5

ÜSKÜDAR

Enver Manyas necesitaba un día más; un retraso inesperado, pero Leon también lo necesitaba. Había pasado la mitad de la noche en blanco en el Pera Palas, trazando un nuevo plan, con Kay dormida a su lado, un brazo por encima de su pecho, los reflejos de las luces en el techo como puntos en un mapa de Turquía. Edirne, el lugar más probable para cruzar, tendría controles fronterizos adicionales; era demasiado arriesgado, aun con papeles buenos. Un barco desde Esmirna iría allí donde la policía griega esperaba que fuera. Los trenes eran fáciles de vigilar: ir en el Orient Express era como viajar a plena luz de los focos, y el tren de noche a Ankara iba en la dirección equivocada. Y además ella estaría allí, una complicación. Notó su respiración a su lado; era algo que casi había olvidado, la paz que llega después. Un día más. Sus ojos se desplazaron por el mapa del techo.

Por la mañana se lo tomaron con calma el uno con el otro: el sexo como un lujo de hotel, como el desayuno en la cama. Luego llegó el momento de vodevil que él había previsto: la doncella llamando a la puerta, y Leon escondiéndose con toda su ropa en el cuarto de baño. Vuelva más tarde, por favor.

—¿Cuándo te vuelves? —preguntó, en la cama de nuevo.

—Mañana por la noche.

—Así que nos queda hoy —dijo él, su plan casi decidido, la mayoría de las piezas ya perfiladas en su mente.

—¿No tienes que trabajar?

—Sí. —La besó en el hombro—. Pero también tengo que comer.

—Llévame a tu restaurante favorito.

Negó con la cabeza.

—Está demasiado lejos, Bósforo arriba.

—Pues al segundo que más te gusta, entonces. No, no me mires; quiero decir, así, a la luz. De noche es diferente.

—Hum. Es más difícil ver. Es como la leche —dijo, acariciándole el vientre.

—Cuéntame algo sobre ti.

—Soy un buen conductor —le explicó, con la cabeza todavía llena de coches, cómo conseguir uno en el lado asiático.

—No. Algo sobre ti.

Se inclinó sobre ella.

—Pregúntamelo más tarde.

Después de ver a Manyas, repasó la lista que había preparado por la noche. Dejarse ver por Reynolds, para decirle a Turhan que tal vez tuviera que ir unos días a Ankara; contarle la misma historia a Dorothy, aún no es seguro, pero no se extrañe. Solicitar algunos expedientes para parecer ocupado: las solicitudes de pagos de Tommy. Recados que hacer.

—¿Puedes quedártelo otra noche? —le preguntó a Marina.

—Tengo a mi armenio. Es su otro día.

—Cancélale la cita. Te pagaré.

—Está bien. Ya me ha pagado.

Indicó el dormitorio con una inclinación de cabeza.

Leon la miró extrañado.

—Tal vez resulte importante para él pagar su parte.

—Marina… —dijo, repentinamente incómodo.

—¿Cuánto hace que no ha estado con una mujer?

—No lo sé —vaciló, inseguro de cómo preguntarle—. ¿Ha ido todo bien?

Marina se encogió de hombros.

—Está hambriento, eso es todo. —Esbozó media sonrisa—. La última cena del prisionero.

—No es un prisionero.

—Aún.

—¿Qué te ha contado?

—Nada. No hace falta que diga ni media palabra. Cuando uno está huyendo, se nota el olor.

—¿Qué está pasando? —preguntó Alexei mientras salía del dormitorio, vestido, afeitado y arreglado, sin una sola arruga.

—Hay una pega. Necesitamos un día más.

—¿Algún problema?

—No. Pero necesitamos un día más. —Se volvió a Marina—. ¿De acuerdo?

—Sí; pero mañana, se acabó. No quiero…

Leon asintió.

—¿Qué te debo de lo del armenio?

Marina hizo un gesto de rechazo con la mano.

—No hace falta. Hay un cuarto arriba, y no suele tardar mucho. ¿A ti qué te pasa? —le dijo a Alexei al sorprender su expresión.

—Nada —contestó él, volviendo al dormitorio.

—Pero ¿dónde te crees que estás? —preguntó Marina a la espalda de Alexei, con voz sorda, una especie de disculpa.

Lo miró mientras volvía a meterse en el cuarto.

—Todos quieren creer que es otra cosa —dijo—. Incluso con el dinero en la mano, piensan que es otra cosa.

Mihai estaba dando gritos por teléfono en lo que Leon supuso debía ser hebreo, sin conseguir nada. Una erupción de palabras, luego silencio y, por fin, un gruñido.

—¿Cómo? —le dijo a Leon mientras colgaba—. Pensé que no ibas a volver más por aquí.

—No me han seguido.

—Mira tú, el experto.

—Necesito algo. Dos cosas.

—Dos, ¿por qué dos? ¿Por qué no siete? ¿Cuatrocientas? ¿Ves ahí abajo, junto a los muelles de Koç? Hay cuatrocientos esperando. Todos con pasaporte y visados de destino. Todo está pagado. Y el barco, esperando.

—¿Qué ha pasado?

—Cuarentena. Sospecha de tifus.

—¿Lo hay?

—Amigo mío, ¿crees que si hubiera tifus iban los turcos a tenerlos aquí? Los remolcarían hasta mar abierto, y los dejarían morirse allí fuera. En cualquier sitio. Pero aquí no.

—Entonces, ¿qué…?

—¿No se trata siempre de lo mismo? De algo para el capitán del puerto, para los inspectores de sanidad pública. Y luego, una recuperación milagrosa. Todavía seguimos comprando la libertad de los judíos. Pero aquí no tengo demasiado efectivo, tiene que llegar de Palestina. Así que a esperar. Y, mientras tanto, hacen turnos para salir a cubierta a respirar un poco. Por lo tanto, ¿cuánto tardará en presentarse la disentería, una enfermedad real? Cabrones. —Se detuvo, y levantó la vista—. ¿Qué quieres?

—Un vehículo. En el lado asiático.

—¿Qué le pasa al tuyo?

—No puedo subirlo al ferry; podrían estar vigilándome.

Mihai soltó un gruñido.

—Más jueguecitos.

—¿No tiene uno tu primo? ¿En Kuzguncuk?

—No mezclo a la familia en estas cosas.

—Lo recuperará en unos cuantos días.

—¿Unos cuantos días? ¿Vas a ir a Palestina por carretera, quizá? Podrías llevarte a unos cuantos judíos de los míos. Por la ruta de superficie.

—Le pagaría.

—Págame a mí. Diez mil dólares, para que pueda sacarlos de aquí.

—¿Eso es lo que piden? ¡Jesús!

—Según me han explicado, es un precio justo. Veinticinco dólares por cabeza. Durante la guerra era más. Ahora es prácticamente una propina. Un pequeño bakshish para ayudar a agilizar las cosas. La inspección del barco supone tanto trabajo… —Hizo un ruido con la garganta—. ¿Para cuándo lo necesitas?

—Para mañana. ¿Puedes hacerlo?

—Hay un garaje en Üsküdar que quizá disponga de un vehículo. No son de mi familia. No son nadie, de hecho. No están registrados. Si te paran, es tu problema. ¿Entendido?

Leon asintió.

—¿Cuál es la segunda cosa?

—Un contacto en Antalya.

Mihai se tomó un minuto para pensárselo.

—Vas a conducir hasta Antalya —dijo tranquilamente—. Atravesando las montañas. Por esas carreteras. ¿Y dónde te alojarás a lo largo del camino? ¿En el Ritz, quizá? ¿Puedo preguntarte qué hay en Antalya? ¿Dátiles? ¿En esta época del año? ¿Naranjas?

—Un barco a Chipre.

—Chipre. A donde mandan a los judíos que no consiguen llegar a Palestina. De vuelta a los campos.

—No estoy intentando llegar a Palestina.

—¿Con tu pasajero? No, no es muy recomendable. Si lo quieres vivo. ¿Qué hay en Chipre?

—Están los ingleses, no los griegos. Allí podré sacarlo. Tienes que saber de alguna embarcación en Antalya. Habéis sacado gente por ahí.

—Huyendo de gente como él.

—Cualquier barco que no requiera lista de pasajeros. Nunca estuvimos allí. Nadie lo sabrá.

—¿Y dónde se supone que vas a estar todo ese tiempo?

—En Ankara. Por negocios. La embajada así lo afirmará si preguntara alguien. Tendrán que hacerlo si esto sale bien.

—Sí.

—Nadie se lo espera. Nadie de aquí. Nadie en Chipre. Nadie lo está buscando allí. Ni en Antalya.

—No. ¿Quién hace un viaje así, en pleno invierno?

—Morirá si se queda aquí.

—Eso a mí no me importa.

—Pues entonces no lo hagas.

Mihai lo miró desafiante.

—Conseguiré otro coche.

—Ay, el factor sorpresa —dijo Mihai, despectivo—. Es una estrategia sobrevalorada. Un coche es algo valioso en Estambul.

—Puedes quedarte con el mío si no lo traigo de vuelta.

—Y tú estarás aquí para dármelo.

—Te confiaría mi vida. Puedes confiarme un automóvil.

—Oh, tu vida. ¿Cuándo me convertí en semejante persona para que tú hagas eso?

—Cuándo —repitió Leon, sin molestarse en contestar. Esperó—. Solo es un coche.

Mihai lo miró un minuto largo, y luego se puso a escribir algo en un pedazo de papel.

—No juegues esa carta demasiado a menudo —dijo al tiempo que escribía—. Pierde valor si lo haces.

—No cuando es cuestión de vida o muerte.

—Su vida.

Leon no dijo nada.

—¿Conoces Üsküdar? Halk Caddesi. El primer cruce grande según se sube desde el transbordador, donde se bifurca la carretera. A la derecha, después de la estafeta de correos. El garaje está en la primera manzana. Si llegas hasta la mezquita, lo habrás dejado atrás. Dales esto. En Antalya, en el puerto viejo, ve al café grande que hay al otro lado de la dársena de los botes. Pregunta por Selim. Lo llamaré. —Le tendió el papel—. No vuelvas a pedirme nada. Para él. Si muere…

Sacudió la mano, desentendiéndose.

Se miraron un instante, sin hablar.

—Lleva gasolina de más. En las montañas no hay demasiados surtidores. Hay mulas. Si es que llegas a las montañas. ¡Ajjj! —emitió un sonido de «¿Para qué molestarme?», y dio unos pasos hasta la ventana.

—¿Cuánto tiempo tendrán que esperar? —preguntó Leon, mirando el barco por encima del hombro.

—Hasta que pueda pagar. Aciman está mandando comida, así que por lo menos no se mueren de hambre, pero las condiciones en las que se hallan… Hacinados como bestias. Solo disponemos del barco hasta finales de mes. Ese es el plazo del arrendamiento. Y luego, ¿qué? ¿Decirles que vuelvan a Europa? ¿A ese infierno?

—¿No lo habéis comprado?

—Nadie vende barcos desde la guerra. ¿Y quién tiene tanto dinero, además? Así que los arrendamos. Y tampoco nos salen baratos. Cincuenta y cinco mil libras. Palestinas, no turcas. Esterlinas.

—Pues entonces paga el soborno. Dile a tu gente que es una emergencia.

—En Palestina todo es una emergencia. —Se apartó de la ventana—. Bueno. —Levantó la vista—. El coche es un viejo Horch. No pares en los pueblos. Todo el mundo querrá ir a verlo.

Almorzaron en un restaurante de pescado bajo el puente de Gálata, con Kay sentada de cara a la ciudad vieja, a esa vista de postal de esbeltos minaretes y cúpulas detrás de una cola de cometa de pájaros volando en círculo. Hacía demasiado frío para comer fuera, pero les habían dado una mesa junto a la ventana, y Leon se retorcía en la silla para señalarle todos los monumentos. La mezquita Nueva, la de Solimán algo más arriba en la colina. Estaban tomando café, remoloneando, esperando que el sol se dignara salir; las aguas del Cuerno de Oro eran de un gris acerado.

—¿Qué más? —preguntó él.

—Bueno, esto —contestó ella, señalando el tablero del puente, casi al ras del agua—. ¿Cómo pueden entrar y salir los barcos?

—Lo hacen bascular por la noche. A eso de las cuatro de la madrugada, cuando no hay tráfico. Entonces pasan todos los barcos.

Por espacio de un segundo se imaginó el barco de Mihai, llegando renqueante de Constanza antes del alba, y a un remolcador llevándolo hasta un muelle para dejarlo ahí tirado, esperando y pudriéndose, sin ni siquiera un solo minarete visible en las tinieblas. Personas que habían estado en los campos de concentración. Con cubos que les hacían las veces de letrinas.

—¿Qué más?

—Háblame de ti.

—Otra vez. Tú primero. ¿Cómo te llamabas antes de ser Bishop?

—O’Hara.

—Escarlata.

Sacudió la cabeza.

—Irlandesa del Bronx, y ni siquiera de los menos pobres. Mi madre era sirvienta. Pero mi padre era poli, y se creían que habían subido un peldaño. Hasta la guerra, la primera. Lo mataron a la semana de desembarcar. Creo que a mi madre se le rompió el corazón. En cualquier caso, no tuvo más remedio que ponerse a trabajar otra vez. Todo el día fregando escaleras. Solía decir que no quería volver a ver una escalera en su vida. Pero se aseguró de que yo no tuviera que hacerlo, así que se lo debo todo. Me pagó la escuela.

—¿La escuela de secretariado?

—Bueno, era o eso o el convento. Y yo no me veía de monja.

La miró.

—No.

—Me refería a la vocación.

—Ah —sonrió.

—Déjalo —dijo, pero se la veía complacida, y volvió a mirar hacia el agua—. Dime una cosa. Y dime la verdad. ¿Importaba que fuese yo? ¿Podía haber sido cualquier otra?

—No lo ha sido. ¿Qué clase de pregunta es esa?

Alargó la mano hasta tocar la punta de sus dedos, rozándolos apenas sobre el mantel.

—Lo que quiero decir… es que me lo puedes contar. Yo lo habría hecho de todas maneras. No esperaba que…

Se calló, mirando por encima de él, repentinamente alerta, boquiabierta. Una sombra se desplazó sobre la mesa.

—Señor Burke —dijo ella, retirando la mano, tratando de que no se notara, como cuando pillan a alguien comiéndose las uñas.

—Me había parecido que era usted —dijo Ed, también desconcertado, mirando la mano de reojo—. Hola, Leon. —Una inclinación de cabeza—. ¿Le estás enseñando las vistas a la señora Bishop?

—La visita guiada Cook. Ha sido idea de Frank —contestó Leon, pero ahora todos se sentían cortados, y los ojos de Ed iban del uno al otro—. ¿Y tú? ¿Un almuerzo tardío?

—Galip —respondió Ed distraído, con la mente aún puesta en el minuto anterior—. Exportaciones. Una vez al mes. No sé por qué. —Miró su reloj de pulsera de forma muy ostensible—. Debería irme ya, por cierto. —Miró a Leon—. Tengo entendido que has estado pidiendo expedientes —dijo, nervioso, incapaz de contenerse.

Leon levantó los ojos.

—Siento curiosidad por saber… Bueno, si has descubierto algo. Sobre alguien del consulado. Ya sabes lo que dice la gente.

—Estoy auditando las solicitudes de pagos. Pagos al exterior.

—¿Al exterior? Entonces crees que…

—Ed, no creo nada. Solo estoy revisando la contabilidad. De veras.

—Bueno —dijo Ed, retrocediendo, dando literalmente un paso atrás—, estaría bien saber algo antes de que se vaya Barbara.

—¿Se marcha?

—La semana que viene. Le han otorgado clasificación preferente para un vuelo. No consigue dormir. —Se volvió hacia Kay—. Bueno, ya puede imaginárselo. Dice que cuanto antes se vaya, mejor. Vamos a organizarle una fiesta de despedida en el club. Si puede venir…

—Cómo lo siento, tengo que volver mañana.

—¿Leon?

—Lo intentaré. Puede que esté en Ankara.

—¿Ankara? —repitió Ed.

Kay levantó la vista sin decir palabra.

—Solo por unos días.

—Oh —exclamó Ed, con ganas de preguntar más—. Bueno —dijo, y dejó pasar otro minuto, a la espera—. Pues te veré a la vuelta en el negocio, en tal caso. —Inclinó la cabeza a modo de despedida—. Señora Bishop…

—Kay.

—Kay —repitió, otra vez violento, mirando de reojo su mano, las tazas de café, como si el mantel fuese una sábana arrugada.

—Bueno, ha sido divertido —dijo ella cuando se hubo marchado, sacando un cigarrillo con una mano ligeramente temblorosa—. ¡Jesús! ¿Qué estoy haciendo?

—Solo era Ed. —Le dio fuego—. Estamos comiendo juntos. Eso es todo.

—¿Y es eso lo que él piensa?

—A nadie le importa lo que piense Ed.

—¿A qué venía eso de Ankara? Allí no podré verte.

—¿Por qué no?

—Porque no, y basta. Lo sabría toda la ciudad en cinco minutos.

—No puedes seguir viniendo aquí.

—No.

—Entonces, ¿cómo pensaste que…?

—No pensé. Si hubiese pensado, no estaría aquí. ¡Jesús! —Le dio una calada al pitillo—. ¿Cuándo has decidido ir a Ankara? ¿Anoche?

—No voy a ir. Solo quiero que Ed piense que voy a hacerlo.

—¿Por qué?

—No es asunto suyo.

—¿O mío? —Apartó la vista—. ¿Adónde vas a ir?

—A otro sitio.

Estuvo a punto de decir algo, pero bajó la vista.

—¿Cuándo? —quiso saber, una pregunta distinta.

—Mañana.

—Así que nos queda el día de hoy.

—¿Qué te gustaría ver? ¿Santa Sofía? ¿El Gran Bazar?

—Algún sitio en el que no nos podamos encontrar con nadie. No se me da demasiado bien esto. —Volvió a mirar hacia el agua—. Me prometí a mí misma que no pensaría en lo que vendría después, y ahora es lo único que hago.

Leon le cogió la mano.

—Iré a Ankara.

Ella la retiró, intranquila.

—¿Y dónde nos veremos? ¿En el Ankara Palas? ¿Con todo el mundo en el bar? —Hizo una mueca—. Tiene gracia. Es justo lo que me dijo mi madre que pasaría cuando me marché de casa. «Antes de que te des cuenta, estarás viéndote con un hombre en una habitación de hotel». Esa era la idea que ella tenía de lo peor que podía pasarme. Y aquí estoy.

—Aquí estás.

Lo miró y sonrió.

—Y tenemos el día entero. Elige tú. Llévame a algún sitio que te guste. No me importa quién nos vea.

Subieron hasta los muelles de Eminönü y cogieron el ferry a Üsküdar. Se quedaron en cubierta, y la brisa hizo volar los cabellos de ella. En el desembarcadero, unos hombres con gorros de tela que bebían té se quedaron mirándola; las mujeres extranjeras eran un espectáculo menos frecuente en esa orilla. Se veían más pañuelos de cabeza, incluso velos, abrigos que llegaban casi al suelo, motos ruidosas trenzando su camino entre autobuses al ralentí, y el aire cargado de olor a diésel. Salieron de la plaza en un taxi que, dejando atrás el mercado de alimentos, ascendió por la larga colina.

—¿Adónde vamos?

—A la Çinili Camii, la mezquita de los Azulejos. Te gustará.

—¿Pueden entrar las mujeres?

—Hum. Solo tienes que cubrirte la cabeza. La hizo construir una mujer. Una de las grandes valides: fue madre de dos sultanes.

La puerta del patio estaba abierta, pero la mezquita estaba cerrada, así que Leon se acercó a buscar al portero a la tetería de al lado. Era una mezquita pequeña, con su madraza adyacente, un patio sencillo, solo con una fuente de abluciones y un árbol de sombra que parecía más viejo que los edificios. Kay caminó alrededor del patio; el único sonido que se oía era el de sus tacones. Cuando por fin Leon volvió, traía consigo al imán, un hombre barbado con una larga túnica blanca y un pesado llavero, que rezongaba porque le habían molestado. Frunció el ceño al ver a Kay, pero luego la miró más detenidamente y sonrió, dirigiéndole a Leon una parrafada en turco.

—¿Qué dice?

—Que tu pelo es del mismo color rojo que los azulejos del mihrab. Nunca ha visto un pelo de ese color. Dice que soy afortunado de tener una mujer que es como un azulejo de Iznik.

Kay se rio.

—Eso es un cumplido, ¿verdad?

—¿Viniendo de él? Son los azulejos más hermosos que se hayan hecho nunca. Ahora nadie sabe duplicar esos colores. Deja los zapatos aquí fuera.

El imán dio la vuelta a la llave con torpeza.

—Está helado.

—Hay una alfombra.

Todo el suelo estaba cubierto de alfombras de diseño intricado, pero la vista apenas se demoraba en ellas, atraída por las paredes recubiertas de azulejos turquesas y azules, y no de un único color, sino de una serie de tonalidades, como si fuesen variaciones musicales en azul. En el mihrab había además líneas verdes y el óxido del cabello de Kay, pero todo lo demás era azul y blanco, y hasta las esquinas del techo estaban revestidas de azulejos.

—Es como estar metida dentro de una piedra preciosa —dijo Kay, mirando absorta, y tiritando levemente en la sala, fría a pesar de las alfombras.

—En parte es por el tamaño. En las mezquitas grandes lo único que se percibe es lo enormes que son. Aquí se pueden ver de verdad los azulejos.

Kay dio un paso al frente.

—¿Está permitido?

El imán se inclinó, extendiendo la mano.

—No te preocupes. Le he dicho que me gustaría hacer un donativo. También puedes subir a la galería, no hay problema.

Por unas angostas escaleras de caracol llegaron a un balcón con barandilla, apenas lo bastante ancho para una sola fila de personas. Desde allí era visible toda la sala: vides y flores y motivos abstractos que se repetían, fluyendo unos en otros, azul con azul. Kay se sonrió ante la vista, y luego le sonrió a él. Abajo, el imán esperaba de pie en un rincón, complacido, como si alguien hubiese elogiado a un hijo suyo.

Luego se sentaron en un murete bajo el árbol del patio, en un pequeño rodal de sol invernal.

—Es una preciosidad —dijo ella.

—Y nunca viene nadie. ¿Es lo que querías, no?

—Tú sí vienes.

—De tanto en cuanto. Cuando hace bueno. Para estar aquí sentado.

—¿Solo? Quiero decir, ¿no vienes con…?

—¿Anna? Ya no.

Kay apartó la vista hacia la fuente.

—¿Y en qué piensas cuando estás aquí sentado?

—En nada. De eso se trata. Se supone que tienes que perderte en los motivos de los azulejos, dejar que tu mente vaya a la deriva. No pensar.

—¿Tú? Yo creía que siempre estabas dándole vueltas a algo ahí dentro.

Leon sonrió.

—Cuando estoy aquí, no.

Ella se quedó un rato callada, contemplando el patio. Apareció de nuevo el imán, camino de la tetería, y los saludó inclinando la cabeza al pasar.

—Pero nunca podrá ser tuya —comentó ella.

Leon volvió la cara hacia ella.

—Me refiero a que probablemente sepas más sobre la mezquita que él —dijo, indicando al imán con un gesto de la cabeza—. Quién la mandó construir, de dónde vienen todos los materiales, esas cosas. Pero no es tuya.

—¿Y qué importa eso?

—Ay, ya lo sé. Es maravillosa. —Movió la mano hacia la mezquita—. Pero ¿qué hay de todo lo demás? ¿Cuándo tengo que descalzarme? ¿Cuándo tengo que cubrirme la cabeza? ¡Las miradas que te echa la gente! No es una vida de verdad. Quiero decir, que para ellos lo es, claro, pero nosotros… solo estamos de visita. —Hizo una pausa—. Yo, en todo caso.

—Tienes que darle tiempo. Se tarda un poco.

—¿En qué?

—En vivir aquí.

—Pero ahora que la guerra ha terminado, podrías…

—¿Volver a casa? —Acabó la frase mirando a su alrededor—. Aquí puedo cuidar de ella. En la clínica. No sé si allí podría hacerlo. Así que vivo aquí. Es mi hogar.

—Disculpa, no pretendía…

—Lo sé. Solo quieres saber más de mí. Ver si soy el tipo del hotel, ese del que te advirtió tu madre.

Levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de él.

—Lo eres —dijo—. Has de serlo. Ya que dijiste que yo quería estar allí.

Leon sintió cómo le acudía la sangre a la entrepierna, como si ella le hubiese puesto la mano ahí.

—Debería darme vergüenza pensar eso, ¿no es verdad?

—Sí —dijo él, ayudándola a levantarse.

Cogieron el transbordador de vuelta a Eminönü y se pasearon por el mercado de especias como turistas, contemplando los altos conos de especias molidas y las pilas de dátiles. En un puesto de alajú le pareció ver a Sürmeli, el casero, con una túnica que le estaba estrecha y muy tirante por la espalda, tan ancho que bloqueaba todo el pasaje. Un hombre que chismorreaba con Georg, tal vez con todo el mundo. Pero entonces el hombre se dio la vuelta: solo era un gordo cualquiera, comiendo pistachos confitados, y Leon cayó en la cuenta de que lo miraba descaradamente y apartó la vista. Salieron por la puerta lateral, pasando junto al mercado de pájaros, ruidosas jaulas llenas de canciones y aleteos.

—Mira esas de mimbre tan recargadas —dijo Kay—. Estoy segura de que los pájaros las odian.

—Cuando yo era niño teníamos un periquito. Lo soltábamos y siempre volvía a toda prisa.

—¿No se…? —empezó a preguntar, mirándolo, y luego torció la cabeza con una sonrisa.

—¿Qué pasa?

—Estoy intentando imaginarte de niño.

—Hace tiempo ya. ¿Quieres que subamos hasta el Gran Bazar? No se puede venir a Estambul y no…

—Volvamos.

—¿Al hotel?

Kay le puso la mano en el cuello y él sintió como se le estremecía la piel: toda charla se volvió irrelevante. El día ya no se extendía, ocioso, por delante de ellos; de repente, se les acababa el tiempo.

—Podríamos quedarnos en el cuarto —dijo ella—. Llamar al servicio de habitaciones.

Cargarlo a la cuenta de Frank, con los camareros del Pera Palas intercambiando guiños. Por encima del hombro de Kay vio salir del mercado al hombre gordo.

—Se me ocurre algo mejor —dijo.

Cogieron el tranvía colina arriba hasta Laleli. No dieron un rodeo desde la parada como solía hacer él, sino que se dirigieron derechos al piso, y él le pasó el brazo por encima de los hombros. Para que el gordo Sürmeli los pudiera ver si estaba atisbando desde su ventana acostumbrada, sorbiendo té de manzana, y viera así confirmadas por fin sus sospechas. Leon con una mujer: la razón por la que había alquilado el piso. Pero no advirtió ningún movimiento cuando pasaron delante de su inmueble, la cortina no se agitó, quizás hubiese salido a cobrar alquileres.

Fueron más afortunados en la propia casa. Dos hombres cargados de libros aparecieron pasillo abajo justo cuando Leon introducía la llave en la antigua puerta de Alexei. Corteses inclinaciones de cabeza y saludos farfullados, curiosidad. Un extranjero y una mujer: algo de lo que se acordarían. No de Alexei, más callado que un muerto.

—¿Qué sitio es este? —preguntó ella una vez dentro—. ¿Aquí es a donde traes a tus conquistas?

—Pertenece a un amigo. Me pidió que le echara un ojo mientras él está fuera —contestó, y ahora las mentiras eran para ella, aunque inofensivas.

—Pues lo que es esos de antes, es lo que han pensado —dijo, indicando el rellano con un movimiento de la cabeza—. ¿Te has fijado en cómo me miraban?

—No te preocupes.

—¿De verdad vive alguien aquí? —preguntó mirando alrededor de la habitación casi vacía, en la que ya ni siquiera estaba el petate para sugerir una presencia, solo quedaba el persistente olor a tabaco. ¿Habría oído alguien toser a Alexei?

—Es más bien un pied-à-terre, para cuando está en la universidad —contestó adornando la historia. Le acarició el brazo.

—No es como un hotel, ¿verdad? —dijo ella, maliciosa, y sorprendiéndose a sí misma—. Son las sábanas de otro. —Miró la cama—. ¿Tiene una asistenta que venga a cambiar las sábanas? Quiero decir, ¿qué pensaría luego tu amigo?

—No lo sé —respondió Leon, atrayéndola hacia él—. Hagámoslo encima.

Más tarde, añadiendo más humo al aire enrarecido, miraron cómo la luz de la ventana se volvía gris.

—Y ahora, ¿qué? —dijo ella, y al inclinarse para apagar el cigarrillo le vio la cara—. No lo decía en ese sentido. Te prometí que no volvería a decirlo. —Apartó la vista—. Quería decir que, ahora mismo, ¿qué hacemos? Aquí no podemos quedarnos.

—Ahora nos vestimos —dijo él, pero tiró de ella hacia sí, dejándola con la cara apoyada en su pecho—, y tú te vuelves al hotel, después de haber pasado el día visitando la ciudad. Y le cuentas al recepcionista lo mucho que te gusta Estambul. Luego cenas en el comedor, sola. Para que todo el mundo se fije. Bájate un libro.

—¿Y después?

—Voy yo y paso la noche contigo.

—Y luego ¿qué?

—No lo sé —contestó él en voz baja.

Kay se levantó y se acercó a la silla, cogió la blusa.

—¿Y si me encuentro con alguien conocido en el comedor?

—Mejor. Más testigos.

—Para mi coartada. —Le echó una mirada—. ¿A quién se le ocurren esas cosas? Llevar un libro… ¿A tantas mujeres ves así?

—No.

—Podrías. Se te daría bien. Con esas historias, y este sitio. —Miró a su alrededor—. Resulta tan conveniente tener un amigo de viaje.

—Nunca me había resultado conveniente hasta ahora.

—Lo que me quieres decir es que deje de hacer preguntas. Así que a lo mejor ahí también hay una historia.

Leon se levantó de la cama y la cogió por los hombros.

—Nunca he traído a una mujer aquí.

Ella apartó la vista, y empezó a ponerse la falda.

—¿Qué libro me llevo a la cena?

—¿Qué tal una guía de Estambul? Puedes leer sobre los sitios que has visitado.

Asintió.

—Cuidas cada detalle. ¿Y qué harás tú mientras?

—Trabajar. Para que la gente no piense que ando por ahí persiguiendo a la mujer de otro.

—No tuviste que perseguirme mucho —contestó, subiéndose la cremallera lateral y alisando la falda a continuación—. De todas formas, ¿tan importante es lo que piense la gente?

—Lo es para ti.

Lo miró, medio divertida.

—Nunca se me habría ocurrido. Qué útil debe resultar para esto el trabajo de agente secreto. Saber cómo ocultarse, inventar historias. Sería fácil para alguien que se dedicara a esto.

Leon cogió sus pantalones y empezó a vestirse.

—¿Por qué no te quedas más tiempo?

—Porque no puedo. Además, te vas a ir, a hacer un viaje del que no hablas. Así que tal vez sea mejor así. Lo que hemos dicho siempre: marcharse sin más. Ay, Dios —dijo de repente, sentándose en la cama con la cabeza gacha—. Y ahora ¿qué?

Él se sentó a su lado.

—Quédate.

Kay guardó silencio un minuto, mirando al suelo, y luego levantó la cabeza.

—No. Haremos como hemos dicho. —Se volvió a mirarlo—. Tú limítate a venir y pasar la noche conmigo.

En la calle, volvieron a seguir el camino que llevaba hasta el tranvía, una última oportunidad de que se fijaran en ellos. En esa ocasión, Sürmeli debía de estar esperando en su ventana, porque salió repentinamente a la calle: merhaba, ¿había oído Leon lo de Georg, tan inesperado? Un torrente de turco afligido, pero al mismo tiempo mirando a Kay con ojos muy abiertos por el interés, lo del piso explicado por fin.

—¿Quién era ese?

—Un conocido de Georg de la universidad —contestó; algo no del todo cierto, retorciendo la verdad otra vez, usando a Kay de tapadera.

—¿Se ha enterado de lo de su infarto?

—De eso iba la parrafada en turco. De lo breve que es la vida.

Lo miró sin decir nada.

En Sirkeci cogieron sendos taxis.

—Hasta luego —dijo ella, con la puerta del taxi abierta, poniéndole una mano en el brazo—. ¿Qué es lo que más me ha gustado? Para decírselo al recepcionista.

—Topkapi. Las joyas.

Kay asintió, y le apretó más fuerte el brazo.

—Suelo cenar temprano.

Leon sonrió.

—No te dejes seducir en el bar.

En el taxi, Leon repasó mentalmente su lista. Ropa. Los papeles de Manyas a primera hora de la mañana, y luego ir a por el coche en Üsküdar. Sería más seguro ir por separado. Alexei podría coger el ferry de Haydarpaşa, a solo unas pocas calles del funicular; era imposible perderse, aun sin conocer la ciudad. Habría que evitar Haydarpaşa; la estación estaba llena de ojos, y seguir el muelle de la derecha hacia Kadiköy, un encuentro sencillo al final, con ambos en el lado asiático, tras cruzarlo cada uno por su lado, y ya camino del sur. Resultaría incluso más seguro si pudieran ponerse en marcha esa misma noche, en la oscuridad, pero estaba pendiente lo de los papeles. Y Kay. «¿Qué es lo que más me ha gustado?». Para decírselo al recepcionista. Tenía que sacar a Alexei primero; mantener separadas las cosas. Pero se daba cuenta de que la excitación de una se había trasladado a la otra, ya era todo parte de lo mismo: escapar con los dos, haciendo juegos malabares, lanzando las pelotas cada vez más deprisa.

En la oficina, Turhan se preparaba para marcharse. Las cifras del mes ya estaban listas. La señora King había vuelto a llamar: una fiesta de despedida, lugar y hora. Dorothy del consulado quería saber si iba a pasarse por la oficina. Frank Bishop.

—¿Qué quería?

—Dijo que volvería a llamar.

Sería para decir que ya había llegado, tal vez para comprobar si Leon estaba en su puesto. Pero ¿por qué habría de hacerlo? Leon debería sentirse incómodo respecto a Frank, y sin embargo no era el caso. Sintió de nuevo la mano de Kay en su brazo, la promesa de más tarde, y no los pequeños remordimientos que se ocultaban en los rincones. Frank no sospechaba nada sentado a su escritorio en Ankara. Otra cosa más en la que pensar más tarde. «Suelo cenar temprano».

Para cuando se fue, ya había oscurecido, Taksim brillaba con todos sus neones, el Piccadilly de Estambul. Miró de reojo los carteles luminosos mientras esperaba el tranvía de Istiklal. Detergente Persil. Pamuk, el sucedáneo de la Coca-Cola. Si llegaba temprano, siempre podía tomarse una copa en el bar, encontrarse con alguien del consulado y decir que iba camino de casa. Colgate. Un cine con luces parpadeantes. La gran sucursal del Denizbank.

En el tranvía se quedó de pie hacia la parte de atrás, mirando su reflejo en la ventanilla. No es exactamente que sonriera, pero sus labios se curvaban a medias hacia arriba, se sentía expectante. Se dirigía a alguna parte. Se acordó de aquella primera noche lluviosa en Bebek, al verse en el espejo de casa. Y ahora, sentirse así. Pasaron escaparates de tiendas iluminados a los que apenas prestó atención. Ya estaban cerca del Pasaje de las Flores, pasada la gran tienda de dulces con sus bloques de lokum en la vitrina, y luego una librería, luego una sucursal del Akbank. Sintió una ligera inquietud, como si hubiese olvidado algo, o visto algo fuera de lugar. Akbank. A. K. Denizbank. Se agarró con más fuerza a la barra, intentando recordar. Tal vez se tratara de eso, y no de un código.

Se apeó de un salto en la parada siguiente y se abrió paso hasta Meşturiyet. En el consulado todavía había luces encendidas: estaba el personal que atendía la centralita nocturna, limpiadoras que se abrían paso lentamente a través del edificio. El irritable marine que estaba de guardia durante el día había sido reemplazado por un vigilante nocturno local, que exigió ver la documentación de Leon.

—¿Hay gente trabajando tan tarde? —preguntó Leon mientras el guardia examinaba sus papeles.

—Siempre —respondió, sorprendido de que hablase turco—. A los norteamericanos les gusta trabajar.

Se encogió de hombros.

—Es por la diferencia horaria. Sus jefes todavía están… —empezó a decir Leon, para desistir al momento, pensando que sería demasiado complicado de explicar—. No tardaré mucho.

No esperó al ascensor, sino que subió corriendo las escaleras. Una mujer vaciaba papeleras en el pasillo.

—Caballero —lo saludó, haciendo una reverencia, sorprendida de que alguien usase la escalera.

Leon inclinó la cabeza a su vez, preguntándose si la limpiadora no revisaría el contenido de las papeleras, uno de los «ojos» de Altan. A su espalda todavía se veía luz en varios montantes.

Encendió la luz del techo en el antedespacho y entró en el de Tommy, donde sacó los pasaportes de debajo del cajón. Las tiras de papel seguían dentro. Ah, sí, A. K., y la otra era D. Z.: ¿Denizbank? No era un código, eran números de cuentas corrientes. Bajo nombres supuestos. Los impecables documentos de Manyas eran toda la identificación que precisaría un banco. Pero Leon no era el hombre de la foto. Necesitaría un poder o algún documento equivalente que resultase aceptable para el Akbank. Albacea, por ejemplo. Se dirigió a la mesa de Dorothy, donde encontró papel con membrete consular. La redacción no importaría siempre que pareciese oficial. Escribió dos poderes a máquina, uno para cada nombre, autorizándose a sí mismo a acceder a las cuentas. ¿Cuánto dinero habría escondido Tommy?

Se metió los pasaportes y las cartas en el bolsillo de la chaqueta y se apresuró a salir de la oficina. La mujer de la limpieza había desaparecido, al igual que el vigilante nocturno, que tal vez estaría en el baño o fumando en la parte de atrás, pero la puerta principal no estaba cerrada y Leon la empujó y salió. Fuera, las verjas de hierro seguían abiertas, quedaban algunos coches en el patio, así que no hacía falta avisar al guardia. ¿Y si hubiese sido un ladrón?

Pero ¿acaso no lo era? Técnicamente, ¿a quién pertenecería ese dinero? ¿A Barbara? ¿Al Gobierno? Ya no era de los rusos. Suponiendo que ahí hubiera dinero. Pero claro que tenía que haberlo: ¿para qué iba a querer Tommy las cuentas? ¿Cómo lo habrían arreglado? ¿Mediante transferencias, algo que se podía rastrear, por fin una prueba? ¿O con un sobre de dinero en efectivo que cambiaba de manos bajo la mesa en el Park o en alguna de esas reuniones aliadas, en las que Melnikov daba algo más que información? Las treinta monedas de plata de Tommy.

Miró calle abajo hacia el Pera Palas, nervioso y eufórico a la vez. La policía lo llamaría retener pruebas, pero tenía que ser el vínculo, la forma de probar que Tommy… Mantuvo los papeles en el bolsillo, algo que solo él sabía, mientras se tomaba una copa en el bar. Haciendo tiempo para dirigirse al piso de arriba.

Notó que ya estaba despierta aunque le daba la espalda, mirando tal vez por la ventana a la mañana de llovizna. Se quedó quieto, contemplando la ligera elevación de su hombro al respirar, sintiendo su calidez, con el cuerpo curvado a lo largo del de ella. Había llovido por la noche, azotando las ventanas, haciéndolos acurrucarse bajo las mantas, pero entonces la lluvia había cedido el sitio a una niebla fina, agotados por fin los cielos. Las carreteras a través de las montañas estarían resbaladizas, habría que conducir despacio. Al otro extremo habría sol, árboles cítricos. ¿A qué hora abrirían los bancos? Kay tiró de la sábana, tapándose.

—¿En qué piensas? —le preguntó suavemente, en un susurro matinal.

Ella se dio la vuelta en el lecho, mirándolo de frente.

—En cómo suceden las cosas.

—¿Qué?

—De pie en la calle, después del funeral. Y tú me diste un cigarrillo. Y yo me pregunté. Eso es todo. Así es cómo empezó. Luego hablamos en la recepción. Así que primero una cosa, luego otra. Estaba intentando seguir en mi mente los pasos, saber cómo sucede.

Le puso la mano en la cara.

—Me desperté y podía olerte en mi piel —dijo—. Y pensé: Aquí estoy yo acostada, y él está en mi piel. ¿Cómo ha podido pasar?

—Una cosa lleva a otra —contestó él, una respuesta de cajón.

Ella lo miró.

—Bueno, hasta que deja de hacerlo.

—Iré a Ankara. Voy cada tanto por trabajo. Es fácil.

—Para ti —dijo, apartándose y alargando la mano a la bata en el suelo.

—Lo arreglaré. Se me dan bien esas cosas. Tú misma lo dijiste.

—Pero a mí no.

Se levantó y empezó a ponerse la bata.

—No, espera. Espera un minuto. Quédate ahí de pie, así como estás.

Ella se llevó la mano al pecho para cubrírselo.

—¿Se puede saber qué estás mirando?

—Solo te miro.

Estaba apoyado en un codo, frente a ella. La piel de Kay se veía de un blanco pálido a la luz de la ventana a su espalda.

Agachó la cabeza.

—Nunca he hecho esto. Tener a alguien que me mira desnuda.

—¿Nunca?

Metió el brazo en la manga.

—En cualquier caso, hace frío.

—No te la abroches —dijo él, saliendo de la cama y acercándose a ella—. Quiero verte.

—¿Para poder acordarte?

La estrechó entre sus brazos.

—Ya pensaré en algo.

Durante un breve instante, ella permaneció inmóvil; luego dejó caer los brazos a los lados, y se acercó a la ventana.

—Será mejor que te vistas. Está dejando de llover.

—Aún no tengo que irme. Es temprano.

—Sí, ahora. Es el momento justo. —Se volvió a mirarlo, tratando de sonreír—. Y yo me meteré un rato en la cama, oliéndote en mi piel. —Se quedó ahí quieta un minuto, y luego se anudó la bata—. Vístete, ¿de acuerdo? —dijo con suavidad, cogiendo un cigarrillo y encendiéndolo.

Leon cogió sus pantalones sin apartar la mirada de ella.

—No estaré fuera mucho tiempo. Después iré a Ankara.

—Y quizá podamos cenar todos juntos. Con Frank mirándonos. Y tú mirándome a mí, y yo evitándote. Y tendré que escabullirme por ahí con Orhan. Es nuestro chófer; allí tenemos coche, y resultaría chocante que cogiera un taxi para ir a algún sitio. Y entonces, ¿qué? Finjo que voy a ir de compras, lo dejo esperando en el coche y doy la vuelta a la esquina para ir corriendo, ¿adónde? ¿A una habitación que hayas apalabrado? A lo mejor tu amigo también tiene piso allí. Para echar un polvo rapidito mientras se supone que estoy de compras.

—No tiene por qué ser así.

—Es así.

Leon dejó de vestirse, dejando colgar la corbata del cuello.

—Kay…

—Así que menudo embrollo. —Hizo rodar su cigarrillo por el borde del cenicero, dejando caer ceniza—. Dios mío, soy la otra, ¿no es cierto? En un hotel. Mi madre tenía razón. Fumando. En bata, enseñándolo todo. Menudo espectáculo.

—De absoluta depravación.

Ella levantó la vista, sonriendo débilmente.

—Me alegro de que te hayas quedado a pasar la noche. Hace que esto parezca menos un…

—Es que no lo es.

—Y entonces, ¿qué es?

Leon terminó de hacerse el nudo de la corbata.

—Es lo que tenemos.

Kay dio una calada al cigarrillo, mirándolo, y luego lo aplastó.

—Ya has acabado de vestirte. Más vale que te marches. ¿Qué nos decimos? Yo soy novata en esto.

Leon se le acercó, la cogió por la barbilla y la besó en la frente.

—Pues di: «Te veré pronto».

Ella lo miró a los ojos, y luego se echó hacia atrás, con los hombros ligeramente caídos.

Leon echó mano de su chaqueta sin prestar demasiada atención, por lo que la cogió del revés, y el bolsillo del pecho quedó boca abajo. Se oyó un golpe sordo: habían caído al suelo los pasaportes de Tommy y una de las cartas consulares. Leon miró un segundo el montoncito, sobresaltado, y luego lo recogió todo rápidamente. No se había podido ver nada, ningún nombre, solo el hecho de que se trataba obviamente de pasaportes, y más de uno. Kay cruzó los brazos sobre el pecho, un acto reflejo para protegerse, y le lanzó una mirada. Él se puso la chaqueta, y volvió a deslizar los pasaportes en el bolsillo interior.

—No preguntes —dijo—. ¿Recuerdas?

Ella siguió mirándolo.

—Me pregunto qué más cosas me ocultas. Quizá sea lo mismo en lo que se refiere a nosotros.

Leon se ajustó el cuello de la camisa, sin contestar.

—A lo mejor es que es así como te gusta. En secreto. Como tu trabajo. Verme así te resulta excitante.

Se volvió a mirarla.

—En este cuarto somos dos.

Ella guardó silencio un momento, y luego asintió.

—De acuerdo. Sí, a mí también me gusta. Lo que pasa es que no se me da igual de bien. No puedo dejar de pensar que se me nota en la cara.

Leon se acercó aún más y le puso la mano en el cuello.

—Se te nota, sí. Pero nadie más lo ve.

Kay le tocó el bolsillo del pecho de la chaqueta, pero sin palparlo, tan solo poniendo la mano encima.

—Sea lo que sea lo que vas a hacer con esto… ¿Es seguro?

Asintió.

—Iré a Ankara —dijo y, antes de que ella pudiera contestar, añadió—: Puedes darle el día libre a Orhan.

Kay levantó la vista.

—Estás en todos los detalles.

Los números resultaron ser de cajas de seguridad, no de cuentas corrientes. No había resguardos de ingresos, ni transferencias, ni archivos de ninguna clase.

—Pero ¿tienen ustedes constancia de en qué fecha contrató la caja?

—Sí, por supuesto —contestó el director del Denizbank, y consultó una ficha que llevaba en la mano—. Fue en mayo de 1944, el día 19. ¿Existe alguna irregularidad?

—No, en absoluto. Es que necesitamos auditar sus activos, eso es todo, para poder establecer el patrimonio sucesorio.

—¿Ha fallecido? Cómo lo siento —dijo; el señor Price le resultaba desconocido. Solo un norteamericano con un pasaporte vigente y dinero para contratar una caja de seguridad—. Necesitaríamos ver un certificado de defunción antes de poder entregar el contenido de la caja, como usted comprenderá.

—Sí, naturalmente. Pero no deseamos cancelar la caja de seguridad. Solo necesitamos saber cuál es su contenido, por si hubiera documentos en ella. La viuda cree que podría haber unos bonos que no consigue encontrar en su casa. Si desea que alguien del banco esté presente mientras hago el recuento…

El director abrió los brazos, desechando la sugerencia.

—Por favor. Se trata de una solicitud consular. ¿Necesita usted algo? Hay una mesa en el cuarto. Firme aquí, por favor, para confirmar la concesión de acceso.

—¿Sus clientes tienen que firmar cada vez que vienen?

El director sonrió.

—Los titulares de cajas de seguridad, no. Figúrese. Tenemos una clienta que viene todos los días para admirar sus joyas. Imagínese que tuviéramos que pedírselo. —Alzó la vista, dubitativo—. ¿Se trata de un asunto policial?

—No, nada de eso. Una simple auditoría.

Leon fue conducido a una sala abovedada cuyas paredes estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo de cajoneras metálicas. El director extrajo una, la puso sobre la mesa y le entregó una llave a Leon. Este dejó un bloc de notas y una pluma junto a ella.

—Ergin lo esperará fuera —dijo el director—. Entréguele la llave cuando termine. Y ahora, si no precisa nada más…

—No sabe usted cuánto se lo agradezco.

El director inclinó la cabeza al retirarse, todo un gesto diplomático.

Leon levantó la vista al girar la llave: no estaba Ergin, no había espejos, nadie miraba. Alzó la tapa, medio esperando el brillo del oro, algún efecto propio de un cofre del tesoro, pero solo vio el color gris verdoso de los billetes de banco, varios fajos, sin bandas de papel, ni ningún otro documento, solo dinero. Empezó a pasar la esquina de un fajo, contando. Billetes de cien dólares en fajos de cincuenta, cinco fajos en total, veinticinco mil dólares. Los miró fijamente. En dólares, moneda que los rusos habitualmente atesoraban. ¿Por qué no pagar en liras turcas? No es que fuese una fortuna, pero sí mucho dinero. ¿Qué habría hecho Tommy para ganarlo? ¿Copiar cables? ¿Vender nombres? Pero no se trataba de dinero acumulado a lo largo de varios años, los fajos eran nuevos y todos de la misma procedencia, era un único pago.

Leon lo contó todo, para estar seguro, y luego cerró la caja y echó la llave. Una casa grande en Chevy Chase con tocador, lo que le había contado a Dorothy. No tendría que transferir el dinero a casa, ni pagar impuestos, solo llevarlo metido en su maletín a bordo del avión, y nadie, ni siquiera el Denizbank, se enteraría. ¿A cambio de qué? Alexei bien podría valer veinticinco mil dólares, era un precio de cazador de recompensas. Pero el dinero ya estaba en la caja cuando Tommy murió, y resultaba improbable que los rusos hubiesen pagado por anticipado. En todo caso, por qué pagar a Tommy para matar a Alexei cuando podrían fácilmente haberse ocupado de ello en persona, de haber dispuesto de la información.

El director del Akbank fue mucho más escrupuloso, e insistió en permanecer en la habitación mientras Leon abría la caja; su única concesión fue volverse discretamente de espaldas cuando Leon levantó la tapa. Billetes de cien dólares, las mismas fajas de papel para empaquetarlos, un duplicado perfecto de la primera caja. Había más que suficiente para la casa. O tal vez para una nueva vida, al amparo de otro pasaporte, no habiendo nada que vinculase a Tommy con ninguna de las dos cajas si algo salía mal. Pero ¿qué?

—¿Nadie más puede abrir esta caja? —preguntó Leon—. ¿Su mujer?

—Lo siento. No existe segunda firma autorizada. Solo puede abrirla el propio señor Riordan. —Una vez más, se trataba claramente de un desconocido—. Por supuesto, si existiese una orden de un juez, el banco se vería obligado…

—¿Quién podría obtenerla?

—La policía. El Tesoro. En los tiempos del impuesto sobre la riqueza hubo investigaciones. Había bienes sin declarar. Pero el señor Riordan es un ciudadano extranjero. ¿Entiendo que entonces no estará sujeto a los impuestos turcos? —Enarcó las cejas al formular la pregunta.

—No.

—Entonces, no se vería afectado. En cualquier caso, como sabe, la ley fue derogada. El señor Riordan contrató la caja posteriormente.

—¿Podría decirme cuándo?

El director comprobó una ficha similar a la del Denizbank.

—En mayo del año pasado.

—Pero, técnicamente, ¿sería posible para el Gobierno acceder al contenido de la caja?

Un buen motivo para no guardarlo todo en una sola caja. El señor Price, el señor Jordán, Tommy distribuyendo sus apuestas una vez más.

—Técnicamente, sí. Pero no ha sido el caso. Puedo preguntarle si hay alguna razón por la que…

—Ninguna. Es solo curiosidad. Cuando se ejecute la sucesión, tendré que dar fe de la integridad de los activos. Tan solo quería asegurarme de que nadie…

—Nadie. Solo el señor Riordan, y ahora su albacea. —Saludó a Leon con una inclinación de cabeza—. ¿La sucesión se hará cargo del coste de la caja de seguridad? Lamento preguntarlo, pero…

Una vez fuera, Leon permaneció unos minutos contemplando el tráfico que culebreaba a través de la plaza Taksim en el ambiente neblinoso por el humo de los tubos de escape, mientras intentaba encontrarle sentido a ese dinero. ¿Qué podía valer cincuenta mil dólares para los rusos? ¿O habría estado Tommy ejerciendo de pagador, usando las cajas de seguridad de la misma forma que sus cuentas del consulado, financiando las dos redes? ¿En la misma moneda? ¿Para qué iban a derrochar los rusos sus valiosas reservas de divisas en pagar nóminas turcas? No lo harían. Ni siquiera en pagar a Tommy. Pero ahí estaba el dinero, en los bancos AK y DZ, esperando a que fueran dos Tommys a recogerlo.

Un barco grande había atracado al final de la calle de Enver Manyas, y el ruido de los cabrestantes y los gritos de los hamals ahogó el de la campanilla de la tienda.

—¿Manyas Bey?

Efendi —dijo este, saliendo de detrás de la cortina como un gato, la cola oculta todavía—. Llega temprano.

—¿Demasiado?

—Permítame un minuto.

Leon paseó la mirada por la pared; familias posando envaradamente ante telones de fondo con pinturas de Topkapi. Manyas regresó con un pasaporte que le tendió por encima del mostrador.

—Nesim Barouh. Camino de Grecia.

Leon pasó las páginas.

—El sello está muy logrado.

Manyas inclinó la cabeza. Leon le tendió un sobre.

—Y aquí está lo que le dejó a deber el señor King.

Otra inclinación de cabeza.

Leon se guardó el pasaporte en el bolsillo, y sacó los dos que había en la mesa de Tommy.

—¿Presumo que estos también son obra suya?

Manyas le echó un vistazo al interior de las cubiertas.

—Sí, son del año pasado.

—El sello de entrada del aeropuerto, ¿también lo ha hecho usted?

—Sí, todo.

—¿Algún otro pasaporte? Quiero decir, a nombre del señor King.

—Solo el nuevo que ha pagado usted. —Pasó la página—. No hay sello de salida. ¿Nunca los usó?

—No para viajar.

Manyas aguardó un poco, y pasó la mano por encima de la página, sus gráciles dedos casi la acariciaban.

—Un pasaporte norteamericano es algo valioso.

—No cuando se está muerto.

—Dice usted bien. Valioso para otra persona, entonces. El papel es muy difícil de imitar. Es una lástima desperdiciarlos. —Alzó los ojos—. Y a usted ya no le sirven. Por supuesto, compartiríamos los beneficios. Como el señor King.

Así que socio de Tommy. Un dinerillo extra. Pero ¿cuánto habría podido suponer? Dinero caído del cielo, para invitar a todo el mundo a unas rondas en el bar. De repente, por un instante se vio de nuevo en el Park, con Tommy lleno de nostalgia por un salón lleno de Manyas, todos a la venta. Cuando Estambul era su patio de recreo, repleto de secretos como los suyos. Y ya lo echaba de menos mientras planeaba matar a Leon.

—¿Tommy le proporcionaba pasaportes en blanco? ¿Auténticos?

—Algunos. Son muy difíciles de obtener. A veces, cuando se pierde uno, el consulado expide un duplicado. ¿Tendría usted quizás acceso a una fuente similar?

—Tal vez. —Ahora ya sentía curiosidad—. ¿Cuánto se llevaba Tommy? ¿Cuál era su parte?

—El cuarenta por ciento. El trabajo, como bien entenderá, es todo mío.

—Cambiar la foto.

—No es tan fácil como pueda pensarse. Incluso en el caso de los documentos turcos —dijo, con un gesto de la cabeza hacia el pasaporte en el bolsillo de Leon—. Y hay otros servicios, como concertar las ventas. El señor King insistió en eso. Sin implicación suya. Sin riesgos para usted —concluyó, mirando a Leon a los ojos.

Leon le sostuvo la mirada. Una simple negociación, parte de la cultura local, un momento durante el té.

—Cincuenta por ciento —dijo—. La parte de Tommy.

Manyas guardó silencio un minuto, y luego asintió.

—Es usted un digno sucesor.

—¿Y cómo sabré qué precio pide usted?

Una leve sonrisa.

Efendi, en los negocios es necesario cierto grado de confianza. El señor King nunca tuvo motivo de queja. ¿Me permite?

Alargó la mano hacia los pasaportes.

—Más adelante —dijo Leon, deteniéndolo con un gesto—. Todavía los necesito un tiempo.

—¿Los necesita? ¿Con la foto de él?

—No se preocupe, que no se van a ir a ninguna parte. Puede empezar a buscar clientes. ¿Quiénes suelen ser los compradores?

—¿De un pasaporte norteamericano? Hay muchos clientes. Durante la guerra, eran los judíos. ¿Qué precio le pone uno a la vida? Y creo que todavía ahora. Siguen siendo quienes pagan los mejores precios.

Leon sintió como se le revolvía el estómago.

—¿Usted y Tommy les vendieron pasaportes a judíos?

Manyas lo miró.

—¿Quién si no los necesitaba más que ellos?

Estaban descargando el barco y Leon, con la cabeza en otra parte, siguió el ruido calle abajo. Los gritos de los operarios se sobreponían a las grúas y engranajes. Miró como una carga subía balanceándose de la bodega del barco y pasaba al muelle, guiada hasta su punto de destino por furiosos movimientos de manos, con los hatnals precipitándose para recogerla. Parte de ella desaparecería sin más. Hacía miles de años que en Estambul se caían cosas de los barcos mientras las cabezas estaban vueltas hacia otro lado, y algo cambiaba de manos, todo tan natural como respirar. ¿Echaría mano Tommy de los fondos del consulado? Disponía a su gusto de la caja menor, haciendo pagos a fuentes que no eran más que iniciales. Hacía negocios con Enver Manyas. El bakshish era parte de la vida en Estambul. Los barcos perdían carga, a las cuentas de gastos se les añadían conceptos, lo hacía todo el mundo. Y cada uno se marcaba un límite personal. Esto sí, pero esto ni hablar. ¿Cuál sería el de Tommy? Esquilmaba judíos. La misma gente desesperada que luego se amontonaba en los barcos de Anna. ¿Cuánto dinero le habría supuesto haber superado ese límite? Hacerlos pagar por sus vidas. Y, al mismo tiempo, tramitaba su rescate; la última persona del consulado de la que se podría sospechar. Pero con la venta de unos cuantos pasaportes no se ganaban cincuenta mil dólares. ¿Qué no habría hecho para conseguir esa cantidad de dinero, cuando ya había cruzado su límite por unos pocos cientos? Qué sería lo que valía tanto para los rusos. Leon frunció el ceño, viendo como tocaba el muelle otro cargamento, y unos hombres se llevaban unos sacos. No se trataba solo de parte de una carga. Eran cincuenta mil dólares. ¿Quién disponía de dólares norteamericanos? Leon se detuvo, siguiendo las implicaciones de la pregunta, sin querer llegar hasta las últimas consecuencias. Los norteamericanos.

Había coches de policía en el patio del consulado, tantos como después de aparecer Tommy muerto, y atraían a la misma muchedumbre de mirones frente a las verjas.

—¿Qué está pasando? —preguntó Leon al marine al tiempo que le mostraba su documentación.

—Está aquí otra vez la policía.

—¿Cómo? ¿Haciendo preguntas?

—Sí, ellos…

—¡Cabo! Ya bajan. Échenos una mano aquí. Deprisa.

Invitó a pasar a Leon con un gesto y echó a correr hacia un grupo de personas que esperaban junto al ascensor, las suficientes para tener que subir en dos tandas. Visto lo cual, Leon subió las escaleras de dos en dos. Más preguntas sobre Tommy. Horas que no podía permitirse perder, con Alexei esperando. Ya tenía en el bolsillo los papeles de Enver Manyas.

En el piso de arriba reinaba un extraño silencio: no se oía ni una máquina de escribir, como si todo el mundo estuviese haciendo la pausa del café. Dorothy también había salido: tenía todas las luces encendidas, y un suéter colgando del respaldo de la silla. Leon pasó hasta el despacho de Tommy, y buscó las agendas de Tommy en el cajón superior. Mayo del año pasado. Donald Price había entrado en el país en abril y necesitaba, o sabía que necesitaría, la caja de seguridad para mayo. Fue pasando las páginas hasta llegar a mediados de mes, y luego siguió adelante, y por último retrocedió en el tiempo. Todo eran citas rutinarias. Pero claro, las otras difícilmente serían de la clase que uno anotaría. Sería mejor buscar el dinero. Abrió el cajón de abajo y sacó los expedientes que ya había revisado, ahora para buscar algo diferente. El señor King estaba orgulloso de esos expedientes. Hacía las cosas de todas las formas posibles, hasta superar el último límite.

—¡Oh!

Dorothy estaba en la puerta, llevándose la mano al pecho en un movimiento de dibujo animado.

—Si está usted aquí. Menudo susto me ha dado. Gracias a Dios. La policía ha preguntado por usted.

—Es un minuto. Solo quiero ver…

—¿Qué? —preguntó ella al reparar en los expedientes.

—¿Hizo Tommy algún viaje la primavera pasada?

—¿Viaje? —repitió, como si esa idea resultara inverosímil.

—Sí, fuera del país.

—¿El año pasado? ¿Durante la guerra? No. Señor Bauer, la policía. Están abajo, en la sala de juntas. Realmente más vale que les diga que está aquí. Han estado llamando a la oficina de Reynolds.

—¿Reynolds? ¿Para qué?

—¿No se ha enterado? —Empezó a juguetear con el botón de su blusa—. Es el señor Bishop. Ha muerto.

—¿Frank? —dijo Leon sin dar crédito a la noticia.

—Anoche. Bueno, supongo que fue anoche. Eso es lo que andan preguntando, en cualquier caso. Que dónde estábamos todos anoche.

—¿Preguntando? ¿Aquí? —preguntó Leon, tratando de hallarle un sentido a la noticia—. Pero si Frank estaba en Ankara.

—No, estaba aquí. En el consulado. Lo han encontrado esta mañana. Pobre Mary. Fue a abrir la puerta y… Han tenido que darle algo. Mira que tener que presenciar una cosa así. Sin estar prevenida. Las luces estaban encendidas y ella entró sin más, y ahí estaba él. Sangre por todas partes —informó con un estremecimiento.

—Ha muerto… ¿aquí? —preguntó Leon, como si avanzara a oscuras, tanteando una pared.

—Por qué querría hacerlo aquí, no lo sé. Imagínese lo que esto supone para todo el mundo.

—¿El qué?

—Ay, Dios, no sabe usted nada, ¿verdad? —dijo ella, quebrándosele la voz.

—Dorothy…

—Se ha pegado un tiro.

Por un instante se quedó sin reaccionar, con la mente en blanco; luego se le agolparon las imágenes: Frank en Karpić, recogiendo un sobre, fumando un cigarrillo juntos en la plaza Túnel, la pálida piel de Kay recortándose contra la ventana matinal, la mano cubriéndole el pecho, Leon tumbado con la cabeza apoyada en un codo, mirándola. Sintió como se le agolpaba la sangre en la cara. ¿Lo habría sabido Frank? ¿Dónde estaría Kay?

—Señor Bauer…

—Se pegó un tiro —dijo con voz sorda—. ¿En su despacho? —Tal vez allí cuando Leon entró a por los pasaportes, una de las luces esparciéndose por el dintel hasta el corredor. Pero ¿cómo era posible?—. ¿Y la señora Bishop?

—Está abajo, con la policía.

Leon se dirigió a la puerta, con el expediente todavía en la mano, dejándose llevar por sus pies de forma mecánica. Frank, sentado a su escritorio con una pistola. ¿Para escribir una nota?

—¿Señor Bauer?

Sin hacerle caso, empezó a recorrer el pasillo. Había fotógrafos de la policía en el despacho de Frank, y las bombillas de los flashes iluminaban la silla echada hacia atrás, una pequeña bolsa de viaje, unos cuantos expedientes en la bandeja de salida; no había ninguna nota sobre el secante, ni indicios de violencia, excepto la mancha oscura que había en la alfombra, donde había sangrado. Dos policías con una cinta métrica y bolsas de plástico peinaban el resto de la habitación. Leon se acercó al escritorio. Los expedientes eran de personal: Frank había seguido cazando hasta el último momento, resolviendo cabos sueltos, hasta poco antes de llevarse el arma a la cabeza. ¿Habría llamado al Pera Palas?

—No toque nada —ordenó uno de los policías en turco.

Leon retiró la mano.

—No se permite estar aquí —dijo el policía, indicando la puerta con un movimiento de la cabeza.

Leon volvió a mirar la silla, tratando de imaginarse la escena. ¿Se habría derrumbado sobre la mesa, o habría salido despedido contra el respaldo de la silla? ¿Tenía eso alguna importancia? Había un policía con guantes. Kay estaba en el piso de abajo.

Unos cuantos empleados del consulado esperaban sentados, hablando en voz baja, en la puerta de la sala de juntas. Leon pasó rápidamente junto a los guardias de la policía sin apenas fijarse en ellos.

—Señor Bauer. —Gülün, el corpulento policía que recibía sobornos de Tommy, alzó la vista desde la mesa a la que estaba sentado interrogando, con una taquígrafa a su lado, a una de las secretarias del consulado—. Ha empezado tarde esta mañana.

Sus mejillas estaban oscurecidas por la barba, quizá lo hubiesen avisado tan temprano que no le había dado tiempo a afeitarse.

Kay estaba sentada al extremo de la mesa delante de una taza de café, pálido e indeterminado el rostro, como el de alguien que ha estado enfermo.

—Acabo de enterarme —dijo Leon.

—Puede usted retirarse —le ordenó Gülün a la secretaria—. Señor Bauer…

Pero Leon miraba el otro extremo de la mesa. Kay hizo una mueca: su expresión aturdida estaba ahora llena de algo distinto, de la aprensión culpable de alguien a punto de ser castigado.

—Dorothy me ha dicho que él… —Kay apartó la vista—. Se había pegado un tiro —completó él la frase a beneficio de Gülün—. ¿Es eso cierto?

—Le dispararon, sí —dijo Gülün, con tono oficioso, disfrutando de lo lindo—. Quién lo hizo es otro asunto.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que aún no se ha determinado la causa de la muerte. Hay más factores que tenemos que considerar: el ángulo del disparo, cuestiones técnicas.

—Lo que quiere decir es que no es probable que se trate de un suicidio.

—De hecho, es imposible —intervino una voz a su espalda. El coronel Altan se levantó de una silla y se acercó a ellos—. Puede usted sincerarse con el señor Bauer —se dirigió a Gülün—, era colega del señor Bishop. Ambos, como sabe, cooperaban con nosotros, en otro asunto. —Se volvió a Leon—. El teniente Gülün piensa que es mejor no alarmar al personal. Así que, por ahora, basta con un simple suicidio. Sin embargo, hace preguntas —dijo con tono irónico, aunque en inglés, un efecto que pasaría inadvertido para Gülün—. Desea descartar posibilidades.

Leon miró a Gülün.

—¿Alguien lo mató?

—Estoy intentando establecer los hechos —dijo Gülün, un pavoneo en la voz—. Por favor —ofreció, y tendió la palma de la mano, mostrando una silla.

Leon se sentó, mirando otra vez de reojo a Kay que, cabeza gacha, jugaba con su anillo de casada.

—¿Cuándo vio al señor Bishop ayer? La hora aproximada —le pidió Gülün con un ligero ademán de la mano.

—No lo vi. Pensaba que estaba en Ankara.

—Pero llamó a su oficina. Eso afirma su secretaria.

—¿Ha hablado con Turhan?

—Es importante ser concienzudo. Se trata de la muerte de un hombre. Así que llamó…

—Pensé que llamaba desde Ankara.

—No. Fue una llamada local, según su secretaria.

—Eso nunca lo mencionó. Yo no tenía ni idea de dónde estaba Frank —contestó, mirando a Kay, pero dirigiéndose a los dos.

—Ah. Y, sin embargo, fue usted al consulado desde su oficina. ¿No era para verse con él?

—No. Tenía que terminar unas cosas.

—Saydam, el vigilante nocturno, dice que llegó usted sobre las siete. ¿Es correcto?

—Sí, algo así.

—Pero no lo vio a usted marcharse.

—No estaba en la puerta. No sé dónde estaba. Tal vez se había ido a orinar.

—Afirma que siempre estuvo en su puesto.

—Bueno, ¿qué otra cosa va a decir? Mire…

Gülün movió una mano hacia un lado, desestimando el asunto.

—Así que no sabemos cuándo se fue. ¿Cuánto tiempo estuvo aquí? ¿Una hora? ¿Más?

—No mucho. Unos veinte minutos, puede que media hora.

—¿Y luego?

—Luego fui al Pera Palas —miró a Kay de reojo—, a tomar una copa.

—¿Lo vio alguien en el bar?

—No lo sé. Pregúntenle al barman. ¿Por qué? ¿Insinúa acaso que lo maté yo?

Gülün alzó sus gruesas manos en gesto de apaciguamiento.

—¿Y después?

—Después me marché a casa —contestó, mirando a Gülün.

Gülün le sostuvo la mirada por un segundo.

—Eso no es del todo exacto, según el señor Cicek. Es correcto, ¿verdad? ¿Cicek? ¿El bekçi de su inmueble?

—Ha tenido usted una mañana muy atareada —dijo Leon.

—El teniente Gülün es muy metódico —informó Altan con placidez—. ¿Es correcto?

—Que se trata del bekçi, sí. Que sabe dónde estoy a toda hora del día y de la noche, no. Mire, ¿de qué va esto? Estuve en el consulado media hora como máximo. Pongamos que hasta las siete y media. ¿Cuándo le dispararon a Frank? ¿Nadie oyó el disparo?

—Desgraciadamente, la policía no puede fijar con precisión la hora de la muerte —dijo Altan—. El señor Bishop llevaba ya unas cuantas horas muerto cuando se halló su cadáver. El médico forense afirma que la muerte se produjo ayer por la tarde; más o menos temprano, eso es imposible de establecer con exactitud. Puede que fuese cuando el personal de limpieza pasaba la aspiradora, puede que el vigilante pensase haber oído un ruido en la calle. No lo sabemos.

—Pero lo que sí sabemos es que le dispararon —dijo Gülün— y sabemos que usted estuvo aquí. Así que tenemos que dar cuenta de su tiempo. Bien, el Pera Bar. ¿Y después? —preguntó, y lo volvió a mirar con fijeza.

—Me fui a casa. El señor Cicek no me oiría.

—No. Oyó su teléfono. Sonando sin parar. Hasta que quien llamaba se hartó. ¿Lo de no contestar el teléfono cuando está en casa es algo que hace a menudo?

Se produjo una pausa gélida, con Leon mirándolo desafiante.

—No pudo hacerlo —dijo Kay—. Estaba conmigo.

Leon le lanzó una mirada alarmada, sacudiendo ligeramente la cabeza. No lo hagas.

—¿Madame? —dijo Gülün, sorprendido.

Altan se enderezó en la silla, mirándolos alternativamente al uno y a la otra.

—No estaba en casa. Estuvo conmigo. Toda la noche. Puedo jurarlo —contestó Kay, con voz cada vez más débil.

—Permítame aclararme. Dice que pasó usted la noche con el señor Bauer.

—Sí —dijo, mirando a Leon.

—El colega de su marido. —Hizo una pausa—. Son ustedes amantes.

—Pasamos la noche juntos —repitió, bajando la vista.

Gülün, violento, miró de reojo a la taquígrafa y se puso en pie.

—¿Su marido estaba al corriente?

—No, por supuesto que no.

—Pero vino a Estambul. Un viaje repentino. Así que tal vez se tratara de dar una sorpresa. A los amantes.

—Llamó al señor Bauer —intervino Altan sin alterarse.

Gülün miró a Kay, luego a Leon, no muy seguro de cómo seguir.

—Un momento, por favor —dijo Altan a Gülün, llevándoselo hacia la puerta—. ¿Nos disculpan? ¿Desean más café?

Kay negó con la cabeza. La taquígrafa se levantó y se acercó a la ventana, como si también ella se marchara de la habitación, fuera del alcance del oído.

—¿Por qué has dicho eso? —preguntó Leon en voz baja en cuanto se quedaron solos.

—¿Y por qué no? ¿Acaso no es verdad? —respondió ella con tono apagado, apartando la taza que tenía delante—. Una sorpresa para los amantes —dijo, remedando el acento de Gülün—. Sí que lo hubiese sido, ¿verdad? Toda una sorpresa.

—Kay…

—Las monjas tenían razón —dijo para sí—. Se acaba pagando, de una forma u otra. Aunque tal vez no de esta forma. Ni siquiera a ellas se les ocurriría esto.

—¿Te encuentras bien?

—Estaba todavía en la cama cuando sonó el teléfono. ¿Podía bajar a la recepción? Se había producido un accidente. Accidente. Sería para que no me pusiera histérica, supongo. Y aún tengo tu olor en la piel. —Se levantó y apoyó las manos en la mesa—. No es que fueran a enterarse…

—Ahora ya lo saben. ¿Por qué…?

—¿Sabes lo que me han preguntado? Que si tenía enemigos. Y yo pensé: no lo sé. No conozco la respuesta. Era mi marido, y no sé nada de él. Así que puede que tú sí. Dime, ¿tenía enemigos?

—Debía de tener uno por lo menos.

Kay bajó la vista, y luego se llevó una mano a la cara para ocultarse los ojos.

—Imagínate lo que es no saber eso —repuso con un hilo de voz, sin llorar, pero reprimiéndose.

Leon se acercó a ella y le puso la mano en el hombro, pero Kay se apartó para ponerse fuera de su alcance.

—Un accidente —dijo, sacando un pañuelo y sonándose la nariz—. «¿Qué clase de accidente?». Y luego esto. «Anoche», dijeron. Así que debía de estar ahí tirado, muerto, mientras nosotros…

—Kay…

—Tuve que identificar el cadáver. «¿Se trata de su marido?». «Sí». Y todo el tiempo iba pensando: «No conozco a este hombre». Un hombre al que han pegado un tiro. Tenía alguna otra vida para que le pasara eso. Como tú —dijo, levantando la cabeza—. Tampoco te conozco a ti.

—Sí que me conoces.

Le cogió el pañuelo y le limpió el borde de los ojos.

—Y me preguntaron por ti. Pensé que tal vez lo sabían. Lo nuestro. Pero no estabas aquí. Y pensé, ¿por qué no? Te marchaste y luego, ¿qué? ¿Dónde estabas?

No dijo nada, seguía ocupado con el pañuelo.

—¡Dímelo! —saltó ella, poniéndole de repente las manos en el pecho—. ¡Odio todo esto! «No preguntes»; «No te lo puedo decir». Primero Frank y ahora tú. ¡Y ahora mira!

—Tenía que hacer unos recados.

—Recados —dijo con incredulidad, alzando la voz, dejándose llevar—. ¿Qué recados? «No preguntes». ¡Dímelo!

La cogió por los brazos.

—Fui al banco —dijo, mirándola a los ojos, interrumpiendo el ataque de histeria que le había dado, de manera que ella casi se rio ante la inesperada sencillez de la respuesta, y luego apoyó la cabeza contra su pecho, sin sollozar, dejándose ir, el cuerpo flácido contra el de él.

—Kay, escúchame —le dijo al oído para que la taquígrafa no pudiera oír más que susurros—. Debemos de tener cuidado. Han llamado a Turhan, al señor Cicek. Se están tomando muchas molestias para demostrar que estuve aquí. Que pude haber estado aquí.

—Pero si ya se lo he dicho. Estabas conmigo.

Asintió.

—Y ahora ya tienen un móvil.

—¿Qué móvil?

—Tú.

Se le nublaron los ojos.

—Lo siento. No pretendía…

—Lo sé.

—¿Serían capaces de pensar eso? —dijo, meditabunda—. Y entonces, ¿por qué no yo? La esposa infiel.

—Todavía no piensan nada. Tenemos que tener cuidado, eso es todo. No se trata solo de la policía. Está también el Emniyet de Altan.

—Pero si estaba en la fiesta de Lily —soltó Kay, una reacción tan fuera de lugar que Leon no supo qué contestarle.

Kay se apartó, cogiéndose un brazo.

—Este lugar… ¿Quién sabe aquí quién es nadie? —Se detuvo, temblando, y alzó la mirada, escudriñando la cara de Leon—. Dime una cosa. La verdad. Tú no has tenido nada que ver en esto. Dímelo. No podría vivir conmigo misma si…

—Nada —respondió él.

Hubo un segundo de silencio.

—Dios mío, y te creo. Así de fácil. Me lo dices y te creo —afirmó, dejando caer de nuevo la cabeza sobre el pecho de él.

—Señora Bishop —dijo Altan, entrando por la puerta—. ¿No se encuentra bien?

Kay dio un respingo. Gülün entró a continuación, arrastrando los pies, con la cara enfurruñada, mirándolos.

—Ha tenido una mañana muy dura —dijo Leon, que seguía abrazándola—. Debería descansar un poco. —Miró a Gülün—. ¿Van a necesitarla aún más?

Gülün agitó la mano, demasiado irritado para molestarse en hablar, y se dirigió a su sitio, donde recogió sus anotaciones.

—Seguiremos en otro momento —le dijo a Kay—. ¿Se quedará en Estambul?

—La verdad, no había pensado en… —contestó Kay, apartándose de Leon.

—Sería aconsejable. Usted también, señor Bauer.

—¿Hasta cuándo? Puede que tenga que ir a Ankara.

Altan alzó la vista al escuchar sus palabras, pero Gülün siguió recogiendo sus papeles.

—Se lo estoy pidiendo a todos los que estuvieron aquí anoche —dijo, y luego miró a Kay—. ¿Necesita que la acompañe alguien al hotel? Para descansar —recalcó con una ironía a la que no consiguió resistirse.

Kay negó con la cabeza.

—¿Hay algo que tenga que hacer aquí? ¿Qué hacen las viudas? Quiero decir, no sé…

—Dorothy puede ayudarte —intervino Leon—. Con los preparativos.

—Todavía no podemos entregarle el cuerpo —dijo Gülün—. La ley exige que se le practique la autopsia.

—Claro —respondió Kay, como ida—, el cuerpo. Habrá que enterrarlo en algún sitio, ¿no? Y todo eso.

—¿Le importaría llamar a la extensión sesenta y dos? —Leon se dirigió a la taquígrafa—. Pídale a Dorothy que baje. —Se volvió hacia Kay—. No tienes por qué hacer nada todavía. Dorothy puede ocuparse de preparar el papeleo.

—No, no puedo estarme quieta, sin hacer nada. Me volvería…

Altan asintió.

—Una muerte repentina siempre es difícil. La impresión —matizó, y su voz sonó más humana.

—Una última pregunta —dijo Gülün, sin mirar a Altan—. ¿Su marido no la llamó ayer para decirle que iba a venir?

—No.

—¿Era eso habitual? ¿Le gustaba dar sorpresas?

—No lo sé. No, en realidad, no.

—Sin embargo, coge el avión y…

—¿El avión? Pero si odiaba volar. Supuse que habría venido en tren —contestó Kay, auténticamente sorprendida.

—No. Así que se trataba de algo urgente, algo que no podía esperar. —Hizo una pausa—. Una sorpresa. Ningún mensaje en el hotel. ¿Estuvo usted fuera durante el día?

—Visitando la ciudad.

—¿Sola?

—No. Con… —Indicó a Leon con un gesto de la cabeza.

—Ah —exclamó Gülün, como si hubiese quedado demostrado algo. Se volvió a la taquígrafa—. Hemos acabado por hoy. —Le dirigió una mirada astuta a Altan mientras llenaba su maletín—. Por cierto, señor Bauer, hemos hablado con Saydam. El vigilante. Ha admitido que puede que se fumase un cigarrillo, que estuviese algunos minutos alejado de la puerta…

—Sí.

—Por desgracia, no hubo nadie más allí. Así que todo es posible. —Miró de lado a Kay—. Gente que entra, gente que sale…

Apareció Dorothy y todo el mundo se dirigió a la puerta, aliviados de poder marcharse.

—No le haga caso a Gülün —le dijo Altan a Leon mientras salían los últimos—. Su embajada en Ankara ha estado haciendo llamadas. Ya van dos muertos. Por supuesto, culpan a los rusos, pero es nuestra policía la que recibe las llamadas. ¿Qué arrestos se han producido? Así que son momentos difíciles para él.

—¿Qué hay de la pistola? ¿Han encontrado huellas?

—Solo las del señor Bishop.

—¿Era la pistola de Frank?

—No.

—Pero está seguro de que no fue él…

—Completamente seguro. Le dispararon en la cabeza por la espalda.

—Pero entonces, ¿para qué limpiar la pistola? Para que pareciera…

Altan se encogió de hombros.

—El orificio de entrada era muy grande. Tal vez pensaran que nadie lo examinaría de cerca. Ni comprobaría el ángulo. Pero al teniente Gülün le gustan esas cosas. Así que, no, definitivamente no ha sido un suicidio.

—¿Había huellas en algún otro sitio?

—Por todas partes. Es una oficina muy activa, entra y sale mucha gente. Gülün tendrá que establecer una lista y comprobar si hay alguna coincidencia con alguno de los presentes anoche. Es un trabajo largo. Sin embargo, había una cosa curiosa acerca de las huellas.

—¿Cuál? —preguntó Leon, dejando que los demás pasaran por la puerta.

—Han aparecido huellas en todas partes excepto en un archivador de pared. Evidentemente, lo habían limpiado, igual que la pistola. Contiene expedientes de personal.

—Como los que había en su bandeja de salida.

Altan levantó la vista, complacido.

—Excelente. Gülün todavía no ha establecido esa conexión.

—¿Y usted cree que alguien sacó un expediente y luego limpió sus huellas del cajón?

—No, creo que alguien puso un expediente en su sitio. Un expediente que el señor Bishop había sacado. El propio expediente no es algo que desee uno extraviar. Entonces sí que podría llamar la atención. Es algo que es preferible que esté guardado junto con todos los demás. Esos que el señor Bishop no se había molestado en sacar.

—Se trata de alguien que trabaja aquí, entonces.

Altan asintió.

—Tiene que serlo por fuerza. El pobre Saydam no es demasiado buen vigilante, pero aun así, resulta improbable que un extraño pudiera entrar de la calle, matar al señor Bishop y volver a salir sin ser visto. Ni siquiera una esposa —dijo, levantando la vista—. A Gülün le gustan las historias de las revistas. Siente fascinación por las mujeres europeas, porque se comportan de forma diferente. Un turco se va de putas, no a un hotel con la mujer de otro. Resulta inconcebible. Discúlpeme, me estoy limitando a exponer un hecho.

—¿Qué hecho?

—Que Gülün pueda pensar que una mujer así se deslizaría en el consulado para matar a su marido. Para él, es una solución excitante. Pero, por supuesto, es más probable que fuera alguien que pertenezca a este lugar, alguien cuyas idas y venidas pasarían inadvertidas.

—Como yo.

—Oh, usted. Y luego ¿qué?, ¿calle abajo, a pasar una noche de amor? No. —Sacudió la cabeza—. De todas maneras, de usted no hay expediente. Usted viene de fuera. Lo han traído después del asesinato del señor King. El señor Bishop siempre dijo que había sido un traidor en el consulado. Tengo la impresión de que usted no se lo creyó, aunque nunca he estado seguro de por qué. —Miró a Leon de soslayo, como si considerara los hechos de nuevo, y luego lo dejó estar—. Pero ahora ya ve que tenía razón. Había un traidor y el señor Bishop lo encontró. Así que tuvo que morir.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque lo llamó a usted. Piense un minuto. No sea como Gülün. ¿El marido airado? No, no creo que sospechara nunca. —Lo miró de reojo—. Un pequeño alivio para su conciencia.

—No tiene usted derecho…

Altan lo hizo callar con un gesto.

—Mis disculpas. Así que hace la maleta y coge el avión, no hay tiempo que perder, y ¿adónde se dirige? ¿Al hotel? No, va derecho al consulado. ¿Y a quién llama? ¿A su mujer? No, lo llama a usted. Gülün elude por completo este punto. Lo llamó a usted. ¿Y qué es usted para él? ¿El otro hombre? No, su socio, el hombre que él ha reclutado. Y lo telefonea porque ha descubierto la filtración. —Altan hizo una pausa—. Es una lástima que no estuviera usted allí para atender la llamada, en vez de… estar haciendo turismo. —Los demás seguían esperando frente a la puerta—. Me parece que se ha dejado algo —dijo, recogiendo el expediente y entregándoselo a Leon, al tiempo que miraba la etiqueta de reojo—. ¿Y cómo va su trabajo? ¿Tiene alguna idea ya?

—Tengo una pregunta. Sobre el rumano. Me dijo usted que nunca había estado en Estambul, pero que sí había estado en Turquía. Sabía usted las fechas. Supongo que lo averiguó por el control de pasaportes.

—¿Por qué lo pregunta?

—Porque tiene que tener a alguien que lo esté ayudando. Alguien a quien conocía de antes. ¿Dónde estuvo? ¿Lo sabe usted?

—En Ankara y en Edirne.

—¿Y qué hacía en Edirne? —preguntó Leon, mirando el expediente, como si pensara en voz alta.

—Su visado estaba firmado por Antonescu. Así que serían asuntos del Gobierno.

—¿Asuntos del Gobierno? ¿El año pasado? ¿Qué tipo de asuntos podrían ser?

Altan se encogió de hombros.

—Tal vez viniera a negociar la paz. A buscar una salida. Era un visado de un solo día, lo habitual para un mensajero. No es tiempo suficiente, me parece, para hacerse con un amigo aquí. Que lo ayude.

En el pasillo había empezado a disgregarse el grupo: Gülün estaba fijando nuevas citas con las personas que seguían a la espera de ser interrogadas; Kay se hallaba un poco más atrás, hablando con Dorothy.

—Por cierto —dijo Altan—, ¿para qué tiene que ir a Ankara?

—Por negocios. —Advirtió como Altan enarcaba una ceja—. El negocio del tabaco.

—Trabaja usted demasiado.

—Yo no me busqué esto —dijo Leon, abriendo la mano para mostrar el consulado—; me lo pidió Frank.

—Y él ya no está. Así que, como es natural, se siente obligado a ayudar. Eso es lo que le he dicho a Gülün. Somos aliados.

—¡Ahí está! —gritó una voz en turco, pasillo abajo—. Él se lo podrá decir. Ese es el que me prometió el dinero.

Era un hombre vestido con una chaqueta tosca, con una gorra en la mano, mal afeitado, como si la navaja no hubiese estado lo bastante afilada. Caminaba a toda prisa hacia Leon, con uno de los administrativos del consulado en pos de él. Leon alzó la vista, sin reconocerlo. La gente se volvía a mirar hacia el alboroto; Gülün se quedó a mitad de frase y Altan se hizo a un lado cuando el hombre se abalanzó; todo pasó tan deprisa como un disparo.

—Dígaselo —le espetó el sujeto a Leon—. El día de más, a causa del mal tiempo. Usted me dijo que se me pagaría.

Leon se quedó parado un segundo, sin reaccionar, y luego se acercó al pescador, intentando ocultarlo a los ojos de Gülün.

—Sí, sí —le habló en turco, tratando de que no lo pudieran oír los demás—. Se le pagará. Y de inmediato, si se calma. No arme tanto jaleo.

El pescador señaló al administrativo.

—Ese, ese no me creía. No dejaba de decirme que le diese un nombre. Y yo qué sé, le dije. ¿Cómo iba yo a saber un nombre? En trabajos como ese no te dan nombres. —Se volvió al empleado—. ¿Lo ve? Ya se lo dije. El señor estaba allí. Él puede responder por mí. No fue culpa mía que lloviese.

—Ya me ocupo yo de esto —dijo Leon rápidamente al administrativo, llevándose al pescador cogido por el codo, y sintiendo como los miraba todo el mundo—. Dorothy, acompañe al señor arriba, al despacho. Vaya, vaya con ella. Vamos a conseguirle su dinero.

—Doscientas —dijo el pescador—. Tuve el gasto del barco. Y de darle de comer.

Leon le lanzó una mirada frenética a Dorothy para que se lo llevara de allí de una vez. Se volvió a los demás.

—Discúlpenme, será mejor que suba. —Un asunto de rutina, no pasaba nada—. Vuelvo en un minuto —le dijo a Kay, que parecía del todo perdida; la lengua turca era un misterio para ella.

Pero no se lo resultaría a Gülün. Leon se dio la vuelta, evitándolo. ¿Qué habrían oído? El administrativo seguía intrigado. No era un solicitante de visado, alguien cuya presencia habría comprendido. Un trabajo como ese. No te dan nombres. Había que sacarlo de allí antes de que pudiera decir nada más. Leon se dirigió a las escaleras.

—Un momento, señor Bauer —dijo Altan. Miró al pescador—. Ve —ordenó con tono tajante, señalando las escaleras con un gesto de la cabeza, esperando ser obedecido, la autoridad del policía. El pescador agachó la cabeza y empezó a retroceder—. Por favor —le conminó Altan a Leon, dirigiéndose de vuelta a la sala de juntas.

—Enseguida subo —le dijo Leon a Dorothy—, usted solo reténgalo ahí.

Altan cerró la puerta, y empujó a Leon de golpe contra ella, agarrándolo por la garganta.

—¿Qué cree que está haciendo? —le preguntó con un tono de voz rudo, el mismo que había empleado con el pescador—. ¿Será posible que me tome por Gülün?

Leon no dijo nada, demasiado sorprendido para responder; la mano de Altan tenía la fuerza de una prensa.

—¿Por alguien más a quien pueda engañar? «¿Y qué hacía en Edirne?» —dijo, imitando la voz de Leon—. «Alguien a quien conocía de antes». —Dejó caer la mano, y Leon tragó aire—. ¿A santo de qué venía esa pequeña charada?

—No era una charada —contestó Leon, jadeando—. Quería saber lo de Edirne.

—¿Y por qué no se lo preguntó a Jianu? —indicó con un gesto brusco de la cabeza la conversación anterior allí fuera—. Al fin y al cabo fue usted quien lo recogió.

Leon se acarició la garganta.

—¿Así trabaja el Emniyet?

—Amigo mío, si esto fuese una investigación del Emniyet, ya se habría enterado. Esto solo ha sido un pronto colérico mío. Que se ha ganado a pulso por mentirme. ¿Para cuántos bandos trabaja? Tal vez para ninguno. Para usted solo. —Hizo un ruido con la garganta, manifestando su desagrado—. ¿Qué más da? Pronto habrá terminado todo. ¿Cuánto tiempo cree que le queda para estos jueguecitos?

Leon no dijo nada.

—¿Piensa que podré volver a protegerlo? —Negó con la cabeza—. Gülün es necio, pero no tanto. Usted le interesa. Y la gente habla. Esa extraña escenita de hace un rato también va a darle en qué pensar. En cuanto ate los cabos, en cuanto lo sitúe a usted en el embarcadero aquella noche, actuará.

—¿Qué…?

—Déjelo —dijo Altan, interrumpiéndolo—. No queda tiempo. Usted esperaba el barco, y ahora Gülün tiene un testigo. Usted estaba allí. El señor King fue asesinado. Ahora han matado a otro colega suyo: al hombre que investigaba la primera muerte. Y resulta que usted se acuesta con su mujer. Gülün ya ha sumado dos y dos, y cualquier jurado hará lo mismo. No puedo protegerlo frente a eso. —Tomó aliento—. Y, además, ¿por qué iba a querer hacerlo? Un asesinato, qué digo, dos asesinatos resueltos. Su embajador quedará agradecido, y se habrá hecho justicia.

—Yo no he matado a Frank.

—Lo creo —dijo Altan tan tranquilo—, pero nadie más lo hará. Lo colgarán por esto.

—¿A menos?

—A menos que podamos salvar a Gülün de sí mismo, y cambiar la historia.

—¿Y por qué habría usted de hacer eso?

—Porque no me importa que se haga justicia. Gülün oye al pescador, y oye una cosa. Pero yo oigo otra. ¿Usted estaba allí? Entonces tiene usted a nuestro amigo. O sabe dónde está.

—¿Y o se lo digo, o deja que me ahorquen?

—Es una oferta generosa, teniendo en cuenta las circunstancias.

—Para que pueda venderlo.

—Señor Bauer, ¿y a usted qué más le da? ¿Tiene escrúpulos a estas alturas? Lily ya me dijo que era usted así. Creo que lo dijo para criticarme un poco. Pero quizá no sepa usted cómo es el mundo. No importa. Se le acaba el tiempo.

Leon se quedó mirándolo fijamente.

—¿Cuánto queda? —continuó Altan—. No lo sé. ¿Horas? Puede usted correr escaleras arriba, pagar a su pescador y tratar de sacar al rumano de Estambul antes de que a Gülün se le ocurra interrogarlo. Aunque no resulta demasiado difícil dar con esa clase de hombres. Y este deja un rastro bien visible. Así que solo conseguirá comprar un poco de tiempo. ¿Para qué? ¿Para salir del país? Gülün haría que lo detuvieran en la frontera. ¿Apelar a su embajador? Él tampoco lo creerá. Así que, ¿para qué necesita ese tiempo? ¿Para huir? ¿Para quedarse esperando a que se presente Gülün? Tal vez para ir al Pera. Una tierna escena de despedida.

—Está muy seguro de que me van a colgar por algo que no he hecho.

—¿Y usted no? Es un riesgo que, en su lugar, no me gustaría correr. La justicia turca no resulta en ocasiones todo lo perfecta que uno quisiera.

—No. Y a la gente también la apalean, dicen. El Emniyet. ¿Es eso lo siguiente? ¿Me va a intentar sacar la información a palos?

—Podría hacerlo. Y cosas peores. Pero los norteamericanos no entienden estas cosas —dijo con una mirada desafiante—, y es posible que usted sea de la estirpe de los mártires. Sería un trabajo largo. En cualquier caso, no es necesario. La gente que huye comete errores. Resulta difícil pensar. Usted también los cometerá. Y yo estaré ahí esperando. —Miró a Leon a los ojos—. Pero, en ese caso, no lo protegeré. La elección es suya.

—¿Por qué no llama a Gülün ahora mismo?

—Aún no ha cometido usted los errores. No tengo a Jianu. Y parece que usted no quiere dármelo. Así que Gülün ya vendrá, a su debido tiempo. —Torció la cabeza—. Y tal vez sea también un poco por lo deportivo de todo este asunto. Darle un poco de ventaja antes de que Gülün empiece la cacería. —Hizo una pausa—. Antes de que tropiece usted. ¿Es eso lo que quiere? ¿Sacrificar su vida por un hombre como Jianu?

—Todavía no la he sacrificado.

Altan lo miró fijamente un momento, y luego se dirigió a la puerta.

—No, todavía no. —Giró el picaporte para abrir la puerta—. Su pescador lo espera. Más vale que se dé prisa —dijo Altan, dándole la espalda a Leon—. El tiempo corre.

En el rellano de la escalera se detuvo para recuperar el aliento. Le pareció que podía oír un tictac real. ¿Cuánto tiempo? Miró escaleras arriba. Párate a pensar un minuto. Pasillo abajo, probablemente el fotógrafo de la policía aún seguiría sacando fotos. Una escena del crimen. Y el hombre que podía relacionarlo con ella aguardaba en su despacho. Primero tenía que ocuparse de él. Y luego, ¿qué? El coche en Üsküdar. Alexei en el ferry a Haydarpaşa. La carretera de montaña. Pero todo eso parecía imposible ahora, el trayecto en automóvil inacabable, peligroso. Tendría que ser otra cosa. Piensa. La gente comete errores cuando huye. Intentó respirar más despacio. ¿Cuánto tiempo tardaría Gülün en atar todos los cabos? No era del todo necio. Habría barreras en las carreteras. Podrían remontar la pista del coche hasta Mihai, dijera este lo que dijese. Pero y si no, ¿cómo? En un sitio en el que nunca se les ocurriría mirar. Se volvió hacia las escaleras, para luego detenerse, sus pies se negaban a avanzar. No podía contar más que con el día de hoy, la ventaja que le dejaba Altan. «Yo lo creo a usted, pero nadie más lo hará».

—Ay, señor Bauer, precisamente bajaba a buscarlo —dijo Dorothy en el hueco de la escalera—. ¿Qué se supone que he de hacer con él?

Un sitio en el que nunca se les ocurriría mirar.

—Ya voy —contestó, y ahora sus pies se movían—. ¿Tenemos liras turcas?

—Los de la caja menor tendrán. Necesitaré un vale de caja.

El pescador estaba sentado en el antedespacho, jugueteando con su gorra, impaciente.

—Mi secretaria va a traerle su dinero —dijo Leon, firmando el impreso que Dorothy le puso delante—. Doscientas liras, ¿no es eso?

—No sabía que iba a estar la policía —repuso el pescador, aún inquieto por Altan—. Ahora me han visto.

—No se preocupe, no tiene nada que ver con esto. Es por otra cosa. —Le tendió el vale de caja a Dorothy, y aguardó a que saliera—. Lamento mucho el retraso con lo de su dinero.

—Bueno, usted dijo…

—Es que verá, el hombre que solía ocuparse de los pagos ha muerto. Así que algunos asuntos han tenido que demorarse.

—¿Muerto? ¿Es al que dicen que dispararon? —preguntó, recuperado del todo.

—Así es.

—Y ahora es usted el encargado —dijo, mirando a Leon.

Leon miró a la puerta de refilón.

—Dígame una cosa: ¿su barco está disponible?

El pescador asintió.

—¿Le interesaría otro trabajo?

—¿Cómo? ¿Ir a buscar a otro a Rumania?

—No, sería aquí. Una sola noche. Quinientas liras.

El pescador abrió mucho los ojos.

—¿En el mar Negro?

—Se lo diré esta noche. No muy lejos.

—Pero ¿quinientas liras? —Le parecía sospechoso.

—Podría aparecer la policía. —Leon esperó mientras le entraba la idea en la cabeza—. Igual que la última vez.

El pescador se lo pensó un minuto.

—Bueno, ese riesgo existe siempre, ¿no? Para eso paga usted.

—Y usted es muy bueno en esto. Una noche. Quinientas liras.

—¿Por anticipado?

—En el barco. La totalidad.

Retorció su gorra, pensándoselo.

—¿Dónde?

Sí, ¿dónde? No podía ser en la ciudad.

—En el mismo sitio —dijo por fin—. ¿Se acuerda?

El pescador asintió.

—En cuanto cobre aquí su dinero, vaya a su barco y sáquelo al Bósforo. Si alguien le pregunta algo, diga que se va a casa. Siga directo hacia arriba, hacia Sariyer, cualquier sitio por ahí arriba, y fondee hasta que anochezca. —Sacó la cartera y le dio cien liras—. Esto es un extra. Para la cena. Pero nada de raki. Luego vuelva y recójame en el mismo sitio que la otra vez.

—¿Voy a llevarlo a usted?

—Vamos a ser dos. Luego usted nos desembarcará y se marchará a casa, y se acabó. Una sola noche.

—¿A qué hora?

—Tarde. —Leon hizo unos cuantos cálculos mentales—. Digamos que a eso de las once. ¿De acuerdo?

El pescador lo miró, y asintió.

—Quinientas —dijo; un apretón de manos verbal.

—Muy bien. Aquí está Dorothy con el dinero. Cuéntelo y asegúrese de que está todo.

—El señor Woods no estaba conforme con esto. Es un montón de dinero de la caja chica.

—Hablaré con él. ¿Está todo? Vamos, lo acompaño abajo. —Se puso en marcha, volviéndose a Dorothy—. Luego llevaré a la señora Bishop a su hotel. Vendré después.

—¿Por qué están haciendo tantas preguntas? —preguntó ella atropelladamente, antes de que pudiera irse—. Quiero decir, si lo hizo él mismo.

Leon se detuvo.

—Ay, que no fue él, ¿verdad? Igual que con Tommy. Ya van dos. Le da a una un repeluzno. Aquí mismo, pasillo abajo. —Se contuvo, mirando de reojo al pescador—. ¿Cómo quiere que pasemos el cargo? El talón de caja. Tenemos que cargarlo a alguna partida.

—Es uno de los pagos de Tommy. Las cuentas de pagos con iniciales. Prepararé un memorando cuando vuelva.

—Oh —exclamó ella, interesada, al saber que el pescador formaba parte del mundo de Tommy.

Tommy, que aún seguía por explicar. Si es que Leon tenía la ocasión.

—Lo cual me recuerda —comentó Leon, sacando un expediente del cajón de la mesa y metiéndolo en un maletín con los demás—. Mire —le dijo a Dorothy—, si está usted inquieta por lo de Frank, lo mejor será que se vaya a casa. De todas maneras, estaré fuera la mayor parte del día.

—Es que uno tendería a pensar que no podía haber sitio más seguro, ¿verdad? Con los marines en la puerta y todo. Sin embargo, mire. Y ya sabe lo que está diciendo la gente.

—¿Qué están diciendo?

—Bueno, primero, Tommy, y ahora el señor Bishop. Y usted los conocía a los dos.

—¿Así que los maté yo? —dijo con naturalidad, sin darle la menor importancia—. Por favor, Dorothy…

—No pretendía… Pero ¿estaba usted aquí? —Estaba inquieta, necesitaba saber—. Cuando me marchaba, el señor Burke me preguntó si seguía usted aquí. Pensó que había estado con usted.

—¿Estuvo aquí hasta tarde?

—No, aquí no. En el despacho de Jack. Ya sabe, mi marido. Tiene que regresar a Ankara, así que estuve haciéndole compañía.

Con acceso a los archivos. Ya en el edificio.

—Bueno, probablemente hacía ya mucho que me había marchado. —La miró—. No empiece a imaginarse cosas, ¿de acuerdo? Tenemos mucho trabajo por delante.

Sigue moviéndote.

—Por cierto, cuando estaba aquí Hirschmann, cuando sacaban gente fuera, ¿cómo pagaban?

Dorothy se quedó un segundo en blanco, desconcertada por el rápido cambio de tema.

—Para arrendar los barcos, ¿quiere decir? —preguntó, tanteando el terreno—. Pues, en liras si podían, si se trataba de pagar a turcos. En caso contrario, en oro, con soberanos de oro.

—Pero no en dólares.

—A los armadores no —respondió, aún insegura acerca de cuál era la pregunta—. Tendrían problemas para explicar de dónde los habían sacado. A los agentes gubernamentales, a esos no importaba. Tenían reservas de divisa extranjera. Así que cuando mandábamos un barco a Burgas, probablemente teníamos que pagar el fletamento en oro.

—Pero a los búlgaros en el otro extremo, ¿se les pagaba en dólares? ¿Y a los rumanos?

—A veces. Antonescu cobraba en dólares. ¿Por qué lo pregunta?

—Creo que parte de ese dinero ha desaparecido.

—No, Tommy lo hubiera dicho. Era muy cuidadoso con los asuntos de dinero. Había que serlo. No se podía confiar en los rumanos. Eran capaces de coger el dinero y no enviar a la gente. Había que arreglar las cosas de tal manera que se pagara una parte a la entrega.

Leon se quedó mirándola, con la mente precipitándose hacia otra conclusión y el estómago encogido. No, no eran los rusos. Era algo peor.

—¿Era eso lo que quería saber? —preguntó Dorothy, tentativamente, queriendo saber por qué.

La secretaria de Tommy. Más que eso. ¿Hablarían en la cama? Nunca de eso. ¿Cómo podría vivir uno consigo mismo sabiendo esas cosas? Pero Tommy sí que podía. Y se dedicaba a planear la instalación de tocadores.

Una vez fuera, el pescador mantuvo agachada la cabeza mientras pasaban junto a los coches de policía que seguían esperando en el patio, con el motor al ralentí. Leon no se había molestado en presentar a Kay, que seguía aturdida, con la cara inexpresiva y la mente en otro sitio.

—Coja un taxi —dijo Leon— y vaya derecho a su barco.

Efendi —contestó con tolerancia, casi divertido—. ¿Un taxi, yo? —Inclinó la cabeza ante Kay, incómodo—. A las once —le dijo a Leon—. ¿Un anticipo, tal vez?

—En el barco.

Y de repente, como en un truco de desaparición, se deslizó entre dos coches aparcados y ya no se le vio.

—¿Qué te decía? —preguntó Kay.

—Me daba las gracias.

—Sí, claro.

—¿Te encuentras bien? —dijo en lugar de contestarle.

—No lo sé —contestó, en parte para sí—. No sé cómo se supone que me tengo que sentir. De ver a alguien así, con toda esa sangre. Quieres que la limpien, pero tampoco quieres tocarla. T luego piensas: es culpa mía.

—No lo es.

—Pero lo piensas —respondió y agachó la cabeza—, lo piensas.

La cogió del brazo para entrar con ella en el hotel, pero se soltó en una reacción involuntaria.

—¿Quieres subir? ¿Ahora?

—Y luego marcharme. Quiero que piensen que estoy aquí. Tengo cosas que hacer.

—¿Qué cosas?

—¿Crees que maté a Frank?

—¿Cómo?

—Bueno, ellos sí lo piensan. O van a hacerlo.

—Pero si estabas conmigo. Lo he declarado.

—Hay algo más. Tengo que salir. No quiero que te veas implicada en esto. Sube en el ascensor conmigo, para que piensen que me voy a quedar.

—¿Salir? ¿De Estambul? Si lo haces, es entonces cuando creerán…

—Puedo explicártelo en otro sitio. Aquí no.

—Explicar ¿el qué?

—Mira, si no quieres hacer esto, me iré. Tal vez sea lo correcto, de todas formas. Lo que no podemos hacer es quedarnos aquí de pie, hablando.

—Estás muy seguro de que hay alguien vigilando.

—Esto es Estambul. —Cogió aire—. Si no quieres hacerlo, está bien. Ya se me ocurrirá algo.

—Es verdad. Eso es lo que hacéis, tú y Frank. —Levantó la vista, alarmada—. Quien quiera que haya sido, ¿también va a intentar matarte a ti? Hacéis el mismo trabajo…

—No —contestó precipitadamente, para luego callar, desconcertado. ¿Y si hubiese podido atender la llamada de Frank, si hubiese sabido cuál era el expediente que había que sacar? Entonces sería una amenaza, el siguiente blanco. Muévete—. No le hará falta si la policía me detiene. Piensan que lo hice yo. Kay, no puedo quedarme…

Ella se cogió de su brazo.

—Y ahora esto —dijo para sí de nuevo, apretando los labios.

Permanecieron callados en el ascensor, con los ojos perdidos en el enrejado de París de estilo art nouveau, y luego fueron conscientes de que el ascensorista los seguía con la mirada a lo largo del pasillo.

—¿Qué se supone que vamos a hacer? —preguntó ella una vez dentro de la habitación—. ¿Acostarnos? ¿Con Frank allí? ¿Eso piensan de nosotros?

—Quizá. O que estamos repasando nuestras coartadas, para asegurarnos de que coinciden. —La miró—. O estamos preguntándonos cómo ha ocurrido todo. Y qué viene a continuación.

Kay encendió un cigarrillo en silencio.

—Eso sí que es algo en lo que pensar, ¿verdad?

Leon abrió el maletín y empezó a hojear los papeles del expediente Hirschmann.

—¿Te has traído trabajo? —preguntó ella, desconcertada.

—Solo quiero comprobar una cosa, para estar seguro.

Le dio una calada al cigarrillo, pensativa.

—¿De verdad te vas a ir fuera? ¿Adónde?

Alzó la vista y la miró sin decir nada.

—¿Piensas que te entregaría a la policía?

—Si no lo sabes, no lo podrás decir.

—¿Cuánto tiempo?

—No mucho.

—¿Y cuáles son tus planes en lo que a mí respecta? ¿Qué hago yo? ¿Esperar? ¿Mientras huyes de la policía? ¡Dios mío, yo ni siquiera había hablado con la policía hasta hoy!

Leon le acarició el brazo.

—Volveré.

—Si no te coge la policía.

Leon miró su reloj.

—Quédate aquí unas horas, ¿vale?

—Con mi amante —dijo ella.

—Así es.

—Que no me cuenta nada.

La miró.

—Volveré —repitió, agarrado al picaporte.

—¿Y si ya están aquí? —La voz de ella era como una mano, intentando sujetarlo.

—Estarán en el vestíbulo, vigilando el ascensor. O en las escaleras. O tomando café. Puede que también dátiles, en esta época del año. No estarán en la escalera de incendios.

Y no estaban. Leon cogió una calle trasera, bajando la colina por el lado de Kasim Paşa, y luego subió dando un rodeo, evitando Tünel. Marina tenía puesto su kimono y estaba pintándose las uñas.

—Ya era hora. Me habías dicho que solo era una noche más —se quejó estirando los dedos.

—¿Nos vamos? —dijo Alexei, dispuesto.

—Todavía no.

—Ya, una noche solo —replicó Marina—. Acabarás por crearme problemas.

—No te preocupes. Lo voy a sacar hoy.

—Tú te crees que esto es un hotel.

—No, es mejor —dijo Alexei, mirándola.

—Mejor para ti —apostilló Marina.

—¿Has tenido visitas? —preguntó Leon—. ¿De nuestro común amigo?

Marina negó con la cabeza mientras se soplaba en los dedos.

—El casero viene esta noche.

—Ya no estaremos aquí.

Leon sacó el nuevo pasaporte de Alexei y se lo tendió.

—Barouh —dijo Alexei, hojeándolo—. ¿Qué clase de nombre es?

—Uno judío —contestó Marina, soplándose las uñas otra vez.

Alexei soltó un gruñido y se encogió de hombros.

Leon sacó uno de los pasaportes de Tommy.

—¿Lo reconoce?

Alexei lo estudió con detenimiento.

—El nombre es diferente.

—¿Se acuerda de cuál era el verdadero?

—King. Como el rey. Usan eso de apellido en inglés.

Leon cogió aire, sintió como se le encogía el estómago de nuevo. Por fin lo había logrado.

—Hábleme de sus reuniones en Edirne.

Alexei lo miró entornando los ojos, preguntándose de qué podía ir la cosa.

—¿Está al corriente de eso? ¿Cómo?

—Hubo dos, ¿verdad?

Alexei asintió.

—La primera vez iba con Hirschmann.

—Nunca supe el nombre del otro.

—Un tipo importante. Del Comité Judío. Usted estaba cerrando un negocio en nombre de Antonescu. Vendiendo judíos. ¿Cuántos?

—Trescientos, unos pocos más. Del campo de Transnistria.

—¿Cuánto? —preguntó Leon con tono neutro.

—Trescientos dólares por cabeza —dijo Alexei. Mercancía—. Habíamos usado el mismo precio antes. Los entregábamos en Constanza. Los judíos tenían que recogerlos. Las minas o los barcos alemanes, eran riesgos por su cuenta.

—¿Les dieron dinero en la primera cita?

Alexei asintió.

—La mitad. Ese era el propósito de la reunión. Ya se habían tomado las medidas necesarias. ¿Por qué me pregunta esto?

—Hábleme del segundo encuentro.

—Solo vino King —dijo Alexei, y se calló, esperando.

—Déjeme adivinar. Se suponía que iba a traer la otra mitad, cincuenta mil dólares, pero no lo hizo. ¿Por qué no? ¿Dijo algo?

—Su Gobierno paralizó el intercambio. Dijeron que el dinero servía para apoyar al enemigo. Por supuesto, eso era una estupidez. El dinero era para Antonescu, nada más. Era igual que el rey Carol, quería llevarse el Tesoro consigo. Así que, judíos por dólares, ¿por qué no? Los judíos norteamericanos pagarían. Pero ustedes lo detuvieron.

—No —contestó Leon tranquilamente—. Él dijo que lo hicieron ustedes. Cogió el dinero y traicionó a Hirschmann. ¿Qué le pasó a esa pobre gente?

—Los enviaron de vuelta al campo de concentración. Ya no iba a venir nadie a recogerlos, no había acuerdo.

—Ni a ningún otro más después —dijo Leon, deslizando su mano por la superficie del maletín—. Se acabó. No hubo más intercambios.

—¿Sin dinero? Antonescu no lo hacía precisamente por motivos humanitarios, ¿sabe usted? Y, de todas maneras, los rusos ya estaban allí. No le quedaba tiempo.

—Pero esas personas se habrían podido salvar. Habría cumplido su parte del trato.

—Ya estaban en Constanza, sí. —Volvió a mirar el pasaporte—. ¿Está buscándolo a él? ¿Por eso me hace estas preguntas?

—No. Está muerto. Es el hombre que matamos en el embarcadero. Usted lo habría reconocido. Usted estaba al tanto de todo. Era el único que lo sabía. —Bajó los ojos hacia el maletín y volvió a ver la cara sonrosada de Tommy. No fue solo un barco, sino todos los demás que ya no hubo—. Mira que hacer algo así. Por cincuenta mil dólares.

—¿Le extraña? La gente hace cosas peores por menos.

Leon alzó los ojos.

—No, peores no.

—¿Y le creyeron? ¿Esa historia?

—Era fácil de creer. ¿De los rumanos? Mire todo lo que ya habían hecho ustedes.

Alexei dio unos golpecitos en el pasaporte de Tommy, y luego se lo devolvió a Leon.

—Y ustedes —dijo.

No había nadie siguiéndolo en el tranvía de regreso a Taksim, pero, para asegurarse, Leon se apeó justo antes del consulado francés, y usó las calles laterales para acercarse a la sucursal del Denizbank por la parte de atrás. El mismo director, deseoso de colaborar, no encontró nada raro en la explicación de Leon acerca de un error en sus notas. Ergin volvió a esperar en la puerta. Leon vaciló un segundo, contemplando los fajos alineados en la caja de seguridad. Alzó los ojos para comprobar si había alguien mirando. No había nadie. Cogió los fajos a puñados, metiéndolos en su maletín. Un segundo más, contemplando la caja vacía, y luego la cerró, inspirando profundamente. Ahora se trataba de un robo, de un acto delictivo. Pero ¿a quién estaba robando? Era dinero de sangre.

Avisó a Ergin y lo vio echar la llave a la caja. ¿Se notaría la diferencia en el peso? Cuando le dio las gracias al director del banco, tuvo la impresión de que su maletín, de algún modo, brillaba, que el dinero robado emitía una luz que todo el mundo podía ver; se esperaba que saltara una alarma al llegar a la puerta. Se imaginó a los cajeros con las manos arriba, coches para la huida, a la policía esperando. Pero en la calle nadie pareció fijarse en él, ni saber que acababa de cometerse un crimen. Cogió un taxi en la parada.

Se dio la vuelta y miró por la ventanilla trasera cuando salieron de la plaza bajando la amplia curva de Aya Paşa. Había el tráfico habitual. ¿Cuánto tiempo le quedaba? Tenía que sacar a Alexei de casa de Marina antes de que anocheciera. ¿Para ocultarlo dónde? Pasaron junto al hotel Park, el antiguo consulado alemán, el islote de plátanos que hacía una curva hacia los Apartamentos Cihangir donde el señor Cicek escuchaba sonar los teléfonos. Pensó en su ventanal panorámico, en las vistas del agua, y se preguntó de repente si lo volvería a ver alguna vez. Era algo que nunca había imaginado antes, no poder volver, que una puerta se cerrara a su espalda. ¿Estaría vigilando alguien? En algún coche aparcado del otro lado de la calle, ¿habría un policía aburrido, fumando? Que ni siquiera miraría dos veces el taxi que pasaba llevando a un hombre que tenía veinticinco mil dólares en su regazo. Franqueando otro límite.