de elevadas y amarillentas murallas, apareció ante los ojos de los expedicionarios como un titán imposible de batir. Sobresaliendo entre el almenado, tremolaban desafiantes un sinnúmero de banderas y pendones de los moros y turcos allí refugiados.

―Semeja un nido de águilas… ―comentó con preocupación Don Juan de Austria a Don Pedro de Padilla.

Lejos de desanimarse ante el inquietante aspecto de aquella gigantesca fortaleza, el Capitán General dio órdenes precisas. Mandó alojarse a su ejército en las huertas junto al río. Para que los sitiados desistieran en su esperanza de recibir socorro alguno y de paso estrechar el cerco, ordenó a Don Pedro de Padilla que con su tercio ocupara la montaña que caía a la parte de Purchena, y que mil arcabuceros del tercio de Don Lope de Figueroa se atrincheraran en otra montaña que caía hacia Serón, donde pensaban instalar sus doce baterías.

―Doce lombardas: doce apóstoles que acá traerán la Fe perdida de nuevo… ―pensaba el Austria.

En la mañana del día siguiente, doce de marzo, el Capitán General mandó reunir al Estado Mayor. Por algunos moros huidos, tenía informaciones fidedignas de a qué se enfrentaban. Según le contaron, dentro de la fortaleza había unos mil hombres bien pertrechados, entre ellos trescientos escopeteros.

Tras departir con sus hombres de confianza, Don Juan interrogó directamente a Ahmed, uno de los desertores de la fortaleza.

―¿Albergan nutrimentos con ellos? ―inquirió.

―Paréceme que abundan el trigo y la cebada, Syd, y tienen unos molinillos para moler los granos, además de carne salada, aunque poca. Bébese el agua de una gran cisterna, después de que se les ha impedido el tomarla del río. Bien pronto faltará el agua, por el gran número de mujeres y niños que agora medran en el castillo. Sepa vuesa merced que aquí han buscado refugio muchos moros de las poblaciones vecinas ―. Ahmed intentaba contar todo con el máximo número posible de detalles; sabía que podía estar jugándose la vida.

―¿Cuántos días serán precisos para el quebranto de su agua? ―Don Juan de Austria se mostraba impaciente.

―No sé, Syd, unos diez días; no más, la reparten con un pequeño cucharón.

El Capitán General ya había previsto la mejor estrategia. Rendiría la ciudad con el fuego de su artillería. Derribaría esos muros para siempre; nunca más servirían para que se refugiasen tras ellos los enemigos de la religión. Ensimismado en sus pensamientos, dirigió la vista a los montes vecinos. Sus hombres ya estaban tomando posiciones en la montaña, subiendo las baterías…

―Ašhadu ānna muḥammadan rasūlu-lāh…

Como una fina cuchilla que rasgara la frialdad del aire, lejana y poderosa, reverberando entre las montañas y la fortaleza, sonó la voz del almuecín llamando a la oración.

Bruscamente obligado a abandonar sus reflexiones debido a aquel espontáneo clamor, Don Juan de Austria preguntó con curiosidad a aquel hombre que arrodillado ante él le estaba dando tan valiosa información:

―Decidme, ¿qué significa el rezo del almuédano?―.

―Dice: Doy fe de que Muhammad es el mensajero de Dios.