18
En realidad estoy deseando toparme con los paparazzi mientras me dirijo hacia mi coche. Al menos entonces podría mostrar mi enfado con ellos en vez de preocuparme por Damien.
En cuanto llego al coche, meto la mano en la guantera buscando el cargador del móvil para poder llamar a Damien, pero el maldito cacharro no está. Olvidé poner uno en mi maletín, así que el móvil no se ha cargado en todo el día y la batería está casi agotada. De todas formas llamo y me siento aliviada cuando Damien contesta inmediatamente.
—Me he encontrado con Carl —le digo sin preámbulos.
—¿Que te encontraste con quién? —Su voz es pausada y muy, muy inquietante.
—Vino a Innovative y me esperó en el vestíbulo.
—¿Estás bien? ¿Qué ha hecho?
—Estoy bien. —Le tranquilizo porque capto su preocupación y su enfado—. Quería que te dijera que tengas cuidado.
—¿Qué? Cuéntame todo lo que te dijo exactamente como lo dijo.
Obedezco, y le relato la conversación con todo detalle.
—¿Y nada más?
—No. ¿Tienes idea de a qué se refiere?
Contengo la respiración preguntándome si Damien mencionará lo que está pasando en Alemania. O en el club de tenis. O incluso con el acuerdo con Eric Padgett. Son muchas las cosas de las que podría tratarse y aunque yo no tengo ni la más mínima idea, estoy segura de que Damien sí que lo sabe.
Pero cuando habla, no me aclara nada.
—Creo que es una fanfarronada de Carl.
—¿Por qué haría algo así? —le pregunto.
—Dijiste que quiere reconstruir los puentes que ha quemado conmigo. ¿Qué mejor manera de hacerlo que advertirme sobre algún peligro?
—Porque siempre hay algún tipo de peligro acechando a un hombre como tú —digo de inmediato siguiendo el curso de sus pensamientos.
—Un competidor enfadado. Un empleado despedido. Una patente robada. Y luego aparece Carl y me dice que tenga cuidado, y la próxima vez que note algún hecho nefasto, pensaré: «Oh, menos mal que Carl me avisó. Supongo que el muy cretino no es tan malo después de todo».
Me echo a reír, porque Carl es un cretino y nada va a cambiar eso. Pero la risa no acaba con mi preocupación.
—¿De verdad que no estás preocupado?
—Siempre procuro no preocuparme —me responde—. No sirve de nada.
—Damien…
—Para —me dice sereno.
—¿Que pare de qué?
—Deja de preocuparte por mí. Estás desperdiciando una energía muy valiosa.
—¿Y qué quieres que haga? No es que estés precisamente a mi lado —le replico con frivolidad.
Se ríe.
—Buena chica. ¿Dónde estás?
—En el aparcamiento. Voy a ir a la tienda y regreso a casa.
—Bien. Puedes hacerme un favor y traerme unos…
Y es entonces cuando mi teléfono decide morir. Lo maldigo, pero al menos he podido hablar con él de Carl.
Aunque Damien no está preocupado, yo sí, así que sigo pensando en ello mientras recorro Ralph’s cogiendo café, helado y otros productos de primera necesidad. Estoy segura de que me olvido de algo, pero como la lista la tengo en el móvil, tendré que improvisar.
Acabo con dos bolsas de plástico llenas y, después de aparcar mi coche, salgo de la zona de aparcamiento y sigo por la acera alrededor de la escalera principal. Hay una multitud de gente reunida allí, y tardo solo un segundo en darme cuenta de que están esperándome.
«Mierda».
Puede que antes estuviera de ánimos para enfrentarme a ellos, pero ya no. Ahora lo único que quiero es entrar, comer helado y esperar a Damien.
Levanto los hombros, oculto todo rastro de expresión de mi cara y continúo a pesar de todo.
Inmediatamente, se amontonan a mi alrededor.
—¡Nikki! ¡Nikki! ¡Mira hacia aquí!
—¿Estabas completamente desnuda en el retrato?
—¿Tiene los elementos habituales de un Blaine, como las ataduras eróticas?
Respiro con dificultad, y de repente siento un sudor frío recorriéndome el cuerpo. No comprendo de dónde vienen las preguntas y estoy asustada, muy asustada, demasiado como para pensar en ello.
—¿Por qué lo hiciste, Nikki? ¿Fue por el dinero o por el morbo?
—¡Nikki! ¿Puedes confirmar que aceptaste un millón de dólares de Damien Stark por posar desnuda para un cuadro erótico?
Me quedo petrificada, demasiado horrorizada como para dar un paso más, mientras los destellos de las cámaras estallan en torno a mí. Me siento mareada y estoy segura de que en cualquier momento voy a vomitar.
—¿Habías posado desnuda antes?
—¿El cuadro es un reflejo de tu vida sexual con Damien Stark?
—¿Por qué accediste a que te ataran?
Estoy rodeada y busco la mano de Damien, pero, por supuesto, él no está aquí. Las rodillas me tiemblan y tengo que esforzarme para mantenerme en pie. No caeré, no voy a mostrar reacción alguna, no les daré la satisfacción de que sepan que han podido conmigo.
Pero han podido. Lanzan sobre mí la misma pregunta de mil y una formas mientras trato de llegar hasta las escaleras, pero apenas puedo moverme ni un centímetro. Sé que pronto voy a comenzar a gritar, solo para hacer que se callen de la impresión. Solo para poder escapar.
Un fuerte chillido se eleva sobre el bullicio, y por un momento creo que he sido yo quien ha gritado, porque de repente la multitud se disuelve. Levanto la vista y suspiro.
«Damien». Viene corriendo hacia mí desde la calle. Ha dejado su Ferrari negro en marcha en mitad de la carretera. Y si alguna vez tuve alguna duda de la capacidad de Damien para cometer un asesinato, se ha esfumado. Puedo verlo en sus ojos. En la línea de la mandíbula. En la tensión que inunda todos los músculos de su cuerpo. En este momento, justo en este momento, mataría para protegerme.
Extiende la mano y me agarra del brazo, y estoy tan contenta de que esté aquí que casi me echo a llorar. Tira de mí hacia él y me coloca un brazo alrededor de los hombros, me sostiene cerca mientras se abre paso a empujones a través de la multitud y nos dirigimos hacia el coche.
Tira al suelo las bolsas con las compras y me coloca en el asiento del pasajero. Mientras me ajusta el cinturón de seguridad veo que algo se rompe en su interior.
—Cariño —me dice, y aunque la palabra es apenas imperceptible para mis oídos, noto sus disculpas y su profundo arrepentimiento.
—Por favor —susurro—, vámonos de aquí.
Antes de que me dé tiempo a recuperarme, él ya está en el coche y pisa a fondo el acelerador en dirección a Ventura Boulevard, pero una vez que estamos en la autopista, alarga la mano hacia mí.
—Lo siento. El cuadro. El dinero. Nunca pensé que…
—No. —La palabra suena más seca de lo que pretendo—. Más tarde. Ahora mismo quiero fingir que no ha sucedido.
Su mirada es desgarradoramente triste. Por un momento, permanecemos en silencio. Pero el fuerte golpe que le da al volante rompe ese silencio.
—¿Quién ha hecho todo esto? —pregunta—. ¿Quién demonios se lo ha contado a la prensa?
Muevo la cabeza. Todavía la siento como de algodón. Me doy cuenta de que no estoy llevando la situación nada bien.
Deslizo la mano derecha sobre el muslo y la coloco entre la puerta y mi propio cuerpo, aprieto con fuerza el puño y dejo que mis uñas se hundan profundamente en la carne mientras aprieto y aprieto.
Me muerdo la lengua y me hago sangre.
Y me gustaría, oh, cómo me gustaría, tener aún esa pequeña navaja que solía llevar en el llavero.
—Mírame —exclama Damien.
Obedezco. Incluso sonrío. Comienzo a recuperar el control. Respiro profundamente, aliviada por estar de nuevo en condiciones. Pero, oh, Dios, oh, Dios, esto no va a parar. Están ahí fuera, volverán una y otra vez, y esto no va a acabar nunca.
—Carl —susurro—. De esto es de lo que te estaba avisando.
—Tal vez, pero no creo.
—¿Quién entonces?
—¿Ollie sabe algo del cuadro?
—¡No! —respondo con rotundidad, pero un instante después vacilo. ¿Podría haber encontrado alguna forma de averiguarlo?—. No —repito de nuevo—. E incluso si lo supiera, habría guardado silencio. No es a mí a quien él querría perjudicar.
—No estés tan segura —dice Damien misteriosamente.
Trago saliva porque Damien tiene que estar equivocado. Incluso si tiene razón y Ollie está enamorado de mí, seguramente no haría esto para vengarse porque esté con Damien. ¿O sí?
Cierro los ojos porque no puedo soportar esa idea.
—No importa quién haya sido —digo apretando el puño de nuevo—. Ya lo sabe todo el mundo.
Damien no responde, y nos dirigimos hacia el centro de la ciudad en silencio. El enojo de Damien es tan intenso que inunda el coche por completo.
—¿Cómo lo supiste? —pregunto finalmente.
—Jamie. Está en casa. Al parecer también tuvo que abrirse paso entre los periodistas, y estuvieron preguntándole sobre el cuadro. Fingió no tener ni la menor idea, y luego te llamó por teléfono.
—Mi teléfono está sin batería —explico, aturdida.
—Lo sé. Me llamó al no poder localizarte, y yo también lo intenté. Como no conseguía ponerme en contacto contigo a través del teléfono…
—Viniste en persona a rescatarme.
—Por suerte estaba en Beverly Hills y tú habías hecho una parada antes de ir a casa.
—Gracias —le digo.
Se gira lo suficiente como para mirarme, y su sonrisa es bastante triste.
—Siempre te protegeré —me asegura—. Pero esto…
Se detiene bruscamente y veo que tiene los nudillos blancos de agarrar el volante con tanta fuerza. Lo entiendo. No puede protegerme de esto y no lo soporta.
Sinceramente, a mí tampoco es algo que me vuelva loca.
Damien permanece en silencio hasta que entramos en el apartamento. Pero en cuanto estamos dentro, explota. Con un rápido movimiento agarra el jarrón que contiene el arreglo floral que decora el vestíbulo y lo lanza por los aires.
—¡Maldita sea! —grita.
El rugido de su voz se ve enfatizado por el ruido de los cristales rotos al caer al suelo y el chapoteo del agua al salpicar por todas partes.
Me quedo allí de pie, inmóvil. Sé cómo se siente. Yo también quiero agarrar algo y romperlo.
No, eso no es verdad. No quiero lanzar nada, pero cómo me gustaría haberlo hecho. Ojalá hubiera podido coger una baratija de cristal y tirarla con fuerza contra el suelo y consolarme así pensando que han sido mis manos y mi fuerza las que han conseguido que se rompa en pedazos.
Pero sé que no me conformaría solo con eso. Esos trozos de cristal no serían un final, sino un medio para un fin. No me sentiría tranquila hasta que el cristal estuviera dibujando una línea en mi carne, haciendo que ese dolor borrase todos los demás. Aquellos terribles destellos de las cámaras. Las burlas de los periodistas. La vergüenza, la humillación y la certeza de que sin importar qué más suceda durante el resto de mi vida, esto nunca va a desaparecer.
Me estremezco, me siento tan sumamente frágil, imagino el peso de un cuchillo sobre mi mano.
«No».
Con mucho esfuerzo, trato de no cruzar la habitación para coger un trozo del jarrón roto. En vez de eso, miro a Damien, aquí a mi lado, de pie, inmóvil, con los puños cerrados y una verdadera expresión de angustia en su rostro.
—Todo saldrá bien —murmuro, porque esa es la clase de tópicos que dice la gente, aunque en realidad ni ellos mismos se lo creen.
—Y una mierda saldrá bien —me replica.
Este es el carácter que lo hizo tan famoso en sus días de tenista y que le ha dado la fama de hombre peligroso. Un fuerte y quebradizo punto débil que lo ha metido en demasiadas peleas y le ha dejado demasiadas cicatrices, incluyendo esos oscuros ojos que ahora mismo me están mirando con amarga y decidida rabia.
—Nada de esto debería estar pasando —me dice—. Yo debería ser capaz de protegerte. Debería ser capaz de mantener al cabrón de mi padre alejado de mi vida y de mi coche. No lo quiero ni a él ni a su mierda cerca de mí, y mucho menos cerca de ti. Y en cuanto al resto del maldito mundo…
Deja de hablar, y por un momento creo que se ha desconectado de su sistema.
Pero no.
—Debería ser capaz de mantener tus secretos a salvo tan bien como los míos. Pero lo cierto es que… —añade con una sonrisa amarga— eso también se desmorona, maldita sea.
Golpea la pared con tal fuerza y rapidez que la atraviesa con el puño.
Me quedo boquiabierta.
—Bueno, eso va a necesitar algo más que una escoba y un recogedor.
Me mira fijamente durante unos instantes, y luego comienza a sacudir los hombros. Necesito un momento para darme cuenta de que se está riendo. No porque le resulte divertido, sino porque se siente abrumado.
Quiero abrazarlo; quiero ayudarlo. Pero ni siquiera puedo ayudarme a mí misma.
Comienzo a respirar con dificultad, y me doy cuenta de que tengo la mano enrollada en la punta del pañuelo rosa que aún me cuelga alrededor del cuello.
Lentamente, tiro del pañuelo hasta que me lo quito. Ato uno de los extremos fuertemente a mi muñeca y el otro a la de Damien. Lo agarra, aunque veo la incertidumbre en sus ojos.
—Átame —susurro—. Azótame. Dime exactamente qué quieres que haga. Haré todo lo que me pidas. ¿Quieres destrozar algo? Destrózame a mí.
—Nikki…
—Por favor, Damien. No puedes controlar el mundo ¿Y qué? Contrólame a mí. —Lo miro fijamente a los ojos—. Por favor —le digo y oigo cómo tiembla mi voz—. Por favor. Yo también lo necesito —susurro.
—Oh, Nikki. —Inclina la cabeza mirando en mi interior, donde se esconden todos mis secretos—. ¿Lo necesitas? ¿O lo quieres? —especifica.
Me humedezco los labios, como si eso hiciera que las palabras surgieran con más facilidad.
—Una vez me dijiste que si alguna vez necesitaba el dolor debía acudir a ti. Ya he roto esa promesa dos veces. —Me señalo el pelo y luego la yema del dedo—. Así que sí, Damien. Lo necesito. Te necesito si quiero salir de todo esto. Y creo que tú también me necesitas a mí.
Durante un momento, no dice nada. Luego pasa el pañuelo entre sus dedos.
—Creo que ya te dije por teléfono que tengo planes para esto.
—Sí.
Se queda de pie, quieto, y me mira de arriba abajo. Su mirada comienza desde los pies y asciende lentamente por todo mi cuerpo. Ni siquiera me toca, pero aun así me estremezco con tan solo mirarlo. Sobre mí. Eso es lo que quiero. Quiero a Damien y su fuerza. Quiero sentirlo.
Y, sobre todo, quiero que haga que desaparezca el resto del mundo.
Continúa con su intensa inspección, su rostro tan oscuro y hambriento como el de un lobo, e igual de peligroso. Me va a devorar, y que Dios me ayude, yo deseo ser devorada. Quiero desaparecer, quiero perderme en un lugar en el que solo Damien pueda encontrarme.
Me tiemblan las piernas, mi sexo palpita por la impaciencia. Unas diminutas gotas de sudor se escurren entre mis pechos, y mis pezones se adivinan a través de la camiseta.
No puedo apartar mis ojos de los suyos, siento la boca seca y mi pulso se acelera. Ya no es el Damien que bromea y se ríe, que me sostiene y me tranquiliza. No es el tipo de hombre que revelaría sus secretos ni a mí ni a nadie, y ciertamente no es de los que se deja arrastrar por un ataque de ira.
No, el hombre que tengo frente a mí es la elegancia y el control personificados. Hay poder en sus caricias, en la más leve de sus miradas. Es alguien fuerte que dirige una empresa de mil millones de dólares, y en este momento yo no soy más que una de sus pertenencias.
Me muerdo el labio inferior. No me perturba esa idea. Al contrario, mi cuerpo se agita al advertirlo. Ser propiedad de Damien Stark es algo fascinante.
—Quítate la ropa.
Obedezco; me desprendo de la chaqueta, luego me quito la camiseta por la cabeza. Como estamos jugando de nuevo al mismo juego, no llevo sujetador, y cuando él lo descubre, su boca esboza la más sutil de las sonrisas. Bajo la cremallera de la falda y la dejo caer sobre mis pies. Parece como si hubiera olvidado los cientos de veces que me ha visto desnuda. Es algo vergonzoso e incómodo. Pero cuando veo la forma en la que sus ojos me miran, me siento hermosa.
—Separa las piernas —me ordena, y cuando lo hago, se arrodilla delante de mí.
Me agarra por las caderas y luego posa un suave beso justo por encima de mi ombligo. Esa simple caricia hace que un enorme escalofrío me recorra todo el cuerpo, un cuerpo que arde, encendido por la impaciencia. Me agacho para enterrar mis dedos en su cabello.
—No —murmura—. Acaríciate los pechos. Muy bien, cariño —dice cuando le obedezco—. Pellízcate los pezones. ¿Están duros?
—Sí —susurro.
—Bien. Quiero que lo estén más aún. Quiero que los tengas tan duros que con el solo roce de la yema de mis dedos haga que te recorra fuego hasta el fondo de tu sexo. ¿Qué dices?
—Sí. Sí, señor.
Me sonríe con una sonrisa de agradecimiento y compromiso, y luego regresa a mi vientre desnudo. Sus labios me recorren la piel, bajando cada vez más y más hasta que se acerca a la línea cuidadosamente recortada de mi vello púbico. Continúa descendiendo hasta que su lengua se hunde en mi clítoris y no tengo más remedio que romper las reglas de Damien y agarrarle con fuerza por los hombros, porque si no lo hago, estoy segura de que me voy a caer.
Su lengua es despiadada. Me castiga, me folla con una fuerza y una exigencia que hacen que mi cuerpo explote en una avalancha de sensaciones.
Es lo suficientemente atento como para agarrarme y evitar que me caiga, y luego hace que me arrodille frente a él.
—Tienes un sabor delicioso —me dice, y entonces me besa para que lo pruebe. El beso es profundo, pero demasiado corto.
—Voy a follarte, Nikki —me avisa—. Aquí, ahora mismo. Con fuerza y rapidez, hasta que el placer te atraviese todo el cuerpo como un ciclón. Y luego empezaremos de nuevo, lenta y suavemente, dejando que crezca como una pequeña semilla que se convierte en un enorme árbol. ¿Tienes idea del tiempo que tardaremos, Nikki? ¿Puedes imaginar un placer que dura una eternidad?
Tengo la boca seca, pero consigo contestar.
—Contigo, sí.
Se ríe.
—Buena respuesta. Ahora desabróchame los vaqueros.
—Sí, señor.
Estoy tan excitada que mis dedos se enredan con el botón de la bragueta del pantalón, pero lo consigo, lo aparto y con la punta de los dedos acaricio su miembro, que continúa atrapado tras el algodón de sus calzoncillos.
Oigo a Damien inhalar con fuerza, y me encanta confirmar que por más poder que él ejerza sobre mí, yo tengo el mismo sobre él.
—Buena chica. Ahora quítamelos y date la vuelta. De rodillas, Nikki.
—Sí, señor —digo, pero tengo otros planes. Deslizo una mano por sus pantalones y sobre el bulto de sus calzoncillos hasta que encuentro la abertura. Está muy excitado y tan pronto como la muevo, su polla estalla como si también estuviera desesperada por jugar. Sé que debería darme la vuelta, y sé que probablemente seré castigada, pero no puedo resistir la tentación.
Me inclino y deslizo la lengua por la aterciopelada longitud de su miembro. Tiene un sabor salado, masculino, delicioso; cuando lo oigo gemir y decir mi nombre, mi cuerpo parece abrirse completamente. Cierro los labios sobre la abultada punta y comienzo a jugar con la lengua. Lentamente, voy atrapando más de él con la boca, luego tiro hacia atrás, dejando que los dientes apenas lo rocen con suavidad.
Apoyo las manos en sus caderas, y puedo sentir cómo su cuerpo comienza a estremecerse. Me levanto un poco y apoyo las rodillas para conseguir un mejor ángulo. Quiero tener más de él dentro de mí; quiero hacer que se corra.
Sin embargo, mi plan se ve frustrado cuando sus manos me agarran con suavidad bajo los brazos y me pone en pie.
—Descarada —bromea.
Sonrío inocentemente.
—Oh, no. No lo vas a conseguir tan fácilmente.
El pañuelo que había atado alrededor de mi muñeca se ha soltado, y él lo recoge del suelo y lo anuda con firmeza alrededor de mi mano derecha. Le da un tirón y luego me conduce hasta la habitación. El cabecero de su cama está formado por una pieza de madera maciza y en el centro tiene una gran argolla de metal. Lo había visto antes, pero nunca le había dado mucha importancia. Me dice que me tumbe en la cama boca arriba y que coloque las manos por encima de la cabeza. Lo hago, él introduce el pañuelo por la argolla de metal y luego ata el extremo suelto a mi otra muñeca. Ahora mis brazos forman un triángulo sobre la cabeza. Espero a que me ate también los pies, pero no lo hace, y cuando ve mi mirada curiosa, agarra mis caderas y me da la vuelta sobre el estómago. La maniobra me sorprende, pero explica por qué quería dejarme las piernas libres.
De repente me doy cuenta de que probablemente no soy la primera mujer que ha hecho uso de esa argolla. Sin embargo, la idea no me perturba, porque estoy segura de dos cosas: que soy la primera mujer a la que Damien ha traído a su casa de Malibú y también la última.
—De rodillas —me ordena Damien.
Obedezco y me deja allí así, con el trasero al aire, los brazos hacia delante, la cabeza agachada y doblada hacia un lado de modo que pueda ver lo que hace.
Está al lado de la cama, abriendo el mueble que usa como mesita de noche. Saca una caja muy parecida a otra que recuerdo bastante bien de una maravillosa noche en mi apartamento. Esta, sin embargo, es más grande. La abre, y me alegra comprobar que desde esta perspectiva puedo ver el contenido. Esposas de metal. Velas. Un látigo de nueve colas. Una venda para los ojos. Y unas cuantas cosas más que no reconozco.
—¿Esposas? —bromeo—. ¿Me vas a detener?
—Tal vez. —Saca el látigo de nueve colas, una pequeña fusta con muchas tiras de cuero en una punta—. Pero todavía no.
Se coloca detrás de mí de tal forma que no puedo verle cara. Veo también sus piernas y su gran erección, pero eso solo cuando dejo caer la cabeza y miro entre las mías.
No miro durante mucho tiempo, porque cuelga los extremos del suave cuero del látigo sobre mis hombros y mi espalda.
—¿Lo quieres? ¿Lo necesitas?
—Sí —digo mientras todo el horror de aquella noche se precipita de nuevo sobre mí. Quiero hacer desaparecer esos recuerdos y esas emociones. Quiero reclamarlos y destruirlos. Quiero sobrevivir a ellos. Y quiero que sea Damien quien me ayude a hacerlo—. Sí —repito, pero mi voz se ahoga con el chasquido del juguete contra la suave piel de mi trasero.
Escuece y grito, cierro los ojos mientras me dejo llevar por el dolor y me aferro a él. Lo quiero, sí. Y también lo necesito. Pero con Damien azotándome, no puedo negar que también me estoy poniendo muy caliente.
—Otra vez —insisto mientras su mano acaricia el lugar donde me acaba de golpear con el látigo—. Por favor, Damien, otra vez.
Obedece, golpea con fuerza una y otra vez, y luego acaricia mi suave piel, que imagino ahora de color rojo. Esto es mejor que un cuchillo. Más seguro, sí, pero también más real. Estoy transformando algo horrible en algo bueno. De algún modo, estar con Damien lo cambia todo.
—Ahora separa las piernas —me ordena. Obedezco, y la punta del látigo se balancea sobre mi sexo. Estoy más húmeda de lo que recuerdo haber estado nunca, y el gruñido de placer de Damien solo aumenta mi excitación—. También te voy a azotar aquí. Y luego te voy a follar, porque, joder, Nikki, no puedo esperar más.
El látigo me golpea ligeramente entre las piernas, y me estremezco al sentirlo contra el clítoris. No hace mucho descubrí con Damien cuánto me gusta esta sensación tan peculiar, y ese sentimiento no ha disminuido en lo más mínimo. Una y otra vez, grito por la espectacular intensidad del placer.
Estoy ardiendo. Me estoy quemando. Soy una llama que arde libre y solo Damien puede apagar este ardor.
—Por favor —le suplico—. Por favor, Damien, ahora.
No titubea. Me agarra por la cintura y siento la punta de su pene en mi vagina, siento cómo me penetra, más y más profundamente hasta que casi me resulta imposible soportarlo. Me sostiene por una cadera, la otra mano debajo de mí, su dedo me acaricia al ritmo de las embestidas de modo que me pierdo en una sobrecarga de sensaciones.
—Córrete para mí —me exige, y mi cuerpo se tensa en torno a él—. Córrete para mí —repite—. Maldita sea, Nikki, quiero sentir cómo te corres.
Y entonces, como si mi cuerpo realmente estuviera acatando sus órdenes, un profundo y palpitante orgasmo me recorre todo el cuerpo. Me estremezco. Mis músculos se tensan, atrayéndolo con más fuerza hacia mi interior. Siento cómo flaquean mis brazos. Caigo sobre la cama, jadeando mientras oleadas y oleadas de violento placer continúan atravesándome antes de caer finalmente en el suave resplandor de una inmensa satisfacción.
Damien se aparta, tira de mí y luego se tumba a mi lado, sus dedos me acarician suavemente la espalda de arriba abajo.
—Date la vuelta —me dice al cabo de un momento—. Quiero enseñarte algo.
Curiosa, me giro. Coloca la caja de nuevo sobre la cama, y esta vez saca una vela redonda de color rojo.
—¿Damien? —pregunto con cautela—. ¿Qué vas a hacer?
—Algo nuevo.
Se coloca a horcajadas sobre mi cintura para que no pueda mover las piernas, y puesto que sigo con los brazos atados, estoy inmovilizada.
—¿Confías en mí?
—Sí —le respondo, pero cuando lo veo coger una cerilla y encender la vela no puedo evitar morderme el labio inferior.
—Mentirosa —dice—. Cierra los ojos.
Lo hago y estoy segura de que debo de estar ridícula. Con los ojos apretados con fuerza y los dientes rozando el labio.
—Relájate —insiste.
—Para ti es fácil decirlo.
—Dime qué es esto.
Siento una agradable caricia a lo largo de la curva de mi pecho.
—¿Tu dedo?
—¿Y esto?
Suave y ligeramente mojado, esta vez en el escote.
—¿Tu lengua?
—¿Esto?
Es áspero y suave al mismo tiempo.
—No lo sé.
—Una pluma —dice, aunque no me explica de dónde la ha sacado.
—¿Y esto?
Al principio no siento nada. Entonces noto un fuerte y cálido ardor en el pezón que se convierte rápidamente en algo frío y duro. Es, a decir verdad, algo exquisito.
—Es… ¿la vela?
—Muy bien. Ahora no te muevas.
Vuelvo a sentirlo, solo que esta vez el ardor es más duradero y no se limita a un solo lugar. Arqueo todo el cuerpo para apreciar esa sensación que se parece a unos largos dedos apretando la piel del pecho. Luego la misma sensación se repite una y otra vez y ahora me muerdo el labio inferior, no por los nervios, sino por el glorioso éxtasis que ha provocado dentro de mí, extendiéndose como descargas eléctricas desde los pechos hasta mi sexo. Y luego disparando chispas a través de los dedos de las manos y los pies.
—Abre los ojos —dice.
Lo hago y veo largos hilos de color rojo recorriéndome el pecho. La piel debajo de la cera está arrugada y dura, y con los pezones ya muy sensibles, la sensación es más que increíble.
Damien aún está sentado a horcajadas sobre mí, pero ahora se desliza hacia abajo y separa mis piernas con delicadeza. Lentamente, entra en mí, se inclina hacia adelante y aprieta mis pechos con las manos al compás de sus movimientos.
La cera se agrieta a medida que crece mi orgasmo, y cuando finalmente me corro, mi cuerpo se aferra más a él para atraerlo muy dentro de mí. Damien aprieta con más fuerza mis pechos y los últimos restos de cera se resquebrajan.
Grito, perdida en las extrañas sensaciones que tiran de mi cuerpo, arqueándome como si fueran a quedarse para siempre.
Y luego, cuando mi cuerpo deja de temblar, cierro los ojos y me dejo atrapar por el sueño.