8
Antes de que lleguemos a la oficina, aparece Bruce. Cuando nos vimos durante la entrevista, era la viva imagen de la calma corporativa, pero ahora parece claramente agobiado.
—Nikki, me alegro de verte.
Me extiende la mano para que se la estreche. Es resolutivo y sensato, lo que me hace presagiar que será un buen jefe.
Cindy vuelve a la recepción y Bruce empieza a bajar hacia el vestíbulo, adentrándose aún más en las entrañas de la compañía. Se mueve rápido y tengo que andar deprisa para seguir su ritmo. Si la pelea con su mujer le está pasando factura, no se le nota nada. Más bien parece un hombre con un problema laboral, no marital.
—Si es un mal momento —insinúo—, estoy segura de que Recursos Humanos me estará esperando.
—Ya he hablado con Trish. Se ocupará de todo tu papeleo esta tarde. Ahora mismo, hay algo de lo que me gustaría que te encargaras —dice y se para en la puerta cerrada de una oficina cubierta de dibujos animados pegados con celo y varias cintas con logotipos—. Espero que no te importe que te arroje a los leones.
Observo la puerta con curiosidad. La verdad es que no tengo ni idea de a qué se refiere, pero de lo que estoy segura es de que la respuesta adecuada a esa pregunta cuando te la hace tu nuevo jefe es:
—Por supuesto que no. ¿Qué ocurre?
—Mi agenda se ha ido a la mierda y yo tengo otra cita. Necesito que tú y Tanner vayáis al centro a reuniros con el equipo informático del Suncoast Bank. Están interesados en el algoritmo de encriptación de 128 bits que tenemos en fase de prueba beta. De todas formas, estás aquí para encargarte del marketing de ese producto, pero esperaba que pudieras tener algo más de tiempo para entrar en materia. Siento mucho soltarte todo esto encima en tu primer día.
—No te preocupes —contesto.
Mi voz suena serena, pero, por dentro, tengo un nudo en el estómago. Bruce me habló del software de encriptación de última generación de Innovative durante la entrevista y sé que está camino de convertirse en el producto patrón oro de la compañía. Jamás habría pensado que aterrizaría con semejante asignación así, de repente, pero una vez que ha pasado, estoy decidida a utilizar esta reunión para demostrar a mi jefe que puedo hacer el trabajo y, además, hacerlo bien.
—No debería ser una venta demasiado difícil —añade Bruce—. El producto es exactamente lo que necesitan, pero queremos enviar a nuestra propia gente para asegurarnos de que su equipo informático recibe la formación adecuada, y para echarle un ojo y responder con rapidez a cada error o fallo técnico.
—Por supuesto.
—Por eso también quiero que vaya Tanner —añade llamando suavemente a la puerta cubierta de dibujos animados—. Ha colaborado en el desarrollo del proyecto y, francamente, creo que le vendría bien trabajar seis meses en las instalaciones del cliente.
—¿Por qué?
Bruce frunce el ceño.
—Si no te importa mezclar placer y negocios, hablaremos del tema mañana cuando nos veamos. Ahora solo te diré que cuando te hablaba de los leones, no me refería al cliente.
—Claro —respondo al darme cuenta de que, evidentemente, él también va a estar en la fiesta.
La primera hora será más íntima —solo los amigos que saben que soy yo la del cuadro de la pared de Damien—, pero, después, Damien abrirá la tercera planta para los clientes de Blaine.
Se oye una voz junto a la puerta.
—Ya he dicho que entres.
Bruce entra en la estancia y un hombre rubio con bronceado de surfista y pinta de vendedor nos mira. Su escritorio está enterrado bajo una tonelada de papeles y, probablemente, por el suelo haya el doble. Nos mira y sonríe. Sé que debería esperar a tener más información, pero, instintivamente, siento que no me gusta este hombre.
—¡Bruce! —saluda en tono brabucón—. Acabo de hablar por teléfono con Phil. Dice que ahora nos manda la información de la propuesta para Continental Mortgage. Me encargaré de que esté al corriente.
—Suena bien —dice Bruce, pero tengo la sensación de que no le presta mucha atención—. Tanner, esta es Nikki.
La sonrisa de Tanner se hace todavía más amplia y, durante un extraño segundo, me parece estar mirando mi propio reflejo. Esa sonrisa es tan auténtica como la que tanto había practicado para mis concursos de belleza o como la sonrisa de la Nikki social, la que tengo en estos momentos.
—Hemos oído hablar mucho de ti —dice Tanner—. Todo el mundo tiene muchas ganas de conocer a la mujer del momento.
Esboza una media sonrisa mientras sus ojos se clavan en Bruce.
—Así que bienvenida a bordo y todo eso —apostilla.
Establezco contacto visual con Tanner y, deliberadamente, sonrío aún más.
—Intentaré estar a la altura de las circunstancias.
Me muevo lo suficiente para poder verlos a ambos y, entonces, intento romper el hielo deslumbrándolos con mi perfecta pose de «lo que yo realmente quiero es la paz en el mundo».
—Estoy seguro de que lo estarás —dice Bruce—. Estamos encantados de que te hayas unido a nosotros.
La sinceridad en sus palabras es inequívoca y, a juzgar por la cara que pone Tanner, él también se ha dado cuenta.
—Tenemos que irnos —dice Tanner y, entonces, coge un montón de papeles de su escritorio y los mete en un maletín de piel.
—Toma. —Bruce me entrega un cuaderno en cuya portada se puede leer Suncoast—. Puedes empollarte las especificaciones por el camino.
Nos comenta que tiene que irse para preparar su siguiente cita, me promete que tendremos nuestra reunión de bienvenida el lunes y nos desea buena suerte. Antes de darme cuenta, estoy delante de la puerta del ascensor con Tanner a mi lado. Y sí, estoy un poco nerviosa. Por supuesto que puedo hacer este trabajo. Conozco los algoritmos de encriptación y soy muy capaz de presentar una buena compañía a un cliente. No son mis habilidades las que me preocupan, sino el hecho de estar junto a un hombre que, por razones que no alcanzo a entender, parece despreciarme.
Puede que Bruce no se haya dado cuenta, pero estoy segura de no haber juzgado mal a Tanner. De repente, empieza a dolerme el estómago y el mareo se convierte en pura náusea cuando entramos en el ascensor y él se apoya en la pared más alejada, con sus ojos clavados en mí y con el labio arrugado como si acabara de ver algo repugnante en la carretera.
Miro al vacío intentando no prestarle atención, pero lo dejo porque, de repente, estoy pensando en Damien. Reconocer que es el hombre de negocios con más éxito que conozco sería quedarme corta. Así que, ¿qué haría Damien al tener que enfrentarse a un colega recalcitrante y grosero? ¿Se daría la vuelta y lo ignoraría?
Es más, si Nikki Fairchild se encontrara con alguna zorra traicionera en un contexto social, ¿la ignoraría?
No, no lo haría.
Quizá tenga mucha práctica en no mostrar mi auténtico rostro al resto del mundo, pero incluso la Nikki social no aguantaría este tipo de basura. Ni tampoco Damien Stark.
Y mucho menos la Nikki empresaria.
Pulso el botón de emergencia y me acerco a Tanner. No disfruto de la proximidad, pero, deliberadamente, entro en su espacio personal. La mueca desaparece y, de hecho, lo noto bastante incómodo.
—¿Tienes algún problema? —pregunto ignorando la alarma que no para de sonar a intervalos regulares.
Sus labios se afinan y su bronceado palidece un poco. Por un segundo, creo que eso es todo. He dejado las cosas claras y me he ganado el título de macho alfa.
Entonces abre la boca y veo que recupera el color.
—Sí —dice—. Tú eres mi problema.
Me esfuerzo por mantener mi posición. Por lo menos, ya ha salido el tema.
—¿Yo? ¿Quieres decir que tu problema es que trabajemos juntos?
—¿Trabajar juntos? ¿Juntos? ¿Así es como lo llamas?
—En estos momentos, no —admito—. No me parece que esto sea trabajar juntos.
—No trabajamos «juntos» —dice dibujando las comillas en el aire—. Ahora eres mi maldita jefa.
—Sí —asevero—. Lo soy, así que te sugiero que te lo pienses dos veces antes de hablarme así.
En serio, ¿cuál es el problema de este tío?
—Se supone que ese iba a ser mi puesto. He trabajado en este paquete de encriptación desde el primer día. Lo conozco de arriba abajo. Y le he demostrado a Bruce una y otra vez que puedo dirigir un equipo. Y entonces ¿qué sucede? Que una niñata privilegiada decide que quiere trabajar para conseguir algo de dinero para sus gastos y, de repente, me dan la patada.
—¿Dinero para mis gastos? —repito—. Pero ¿de qué siglo te has escapado tú?
—¿Qué pasa? ¿Te has cansado de fundirte el dinero de tu novio? ¿Crees que puedes venir aquí y cambiarlo todo? ¿Tienes una idea de a cuántas llamadas tiene que responder Cindy? Docenas de llamadas de periodistas que solo quieren saber si realmente trabajas aquí. Es una maldita pérdida de tiempo.
El pulso se me acelera y siento que empiezan a aparecer gotas de sudor en mi escote. ¿Cómo diablos sabe la prensa que trabajo aquí? ¿Y por qué narices no me dejan en paz? Incluso con Damien Stark en mi vida, no soy tan interesante.
Lo bueno es que ahora el comentario irónico de Tanner sobre «la mujer del momento» cobraba sentido.
—¿Y sabes qué es lo que más me fastidia? —pregunta y continúa sin esperar una respuesta—. Que estás aquí solo porque el jefe quiere hacer feliz a su mujer.
Ahora sí que me da vueltas la cabeza. No tengo ni idea de qué pinta Giselle en todo esto, pero, llegados a este punto, ya estoy harta de jueguecitos.
Extiendo el brazo y vuelvo a pulsar el botón de emergencia. Entonces, cuando el ascensor retoma la marcha, me vuelvo a dirigir a él.
—Para este trabajo se necesita cierto tacto. Capacidad para comunicarse con los clientes y el público. Y, sobre todo, un gran talento para sonreír a la gente a la que, en realidad, desprecias —digo mientras le dedico la mejor de las sonrisas de la Nikki social—. Tanner, no creo que este puesto sea para ti.
Llegamos al vestíbulo y la puerta se abre. Salgo, dejándolo atrás. Yo soy la que está al mando aquí y más vale que se vaya haciendo a la idea. Posiblemente no domine todo lo que acaba de señalar, pero sé lo suficiente como para darme cuenta de que si no me hago con el control ahora, hará todo lo posible por arrebatármelo.
Mientras cruzamos el vestíbulo, veo una mujer asiática en actitud relajada sentada en una mesa en la terraza de la cafetería. Está leyendo lo que parece ser un informe de existencias y, en el breve instante en el que pasa de página, levanta la mirada y se encuentra con la mía. No la había visto nunca antes, pero algo en su actitud serena y confiada me inspira. Este es mi trabajo y me lo merezco, no tiene nada que ver con Damien, y mucho menos con Giselle. Estoy al mando y voy a demostrarlo.
Camino hasta la salida, cruzo las puertas y medio segundo después mi esplendorosa burbuja de confianza se desvanece al ver que hay seis paparazzi disparando sus cámaras y gritándonos desde donde, según parece, me estaban esperando en el aparcamiento.
Antes de poder reaccionar, me empiezan a bombardear a preguntas.
—¿Es cierto que Stark estaría interesado en adquirir Innovative Resources?
—Nikki, ¿cuál es tu función real en IR?
Intento mantener la compostura y no perder mi cara de Nikki empresaria. Odio esto, pero no voy a darles el gusto de que lo noten.
—¿Informas a la compañía de Stark?
—¿Qué tienes que decir sobre las acusaciones de espionaje industrial?
Y aquí tengo que esforzarme para no apretar los puños. No tanto porque necesite sentir dolor, sino porque me apetecería darles un puñetazo en la cara a estos estúpidos que se atreven a insinuar que Damien me enviaría como espía industrial.
—¿Es esto una estratagema para aumentar tu valor ante los productores de reality shows?
—Háblanos sobre la auténtica Nikki. ¿Es cierto que tu hermana se suicidó?
Tropiezo y pierdo la compostura al escuchar esas palabras.
«No. No, no, no».
Esta vez sí que cierro los puños. Y aunque necesito cada ápice de fuerza en mi interior, les miro fijamente y esbozo mi sonrisa de un millón de vatios.
—Sin comentarios —contesto mientras me giro de forma casual para buscar a Tanner.
Se ha quedado inmóvil en la puerta del edificio y mis ojos lo observan el tiempo suficiente como para ver cómo se esfuma su expresión engreída.
—Date prisa, Tanner —le pido abriéndome paso entre los paparazzi—. Tenemos que ir a una reunión.
—¡Oh, Dios mío! ¡No puedo creer que te haya tocado trabajar con un imbécil así! —dice Jamie.
Estamos sentadas en la reluciente barra de madera del Firefly Studio City tomando un martini. Jamie se come la aceituna del suyo y me apunta con la diminuta espada de plástico.
—Es como si protagonizaras una comedia de situación. No, una película —corrige—. Una de esas comedias de enredo en las que la valiente heroína se ve emparejada con un absoluto idiota y se crea una situación absurda.
—Solo que él es vengativo, no un incompetente. Y además, en ese tipo de películas, ¿la protagonista no acaba con el idiota?
—No necesariamente —dice Jamie echándose hacia atrás y mirando con petulancia—. No si hay otro interés amoroso en la trama secundaria —asegura mientras gesticula con la mano—. Un día con Tanner. Ya casi puedo imaginar el tráiler.
Hago una mueca.
—Bueno, para ti el papel de principal. Personalmente, yo preferiría tener otro coprotagonista.
—Lo sé —dice Jamie—. Y aunque me duela no hablar de nuestros maravillosos hombres, primero quiero oír el resto de la historia. ¿Cómo sabían los buitres de la cámara que estabas allí? ¿Los avisó Tanner? ¿Le has contado a Damien lo del comentario sobre el espionaje industrial? ¿Se quedó totalmente lívido?
—Se lo diré cuando lo vea —contesto—. Y sí, se quedará lívido.
Vuelvo a hacer una mueca. Esto no se habría podido evitar aunque Edward me hubiera llevado al trabajo, pero tengo la sensación de que no es algo que le vaya a importar mucho a Damien cuando le cuente lo que ha pasado y se ponga hecho una furia.
—En cuanto a Tanner… —digo encogiéndome de hombros—. Sospecho que él ha sido la fuente, pero no puedo probarlo. No importa demasiado. El caso es que ahora ya lo saben —añado con indiferencia.
Jamie se inclina hacia mí, arqueando las cejas como si estuviera estudiando mi cara.
—¿Estás bien? Es decir, ¿realmente bien?
Casi pongo mi sonrisa ensayada, asiento con la cabeza y digo que todo va bien. Pero se trata de Jamie y ella ha sido mi mejor amiga desde siempre. Y lo que es más importante, ella sabe lo mucho que mi hermana mayor significaba para mí. Lo mucho que me apoyé en Ashley para sobrevivir a toda la basura por la que mi madre me hizo pasar. Las noches encerrada en mi habitación sin poder encender la luz porque mi madre estaba convencida de que necesitaba un sueño reparador. Las horas interminables andando con un libro en la cabeza. La segunda semana de cada mes en la que solo se me permitía beber agua con limón para eliminar toxinas y «mantener la desagradable celulitis a raya». Las cosas grandes, las cosas pequeñas y tantas cosas más.
Yo era la que ganaba las bandas y las tiaras, pero a quien envidiaba era a Ashley. A ella se le permitió vivir una vida normal, o eso creía yo. Ella era la que cuidaba de su hermanita pequeña en vez de cuidar de sí misma.
Nunca imaginé cuánto podían haberle afectado las cantinelas de mi madre. O, al menos, no fui consciente de ello hasta que ya fue demasiado tarde y me vi sujetando su nota de suicidio entre las manos, observando su clara y precisa letra, en la que confesaba sentirse un fracaso como mujer y esposa porque su marido la había abandonado. De alguna forma, no había conseguido ser la clase de dama en la que nuestra madre había tratado de convertirnos.
«Asquerosa».
Cierro los ojos y me doy cuenta de que tengo la mano apoyada en el muslo, justo encima de la cicatriz que oculta mi falda. Me corté justo antes de que Ashley muriera, pero cuando se fue, la perfeccioné.
Hay tantos recuerdos asociados a esas cicatrices, como si cada pequeño pliegue de tejido representara una montaña emocional. Pero, sobre todo, está Ashley.
—No —respondo por fin a la pregunta de Jamie—. No estoy bien. Pero lo estaba antes de que nombraran a Ashley. No me gustaba, pero lo sobrellevaba. Volveré a estar bien. Simplemente hoy no estaba preparada.
—Esto pasará, ya lo sabes. Eso es lo bueno y lo malo de la publicidad. Todo pasa.
—Y como dijo Tanner, soy la mujer del momento —digo sonriendo, esta vez de verdad—. Quizá el mes que viene se olviden de mí y se centren en la estrella emergente que sale con Byron Rand.
—Bryan Raine —corrige—. Y ni intentes cambiar de tema. Así que venga, olvídate de los estúpidos paparazzi. Quiero escuchar el resto de la historia sobre la reunión.
—Vale —acepto justo antes de terminarme el martini.
Le había estado contando a Jamie lo que pasó cuando Tanner y yo llegamos a Suncoast y me disponía a reunirme con los clientes.
—Yo responderé a eso —había dicho Tanner cuando el responsable de informática me hizo una pregunta conceptual—. La señorita Fairchild está aquí para encargarse de la parte puramente administrativa.
—¡Qué capullo! —exclama Jamie cuando llego a esa parte de la historia.
—No seré yo la que te lo discuta, te lo aseguro —respondo—. Pero seguramente debería haberme callado. Es decir, la idea era conseguir que el cliente se quedara con el producto y con el equipo. Eso me habría permitido perder de vista a Tanner durante seis meses.
—¿Y qué hiciste?
—Cuando acabó, simplemente dejé caer que, aunque el punto de vista de Tanner era absolutamente correcto, había pasado por alto una información clave. Entonces me pasé los quince minutos siguientes hablando sobre cómo se podía modificar el algoritmo para ofrecerles una mayor variedad de opciones. Es decir, conceptualmente, el programa es brillante, pero cuando te centras en el código, entonces te das cuenta de que…
—Vale —dice Jamie levantando la mano—. Me hago una idea. Cosas técnicas. Vamos, que los impresionaste y Tanner quedó como un idiota.
—Tan placentero como cierto —admito—. Pero lo gracioso de todo esto es que no parecía un idiota ignorante. Sabía de lo que hablaba. Simplemente se había dejado algunos detalles importantes.
—Lo cual está bien porque no creo que quieran un estúpido en sus oficinas durante seis meses —puntualiza Jamie.
—Exacto. Creo que tendría que dimitir si tuviera que trabajar con Tanner al otro lado del vestíbulo. Ese tío es tóxico.
—Bueno, nosotros no querríamos que dimitieras. ¿De qué ibas a vivir? —dice con ironía poniendo los ojos en blanco—. Un millón de dólares ya no es lo que era.
Le tiro la servilleta, pero me río mientras lo hago.
El barman se nos acerca y Jamie pide otro martini. Yo prefiero un agua con gas.
—No tienes sentido de la aventura —me reprocha.
Pienso en las cosas bastante «aventureras» que hemos hecho Damien y yo juntos y vuelvo a esbozar una sonrisa muy autocomplaciente.
—¿Cuándo te dará el dinero? —pregunta.
—Ya es mío, pero tengo que decirle a Damien a donde quiero que me lo transfiera.
—Ah, vale —dice Jamie.
Me encojo de hombros. Lo cierto es que, extrañamente, todavía no tengo claro en qué invertirlo. Hay tanto en juego y, después de haber visto cómo las desastrosas inversiones de mi madre hicieron que todo se fuera por el desagüe, me pone nerviosa tener que tomar mis propias decisiones. Por supuesto, la quiebra de mi madre fue el resultado de su penosa forma de dirigir el negocio familiar y su ridícula costumbre de gastar por encima de sus posibilidades, pero saber que no soy mi madre y estar convencida de que no lo soy son dos cosas muy diferentes.
—He estado hablando con agentes de bolsa —comento, algo que, de alguna manera, es verdad. He llamado a dos recepcionistas para acordar citas con agentes.
Para mi decepción, a juzgar por cómo me mira Jamie, estoy bastante segura de que lo sabe.
—Bueno, dejemos de hablar del dinero —digo cuando el barman vuelve con las bebidas. Levanto mi agua con gas—. Por ti. Hoy un anuncio, mañana un Oscar.
—Brindemos por eso.
—Tú brindarías por cualquier cosa con tal de beber.
—Cierto —reconoce y se bebe la mitad de su martini—. ¿Te lo puedes creer?
No sé a qué se refiere con esa pregunta.
—¿Creer qué?
—Cuando estábamos en el instituto y tú te presentabas a todos esos concursos de belleza rollo miss Estación de Servicio de la Esquina y yo hacía pruebas para el teatro comunitario, ¿te habrías podido creer que acabaríamos las dos en Los Ángeles, yo con un anuncio y tú a punto de crear tu propia empresa? Y qué decir sobre el hecho de que le hayas echado el lazo al soltero más cotizado de la ciudad.
—No. No me lo habría podido creer.
—Así que esta es por las dos —dice Jamie extendiendo el puño en espera de que yo choque el mío con el suyo, cosa que hago rápidamente—. Por las dos chicas de Texas que se mudaron a Los Ángeles y que no lo están haciendo tan mal.
Como Jamie vino andando hasta el bar, la llevo en coche al apartamento. Nos lleva más tiempo del previsto porque a mi Honda le siguen fallando las luces.
—Afróntalo, Nik —dice Jamie—. No puedes moverte por Los Ángeles con este coche.
Me temo que tiene razón, pero la realidad es agridulce. Este coche fue lo primero que me compré con mi dinero. Estoy orgullosa de lo que representa y no puedo evitar pensar que el que haya empezado a estropearse justo ahora que me va bien es una especie de señal.
—Lo llevaré pronto al taller para una puesta a punto —decido—. Seguramente es algo de las bujías o que el carburador está sucio.
—Pero ¿acaso sabes lo que es un carburador?
—No —admito—. Pero estoy segura de que el mecánico sí.
—Abre los ojos y observa la realidad, Nik. Ha sido un coche estupendo, pero un día de estos te va a dejar tirada en mitad de la autopista y acabarás siendo el titular de apertura de las noticias de las once. «Novia de multimillonario aplastada como un bicho en un choque en cadena de quince coches». Luego no digas que no te he avisado.
Pongo los ojos en blanco, pero no discuto. Lo cierto es que puede que tenga razón.
—Y hablando del novio multimillonario —sigue Jamie—, ¿quiénes vamos a ir a la fiesta de mañana? Por fin conoceré a Evelyn, ¿no?
—Oh, sí. Y Blaine, por supuesto. Y tú y yo. Somos los únicos que sabemos que la del cuadro soy yo, así que será algo íntimo…
Jamie me interrumpe con un resoplido y yo maldigo mi elección de palabras.
—Será algo pequeño —vuelvo a empezar— hasta las ocho. A esa hora llegarán el resto de los invitados para ver todas las obras de Blaine y socializar.
—Genial. ¿Y Ollie?
Lo dice como si nada y no sé si simplemente me está intentando dar conversación o si todavía hay algo entre los dos. Sé que debería preguntar, pero no soy capaz.
—No viene.
—Al menos no a la primera parte —aclara—. Sé que no le has dicho lo del cuadro —me dice mirándome de reojo—, ¿verdad?
—No —respondo con firmeza.
—Me preguntaba si vendrá a la segunda parte. La exhibición o como quieras llamarlo.
—Sigo llamándolo cóctel —digo mientras aparco el coche en mi plaza de aparcamiento—. Y no, no viene. Creo que Courtney y él tienen planes —añado refiriéndome a la prometida de Ollie.
Me siento culpable por mentirle, pero no quiero que Jamie sepa que Damien se niega a invitar a Ollie a su casa. Me molesta que Damien y uno de mis mejores amigos no se lleven bien, pero lo entiendo.
Aunque habían empezado a olisquearse como dos machos alfa, al final decidieron concederse una tregua. Pero todo se fue al traste cuando Ollie me reveló algunos de los secretos de Damien, rompiendo la confidencialidad abogado-cliente al hacerlo. Damien entiende que la intención de Ollie era protegerme y esa es, posiblemente, la única razón por la que Ollie sigue siendo abogado y trabajando en la ciudad. O en este continente, si cabe.
Pero Damien no lo quiere en su casa y no puedo culparlo por ello. Espero que encuentren una forma de llevarse bien porque los necesito a los dos en mi vida. Tan solo hace una semana que toda esta historia salió a la luz y las cosas están todavía muy recientes entre ellos.
Sin embargo, Jamie no sabe nada y no tengo intención de contárselo, lo que supone otro obstáculo entre nosotras, aunque yo sea la única que lo vea.
Sin darme cuenta, ya hemos llegado a la puerta y estoy buscando la llave de casa. La meto en la cerradura, abro la puerta y me quedo atónita en el umbral.
—Joder —dice Jamie mirando por encima de mi hombro.
No digo nada. Jamie lo ha dicho todo.
Allí, en mitad del salón, está la cama. Esa cama. La bonita cama de hierro forjado junto a la que había posado. La imponente cama sobre la que Damien me había follado a conciencia la noche anterior y tantas otras noches.
Noto que las dos nos hemos quedado de piedra y decido entrar en la habitación. Hay una funda de vestido de Fred’s sobre la cama con una nota prendida en el plástico. Solo tengo que echar un vistazo a la letra del sobre para que mi cuerpo se estremezca. Lentamente, saco el trozo de papel del sobre, lo desdoblo y leo:
Me gustaría que me hiciera el honor de ponerse este vestido mañana, señorita Fairchild. Y después, quizá, me haría un honor aún mayor si se lo quitara.
Me doy cuenta algo tarde de que Jamie está detrás de mí, leyendo la nota por encima de mi hombro.
—¡Qué suerte has tenido! Este tío merece realmente la pena.
—Totalmente —coincido sonriendo.
Jamie se tira en la cama mientras yo saco el vestido de la bolsa y, entonces, me echo a reír. Había tenido un flechazo con ese vestido cuando salimos ayer de compras. Llega hasta la mitad del muslo y es de gasa azul empolvado. No es ajustado, pero el frontal plisado y el diseño fluido hacen que resulte divertido y coqueto, y estoy deseando ponérmelo con mis sandalias de plataforma plateadas y un brazalete a juego.
Se lo enseño a Jamie.
—¿Qué te parece?
—Creo que con ese vestido vas a estar muy sexy —dice—. ¿Puedo asaltar tu armario? Estoy harta de mi ropa.
—Jamie, tú usas una treinta y seis. Yo no quepo en esa talla desde que escapé de las garras de mi madre y averigüé que existía una misteriosa sustancia a la que me gusta llamar comida.
Suspira y mira mi nuevo vestido con codicia.
—Tengo que buscarme mi propio novio multimillonario.
—Me parece una buena idea —admito—. Creo que es un accesorio bastante deseable.
—¿Quieres ir de compras? —pregunta Jamie—. Hablo en serio sobre mi crisis de vestuario.
Miro el teléfono. Todavía no tengo noticias de Damien.
—Claro —digo—. Pero dame un segundo para cambiarme y dar de comer a la gata. Y ya que salimos, ¿podemos cenar algo? El vodka no está entre los principales grupos de alimentos.
—¿Ah, no? —replica Jamie haciendo gala de sus dotes de actriz al añadir cierto tono de asombro.
Mientras yo voy a la cocina, ella se dirige a su habitación. Lady Miau-Miau aparece en cuanto tiro de la anilla de su lata de comida y se frota contra la parte trasera de mi pierna hasta que, por fin, pongo su plato en el suelo delante de ella.
Estoy en mi dormitorio quitándome la ropa del trabajo cuando Jamie me llama.
—¿Cómo habrá entrado en el apartamento?
—Ni idea —digo, aunque me lo puedo imaginar. Con toda seguridad ha sobornado al casero, que está tan loco que posiblemente le haya resultado divertida la idea de la entrega sorpresa de una cama.
Me pongo una de esas camisetas con fórmulas matemáticas y mensajes divertidos con las que tanto se metió Jamie antes y unos vaqueros. Es la primera vez que me pongo unos vaqueros desde que Blaine empezó con el retrato y, de hecho, dudo antes de subirme la cremallera, como si me estuviera saltando alguna norma.
Pero no lo estoy haciendo, por supuesto. El juego se ha acabado. Si quiero ponerme unos vaqueros, puedo.
¿Y si quiero ir con una falda y sin bragas? Pues también puedo.
Sonrío mientras salgo de la habitación, pero me cambia el humor cuando vuelvo a la sala de estar y veo la cama gigante que ocupa todo el espacio. Me había puesto contenta al entrar y verla allí, como si me sumergiera en una marea de recuerdos especiales.
Ahora esa felicidad se entremezcla con una sensación incómoda, aunque no tengo muy claro qué es lo que me molesta.
Me acerco a la cama y apoyo la mano en la suave bola redonda al pie de la cama. Me encanta que no haya acabado en un almacén en alguna parte o vendida a un anticuario, pero, al mismo tiempo, siento cierta melancolía.
—No es aquí donde debe estar —digo cuando Jamie vuelve y me pregunta qué me pasa.
—¿La cama?
—Debería estar en la casa de Malibú, no aquí —repito—. Siento como si esto fuera el final de algo.
Recuerdo la historia que me contó Damien sobre cómo sacrificó un negocio que significaba mucho para él para salvar al pequeño productor de comida gourmet. En ese momento, no me gustó demasiado la historia y ahora me gusta todavía menos.
Jamie guarda silencio un instante mientras me observa atentamente.
—Oh, mierda, Nik —dice por fin—. Ni se te ocurra.
—¿El qué?
—No lo psicoanalices. Estás viendo cosas donde no las hay. Siempre lo haces.
—No es verdad.
—Bueno, quizá no lo hagas siempre, pero sí lo hiciste con Milo.
—Eso fue el primer año de instituto.
—Bueno, quizá «siempre» es una exageración —me concede—. El caso es que estabas colada por él y era estudiante de último curso, ¿recuerdas?
Asiento con la cabeza porque lo recuerdo muy bien.
—Era un día frío y él te dejó su chaqueta.
—Y nos pasamos una semana intentando analizar cuál podía ser su motivación oculta.
Oh, sí, claro que me acuerdo.
—Y resulta que su única motivación era que tú tenías frío y él era un chico agradable.
—¿Y adónde quieres llegar?
—¿Te gusta la cama? —pregunta.
—Me encanta —admito.
—¿Damien sabe que te encanta?
—Claro.
—Pues ahí lo tienes. A ti te gusta la cama. A Damien le gustas tú, eufemismo del año, y aquí la tienes. Estoy segura de que podrás llevártela cuando te mudes a su casa.
—¿Cuando me mude a su casa?
La idea me resulta aterradora y excitante a partes iguales.
—Eso es lo que quieres, ¿no? No es que esté intentando echarte ni nada parecido, pero una chica tiene que enfrentarse a la realidad.
Casi digo que sí, pero entonces cierro la boca y vuelvo a empezar.
—Es demasiado pronto como para planteárselo siquiera.
—Mierda, Nik. Es lo que quieres. Admítelo.
—Vale —confieso—. Es lo que quiero. Pero abalanzarse sobre lo que uno desea no siempre es la mejor opción. A veces, algo de reflexión y prudencia resulta más adecuado.
—Esto no tiene nada que ver conmigo —me interrumpe dándose cuenta de que estoy intentando cambiar de tema.
Suspiro.
—Pues quizá debería. No eres la más indicada para darme consejos de pareja.
—Cierto, pero tú me lo pediste. Así que, ¿cuál de las dos se está portando como una idiota aquí? Además —continúa mientras reprimo una sonrisa—, quizá esté iniciando una nueva etapa en mi vida. La monogamia puede ser divertida. Es decir, no puedo imaginarme cansándome de Raine —dice y vuelve a poner cara de estar soñando—. De hecho, después de lo que pasó anoche, no puedo imaginarme a Raine cansándose.
Me echo a reír, pero reconozco para mis adentros que conozco esa sensación.
—Entonces ¿me quedo con la cama?
—Joder, sí, te quedas con la cama. De hecho, déjala en la sala de estar un día o dos. ¿Fiesta de pijamas con margaritas esta noche después de las compras?
—¿Con película?
—Nada sensiblero —responde—. No estoy de humor para llorar. Acción. Quiero ver cosas volar por los aires.
A mí me parece un plan perfecto para esta noche.