6
BÜYÜKADA
Mihai no estaba en la oficina, había bajado a los muelles de Hasköy, pero Leon no había despedido el taxi y se presentaron allí en cuestión de minutos.
—Espéreme. No tardaré mucho.
—¿Con el contador en marcha? Le saldría más a cuenta la tarifa de día entero. —Una tarifa más alta.
—De acuerdo —dijo Leon, que no quería discutir; alguien con dinero en los bolsillos.
Miró calle abajo. No había ningún coche con el motor al ralentí. A menos que su perseguidor fuera el propio taxi, pendiente de todos y cada uno de sus movimientos. Pero lo había cogido al azar, ¿no? Qué sensación, la de tener que estar mirando siempre por encima del hombro hacia atrás.
Había colgados avisos de cuarentena, pero ninguna barrera. El Victorei, ligeramente escorado, estaba extrañamente silencioso, como si todos los que estaban a bordo estuvieran enfermos, o fuese un barco fantasma que había derivado hasta el Cuerno de Oro. Había manchas de óxido en el casco; unas improvisadas cuerdas de tender estaban colgadas en la cubierta superior, y la colada se agitaba como velas rotas al viento.
—No está permitido —dijo un policía del puerto surgiendo a su espalda—. No se le permite a los pasajeros…
—No soy un pasajero —contestó Leon, blandiendo el pasaporte de Tommy—. El capitán me espera.
La magia de un pasaporte norteamericano. El guardia indicó la pasarela con la barbilla. Leon empezó a subir, advirtiendo la basura que había en el agua que chapaleaba a lo largo del barco, peladuras y cáscaras de huevo que aún no se había llevado la corriente. Ya se oían sonidos, un crujir de cuerdas, voces en el interior del barco, el llanto de un bebé, pero aún amortiguados, ahorrando fuerzas, la lasitud de un pabellón hospitalario. En la cubierta, personas envueltas en chales y mantas se apiñaban en bancos frente al débil sol invernal. Hubo una ligera agitación de interés cuando vieron a Leon, alguien del mundo exterior, acaso noticias. Se incorporaron aunque con posturas aún cautelosas, de personas que lo sabían todo, que habían estado en los campos. Con piel cetrina, chupados y esqueléticos, los rostros que Anna solía ver.
Mihai estaba con el capitán y un chico se ofreció a ir a buscarlo. Mientras aguardaba, Leon caminó por la cubierta. Murmullos en un idioma que no conocía, presumiblemente polaco, miradas descaradas. Del otro lado del agua, la mezquita de Solimán se alzaba sobre la colina, racimo de cúpulas hinchadas, y la antigua ciudad de libro ilustrado era una suerte de espejismo. El final de la travesía del mar Negro, y ahora todo resultaba extranjero, perdido por siempre jamás el hogar.
—Bueno, ¿y qué tiene tanta importancia como para que te arriesgues a coger el tifus? —preguntó Mihai.
—Tienen buen aspecto —dijo Leon, inclinando la cabeza hacia los pasajeros.
—Deberías ver a los de abajo. Los mandamos a cubierta por turnos, para que les dé un poco el aire a todos. Ahí abajo, la cosa es… bueno, da igual. ¿Qué quieres?
—¿Podemos ir a algún sitio?
—¿Cómo, aquí? —preguntó Mihai mirando alrededor de la cubierta—. ¿Para un Kaffeeklatsch? Búscate un centímetro cuadrado. —Consultó su reloj de pulsera—. Tienen que bajar dentro de quince minutos. Intenta moverlos antes de tiempo.
—Te lo estoy diciendo en serio. Fuera del barco, en tal caso.
—De acuerdo, vamos —aceptó Mihai, llevándolo hacia el puente—. ¿A qué se debe la visita? ¿Qué ha pasado en el consulado? Espero que no lo mataras tú —dijo con un tono de voz frívolo, pero mirando a Leon de soslayo.
—¿Te has enterado?
—Todo el mundo lo sabe. Es Estambul. ¿Tiene algo que ver con tu amigo rumano?
—En cierto modo.
—¿Qué modo?
—Es una larga historia. Te la contaré más tarde. Veo que siguen puestos los avisos de cuarentena.
—¡Cabrones! Unos cuantos días más y tendremos tifus de verdad. Viviendo así… —Lo miró entornando los ojos—. Creía que ibas a salir de viaje. Una pequeña excursión en coche por el campo.
—He cambiado de idea.
—¿Así, por las buenas?
—También te contaré eso más tarde.
—Todo más tarde. ¿Y el barco en Antalya?
—¿Quién es? —le preguntó en rumano a Mihai uno de los pasajeros—. ¿Un británico? ¿Quiere que nos quedemos aquí?
—Es norteamericano y un amigo.
El hombre resopló.
—¿Amigo de quién? ¿Nuestro? Entonces, ¿cuándo nos vamos?
—Pronto.
El hombre dejó caer la mano con enfado.
—Todos tienen miedo de que los hagan volver atrás —dijo Mihai mientras se alejaban—. Ya deberíamos haber llegado.
Leon volvió a mirar a través del Cuerno de Oro, al acerico de minaretes.
—¿Cómo creen que va a ser? ¿Cómo Polonia?
—Ese hombre ha perdido a toda su familia, en el pogromo de Jassy. En una gran fosa descubierta. Piensa que va a ser mejor que aquello, eso es todo.
En la cabina del puente, un hombre se inclinaba sobre una carta desplegada sobre la mesa: el mar de Mármara, el estrecho cuello de botella de los Dardanelos, y luego mar abierto, cubierto de números y marcadores de canales, los naranjos en algún punto de la distancia imaginaria.
—¡Ah! —exclamó, levantando la vista—. ¡Las nuevas raciones! Al fin. ¿Tuvo algún problema con la policía del puerto? ¿Para descargar? Tuvimos que pagar un extra por el agua.
—No —contestó Mihai, sacudiendo la cabeza—, no son las raciones. Es un amigo. Este es David, nuestro capitán.
—Oh —exclamó David, decepcionado, ignorando a Leon—. ¿Cuándo, entonces? Mihai…
—Lo sé. El camión está al llegar. Aciman lo prometió. —Indicó a Leon con un gesto—. Se trata de una visita social. ¿Nos permites unos minutos?
David titubeó, cayó entonces en la cuenta de que le estaba pidiendo que se fuera, y asintió incómodo. Se apartó del mapa.
—¿Has oído que ha vuelto a haber problemas con Pilcer, el rabino? El límite de una maleta por persona. Quiere que se haga una excepción para la sinagoga. ¿Cómo va a dejar atrás la menorá? Ya sabes. Lo de siempre.
—Dile que tire su ropa. Una maleta solo. Donde cabe una maleta, cabe un niño. Ya conseguirá una menorá nueva cuando lleguemos.
—Dice que esta es especial para ellos.
—Una maleta.
El capitán se encogió de hombros e hizo ademán de marcharse.
—Dice que eso mismo decían los nazis del tren.
—Y ha tenido que sobrevivir uno así. Dile que si me vuelve a llamar nazi, lo tiraré por la borda en persona. A él y a su menorá. —Sacudió la mano con un gesto de desprecio—. Estos ortodoxos. —Se volvió a Leon en cuanto se hubo ido el capitán—. Es justo lo que necesita Palestina. Más rollos de la Torá. El Haganá pide gente joven, y ¿a quién mandan? Cualquiera hace un soldado de eso. Quieren llevarse Europa con ellos. ¿Qué Europa? ¿La de los hornos? ¿La de la bala en la cabeza? Mi padre era igual. Y mi tío. Todos los días, horas enteras en shul, en la sinagoga, y mientras, en la calle, se podía ver lo que estaba pasando. Venid conmigo, les dije, salgamos de aquí ahora mismo. No. Somos demasiado viejos para empezar una nueva vida. —Hizo una pausa—. Así que perdieron la vieja. Por lo menos mi hermana me hizo caso. Ahora vive en Haifa. Ayuda a recibir los barcos. A sacar a la gente del mar antes de que los apresen las patrullas. Y ese quiere llevar menorás. —Alzó la vista al darse cuenta de que había estado divagando—. Y bien, ¿qué es eso tan importante? ¿Qué quieres?
—Ayudarte a salir de aquí.
—¡Ay, si es Moisés! ¿Vas a separar el puente de Gálata?
—No —contestó Leon, abriendo el maletín—. Sal cuando lo levanten esta madrugada. Ahora que todo el mundo se encuentra mejor. —Le tendió dos fajos—. Diez mil dólares. ¿Eso fue lo que dijiste, no?
Mihai alzó el dinero como si lo sopesara, y luego miró a Leon.
—¿De dónde lo has sacado?
—¿Quién lo va a querer saber? ¿El capitán del puerto? ¿Los oficiales de salud? Podéis zarpar esta noche.
—Te lo estoy preguntando yo.
—No lo hagas.
—¿Es otra larga historia?
—Era dinero para ayudar a los judíos. Y ahora lo hará.
—Pero no a los mismos.
—Úsalo —dijo Leon, mirándolo de frente—. Nadie lo sabe. Marchaos esta noche. Antes de que pidan más.
—Una recuperación de un día para otro. Del tifus.
—Tú insiste. No podéis quedaros mucho más. ¿Cuánto tiempo tardarías en pagarles?
—No mucho.
—¿Cuándo levantan el puente?
—A las tres y media.
—¿Antes no? —preguntó Leon, pensativo.
Mihai lo escrutó.
—¿Qué es lo que quieres?
—Nada —respondió Leon.
—Diez mil dólares a cambio de nada.
—Iban a comprar judíos con ese dinero —dijo Leon—. Así que cómprales a estos la salida, ahora que puedes. Sin trampa ni cartón.
Echó mano de otro fajo.
—¿Y eso?
—Dos plazas. En el barco. Cinco mil dólares. Para que los uses como quieras.
—No hay plazas libres a bordo.
—De pie.
—Vaya —dijo Mihai—, dinero para ayudar a los judíos. —Levantó un fajo—. ¿Y dinero para ayudar a un asesino de judíos? —Enarcó una ceja, mirando el otro fajo—. ¿Se trata de él? ¿Dos plazas? ¿Y quién es el otro?
—Yo.
—Tú —dijo Mihai despacio—. Quieres llevar al carnicero a Palestina. En este barco.
—Solo quiero que nos lleves parte del trayecto.
—¿Y te has creído que lo haría? —Le tendió el dinero—. No hay plazas.
Leon sacudió la cabeza.
—El dinero es tuyo. No es una condición.
—No, es una obligación. ¿Qué te ha hecho pensar que lo aceptaría?
—Pensé que querrías sacarlos de aquí.
—No a ese precio.
—Escúchame. Un minuto. Os vais esta noche. Puede que haya una inspección, así que no zarparemos con vosotros. Él viaja como turco. Todos los barcos salen a la vez del Cuerno de Oro, hay mucha actividad. Cuando estés fuera de la ciudad, pasada la Isla de los Príncipes, nos recoges. Tengo preparado un barco. Los demás pasajeros no tienen por qué saber a quién recoges. Dos más. Iremos de pie si hace falta. Una vez cerca de Chipre, el barco de Antalya nos recogerá. Y nos iremos. En lo que a ti se refiere, nunca estuvimos aquí. —Se detuvo—. Es el último sitio en el que se les ocurriría mirar.
—¿Para buscarlo a él? Desde luego —contestó Mihai—. Y nunca estuvisteis aquí. ¿Así es como arreglas las cosas con tu conciencia últimamente? ¿Fingiendo que nunca pasaron? —Dejó el dinero en la mesa, y luego miró a Leon—. ¿Por qué haces esto? —preguntó, con un tono de voz más suave—. ¿Lo sabes siquiera? ¿Por tu país? ¿Ese en el que no vives?
—¿Y tú por qué lo haces? —quiso saber Leon, mostrando el barco.
—Si arde una casa y alguien se tira por la ventana, ¿qué haces? ¿Sigues andando? ¿No intentas ayudar?
—Pues ayúdalos.
Mihai bajó la vista hacia el dinero.
—Así regatea el diablo.
—¡El diablo!
—No te ves a ti mismo. Vente a este lado de la mesa.
—Tengo que sacarlo de aquí.
—Y eso lo justifica todo.
—Morirá si no.
—Bueno, la gente suele hacerlo —dijo Mihai con voz dura. Se acercó a la ventanilla—. Millones. Sin tratos. —Miró hacia abajo, a la cubierta—. Esta gente —dijo, moviendo la mano, pensando en ello—. ¡A saber qué no habrán hecho para sobrevivir! Puede que algunos de ellos hasta fueran Sonderkommandos. Pero no se hacen preguntas. Si no estabas allí, no tienes derecho. ¿Sabes, ese rumano que has conocido en cubierta? Me ha contado lo que hicieron en Jassy. Gente como tu amigo. Torturaban juntas a las familias, para poder encontrar a los que faltaban. No te apaleaban a ti, sino a tu mujer. Y te hacían mirar. «Si desea que paremos…». Así. Violaron a una chica delante de su padre. Fue un error. Nunca les dijo nada: enloqueció de la rabia. Así que resultó un desperdicio. Salvo por el placer que pudiera haberles dado. —Volvió otra vez la vista hacia cubierta—. Todos tienen historias similares. Así que, ¿quién sabe qué tratos no habrán tenido que aceptar? Y tú lo único que quieres que haga es aceptar tu dinero. Conservo mi alma, pero ayudo al carnicero. ¿Es esa tu idea?
—Jianu ya no importa nada. Ellos sí.
—¿Y qué ocurrirá cuando lo hayas sacado? Les contará a tu gente cosas sobre los rusos. Puede que hasta sean ciertas. Y durante un tiempo, sabrán cosas. Así que los rusos las cambiarán. Y el juego seguirá adelante. Pero él ya estará fuera, será libre. Y tú quieres que yo ayude. ¿Ese es el negocio en el que andas ahora? ¿Y yo qué consigo a cambio? Un barco tan viejo que igual hasta se hunde. Pero a lo mejor los lleva hasta allí. —Se detuvo, mirando a cubierta, a la ropa tendida que se agitaba al sol, en silencio, durante unos minutos—. Así que me contesto a mí mismo. Para llevar a esta gente a Palestina, ¿qué no haría yo? ¿Acaso puedo elegir? —Recogió el dinero, tocando los bordes distraídamente, y luego miró a Leon—. Pero no me olvido de que has hecho esto. Arreglar este negocio para mí. La deuda está saldada. Estamos en paz.
—¿Qué deuda?
—La que pudiese existir entre nosotros. Está saldada. —Se metió el dinero en el bolsillo y echó mano del otro fajo—. ¿A qué distancia, una vez pasada la Isla de los Príncipes?
Leon guardó silencio durante un momento, sintiéndose despachado. Mihai aguardó, acicateando el silencio.
—Frente a Büyükada. Os haremos una señal. Los otros barcos se dirigirán al canal principal, la policía del puerto también. Haz que el capitán vaya despacio.
—No te preocupes por eso, es la única velocidad a la que puede ir. Si no estás ahí, no te esperaremos, ¿entendido? ¿Así que tu amigo ahora es turco?
—Un judío turco.
Mihai levantó la vista.
—Piensas en todo. Supongo que el trato consiste en llevarlo hasta allí vivo. ¿Por eso vas tú también? ¿De guardaespaldas?
—No, tengo que marcharme yo también. La policía me anda buscando.
Mihai se quedó quieto.
—¿Por qué?
—Creen que maté a Frank.
—¿Y por qué habían de creer eso?
—Y a Tommy —dijo Leon, mirándolo—. ¿Te acuerdas del barco de Bebek? Apareció el patrón, el pescador. Lo han visto. Puede identificarme y situarme en la escena del crimen. Así que suman dos y dos y les da cinco.
—Puede identificar a todos los que estuvieron ahí esa noche.
—Pero no hubo nadie más —dijo Leon, sosteniéndole la mirada—. Solo estaba yo.
Sacó otro fajo de billetes del maletín.
—¿Y eso para qué es?
—Puedo explicar en Washington todo lo que ha pasado. Les llevo un testigo al que creerán. Será mi regalo. No estoy tan seguro en lo que se refiere a la policía turca; cuando se les ocurre una idea, no les gusta saber que se han equivocado. Sobre todo si son los nuestros los que se lo dicen. Así que es posible que no pueda volver. Si así ocurriera, esto es para Anna. Tomaré medidas para trasladarla, pero tú necesitarás esto para arreglar las cosas aquí.
Mihai se quedó callado un minuto.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? —preguntó—. Que era por ti.
—Es por los dos. Lo necesito.
—Tienes otro testigo.
—No. Allí no había nadie más. Lo juraré si es preciso.
Otro segundo de silencio.
—Resulta interesante cómo haces las cosas —dijo Mihai, apartando la vista—. Fijas unos límites. Esto es aceptable, esto otro no. ¿Discutes contigo mismo? Deberías estudiar el Talmud, se te daría bien. Ahí se puede encontrar de todo. Aunque quizá no por qué debes salvar al carnicero.
—No había nadie más. O nunca podrías volver a trabajar aquí.
Mihai volvió a mirarlo, y asintió, aceptando la verdad de lo que decía.
—¿Y qué hay de tu pescador? ¿También él jurará que ahí no había nadie más?
—Si fuera preciso. Le gusta el trabajo. Es dinero fácil. Hará lo que le digamos.
—¿Y cuando termine su trabajo?
—Hay otro. Me va a llevar esta noche. Quítate de en medio, no vaya a verte y le recuerdes algo.
—¿Lo has contratado?
—Así sé dónde está. Si está conmigo, no está con la policía. Y si algún día lo cogen, el trabajo lo pondrá en un aprieto. Que me acusa de lo primero, bien, pero ¿ayudarme a huir? ¿Por dinero? ¿Cómo se puede sostener un caso sobre eso? Y luego están todos los demás trabajos, cosas de las que preferirá no hablar.
—En Turquía no hace falta que los casos se sostengan.
Leon asintió.
—Por eso mismo, más vale que no nos cojan. —Le tendió el fajo destinado a Anna—. Puede que ni lo necesites. Si el embajador toma las decisiones correctas, puede que vuelva enseguida. Y con buena reputación. Pero por si acaso… ¿Te ocuparás de ella?
Mihai se metió el dinero en el bolsillo por respuesta. Miró el maletín.
—¿Es eso todo, o vas a seguir sacando dinero de él, como de la chistera de un mago?
—Solo queda algo de dinero de bolsillo, para los gastos de viaje. —Cogió a Mihai por el brazo—. Gracias.
—Escúchame —dijo Mihai, con rudeza, pero sin apartar el brazo—. Si aparece la policía, David os echará por la borda. Son órdenes. ¿Estamos de acuerdo? Este barco no es para ti: es para ellos.
—No habrá ningún problema. Es el último lugar en el que se les ocurriría mirar.
—Sí. —Mihai sacudió la cabeza y se dio la vuelta—. El último lugar. ¿Quién más tiene que hacer cosas así, solo para poder vivir? Sobrevivir a los hornos y luego… ayudar a los asesinos. Y quizá ni siquiera sea lo peor que pase antes de que esta historia llegue a su fin —dijo, frunciendo ligeramente los labios en una mueca burlona.
—¿Qué hay? —preguntó Leon, al advertir su expresión.
—El rabino Pilcer. Si supiera lo que transporto en lugar de su menorá…
Le dijo al taxista que lo llevara al Pera Palas pero luego, obedeciendo a una corazonada, le pidió que se detuviera junto a un teléfono público cercano a los astilleros Koç.
—Gracias a Dios que has llamado —dijo Kay.
—¿Está ahí la policía?
—No. Quiero decir, puede que sí estén, no lo sé, pero ha llamado Gülün preguntando por ti.
—¿Y?
—Le dije que te aseguraste de que me encontraba bien y volviste al consulado.
—¿Se lo ha tragado?
—No tengo ni idea. Quiere que lo llames. Tiene que hacerte unas cuantas preguntas. Ha estado educado. Bueno, para lo que es él.
—No puedo acercarme, entonces. Tiene que tener hombres ahí apostados.
Y probablemente también en el consulado, en la oficina de Reynolds, en Cihangir; se estaban cerrando todas las puertas.
—¿Dónde estás? Me reuniré contigo.
Miró a través del cristal al taxi que aguardaba junto al bordillo, el tramo de carretera vacía junto a los muelles, unas grúas que se movían en silencio en lontananza. Estaba al descubierto.
—Kay…
—No puedes marcharte por las buenas. Así no. Solo irte. Tengo que verte. ¿Sabes lo que es esto, estar aquí sentada, esperando? Como en un velatorio. Como si el ataúd de Frank estuviera en la habitación.
—Kay, te seguirían. No estaré mucho tiempo fuera.
—Pasa por la parte de atrás, como la otra vez. No te vayas sin más.
—No puedo ir al Pera.
—Pues a algún otro sitio, en ese caso. Por favor. Solo dime dónde —rogó; se le estaba quebrando la voz, los nervios iban a poder con ella.
Leon volvió a mirar al taxi. En Laleli, no. ¿En casa de Georg en Nişantaşi? Tendría que contarles algo a los vecinos: venía a por una foto que Georg quería darle, ¿cómo estaba la perra? Eso suponiendo que los vecinos tuvieran llave. Se preguntarían quién era la mujer. Todo el laberinto de Estambul ante él, y ningún sitio donde ocultarse.
—Leon…
—Estoy pensando… —¿Una película, el anonimato de la oscuridad? Pero una viuda reciente no iría al cine. Tendría que ser algo a plena vista. Que tuviera sentido para la policía. En la calle, el taxista arrojó una colilla por la ventanilla. Leon siguió con los ojos su parábola, unas chispas, hasta la alcantarilla—. De acuerdo —dijo apresuradamente—. Baja a la recepción a hablar con el conserje. —Ahora se mostraba metódico, como si estuviera abatiendo sus cartas—. Pídele que te recomiende un buen orfebre en el Bazar, trabajos en cobre y plata. Alguno conocerá, como todos ellos. Luego coge un taxi hasta la puerta de Beyazit. Hay un montón de orfebrerías nada más entrar. Tú sigue caminando, que yo te encontraré.
Kay guardó silencio un instante.
—¿Me mandas de compras? Pero Leon…
—A buscar una urna. Para las cenizas de Frank. Asegúrate de decírselo al conserje. Le preguntarán qué querías.
—Dios mío —dijo con un melindre en la voz.
—Ya, ya lo sé. Pero es algo que tendrás que hacer tarde o temprano. Puede que hasta te dejen algo de holgura, por respeto. Lo dudo, pero tendrán que mantener las distancias. Y, además, es algo que no harías en mi compañía.
—No.
—Así que no estarán esperándome. Dame quince minutos, y baja a recepción.
—¿Por qué en el Gran Bazar? ¿Por qué no algún sitio por aquí cerca?
—Porque resulta más sencillo perderse en el Bazar. Le pasa a todo el mundo. Así que no se extrañarán cuando te pierdan de vista.
Leon esperaba en un puesto a unas cuantas tiendas de la entrada, medio de espaldas, examinando collares mientras el vendedor se afanaba entrando y saliendo de la tienda, sacando más bandejas. Cada centímetro de la pared parecía estar cubierto de oro, colgando brillante. ¿Quién compraba todo eso? La hilera de tiendas se estiraba a lo largo de por lo menos kilómetro y medio, todas atestadas de joyas, trémulas de luz reflejada. En unas horas, el mercado echaría el cierre y solo habría guardias nocturnos en las calles, desiertas y cerradas a cal y canto, pero en ese instante zumbaba con el sonido de miles de voces que se alzaban hasta la bóveda del techo.
Cuando franqueó la puerta, Kay se detuvo un momento, deslumbrada, tratando de orientarse. Vestía un abrigo de invierno y sombrero; la ropa occidental resultaba un imán para los comerciantes, que la invitaban a entrar a medida que avanzaba por el pasaje. Leon aguardó unos minutos más, vigilando a la gente. El vendedor sacó otra bandeja. Entonces Leon lo vio. Un hombre de traje que podría haber pasado por familiar de Gülün, quizá lo fuera. Mejillas mal afeitadas, los ojos clavados al frente, manteniendo a Kay a la vista. Otros dos minutos. No había nadie más. No era un equipo. Leon abandonó la tienda y empezó a seguir a Kay guiándose por su sombrero en el río de cabezas oscilantes. Pasó Feraceciler Sok, la primera gran travesía, y luego empezó a demorarse, mirando los escaparates, esperando a que apareciese Leon. El policía también redujo el paso, apartándose ligeramente.
Leon se acercó a uno de los niños que vendían té, correteando por el mercado como ratoncillos, surgiendo en las esquinas con bandejas y desapareciendo tras alfombras enrolladas. Le dio una moneda. La mujer del sombrero: dile mi nombre y llévala hacia Iç Bedesten, luego coge la primera a la izquierda; la moneda desapareció en su bolsillo y el niño se esfumó casi igual de deprisa, como alguien salido del cuento de Ali Babá. Leon miró como el chico se acercaba a Kay, pasaba rozándola apenas, pero ella se fue tras él sin volver la vista atrás. El policía apretó el paso. Leon tomó una calle paralela, dando un rodeo. En esa parte del Bazar las calles formaban una cuadrícula, era más sencillo orientarse. Recuerdos y curiosidades, cajas de marquetería. Leon cruzó una puerta a continuación de la esquina que ella iba a doblar, le alargó un billete de diez liras al comerciante, y se puso a un lado, cerca de una pantalla. En cualquier instante aparecería por la esquina.
—Kay.
Ella se dirigió a la tienda.
—No entres, mira solo el escaparate. Tendrá que detenerse.
Kay enarcó las cejas, preguntando quién.
—Ya lo verás. Se parece a Gülün. Probablemente sea su primo. Sube dos calles más, luego gira a la izquierda y métete en un puesto fuera de la vista. Espera a que pase y luego sal. Estará buscándote. Cuando vea que te has quedado detrás de él, tendrá que seguir adelante. Mantente detrás. Dale una calle o dos de ventaja, y luego métete deprisa a la derecha. Habrá muchas tenerías. Bolsos y demás. Tú solo sigue por esa calle. ¿Lista?
Kay echó a andar. Leon se mantuvo fuera de la vista hasta que hubo pasado el policía.
El comerciante miró a Leon.
—¿Efendi?
—Era su marido —dijo Leon.
El vendedor abrió mucho los ojos: un drama inesperado. Leon le tendió otro billete.
—Si vuelve a pasar, usted no la ha visto nunca.
El comerciante inclinó la cabeza, tras escamotear el billete tan deprisa como el niño la moneda.
Leon se apresuró hacia las calles más estrechas donde vendían artículos de cuero y ropa, colgados en ringleras de ganchos, casi tapando la luz. Donde le había dicho a ella que girara. Pasaron unos minutos, con vendedores ofreciéndole billeteras y cinturones, y por fin atisbo el sombrero de Kay.
—Por aquí. ¿Ha dado media vuelta?
—No lo sé —contestó acalorada, casi sin aliento.
Siguieron el pasaje en curva para volver a la puerta de Beyazit, un rodeo que el policía no se esperaría mientras recorría los pasillos buscándola.
Una vez fuera, atravesaron la plaza, ahuyentando a las palomas, y entraron por una puerta que daba a un patio claustrado con una fuente de mármol en el centro.
—¿Qué sitio es este?
—Una biblioteca. El policía probablemente ni sepa que está aquí. Era una posada de la mezquita. ¿Ves las puertas? Ahí es donde se alojaba la gente.
Kay exhaló, como si hubiera estado aguantando la respiración.
—¿Podemos sentarnos? ¿Está bien?
Leon la acompañó hasta uno de los muros bajos que rodeaban el patio. Después del Bazar, el aire resultaba extrañamente silencioso; lo único que se oía era a unos cuantos pájaros bebiendo en la fuente. Los últimos rayos del sol de la tarde. Pensó en los bancos atestados de la cubierta del Victorei, en la gente envuelta en mantas.
—No tenemos demasiado tiempo.
—¿Seguirá buscándome?
—Un rato.
—Todo esto solo para verte. El asunto se ha puesto feo, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo puedes seguir así? Antes de que… —Volvió a mirarlo—. En el hotel tuve la sensación de que igual no volvía a verte.
—No —dijo, pasándole la mano por la mejilla—. ¿Qué te pasa? Pareces…
Kay sonrió ligeramente.
—El maquillaje nunca da resultado cuando lo necesita una, ¿verdad? ¿Tengo ronchas?
Negó con la cabeza.
—No me engañes —le pidió, sacando un pañuelo—, probablemente esté hecha un espanto. Bueno, es el día adecuado. No es como si no sintiera nada por él. Al fin y al cabo, me casé con él. —Se sonó la nariz, asintiendo como si contestara a una pregunta—. Y lo engañé. No es que haya sido muy buena esposa, ¿verdad? Así que tal vez no sea solo por él, sino también por mí. Por todo. —Se secó las esquinas de los ojos—. Se piensan verdaderos disparates. —Calló un minuto, mirando hacia el mercado—. ¿Qué pasará cuando vean que vuelvo sin la urna?
—Te has sentido abrumada. No has podido comprar nada. Hoy no.
Kay bajó la vista.
—Otra de tus historias. A ti este juego del gato y del ratón te encanta —dijo, indicando el Bazar con la cabeza—. Te resulta fácil.
—Despistar a alguien que te sigue es fácil. El resto no.
—Pero lo disfrutas.
—A veces —contestó, dándole vueltas a la idea—. Se trata de ver si uno es capaz de mantenerse ahí arriba. —Indicó una especie de cuerda floja imaginaria—. Sin caerse. En fin —dijo, tomando aliento—, no podemos quedarnos mucho tiempo.
—Un minuto más. —Le tocó la mano, y luego retiró la suya—. Este sitio es como una iglesia. Si nos viera alguien… —Se puso a darle vueltas a su anillo—. ¿Te marchas pronto?
—Esta noche.
—He estado pensando…
Leon esperó a que siguiera.
—En el hotel. La policía. Igual no puedes volver. —Alzó los ojos—. Llévame contigo.
—¿Qué?
—Tal como somos. No tienes que… Tal y como somos. No me importa lo que piense la gente.
—No puedo.
—¿No? ¿Por qué? ¿Adónde vas? Dime eso por lo menos. No te estorbaré. Si te persiguen. Y eso se te da muy bien.
—No puedo —dijo, interrumpiéndola—. No voy solo. —Hizo una pausa—. Estás más segura aquí.
—Más segura —repitió.
—Estaré de vuelta en un par de días.
—Quizá. O quizá te peguen un tiro, como a Frank. En tu juego de gato y ratón. Y entonces, ¿qué será de mi vida?
—Kay…
—Bueno, es posible, ¿no? Así que dime qué tengo que decir cuando me interroguen. ¿Se ha ido a Ankara? ¿Por qué? No lo sé. Invéntate una historia para mí. Con lo que pasará. Si no vuelves.
—Volveré.
—Y entonces, ¿qué?
—Entonces ya veremos.
Se quedó callada un minuto.
—Ya veremos. No es mucho, ¿no? —Se puso en pie, cruzando los brazos sobre el pecho—. ¡Dios mío, mírame! Dispuesta a huir contigo. ¿Adónde? No lo sé. Como criminales. Y Frank sin enterrar. ¿Qué clase de mujer hace esas cosas? —Alzó una mano, deteniéndolo antes de que pudiera contestar—. Lo sé, lo sé. No puedes. Y ahora ¿qué? Comprar una urna, cuando me sienta mejor. —Sacó un trozo de papel del bolsillo—. El conserje dijo que este era uno de los mejores sitios. —Lo miró de pronto—. ¿Qué quieres decir con eso de que no vas solo?
—Que alguien me acompaña.
—¿Quién?
—Kay…
—¿Y por eso no es seguro?
Leon asintió, y luego consultó su reloj.
—Tenemos que irnos.
—Márchate —dijo en voz baja—. Todo el día, en el hotel, he estado pensando. ¿Y qué pasa si esto es el fin? —Lo miró como si estuviese intentando memorizar sus rasgos—. Como con Frank. Podría ser. El mismo trabajo. Los secretos. Y ahora está muerto. ¿Por qué? ¿Por su país? —Apartó la cabeza—. Lo que fuere para que uno haga eso. Tiene gracia, lo que algunas personas son capaces de hacer por su país. Cosas que nunca harían por el prójimo. ¿Y qué pasa si esto es como con Frank? Él no va a volver.
—No estoy muerto.
Kay caminó hacia él y le puso la mano en el hombro.
—No, pero a lo mejor tampoco vuelves. —Inspiró hondo—. Bien. Cuando salga de aquí… —Dejó sin acabar la frase.
—Acércate hasta la parada de taxis que hay pasada la mezquita. Si te ve, pensará que te habías despistado y que ha vuelto a dar contigo. Yo esperaré aquí. Vuelve al Pera. Habla con el conserje.
—Le cuento que no he sido capaz de hacerlo. ¿Y qué viene a continuación? —preguntó ociosamente—. ¿Ceno en la habitación? ¿O abajo en el comedor, con un libro? ¿Para que vean que no espero a nadie?
Leon la miró.
—No te preocupes, está bien —dijo ella alargando la mano hasta su sien, acariciándola tentativamente, para luego apartarle un mechón de la frente—. Solo quería verte. Por si acaso. ¿Sabes lo más espantoso? Que no lo siento. ¿No es horrible? —Se le quebró la voz al final de la frase—. Que diga eso hoy.
Leon se levantó y la cogió por los brazos.
—No —dijo Kay, dándole una palmada en el pecho—. Nada de adioses. Tú solo vuelve.
Él asintió.
—Y luego, ya veremos —dijo ella, y de repente se echó hacia delante, le pasó los brazos alrededor del cuerpo, y apoyó la cabeza junto a la de él—. Pero ahora, solo un segundo. Aquí no hay nadie.
Sintió como se apretaba contra él, como sus manos tiraban de su abrigo.
—Solo un segundo —repitió.
Se oyó el crujido de una puerta al abrirse.
—Oh —dijo Kay, sobresaltada, apartándose de él.
Era una mujer cubierta con un pañuelo en la cabeza, que casi parecía una monja en el paseo del claustro.
Kay dio un paso atrás, con mirada angustiada, como si acabase de sonar el silbato del tren, y luego agachó la cabeza y echó a andar hacia la puerta, dejándola entreabierta para la mujer turca, apenas una fugaz mirada por encima del hombro antes de salir a la plaza. Donde pudiera verla el primo de Gülün. Dispuesta a huir con Leon. «Y después, ¿qué será de mi vida?». Sus manos, tirando de él. Leon se quedó quieto un minuto, con un tictac en los oídos, sintiéndose en las alturas, sobre la cuerda floja, con los brazos estirados. Demasiado lejos ya del borde para retroceder. Con todo el mundo aguardando abajo, mirándolo.
Marina no quiso más dinero.
—Llévatelo de aquí de una vez, antes de que haya problemas.
Alexei entró en el dormitorio a por su petate, preparado y listo, todo tan en orden como su pelo corto.
—¿Tanto dinero te sobra? —preguntó Leon.
—No. Pero te has portado bien conmigo. No son muchos los que lo hacen. Así que quizá sea por agradecértelo.
—¿Bien? —dijo Leon, pensando en las sábanas sudadas.
—Llámalo como quieras. Tú siempre piensas bien. No como él, que piensa lo peor, y de todo el mundo.
—Tal vez tenga razón.
Marina levantó los ojos.
—Alguien como ese no hará más que traerte problemas.
—¿Ha hablado contigo?
—No tuvo necesidad de hacerlo. Cuando le quitas la ropa a alguien, te enteras de cosas.
Leon sonrió, indicando el kimono de ella con un gesto.
—¿Te vistes alguna vez?
Una vida entre sedas, siempre acostada en el lecho, la idea del harén que tendría un pintor.
—Sí, y como una señora, muy elegantemente. Zapatos, sombrero. A veces como una dama turca, con pañuelo. Mi viejo amigo Kemal viene conmigo, de acompañante. Para poder ir a sitios.
—¿Cómo dónde? —preguntó Leon, intrigado.
—Aquí y allá. A tiendas. ¿Te sorprende? ¿Te crees que vivo metida en la cama, esperándote?
—No.
—Sí que te sorprende. ¿Qué harías si me vieras en la rue de Pera? Paseando por allí, con un vestido.
—Saludarte.
—No. Tal vez estuvieras acompañado. O tal vez no me vieras. ¿Sabes por qué? Porque no esperas verme allí. ¿Sabes lo que hago algunas veces? Kemal me lleva al bar del Park. Y allí veo a hombres que vienen por aquí. Pero ¿y ellos? Ni se dan cuenta de que soy yo. No esperan verme allí, así que no me ven.
—Quizá piensan que estás trabajando —dijo Alexei, saliendo de la habitación—. En el bar del hotel.
—Ja —se burló Marina, molesta—. ¿Crees que tengo que salir a buscar clientes?
—A las calles no —dijo Alexei, respondón—. Todavía.
—¡Que te den! Este es el lenguaje que hay que usar con él —le dijo a Leon—. El único que entiende. —Se volvió a Alexei—. ¿Ya estás listo? Pues entonces, ¿a qué esperas?
—Muchas gracias por todo —dijo Alexei, burlándose de ella.
Marina no se dio por aludida.
—No lo he hecho por ti.
Alexei inclinó la cabeza.
—Así que por fin me ha sido dado conocer a una furcia con el corazón de oro.
Ella soltó algo en armenio que Leon no pudo entender, probablemente una injuria, escupiéndola.
—Espero que te atrapen. Te lo mereces.
Alexei se le acercó y la agarró por la garganta, tan deprisa que pareció que su mano ya llevaba un rato ahí.
—Pero tú no los ayudes.
—¡Eh! —exclamó Leon, sorprendido.
—No harías eso, ¿verdad? —preguntó Alexei, y esperó a que ella dijese que no, moviendo la cabeza, antes de retirar la mano.
—¡Cerdo!
—Por amor de Dios… —empezó a decir Leon.
—No malgaste saliva. Esta lo vendería a usted también. Lo que me pregunto es por cuánto —dijo, mirándola.
—¿En tu caso? —preguntó—. No sería mucho.
—Ya vale —dijo Leon, zanjando el asunto—. ¿Está preparado?
Alexei le hizo una reverencia burlesca a Marina y salió al rellano.
—¿A qué ha venido todo eso? —preguntó Leon a la chica.
—Quería hacerlo gratis cuando se quedó sin dinero. ¿Con un hombre así? No pienses bien de ese, deshazte de él.
—Pero si no has querido aceptar el dinero hace un rato…
—¿Por ocultarlo? Eso sería un delito. Si me preguntan, puedo decir que no, que nunca lo he ayudado. Me pagó por follarme. ¿Cómo iba yo a saber quién era? —Levantó la vista—. Y sigo sin saberlo.
Leon se inclinó y la besó en la mejilla.
—Gracias.
Marina se encogió.
—No pienses bien de mí tampoco. Acepté su dinero. Vete —dijo, achuchándolo—. Antes de que llegue el casero. —Hizo una pausa—. Tal vez vuelvas a venir a verme. Como antes. Cuando hayas terminado con él.
—Te invitaré a una copa en el Park.
Arqueó una ceja, y luego le sonrió.
—Márchate —dijo, cerrando la puerta.
Bajaron las escaleras en fila india, acompañados solo por el sonido de sus pisadas y el débil goteo del agua, el familiar olor a gato. Al llegar a la puerta, Leon miró fuera, y luego guio a Alexei hacia la izquierda, rodeando la colina.
—Mira que decirle esa barbaridad —dijo Leon—, a una chica que le está salvando la vida.
—Es una puta.
—¿Y eso qué hace de usted?
Alexei no contestó y lo siguió. Pasaron delante de la Sala de los Derviches, y luego por la iglesia donde había tenido lugar el funeral de Tommy. Kay sentada delante, la cara oculta por el sombrero.
—Volviendo al asunto de su señor King, el que se quedó el dinero. Solo era un ladrón. ¿Esa es su idea? ¿No estaba con los rusos?
—No.
—¿Entonces es seguro ir al consulado?
—No exactamente. Anoche mataron a alguien allí.
Alexei se detuvo un segundo y lo miró sorprendido.
—¿A uno de los suyos?
—De Ankara. El responsable de la sección soviética.
—Pero lo han matado en Estambul. Así que tienen a alguien aquí —dijo, echando a andar otra vez, pensativo—. Pero ¿por qué? En la embajada sí querrían tener a alguien dentro. ¿Pero en un consulado? ¿Pasaportes?
—Aquí se puede conseguir mucha información. El grupo de Tommy estaba aquí, no lo olvide.
Alexei sacudió la cabeza.
—La cosa era diferente durante la guerra. El tráfico de cables está en Ankara. Allí es donde hay que tener gente. ¿Cuántos pueden tener? Reclutar norteamericanos les resulta muy difícil. Normalmente recurren a los lugareños. Así que quizás el de aquí también sea turco.
El vigilante Saydam, que se había ido a fumar.
—O quizá lo que quieren es hacerlos buscar aquí, no en Ankara. ¿Su hombre estaba aquí solo? ¿Nadie lo había acompañado?
—Solo su mujer, hace unos días.
Alexei soltó un gruñido.
—Su mujer. Bueno, ella no es.
—No.
—Algo así podría ocurrírsenos a los rumanos, pero no a los rusos. No a Melnikov.
—No todos son como Melnikov.
—Oh, sí. Piensan con esto —dijo Alexei, cerrando un puño, y luego sonrió, divertido—. Pero fíjese qué combinación más perfecta resultaría para ella, tener al responsable de la sección soviética en su cama.
Yaciendo el uno junto al otro, compartiendo almohada. Alguna otra cara, no la de ella. Pero debían de tener a alguien.
—¡Dichosas colinas! —exclamó Alexei, casi sin resuello.
Habían descendido la colina desde Galatasaray, pero ya estaban subiendo de nuevo, dejando atrás el hospital italiano.
—¿Y qué hay de la policía?
—Creen que lo hice yo.
—¿Usted? —preguntó Alexei, sorprendido—. ¿Por qué?
—Estuve allí. —Leon hizo una pausa. ¿Por qué no contárselo? Hasta Gülün lo sabía—. Me acuesto con su mujer.
Alexei lo miró entrecerrando los ojos, desconcertado, y luego gruñó.
—Debería habérmelo contado antes. ¿Así que ahora nos buscan a los dos? Eso duplica el riesgo.
—Solo durante unas horas. Luego nos habremos ido.
—Y ahora ¿adónde vamos? ¿A otro piso?
—No. Me imaginé que le apetecería un baño. Con tanto ejercicio.
Se detuvieron ante una puerta de madera junto a la que había un cartel con una lista de servicios.
—¿Un sitio público? —preguntó Alexei.
—Aquí puede pasarse horas y nadie se fijará en usted. Solo será un hombre con una toalla.
El hamam no era antiguo: probablemente fuera de principios de siglo, pero su modelo eran los históricos baños de Sultanahmet. El vestíbulo de entrada era una gran rotonda con una fuente, donde estaban sentados unos hombres tomando té, refrescándose después de pasar por el vapor de la sala caliente. Les entregaron toallas y zapatillas y se cambiaron en los cubículos que rodeaban el patio. Luego pasaron por la sala templada, Alexei ajustándose la toalla a la cintura. Su cuerpo era compacto y nervudo, con un costado lleno de cicatrices oscuras, que a Leon le pareció podían ser de heridas de bala, y manchas pequeñas por el resto. ¿Cuchilladas? De las siete vidas del gato había gastado ocho.
Se adentraron en un muro de vapor en el hararet y, por un instante, a Leon le lloraron los ojos, escocidos por el calor. Sintió como se le metía en los pulmones el aire húmedo, abrasándolo como cuando se acerca uno demasiado al fuego. Un masajista estaba amasando a un hombre en la losa de mármol del interior de la sala y unos ayudantes restregaban con unos mitones ásperos a unos cuantos más, pero los demás se limitaban a estar sentados indolentemente en los bancos con los ojos medio cerrados, como lagartos al sol. Miraron a Leon y Alexei cuando entraron, y luego volvieron a sumirse en el calor con los torsos brillantes de sudor. Leon dio una vuelta alrededor de la sala, escrutando los rostros, imprecisos en el vapor, y luego se reunió con Alexei, recostándose contra la pared.
—Por supuesto, en ocasiones es mera cuestión de suerte —dijo Alexei, reflexivo, volviendo a la conversación anterior—. No hace falta introducir a nadie: ya estaba allí. —Guardó silencio un momento—. Y luego tiene que protegerse. Ha tenido usted suerte.
—Eso le parece a usted —dijo Leon de sopetón.
—Usted lo estaba buscando, ¿no es así? Debió de saberlo. Pero mató primero al responsable de la sección soviética.
—Quizá Frank lo había identificado. Yo no. No estoy aquí para eso, ¿recuerda? Se supone que tengo que encontrar al asesino de Tommy. Me estoy buscando a mí mismo.
Enredándose de nuevo, como la caligrafía en los azulejos a su alrededor.
Alexei sonrió.
—El tablero está interesante. Pero ¿cómo se puede ganar la partida?
—Usted la va a ganar para mí. Lo único que tengo que hacer es sacarlo de aquí con vida.
—Con los rusos buscándome, y ahora también la policía. Y ya no solo a mí, sino también a usted. Más fácil de identificar. —Cerró los ojos de nuevo—. Uno que se acuesta con la mujer del otro. —Sacudió la cabeza y soltó un hondo suspiro, abandonándose al calor—. Qué bien sienta el calor. Mujeres. Baños turcos. Tendría que haber acudido antes a los norteamericanos.
—Pero estaba ocupado.
Alexei levantó un párpado.
—Así es. Estaba ocupado.
Se enjugó el sudor de los antebrazos y se dirigió a la pila para echarse agua por la cabeza y el pecho. El hombre al que le estaban dando el masaje soltó un gemido. Todo quedaba oculto en el vapor, la calle ahí fuera quedaba a muchos kilómetros de distancia.
—¿Cómo se hizo eso? —preguntó Leon, con un gesto de la cabeza hacia las cicatrices del costado de Alexei.
Se volvió a sentar.
—En Stalingrado. Tuve suerte. Si la herida llega a ser más profunda, septicemia. No había hospital de campaña. O te morías de inmediato o te morías más tarde.
—¿Estuvo en el frente? Creía que la inteligencia…
—A Antonescu le gustaba tenernos en las unidades de primera línea. Para estar seguro. Así no había desertores, ni charlas derrotistas. Los rusos hacían lo propio.
—¿Arriesgaba a sus oficiales de inteligencia de ese modo?
—Piense en todos los que mató en persona. ¿Por qué no dejar que los rusos hicieran el trabajo? —Se secó la frente—. ¿Le sorprende? Así son estos hombres. Mire a Stalin. Nunca se está a salvo. Antes o después, todo el mundo muere. Así que el truco es conseguir que sea después.
—Si tiene uno suerte —dijo Leon, imaginando el campo de batalla lleno de cadáveres—. ¿Lo hirieron dos veces?
—¿Se refiere a esto? —preguntó Alexei, señalando la cicatriz más pequeña—. No, esto fue una mujer. En Bucarest. Uno no se lo espera de una mujer.
—¿Le disparó?
Alexei se encogió de hombros.
—Estaba un poquito… —Se llevó un dedo a la sien—. Tuve suerte también. No tenía buena puntería.
—¿Y las otras? —preguntó Leon, picado por la curiosidad, señalándolas.
—Metralla. También en Stalingrado. —Se pasó la mano por el costado—. Es como un mapa de guerra, ¿verdad? Excepto lo de llena. Qué carácter endiablado. Pero un buen polvo. Como esa de ahí atrás —dijo, con un movimiento de la cabeza en la dirección del piso de Marina—. Bueno, usted ya lo sabe. Me dijo que era usted cliente habitual. Un buen polvo —dijo; algo que los vinculaba, algo fácil, una relación de vestuario.
Leon guardó silencio.
—Pero, en estos días —dijo Alexei—, nunca se puede saber si no será el último. Así que son todos buenos. ¿Qué tal es la mujer del de la sección soviética?
Leon se levantó y se acercó a la pila, donde se remojó. ¿Por qué no podría llevarse el agua todas las cosas con tanta facilidad como quitaba el sudor? Vender judíos en nombre de Antonescu. Mandarlos de vuelta a los campos. Străuleşti. Follar con Marina. Todos los polvos son buenos ahora. Se pasó una manopla jabonosa por el pecho, restregándoselo con fuerza, como si estuviera borrando el contacto de las manos de Alexei. La misma mujer. Más agua.
Cuando volvió, toda la sala parecía haber quedado detrás de una gasa, no se veía con claridad. Cuerpos brillantes de grasa, velludos, echados hacia delante con la cabeza gacha, o recostados con la cara alzada hacia los minúsculos rayos de luz en forma de estrella que entraban por la cúpula, la democracia carnosa de los baños, donde todo el mundo no era más que un cuerpo. ¿Quiénes eran todos? Tenderos y vendedores de alfombras, puede que algún policía fuera de servicio, algún estibador, no resultaban reales en el vapor, tan solo cuerpos tras los que ocultarse. Miró a Alexei, de algún modo empequeñecido envuelto en su toalla, más pálido, el mapa de guerra de cicatrices convertido en pequeños moratones a esa distancia, la piel empezaba a descolgarse, la inevitable ley de la gravedad. Antes Leon había visto a un luchador en forma militar, pero ahora el cuerpo era más viejo, tan flácido como los demás, con la misma cara cansada que Leon le había visto cuando se fueron de Laleli andando. Nunca se sabe si no será el último. No era un monstruo, era un hombre envuelto en una toalla. Las dos cosas.
—¿No ha estado en la guerra? —preguntó Alexei con voz amodorrada cuando volvió Leon.
—No; por mi vista.
—En Rumania te cogen aunque seas ciego.
—Lo intenté. Era demasiado viejo para la conscripción, pero me presenté de todas formas y no conseguí superar la revisión oftalmológica. Lo único que me habrían permitido hacer era trabajar en un escritorio en algún sitio. Y ya estaba haciendo eso aquí —dijo, explicándose a sí mismo, menudo punto de honor.
—¿Y por eso empezó a hacer este trabajo?
—Supongo. La cosa surgió, eso es todo.
—Para esto no hay tests oftálmicos. Y ahora que la guerra ha terminado, ¿quiere luchar en la próxima? —Resopló—. De soldado. Cree que sabe cómo es. Lo que se tiene que hacer. —Se calló un minuto, encerrándose en sí mismo—. La primera vez resulta difícil. Pero después es mucho más fácil.
—¿Qué? ¿Matar a alguien?
—No. Traicionarlo. Piensas que no lo podrás hacer. No puedes tragar. —Se llevó la mano a la garganta, en un gesto de estrangulamiento—. Eso fue lo que me pasó a mí, por lo menos. No podía respirar. Pero hay que hacerlo, así que se hace. Y después, es más fácil. Ya lo verá —dijo, mirando de frente a Leon.
Alexei se echó hacia atrás, cerrando los ojos de nuevo, dejándose llevar por el vapor.
—¿Sabe lo que recuerdo de la guerra? El frío. Allí no había montañas, solo viento. Pensé que nunca volvería a pasar calor. Y mire ahora: sudando a mares. A lo mejor me mandan a algún sitio donde haga calor, una vez hayan terminado conmigo. Nunca discutimos eso. ¿Qué debería pedir? ¿Dónde hace calor en Estados Unidos?
—No sé. En Florida.
—Florida —dijo Alexei, pronunciándolo sílaba a sílaba.
—Vaya a cualquier sitio donde puedan ocultarlo.
—¿Se cree que soy como Trotsky? ¿Tan valioso que los rusos mandarán asesinos tras de mí? —Sacudió la cabeza—. En cuanto haya dicho lo que tengo que decir, ya no les importaré. —Hizo una pausa—. Ni a ustedes. —Se estiró un poco, disfrutando del calor—. ¿Hay mujeres hermosas en Florida?
—Judías.
Alexei abrió los ojos y lo miró desafiante.
—Usted siempre a vueltas con lo mismo. —Volvió a recostarse—. Ilena era judía.
Leon guardó silencio, intentando imaginarse cómo habría sido esa historia, qué habría sabido ella. O tal vez eso fuese antes de Străuleşti, una pelea de amantes. Con ella lo bastante furiosa para disparar. Y fallar. Su sexta vida, o la séptima.
—¿Ha pagado usted un masaje? —preguntó Alexei, mirando al masajista—. ¿Puedo?
Leon asintió.
—¿Cómo se dice?
—Uğma. Pero basta con que se tumbe. Él sabrá qué hacer.
Leon miró a Alexei dejarse caer sobre el mármol caliente, al tellak arrodillarse sobre él, con las manos amasándole ya los hombros. Un masaje de cuerpo entero, tumbado allí a plena vista. Entrecerró los ojos para mirar a los demás hombres de la sala, ninguno de los cuales prestaba atención, perdidos en sus propios mundos. Bigotes y pliegues ventrales. Cuerpos. Los baños de mujeres serían lo mismo. No las rosadas ninfas de Corot, sino pechos caídos y muslos gordos, niños pequeños que fingen no mirar cuando se apartan las toallas. Kay desnuda ante la ventana del hotel, avergonzada, luz de alabastro. Luego la vio en la cama con Frank, hablando nada más, sin murmurar, en la cama con el jefe de la sección rusa. Piensa en lo perfecto que sería. Bueno, la esposa no.
Pero ¿y si Frank hubiera llamado al hotel? De una mujer no te lo esperas. De pie a su espalda, detrás de su mesa: un blanco fácil. Plantándole cara a Gülün. Estaba conmigo. Cada uno la coartada del otro. Pero Leon no había estado con ella, no todo el tiempo. No mientras había estado en el despacho de Tommy, y el nada fiable Saydam se había ido por ahí. Alguien en Ankara. Era Frank el que creía que había un infiltrado en el consulado. Y que había matado a Tommy. Salvo que no lo había hecho. Había sido Leon.
Su mente, demorándose en distintos «y si», se precipitaba ahora. Todo lo que ella le había dicho. Que odiaba los secretos. Los de él. Dime. O quizás algo más sencillo, como llena cogiendo una pistola en un hotel de Bucarest, haciéndolo por amor, y no fallando esa vez. Saliendo a su encuentro en la fiesta de Lily. «Haga algo por mí». ¿Qué sabía de ella en realidad? Todo. Su mente se detuvo, se quedó tan quieta que pudo sentir como le corría el sudor por el pecho, y luego lo sintió sobre el de ella, apartándolo con el dorso de la mano. ¿Cómo lo sabes? Porque lo sabes, lo demás es todo vapor y círculos, sueños febriles. No como Alexei, sospechando de todo el mundo, la única vida que conocía. ¿Cuánto tiempo se tardaba en llegar a eso? Crees que sabes cómo son las cosas. En la cama otra vez, con la piel aún resbaladiza, pero no con Kay, sino con Marina, y Alexei al otro lado, inclinándose hacia él, guiñándole un ojo, compartiendo algo.
Abrió los ojos, jadeando, no muy seguro de dónde estaba. Humo. No, vapor, ardiente en su garganta al tragárselo. En el baño turco; despierto otra vez, pero la sala aún insustancial, brumosa. ¿Cuánto tiempo había estado dormido? Sueños enloquecidos, con Alexei en ellos, y en su cabeza. Pero no allí. Volvió a mirar la losa de mármol, vacía, con un turco recibiendo un masaje en el borde. Se levantó. Sin pánico. No se habría dejado llevar sin ofrecer resistencia, una pelea ruidosa. A menos que se hubiera marchado por su propia voluntad, siguiendo su propio plan, después de esperar a que su canguro se hubiese adormilado.
Leon se acercó a la pila y se echó agua por la cabeza, como si no estuviera despierto del todo. No llames la atención. Miró alrededor de la sala. Los mismos cuerpos intercambiables, pero ni rastro de Alexei. No estaba en los bancos, ni en los nichos. Se había ido. Comprueba los cubículos. Mira si sigue estando su ropa.
Atravesó apresuradamente la sala templada, salió otra vez a la gran rotonda y se paró en seco. Alexei estaba tomando té junto a la fuente con una toalla nueva alrededor de la cintura. Leon suspiró, con un alivio que era casi estremecimiento físico.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alexei.
—No sabía dónde se había metido —dijo Leon, oyéndose a sí mismo como un padre al que se le ha extraviado un niño en una tienda.
—Debería tomar un té. Reponga lo que ha sudado —dijo, despreocupado; Leon el único en sentirse inquieto, consciente repentinamente de que Alexei se había convertido en su cabo salvavidas, y que sin él todo saldría mal.
Cogió una toalla y empezó a secarse; de pronto captó un aleteo de movimiento por detrás del hombro de Alexei: alguien había pasado una página de periódico, Hürriyet. Donde Özmen tenía su columna, a base de cosas que oía en las fiestas y que luego refería al Emniyet, según se comentaba. Altan tenía oídos en todas partes. Lily era algo más que una amiga. Como Topkapi con sus mirillas y espías. Seguía siendo el mismo Estambul. Otro impaciente pasar de página, el lector probablemente a la busca de la sección deportiva. Entonces bajó un poco el periódico y Leon le vio la cara. Enver Manyas. No miraba a Leon, tenía la vista fija en el diario, forzándose tal vez. El periódico volvió a subir.
—Y ahora ¿qué? —quiso saber Alexei.
Leon se sentó y le habló en voz baja.
—El hombre que está detrás de nosotros con un periódico. Nos conoce.
—¿Nos?
—Es el que le ha hecho el pasaporte. Tenía su foto. Su tienda no está demasiado lejos de aquí. Puede que solo sea una coincidencia. Que haya venido a tomar un baño.
Alexei asimiló sus palabras y luego asintió.
—Vístase. Ahora. En la calle ancha de aquí abajo había un café en la esquina. Espere allí de quince a veinte minutos. Si no aparezco, siga el resto del camino hasta el pie de la colina. Hay una mezquita. Allí nos encontraremos.
Tenía la situación controlada, se sentía como si estudiase un mapa en su mente.
—Puede que no…
—Vístase. Ahora.
Alexei se levantó y se dirigió al servicio, sin volver la vista atrás.
Leon se quedó sentado un segundo más, mirando la fila de hombres envueltos en toallas. ¿Y si había otros? ¿O ninguno? ¿Por qué no acercarse a Enver y saludarlo, ver su reacción? Pero la única manera de salir de dudas de verdad sería comprobando si los seguía. A cualquiera de los dos. Vístete. Son órdenes.
En el exterior, el aire resultaba frío después de la calidez de la casa de baños. Empezó a bajar la calle. Un café en el que ni siquiera había reparado, pero que estaba en la ruta de escape de Alexei, igual que la escalera que subía al tejado en Laleli. Pidió té y se sentó de espaldas a la pared y frente a la ventana. Ya no había tanta gente fuera, solo pasaban unas cuantas personas dirigiéndose a los tranvías, y nunca dos veces la misma. Recorrió con los dedos, nervioso, el vaso tulipán. ¿Y si Alexei no viniese, porque lo habían atrapado en la puerta? Hacía tan solo unos días, Leon había deseado que desapareciera, la solución fácil. En ese momento no había forma de terminar con esto sin él, no de manera que resultara creíble para todo el mundo. El café estaba tranquilo, solo se oía el clic de las fichas de dominó, la tos de un fumador. Ya debería estar allí. Leon se imaginó una banda de matones abalanzándose desde las sombras a un gesto de Enver Manyas.
Y, de pronto, ahí estaba, se detuvo un segundo ante la ventana para asegurarse de que Leon lo había visto, y luego se encaminó hacia el Bósforo. Leon puso unas monedas en el platillo.
—Todo va bien —dijo Alexei en la calle, caminando todavía deprisa, Leon dándole alcance—. Si están aquí fuera, tendrán que esperarlo. No sabrán quién soy.
—Pero si viene justo detrás de usted…
—No. Ha resbalado en el servicio. Hay que tener cuidado ahí dentro, con ese suelo mojado.
Pasó un segundo hasta que la información le llegó a Leon al cerebro.
—Resbalado…
—Si él sigue dentro, yo también. Esperarán. Todo va bien.
—¿Lo ha matado? —preguntó Leon, encogiéndosele el corazón—. Pero si no sabe si…
—No creo en las coincidencias.
—¿Y si nos vigilaba y lo encuentran?
—Les llevamos la delantera. A veces es lo único que se puede pedir. Un poco de tiempo —dijo con voz tranquila, discutiendo de logística.
Leon se detuvo, recuperando el aliento.
—¿Lo ha matado? —repitió como un eco.
—Puede conseguir otro falsificador. En cualquier caso, lo supe. En cuanto me siguió al servicio.
—Lo supo —dijo Leon, escupiendo casi—. ¿Cómo iba a saberlo? No lo sabía.
—Pero estoy a salvo. Y usted también, por cierto. —Se tomó un minuto—. Conocía mi cara.
Leon lo miró furioso, y siguió sin moverse.
—No se preocupe —dijo Alexei—. Pensarán que ha sido una caída. Es fácil torcerse el cuello si se cae de esa forma. No quedan marcas —aseguró; era lo único que lo inquietaba.
—Es un asesinato —dijo Leon.
—Bueno, ha sido en defensa propia. —Miró a Leon—. Como lo suyo con el señor King.
Un escalofrío, como si le hubiera caído agua gélida por la espalda, le recorrió el espinazo.
—Y mientras tanto, seguimos aquí plantados en plena calle. A estas alturas ya habrá ido alguien al servicio y estará gritando todo el mundo. ¿Y quiere que lo discutamos? Así es como actuamos. Y ahora, ¿adónde?
—Al tranvía —dijo Leon, con voz hueca.
—¿Otra vez en público?
—Un taxista podría recordarnos. Yendo en tranvía no podrán. Mantenga la cabeza baja.
Se sentaron en la parte de atrás. Leon esperaba ver precipitarse coches de policía con sirenas hacia el hamam, pero la calle estaba tranquila y el agua titilaba con luces de barcos en la distancia. En Findikli la campana del tranvía anunció la parada, y el sonido lo llevó de vuelta a la tienda de Manyas, con el tintineo de la campanilla por encima de la puerta, las fotos polvorientas de chicos con túnicas de circuncisión blancas. Con ojos precavidos, velados. Una vida podía dar un giro brusco en un segundo: bastaba con bajar un poco un periódico, atisbar un rostro. Leon miraba por la ventanilla, viendo reflejarse en ella la cara de Alexei. No quedan marcas. Al cabo de un rato pasaron frente a las volutas y arcos del palacio Dolmabahçe. Ni siquiera el tiempo va a ayudar. La voz de Anna. Riéndose al decirlo. La vida da un giro en cuestión de un segundo: bajar un periódico, una mano que se suelta de la tuya en el agua. Ninguno de los dos volverá.
—He estado pensando —dijo Alexei—. Qué habría pasado si hubiese estado usted allí solo.
Leon se volvió a mirarlo.
—¿Conoce Washington?
—He estado de visita —respondió Leon, sin entender muy bien qué se le preguntaba.
—He estado pensando —repitió Alexei—. Cuando hayan terminado las entrevistas. Podría serles útil. Alguien tiene que entrenar a la gente. Los aficionados resultan peligrosos. Antes, esto era algo nuevo para ustedes. Y Donovan era un loco: metía dentro a su gente, ninguno volvía, y también los civiles acababan pagando el pato. Pero ahora…
—Lo van a desmantelar todo. Unas pocas personas en el Departamento de Estado. Eso es todo.
Alexei sacudió la cabeza.
—¿La tortuga va a meterse en su concha otra vez? No. Ahora no. ¿Para qué quieren hablar conmigo? Y alguien tendrá que entrenarlo a usted.
—¿Para ser como usted? ¿Y retorcer pescuezos?
Alexei notó la irritación de su voz y lo miró, ligeramente intrigado.
—Pero ¿qué se ha creído que es esto?
Pasado Yildiz, un racimo de calles iluminadas en Ortaköy.
—Vamos a bajarnos aquí. Tenemos que comer algo.
—¿No hay comida luego?
—No —dijo Leon, viendo las caras macilentas a bordo del Victorei, a la espera de raciones.
Compraron kebabs en uno de los puestos callejeros y se los comieron en la plaza frente al agua, subiéndose los cuellos de la ropa para protegerse de la brisa.
—Una copa estaría bien —dijo Alexei.
—Más vale que sigamos moviéndonos. Todavía nos queda un trecho. De cualquier manera, nos sentará mejor un paseo. En el barco no habrá mucho sitio.
—¿Vamos a ir en barco? —preguntó Alexei levantando la cabeza de golpe—. ¿Por qué en barco?
Leon lo miró, sorprendido.
—No me gustan los barcos.
—Este lo sacará de aquí.
Alexei miró a lo lejos, hacia el agua.
—Otro barco. Por lo menos hace mejor tiempo esta vez.
La noche era fresca y clara, con suficiente claridad lunar para poder ver la carretera cuando salieron de la ciudad. Un trecho sin un solo embarcadero, solo el borde del camino, y ningún transeúnte, pero los coches parecían pasar sin reparar en ellos. Por fin se hallaron en Arnavutköy, una hilera de yalis con elaboradas grecas junto a la orilla del mar, y por detrás calles que trenzar, un laberinto para cualquiera que los intentara seguir.
—¿Tiene usted un sexto sentido para estas cosas? —preguntó Leon, curioso—. ¿Para saber si lo están siguiendo?
—No. Uso los ojos. Por ahora vamos bien. ¿Cuánto falta?
Leon consultó su reloj.
—Todavía es temprano. —Alzó la vista—. Haremos una parada rápida.
Siguieron por las calles del pueblo y luego dieron un rodeo para regresar al paseo de la playa, desierto salvo por unos cuantos pescadores nocturnos; era demasiado tarde ya para las parejas. En Bebek se desviaron justo antes del palacio del jedive, por calles familiares, el acceso a la clínica por la parte de atrás. No los seguía nadie. Entraron por la puerta del jardín.
—¿Qué sitio es este?
Leon levantó una mano, en señal de que no hablase. Se apartaron del sendero y se detuvieron en el árbol que había justo delante de la habitación de Anna. Solo estaba encendida la acostumbrada lamparilla nocturna, como un fantasma flotante. Leon hizo ademán de acercarse a la puerta de la terraza, pero se contuvo. No hacía falta entrar, correr el riesgo de ser visto. Podía despedirse desde fuera. De cualquier manera, no lo iba a escuchar nadie. La habitación estaba en un silencio absoluto, como una tumba. Repentinamente, desconcertado, se dio cuenta de que esa visita, todas las suyas, eran en realidad excursiones al cementerio para presentar sus respetos ante una sepultura, igual que solían visitar la de su padre, con flores en la mano, su madre solemne, y Leon del todo aburrido e incómodo al no saber, como entonces sabía, que su madre no visitaba a su padre, sino a una parte más joven de ella, a la que solía ser. Se quedó quieto un instante, mirando por la ventana, esperando a que la tenue luz empezara a apagarse hasta dejar la habitación a oscuras. En cambio, hubo un repentino haz de luz al abrirse la puerta. Una enfermera entró a echar un vistazo y a su espalda había un hombre sentado en una silla del pasillo, leyendo el periódico: otro Manyas. Leon se metió detrás del árbol. Estaban vigilando. Fuera donde fuese, incluso allí. Gülün no corría riesgos. En el hotel de Kay, en Cihangir. Estaban a la caza. Pero no habían puesto a nadie en el jardín, o no seguiría ahí mirando. ¿Habría un coche fuera, frente a la entrada principal? La enfermera alisó la manta y se marchó, y con ella la luz.
Le indicó la puerta a Alexei con un gesto.
—Policía —susurró—. Cuidado.
Le hizo señas para que lo siguiera.
Fueron por las calles de atrás hasta la carretera de la playa. Seguía siendo demasiado temprano para el barco; el muelle quedaba completamente expuesto, cualquiera que esperara sería visible a la luz de la luna. Subieron la empinada calle que llevaba al Colegio Universitario Robert y pensó en Tommy bajándola a tumba abierta, seguro de cómo iban a salir las cosas. Entraron en el café desde el que había llamado a Tommy la primera noche lluviosa, y allí estaban los mismos ancianos fumando. Acércate al Park, unos martinis de Mehmet.
—Una copa, ¡por fin! —exclamó Alexei cuando le sirvieron su raki. Dio un sorbo—. Y bien, ¿qué sitio era ese?
—Es donde está mi mujer.
Alexei lo miró con los ojos entrecerrados, pero no dijo nada.
—Una clínica.
Otra mirada, sorprendentemente empática.
—Así que era la despedida —dijo, y se echó más agua en el vaso mientras miraba como el líquido se enturbiaba.
Leon sacudió la cabeza.
—Está en coma.
No era del todo cierto, pero se acercaba bastante.
Alexei lo miró de nuevo, escrutándolo.
—Y la policía estaba allí. No sirve de nada que haya hecho eso. Ahórrese las despedidas para más tarde. Cuando ya no estemos. —Bebió más raki—. ¿Así que ahora es la de la sección rusa?
Leon apartó la vista, sin contestar. La sección rusa. Con la pálida luz de la ventana a su espalda. Algo en que pensar. Otra oportunidad: puede que la única que tendría. Pero ¿qué clase de vida podrían tener en cuanto salieran de la habitación del hotel?
Echó un vistazo a la pared, buscando el reloj, el tictac, pero debía de estar en su cabeza. En un café no existía el tiempo, podían malgastarse las horas. El ferry de Eminönü a las islas solía tardar una hora y media, dos hasta Büyükada: el pescador no iría mucho más rápido. Necesitaban una hora por lo menos para llegar a Eminönü, una hora más de margen para posibles retrasos. Debería bastar. Pero tenían que estar ahí: el Victorei no esperaría, era una promesa. ¿Qué velocidad alcanzaba el barco del pescador?
Si llegaban antes de tiempo, esperar por Büyükada no supondría ningún problema en esa época del año: el puerto normalmente atestado estaba casi vacío, los hoteles cerrados. En verano era otra cosa, había carros, y paseos en burro y excursiones a las calas arenosas del sur. Alquilaron la casa todo agosto en una altura al lado de la carretera que llevaba al monasterio, con vistas a los bosques y al mar. De noche, la brisa llevaba olor a pinos, rosas silvestres y jazmín. Antes de la guerra.
—Está muy callado —dijo Alexei.
—Estoy pensando.
Alexei gruñó.
—Creo que se ha equivocado con respecto a Manyas —dijo Leon, por decir algo.
—¿Quién?
—El falsificador.
—Si quiere correr esos riesgos, hágalo con su vida, no con la mía —dijo Alexei, y con un gesto pidió otro raki—. De todas maneras, ¿qué importa? Cuando un hombre se dedica a esa profesión, siempre puede pasarle algo.
Leon lo miró sin decir nada. Pero alguna vez debió de importarle, antes de que la vida se volviese tan despreciable, antes de la pila de cadáveres. Había tenido mujer, padres. Ahora soñaba con Florida. El tictac se hizo más fuerte, intolerable. Y si el barco se había adelantado. Empujó hacia atrás la silla.
—¿Ya es la hora? —preguntó Alexei, y se tomó el resto del raki de un trago, haciendo una mueca.
Cruzaron la carretera hasta el muelle. Mentalmente, aún veía el espacio vacío con las marcas de tiza de la policía. Rumeli Hisari se cernía al frente, sacaban del barco el petate de Alexei, aparecía el coche de Tommy con un chirrido de neumáticos, y Mihai y Leon tumbados en el pavimento sin poder moverse. Esperaban de pie en silencio cerca del borde, oyendo el chapoteo del agua, mirando como una luz solitaria salía de las tinieblas y se les acercaba. Ya casi estaba.
Antes de que el pescador hubiese podido amarrar siquiera, estaban a bordo.
—¿Es el mismo tipo de la otra vez? —preguntó Alexei a Leon—. ¿Es que trabaja para…?
—Para mí. Un acuerdo privado.
Que fue discutido de inmediato. Las Islas del Príncipe estaban demasiado lejos.
—Es más de lo que me dijo.
—No, no lo es —negó Leon, apretando los labios, frustrado; seguían en el muelle.
—Efendi —dijo, y empezó a regatear.
—¿Cuánto?
Pero Alexei se puso en medio.
—Derhal! —«¡Ahora mismo!», dijo, rugiendo casi.
El patrón retrocedió, acobardado, y se dirigió al motor. Leon miró de soslayo: los ojos de Alexei impasibles, capaz de cualquier cosa.
Se mantuvieron cerca de la orilla, lejos de los cargueros del canal, desandando el camino que habían seguido desde Ortaköy. El Bósforo estaba en calma, salvo por las estelas de los cargueros, y cogieron buena velocidad, dejando atrás las ruinas carbonizadas del Çirağan, donde se había quitado la vida Abdul Aziz, si es que se había suicidado, y Murat V había estado encerrado, la clase de cosas que solía contarle Georg.
En cuanto hubo un hueco en el tráfico de cargueros, cruzaron al lado asiático, dirigiéndose hacia más allá de la Torre de Leandro, rodeados ahora por todas partes por las luces de la ciudad. Tan solo el tráfico marítimo habitual: transbordadores y pesqueros, ningún barco de la policía. La fachada teutónica de la estación de Haydarpaşa, de donde salían los trenes a Ankara. ¿No venía nadie más con él? Solo su mujer.
Kadiköy, Fenerbahşe, y luego mar abierto hasta las islas, en la costa menos luces ya, el agua negra. Alexei iba agarrado a la borda, mirando alternativamente al frente y hacia atrás, con su gorro de punto calado hasta las orejas por el frío. Cuando empezaron a alejarse de la costa, se acercó a la cabina de pilotaje y agarró la lámpara de señales. El pescador le gritó algo en turco.
—¿Qué hace? —dijo Leon—. La necesita para avisar al barco.
—Aún no. —Se la colocó entre los pies—. Cuando tenga que hacerlo, aquí la tendrá.
El patrón soltó otro grito, y Leon intentó apaciguarlo.
—¡Por amor de Dios! —le dijo a Alexei.
—¿Lo conoce bien?
—Trabaja para nosotros.
—Hace trampas con las cartas —afirmó; una larga noche lluviosa en alguna choza del mar Negro, con faroles de viento.
—Y entonces, ¿qué hacemos? ¿Le rompemos el cuello?
Alexei ignoró el comentario, concentrándose en el estrecho haz de luz que tenía al frente. Finalmente, aparecieron algunas luces procedentes de ventanas en la distancia.
—¿Es eso?
—Todavía no.
El barco pasó resoplando junto a Kinaliada, y luego puso rumbo al sur entre Heybeliada y Büyükada, deteniéndose, con el motor al ralentí, junto a la punta inferior de la isla por donde tenía que pasar el Victorei.
—Dígale que apague las luces —dijo Alexei, aún alerta, mirando en todas las direcciones.
No tenían casas detrás, al frente solo la extensión desierta del mar de Mármara. Las luces de la ciudad quedaban lejos en lontananza. La embarcación quedaba oculta en su propio rodal de oscuridad acuática, balanceándose ligeramente en las olas.
—¿Cuánto falta? —preguntó Alexei.
—Abren el puente a eso de las tres. Depende de en qué posición se hallen en la fila.
El convoy se derramaría desde el Cuerno de Oro, la mayoría de los barcos se arrimarían al litoral europeo para luego navegar en línea recta hacia los Dardanelos; solo el Victorei viraría hacia las islas.
—¿Es otro pesquero?
Leon sacudió la cabeza.
—Un carguero. Lo era, en cualquier caso. Rumano.
—¿Y ahora?
—Ahora lleva judíos a Palestina.
Alexei se quedó mirándolo un minuto largo; su rostro reflejó como su mente pasaba de una idea a otra.
—¿Vamos a Palestina?
—A Chipre. Nos dejarán al pasar.
—Judíos a Palestina —dijo Alexei, rumiándolo—. Nadie pensará en eso —aseguró, y levantó la mirada, como si le dedicara un elogio.
—No —dijo Leon, complacido, y luego avergonzado por haberse sentido así.
Alexei soltó un bufido, una especie de risa para sí.
—¡Judíos a Palestina!
El barco cabeceó y empezó a moverse con más fuerza: empezaba a levantarse viento. Alexei asió con fuerza la regala.
—¿Qué pasa?
—Nada. No me gustan los barcos, ya se lo he dicho —se quejó, casi como un niño haciendo un puchero, vulnerable, algo que Leon no le había visto hasta entonces.
Y luego esperaron. El pescador había parado el motor, así que ya solo se oía el sonido de las boyas, suaves tintineos, y del viento arrastrando cosas por cubierta. Los bizantinos solían exiliar allí a la gente, donde no podían ser oídos. Pensó en los silbatos y el griterío cuando el barco de Anna se fue a pique, las sirenas en la costa, las de su propio barco de rescate, el aire estremecido de ruido. Más cerca de la ciudad, pasado Yaniköy, lo que tendría que haber facilitado las cosas y a la postre nada importó. Los niños no tenían chaleco salvavidas, les entró pánico, tragaban agua cada vez que gritaban, intentando agarrarse a algo. Una noche interminable. Unos pocos hasta se salvaron, pero los demás se fueron al fondo, tan cerca que podían ver la orilla. Y después las terribles preguntas: ¿habían acudido los barcos del puerto lo bastante deprisa? ¿Habían querido acudir acaso?
—Ahí —informó el pescador.
Leon miró. Una luz brillante deslizándose sobre el agua, y luego el brillo del puente, seguido de una fina hilera de luces de mástil, colgadas como banderas. Las portillas estaban oscuras y el barco se desplazaba como una sombra, apenas más rápido que un transbordador. Leon se imaginó el motor, abajo en la sala de máquinas, renqueando y siseando, pero funcionando, llevándolos a su destino. Un milagro comprado con el dinero de Tommy.
El patrón esperó unos minutos más antes de arrancar el motor y empezar a hacer señales al barco. Las olas eran más altas ya. Alexei estaba pálido. Desde el mar, el puente del Victorei parecía estar a muchos pisos de altura.
—Efendi… —dijo el pescador a Leon, frotando el índice y el pulgar.
Leon le dio un sobre con el dinero, y vio como se lo metía sin más en la camisa.
—¿No va a contarlo?
—Me fío de usted —contestó el pescador, sonriendo—. Y ahora, dense prisa. Tenga —dijo, y le alcanzó a Leon un gancho de abordaje.
Se abarloaron. Dejaron caer del carguero una escala de cuerda que Leon intentó enganchar, para arrimar el pesquero al Victorei y mantenerlo estable en las olas crecidas.
—¿Leon? —se oyó decir a Mihai a través de un primitivo megáfono mientras movía una linterna.
Leon agitó la mano.
—¿Puede alcanzarla? —le preguntó a Alexei—. Ya la tengo enganchada. Salte y cójase a la escala.
Alexei lo miró, lívido.
—Estaré justo detrás.
—¿Algún problema? —preguntó el pescador, sin poder reprimir un tono burlón.
—¿Cómo se dice «váyase al infierno»? —preguntó Alexei a Leon.
—Cehennèm ol —contestó Leon.
Alexei ladeó la cabeza, sin repetirlo, y dio un salto, aferrando el último peldaño; gruñendo, se izó hasta asir el siguiente, y luego otro, y otro más, hasta afianzarse por fin.
—¡Vámonos! —gritó Mihai desde el puente.
Los motores estaban al ralentí, pero el barco se seguía moviendo, a la deriva, arrastrando al pesquero con él.
—Sujete esto —dijo Leon, tendiéndole el gancho al patrón—. Vuélvase esta misma noche. Ni una palabra, ¿de acuerdo? Y gracias.
El pescador apartó la vista, avergonzado.
Leon alzó los brazos: no llegaba lo bastante arriba.
—Manténgala estable —le dijo al pescador y saltó, agarrando el peldaño resbaladizo, empapado de agua fría. Hizo fuerza con los brazos hasta lograr izarse hasta el siguiente, y luego otra vez, hasta que por fin sus pies pudieron soportar su peso.
—¿Está bien? —le gritó a Alexei, que no respondió, aferrándose a la escala.
El pesquero se deslizó de debajo del casco del Victorei, luego barboteó y se alejó con un rugido mientras aún estaban en la escala, con nada ya bajo sus pies salvo el agua.
Mihai y otro hombre los izaron por encima de la borda; Alexei cayó a cubierta aleteando como un pez, sin resuello, intentando rehacerse.
—Dile a David que adelante —dijo Mihai, y se volvió a Leon—. Lo conseguiste —anunció, y ni siquiera miró a Alexei, como si no estuviese ahí.
—¿Algún problema? —se interesó Leon.
—¿Después de los dólares? No. Una repentina recuperación de la salud. Ahora ya no tenemos que preocuparnos más que del motor. Pero por lo menos nos movemos.
Büyükada, sin embargo, parecía seguir en el mismo sitio; no se advertía el menor cambio en la velocidad. Sería una noche larga.
—Por aquí —dijo Mihai—. Ahí se está al resguardo del viento —anunció, mirando entonces a Alexei; con una expresión deliberadamente neutra, indicó un banco cerca del puente.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Leon, que esperaba ver gente jubilosa en las barandillas.
—Durmiendo. Si es que pueden.
O acurrucados en sus mantas en los bancos como antes, indiferentes a Estambul, ahorrando sus fuerzas, dejando caer la cabeza en el hombro de al lado. Los pocos aún despiertos miraban fijamente a Alexei y a Leon, intrigados, pero estaban más interesados en el latido irregular de los motores allí abajo.
—Gracias —dijo Alexei.
—Déselas a él —sugirió Mihai con brusquedad.
—Viene un barco —informó David saliendo del puente.
—¿Hace señales?
—No. Tal vez vaya a atracar en Büyükada. Pero no nos estamos moviendo. Ve a ver qué pasa ahí abajo, ¿quieres? Iríamos más deprisa remando.
Una ola repentina hizo balancearse el barco, lanzando a Mihai hacia delante, contra el pecho de Alexei, del que se apartó.
—Ahora mismo vuelvo —le dijo a Leon—. Quedaos ahí.
—Su amigo rumano —empezó a decir Alexei.
—Nunca lo ha visto.
—Nunca veo a nadie. —Se agarró a un pasamanos; el barco volvía a balancearse por el oleaje—. Se está poniendo feo.
Se sentaron en un nicho junto al puente de mando.
—Fue él quien le habló de Străuleşti.
Leon asintió.
—Y entonces, ¿por qué me lleva?
—Le he pagado.
—¿A ese? No. Es otra cosa. Quizá sea una trampa.
—No lo hace por usted. Duerma un poco.
—¿Con esto? —preguntó, y extendió la mano al viento; el barco había empezado a crujir.
Una de las figuras envueltas en mantas, un hombre con la cabeza afeitada, se acercó arrastrando los pies y les dijo algo en lo que Leon tomó por polaco. Le contestó alzando las manos, queriendo decir: «No comprendo». Otro idioma, probablemente yidish. Por último, alemán.
—¿Quiénes sois, para que paren el barco para recogeros?
—Nadie —contestó Leon—, nos retrasamos.
—No. La gente llega tarde al muelle, no aquí en el mar. ¿Haganá? ¿Sois del Haganá, verdad? ¿Qué otra cosa puede ser? Es un honor —dijo, extendiendo la mano.
Alexei se la estrechó, mientras Leon los miraba; los ojos fijos en los números tatuados en el antebrazo del hombre.
El hombre hizo un gesto indicando que sus labios estaban sellados y volvió a su banco.
Un repentino batacazo bajo cubierta, seguido por un crujido, y la armazón entera del barco se estremeció, de nuevo en movimiento, y las pocas luces de Büyükada empezaron a quedar atrás.
—Puede que su amigo se haya puesto a empujar —dijo Alexei, sentándose, disfrutando; el movimiento del barco, como una promesa.
En unas pocas horas, el Egeo.
—Nunca lo ha visto antes. ¿Entendido?
—Lo entendí a la primera. —Abrió los ojos—. ¿Por qué?
—No forma parte de esto.
Alexei lo miró, y luego paseó la vista por el puente; la mirada, su propio comentario. El barco volvió a dar un bandazo. De abajo llegaron ruidos débiles, gemidos. Las literas estarían atestadas, los cubos para excrementos rebosarían.
Una mujer salió tambaleándose de la puerta de la bodega, con la mano sobre la boca, y se precipitó a la borda, asomando el cuerpo cuanto le era posible, con la esperanza de que el vómito cayera limpiamente y se perdiera en el mar. Una arcada dolorosa, sonora, que hizo que los del banco se apartaran de ella de forma inconsciente. Espurriar, luego más arcadas, al final solo delgados hilos de bilis. Sería solo la primera de muchos si seguía la mala mar. Se limpió la boca con un extremo del chal, mirando hacia los bancos, demasiado mareada para disculparse, y privada del aliento por un ataque de tos seca. Otra mujer se puso en pie y la cogió por los hombros, sosteniéndola hasta que se le pasó la tos. El viento se llevó algunas palabras, las gracias, probablemente. La mujer movió la cabeza, recuperando el aliento, empezó a volver sobre sus pasos y miró de lado hacia Leon y Alexei. Se quedó helada un momento, muda, demasiado asombrada para hablar.
—Voi —dijo por último, para sí, intentando comprender lo que veían sus ojos, caminando con una especie de determinación titubeante, como sobre las aguas, como un sonámbulo.
—Voi. —Se acercó más, para asegurarse, y luego se echó a temblar—. Măcelar! —Un grito repentino, en los bancos se irguieron algunas cabezas—. Călău! Călău!
La gente empezó a ponerse de pie, la mujer se había puesto a señalar a Alexei con el dedo; luego, un aullido penetrante, y la gente comenzó a agruparse a su espalda.
Alexei dijo algo en rumano, con tono de negación.
Otro grito, todo el cuerpo de la mujer un puro temblor, a punto de estallar.
—Măcelar!
El idioma formaba parte de la pesadilla, los de los bancos no estaban muy seguros de qué decía, pero respondían al sonido.
—¡Carnicero! —gritó alguien, explicándolo.
Otro torrente de rumano, la fuerza de la histeria; en segundo plano alguien murmuraba «Su hermana», y otra vez el dedo acusador.
—Călău! Călău!
Y de repente se abalanzó sobre él, intentando clavarle las uñas en la cara, sacarle los ojos, como una fiera. Alexei le sujetó los brazos, tratando de mantenerla apartada, pero tenía la fuerza de los poseídos, le arañaba y le tiraba del pelo; sus manos convertidas en garras. Alexei profirió un grito de dolor y se levantó del banco, de forma que la mujer tuvo que ponerse de puntillas para intentar arañarle la cara, todavía chillando. La gente a su espalda empezó a excitarse, sus gritos resonaban en torno a la cabeza de Leon, un frenético babel, todo había sucedido en un instante.
—¡Alto!
Leon le sujetó los brazos por detrás, sorprendido de la fuerza que mostraba al intentar zafarse; a su alrededor todo el mundo gritaba, el barco entero parecía haberse despertado, se sentía movimiento de gente bajo cubierta. Todo echado a perder.
Alexei se protegía el rostro con los brazos al tiempo que seguía intentando apaciguarla en rumano, escabullirse, pero estaban rodeados, la multitud se agitaba como una turba.
—¡Alto!
Leon intentó agarrarla de nuevo.
Ya no tardaría en venirse abajo, en convertirse la rabia en sollozos incontrolables, consumiendo sus fuerzas. Pero no antes de abalanzarse una vez más sobre él, arañándole la piel, desbordando el odio que llevaba dentro.
—Călău!
—Verdugo —repitió alguien, traduciendo.
La gente seguía acercándose, una marea humana, y de pronto algo se abrió paso.
—¿Qué está pasando aquí? —gritó Mihai, sin resuello, atrapando las manos que habían conseguido soltarse de la presa de Leon.
Un torrente de rumano de labios de la mujer, la expresión dolida de Mihai, que echó una rápida mirada de soslayo a Leon, la gente gritando todavía a su alrededor. «¿Qué pasa?». «Es un nazi». «¿Cómo va a ser un nazi?». «Es un nazi rumano». Seguía subiendo gente de la bodega, el aire chisporroteaba como cargado de electricidad estática. Más rumano. «Los colgó de un gancho». Murmullos, y luego gritos, la mujer por fin se vino abajo tal y como Leon había imaginado, con un lamento incesante que ponía los nervios de punta.
—¡Mihai! ¿Qué está pasando? ¡Tenemos derecho a…!
—Sí, sí. Calma, por favor. ¿Queréis organizar un motín antes de que estemos a salvo?
—¿Es un nazi? ¿A bordo de este barco? ¿Te has vuelto loco?
—Llévatelo al puente —le espetó Mihai a Leon, con ojos como afilados cuchillos, cargados de reproche.
—¡No tan deprisa! —exclamó el hombre de la cabeza afeitada—. ¿Qué está pasando? ¿No es del Haganá?
Más rumano.
—Los colgaron como si fueran cuartos de res —tradujo alguien.
Un momento de silencio mientras se empapaban de sus palabras. Alexei dijo algo en rumano, otra negación. «No fui yo», adivinó Leon, y la mujer volvió a chillar. El rumor del gentío empezó a aumentar, saltaban las palabras, la agitación no cesaba. Leon se puso delante de Alexei.
—¡Basta! —exclamó Mihai, ladrando la orden.
—¿Quién es? ¿Qué está pasando?
—Es flete de este barco. Y va a Chipre, no a Palestina.
—¿Flete? ¿Qué quieres decir con flete?
—Volved todos a vuestros sitios. Sentaos. Os lo explicaré más tarde.
La rumana se desmoronó hecha un guiñapo, sollozando, dando manotazos al aire como si intentase desgarrarlo, su pena demasiado enorme para aguantarla.
—¡No! ¡Ahora mismo! —gritó alguien—. ¡Es un truco! Tal vez pretenda avisar a los británicos. Hasta que el último judío no esté…
Mihai levantó las manos.
—Por favor. Todo eso son disparates. Nos está ayudando.
—¿Ayudando? ¿Cómo?
La mujer levantó la cabeza y le gritó algo a Alexei, una maldición, con el puño en ristre. Una vez más, una negación por su parte. Leon le lanzó una mirada. ¿Qué estaría diciendo? ¿Yo no estuve allí? ¿No tomé parte en eso? ¿No pude impedirlo? Alguna versión de lo que le había contado a Leon. Pero ¿sería verdad? ¿Lo sabía la hermana? ¿Lo habría visto alguien de verdad? Durante un fugaz instante, con el estómago revuelto por el cabeceo del barco, Leon deseó que no fuera cierto, deseó que Alexei no hubiese estado allí, que pudiera siquiera proclamar la frágil inocencia de aquellos que solo han dejado que las cosas sucedan.
Mihai le habló a la mujer en rumano, la levantó del suelo, pasándole el brazo por los hombros.
—Marchaos —les dijo a los demás—, solo ha sido una equivocación.
La rumana, ensimismada, no oyó a Mihai, pero Leon pudo ver la consternación en sus ojos. Mentía por él. Pero ¿qué otra alternativa había? No había forma de hacer lo correcto. Se llevó a Alexei hacia el puente de mando mientras la muchedumbre seguía agitándose en cubierta, confundida.
—¿Cómo, una equivocación? ¿Cómo iba a cometer un error parecido?
Pero todos habían tomado parte en largas marchas, hacinados en camiones de refugiados, y eran conscientes de que las mentes acababan por quebrarse, y se señalaba acusadoramente por la ventana a todo el mundo, porque todo el mundo lo había hecho.
Mihai le confió la rumana a otra mujer, y se volvió hacia la muchedumbre.
—Volved a vuestros sitios ahora, no hay tiempo para esto.
—¿Quiénes son esos hombres? Tú has hecho parar el barco para recogerlos, así que ¿quiénes son?
—Nadie. Un flete. Ya os lo he dicho…
El resto de sus palabras las ahogó una sirena, tan fuerte que pudo con todo —con los gritos de la gente sobre cubierta, el retumbar del motor, las lonas alquitranadas que restallaban al viento—, un gigantesco alarido con intención de sobresaltar. Un altavoz vociferó algo distorsionado en turco. El gentío se precipitó hacia las barandillas. Una lancha de la policía se aproximaba por un lado, lanzando destellos con luces de señales mientras los focos barrían la cubierta.
—Tenemos que detenernos —gritó David desde el puente—. Nos hacen señales.
Mihai no dijo nada, agachando la mirada.
—Pueden abrir fuego si no obedecemos.
A bordo de la lancha policial, las armas estaban desenfundadas. Pero ¿cómo lo sabían? ¿Habrían estado acechando entre las sombras desde Bebek? Pero no, desde luego, desde las amplias extensiones despejadas donde habrían podido ser vistos. Y Leon había hecho el trato con Mihai, con nadie más. Dinero de sangre.
Mihai inclinó la cabeza a David, y luego miró a Leon con el rostro desencajado.
—Prepárense para ser abordados.
La voz del altavoz, en turco otra vez, de modo que los pasajeros, angustiados, empezaron a sentir pánico.
Mihai levantó las manos para calmarlos, se inclinó por la borda con un megáfono.
—¿Qué desean? Somos el Victorei. Tenemos los papeles en regla.
Leon se echó hacia delante para oír, manteniendo el rostro fuera de la luz. Puede que se tratara de un control de rutina, cosa de otro soborno, no hacían ningún regalo.
—Policía. Sus nuevos pasajeros.
Volviendo la cabeza a toda prisa, los ojos de Mihai buscaron los de Leon. Si aparece la policía, David os echará por la borda. ¿Entendido? Este barco no es para vosotros. Final de partida. Por un instante, Leon sintió un extraño alivio, un mareo, el reloj se había parado. Mihai miró a Leon y luego a Alexei, y luego volvió ala regala.
—¿Qué nuevos pasajeros? Solo vamos nosotros.
—Sí, sí, claro. —Una voz ronca y chulesca en el altavoz, la de Gülün—. De acuerdo. Inspección del pasaje. ¿Hacen descender una escala? —Una pausa de un segundo, y Gülün desenfundó su arma—. Al instante.
Mihai le indicó con un gesto a dos marineros que bajaran la escala y luego volvió a dirigirse a la multitud.
—Escuchadme todos. ¿Queréis ir a Palestina?
Un asombrado y general asentimiento.
—Pues entonces, haced lo que os diga. Volved a vuestros sitios. No digáis nada. Nada.
—Pero…
—¡Nada! O me bajo del barco. Me llevarán detenido.
Aguardó; un minuto de silencio, roto solo por la sirena de la policía, que seguía sonando.
—¿Lo comprendéis? No habéis visto nada. A nadie. Llevadla abajo —dijo, mirando a la rumana—, y dadle algo de beber. A los demás, decidles que se queden en sus literas.
—La escala está bajada —gritó el marinero, una especie de aviso.
—Nos mandarán de vuelta —dijo Mihai—. ¿Lo entendéis?
La gente empezó a moverse.
—Y entonces, puede que te dignes explicarnos…
—Puedes tomar el mando de este barco cuando quieras —dijo Mihai, y alargó el megáfono.
El hombre agachó la cabeza, dio media vuelta y se dirigió a las escaleras de la bodega.
—¿Alguien más? —preguntó Mihai.
Leon lo miró. Se había enfrentado a todos, gastado todo lo que le quedaba en la cuenta, sin reservas.
—Bien. —Echó un vistazo por la borda—. Preparaos —dijo, mandando por señas a los tripulantes a sus puestos.
Luego se acercó a Leon y Alexei, repentinamente desorientado, como si se hubiese olvidado de ellos. Sonaron gritos desde el agua, y golpes de pies contra el casco al subir la escala.
—Lo acompañaré abajo —dijo Leon, casi temeroso de mirar a Mihai, tan grande era ya la deuda contraída con él.
—No. La gente lo sabe, o lo sabrá. Lo matarían. No sé cuánto tiempo…
—¿Quieres entregarnos? —preguntó Leon.
Mihai dio un manotazo al aire, ignorando la pregunta, y luego echó un vistazo alrededor del puente, respirando entrecortadamente, empezando por fin a perder los nervios.
—¿Hay alguna otra escala? ¿Por el otro lado? —dijo Alexei, pensando en voz alta.
—¿Escala adónde? No hay barco.
—Para escondernos. Nos colgaremos. Nadie va a mirar fuera del barco.
Mihai levantó los ojos, mirándolo, en una especie de saludo reticente, y asintió.
Cruzaron la cubierta corriendo, con todas las cabezas siguiéndolos, levantaron el lío de la escala y lo arrojaron por la borda; las cuerdas que la fijaban a cubierta apenas eran visibles entre los rollos de cabos apilados junto a las barandillas. Los botes salvavidas, habitual refugio de polizones, estaban por encima, en otra zona de registro. Desde la otra banda del barco sonó un silbato agudo, alguna señal para la partida de registro que suscitó gritos involuntarios en cubierta, el sonido de una redada, silbidos y botas. Una mujer empezó a llorar, enterrando el rostro en el hombro de un hombre.
—No pienso sacrificar el barco —aseguró Mihai a Leon—. Esta gente se merece…
—Lo sé.
—Bastará con que nos suba cuando todo haya terminado —dijo Alexei, con desdeñosa familiaridad.
Mihai lo miró fijamente. Se oyeron más ruidos de la partida de registro de la policía, casi encima del todo, como una mano en el hombro despabilándolo.
—Deprisa —dijo, dándose la vuelta para interponer su cuerpo entre la policía y ellos.
Alexei miró la cuerda, y luego a Leon, repentinamente nervioso otra vez.
—De acuerdo —contestó Leon, y pasó delante.
Franqueó la barandilla y empezó a descender los peldaños de la escala, tanteando primero con el pie; la última visión que tuvo de la cubierta fue la de una fila de cabezas mirándolo. Una indicación sería lo único que necesitaría Gülün, una leve señal con un dedo. Pero la fila no se movió, apelotonada y sin dejar de mirar a Mihai. Leon levantó la vista. Nadie.
—¡Vamos!
Un pie, y luego otro, abriéndose camino hacia abajo hasta que la cabeza de Alexei quedó también por debajo de la barandilla, y los dos se balancearon contra el lado del barco, con el viento haciendo restallar la parte inferior de la escala contra el casco. Leon siguió descendiendo, dejando atrás una fila de portillas; su peso estabilizaba la escala. De haber sido un edificio, habría podido desplazarse por el alféizar hasta llegar a una ventana, y ocultarse en su interior. Pero la gente de dentro los estaría esperando, la historia ya habría corrido por todas partes. Metiéndoles un trapo en la boca para que no hicieran ruido, todo sería rápido y silencioso, el chapoteo del agua cuando los arrojaran ni siquiera se advertiría en cubierta, otra ola más.
—¿Adónde va? —susurró Alexei, agarrando la escala con las dos manos.
—Donde no se me pueda ver.
—¿Y dónde? ¿En el agua?
—Un poco más. Aquí vale. Aguante.
La soga áspera empezó a clavársele en la palma de las manos. Desplazó aún más el peso a las piernas, sintiendo cómo el viento le presionaba la espalda.
Podía oír voces fuertes en cubierta. Gülün, amenazador, hileras de ojos atisbando al amparo de viseras de gorra y chales. Bastaría con uno. Pero ninguno habló. ¿Queréis ir a Palestina? Eso lo valía todo.
Una ola rompió contra el casco, lanzando espuma hacia arriba, mojándole la parte de abajo de los pantalones, salpicándole el cuello, las manos. Una repentina luz en la portilla a su derecha, tal vez de una linterna registrando la bodega. La visión de cuerpos amontonados en literas: una fotografía de la guerra. ¿Les pediría la policía que se levantaran todos para mirar detrás, o pasarían presurosos, ansiosos por huir de la peste antes de que pudiera rozarlos alguna mano? Un bebé se puso a llorar al despertarlo la luz.
Otra ola los roció con agua helada al escorarse el barco ligeramente. La escala de cuerda se apartó del casco. Leon miró hacia abajo, un vacío negro, y se preparó para la oscilación de vuelta, asegurándose de que sus zapatos absorbieran la mayor parte del impacto. ¿Cuánto tiempo podrían aguantar allí colgados, aferrando una soga con las manos mojadas? Volvió a desplazar el peso del cuerpo al notar la tensión de sus brazos. No había que pensar más, no había que decidir nada, solo había que aguantar. Hasta había dejado de preguntarse qué estarían diciendo en cubierta, qué haría Mihai si Gülün le ordenara dar media vuelta y regresar a puerto. Pero ¿por qué habría de hacerlo? A no ser que estuviese seguro de que Leon iba a bordo. No de un barco cualquiera, sino de ese en concreto. Pensó en el hamam, en el viaje en tranvía, pero no los había seguido nadie, ni siquiera en su imaginación. ¿Qué le había dicho a Kay? Más voces, acercándose a ese lado del barco.
Al principio pensó que eran más salpicaduras de las olas, pero luego notó las gotas en la cabeza, irregulares pero continuas. Cuando alzó el rostro ya eran más, y más seguidas. Se aplastó contra las cuerdas, encogiendo los hombros para que la lluvia no le entrara por el cuello. El frío se filtraba por su chaqueta de lana. Oyó a Alexei blasfemar entre dientes. Pero tal vez la lluvia hiciera que Gülün se apresurase, decidiera que su soplo era falso. Si es que había sido un soplo.
Más linternas barriendo los camarotes, litera a litera. Por lo menos los de ahí abajo estaban secos, no empapándose en cubierta como los otros. Otro toque de silbato, llamando tal vez arriba a los de la partida de búsqueda. ¿Cuánto tiempo tardarían aún en darse por vencidos? Nunca se podía apresar a todo el mundo en una redada. La gente se escondía debajo de las tablas del entarimado, se agazapaba detrás de las escaleras. Volvió a levantarse viento, lanzando la lluvia contra el barco, y Leon se estremeció, las manos ateridas de frío, la ropa cada vez más pesada, tirando de él hacia abajo.
De pronto, un gran estrépito; estaban arriando un bote salvavidas.
—Tiene que haber algún error. Estas personas son refugiados —se oyó decir a Mihai, más próximo; la partida de búsqueda se había desplazado a esa borda.
—Quiten la cubierta —ordenó un policía que no era Gülün, el resto de su frase obliterada por el gemido de la sirena de niebla de un carguero no demasiado lejano, la lluvia una liviana cortina que hacía borrosas todas las cosas.
Volvió a sonar un silbato en la bodega, las luces se alejaron. Solo quedaban la cubierta y los botes, se estaban agotando los escondrijos. Iban a conseguirlo, colgados en la oscuridad como murciélagos.
El barco dio un bandazo al alcanzarlo la estela del carguero que pasaba, y la escala volvió a balancearse hacia fuera, más lejos esa vez, para luego volver a estrellarse contra el casco, sus zapatos golpeando el metal, despellejándose los nudillos. Alexei gimió. Otro balanceo, fruto del ímpetu del primero, y otra vez los zapatos contra el casco.
Apareció una luz arriba en la borda, alguien gritó algo en turco.
—No hay nada —oyó decir Leon a Mihai.
Un haz de luz brillante apuntó hacia abajo, oscilando, y se detuvo justo en el punto en el que acababan de estar; la curvatura del casco los mantenía fuera del alcance de sus haces de luz, que se quedaban cortos, no eran lo bastante potentes para iluminar toda la distancia hasta el agua. Gritos frenéticos. Leon aguantó la respiración y, de repente, una ráfaga de tiros, una pistola automática escupiendo balas.
—¡Alto el fuego!
Leon se aplastó contra la escala, agachando la cabeza. Tal vez solo fuese una andanada de aviso. ¿No los querría vivos Gülün, una presa de trofeo? A menos que no le importara; como Leon era culpable, a Gülün lo felicitarían igualmente. El casco era liso, no había donde agarrarse si la escala volvía a balancearse. Otra ráfaga. Leon pudo oír como las balas golpeaban la superficie del agua; sintió un tirón brusco en la cuerda. Debían de estar disparando a ciegas, solo para ver si había algo que alcanzar. Y lo habría: era solo cuestión de minutos que la escala volviera a balancearse y saliera a la luz.
—¡Idiota! —era Gülün el que gritaba ahora; se oían carreras en cubierta, algunos pasajeros gimoteando al fondo, los disparos les resultaban tan atronadores como bombas. Los músculos de Leon se contrajeron, esperando—. ¡No dispares! ¡Los quiero vivos, idiota!
Después de todo, quería su día de gloria.
Leon miró hacia abajo. Negrura, ningún sitio donde ir, y su cuerpo era cada vez más pesado con la ropa empapada. Sintió más gotas en las manos y se las miró. Las gotas no estaban heladas, sino calientes, y eran más densas. Acercó la cabeza para probarlas. Sangre. Alexei estaba sangrándole encima.
—¿Le han dado?
—Es solo un rasguño —dijo Alexei, pero jadeaba; estaba en apuros.
—Subidlos —gritaba Gülün—. Traed el proyector.
Alexei soltó un grito ahogado con la primera sacudida de la escala. Nada de cabrestantes, solo eran brazos los que izaban. Sintieron cómo la escala subía y se paraba, rebotando, y a Alexei se le escurrió uno de los pies del peldaño, por lo que sus manos tuvieron que aguantar más peso. Leon levantó los ojos y vio la pierna de Alexei agitándose en el vacío, tratando de encontrar un apoyo, y luego una nueva luz, casi cegadora. La policía volvió a tirar de la escala, sacudiéndola. A Alexei se le escurrió el otro pie y su cuerpo se deslizó hacia Leon, los pies colgando, sujetándose solo con las manos, una de las cuales sangraba.
—¡Ahí están! —gritó uno de los policías, apuntando su arma hacia la luz.
—No dispares. Subidlos. Echa una mano con la cuerda.
Un par de manos más; otro tirón, esta vez con verdadera fuerza, justo cuando una ola alcanzó el barco e hizo oscilar hacia fuera la escala mientras la izaban; el tirón resultó a la postre más fuerte que la presa de Alexei, que se soltó. Sus pies fueron a dar contra la cabeza de Leon, y luego el resto de su cuerpo, una avalancha, las manos de Leon se habían soltado de la cuerda antes de que se diera cuenta y los dos se precipitaron, dando tumbos, en una caída interminable, Alexei aferrándose a la chaqueta de Leon, arrastrándolo en su caída, y luego de pronto ya no estaba, solo sintió la impresión del agua gélida.
Durante un instante, el frío lo dejó demasiado aturdido para darse cuenta de nada, casi inconsciente; luego le llegaron de golpe todos los sonidos: los gritos desde cubierta, la escala golpeando el casco, el frenético chapoteo, Alexei escupiendo y tragando agua. Leon se dirigió hacia él, de repente en el haz del proyector, que los había enfocado. Alexei manoteaba, golpeando al agua de cualquier manera, intentando respirar. No me gustan los barcos. Leon nadó hasta él, lastrado por el peso de la ropa. Intentó acercarse a Alexei por la espalda, para cogerlo por la barbilla y mantener su cabeza fuera del agua, obligándolo a hacer el muerto para remolcarlo, algo que le habían enseñado. Los niños que no saben nadar se te agarran, dificultándolo todo.
—Alexei, ya lo tengo. —Pretendía tranquilizarlo, que remitiera el pánico—. Túmbese de espaldas.
Pero Alexei, tragando agua, sin escuchar, vio a Leon y se aferró a él de forma desesperada, metiendo la cabeza debajo del agua y volviendo a salir a la superficie apoyándose en los hombros de Leon, resollando. Más gritos desde el barco, el golpe de un salvavidas contra el agua en algún lugar cercano, y luego nada, silencio amortiguado bajo el agua al hundirse Leon bajo el peso de Alexei. Logró impulsarse hacia la superficie, subiendo y bajando.
—¡Suélteme! Lo tengo cogido. Nos ahogaremos los dos…
Y otra vez abajo, ahora tragando agua, con Alexei encima, tratando de subirse en él como si se tratara de una balsa humana. Leon trató de apartarse, pero solo consiguió agitarse en el mismo sitio, como si estuviese rodeado de cadenas, hundiéndose de nuevo, y comprendió, con una gélida punzada de miedo, que podría morir por salvar a Alexei. Un hombre que haría cualquier cosa con tal de sobrevivir. Leon poco más que madera flotante, algo a mano. Empezaron a arderle los pulmones, batiendo el aire. Por un disparatado segundo pensó en dónde estaba, y en que podría ahogarse en algún punto a la vista desde Cihangir, y las manos de Alexei seguían agarradas a su chaqueta, arrastrándolo hacia abajo.
Vértigo. Ahora no es momento. Levántate. Giró la cabeza, tenía la boca cerca de la mano de Alexei y la mordió con fuerza. Apenas un segundo libre, antes de que la mano empezara a aferrarse otra vez, pero lo suficiente para que Leon se escabullera, saliera a la superficie, cogiera aire, con Alexei agarrándole aún la otra mano. Volvió la vista hacia él y sus miradas se encontraron, la de Alexei vidriosa de terror, y Leon vio lo que Alexei debía de haber visto en tantas otras víctimas suyas: el terrible momento postrero cuando supieron que iban a morir, una especie de desconcierto animal. Ahora era su turno. Lo único que tenía que hacer Leon era soltar su mano, no hacerse responsable de nada. Una muerte fácil, excepto por los ojos frenéticos, iguales debía de tenerlos el niño cuando se soltó de la mano de Anna. ¿Y qué habría pasado si ella la hubiese aguantado, empujada bajo la superficie por el forcejeo, sin el niño darse cuenta siquiera de que Anna estaba tragando agua, hundiéndose? Aflojó la presión de su mano, haciendo que Alexei se esforzara por agarrarla, y vio cómo debió de haber sido, hasta la misma agua negra: Anna dejó que se soltara el niño para salvarse ella, sin saber que el crío la hubiese arrastrado al fondo de cualquier manera.
Alexei emitió un sonido, echando la boca atrás en busca de aire, manoteando de nuevo, y luego su cabeza se fue abajo, como si tiraran de él, y Leon se imaginó unas manos cogiéndolo por los pies, manos de Străuleşti lanzando zarpazos a las vueltas de sus pantalones, la prueba de la justicia de las cosas. Salvo que las cosas nunca eran justas. Pasaban, eso era todo.
Se acercó a nado, sacó a Alexei y lo cogió por la barbilla, sosteniéndole la cabeza fuera del agua.
—Escúcheme. —Su voz ruda, ronca.
Pero Alexei volvió a subir las manos para agarrarlo. Leon se las golpeó, liberándose, y cogió a Alexei por la chaqueta cuando estaba hundiéndose, retorciéndole el cuerpo de forma que cuando volvió a sacarlo a la superficie, Leon quedó a su espalda, con la mano otra vez bajo su barbilla. Una tos violenta.
—Escúcheme de una puta vez —dijo al oído de Alexei—. Lo tengo cogido. ¿Me entiende? Todo saldrá bien si hace lo que le digo. ¿Me entiende?
Alexei asintió, emitiendo un sonido impreciso; su respiración era un gorgoteo discordante, sus manos aún golpeaban el agua.
—Estese quieto —dijo Leon—. Intente flotar. —Un término sin sentido, con las piernas de Alexei pataleando bajo ellos. Más sonidos—. Estese quieto o lo suelto. Mire que lo suelto. —Un chillido sordo, y los pies se pararon, rígidos ahora, un nuevo peso muerto, incluso más pesado—. Relájese. Deje que el agua haga el trabajo. Lo sostendrá.
Otro sonido se escapó de la garganta de Alexei: un gañido incrédulo. ¿No había piscinas en Bucarest, lagos en las montañas? ¿Por qué no habría aprendido a nadar? Intentó imaginarse a Alexei de niño, un crío en la calle, pero no consiguió invocar ninguna imagen y se dio cuenta de que no sabía nada de su vida, que solo era un extraño al que habían dejado caer sobre el final de la misma, como el salvavidas que habían arrojado desde cubierta.
—Estoy aquí —dijo.
Alexei dejó de debatirse, quedándose tan quieto que por un momento Leon creyó que se había muerto, pero eso lo hubiera hecho quedarse rígido y Leon notó en cambio que su cuerpo empezaba a relajarse, a ceder. Se acercó más, apoyando la parte posterior de la cabeza de Alexei contra su pecho. Alexei respiró otra vez, de forma menos desgarrada; su cuerpo, más suelto, se movió con el de Leon cuando los levantó una ola, enteramente en sus manos. No había ninguna trampilla de huida hacia el tejado, ni pistola apuntando a la puerta, solo estaba Leon.
Leon miró hacia arriba, más allá del halo brumoso del proyector, a la barandilla de la cubierta atestada de gente, gente que gritaba y agitaba las manos asistiendo a un drama distinto, un rescate marítimo. Mihai le indicaba que fuera hacia la izquierda. Echó un vistazo: el salvavidas, de un blanco brillante sobre el agua. Nadó hasta él.
—Tranquilo, lo tengo cogido —dijo, temeroso de que cualquier movimiento brusco pudiera asustarlo.
En cubierta se oyeron más silbatos, instrucciones, un nuevo rumor de los pasajeros. Leon oyó a Gülün ordenar que los recogiera la lancha de la policía. En unos minutos los habrían capturado, como al pescado en una red. ¿Para qué había salvado a Alexei? Para salvarse a sí mismo. Ser un asesino, la misma huida una prueba en su contra. Se agarró al salvavidas.
—Tenga, cójase a esto —dijo.
Alexei no se movió; estaba a salvo donde estaba, y Leon vio que tenía el brazo ensangrentado, el agua fría solo había detenido momentáneamente la hemorragia, que empezaba a atravesar de nuevo la manga apelmazada.
Pensó un momento en si pasarle a Alexei el salvavidas por la cabeza, pero nunca conseguiría hacerle meter los brazos en él, desde luego no el herido, así que se limitó a sujetarse, manteniendo la cabeza de Alexei contra su pecho.
—¿Vienen? —preguntó Alexei.
—Sí.
—Así que no lo logramos.
—Estamos vivos.
—Sí, para los rusos —murmuró Alexei.
—¡Aguanta! —gritó Mihai por el megáfono.
A su alrededor, la gente miraba hacia abajo a través de la ligera lluvia.
El brazo de Leon empezó a agarrotarse cogido al salvavidas, notando el frío. Piensa en qué decirle a Gülün.
Un minuto después, oyó como un barco viraba en torno a la proa del Victorei, y otra luz se acercaba a ellos. Alexei volvió la cabeza.
—Ya vienen —dijo.
—Aguante —le ordenó Leon, interpretando mal su tono de voz.
—Suélteme —dijo, y antes de que Leon pudiera reaccionar, giró la cabeza, soltándose de la mano de Leon, y se dejó caer, empujándolo contra su pecho.
Leon se quedó un segundo mirando el espacio vacío en el agua que antes ocupaba Alexei, hasta darse cuenta de lo que había ocurrido.
—No —dijo, como si estuvieran manteniendo una conversación, y luego «No» de nuevo, esta vez para sí.
Se sumergió. Las luces, tan brillantes sobre la superficie, cesaban a pocos centímetros, y todo era negrura. Pero no podía haberse hundido mucho, apenas unos metros. Leon se sumergió y luego volvió a subir por donde Alexei había desaparecido, tanteando, con los brazos estirados, pasándole el agua entre los dedos. Salió a la superficie, tragando aire. Nada.
—¡Leon! —gritó Mihai desde arriba.
Volvió a sumergirse, más hondo esa vez, y oyó un motor, un barco que se acercaba. Movió los brazos, barriendo el espacio que tenía enfrente. Agua. De repente, un trozo de algo, tela, no eran algas. Lo cogió, tiró de él para acercarse más, y alargó la otra mano: más tela, una chaqueta, a la que se agarró con ambas manos, pataleando, impulsándolos a los dos hacia arriba. Cuando salieron a la superficie, Alexei empezó a toser, demasiado débil para resistirse cuando Leon lo cogió por detrás, por el cuello de la camisa. La luz del barco se desplazó trazando un arco, seguida por un repentino disparo. Leon no supo muy bien si volver a sumergirse: eran un blanco indefenso.
—Quédense donde están —se oyó decir en turco por un altavoz.
Un disparo de aviso, efectuado cuando desaparecieron. Más griterío en cubierta.
—Suélteme —rogó Alexei, con un tono apenas audible.
—Aguante. Lo tengo —dijo Leon sin hacerle caso, sosteniéndolo.
Alexei lo miró fijamente, con los ojos abiertos de par en par, mirándolo como si Leon fuera la última cosa que vería nunca.
—¿Por qué?
—Ya casi estamos —dijo Leon, estirando la mano hacia el salvavidas.
Alexei tosió, tragando agua.
—Estoy cansado.
—Ya casi estamos —repitió Leon.
—No, cansado. Ya basta.
Leon volvió la vista hacia él. La cabeza de Alexei había empezado a oscilar. ¿Cuánta sangre habría perdido?
—Aún no —dijo—. Lo necesito.
Alexei levantó los ojos al oírlo.
Un cabo golpeó el agua cerca de ellos; más luces.
—¡Agárrense!
Leon miró el cabo, extenuado, sosteniendo aún a Alexei. Un segundo para recuperar las fuerzas.
—¡Muévanse!
Otro disparo al aire, como un látigo al restallar, y luego gritos agudos desde el barco, extrañamente parecidos a ladridos.
—Dígale que se vaya al infierno —dijo Alexei sin apenas levantar la cabeza.
—No puede quedarse en el agua. Nos helaremos.
—No noto nada.
—Eso es peor. Debería.
—¿Sí? —dijo Alexei, levantando la vista—. ¡Ah!
Cogió la mano de Leon sonriendo débilmente, un asirse desmañado, no un apretón; sin esperar ser remolcado, tan solo establecer contacto. Leon lo miró, sorprendido, y el obturador de la cámara se abrió, lo vio de repente como el niño en la calle, apenas un atisbo antes de que se pudiera escapar de nuevo.
—De acuerdo —dijo Alexei, asintiendo, volviendo los ojos al barco—. Es su jugada.
Su voz era débil, se estaba quedando sin aire, parte del silencio que invadía la cabeza de Leon; el reloj se había parado al fin, sin cuerda.
El barco de Gülün se balanceaba cerca, con el motor aún en marcha, con policías gritando y señalando el cabo en el agua, sonidos distantes todos ellos, telón de fondo de donde había estado el tictac. No había siguiente jugada: solo un echar mano del salvavidas de forma mecánica, y luego un gancho que los arrastrara, jaque. Y el Victorei en manos de Gülün, todos los angustiados pasajeros, peones de nuevo. Había sido idea suya: un sitio en el que nunca se les ocurriría mirar.
—¡Agarre el cabo!
Leon lo vio, flotando en la superficie: un cabo salvavidas, una horca. Su jugada.
El barco hizo sonar de nuevo su sirena, una alarma ululante, lo bastante fuerte para llenar el silencio en la cabeza de Leon, hacer afluir sensaciones espinosas a sus manos entumecidas. No, no era la misma sirena, era una bocina distinta, detrás de ellos, un nuevo foco alumbrando las aguas. Leon miró a su alrededor, tratando de discernir la forma tras la luz deslumbrante. Más pequeño que el barco de la policía, regalas de madera pulimentada, la clase de barco que uno veía amarrado en frente de un yali, rápido por el puro placer de la velocidad. Se les venía encima, con otro alarido de la sirena. Dispararon otra vez desde el barco de la policía, presumiblemente al aire, como un centinela. Un altavoz chisporroteó.
—¡No abran fuego! ¡Idiota!
La motora los había alcanzado, virando en redondo para detenerse, el motor al ralentí, junto al barco de Gülün, como un esquiador que ha llegado al final de la pista.
—¿Está loco? ¿Me disparaba a mí? —gritó Altan, furioso.
Tuvo lugar una conversación que Leon no consiguió oír por encima del petardeo de los motores, y luego le lanzaron otro salvavidas, esa vez desde la motora. Hubo más cruce de gritos entre las embarcaciones, Altan quedaba al mando. En la luz de los focos, Leon pudo distinguir el rostro de Gülün, aturdido y malhumorado.
—¿Y qué hay de ellos? —preguntó, señalando al Victorei con el pulgar.
—Deje que se marchen —dijo Leon, cerca ya de la borda—. No han hecho…
—Usted, amigo mío, no está en situación de pedir nada —le amonestó Altan—. Agárrese a ese flotador. Súbanlos —le ordenó a alguien a bordo de la motora.
—No —dijo repentinamente Alexei—. Cuando veamos que se va el barco.
Altan parpadeó, desconcertado.
—No sea ridículo. Se van a helar.
—Pues entonces, dese prisa —repuso Alexei con mirada serena, como si Altan fuese el patrón del pesquero, alguien a quien apocar con la mirada. Se volvió hacia Leon—. ¿Es lo que quiere, no?
Leon asintió.
—Pues eso.
Altan, disgustado, le gritó algo a Gülün, y luego se dirigió a ellos.
—Dice que sus hombres ya han abandonado el barco. Suban.
—Pues dele la señal de partir. ¿Ha venido a por mí, no? Pues ahí tiene el precio. O me llevaré a este al fondo conmigo —dijo con ferocidad, sin ofrecer la menor indicación de que fuese Leon el que lo estaba sosteniendo a él, un farol tan suave como la brazada de un nadador.
Altan se quedó inmóvil un segundo, sin saber qué hacer.
—No van a pagar por mí —dijo Alexei, apretando las mandíbulas por el frío—. Dé la señal.
Altan se volvió hacia el barco de Gülün. Se produjo otro intercambio, más argumentativo, y luego sonó el ladrido de la voz de Altan, dando órdenes; Gülün echó los hombros hacia atrás y acabó por encogerlos del todo. Leon notó el agua salpicándole la barbilla mientras aguardaba; sus pies ya no estaban ahí, eran parte del frío. Le lanzaron una serie de destellos al Victorei, seguidos de los gritos de un policía a través del altavoz. Un desfase de un segundo, por la traducción, y luego un rugido se elevó del barco, el sonido que se oye cuando se ha marcado un gol. Leon vio como la gente le daba palmadas en la espalda a Mihai mientras este se quedaba quieto en el puente, con el ceño fruncido, mirando a Leon sin saber muy bien qué hacer. Leon levantó un poco la mano, y le indicó con un gesto que se fuera. Se oyó un crujido vibrante del motor al ponerse el barco de nuevo en movimiento; más vítores. Mihai saludó a su vez, sin apenas levantar la mano, aún preocupado por tener que dejar a alguien atrás.
—Suban ya —dijo Altan, indicando el cabo con un gesto.
—Cuando se haya ido —replicó Alexei, siguiendo con su improbable apuesta.
El barco había empezado a alejarse, haciendo oscilar con su estela a las embarcaciones más pequeñas.
Se volvió hacia Leon.
—¿Está bien así?
Leon lo miró a su vez, dándole las gracias en silencio; más aún, tratando de ver otra vez qué había detrás de sus ojos.
—Con usted siempre sacan algo los judíos —dijo Alexei, intentando ser mordaz, cerrando el obturador de la cámara de nuevo, pero su voz se desvaneció y cerró los ojos.
Leon lo sacudió, salpicándole agua a la cara para que volviera a abrir los ojos, alguien que intenta dar una cabezada, y luego nadó con una sola mano hasta el salvavidas de Altan. Un bichero largo enganchó el salvavidas y empezó a tirar de ellos. Alexei no se soltó de Leon hasta que los separaron a la fuerza, envolviéndolos a los dos en mantas. Fue solo entonces, con la primera sensación de calor, cuando Leon se puso a tiritar.
—Está sangrando. Le han disparado.
—Ya lo veo —dijo Altan, indicando con un gesto a uno de sus hombres que examinara la herida. Le gritó algo a Gülün, quien a continuación ordenó alejarse a la lancha de la policía.
—Está decepcionado —le dijo Altan a Leon—. Con el buen trabajo que ha hecho, además.
Gülün, taciturno, saludó.
Por detrás del barco de la policía, el Victorei se convirtió en una hilera de luces en el mar de Mármara. El dinero de Tommy, el precio del carnicero, lo que hiciera falta. Leon se arrebujó aún más en la manta.
—Se ha desmayado —dijo uno de los hombres de Altan, sosteniendo a Alexei.
—Ha perdido mucha sangre —afirmó Leon.
—También Enver Manyas —apostilló Altan con suavidad, mirándolo. Se volvió hacia el piloto—. Vámonos.
Cuando arrancó el motor, la lancha dio un salto atrás, un efecto de retroceso como el de una escopeta, arrojando a todos contra los lados. Viró y se dirigió de regreso al Bósforo. Madera pulida, el barco de un rico.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Leon, al que se le empezaba a nublar la mente—. Gülün…
—¿Prefiere usted su barco a este?
—Trabaja para usted.
Altan se encogió de hombros.
—En cierto modo. Pero no siempre sabe qué tiene que hacer.
—¿No? —preguntó Leon, emitiendo un ruido, demasiado agotado para hablar, y luego se fijó en el piloto, un rostro familiar, normalmente detrás de una bandeja de bebidas—. Esta es la motora de Lily —dijo.
—Lía sido una cortesía por su parte.
—Gülün nos encontró.
—No, se lo tuve que decir yo. Buena idea, por cierto. Muy astuto. Un barco de judíos.
—Los soborné. No tenían nada que ver… —empezó a contar Leon, pero Altan le hizo señas de que lo dejara estar.
—¿Hasta dónde iban a ir?
—Hasta Chipre —contestó Leon con voz neutra.
Altan torció ligeramente la cabeza, calculando, y asintió.
—Nunca pensé en eso —confirmó, apreciativo.
—Pero supo lo del barco —dijo Leon lentamente, intentando pensar, qué importaba.
—No hasta el final.
—¿Cómo? —preguntó Leon en tono sordo—. ¿Cómo se enteró…? —Queriendo saber y temiéndolo al tiempo.
—Por el pescador —respondió Altan—. Le pagué… Más.
Tardó un segundo largo en reaccionar, pero luego Leon sonrió. Una respuesta típica de Estambul. No había sido Kay, ni Mihai, complicadas traiciones: solo una cuestión de precio de mercado.
—Sigue inconsciente —dijo el hombre que atendía a Alexei.
—Avise por radio que vaya un doctor a casa de Lily.
—¿Vamos a casa de Lily? —preguntó Leon, confuso.
—¿Preferiría ir a la policía?
—¿Por qué a casa de Lily?
—Para que podamos hablar.
—Hablar… —dijo Leon con voz distante.
—Hacer planes.
Leon intentó entenderlo, y luego lo dejó estar.
—Eso que ha dicho antes, sobre Enver Manyas. ¿Está…?
—Espero que no fuera usted. Tenía familia.
Leon no dijo nada.
—No, supongo que sería él —dijo Altan, mirando a Alexei, tendido bajo la manta—. No olvide la clase de hombre que es.
Leon alzó los ojos, sin entender.
—Entonces será más fácil.
—¿Qué?
—Lo que los norteamericanos quieren.
—Los norteamericanos —repitió Leon, con la mente un poco ida, brumosa, como la tenue llovizna que caía a su alrededor.
Altan asintió.
—Vaya —dijo Leon con un ligero resoplido—. Así que ahora trabaja usted para nosotros.
—Yo trabajo para Turquía —repuso Altan irritado, tocado en algún punto sensible—. Solo para Turquía. —Se relajó—. Pero ahora mismo me hallo en situación de… hacerle un favor. A unos amigos.
—¿Qué favor? —preguntó, echándose de nuevo a temblar, el viento más frío.
Altan abrió la mano, mostrando a Alexei.
—¿Nos lo da a nosotros?
Altan advirtió la expresión de Leon.
—Sí, ya lo sé. Tanto trabajo. Tan astuto. Me ha sorprendido usted. Pero es mejor así —dijo, agitando la mano para abarcar la noche, el desaparecido Victorei—. Los norteamericanos no lo quieren en Chipre. Lo quieren en Estambul.
Leon intentó seguir el razonamiento, un acertijo que era incapaz de resolver en ese momento, pero se perdió en la bolsa de calor bajo la manta, mientras la motora saltaba sobre las olas, levantando espuma, y, sin poder resistir más el tirón, se sumió en el sueño.