CAPÍTULO V

Un extraño descubrimiento

Tras un duro y sangriento combate, el sábado veinticinco de marzo de 1570, víspera de la Pascua de Resurrección, Don Juan de Austria decide ofrecer una misa al pie de la derruida muralla de Madinat Tágila, para dar gracias a Dios por haber cosechado tan importante victoria en la Guerra de las Alpuxarras. Concluida la ceremonia, el Austria y sus tropas abandonan el campamento, dejando destruida y asolada la ciudadela y su castillo, dirigiéndose ahora a Purchena. Al partir, les parece imposible haber tomado aquella inmensa fortificación en tan pocos días.

―Malhaya de guerras, que por mor de fraguar desgracias a los hombres siempre prestas y enhoramala llegan; y malnacidos y bellacos aquellos que por leves afrentas en desceñirse la espada andan siempre apurados, amén de aplicarse ufanos en degollar con saña y denuedo a todo aquel que con cualesquiera denuesto a su credo y disciplina quebranta. Trabajo y suerte de diablos es el que deste pueblo hase así forjado; ved aquestos ojos vacíos y secos, antes abiertos a la vida; ved esas lenguas caídas, verdes y luengas. Más que gloriosa guerra, una matanza vil este acto semeja… ¡Pobres, pobres gentes…! ―. El alférez Carrillo se lamentaba con cara de hondo pesar, señalando a sus hombres un grupo de cadáveres putrefactos extendidos por el suelo, humano despojo de una familia de moriscos.

Sus acompañantes asintieron a estas palabras con cara sumamente apenada mientras examinaban el estado de una casa junto al río, en la huerta del pueblo, buscando dónde alojarse. A pesar de que todos ellos habían participado en el asalto de Tágila, al volver al pueblo habían recordado la fiereza de la lucha, todavía visible en los restos de muchos cadáveres que aparecían parcialmente devorados por las alimañas, tapizando las colinas próximas a la ciudadela, así como por el sinnúmero de objetos dispersos que por doquier hallaban. La visión de aquel horror removía con fiera insistencia sus conciencias.

No muy lejana, la campaña de Don Juan de Austria proseguía; pero ellos habían recibido órdenes de regresar para custodiar aquellas ruinas. Para el hermano del emperador urgía la necesidad de evitar que la población morisca volviese a fortificarse en cualquiera de las ciudades tomadas. Por ello, un alférez y veinte soldados del tercio de arcabuceros se habían constituido en custodia de los restos de la ciudad de Tágila. En la distancia, las murallas de Madinat Tágila derruidas y los grandes bloques de piedra que hasta hacía poco tiempo las habían constituido, ahora esparcidos ladera abajo, recordaban el brutal bombardeo al que fuera sometida la ciudad algo más de dos meses atrás.

Algunos de los cristianos viejos que de allí habían huido al comienzo de la insurrección morisca también habían retornado, debido a la natural preocupación de que sus tierra pudieran ser reclamadas y ocupadas por otros cristianos, y esperanzados de poder tomar otras nuevas de los moros fugitivos.

―Algunos moriscos fuyeron a Purchena… aquellos que pudieron llegar; magro número, ya que por todo el camino también se les castigó y dio muerte ―respondió al alférez Carrillo uno de sus hombres.

El alférez, seguido de su escasa tropa, continuó su paseo en torno a la ciudadela, examinando el estado de las murallas. De cuando en cuando aparecía algún objeto de mayor o menor valor, perteneciente a los enseres de los musulmanes que en la confusión de la huida habían perdido, aunque a veces también despojaban de sus pertenencias a alguno que otro cadáver. Cuando consideraban digno de tal fin cualquier nuevo hallazgo, lo sorteaban entre todos ellos.

Tras rodear los restos de la muralla, sorteando quebradas y pendientes, cruzaron un arroyo y una pequeña cascada, y cuando se disponían a subir por la empinada cuesta que los llevaría a otro lienzo de la muralla, de súbito, uno de los soldados, Juan Ruiz, dirigiéndose al alférez, exclamó con voz de sorpresa:

―Mire vuesa merced, ladera arriba… paréceme que un nuevo arroyo hacia acá fluye, desde la ciudadela venido.

Todos los hombres del tercio de arcabuceros miraron en dirección a donde Juan había señalado. Un reguero de hierba fresca y flores de variadas tonalidades surgía entre la sequedad del terreno circundante, dirigiéndose a través de una ladera rojiza hasta llegar a un intrincado bosquete situado sobre un collado, al pie de los muros ahora derruidos. El rastro verde se perdía entre el abigarrado, pero seco, follaje de romero, adelfas, lentiscos, moreras y otros muchos árboles y malezas que allá crecían.

―Vayamos a verlo, muy extraño suceso fuera el que de allá naciese una nueva fuente ―dijo el alférez Carrillo comenzando la subida por el monte.

Con suma dificultad, por tratarse de un terreno pedregoso y muy suelto, ascendieron hasta encontrarse con aquella extraña linde de hierba fresca que reptaba montaña arriba.

―Agua alguna hállase eneste lugar… ¿cuál es la oculta razón por la que la yerba asín se muestra, tan verde y lozana? ―preguntó el alférez a sus soldados con una expresión de extrañeza dibujada en el rostro, mientras observaba unas matas de zajareña anormalmente verdes y crecidas.

―Habrase el arroyo secado por mor de la larga mengua en lluvias que agora padecemos… ―contestó el soldado que había avisado de aquel sorprendente suceso.

―Magras razones parécenme esas― dijo con mucha seguridad el alférez―; mal lugar semeja éste para encontrar del agua su discurrir, fáltale un cauce cerrado, asín, desta guisa, habríase el agua desbordado… otras serán las razones por la que este prodigio adquiere su particular naturaleza.

Uno de los soldados, que se había agachado para reconocer la tierra mientras transcurría la conversación, se levantó y dijo:

―Fresca hállase esta tierra, más carece de un surco que denote el fluir del agua ladera abajo; esta  humedad no denota pues la obra de un arroyo.

―Barrunto aquí conjura de brujas y demonios, presto vayámonos deste lugar, no me parece buen sitio de hallarnos, suceder pudiera que aquí celebraran sus aquelarres los nigromantes del lugar ―apuntó otro soldado con voz de suma aprehensión, transmitiendo una fuerte desazón al resto de la tropa.

―Sosegaos…; antes de pensar en obras de Satanás, habríamos de encontrar una normal explicación a este suceso. Fijaos, esta suerte de sendero ahí arriba fenece ―. El alférez señaló con el dedo al rellano en mitad de la ladera, cubierto de maleza.

―Subamos para conocer qué esconde ese lugar ―añadió mientras comenzaba el ascenso a través del camino que señalaban las hierbas.

En pocos minutos, el alférez y sus hombres alcanzaron el pequeño collado que daba cobijo a aquel denso bosquete. Una vez allí, comprobaron que la senda de flores desparecía misteriosamente.

―Busquemos acá restos de fuentes, o cualesquiera otras razones que indicarnos pudieran la causa de aqueste prodigio ―alentó Carrillo a sus hombres, mientras comenzaba a apartar varas de retama y a mirar al suelo con atención.

Tras una larga hora de examinar el lugar, los soldados nada encuentran. La entrada a la gruta se halla muy bien disimulada tras un denso varal que sólo parece albergar dura roca. El estrecho túnel de ramas que conduce al interior de la caverna ha sido cegado con ramaje por sus moradores, por lo que la búsqueda de los soldados resulta completamente infructuosa.

―Prestos vayámonos de aquí; este raro prodigio ha maléfica naturaleza ―dijo el soldado que antes había atribuido aquel suceso a una obra de magos, con voz sumamente asustada.