7
EL PUENTE DE GÁLATA
Lo despertaron el sol en la cara y el roce suave de unas zapatillas, silenciosas como pinceladas, en el pasillo. La habitación de Anna, algún otro hospital. Pero la colcha que tenía encima era de satén y la luz que bañaba la pared de enfrente, de colores vivos, tamizada por vidrieras. Estaba en casa de Lily, en uno de los cuartos del antiguo selamlik; olía a café recién hecho. Se movió una figura junto a la puerta, convirtiéndose en una mujer.
—Avisaré a madame —afirmó, y salió de la habitación antes de que Leon pudiera contestar.
Se incorporó y la colcha se escurrió de su piel desnuda, por lo que tuvo que agarrarla y sujetarla contra su pecho. Vio que había un brasero en un rincón, lleno de carbones incandescentes. Probó a mover los dedos de los pies, se habían recuperado del agua helada.
—Pensé que dormirías más —dijo Lily, a la que seguía una mujer que llevaba una pila de ropa—. Ya está todo seco. Lo que nos costó quitarte la ropa empapada. ¿Cómo te encuentras?
—¿Dónde está Alexei?
—¿El rumano? Desayunando. Bueno, más bien almorzando, a la hora que es. Ya le está poniendo ojitos a Ayşe, y eso que anoche estaba medio muerto. ¡Hombres! C’est incroyable.
—¿Por qué estamos aquí?
—A veces le echo una mano a Murat. —Alzó los ojos y lo miró—. Así que ese será nuestro secreto a partir de ahora, ¿de acuerdo? —Le indicó a la doncella que dejara la ropa encima de la cama—. Te dejo que te vistas. Estamos en el jardín interior. —Ya se iba, pero se detuvo y se dio la vuelta, con una media sonrisa—. Ahora ya lo sé.
—¿El qué?
—El aspecto que tienes por la mañana. Siempre me lo había preguntado. Tienes el pelo de punta. Un petit garçon. Adorable.
—No me siento adorable.
—¡Uf! —exclamó ella, sacudiendo la mano, antes de dejarla caer a un costado y adoptar una pose profesional—. Date prisa. Murat te espera.
Pero a la mesa solo estaba Alexei, con semblante tranquilo y animado, como si despertarse rodeado de lujos fuera simplemente parte del orden natural de las cosas, la siguiente vuelta de la rueda.
—¿Qué lugar es este? —preguntó, pidiéndole con un gesto a la doncella que trajera más café.
—La casa de una amiga.
—Tener amigos así en Estambul. Cómo será América. —Estuvo a punto de guiñarle un ojo a Leon, parecía divertirse; luego lo miró—. ¿Se encuentra bien?
—¿Qué hora es?
Alexei miró al cielo, el reloj campesino.
—Casi mediodía.
—¿Le han puesto un parche? —preguntó Leon, indicando el vendaje del brazo de Alexei.
Alexei inclinó la cabeza.
—Pero se acabó jugar al tenis —dijo, y al ver que Leon no reaccionaba, añadió—: Es una broma. —Apenas unas horas antes, había arrastrado a Leon al fondo del agua.
—Ah, están aquí los dos. Bien —dijo Altan al entrar.
Alexei se irguió, cauteloso.
—¿Se encuentra mejor todo el mundo? —preguntó Altan.
—¿Qué hacemos aquí? —quiso saber Alexei.
—Recuperarse. Mantenerse apartados de la vista. La policía ya no los molestará, pero será mejor no tentarlos. —Miró a Alexei—. Querrá llegar sano y salvo a manos de los norteamericanos.
—¿Y quién me va a llevar? ¿Usted?
—No. Leon. Ese es su trabajo.
Alexei mostró su conformidad con un gruñido.
—¿Cuándo?
—En cuanto se presenten. Mientras, disfrute del día. Siempre hace bueno después de llover, ¿verdad? Todo queda tan despejado…
Era una ironía involuntaria; Leon aún tenía la mente confusa.
—Presentarse, ¿de dónde? —preguntó—. ¿Del consulado?
—No, de Ankara —respondió Altan, sin ofrecer detalles.
—Entonces, ¿para qué lo del barco? —preguntó Alexei, suspicaz—. Todos los arreglos…
—Se han visto comprometidos —dijo Altan—. En cuanto nos enteramos, tuvimos que sacarlo de ahí.
Leon lo miró fijamente, tratando de entender algo.
—¿Comprometidos? —repitió Alexei.
—Alguien le dio el soplo a la policía. Afortunadamente, fue interceptado —dijo Altan, casi con un tono de voz jovial—. Me parece que no le caía demasiado bien a alguien.
Ahora sí que nada tenía sentido.
—Pero el barco se fue —dijo Leon, alarmado—. No lo habrán vuelto a detener.
—Llegamos a un acuerdo —explicó Altan, señalando a Alexei, y miró su reloj de pulsera—. Deberían estar allí esta noche.
—En Palestina —dijo Leon con una extraña sensación de alivio; por lo menos algo había salido bien.
—Lo más probable es que sea con la Armada Británica del Mediterráneo. De vuelta a Chipre, después de todo. Pero eso es algo que escapa a nuestro control, ¿verdad? —Se dirigió a Alexei—. Ahora ya es cosa de ellos.
Alexei asintió, mirándolo.
—Me pregunto si no le importaría hacer algo por mí, mientras esperamos.
Alexei guardó silencio.
—Usted conoció a Melnikov. Ahora es un personaje destacado. Está muy interesado en Turquía. Resultaría muy útil; es una cuestión de fechas. ¿Cuándo lo conoció? Sé que fue después de Stalingrado, pero exactamente, ¿cuándo?
—Muy útil, ¿para quién?
—Para Turquía.
—No trabajo para Turquía.
—No, para los norteamericanos. Pero tenemos un acuerdo con ellos.
—Pues entonces, que me lo pregunten.
—Lo harán. Pero quizá todavía tarden. Para ellos es una minucia, para nosotros, bastante más. Y para usted, supongo que nada. —Hizo una breve pausa—. Melnikov es un hombre muy persuasivo. Había una vez cierto turco… Bueno, nacido en Kars de madre turca, uno tiende a pensar que eso debería constituir una fuente de lealtad, pero de padre ruso, así que ruso durante la guerra. Cuando Melnikov lo persuadió… para hacer ciertos trabajos en contra de Turquía. Sabemos qué fue de él: Norilsk, no la recompensa que esperaba. Pero había otro hombre, y de él…
—No lo conozco.
—De nombre no. Si fuese así, sería un trabajo fácil para nosotros. Solo un nombre. Pero si supiéramos las fechas, podríamos cotejarlas. Cuestión de eliminación. ¿Dónde estaba Melnikov? ¿Cuándo? No es demasiado difícil. Los norteamericanos se lo preguntarán de todas formas. Sería como un ejercicio para usted. Aprovechando que está aquí…
Alexei lanzó una mirada a Leon.
¿Por qué no? Un detallito para Altan; el Victorei estaba ya lejos. Leon parpadeó, una especie de asentimiento.
—No sabría decirle con exactitud —advirtió Alexei.
—Bueno, hágalo lo mejor que pueda —dijo Altan con desenfado—, solo movimientos generales. Ahí tiene papel. A mí me parece que poner las cosas por escrito ayuda. Se apunta una cosa, y entonces se recuerda otra. ¿Más café? ¿Ayşe? Voy a robarle a Leon unos minutos. Tenemos que comentar los preparativos para más tarde. Aquí estará bien.
Alexei levantó la vista, un fugaz destello de angustia, como si aún siguiera agarrado a la chaqueta de Leon en el agua.
—El jardín está ahí mismo, si necesita estirar las piernas —añadió Altan—, pero no se aparte mucho, por favor. No queremos correr riesgos y decepcionar a los norteamericanos.
Cruzaron el sofa y acompañó fuera a Leon, a la terraza que daba al Bósforo, ajetreado por los barcos. Habían sacado al sol unos cuantos tiestos de geranios.
—¿Empezamos? —preguntó Altan, casi para sí.
—Enver Manyas —respondió Leon, lo primero que le vino a la mente—. Usted sabía lo de los pasaportes.
—Siempre resulta interesante estar enterado cuando un hombre quiere ser otra persona —dijo Altan, y luego calló—. ¿Quiere saber de Enver? Él carecía de importancia. Resultó innecesario hacer eso. Ese tipo es un demente —aseguró, volviendo la cabeza hacia el jardín interior—. Deja dos niños. Y ahora me toca arreglar una pensión para la viuda. ¿Quién me va a dar ese dinero?
—Sus nuevos amigos norteamericanos, quizá. —Tanteó Leon—. ¿No le van a pagar por él? —Miró hacia donde estaba Alexei.
—¿Pagar? Me parece que no entiende cómo son estas cosas.
—Entonces, ¿cómo son?
Altan lo miro con severidad, casi como si le fuera a echar una reprimenda.
—Tranquilícese, señor Bauer. Leon. Trabajamos juntos en esto, ¿sabe?
—¿Y cómo es eso posible?
—Por su embajador. Y su señor Barksdale.
—¿Quién?
Altan sonrió.
—Sí, también es nuevo para mí. De Washington. Ha venido ex profeso, en un avión militar.
—Ex profeso, ¿para qué?
—El señor Bishop trabajaba para él. Así que había cierta preocupación.
—Y a usted le pareció que lo mejor sería darle un toque y ver si podía hacer algo por él.
—No. Me llamó él, y solicitó mi ayuda. Como sabe, hubieron algunos enlaces durante la guerra. Canales oficiales.
—Pero esto no era un asunto oficial.
Altan asintió.
—Tiene razón.
—¿Y cuánto le ha pedido por Alexei?
Altan lo miró furioso, tratando de decidir si darse por ofendido o seguir adelante.
—¿Por qué no? —dijo Leon—. Los rusos pagan. ¿Por qué iba usted a trabajar gratis?
Altan sacó un cigarrillo y lo encendió protegiendo la llama del viento con la mano, un minuto de espera.
—Permítame explicarle algo. Ahora necesitamos a los norteamericanos. Así que los ayudamos. Eso no tiene precio. ¿Cómo va a tenerlo? Sin ellos, estaríamos… —Abrió la mano con la palma al aire, dejando que la frase se completara sola, y se giró hacia Leon—. Ya no podemos permitirnos ser neutrales.
—¿Qué ha sido del ejercicio de equilibrista? ¿Entre nosotros y el oso?
Altan sonrió ligeramente.
—Ahora los conozco a ustedes mejor. Somos colegas. No tenemos por qué disimular. El oso quiere devorarnos. Ustedes no. ¿Qué bando escogería usted?
—Así que nos entregan a Alexei. ¿Y qué obtienen a cambio?
Altan dio una calada al cigarrillo, mirando al Bósforo, y se tomó otro minuto para preparar su respuesta.
—Es precioso, ¿verdad?
—Anoche no lo era.
—No. Pero mire ahora. Para mí siempre es hermoso. Asia, Europa. —Gesticuló hacia ambos lados—. Y Estambul, el puente. Eso dicen ustedes. No nosotros, ustedes. ¿Puente a qué? A algún libro de cuentos en su mente, quizá. Bizancio, los otomanos… No la ocupación, con los barcos británicos ahí mismo. —Indicó el mar con un movimiento de la cabeza—. La humillación. Nuestros soldados volviendo cubiertos de harapos. No, para ustedes era todo bailarinas y sorbetes. Cuentos. Están ustedes enamorados del pasado. Bueno, puede que también todos nosotros, un poco. —Miró a Leon de frente—. Nosotros no creemos ser un puente. Pensamos que somos el centro. El mundo solía extenderse desde aquí mismo en todas las direcciones. Durante años. Pero luego empezó a encoger. Poco a poco, y luego todo de golpe. Y ahora solo quedamos nosotros. Turquía. Así que tenemos que conservarla. El oso nos devoraría en cuanto pudiera, es lo que ha pretendido siempre. Y ahora le resultaría tarea fácil. Ya no existe el imperio. ¿Esta ciudad? Un villorrio a trasmano. —Alzó la mano, sin admitir objeciones—. Eso piensan ellos. Y ustedes también. Aquí ya no hay más que turcos, ¿y a quién le importamos? Así que tenemos que lograr importarles. Hacer que sean nuestros amigos. Nuestros camaradas. ¡Ja! Contra los camaradas. —Echó la ceniza hacia el agua, satisfecho de su juego de palabras—. Así que hacemos lo que podemos por nuestros amigos. Es un pequeño precio que pagar. —Lo miró desafiante—. ¿Comprende ahora por qué era tan importante que lo encontráramos? Hasta el extremo de usar a Gülün. Es una cuestión de Estado —dijo—. Pero usted seguía dándonos esquinazo. Muy astuto. —Negó con la cabeza—. Palestina. No Grecia.
Leon miró a lo lejos, inesperadamente complacido.
—Yo creía que se lo entregarían ustedes a los rusos.
—Leon —dijo Altan, con tono de extrañeza, como si Leon no le hubiese hecho caso—. Claro que se lo vamos a entregar a los rusos.
Leon se dio la vuelta; el aire parecía haberse quedado quieto de repente. Nada se movía: barcos, olas, todo se había detenido.
—Se lo dije anoche —siguió Altan—. Los norteamericanos ya no lo quieren. Ahora no. No si pueden usarlo para un canje.
—Para un canje —repitió Leon con voz sorda; ya no se oía el menor sonido, ni siquiera de pájaros. En el jardín de invierno, Alexei estaría escribiendo fechas, pidiéndole más café a Ay$e—. ¿Un canje por quién?
—Por su hombre en el consulado. Ahora mismo es un pez mucho más gordo que nuestro rumano. Ha matado al señor Bishop. ¿Quién sería el siguiente? Usted quizá. ¿Sabe cuánto tiempo tiene la información de Jianu? Meses como poco, años quizá. Es útil, pero no tan importante como un infiltrado en activo.
Leon vio otra vez a Alexei en Laleli, alargar la mano y exprimir un limón invisible.
—Si es que hay un infiltrado —dijo Leon, trabucándose, un pensamiento detrás de otro—. Podría haber sido…
—Bueno, eso es lo que va a averiguar usted.
—¿Yo?
—Sí, por supuesto. Usted va a negociar el trato con Melnikov. ¿Quién si no? No puedo aparecer, sería una interferencia. Incluso ahora deberíamos estar dentro. ¿Quién sabe si no nos vigilan?
De forma involuntaria, Leon miró hacia el mar.
—Sí, hay un infiltrado —dijo Altan—. Y ahora hay otro muerto. Su gente tiene que actuar. Por eso me llamó Barksdale. ¿Puede ayudar? Y yo sabía por supuesto que usted tenía que tener a Jianu. Así que todo podría arreglarse, si diera a tiempo con usted. Y lo hice. —Alzó una mano y bajó la voz—. Jianu ya no es tan importante. El otro, sí.
—¿Y en tal caso por qué los rusos iban a querer canjearlo por Alexei?
—Nadie deserta. Es cuestión de principios para ellos… de emociones, incluso —dijo, corrigiéndose a sí mismo—. ¿Se acuerda de Melnikov en la fiesta? No se preocupe, aceptarán el canje. No pueden permitirse dejarlo marchar, sería un precedente. ¿El infiltrado? Ahora ya es solo cuestión de tiempo que los norteamericanos lo cojan. Tienen que hacerlo. Pero cuánto desbarajuste: buscar por aquí, buscar por allí, ponerlo todo patas arriba. Es mucho más fácil que se lo sirvan en bandeja. Compensa devolverles a Jianu para conseguirlo.
—¿Y entonces a santo de qué la mascarada de antes? —Leon miró de reojo hacia la casa—. Que si viene gente de Ankara.
—Leon… ¿Prefiere que piense que lo va a entregar a los rusos?
A las reses se las hacía pasar por puertas, avanzar en una misma fila para tranquilizarlas, darles seguridad, hacer más fácil el resto. Eso lo sabía cualquier carnicero.
—Pero no antes de que usted le saque unas cuantas fechas —dijo, exprimiendo más el limón, hasta que no quedara más que la pulpa.
Altan se encogió de hombros.
De repente, Leon bajó la vista hacia los listones de madera del suelo de la terraza, sintiendo que estaban a punto de abrirse, la sacudida de una trampilla, su cuerpo suspendido en el vacío un segundo.
—Leon.
Apenas más alto que un eco lejano; el sonido había sido absorbido por el vacío. En el Bósforo, un remolino de pájaros silenciosos se zambullía a por algo que Leon no conseguía distinguir, algún pez, algo desventurado que se debatía en la superficie del agua hasta que por fin se hundió.
—Lo matarán.
—A la larga.
Las aves se reagrupaban, ascendían, volvían a lanzarse en picado.
Se giró hacia Altan.
—No lo haré —respondió con respiración entrecortada, como cuando se agarraba al salvavidas.
Altan lo miró, sorprendido.
—¿Qué es lo que no hará?
—Entregárselo a los rusos.
—¿Piensa acaso que trabaja por cuenta propia? Es usted parte de esto. Se ha decidido así. —Miró a Leon con los ojos entornados—. ¿No quiere creerme? Haré una llamada. Puede preguntárselo personalmente a Barksdale. Eso es lo que quieren.
De repente su estómago, ya revuelto, empezó a agarrotarse ante el conocimiento de que sí, era cierto: no tenía que llamar. Es usted parte de esto.
—Lo matarán —dijo de nuevo.
—¿Le preocupa eso? Observo que no ha llorado igual la muerte de Enver Manyas.
—Yo no lo maté.
—Tampoco va a matar a este. ¿Para quién trabaja? ¿Para él? Los norteamericanos quieren un canje.
—Hágalo usted, entonces.
Altan sacudió la cabeza.
—¿Por qué habría de ir yo a Melnikov con esa propuesta? El hombre del consulado no significa nada para nosotros: es problema de los norteamericanos. Pero Melnikov lo creerá a usted. Cree que trabaja para ellos. Y ahora resulta… que tiene razón. —Miró fijamente a Leon—. ¿No es verdad?
Lo tenía atrapado la lógica de todo ese asunto, y los listones del suelo aguantaban.
—Se suponía que lo único que tenía que hacer era recogerlo —dijo Leon en voz baja, hablando para sí mismo.
—Todos nos creemos eso al principio. Que es fácil. Así que uno va aprendiendo. No puede mostrarse sentimental. ¿Por él? Tiene que pensar en lo que es importante para usted. —Esperó—. Ha sido decidido. —Otro momento más, ahora mirando a Leon—. Le he explicado lo suyo a Barksdale. Bebek, todo ese asunto. Confían en que lo haga.
Leon le sostuvo la mirada sin decir palabra. Le he explicado lo suyo. Y luego fue demasiado tarde. Su silencio había respondido en su nombre.
—Estupendo —dijo Altan—. Ahora, veamos los preparativos. Reúnase con Melnikov. Déjele escoger el lugar del intercambio; así no se mostrará suspicaz. Pero que sea un sitio público. Usted llevará a Jianu, él traerá a su hombre. Sería interesante saber qué le contará Melnikov, ¿no le parece?
Alineándolos en un establo.
—Asegúrese de que sea algún sitio donde su gente pueda estar esperando. No querrá montar un espectáculo. Él irá armado, no importa lo que usted diga; así que usted también. Pero ni su hombre, ni Jianu. Nada de dramatismo. Quieren un canje formal: ellos salen de aquí, usted de allí, se encuentran en el medio. Como en un duelo. Siempre temen algún truco. Creen que todo el mundo es como ellos. —Levantó un dedo—. Que sea pronto: hoy mismo, si es posible. No quiero tener aquí a Jianu. De todas formas, es mejor también para ellos. Antes de que su hombre pueda sospechar. —Alzó los ojos—. Un lugar del que no pueda escapar cuando vea a su gente.
—Mi gente —dijo Leon.
Altan abrió la mano, conciliador.
—Pero usted no puede verse implicado.
—Los hombres de Gülün no siempre visten uniforme. Pero en cuanto uno los ve en la puerta, sabe que no tiene escapatoria. Y los de Melnikov… ni siquiera tendrá que esforzarse para reconocerlos. Cosacos. De aquí hasta aquí —dijo, haciendo un gesto para ilustrar la anchura de sus hombros—; nunca les vale la ropa. Sería bueno un lugar con varias salidas. Santa Sofía, algún sitio así. Pero déjelo escoger a él. Le supondrá la garantía de no estar metiéndose en una trampa. Eso les gusta.
—¿Y si empiezan a disparar?
—No lo harán. Eso echaría a perder el próximo canje.
Leon levantó la mirada.
—Uno de sus hombres en Washington, creo. Ya hablará usted con él de ese intercambio en otra ocasión.
—Un hombre en Washington —dijo Leon, sintiendo cómo se le encogía el estómago de nuevo.
—Bueno, siempre hay más de uno. Así que por un tiempo, como él no puede estar seguro de a quién se refiere, todos reducen su actividad; eso es bueno para ustedes. Si no lo hay, a él le gustará que usted piense que sí. Pero sí ha de haberlo. Jugar esa carta siempre da resultado. ¿Qué le ocurre? —preguntó, al ver el rostro de Leon—. Ah, ¿nuestro común amigo ya lo hizo? Siempre hay que hacerles creer que uno tiene más ases guardados en la manga, Leon. ¿Cómo iba a poder saberlo él? ¿Acaso cree que le confiarían algo así?
Leon miró el agua. La gente oye cosas, a veces por casualidad. Y la gente miente. Volvió a ver el piso de Laleli, todo ordenado, el petate hecho, listo para salir, a Alexei encorvado sobre el tablero de ajedrez, planeando jugadas.
—Veamos, su primer encuentro. Algún sitio neutro. De los que no llamarían la atención al Emniyet —dijo Altan sonriendo—. Justo delante de mis narices, un encuentro inocente.
—El bar del Park.
—¿Cómo durante la guerra? Tiempos fáciles para nosotros. Todos ustedes vigilándose unos a otros. No —dijo, pensativo—. El Pera. La señora Bishop. Está usted en el bar con ella. Melnikov entra, se acerca a saludar, la conoció aquí, en la fiesta; usted lo invita a sentarse, pero ella tiene que marcharse. A hacer un recado. O como quiera usted arreglarlo. —Lo miró de frente—. Se le dan bien estas cosas. Intente no salir del hotel con él. Mientras esté allí, podemos tenerlo a usted controlado. Después… —Hizo un movimiento de barrido con la mano—. Se daría cuenta de que lo seguimos. Incluso nosotros.
—¿Y qué hay de mí? ¿No me tendrá…?
—Naturalmente. Así que después, coja el ferry a Üsküdar. Habrá un taxi. No se preocupe, el taxista lo reconocerá. Su gente tardará más en conseguir uno. Y el lado asiático les resulta muy confuso. —Consultó su reloj—. Estará de vuelta a la hora del té.
—Lo tiene todo calculado —dijo Leon.
—No, todo no —respondió Altan, preocupado, sin apreciar el tono de voz de Leon—. Ahora, la llamada telefónica. Repasémosla. ¿Cómo ha conseguido el número? Es su número privado. Se imaginará que tenemos pinchados todos los teléfonos de su consulado.
—¿Y lo están?
—Hum… También lo está ese. Pero ¿de dónde lo ha sacado usted?
—Georg —dijo Leon sin pensarlo siquiera—. Me lo dio Georg.
Altan lo miró, sopesándolo.
—Muy bien —asintió, satisfecho—. Georg, muy bien.
Leon asumió el papel.
—He encontrado el hombre que Georg me dijo que usted andaba buscando.
—¿Qué hombre? —Altan le dio la réplica, bajando la voz.
—El traductor. Domina el rumano, el ruso. Algo de alemán. Ha sido difícil de encontrar, pero lo hice.
Altan guardó silencio un minuto, reproduciendo la conversación en su mente, y luego sonrió ligeramente.
—Lo hizo, sí.
Se abrió una puerta a su espalda.
—Domnul Jianu —dijo Altan, una cortesía en rumano—. ¿Ya ha terminado usted de almorzar?
—¿Tiene un cigarrillo? —le preguntó a Leon, y luego, dirigiéndose a Altan—. Tabaco norteamericano. Acaba uno malcriado.
—Es lo único que tienen en América —contestó Altan con buen humor.
Leon le tendió el paquete a Jianu y su mano se mantuvo firme. ¿Cómo se vería su rostro? ¿Habría algún sonrojo revelador, algo que lo traicionara? Pero quizá las personas no veamos más que lo que buscamos, un efecto de espejo mágico: la apariencia lisa y reconfortante de alguien a quien creíamos conocer.
—¿Ya está todo arreglado? —preguntó Alexei, encendiendo un cigarrillo.
—Casi. Falta hacer una llamada telefónica —contestó Altan.
Alexei levantó la vista.
—Quieren que llame yo en persona —dijo Leon— para asegurarse. —Ni una flema en la garganta; su voz también suave, la de otra persona.
Alexei asintió, aceptando la explicación.
—Veamos si la línea está despejada ahora —dijo Altan, poniéndose en movimiento—. Será mejor que se quede dentro —le pidió a Alexei, con una mirada hacia la casa—. Los barcos también tienen ojos.
—Pensaba que serían ustedes los que estarían vigilando —repuso Alexei.
Altan lo miró a los ojos:
—No solo nosotros.
Hizo un gesto, invitándolo a entrar en la casa.
—Leon —dijo, y entró.
Leon se quedó clavado en la terraza, esperando a Alexei, que seguía fumando mientras veía marcharse a Altan.
—Tenga cuidado con ese —dijo Alexei con un tono de voz íntimo, algo solo entre ellos dos—. No me fío de él.
Leon miró hacia el mar, de nuevo temeroso de su expresión.
—No le falta razón. Nunca se sabe.
—No —dijo Alexei, y se dirigió a la puerta, apoyando la mano en el hombro de Leon al pasar.
Leon siguió mirando hacia el mar. Los pájaros habían desaparecido. ¿Estaría alguien vigilándolos? ¿Qué verían? La larga terraza blanca, motoras amarradas a las bitas, el relampagueo del sol sobre los cristales de las puertas. Todo bonito, plácido, tan en calma como el agua en la que estaba el pez.
—¿Cómo se supone que tengo que actuar? —preguntó Kay, nerviosa, atusándose el pelo.
—Como alguien que está tomando un té.
—Té. Mata Hari solía alojarse aquí según el folleto del hotel. Seguro que nunca tomaba té.
—A estas horas claro que sí.
Había muy poca gente en el bar del Pera a hora tan temprana, con la luz del sol invernal caldeando todavía las paredes de color albaricoque. Lámparas con pantallas de borlas, cojines de terciopelo, el lujo recargado de un vagón del Orient Express.
—Creo que yo no habría sido capaz de hacerlo.
—¿Qué?
—Acostarme con generales. Robarles cosas del bolsillo.
—Me parece que ya no se hace así —contestó Leon, con una media sonrisa.
—¿No? —dijo ella deprisa, volviendo a tocarse el pelo—. ¿Cómo se hace?
—Te bebes eso y pareces contenta de verme.
—Y desaparezco en cuanto llegue él.
Leon asintió.
—Y me voy a mi habitación sin saber de qué va esto tampoco. —Bajó la vista hacia su taza—. Contenta de verte. Miedo me da lo contenta que estaba. Pensaba que no volvería a verte.
—Te dije que…
—Lo sé. Y lo has cumplido. —Alzó la vista—. Pero ¿por cuánto tiempo?
—Una última cosa, y se acabó.
—Hasta la siguiente vez.
—No. Se acabó.
—¿De verdad? —dijo, y empezó a morderse un dedo—. ¿Funciona así? ¿Lo dejas sin más, y ya está? Yo creía que era como el ejército. —Sacó un cigarrillo, por tener la mano ocupada—. ¿Y cuándo lo has decidido?
—Hoy.
—¿Qué ha pasado hoy? —preguntó, alzando la vista.
Leon negó con la cabeza.
—Nada.
—Nada —repitió ella, encendiendo el cigarrillo—. Por lo menos no has dicho que es por mí. Probablemente me lo habría creído, además. —Apagó la cerilla, agitándola—. Soy un polvo fácil.
—Solo al principio.
Kay arqueó las cejas y sonrió.
—Eso es. Se supone que te alegras de verme.
—¿Mejor? —dijo, dedicándole una sonrisa y luego agachó la cabeza—. ¿Vendrás después?
Asintió.
—Espérame.
—¿Sabes? He sentido una especie de respingo aquí dentro. —Se llevó la mano al estómago—. Solo de oírtelo decir. —Dejó caer un poco de ceniza, inquieta, mirando alrededor del salón—. ¿Quién nos vigila?
—No lo sé —contestó, siguiendo la mirada de ella.
—Quiero decir, ¿quién se supone que está vigilando?
¿Quién? Altan tendría a alguien. ¿Se arriesgaría Melnikov a acudir a una cita solo? ¿Y Barksdale, si aún no estuviera del todo seguro de Leon? ¿El barman? ¿El camarero? ¿La turca del sombrero?
—No lo sé —repitió, y esa vez se oyó a sí mismo, viendo lo absurdo que era todo—. Todo el mundo. Todo el tiempo. Si sigues en el negocio. Siempre hay alguien vigilando. Así es como es, todo el tiempo. —Ahora hablaba consigo mismo. Eres parte de esto.
—Vas a doblar esa cucharilla.
Bajó la vista y se miró las manos: los pulgares apretaban el fino mango de metal pulido.
—Haces cosas de esas. No se te nota nada en la cara, de pronto oigo un chasquido, y veo que ha pasado algo.
Dejó caer la cucharilla y apartó la vista, como cuando lo pillan a uno haciendo algo indebido.
—Dime en qué pensabas ahora mismo. No te lo inventes. Lo que pensabas de verdad.
Volvió a coger la cucharilla y se quedó mirándola.
—Dímelo.
—Qué se puede hacer —contestó él, aún con la mirada baja, como si estuviese leyendo— cuando no existe una forma correcta de hacer las cosas, solo la que está mal. De una u otra forma.
Al no esperar esa respuesta, Kay guardó silencio un minuto.
—Y ya no se puede evitar por más tiempo. Hacer algo. —Alzó la vista—. ¿Qué se hace? —No era una pregunta, ni siquiera a sí mismo.
—No lo sé —dijo ella para ganar tiempo, y luego lo miró a los ojos—. ¿Estás hablando de mí?
—¿Cómo? ¡No! —exclamó, pasando las manos por encima de la mesa, mojándose con el té derramado—. No pretendía… —Calló—. No me refería a ti —dijo con suavidad.
—Oh —exclamó ella, solo un sonido, ruborizándose, sorprendida de nuevo. Se inclinó hacia él, cogiéndole las manos—. Entonces, ¿qué?
Lo atrajo hacia ella, como si estuviesen en la cama, sin secretos.
Volvió a mirarla otro segundo, y luego sacudió la cabeza:
—Nada.
—Podríamos levantarnos ahora mismo, salir de aquí —dijo ella, cogida aún de su mano, con los ojos fijos en los suyos—, y seguir andando. Antes de que haya nada más. Eso podríamos hacer.
Por la puerta, junto a uno de los hombres de Gülün ahora a las órdenes de Altan, pasando luego junto al consulado. Le he explicado lo suyo. Altan espera.
—No puedo —contestó, retirando la mano.
Kay dejó la suya encima de la mesa.
—¿Por qué no? Ah, una última cosa. ¿Qué última cosa?
Bueno, ¿cuál?
—Podemos averiguar quién mató a Frank.
—¿Frank? —dijo ella, desconcertada, y retiró la mano—. ¿Cómo? ¿Qué quieres decir? ¿Para eso viene ese aquí?
—No.
—¿Esto lo haces por mí? Pues no lo hagas. ¿Qué importa quién fuera? Alguien, eso es todo. No va a cambiar nada.
—Y la próxima vez será otra persona. Tal vez yo.
A Kay le relampaguearon los ojos, luego desvió la mirada; una retirada. Dio varias caladas al cigarrillo para sosegarse.
—Crees que lo mató un ruso —dijo por fin.
—No este ruso. Sonríe de nuevo. Ya esta aquí.
Por encima del hombro de Kay, Leon vio a Melnikov vacilar ante la puerta, entrar y dirigirse directamente a ellos. Hizo todas las cosas que se esperaban de él —fingir sorpresa al verlos, recordar a Kay de la fiesta de Lily, pretender retirarse para no molestar, pero dejarse convencer para unirse a ellos—, pero con tanta torpeza que solo su manifiesta incomodidad lo hizo parecer auténtico. Leon pensó en Lily, deslizándose entre sus invitados. Melnikov pidió vodka. Y luego, tras agotar su guión, se quedó sentado a la espera de que hablase Leon, en un silencio tal que cualquiera de la sala tendría que notarlo.
—Ahora mismo vuelvo —dijo Kay—. Si me disculpan, tengo que ir al tocador.
Melnikov, galante, se puso de pie al salir ella, y luego se volvió hacia Leon:
—¿Dónde está?
—En un sitio seguro. Podemos hacerlo esta misma tarde.
—¿Cuánto quiere? —preguntó; directo al grano, nada del ritual juguetón de los vendedores del Bazar.
—Un canje. Su hombre en el consulado.
—¿Qué hombre?
—El que mató a Frank.
—No existe tal hombre.
—Claro que sí. Frank lo encontró, por eso está muerto. Nosotros también daremos con él, ahora que sabemos que está ahí. Pero nos gustaría agilizar las cosas. Ambos son mercancía averiada. Es un canje equitativo.
Melnikov se lo pensó.
—¿Cómo sé que lo tiene?
—Podrá verlo. Yo traigo el mío, usted el suyo. No acuda con las manos vacías. Es una oferta única. Elija el sitio.
—Y nada de dinero. Ni siquiera una propina para usted.
—Tal vez la próxima vez.
Melnikov lo miró fijamente, sin saber muy bien cómo tomarse eso.
—No es una decisión complicada. O lo toma o lo deja.
—¿Y si lo dejo?
—Entonces tendremos a los dos. A usted no le salen las cuentas.
Melnikov se encogió de hombros.
—Pero ya ha hablado.
—Solo conmigo. O ya estaría en Washington ahora. Le gusta esperar para hacer la jugada correcta: es un jugador de ajedrez. Pero lo sabe. Me dijo que era usted un poco lento. Así que parece que su información sigue siendo buena.
Melnikov se echó para atrás, molesto.
—Estamos perdiendo el tiempo. Usted querrá garantías. Nosotros también. ¿Puede traerlo hoy?
Melnikov dudó, pasándose la punta de la lengua entre los labios, la anticipación del lobo.
—Creo que se va a llevar una sorpresa —dijo.
Leon lo miró. Ya estaba. Una vida descartada en un segundo. Como Enver Manyas resbalando en el servicio.
—Solo si no se presenta usted.
Melnikov resopló, levantó su vaso y lo apuró de un trago.
—Usted elige el sitio —volvió a decir Leon.
—Bueno, válgame el cielo, pero si estás aquí, entero y verdadero. Había llegado a pensar que igual te habías vuelto a casa —dijo Barbara King, con Ed Burke a remolque.
Leon se puso en pie, la besó en la mejilla ofrecida.
—Espero que vengas a mi fiesta. Te he dejado más de cien recados.
Se dio la vuelta, a la espera de que le presentara a Melnikov, con Ed descolgado, como si la presencia física de un ruso lo alterara, el auténtico coco.
—¿No es un poco pronto? —preguntó Barbara al reparar en la copa, y en ese mismo momento regresó Kay—. Kay —dijo alargando la sílaba—. Tenía intención de llamarte. Estos primeros días… Sé por lo que estarás pasando.
Y luego, de repente, fue como hallarse entre el gentío saliendo de la estación de Sirkeci, con todo el mundo en movimiento, intentando no estorbar a los demás. Melnikov, cauteloso, sospechaba algún posible truco. Pero ¿en qué? Kay, ligeramente asustada, como alguien que hubiese abandonado un segundo su puesto de trabajo y viera a la gente colarse en tromba por la puerta. Ed, irritado por ninguna razón aparente, tal vez incómodo por Leon y su cita interrumpida. Solo Barbara disfrutaba despreocupadamente, fisgando el vestido de Kay, interpretando su confusión como algún tipo de prueba, la detective del hotel por fin justificada.
—Ed, ¿conoces a Ivan Melnikov?
Ed, reticente, consiguió a duras penas estrecharle la mano, y Melnikov se mostró tan abiertamente desconfiado que, por un segundo, Leon incluso se preguntó si no se conocerían. El rostro de Melnikov era una máscara que no revelaba nada. Creo que se va a llevar una sorpresa.
Leon miró hacia las otras mesas, personas que hablaban unas con otras o que fingían hacerlo. Trate de no salir del hotel, había dicho Altan. Pero ¿cómo iban a poder quedarse ahora?
—¿Ni una copa siquiera? —preguntaba Barbara—. ¿Un citrón pressé? No te veo nunca.
—Ya llego tarde —dijo Kay, agitadamente.
—¿No te pueden esperar aunque sean diez minutos?
Leon vio como pensaba, un movimiento en el fondo de sus ojos.
—El peluquero no —repuso Kay.
—Ah, las mujeres y su cabello —comentó indulgentemente Melnikov, como si no hubiera nada más que añadir.
—Nosotros también llegamos tarde —dijo Leon.
—¿También vais al peluquero? —preguntó Barbara, juguetona.
—Al consulado. —Se volvió hacia Melnikov—. Prometí que estaríamos allí antes de las…
—¿Para conocer al tipo nuevo? —dijo Ed, repentinamente interesado—. Dicen que… Pero tú ya has tenido que verlo. De inmediato. Quiero decir, que supongo que querría… —Dejó la frase inacabada—. ¿Cómo es?
Melnikov miró a Leon. Se trataba presumiblemente de su nuevo jefe, alguien a quien Leon debería conocer.
—Viene de Washington, Ed —dijo Leon, tratando de mostrarse frívolo—. Ya sabes. A veces pienso que hasta compran los trajes en el mismo sitio.
Por fin se encontraron en el vestíbulo, después de dejar a Ed y Barbara en el bar, quienes los seguían con una mirada interrogativa.
—Bueno, y ahora será mejor que vaya a que me hagan la permanente —dijo Kay, pasándose la mano por detrás de la cabeza.
—Señora Bishop —se despidió Melnikov, tomándole la mano—. Un placer.
Sin demorarse, como alguien que acude a una cita. Se apartó un poco para que Leon pudiera despedirse.
—Gracias por el té —dijo Kay, mirando de reojo hacia el bar.
Leon le cogió la mano.
—Ya repetiremos —contestó, para beneficio de Melnikov y de los botones, y luego, en voz baja, ya solo a ella—: Espérame.
Kay se estremeció, como si acabase de recibir una corriente de aire desde la puerta.
—Acabo de tener una sensación rarísima —dijo, y le puso la mano en el brazo, reteniéndolo.
—¿Cómo?
Miró hacia la puerta; Melnikov esperaba.
—No lo sé —contestó, apretando los dedos—. Una sensación.
Leon echó un vistazo por encima del hombro.
—Está mirándonos.
Kay dejó caer la mano.
—Está bien —dijo, y volvió a agarrarlo por la manga—. Espera. Ya sé. Lo que has dicho antes. Dos cosas incorrectas. No son la misma. No pueden serlo. Tienes que decidir.
—No es así.
—Me pregunto —prosiguió, sin escucharle— si habré hecho lo correcto. Pero por lo menos la elección ha sido tuya. —Su voz era intensa, como si no hubiera nadie más en el vestíbulo. Luego inclinó la cabeza—. Bien, escúchame. —Le soltó la manga—. ¿Hice lo correcto?
—Kay…
—Aún no lo sé. Será mejor que te vayas —dijo, mirando de nuevo hacia Melnikov.
Leon la miró, desconcertado, deseando tocarla, pero el vestíbulo estaba lleno de miradas y el reloj se había puesto en funcionamiento una vez más.
—Espérame —le dijo, el código para todo lo demás.
—Una mujer atractiva —dijo Melnikov una vez en la calle—. No, por aquí —ordenó, subiendo hacia Túnel, la ruta trazada previamente—. Y ahora es viuda.
—Sí.
—¿Tenía usted mucha relación con el marido?
—No mucha.
—Yo lo conocía. Un hombre cuidadoso. Pero no con nuestro amigo Jianu. Nunca llegué a comprenderlo. Nosotros no estábamos enterados… Se lo confieso. Así que debería de haberles resultado fácil. Entonces, ¿qué ocurrió? Un hombre tan cuidadoso.
—Confió en las personas equivocadas.
—Pero en quien confiaba era en usted —afirmó Melnikov, y lo dijo de la forma que tenía sentido para él— y en su mujer. Y creo que se equivocó doblemente. Y ahora me pide que me fíe de usted.
—Usted no va a ir solo, y yo tampoco. Podemos confiar el uno en el otro hasta ese punto. Como en un tiempo muerto.
—¿Tiempo muerto?
—Cuando se detiene el partido. Una pequeña tregua, para hacer el canje. Y luego, otra vez vuelta a empezar.
—Pero nada de dinero —dijo Melnikov, que seguía dándole vueltas a ese detalle—. Pensaba que lo escondía usted para eso.
—Quizá resulte más valioso para nosotros de esta manera.
—Nosotros. ¿Y en qué resulta más valioso para ustedes? —Miró a Leon—. Jianu es hombre de numerosas lealtades. ¿Y usted?
—Solo de una —contestó Leon sin morder el anzuelo.
—Las barras y estrellas —dijo Melnikov, mirándolo todavía, escéptico y con un deje de burla en la voz.
¿Y eso qué era? Una portada del Saturday Evening Post. Pero eso era antes. En ese momento era alguien disponiendo un canje.
—Eso ya lo intentó antes. Con Georg. No quiero dinero.
—Así que ha sido otra cosa lo que lo ha hecho renunciar a su premio.
Tomaba nota, lo archivaba para el futuro. Pero no el de Leon, ya casi fuera de él. Limítate a jugar tus cartas.
—A lo mejor no es tan valioso como habíamos pensado.
Melnikov lo miró un momento, reflexionando de nuevo, y luego echó a andar, ya casi en la plaza, de la que procedía el ruido chirriante de un tranvía que estaba dando la vuelta.
—No saben ustedes cómo hablar con él —declaró con rotundidad.
—Pero ustedes sí.
—Sí. Y hablará con nosotros.
Leon contempló la plaza soleada —un claro entre las nubes— y sintió el escalofrío de un sótano húmedo. Habría gritos. Al final, todos chillaban. Todos hablaban.
La gente salía en andanadas de la estación del funicular.
—Justo a tiempo —dijo Melnikov.
—¿Adónde va? Tenemos que…
—¿Se ha fijado? La gente siempre lo coge para subir. ¿Un jeton? Es poco precio por ahorrarse la cuesta. Pero ¿para bajar? Así que casi siempre va vacío. Privado.
Las pocas personas que se montaban se dirigían al primer vagón para ser las primeras en bajar.
—¿Lo ve usted? —dijo Melnikov, subiéndose al último vagón—. Nadie. Un buen sitio para hablar. Sin oídos indiscretos.
Salvo por el hombre que se montó justo en ese momento, quedándose de pie junto a la ventana hasta que advirtió la mirada de Melnikov y se batió en retirada, metiéndose en el siguiente vagón, una retirada casi de número cómico. ¿Se trataría de uno de los hombres de Melnikov, que había pecado de exceso de entusiasmo, o de un viandante cualquiera? Sonó el timbre, se cerraron las puertas y empezaron a descender el túnel, cemento viejo y bombillas desnudas, el aspecto que podría tener la entrada al sótano de Melnikov. Estaban los dos solos.
—Ahora es seguro —dijo Melnikov—. ¿Cuántos hombres piensa llevar?
Directo al negocio, cerrando un contrato como si estuvieran en uno de los bancos de Voyvoda Caddesi, al pie de la colina. Garantías. Procedimientos. Entregar a alguien para que lo maten. Se cruzaron con el funicular de subida a mitad de camino, antes de dejarse engullir de nuevo por el estrecho túnel, y los ojos de Melnikov nunca se apartaban de él, alguien que había matado a sus propios hombres. Medios para un fin. Pero ¿cuál era el fin ahora?
Al llegar abajo se contuvo para no salir corriendo y esperó a que las puertas correderas se abrieran del todo.
—A las seis en punto, entonces —dijo Melnikov.
Se había terminado todo. El claustrofóbico viaje, los ojos de Melnikov. Cruzaron Tersane, esquivando a los coches, devuelto repentinamente a la vida real, con las tiendas que abrían ante sus ojos, los olores del mercado de Karaköy, los pescadores aficionados lanzando los sedales desde el puente, tranvías y coches y vendedores callejeros, y al fondo los minaretes, una escena que había visto mil veces antes, pero ahora bañada por una luz antinatural, la ciudad, de nuevo maravillosa porque ya se había terminado todo.
—No me ha dicho dónde —dijo Melnikov.
—Elija usted.
Melnikov abrió la mano, dejándole la elección a Leon.
—En algún sitio donde haya gente —dijo.
Leon hizo desfilar postales ante los ojos de su mente. Santa Sofía no, penumbra y frescos. Taksim, ¿con los coches esperando a punto? Se acercaba un tranvía, cruzando desde Eminönü, y luego otro desde ese lado, como padrinos de un duelo contando los pasos; y la muchedumbre pasaba a su lado, sin prestar atención. Se detuvo de golpe, riéndose casi ante lo obvio.
—Aquí —dijo, señalando—, en el puente de Gálata.
Salieron temprano, y esa vez Alexei llevaba puesto un chaleco salvavidas.
—Más barcos —comentó, pero no era el rechinante palangrero, sino una de las motoras de Lily, esbelta y con acabados en madera.
—Espero que no le tenga miedo a volar también —dijo Altan.
La historia que le habían contado era un viaje en coche al aeropuerto, un vuelo en un avión de transporte del ejército; lo que tenía que haber sucedido días atrás.
—Y el barco, entonces, ¿para qué?
—El aeropuerto está en el lado europeo —explicó Leon—. No podemos arriesgarnos a coger el transbordador con el coche. Está vigilado. —Para mantenerlo a salvo—. Relájese.
Alexei hizo una mueca de resignación. La lancha golpeaba con fuerza las cabrillas, cabeceando.
Cuando pasaron la mezquita Dolmabahçe, Leon miró colina arriba, intentando localizar su ventana. Tendría cartas esperándolo, el cotilla del señor Cicek se estaría preguntando qué podría querer de él la policía. Alexei lo miraba todo con interés: era su primera visión real de la ciudad, derramándose por las colinas en la desfalleciente luz del atardecer. Leon consultó su reloj. Casi había oscurecido, pero en esa época del año el anochecer era moroso, con luz suficiente para que Melnikov los viera en el puente.
Viraron para adentrarse en el Cuerno de Oro, y se detuvieron con el motor en marcha a suficiente distancia para tener el puente a la vista, con las grúas y diques secos de los astilleros al frente.
—No esperarán que bajemos por el Cuerno —dijo Altan, indicando las fábricas y el agua aceitosa más adelante mientras examinaba el puente con unos binoculares.
—¿Quiénes —preguntó Alexei—, los norteamericanos?
—No —respondió Altan, mordiéndose la lengua—. Cualquiera. Es la fuerza de la costumbre —dijo; una explicación tan torpe que pasó por una disculpa.
—No hay nadie en el puente ahora mismo —aseguró Alexei, y no se refería a la muchedumbre.
—¿Cómo lo sabe?
—He mirado cuando pasamos debajo. No se necesita eso si se sabe cómo mirar. Dicen que un león puede estar echado, mirando el pasto, y en cuestión de un segundo, si algo no va bien, un leve movimiento, en un segundo, el león lo sabe.
Altan torció el gesto.
—Aslan —dijo, irónicamente. Leon.
Leon miró hacia el puente. ¿Sería alguien capaz de ver así? ¿De distinguir un movimiento de apenas un segundo en un sitio en permanente ebullición? Las arcadas de hierro, los pontones a sus pies, la gente arracimándose en los embarcaderos al salir de los transbordadores, el piso inferior del puente con sus restaurantes y puestos de pescado, los tranvías deslizándose por encima, el desparramamiento del mercado: a él le parecía todo lo mismo, no veía nada fuera de lugar. ¿Cuánto faltaría? Se volvió a contemplar los muelles, tratando de no mirar a Alexei. A la vuelta de la curva estaban Kasim Paşa y la dársena donde el Victorei había pasado la cuarentena.
—¿Hay noticias del barco? —le preguntó a Altan.
Este tardó un minuto en caer en la cuenta.
—¡Ah, los judíos! No. ¿Cómo me hubiera enterado? No los seguimos hasta Palestina.
—Me gustaría saber —dijo Leon a modo de ruego.
—¿Sabe que se dijo que había tifus a bordo?
Leon asintió.
—Fue una recuperación milagrosa. Costó diez mil dólares. La medicina turca…
Altan lo miró fijamente, más avergonzado que ofendido.
—¿Cuántos? A bordo del barco, digo —preguntó Alexei.
—Cuatrocientos —respondió Leon—. Unos pocos más.
—Ha salvado usted a cuatrocientos judíos —dijo Altan, con un tono irónico, de provocación, en la voz.
—Y yo no le debía más que una vida —Alexei le dijo a Leon.
—No me debe nada —aseguró Leon tajante.
Alexei se llevó la mano al pecho, un salaam abreviado.
—Bereket versin.
—¿Sabe turco? —preguntó Altan, sorprendido.
—Algunas palabras. Me voy fijando. —Alzó los ojos hacia Altan—. Aslan.
Altan se volvió hacia el puente.
—¿Para qué estamos aquí? —preguntó Alexei a Leon—. ¿Qué viene ahora?
—Aún no es ahora. Tiene que venir un coche —dijo Leon, con una inclinación de la cabeza hacia el lado de Eminönü. Donde Melnikov debía de estar esperando en la gran plaza atestada de autobuses y puestos de fritura de caballa de los barcos amarrados al lado—. Cruzaré con usted hasta allí, y entonces se habrá acabado todo.
Alexei siguió mirándolo sin decir nada.
—No pasa nada —repuso Leon, intranquilo.
—Entonces, ¿por qué ha traído un arma? —quiso saber Alexei, mirando el bolsillo de Leon.
—Por si acaso —contestó Leon al azar.
—¿Por si acaso me escapo? —respondió Alexei—. Qué cuidadosos son los norteamericanos. ¿Adónde habría de ir? Espero que no sean tan precavidos en Washington. Va a ser una larga tarea si no me creen.
—En tal caso, ahórrese allí lo del infiltrado de los soviéticos —dijo Leon, tanteando—. Si es que quiere sentar bases para la confianza. ¿O eso fue solo en mi honor? ¿Para mantenerme interesado?
Alexei se volvió hacia el puente sin contestar.
—En un puesto elevado —siguió Leon—. El tipo al que no conoce nadie. Pero que no está ahí, ¿verdad?
Alexei guardó silencio un momento.
—Ha de estar —dijo finalmente—. ¿No le parece? Alguien ha de estar. Una jugada segura. —Se volvió de nuevo hacia Leon—. Para mantener mi cotización, eso es todo.
Se subió el cuello del abrigo, acurrucándose en el asiento.
—¿Qué pensará encontrar? —preguntó, mirando a Altan que, a proa de la lancha, seguía escudriñando el puente.
Leon se sentó a su lado; sus hombros se tocaban.
—Diez minutos —dijo Altan a su espalda—. Prepárense.
Alexei arrimó su petate.
—Bueno, supongo que toca despedirse —le dijo a Leon. Bajó la vista, extrañamente indeciso—. ¿Sabe, lo de aquel trabajo que le dije, lo de entrenar a su gente? Si pudiera comentárselo a alguien… Una recomendación suya…
Leon asintió, interrumpiéndolo, cada palabra era como si le dieran un tirón en la manga.
Se levantó, acodándose en la borda, como si hubiera algo que ver en el agua.
—Dígame una cosa. Ahora ya no puede importarle nada. Quiero decir, que ya estamos aquí, así que lo que yo piense no tiene…
Alexei enarcó una ceja.
—¿Qué hizo usted en Străuleşti?
—¿Por qué me lo pregunta? —dijo Alexei.
Leon lo miró, expectante. Hágame más fáciles las cosas.
—¿No le basta lo de su barco?
—Quiero saberlo.
Un largo silencio. Alexei se miró las manos.
—Usted me dijo que… —empezó a decir Leon.
—¿Qué? Ya ni siquiera lo recuerdo. Pero usted tiene que saberlo. Algo que sucedió… —Levantó la vista hacia la ciudad vieja—. En otro mundo. —Se quedó callado de nuevo, y miró a Leon—. Fuera. Solo estuve fuera. Nunca entré. ¿No se lo había dicho ya? Es la pura verdad. Los sellos de carne, los ganchos… Yo no tomé parte en eso. Una locura. Estaba fuera. —Se detuvo—. Haciendo guardia. Para qué, no lo sé. Pero fuera. —Alzó la vista—. Pero podía oírlo. ¿Es eso lo que quiere saber, lo que oí?
—No.
—No, será mejor. No escuche. Algún día a lo mejor alguien te pregunta —dijo mirando a Leon— y, entonces, ¿qué puedes decir? ¿Tuve que hacerlo? Lo único que puedes decir es: estuve allí. Pero fuera. Estuve fuera. —Se calló—. ¿Cree que no haber estado allí habría supuesto alguna diferencia?
Leon guardó silencio.
—No. Para mí, quizá —dijo en voz más baja—. No haberlo oído. Pero para ellos, no. —Tomó aliento—. Bien. Deje ya de preguntarme eso. Espérese unos años y cuando vea cómo son las cosas, entonces pregúnteme.
—¿Y esa es la verdad?
—¿No se lo dije?
Leon asintió.
—Todo el mundo ha muerto.
—Así es. Solo quedo yo. Todos han muerto. No solo ellos: todo el mundo. Gente que conocía.
—Pero entonces no estaba fuera.
—¿Quiere hacerme responsable de esto? ¿Tiene que haber uno? ¿Para que tenga sentido? —Agitó la mano—. Adelante. ¿Supondrá eso alguna diferencia? —Negó con la cabeza—. Están muertos. ¿Quiere hacerles justicia? No será en este mundo.
—De acuerdo, vamos —dijo Altan, indicándole al piloto que arrimara la lancha al muelle—. Cuidado con el escalón.
Alexei miró fijamente a Leon.
—Las cosas fueron así. Ahora es diferente.
Leon le sostuvo la mirada. No habría chillidos esta vez. Nada que oír. Un simple canje, gente pasando.
—Buena suerte —dijo Altan, cogiendo por la mano a Leon para ayudarlo a salir de la motora. Amistoso, echándole una mano.
Alexei subió en dos zancadas, con el petate a cuestas.
—Gülün y sus hombres estarán en lo alto de la escalera —le dijo Altan a Leon, echando un vistazo al puente—. No lo busque, o el aslan se dará cuenta —dijo con sarcasmo—. Solo ustedes dos. Hasta que sea demasiado tarde. Luego, traiga al hombre de Melnikov. Esperemos que no se trate de un turco, después de todo.
Leon se quedó parado, sin moverse, con los ojos fijos en el labio superior de Altan. No había bigote.
—¿De acuerdo?
De acuerdo. Cuestión de minutos, nada más. Algo que Alexei habría hecho… ¿cuántas veces? Lo que quería seguir haciendo en Washington, dar nombres, y lo que había hecho para Altan en casa de Lily. Se vuelve más fácil. Pero justo entonces, mientras salía de la lancha, los minutos se le antojaron interminables. Altan saludó y se alejó en la motora.
Se acercaron al puente a través del mercado de Karaköy, evitando los charcos de hielo derretido manchado de sangre de pescado, tiras de algas mustias. Había gatos agazapados detrás de los puestos, al acecho de sobras. Había más comida cerca de las escaleras que subían al puente, mejillones rellenos y braseros con castañas.
Se detuvieron un minuto arriba, para recuperar el aliento antes de hundirse en el gentío. No busque a Gülün, ni a nadie, eche a andar sin más. Encuéntrense en mitad del puente, sin ventaja para ninguna de las partes. No demasiado deprisa, los pasos tan medidos como en un duelo, salvo que en una película del Oeste no habría nadie más en las calles, la gente del lugar estaría escondida, asustada, y Melnikov iría vestido de negro, para que quedaran las cosas claras. En cambio, allí había aguadores con sus tinajas plateadas sujetas a la espalda, y hamals empujando carretillas, y un vendedor callejero de simit con su bandeja llena de roscos de pan balanceándose en la cabeza.
Leon notaba la pistola en el bolsillo. No es algo que se quiera usar entre el gentío, solo por si acaso. Por si acaso, ¿qué? ¿Por si tuvieran que abrirse camino de vuelta a tiros? Altan no lo había comentado nunca, pero ahora que ya estaban allí, Leon lo supo. Alexei reconocería a Melnikov, no era un extraño para él, y puede que fuera necesario persuadirlo para seguir avanzando, aguijarlo. Incluso dispararle si intentara escaparse. En el pie, en una rodilla, herirlo en algún lado para mantenerlo vivo para Melnikov. La pistola era por Alexei.
Y, del otro lado, Melnikov también llevaría la suya, listo para usarla, su hombre sin sospechas hasta el último minuto. Tal vez hasta que reconociera a Leon. Alguien que había matado a Frank y volvería a matar, traicionándolos a todos con los soviéticos. Había dos personas en este canje, no solo Alexei. Justicia fronteriza, tal vez la única que haya existido. Imagina que lo estás llevando ante un tribunal.
—¿Qué clase de coche? —preguntó Alexei—. ¿Norteamericano?
—No lo sé. No lo especificaron. Delante de la mezquita, eso es todo.
Acercándose más con cada paso. Los ojos de Leon recorrieron la fila de pescadores en la barandilla, esperando que alguno se volviera a su paso, un falso pescador. Así debe de sentirse uno de cacería, aprestándose a matar, como un león vigilando la sabana.
Estaban en el lado del Cuerno del puente, con el tráfico circulando a su espalda. Quizás una ráfaga desde un coche al pasar. Los rusos eran capaces de cualquier cosa, de cualquier engaño. Pero lo único que vio Leon fueron taxis camino de Sirkeci. No mires atrás, Alexei se daría cuenta. Por el momento, ni siquiera mostraba recelo, confiando en que el coche estaría allí, confiando en Leon. Todo salía según lo planeado. Entonces, ¿por qué ese desaliento, esa opresión en el pecho, la sensación de que a quien conducían ante el juez era a Leon? Traicionar, había dicho Alexei, se vuelve más fácil. Leon lo miró de reojo. Estaba ansioso, casi como un crío; el aspecto que habría tenido en Bucarest.
Leon escudriñó el gentío que había delante de él. Ya habían recorrido quizás una cuarta parte del camino; Melnikov aparecería pronto. Creo que se va a llevar una sorpresa. Unos quinceañeros salieron corriendo por la escalera que bajaba al nivel de los restaurantes, debajo. Donde Kay y él habían almorzado, mirando a los minaretes, y Ed estupefacto al encontrárselos. De eso hacía años.
¿Cuántas veces habría cruzado ese puente, sintiéndose dichoso de poder estar ahí? Ahora, de repente, un escalofrío, la sensación de que todo estaba a punto de cambiar. Incluso en esa media luz, las cosas se veían más nítidas, como si supiesen que tendría que recordarlas, que algún día le preguntarían por ellas. ¿Y qué diría? Yo estaba fuera. Escuchando. Volvió a mirar de reojo a Alexei. Un cuello roto contra el suelo de un cuarto de aseo solo por cruzarse en su camino. No soy como tú. Una oleada de pánico le subió por la garganta como bilis. No soy como tú. Pero entonces ya todo se había puesto en marcha, Melnikov estaría ya en algún lugar del mar de cabezas que venía hacia ellos. El vendedor de simit había vuelto, tapando parte de la vista. Leon se inclinó un poco a su izquierda.
Y entonces vio el sombrero. El mismo sombrero de ala ancha que lucía en el funeral de Tommy, recién llegada de Ankara. Insegura de que resultara apropiado fumar en la calle. Más tarde, tímida a la luz de la ventana. Y ahora caminaba junto a Melnikov. No. Siguió andando. Kay levantó la cabeza, mirando a la muchedumbre. ¿Estaría buscándolo a él? ¿O alguna cosa que se hubiera inventado Melnikov para tranquilizarla? Parte de él era ya visible, justo por encima del hombro derecho de Kay, como si ella fuera una especie de escudo que se desecha después de usarlo. Alguien en Ankara. La sección rusa. No. Leon oía su voz en vez del rumor del tráfico, todas las cosas que ella había dicho, hasta casi marearse. ¿Era algo de todo aquello real? ¿Nada? Seguían avanzando hacia ellos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alexei, alerta, un olor en el viento.
—Nada —contestó Leon con voz hueca, como si lo hubiesen vaciado.
Nada. Se había equivocado en todo. Siguió andando, incapaz de detenerse. Una vida puede cambiar en un segundo y no volver a ser la misma. Una mano que se hunde en el agua. Un disparo en un muelle. Más voces, la de Altan en la terraza. Tiene que pensar en lo que es importante para usted. Es decir, otra cosa. Pero ¿cuál? Ni siquiera un segundo, menos, y todo cambiaba para siempre. Uno más, y sería como ellos. No un asesino por accidente. Uno de ellos. Rompiendo cuellos, deshaciéndose de la gente. Quizá lo fuese ya, ya hubiese pasado el segundo. Alexei aún no los había visto, preguntándose qué clase de coche sería.
—No —contestó Leon en voz alta, sin molestarse siquiera en bajar la voz.
Alexei se volvió hacia él, en estado de alerta, la cabeza erguida. El ruido de una rama quebrada en el bosque.
—No siga. No mire. Escuche. —Deprisa, mientras su mente discurría a toda velocidad, y los otros seguían acercándose—. Es una trampa. ¿Ve esas escaleras? —Justo delante de ellos, a no más de un minuto a ese paso. Sacó la pistola y la deslizó en el bolsillo de Alexei con la habilidad de un ladrón—. Deme el petate. —Su mano sobre la de él, luego solo la de Leon—. Cuando se lo indique, diríjase hacia las escaleras. Después…
—Corra —dijo Alexei, acabando la frase.
—Lo siento —se disculpó Leon; la palabra no abarcaba todo cuanto quería decir.
—¿Y usted?
Pero no quedaba tiempo, ni para una respuesta, ni para nada. Ya estaban casi en las escaleras.
—¿Listo? —dijo Leon, alzando el petate—. ¡Ahora!
Se lanzó contra el vendedor de simit, dándole un empellón con el petate. El hombre se fue hacia delante, trastabillando, y la bandeja se volcó, derramando simits sobre el gentío, lejos de las escaleras. Ruidos de sorpresa, todo el mundo mirando, y luego precipitándose a ayudar al vendedor, un hormigueo general. Leon levantó la vista, Kay lo vio, y Melnikov, tras ella, volvió los ojos a la derecha de Leon, más allá del alboroto hacia el bulto borroso que era Alexei huyendo. Alexei se detuvo al reconocerlo, y miró a Leon, boquiabierto, moviendo las piezas en su mente. Apenas un segundo, pero lo suficiente para que Melnikov alzase su pistola y disparase. Un ruido sonoro y metálico, el de la bala al golpear contra el hierro, y luego gritos, sonidos de pánico, los simits desparramados de nuevo mientras la gente buscaba refugio. Otro disparo mientras Alexei desaparecía escaleras abajo. Melnikov echó a correr, empujando a Kay a un lado; todo el mundo se apartaba, agachándose contra las barandillas del puente. Al llegar a las escaleras, lanzó una mirada a Leon, jadeando, el rostro casi descompuesto de la rabia, antes de precipitarse hacia abajo.
Desde abajo le llegaban a Leon chillidos y gritos de protesta, trompicones de la gente. Se acordó de la muchedumbre de compras, haciendo cola en los restaurantes. Otra trampa. ¿Por qué lo habría mandado allí? Pero ¿adónde si no podría haber ido? Por lo menos tenía un poco de delantera, un minuto para intentar salvarse.
Los hombres de Melnikov corrieron tras él hacia las escaleras. Leon giró la cabeza; los de Gülün, antes invisibles, se precipitaban desde el lado de Karaköy. Acorralándolo. Leon se imaginó la situación abajo: mujeres agachadas, hombres gritando, Alexei corriendo hacia la libertad de Eminönü, viendo bajar a los hombres de Melnikov. Un frenético ir y venir; los puestos, un auténtico laberinto. Pilas y zapatos y juguetes lanzados al suelo al estrellarse la gente contra las paradas. Otro disparo, un sonido diferente.
El puente empezaba a vaciarse, todavía había gente que corría hacia ambos extremos, temerosa de quedar atrapada entre dos fuegos. Un tranvía que no se había dado cuenta ya había empezado a cruzar ponderosamente, y unas cuantas personas corrieron hacia él, colgándose de un lado. Kay aún seguía inmóvil, con la mirada fija en Leon, el rostro desconcertado; dio un respingo al oír el disparo abajo. ¿Qué estaría viendo entonces? ¿Y antes? Equivocado en todo.
Kay miró a su espalda, una rápida comprobación, y se acercó a Leon, con otra mujer detrás: no era turca, alguien con ropa occidental. Alguien a quien Leon conocía, pero que le resultó imposible situar allí, tan fuera de lugar. Y de repente, sintiéndose aún más confundido, lo logró: Dorothy Wheeler. Quien sabía dónde estaban todos los expedientes, y lo que Frank debía haber encontrado. Quien había estado caminando detrás de Kay, al lado de Melnikov. Creo que se llevará una sorpresa. Sonaron más disparos abajo, desde ambos extremos del puente, como si se tratara de un tiroteo.
De repente, Alexei apareció en lo alto de las escaleras del fondo: había maniobrado volviendo sobre sus pasos y ahora asomaba la cabeza como un conejo en su madriguera, o más bien como un zorro, de ojos desesperados y calculadores, que intenta dar esquinazo a la batida. Miró a su alrededor —la calle casi vacía, el tráfico detenido a ambos extremos— y echó a correr de vuelta hacia Karaköy, un sprint, subiendo y bajando los brazos nervudos mientras venía hacia ellos. Leon casi pudo notar la repentina subida de adrenalina, más deprisa. No muy lejos, un minuto de suerte, eso era todo. Pero el zorro nunca ganaba. Leon vio que el puente era como un campo abierto, sin refugio, una ilusión de huida. No había salvado a Alexei, solo le había dado ventaja para que lo mataran. Pero en movimiento, por lo menos, y eso era lo único que podía esperar cualquiera, una salida lanzada.
—Leon. —Kay se dirigía hacia él; Dorothy había desaparecido—. ¡Gracias a Dios!
—Stoi! ¡Jianu!
El estampido de un disparo. Melnikov había disparado desde lo alto de las escaleras; más griterío desde las barandillas. Alexei se volvió, mirando por encima del hombro, y recibió un segundo disparo en el pecho. El impacto casi lo hizo girar sobre sí mismo, doblándose en dos, pero se forzó a erguirse de nuevo —su última vida—, con apenas fuerzas para levantar el arma. Se agarró la mano temblorosa para evitar que el tiro saliese desviado; Leon empujó a Kay al suelo, cubriéndola con su cuerpo.
—No te muevas —le dijo, con una voz ronca que parecía de otro.
A su derecha restalló otro disparo. Leon oyó gruñir a Melnikov, y luego soltar un chillido, sorprendido. Levantó la vista. Se produjo el extraño silencio de un momento de tiempo elástico. Melnikov cayó lentamente sobre sus rodillas, un tronco abatido en el bosque, agarrándose un costado. Alexei todavía estaba doblado en dos, pero empezó a moverse, con pasos vacilantes, trastabillando hacia una línea de meta invisible. Melnikov volvió a disparar, fallando, pero el sonido hizo que todo volviera a acelerarse de nuevo. Alexei intentó correr más deprisa, pero se le doblaron las piernas, daba traspiés, y por último se detuvo y se vino abajo en la calle, dejando caer la pistola, que se alejó de su mano dando tumbos.
—No te muevas —le dijo Leon a Kay.
Se puso en pie de un salto y corrió hacia Alexei, ciego a todo lo que lo rodeaba, a la voz de Kay a su espalda, a los hombres que se precipitaban hacia él, a los pescadores que alzaban la cabeza desde las barandillas para mirar.
—¡Jianu! —volvió a gritar Melnikov, con voz más débil esa vez.
Se oyó un retumbar de pasos en la escalera, a Gülün ladrando una orden.
Leon se dejó caer junto a Alexei, que respiraba jadeante, con sangre corriéndole por la parte superior del pecho.
—La pistola —dijo con voz áspera, moviendo los ojos a un lado—. Coja la pistola.
Leon la recogió.
—¡Jianu!
Leon miró a su espalda. Melnikov se levantaba, agarrándose el estómago.
—Bueno —dijo Alexei con respiración entrecortada.
—Aguante. Conseguiremos una ambulancia —dijo Leon. Pero ¿quién la quería?
Alexei sacudió la cabeza, y luego parpadeó hacia la pistola.
—Hágalo usted. Ellos no.
Leon se quedó helado, notando de repente el frío de la pistola en su mano.
Alexei asintió.
—Ha llegado la hora.
Leon lo miró fijamente.
—Amigo mío. —Sus ojos se clavaron en los de Leon—. Ellos no.
Leon oyó arrastrarse una suela en la calzada, Melnikov se movía.
—¿Qué está haciendo? —se oyó a Kay preguntarle a Melnikov en algún punto en la distancia.
—Hágalo —dijo Alexei; volvió a parpadear, concediendo un permiso atroz.
Acercó una mano lacia, cubierta de sangre, hasta tocar el brazo de Leon. Había seguridad en sus ojos, tan abiertos que Leon creyó poder ver hasta el fondo de su mente, saber quién era.
—Por favor —dijo, con un tono de voz cada vez más débil.
Leon se arrodilló, paralizado. Un segundo. Alexei lo miraba como si no hubiese nadie más en el puente. Por favor. Leon apretó el gatillo. El cuerpo de Alexei dio una sacudida, como una descarga eléctrica; se le abrieron aún más los ojos, y luego todo se asentó, en silencio.
—¿Está loco? —gritaba Melnikov, muy cerca ya, el puente otra vez lleno del ruido de hombres corriendo.
Leon se dio la vuelta como si estuviese protegiendo a Alexei, ya muerto, con su propio cuerpo. Pero Melnikov no apuntaba a Leon, con la otra mano seguía agarrándose el costado, por donde manaba la sangre, los ojos enloquecidos de rabia.
—Durak! —exclamó, escupiendo la palabra.
Cuando disparó, Leon se sorprendió demasiado para agacharse. ¿Aquí? ¿Así? ¿Por qué ahora? ¿Cuál era el sentido? Pegarle un tiro le importaba a Melnikov tan poco como darle un pisotón. Y entonces le estalló el fuego en el pecho, literalmente el calor de las llamas, y alguna fuerza, como una mano en su cara, lo empujó hacia atrás, derribándolo.
—¡No! —gritó Kay, golpeando a Melnikov, que ya apuntaba de nuevo el arma, los pies separados, enraizado en el suelo.
Kay alargó la mano, intentando desviar la pistola, pero Melnikov la apartó de un golpe.
—Durak —volvió a decirle a Leon.
Alzó la vista al oír aproximarse pasos y levantó el arma, un reflejo. Unos gritos en turco y una explosión, tan fuerte que Leon pensó que había sido detrás de su oreja. Esa vez Melnikov no rechistó, solo bajó la vista hacia el agujero nuevo que había en su camisa y se vino abajo. Leon pudo distinguir a Gülün arrodillándose junto al cuerpo, pistola en ristre. Algo incomprensible en turco, órdenes.
—¡Leon! —gritó Kay, acercando su rostro al de él, con voz aguda, casi de plañidera.
Kay solo era un escudo. Dorothy. Pero ¿qué podía saber ella? ¿Qué información pasaría? ¿Por qué lo haría? ¿Por dinero? Tal vez, como Georg, estaba perdida en una idea a la que no conseguía renunciar. Ahora vendrían las preguntas. Meses de ellas, exprimiéndolo. Un juicio si resultara útil. Hacer limpieza. Proteger los flancos. Y, luego, un nuevo Melnikov infiltraría a una nueva Dorothy y todo volvería a empezar. La entrega de Dorothy. Eso era lo único que había valido Alexei al final. Leon oyó más voces en la carretera, fuertes primero, y luego más débiles, como si se alejaran, y el crepúsculo se tornó de repente más oscuro.
En algún lugar de su interior, consciente de lo que pasaba, sentía curiosidad. ¿De verdad sería una luz blanca que aparecería al final de un túnel y lo envolvería hasta que formara parte de ella? Eso debía de acabar de ver Alexei. Pero no era luz, eran rostros. Borrosos, como en una película con poca exposición, pero que se acercaban hasta pasar por su lado. Phil en la cabina de su avión, saludándolo. Georg paseando su perra por Yildiz. Mihai en el puente de mando, con el atisbo de una sonrisa. Y luego Anna. En el jardín de Lily, aquella primera primavera, preocupada porque eran felices. Antes de que pasara nada. Su rostro estaba tan cerca ya que pensó que podría tocarlo. Todos los rostros de su vida. Y entonces desaparecieron todos.
—Por fin —dijo una voz—. Llamaré a la enfermera.
Luz. No aquella luz, la envolvente, solo la luz del día. Paredes blancas.
—¿Leon?
Un rostro. Mihai. Leon intentó hablar, tenía la lengua seca.
—Agua.
—Sí, sí.
Una pajita de plástico, un chorro de líquido fresco remojándole la garganta reseca.
—Dijeron que estarías deshidratado, incluso con el gotero.
El rostro de Mihai, enfocado en esos momentos, reflejaba preocupación.
—¿Dónde estoy?
—En la clínica de Obstbaum. Hice que te trasladaran. En el hospital había riesgo de infección. Hasta Kleinman lo dijo. Después de una operación.
—Una operación.
—Tuvo que extirparte un trozo de pulmón. Por donde entró la bala. Inspira. ¿Lo notas? Un poco menos de aire. Se te acabó el fumar, quizá sea algo bueno, aunque no lo sea tanto para tu negocio. Teniendo en cuenta que…
Leon trató de sonreír, y luego se humedeció los labios agrietados con la pajita.
—Has tenido mucha suerte, ¿lo sabes? Unos centímetros más, al parecer, y… Y ahora, mírate. Eres el hombre del momento. Espera, que hasta te darán una medalla, o algo parecido. ¿Por qué? Por tener suerte. —Se encogió de hombros—. Pero siempre las dan por eso, ¿verdad?
Leon se esforzó por seguir el hilo, tratando de ponerse al día.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? Estabas…
—¿Cómo? En tren, desde Alepo. Como siempre.
—Se necesitan días.
—Dos. Has estado inconsciente. Tal vez haya rezado por ti el rabino Pilcer. Tiene línea directa —dijo, señalando hacia arriba con el dedo—. Eso cree él. Alguien debe tenerla. Casi te mueres. —Sí.
—¿Sí? ¿Lo sabías?
—No se siente nada —dijo Leon mirando al techo, y luego volvió la vista hacia Mihai—. Te vi.
Mihai se quedó quieto, desconcertado, y retiró el agua.
—Maravilloso. ¿Con alas? ¿Eso es lo que ocurre? Qué desilusión.
Leon alargó la mano sobre la sábana y la puso sobre la de Mihai, dejándola ahí. Mihai levantó los ojos, sorprendido, sin saber cómo reaccionar.
—¿Y el barco?
Mihai asintió.
—Todos a salvo. Cuatrocientos nuevos ciudadanos. Así que gracias por eso.
Leon negó con la cabeza.
—A él, a Jianu. Él los obligó a que os dejaran marchar.
—¿Por qué? ¿Por sus pecados? ¿Crees que es capaz de sentir algo? Ese no.
—¿Cómo lo sabes?
—Cuando un hombre te intenta rebanar el cuello, lo sabes todo sobre él.
Leon guardó silencio, mirando por la ventana, hacer cualquier otra cosa le hubiera resultado demasiado complicado.
—Nunca se te olvida una cosa así. Jamás —dijo Mihai, tocándose el cuello, como si sintiese ahí el filo de un cuchillo de verdad. Apartó la vista—. En cualquier caso, ya ha terminado todo. Ha pagado. Es lo que te dije desde el principio. La primera noche.
—No lo maté por eso.
—Que no lo mataste por eso —dijo Mihai despacio, mirando a Leon—. ¿No? ¿Por qué, entonces?
—Me lo pidió.
Mihai no replicó.
—Él quiso que lo hiciera.
—Leon —dijo Mihai suavemente—, tal vez estemos yendo un poco deprisa. Tanta charla. —Hizo una pausa—. Altan dijo que fueron los rusos. La gente los vio. Quizás estés un poco confuso aún. La medicación…
—El último disparo no fue de los rusos —dijo Leon—. Fui yo.
Recostó la cabeza en la almohada. Como si eso supusiera alguna diferencia. Altan ya estaba manipulando cómo habían sido las cosas. No se puede combatir en la siguiente guerra hasta que no se ha mentido sobre la anterior.
—¿Ah, sí? —dijo Mihai, siguiéndole la corriente.
—Fue lo correcto —explicó Leon, con un tono de voz cada vez más debilitado, confuso.
—Quizá debas descansar ahora. Le diré a la enfermera…
—No —negó Leon, agarrándole la mano—, háblame. Quiero saberlo. Dime una cosa.
—¿Qué?
—Durak —dijo Leon, lo primero que le vino a la mente—. ¿Sabes ruso? ¿Qué significa durak?
—Necio.
Leon sonrió.
—Sí, eso sí tiene sentido. Seguro que él pensaba eso.
—¿Quién?
—Melnikov. Me lo dijo antes de dispararme. Y lo fui. Pero no entonces. Antes. —Alzó ligeramente la mano, como si apartara el aire—. Estaba equivocado sobre Tommy. Sobre todo. Durak. —Levantó la vista—. Me alegra lo del barco. Una cosa menos. ¿Por eso has vuelto? ¿Hay otro? ¿Vas a poder sacar más gente?
—No por Estambul. Ya no es tan fácil. Por Italia.
—¿Más tifus? —preguntó Leon.
—No. Es más fácil salir de Rumania por el oeste. Vía Viena, lejos de los rusos. Estambul se ha acabado para nosotros. La oficina… No sé cuánto podrá durar.
—¿Te vas a Italia?
—No, a Palestina. A casa. —Alzó la vista, titubeando, con un tono de voz casual—. Ven tú también. ¿Por qué no?
—¿Para hacer qué? ¿Cultivar naranjas?
—Luchar. Los británicos van a organizar una buena. Los árabes nos odian. Como los polacos. Habrá…
—Otra guerra —concluyó Leon.
—Pero esta no la perderemos. A ti que te gusta tanto todo esto. —Agitó la mano por encima del vendaje de Leon—. Vente a Palestina.
—Con un solo pulmón.
—No somos tan exigentes. Aceptamos a cualquiera que esté con nosotros. —Tomó aliento—. Hay otras formas de luchar.
Leon se volvió.
—Yo no estoy con nadie.
—Ya, y por eso compraste la salida del Victorei. ¿Y a quién ves cuando estás a punto de morirte? —Una broma, para dejar abierta la puerta, una salida si fuera preciso.
—También vi a Phil.
Mihai inclinó la cabeza, inquisitivo.
—Mi hermano. Lo derribaron en la guerra. Yo solía pensar, a veces, que esto lo hacía por él. Lo de ayudar. Trabajar con Tommy. Pero eso solo son cosas que uno se cuenta para que sea aceptable. —Se volvió para mirar a Mihai—. ¿Cómo ayudas a alguien que ya está muerto? Así que, ¿a quién estaría ayudando esta vez? ¿A Anna?
Mihai apartó la vista, incómodo.
—No. Eran cuatrocientas personas vivas. Y vendrán más. —Vaciló—. Podría sernos útil de cara a los británicos. Que no seas judío. —Otra pausa—. ¿Qué te queda aquí?
—No puedo llevarla allí —dijo Leon en voz baja—. ¿Quieres que la abandone? ¿Es eso lo que quieres que haga?
Mihai se echó atrás en la silla, sin saber qué decir. Luego se levantó y se dirigió hasta la ventana.
—¿Yo? No —dijo, y miró afuera—. Será mejor que duermas —sugirió; la habitación le empezaba a resultar agobiante.
—Estoy despierto.
Mihai, nervioso, empezó a toquetear unas plantas que había en el alféizar.
—¿Quién es esa mujer que viene todos los días?
—¿Kay? Era la mujer de Frank.
—Sé quién es. ¿Qué es ella para ti?
Leon no dijo nada. Ya lo veremos.
—¿Sabe lo de Anna?
Leon asintió.
—Es algo más que una amiga, me parece.
Levantó una mano antes de que Leon pudiera decir nada.
—¿Está aquí?
Mihai miró su reloj.
—Pronto, como todos los días. —Esbozó media sonrisa—. Nos turnamos. Primero yo, luego ella. —Alzó la vista—. Tenía miedo de no llegar a verte. Que no despertaras antes de que se fuera.
—Antes de que… —La vio cruzando el puente con su sombrero, escudo humano de Melnikov, pero esa vez no se detenía, se iba—. ¿Cuándo? —fue lo único que pudo decir.
—No lo sé. Le han dado prioridad. Ellos lo arreglaron.
Ellos. Trató de pensar, de aclararse, pero su mente estaba un poco ida.
—Así que cuéntame. Dime de qué va. —Mihai lo miró de frente—. No te voy a juzgar.
Pero ¿qué había que decir? Nada estaba decidido. Aunque, en realidad, sí.
—¿Cuándo llega? —preguntó, mientras empezaba a alborotarse, agitando las manos por encima de la sábana.
—Tranquilo —dijo Mihai, acercándose para detenerlo—. Tienes tubos entrando y saliendo por todas partes. Vas a tirar esto. —Un gesto, indicando el gotero—. Déjame ver. Esto probablemente no te siente bien, ¿sabes? La conmoción, quiero decir. Apoya la cabeza en la almohada. Vamos. No me pienso ir hasta que te vea… Vale, así está mejor.
Mejor hasta el punto de que Leon sintió que empezaban a cerrársele los ojos, y vio a Mihai marcharse por una estrecha franja, como cuando se ve a alguien entre las lamas de una persiana.
Escuchó una voz en el fondo de su cabeza, preocupada, y otra algo más lejos, la voz de un hombre. Un alemán.
—Solo unos minutos, ¿de acuerdo? Está consciente solo a ratos. Si ve que empieza a amodorrarse, déjelo estar. Necesita dormir.
—De acuerdo —respondió la voz de Kay; sintió el aroma de su perfume.
—Puede que no la reconozca.
—Mihai dijo que…
—Mihai. Así que ahora el Mossad da licenciaturas en medicina.
Estaban en la puerta, hablando con las cabezas inclinadas, pero Kay, intranquila, movía los pies sin parar mirando la cama. Igual que había estado aquella primera mañana en Tünel, fumándose un cigarrillo, inquieta, insegura de las cosas.
—Kay —dijo Leon, atascándosele un poco el sonido en la garganta.
—¿Lo ve? —le espetó a Obstbaum, precipitándose a la cabecera—. Sí me reconoce.
Obstbaum asintió, le dio unos golpecitos a su reloj de pulsera mirándola, y los dejó.
—Gracias a Dios —le dijo a Leon, cogiéndole la mano—. Si supieras lo preocupada que he estado.
—Te marchas —dijo, con la garganta clara.
Kay retiró la mano.
—Mihai te lo ha contado. Ha sido él. Quería decírtelo en persona.
—Altan te obliga a irte.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Para que no haya testigos. Está montando su propia historia. No lo que pasó.
—Leon —empezó a decir, tranquilizándolo—. Había gente en el puente. Fue… público.
—Te ha conseguido la prioridad. —Intentaba poner una cosa tras la otra, encajar las piezas—. Quiere sacarte del país. ¿Has hecho una declaración?
Lo miró, desconcertada.
—No sigas, por favor. Estuviste a punto de morir en el puente. Y aún estás… —Se detuvo—. Ha sido cosa mía. Quiero irme.
—¿Por qué?
—No puedo seguir aquí —dijo, pellizcando la sábana—. He tenido tiempo de pensar… mientras tú estabas inconsciente. Antes no lo tuve nunca. Era siempre: más tarde, ya lo hablaremos más tarde. Pero entonces pude hacerlo. —Le rozó la mano—. Quiero irme a casa.
—Pero no puedes…
—Me quedaré con mi hermana un tiempo —dijo, ignorándolo—, hasta que nos volvamos locas la una a la otra, como hacemos siempre. Y después ya surgirá algo. El dinero del seguro de Frank no da para mucho. —Levantó los ojos—. No es esto lo que quieres saber, ¿verdad?
—No.
Kay se acercó a la mesita de noche, por hacer algo.
—He estado pensando en cómo decirte todo esto, y ahora… —Le tendió un vaso de agua con una pajita—. Ten. Se supone que tienes que beber mucho.
Bebió un poco y la miró dar vueltas a la cama.
—Vas muy arreglada.
Llevaba un traje de chaqueta con una blusa de cuello abierto, un alfiler de plata en la solapa. Los labios pintados.
—Ha quedado libre un asiento en el vuelo de hoy. No lo habría cogido si hubieses seguido…
—¿Hoy?
Intentó incorporarse un poco en la almohada, y ella se la ahuecó.
—No me quería marchar sin despedirme —dijo. Dejó de mullir la almohada y se sentó a su lado, pasándole la mano por la frente—. ¡Ay, Dios! Pero ¿por qué hago esto?
—No lo hagas. No te vayas.
—No se vaya. Aún queda mucho por ver —dijo, poniendo voz de guía turística, y se calló—. Pero es que ya no quiero verlo. No quiero tener que preocuparme cuando bebo agua. Ni preguntarme qué estará diciendo la gente. Tanto graznido por los altavoces. ¿Cuántas veces al día reza esta gente?
—Cinco —contestó Leon en voz baja.
—Vale —asintió—. No tiene que ver con nada de eso. Es solo… que me desperté. En el puente. ¿Quieres saber cómo viví eso? ¿Verte morir?
—¿Qué hacías allí? ¿Qué te contó Melnikov? —preguntó, pues aún quería saber.
—Que le pediste que fuera a buscarme. Que tú… —Agitó la mano—. ¡Oh, qué más da! Me llevó allí para que te vieras obligado a llegar hasta el final, supongo. La verdad es que no se lo pregunté. —Bajó los ojos—. Debería habérmelo imaginado. Tú no harías eso… pedirme que fuera. —Levantó la cabeza—. Y entonces empezó todo. Los tiros. Las muertes. —Lo miró—. Me dijeron que se suponía que el tiroteo, que nada de eso tenía que haber ocurrido. Era solo un canje. Hasta que tú… —Dudó—. ¿Por qué lo hiciste?
—No era un canje —dijo, con la garganta aún seca.
—Pero si dijeron que…
—Sabíamos lo que iban a hacer con él después. Cuando hubiesen acabado con él. —Se detuvo; las palabras quedaban muy abajo, costaba sacarlas—. Eso ni siquiera es… quedarse fuera. Es estar dentro. Colgándolos de los ganchos.
—¿Dentro? —repitió, intentando seguir su razonamiento.
Leon cerró los ojos, demasiado débil para seguir desenredando la madeja.
—Él confiaba en mí —dijo.
Se quedó mirándolo un minuto, como si estuviera traduciendo lo que había dicho.
—Así que lo ayudaste. Y te dispararon a ti también —dijo—. Pensé que habías muerto. Todo… se detuvo. Se detuvo. Pero tú seguías respirando. Con los ojos abiertos. Y dijiste algo. Y pensé, puede que sea la última vez. ¿Te acuerdas de lo que dijiste?
Leon sacudió la cabeza, esperando.
—Dijiste su nombre. La llamaste. Estabas mirándome a mí, con los ojos abiertos, y la llamabas a ella.
—Kay…
—No, si no pasa nada. Pero cuando lo oí, lo supe. Como si alguien me hubiese despertado sacudiéndome. Era el amor de tu vida. Lo es. —Hizo una pausa—. Lo es. Yo era… otra cosa. —Se mordió el labio—. Fui a verla. Ahí, al final del pasillo. Quería saber cómo era. —Asintió, en respuesta a una pregunta sin formular—. Saber si era más guapa que yo. Pero luego no entré. No me acerqué lo suficiente para ver. No quería saberlo. ¿Y si no lo es? Es mejor que piense que sí lo es.
—No sigas.
Kay alargó la mano y volvió a acariciarle la frente.
—Lo sé, solo es como son las cosas. No es algo que una pueda… —Se calló, y apartó la mano—. Pero es que a mí también me gustaría. Me gustaría tener eso. Así que puede que lo encuentre en casa. No será igual de excitante —dijo, torciendo el gesto, alargando la mano para abarcar la ciudad que se extendía fuera—. A lo mejor alguien que juegue al golf, y que coja el tren para ir a trabajar. Pero aun así… el amor de mi vida. Como ella.
Se inclinó y le dio un beso en la frente.
—En cualquier caso, tengo que pensar que existe uno. —Lo miró a los ojos, enternecida—. Espero que no fueses tú. Eso sería tan injusto, ¿no te parece? Solo unos días. Mientras dormías, he pensado en eso, en cuántos días fueron, y luego me he dicho: no los cuentes. Qué más da que fueran dos, tres, solo un puñado, si parece que ha sido como… —Una pausa—. Así que mejor que no.
Leon levantó el brazo, acercándole la mano a la mejilla, con la vía intravenosa colgando, como si fuese parte de un hilo que intentaba sujetar.
—¿Y sabes? Tal vez baste con eso. Con haberlo probado. Y parar antes de que… —Apartó la vista—. Al principio, no lo ves. No sé por qué no. ¿De qué otra forma podía terminar? ¿Qué pensaba yo que era esto? ¿Qué creías tú?
Dejó la mano de Leon otra vez en la cama y se levantó.
—Así que… Antes de eso. Mientras aún sentimos… —Se acercó a la silla, recogiendo su sombrero y su bolso—. Por lo menos, esto hace más fáciles las cosas. —Indicó con un gesto de la cabeza la cama de hospital—. Con todas esas vías en el brazo. Para que tengas que quedarte ahí. De otro modo, ya sabes cómo sería. Te levantarías y me cogerías, y entonces ¿cómo iba a poder marcharme? —Se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas—. Porque pensaría que eras tú. El amor de mi vida.
Se acercó a la cama y se inclinó sobre él, besándolo en la frente, un beso de despedida, pero él le pasó los brazos alrededor del cuerpo y la atrajo hacia él, y el beso se convirtió en otra cosa, un secreto, hasta que sintió humedad en sus labios agrietados, empapados de ella.
—Escúchame —dijo Kay—. Más tarde pensarás cosas diferentes de mí. —Le puso los dedos sobre los labios antes de que pudiera decir nada—. Lo harás. Solo quiero que recuerdes esto. Esta parte era verdad. ¿Querrás recordar eso?
Leon no dijo nada, temiendo que apartara los dedos, que se fuera definitivamente.
—Ya está aquí su coche —dijo Obstbaum en el umbral, y Kay volvió bruscamente la cabeza.
—Ya voy —contestó, con un hilo de voz.
Obstbaum se demoraba junto a la puerta, así que Kay se limitó a apretar la mano de Leon, un adiós diferente. Aún preocupada de qué pensaría él. Giró la cabeza hacia el pasillo y la habitación tranquila a su extremo.
—Espero que vuelva. Piensa en cómo se sentirá. Sabiendo que la has esperado.
Se dio la vuelta para marcharse. La mano de Leon permaneció sobre la cama, pero en su mente alargaba el brazo y, viendo a Obstbaum, lo dejaba caer. Cuando Kay llegó ala puerta, Obstbaum había desaparecido, pero ya era demasiado tarde para alcanzarla, y su cuerpo estaba hundiéndose entre las sábanas; la misma sensación que había experimentado en el puente, cuando creyó que se moría.
—¿Harás algo por mí? —preguntó Kay, dándose la vuelta, con los ojos anegados en lágrimas.
La miró, sin tener que asentir siquiera, sabiendo que ella lo notaría.
—No le cuentes lo nuestro.
Esperó.
—No le gustaría. Pero no es por eso. Es por mí. Quiero ser aquella de la que no puedas hablar. Quiero ese poco.
Le retiraron el catéter esa misma tarde y le dieron un caldo, su primera comida. Era importante que se moviera, que no estuviese tumbado, así que daba vueltas por la habitación, pasos de bebé empujando el portasuero, con una enfermera al lado. No demasiado tiempo seguido. Hasta la puerta, de regreso, un descanso en la butaca. Al final del día podía ir al cuarto de baño solo. Altan apareció justo cuando empezaba a oscurecer.
—¿Ya está levantado? Eso es buena señal —dijo, encendiendo la luz del techo.
Leon levantó la vista desde la butaca de las visitas, donde había estado mirando al suelo.
—Es un poco deprimente estar sentado a oscuras —dijo Altan, acercando otra silla, con un movimiento ligero, dejando un maletín a su lado—. Y ha tenido usted mucha suerte. El último que ha quedado en pie: esa es la expresión, ¿verdad?
—¿Qué va a decir que ocurrió?
—¿Decir? Lo que pasó.
—No, no lo hará. Ha sido un auténtico estropicio. Y Jianu ha muerto. Nadie lo consiguió. Así que, ¿qué va a contar? —preguntó; su voz aún era débil, con una ligera ronquera.
—Bueno, en cuanto a eso… —Altan cruzó las piernas y se echó hacia atrás, con lo que parte de su rostro quedó en las sombras, mientras el bigote fantasma aparecía y desaparecía en su labio—. Todo el mundo ha muerto, menos usted. Así que es su historia. —Miró a Leon—. La de cómo se mataron entre ellos.
—Y Gülün consigue por fin su medalla.
—No, eso no resultaría conveniente —contestó, sacando un cigarrillo y encendiéndolo—. ¿Un policía turco disparando a un ruso? Se disgustaría mucha gente. Oh —dijo, al ver el gesto de Leon—, ¿no está permitido? —Miró el cigarrillo—. Quizá por esta vez. Será nuestro secreto.
—Así que, ¿quién lo mató?
—Jianu. Se dispararon el uno al otro. Por desgracia, algunos inocentes se cruzaron en su camino. —Le hizo una inclinación de cabeza a Leon—. Afortunadamente, se recuperaron.
—¿Y la gente se lo va a creer?
—¿Por qué no habrían de hacerlo? Es lo que todo el mundo quiere. Lo que conviene. Jianu está muerto, que es lo que querían los rusos. Y ¿sabe una cosa?, creo que también agradecerán que Melnikov esté muerto. Un hombre brutal, incluso para ellos. ¿Sabe lo de Stalingrado? ¿A sus propios hombres? Piense en el alivio que supondrá que haya desaparecido. Por supuesto, no pueden decirlo. —Dio una calada al cigarrillo—. Los norteamericanos han vengado a su señor Bishop. ¿Y nosotros? Nosotros conseguimos protestar ante ambos. A disparos por las calles… Poniendo en peligro la vida de ciudadanos turcos. Se han exigido disculpas oficiales. Hasta los rusos están incómodos. Un exceso. Deberían aprender de los otomanos. La cuerda de seda. Sin ruido. Nada de pum, pum. Pero muy efectiva. Por supuesto, no van a aprender. No está en su naturaleza —dijo, alzando los ojos—, pero de esta manera, por lo menos, resulta una historia aceptable.
—¿Y quién me disparó? Antes de que se mataran entre ellos.
—Jianu. Si decimos que fue un ruso, esto no acabará nunca. Protestas oficiales. Ruido de sables. Todo el mundo creyéndose un gazi. Ya basta. Jianu era de esa clase de hombres. —Miró a Leon a los ojos—. Primero el señor King, luego el pobre Enver. Ahora Melnikov. Y usted.
—¿No se le ocurre nadie más, ya puestos? ¿No tiene algunos casos sin resolver en el archivo? ¡Jesús! Alexei mató a todo el mundo. ¿Es eso lo que se supone que debo decir?
—Ya lo ha hecho —dijo Altan, levantando el maletín—. ¿Piensa acaso que solo el Emniyet hace esto? ¿Arreglar las cosas? —Le dio unas palmaditas al maletín—. Tenemos las declaraciones. La de Gülün confirma la suya. No se lleva medalla esta vez, pero sí una recompensa diferente, por su discreción. —Hizo una pausa, mirando la expresión de Leon—. Le parece que es un modo corrupto de actuar. El viejo imperio. Amigo mío, todo el mundo reescribe la historia. ¿Los rusos? Llevan tanto tiempo creyéndose sus propias mentiras que… —Dejó que la idea se completara sola—. Y ahora los norteamericanos. Están ustedes empezando a aprender a vivir en el mundo. —Miró a Leon con severidad—. Se mataron el uno al otro. Usted se recuperó. Es la historia más conveniente.
—Pero hubo testigos. No todo el mundo es Gülün. Por eso se ha deshecho de ella. La ha mandado a casa.
—¿A quién? Ah, a la fiel señora Bishop.
—No podía correr riesgos con ella. Le consiguió prioridad para el vuelo.
—Leon, no necesitaba a nadie para eso. Lo único que tenía que hacer era… —Se detuvo—. ¿Aún no lo sabe? ¿No se lo ha contado ella?
Leon guardó silencio, buscó los apoyabrazos.
Altan soltó una especie de suspiro por la nariz.
—Eso me lo ha dejado a mí. —Apagó el cigarrillo—. Es muy estúpido por parte de los norteamericanos usar a la esposa. Fue idea de él, por lo que me han dicho. ¿Por qué? ¿Para ahorrarse dinero? Como ella no tenía nada que hacer, ¿por qué no usarla? Para conseguir averiguar ¿qué? ¿Lo que la gente cuenta en las fiestas en Ankara? ¡Aficionados! —La misma opinión de Alexei, un gesto de negación profesional con la cabeza—. ¿Y qué ocurre? Complicaciones —dijo, poniendo los ojos en blanco—. Emociones. No hay sitio para eso. Ella quería que se hiciera el canje. Quería al asesino de su marido. —Apartó la vista—. Quizá se sentía… bueno, por lo que fuera. Le dije a Barksdale que no era necesario. No hacía falta entregar a Jianu. Era solo cuestión de tiempo. Pero no. La escucharon. A una aficionada.
Leon también escuchaba. Solo era un canje, había dicho, hasta que tú… ¿Por qué lo hiciste?
—Siempre es un error usar a una esposa. Piense en el riesgo, se puede usar al uno contra el otro.
—Pero no fue el caso —dijo Leon sordamente, incitándolo, deseando saber, su voz como un eco.
—Aun así, un riesgo. Dos. Compromete cualquier operación.
—No. Ella nunca dijo nada.
—Claro que no. Usted era la operación.
Sintió un escalofrío en la espalda, una corriente de aire pasando por el camisón de hospital abierto. Y de nuevo, el peso, su cuerpo hundiéndose en la butaca.
—No es que le sirviese de mucho —decía Altan—. No le sacó nada. Yo pensé, ya lo tiene cogido. Pero no.
—No —dijo Leon, otro eco.
—Nunca delató a Jianu. Ni siquiera a ella —explicó, con una extraña admiración.
—No podía —contestó Leon, su voz aún muy lejana.
—¿Leon?
Levantó los ojos al darse cuenta de que Altan le había estado hablando.
—Se suponía que tenía que mantenerlo a salvo. Para eso hice todo esto. Todo lo que pasó. Para mantenerlo con vida. —Empezó a torcer la boca, como si acabara de oír un chiste—. Mantenerlo con vida.
Altan enarcó las cejas, como una enfermera mirando a un paciente.
—Lo querían todos ustedes —replicó Leon—. Todo el mundo. Y luego ya nadie lo quiso.
Altan se revolvió en su silla.
—En mi opinión, ha sido un desperdicio. ¿De qué le sirve ahora a nadie? Muerto.
—De nada. Eso es lo que él quería.
Altan lo miró, no sabiendo muy bien cómo tomarse eso.
—Tanto esfuerzo para coger a Dorothy —dijo Leon, al que aún le parecía inverosímil la idea.
—No.
—¿No?
—Melnikov era un hombre muy retorcido —dijo Altan, arrellanándose—. No creo que se fiara de usted. Fíjese. Su amante; seguro de que usted dejaría la pistola en el bolsillo. La señora Wheeler, para distraerlo. Mientras tanto, se llevaban al verdadero infiltrado. Por supuesto, acabarían ustedes por darse cuenta del error. Tantas preguntas sin respuesta. Pero, para entonces, sería tarde. Ya se habría ido.
—¿Quién? —preguntó Leon, que solo había escuchado a medias.
—El señor Wheeler. Agregado naval. Un experto en el mar Negro, y en muchas más cosas, según parece.
Leon levantó la cabeza. Otra broma, por ahí, en algún lugar.
—Alexei siempre dijo que estaría en Ankara —dijo.
—Sí. Era el sitio lógico.
—¿Ella lo sabía?
Altan negó con la cabeza.
—Los soviéticos jamás usarían a marido y mujer. Tienen demasiada experiencia para eso —dijo, declarando un hecho—. Ella no sabía nada. Lo que, por supuesto, se acabó sabiendo. Extraño matrimonio. Pero tal vez no. ¿Qué sabemos ninguno de nosotros? Pero sospechas sí las tendría. Es una mujer que se fija en las cosas. Así que quizá lo supiese y no lo supiese. A la vez. Es posible, ¿no cree?
—Sí.
—De todos modos, detuvimos al señor Wheeler antes de que pudiera irse, así que no resultó demasiado duro para ella. Según tengo entendido, solo le hicieron preguntas educadas.
—¿Lo han detenido?
—En la antigüedad, el mar Negro fue un lago otomano. Cuando el oso se toma interés por algo, nos gusta saber por qué. Unas cuantas preguntas. Pero ahora lo tienen los norteamericanos. —Extendió la mano—. Pagaron por él. Usted ha pagado por él.
Una cara que ni siquiera conseguía recordar, inclinada sobre la mesa de Dorothy.
—¿Y él le siguió el juego a Melnikov? ¿Para usarla en una encerrona?
—Leon —dijo Altan con paciencia fingida—, ¿qué sentido habría tenido decírselo? Nunca se sabe cómo puede reaccionar la gente. Por supuesto, él no estaba en situación de poner reparos. Lo iban a sacar del país. Quizás hubiera podido enviar a buscarla más tarde. Pero ella tal vez habría rehusado. Lo hacen a menudo, según tengo entendido. Visto cómo es la vida allí… Pero llegamos a él primero.
Se echó de nuevo hacia atrás, complacido, como si acabara de hacer un lazo que le hubiese salido bien a la primera, igual que las declaraciones que llevaba en el maletín. También Dorothy tendría que hacer una. Sobre lo que sabía y no sabía. Dejada atrás.
Leon alzó la vista desde su butaca.
—Son todos unos cabrones, ¿verdad? Todos ustedes. Tommy y… —Se calló, demasiado cansado para seguir su propio razonamiento—. Cabrones.
Altan se quedó mirándolo un buen rato, y luego asintió lentamente, para darle gusto.
—Pero por una buena causa —dijo, poniéndose en pie y caminando hasta la ventana, para luego volverse a mirar a Leon—. Pero ¿qué se creía que era esto?
Otro eco, la voz de ella otra vez. ¿Qué creías que era esto? Al principio. Quizá no creía nada en absoluto.
—Buena causa —dijo Leon con tono sarcástico—. ¿Qué causa?
Altan permaneció inmóvil, sin molestarse en responder. Sacó otro cigarrillo.
—¿Sabe cuánto tiempo llevamos haciendo esto? El imperio debería haber desaparecido hace doscientos años, o más. A partir de entonces, solo hubo malas elecciones. Buenas para otros, quizá, pero solo malas para nosotros. Cuánto dinero tomar prestado. Cuántos territorios ceder. Todo, malas elecciones. Pero sobrevivimos. Encontramos un equilibrio entre las cosas. La solución otomana —dijo irónicamente—. Me gusta creer que es una especie de sabiduría. La vida es así, ¿no le parece? En su mayoría, malas elecciones. Lo único que se puede hacer es conservar el equilibrio entre ellas.
—Pero el imperio se perdió —dijo Leon con rotundidad.
Altan lo escrutó a través del humo, molesto.
—También aprendimos de eso. En ocasiones, una mala elección es peor que otra. Ferengi que quieren usarnos para luchar entre sí. Así que ahora mantenemos los ojos bien abiertos. Tenemos que saber cómo son las cosas. El conocimiento es la única manera que tenemos de protegernos.
—Con independencia de lo que tengan que hacer. De quién acabe muerto.
Altan se encogió de hombros.
—El mundo no es perfecto. ¿Por quién lleva luto usted?
Leon apartó la vista.
—Por nadie.
Todo el mundo era prescindible, como lo había sido él. Tommy disparándole.
—Bien —dijo Altan, volviendo de la ventana—. En este trabajo es importante mantener la cabeza fría. —Cogió el maletín y lo puso encima de la mesa para abrirlo—. Ha resultado interesante verlo actuar a usted. No pensé que fuera capaz de hacerlo. Tantísimas complicaciones. Pero no, tiene muy buenos instintos. Es usted un hombre de recursos. Es imposible entrenar a alguien para eso. Mi única preocupación era esta debilidad suya: es un error establecer lazos personales. ¡Fiarse de un hombre como Jianu! Por supuesto, terminaría por aprovecharse, intentaría escapar. Pero, al final, hizo usted lo que tenía que hacer. Así que aprende de eso.
Leon lo miró. Otra historia más.
—¿Sabe que lo maté?
—Eso dice Gülün. Lo confieso, me sentí aliviado. No sabía si sería usted lo bastante duro para…
—No fue por eso.
—¿No? Bueno, viene a ser lo mismo. —Sacó un papel—. Para los norteamericanos.
—¿Qué es?
—Su declaración. Cómo se mataron entre ellos.
—¿Por qué hace esto? ¿A usted qué más le da?
—Si los norteamericanos supieran cómo había ocurrido en realidad, nunca volverían a confiar en usted. De este modo, quién sabe, puede que le den una medalla.
—No quiero una medalla.
Altan asintió.
—O un trabajo, cualquiera de las dos cosas. Creo que le ofrecerán uno. Firme aquí. Pero en este negocio está acabado. Por razones de salud, quizá —dijo, llevándose la mano al pecho.
—¿Acabado? —repitió Leon, esperando el resto.
—No se puede servir a dos amos. Podría usted sentirse tentado de valerse de uno en contra del otro.
—Dos.
—Necesito poder confiar en mi gente.
—Su gente.
—La gente que trabaja para mí. Creo que se nos dará bien, a los dos. —Le tendió la pluma—. Firme.
Leon lo miró fijamente. Oyó el suave chasquido de una cerradura en su cabeza.
—¿Y si no lo hago?
—Amigo mío, no quiera usted poner esa pistola en su mano. Todo cambia. Para usted. Volvería a empezar todo. En ambos lados. Y, esta vez, usted sería Jianu. Tenemos cosas mejores que hacer.
Volvió a hacer un gesto indicando la pluma.
—¿Qué le hace pensar que haría algo así? ¿Trabajar para usted?
—Leon, los mejores guerreros que jamás tuvieron los otomanos fueron los jenízaros. Todos nacidos en el extranjero. Todos leales. Sirvieron al imperio. —Lo miró sin parpadear—. Y el imperio los sirvió a ellos.
—Eran esclavos.
—Solo en cierto sentido. Cadenas de interés propio describirían mejor la situación. Cadenas de oro. Es usted el jenízaro perfecto.
—No quiero nada de usted.
—¿No? Aquí tengo otras declaraciones —dijo, metiendo la mano en el maletín y sacando unos papeles—. Pensé que irían a otro expediente. En algún lugar seguro. La del patrón de pesca. ¿Qué pasó en Bebek? Jianu ya no nos lo puede decir. Así que solo está usted. Si es que algún juez lo cree. —Sacó otro papel—. La otra declaración de Gülün, tan intrigante. ¿Qué posible razón podía usted tener para matar a Jianu? ¿Defensa propia? ¿Con un hombre que yace ahí, desarmado? Por descontado, es posible conseguir más declaraciones. De la gente que estaba en el puente. Así que no hay duda. Dos hombres muertos, pues. Uno en Bebek, el otro en el puente. Piense en la cantidad de historias que podríamos inventar para relacionarlos. Puede que usted tenga alguna propia. Pero los hechos seguirán siendo que usted estaba en los dos sitios, y que mató a ambos hombres. —Una pausa—. Leon. Incluso cuando las elecciones son malas, las hay peores.
Leon se quedó mirando el papel, el que decía que no había hecho nada en absoluto, una historia de buenas intenciones.
—No soy un traidor.
—Sí, lo sé. El buen patriota. Leon, queremos que los norteamericanos nos protejan. No le estoy pidiendo que trabaje contra ellos.
—¿Solo tendré que contarle lo que dice la gente en las fiestas? —preguntó Leon con sarcasmo.
—Bueno, en la comunidad extranjera. Es cierto, nos gusta tener informadores allí. Pero están marchándose de Estambul. La guerra ha terminado. Ya no somos… —Una pausa de un segundo, buscando la palabra— Estratégicos. Con tal de que los rusos se marcharan también. Pero no, ellos no, así que necesitamos otros oídos. Entre sus amigos turcos. A algunos de los cuales ya conoce. Amigos de Georg. ¿Qué les cuentan a ellos? Un extranjero que habla turco es un valioso activo. ¿Un norteamericano trabajando para mí? Ningún turco lo sospecharía nunca. Y, además, con recursos. Piense en ello de esta manera. Es lo que haría para los norteamericanos. Excepto que lo hará para mí. De forma no oficial. Como a usted le gusta trabajar. —Otra pausa, ni un ruido—. Para mí. Pero no contra ellos. Tiene usted mi palabra.
—Su palabra —dijo Leon, a punto de soltar la carcajada.
—Sí, mi palabra —repitió Altan, con un gesto hacia los papeles—. No la de Gülün, ni la del pescador. La de ninguno de ellos. La mía. La tiene. Así que ya lo ve. Será un acuerdo de jenízaro perfecto. Estaremos obligados el uno al otro. Firme, por favor.
Leon tomó la pluma.
—Y ahora debería descansar —dijo Altan, mirando de reojo su reloj, y luego a Leon mientras este escribía, con letra apresurada, con la cabeza gacha, como si no quisiera que lo viese nadie—. Obstbaum se va a enfadar conmigo. ¿Necesita ayuda para acostarse?
—No.
Altan guardó la declaración en el maletín.
—Bien. ¿Estamos de acuerdo? ¿Sabe? No veo la hora de empezar. —Echó a andar hacia la puerta—. Una cosa más —dijo, deteniéndose—. ¿No le importa? Es una curiosidad personal. ¿Quién mató al señor King?
Leon se quedó callado un momento. ¿Cuánto hacía de eso? Luego miró a Altan a los ojos.
—Yo.
Altan ladeó ligeramente la cabeza, sorprendido.
—¿Usted? —dijo—. Pero ¿por qué?
—Fue en defensa propia.
Altan empezó a sonreír, como si Leon hubiese dicho algo ingenioso, y luego puso los ojos en blanco, una especie de saludo jovial.
—Por supuesto. En defensa propia —asintió, saliendo de la habitación—. Es lo que dice siempre Lily. Es un verdadero estambulita.
Más tarde, en la cama, buscó con la vista un reloj de pared y se dio cuenta de que había ingresado en el mundo intemporal de Anna. En la clínica no había horas, ni días, cada uno igual que el anterior, todos continuos. Las ideas se le presentaban desordenadas, arbitrariamente, sin propósito fuera de ellas mismas, a menos que intentara seguirlas. Había estado pensando en los azulejos azules de la Çinili Camii, en la forma que tenían de degradarse en turquesa y gris, y se preguntó si no estaría en el fondo pensando en Kay, o solo en la paz perfecta que se respiraba aquel día en el patio, sentados junto a la fuente, cuando Kay le dijo que él no podría pertenecer nunca a ese sitio. Haciéndole preguntas. Para Frank. Pero en un momento dado, había dejado de hacerlo. Puede que fuese incluso aquel mismo día. Lo habría sabido, lo habría sentido cuando volvieron a Laleli. Era importante recordar que había dejado de preguntar.
Quizá fue la noche de la fiesta cuando cambiaron las cosas, cuando lo vio con Georg. Leon volvió a ver su cara redonda, brillando de sudor y miedo, disculpándose. La última cosa que hizo en la vida, demasiado tarde para cambiar. Pero ¿cambiaba alguien? ¿Aun teniendo la oportunidad? Vio otra caras, las de Barbara y Ed, tocados por la muerte y siguiendo como si nada, y vio cómo sería para él a partir de ese momento. De nuevo días en la oficina, jueves furtivos con Marina, copas en el Park, el brandy de todas las noches en Cihangir ante su memorial de guerra a base de fotografías; todo sería igual, salvo las reuniones con Altan, el engaño que le daría realce al resto, y luego lo iría royendo, hasta que no quedara más que eso. Las visitas a Anna sin nada que decir, porque en su vida todo era secreto, incluso para ella.
Se levantó de la cama, se apoyó en ella hasta dejar de sentirse mareado, y luego se agarró al portasuero y salió caminando con él. En el pasillo, solo las tenues lamparillas de noche y una conversación en suave turco sibilante procedente del cuarto de las enfermeras, algo acerca de que el supervisor les había cambiado los turnos, la vida corriente. Se había puesto las zapatillas y se deslizaba silenciosamente sobre el linóleo encerado. Al final del pasillo, la habitación de Anna tenía la acostumbrada luz a ras de suelo, entraba el resplandor de la luna. Abrió los ojos cuando le tocó la mano.
—No te asustes, ya sé que es tarde. No he podido venir antes.
Una vez que había tomado nota de la alteración, la mano que la había tocado, se replegó en su interior, con ojos inexpresivos. ¿Qué pensaría? Quizá todos los pacientes de Obstbaum tuvieran la misma vida mental, pensamientos inconexos, desordenados.
—Estoy en la otra punta del pasillo —le dijo—. ¿Te sorprende? Nunca pensé en estar aquí, ¿y tú?
Se calló. Era como hablarle a un niño. No era a lo que había venido, ya no podían hacerlo más. Ed y Barbara seguían como antes. Pero ya no era antes.
—Me voy a sentar —dijo—. Me canso con facilidad. Hay mucho que contar, y no sé bien por dónde empezar.
Se quedó callado un minuto, mirándola, intentando encontrar un hilo narrativo, pero acabó por renunciar.
—Lo gracioso es —dijo despacio, echándose para atrás en la silla— que pensé que estaba haciendo lo correcto. Cada vez. Cuando lo ayudé en el mar, ni siquiera lo pensé. ¿Qué otra cosa podía hacerse? Y luego, cuando le disparé. Cada vez. Pensé que hacía lo correcto. Pero no podía haberlo sido. Ambas veces. —Alzó la vista como si ella hubiese dicho algo, y asintió—. Me lo pidió. Yo era el único que le quedaba. Al que pedírselo. Así pues, ¿en qué me convierte eso? Como si le importase a alguien. Él no era…
¿Qué? Se acordó de él en el hamam, enseñándole las cicatrices, de su cara en el portal al bajar desde Laleli, una máscara mortuoria ya.
—Un buen hombre —concluyó—. Era lo contrario. Lo contrario. —Lo repitió para convencerse a sí mismo—. Aun así. Yo solía pensar que yo lo era. Pero ¿a quién le corresponde decirlo? Lo he estado pensando, ¿a quién le corresponde decirlo?
Se frotó la venda que tenía sobre la vía en el dorso de la mano, dándole vueltas a una idea.
—Durante la guerra está bien matar a la gente. Luego ya no lo está. ¿Se puede desconectar, así, sin más? ¿Cómo si fuese un interruptor en la cabeza de las personas? Una vez que se empieza.
Volvió a mirarla, pero no se había movido, su rostro estaba terso, sin una sola arruga.
—De cualquier manera, ya está hecho. No se puede deshacer. —Sus ojos fueron hacia la ventana—. Ninguna de esas cosas, supongo. Todo lo que he hecho. —Estaba flotando a la deriva, sus pensamientos desordenados una vez más—. He conocido a alguien.
Se interrumpió; oyó la voz de Kay. A ella no le gustaría.
—Pensé que también eso era lo correcto. Y robar el dinero. Todo. Y ahora… —Un minuto más, el silencio igual que el sueño—. Ocurrió sin más, conocerla. No lo planeé. —Hizo una mueca—. Ella sí, supongo. No lo sé. Pero entonces… Ella no esperaba… En cualquier caso, eso me dijo.
También ese pensamiento se le estaba escabullendo, su mente se iba a la deriva hacia el jardín. Donde Alexei y él habían estado de pie, mirando la habitación oscura, despidiéndose. Pero había otra cosa, importante.
—¿Crees que alguien puede mentir —preguntó— y, sin embargo, estar diciendo la verdad? —Seguía con la cara vuelta hacia la ventana—. Mentir sobre las cosas, pero no sobre los dos. Lo que ocurre entre los dos, eso tiene que ser verdad, ¿no es así? O no tendríamos nada. Ni siquiera por un tiempo.
Se calló, al darse cuenta de que estaba hablando en voz alta, que ella podría incluso haberlo oído. Algo que no podía escuchar. Se volvió hacia ella, cubriendo sus huellas.
—El resto, no sé. Y eso también tiene gracia. Quería que Tommy me diera un trabajo, y ahora lo tengo. Pero no por él. —Se echó hacia delante—. Tenemos que pensar qué hacer. Trabajar para Altan… no es exactamente ilegal, pero es algo. Y no va a permanecer así, diga él lo que diga. Quiere que yo piense que me voy a salir con la mía, con todo, pero en el mismo instante en que deje de servirle… —El limón de Alexei, ahora—. Son todos unos cabrones. Se deshacen de la gente. También los nuestros. —Alzó los ojos—. Pero aun así…
Pensó en Phil, de cuclillas con el equipo de tierra.
—Tenemos que marcharnos de Estambul —dijo, con voz más firme, haciendo planes—. Se cree que me tiene cogido, pero no sabe lo del dinero. El resto del dinero, que está ahí esperando. No lo sabe nadie. Podemos usarlo para huir. Hay formas… A eso es a lo que me he estado dedicando. Puedo hacerlo. Soy un hombre de recursos —dijo, una triste broma contra sí mismo—. Podríamos ir a Italia. Ayudar a Mihai otra vez con sus barcos. A cualquier sitio. Podríamos ir a casa.
Se inclinó sobre ella, pero sus ojos seguían tan inmóviles como antes y, al mirar en ellos, vio que no había casa a la que ir, solo el sitio en el que ya estaban, entremedias.
—No resultaría difícil si volvieras —dijo—. Me refiero a preparar las cosas. Altan no sospecharía. Y, una vez que nos hubiésemos ido, ¿qué podría hacer? No es posible que quieras seguir ahí, donde quiera que estés. Yo estaría contigo. Nunca te abandonaría. Tú lo sabes. Hasta ella lo supo. Supo eso de mí. Podríamos…
Y, de pronto, se encontró sin resuello, recostado en la silla, sabiendo que nada de eso iba a suceder, que todos los planes no eran más que un último salto desafiante antes de que las cadenas de Altan se afianzaran alrededor de él.
—Pensé que era todo para bien. Que podía contribuir a algo —dijo con suavidad—, a la guerra. No. No solo eso. Emocionante. Pensé que podía resultar emocionante. Ser una de esas personas del bar del Park.
Sintió una opresión en el pecho. No era miedo, era algo implacable que lo miraba, su nueva vida. No habría ningún nuevo principio, nuevas veladas juntos en Cihangir. ¿Qué podrían decirse? Ambos estarían enclaustrados en sus respectivos silencios, cada uno por sus propios motivos. Incluso allí, tenía que andar con cuidado por todas partes. También Anna estaba perdida ya para él. Y, entonces, por un segundo, le pareció ver que movía un dedo, tal vez sintiéndolo, sintiendo con él cómo podrían ser las cosas, y alargó la mano y la puso encima de la de ella.
—Todo va a salir bien —dijo más deprisa, con tono tranquilizador—. Este es el mejor sitio posible para ti, y en cuanto te encuentres mejor… No te preocupes por Altan, puedo manejarlo. No es peor que los demás. Mira a Tommy. Lo único que tengo que hacer es mantenerlo interesado. Se aprende a hacer estas cosas. Y, en realidad, se me dan bastante bien. Por eso él… No quiero que te preocupes por nada. —Le apretó la mano con más fuerza, adoptó un tono alegre, dándole conversación, ocultándoselo ahora todo, no solo Kay, sino todo lo que tendría que hacer—. A ti siempre te ha gustado esto. Y, ¿sabes una cosa?, un jenízaro, si jugaba bien sus cartas, podía llegar a ser una persona muy importante. ¿Verdad que resultaría la monda? La última cosa que nos hubiéramos podido esperar, pero… —Animándola, manteniéndole la moral alta, aparte de los demás—. Y seguiríamos contando con el dinero, por si nos hiciera falta. Así que no hay nada por qué preocuparse. Estaremos estupendamente. —Le acarició la mano—. ¿Sabes?, en el puente, cuando te vi la cara, estabas igual que cuando nos conocimos. Eso tiene que significar algo, ¿no te parece? Nada ha cambiado —dijo, e hizo una pausa—, para ti no. —Apartó la vista, mirando al jardín—. Pronto será primavera. —En un mes, los ciclamores empezarían a florecer a lo largo de todo el Bósforo—. Podrías volver para eso —concluyó.
Esperó una respuesta durante un minuto, pero nadie contestó.