3
PERA
El funeral se celebró en la iglesia de Cristo, cerca de la Torre de Gálata, seguido por una recepción en uno de los salones privados del Pera Palas. Fue el mismo oficio que habría tenido Tommy con independencia de cómo hubiese muerto: los mismos himnos, la misma homilía sobre un hombre arrebatado antes de tiempo, los mismos pañuelos llenos de lágrimas. Pero no había muerto sin más, liberado de alguna enfermedad. Lo habían matado, y la violencia del acto resultaba perturbadora, en cierto modo deshonrosa, como si hubiese sido cómplice de su propia muerte. Así que los asistentes le dirigían palabras de consuelo a Barbara y se agitaban en sus asientos, intrigados.
Leon se sentó en un rincón mientras veía como ocupaban sus asientos algunos de los asistentes. Ed Burke estaba sentado junto a Barbara, deudo principal, y el personal de Commercial Corp. llenaba todo el banco siguiente. La comunidad empresarial había acudido en masa, así como la mayoría del consulado: una reunión casi oficial, a no ser por unos pocos rostros desconocidos, parte de las extensas relaciones sociales de Tommy. En la parte de atrás había unos cuantos turcos lo bastante seculares para arriesgarse a estar en una iglesia, y dos hombres fornidos que Leon supuso serían policías y que se dedicaban a recorrer la concurrencia con la mirada y ademán inexpresivo.
Frank Bishop había venido desde la embajada en Ankara, envarado y formal en un traje negro y grandes gafas de montura de carey. Lo acompañaba su mujer, a la que Leon no conocía, ya que su trato con Frank se había limitado habitualmente a una copa en el Ankara Palas o una cena temprana en Karpić, apenas el tiempo suficiente para entregar documentos. Ella mantenía la cabeza medio agachada, por lo que Leon tuvo que estirar ligeramente el cuello para verle la cara, o la parte de ella que no quedaba en la sombra de su sombrero. Tez pálida, apenas un toque de maquillaje, cabello rojizo, más joven que Frank. Junto a ellos, el representante de Liggett & Myers andaba repartiendo caramelos a sus hijos inquietos. Un comité del club había mandado una corona de flores. Barbara lloró durante la lectura del salmo vigésimo tercero. El pastor habló del buen corazón de Tommy y de su preocupación por el prójimo. Leon se dio cuenta de que ni una sola persona en la solemne estancia llena de corrientes de aire lo había conocido de verdad.
Terminado el oficio, se agolparon en la puerta, intercambiando abrazos o apretones de mano, y luego emprendieron el escarpado ascenso. Un taxi, que casi llenaba la estrecha calle con su mole, había sido avisado para llevar a Barbara; pero todos los demás fueron a pie, las esposas colgadas del brazo de sus maridos, atentas a sus tacones sobre los adoquines.
—Dios, no sé cómo lo pueden hacer los hamals —dijo Frank, sin resuello, cuando llegaron arriba.
—¿Hamals? —preguntó su mujer.
—Ya sabes, los estibadores, o como quieras llamarlos. La gente que acarrea fardos. Cuando ves algunas de las cosas que cargan, es imposible entender cómo consiguen incorporarse.
—Hasta aquí arriba usarían mulas —apuntó Leon.
—Me parece que no conoces a mi esposa, Katherine —dijo Frank.
—Kay —rectificó ella, casi con fiereza, como si estuviese enfadada por algo.
Llevaba gafas oscuras para protegerse del sol invernal, y sus ojos resultaban tan poco visibles como en la iglesia.
—Qué amable por su parte venir —dijo Leon, sacando un cigarrillo—. Es un viaje largo desde Ankara.
—¿Le importa darme un cigarrillo de esos? ¿O es inapropiado? En la calle, quiero decir. Nunca sé qué es lo correcto en este país.
No era enfado, más bien una impaciencia generalizada, como si estuviese esperando a que todos los demás le dieran alcance.
—Está usted entre amigos —dijo Leon, dándole fuego.
—Katherine, preferiría que no lo hicieras —le pidió Frank.
El nombre de ella debía de ser motivo de algún tira y afloja sin sentido entre ambos.
—Oh, ya lo sé. Debo dar ejemplo. Solo dos caladas. ¡Esos himnos! ¡Y Barbara montando el numerito! Nunca creí que él le importase lo más mínimo.
—Katherine…
—De acuerdo. Inapropiado. —Dejó caer el cigarrillo y lo aplastó—. Lo siento —le dijo a Leon—. No pretendía derrochar el tabaco.
Leon sonrió.
—Tengo de sobra. Estoy en el negocio.
—¿Qué negocio?
—El de comprar tabaco. Para la exportación.
—Creía que era usted del consulado. Como todo el mundo —dijo, haciendo un gesto con la cabeza hacia los demás.
—Solo cuando necesito un permiso.
—Ahí está Barbara —anunció Frank. Su taxi había llegado a la plaza y estaba esperando a que pasara el tranvía para dar la vuelta—. En el Pera por lo menos nos darán comida decente. Y está justo al lado del consulado.
—Qué conveniente —dijo su mujer.
—Hum. La segunda oficina de Tommy. Se hace raro pensar en celebrar ahí su velatorio.
El tranvía se puso en marcha y empezaron a cruzar.
—Ted —le dijo Frank al hombre que iba delante de ellos—; Katherine, ¿te importa adelantarte con los Kiernan? Necesito tener unas palabras a solas con Leon. Ahora os alcanzamos.
Levantó la cabeza, a punto de protestar, pero Ted ya la había cogido por el codo, así que se tuvo que conformar con mostrarse disgustada, y no se molestó en despedirse.
—¿Tienes más? —preguntó Frank, señalando el paquete de cigarrillos de Leon—. Tenemos que hablar —dijo mientras lo encendía—. Demos una vuelta —sugirió con un tono autocomplaciente de internado, de alguien acostumbrado a salirse con la suya.
Empezaron a subir Istiklal Caddesi.
—Esto es un verdadero embrollo —empezó a decir Frank.
—Te refieres a lo de Tommy.
Frank asintió.
—Y no dispongo de mucho tiempo. ¿Qué hacías para Tommy? Aparte del trabajo de correo, quiero decir.
—Solo algunos favores —contestó Leon, dubitativo—. Conozco a mucha gente en Estambul.
—Y hablas turco, ya lo sé —dijo, como si puntease una lista invisible—. A Tommy le gustaba trabajar fuera. Ahora parece que tenía sus razones, pero eso también hace que sus libros sean una pesadilla.
—¿Qué libros?
—La caja chica. Fondos especiales. A Tommy le gustaban los fondos especiales. Así que, bueno, claro, los informadores no quieren que sus nombres queden rodando por ahí en matrices de cheques, pero eso dificulta rastrear las cosas.
—¿Me estás preguntando si Tommy me pagaba? Me invitaba a comer de vez en cuando —contestó Leon.
—Yo te daré bastante más.
Leon se detuvo.
—¿Por hacer qué?
—Ser Tommy.
—¿Cómo?
—Eres un hombre de negocios. Sabes contabilidad, ¿no es cierto?
Leon asintió, sintiendo repentinamente que la cabeza se le iba, una nueva mezcla de absurdidad y cautela.
—A lo mejor puedes descifrar la de Tommy. Endiabladamente confusa. A lo mejor tú consigues sacar algo en claro.
—Ya la has revisado —dijo Leon, que seguía intentando atar cabos.
—Necesitamos poner a alguien en su puesto hasta que podamos traer a un sustituto. Nadie en el consulado sabe que trabajabas para él, ¿verdad? Así no sospecharán.
—¿Qué tendrían que sospechar?
—Que trabajas para mí —respondió Frank, un poco sorprendido, como si Leon no lo hubiese estado siguiendo—. No puedo recurrir a nadie de dentro. Está todo comprometido.
La misma palabra que había usado Alexei. El mismo mundo.
—¿Piensas que alguien del consulado lo mató? —preguntó Leon con su propia voz, aunque parecía venir de algún lugar de fuera de su cuerpo.
—O le tendió una trampa.
—¿Y quieres que lo encuentre? —dijo con precaución, ralentizando las cosas, no fiándose ya de su voz.
—No, yo lo encontraré, pero necesitaré ayuda. De fuera. Tú lo conocías, sabías cómo trabajaba.
—¿Cómo sabes que no fui yo? —No pudo resistirse a tantear.
—Porque todos tus movimientos han sido comprobados. Siento lo de tu mujer, por cierto. No me había enterado. En cualquier caso, por lo que se refiere a esta operación, tuvo que ser alguien de dentro. Él no te habría dejado participar en esto. No por nada personal; son las reglas.
Por un momento Leon sintió que una corriente de aire le subía por la garganta; no una risotada, solo una extraña forma de soltar presión. ¡Por supuesto que seguían confiando en Tommy! Al morir, se había convertido en la única persona de la que se podían fiar.
—¿Qué operación? —preguntó Leon, sondeando.
—Mira, ¿estás conmigo en esto o no? Sé que durante la guerra… Lo hacíais por eso. Ahora pensáis que ha terminado. Pero créeme, no ha terminado. —Hizo una pausa—. Tommy siempre dijo que eras bueno.
Leon volvió la cabeza, centrando la vista en un tranvía que se acercaba, intentando aclararse las ideas.
—A Reynolds esto no le supone ningún problema, si es lo que te preocupa.
—Así que ya has hablado con ellos —dijo Leon, sorprendido. Dejó pasar un minuto entero—. ¿Qué operación? —volvió a preguntar.
Frank inclinó la cabeza, y se lanzó.
—Estaba intentando sacar a alguien del país.
—¿Uno de los nuestros?
—De los suyos. Muy al tanto de la inteligencia militar rusa. La lista de intérpretes. Muchas cosas. Íbamos a tener una buena conversación.
—¿Y ahora?
—Bueno, puesto que Tommy ha muerto, diría que debe de estar otra vez en poder de los rusos, ¿no te parece? O muerto. Esperemos que sí, en cualquier caso. Sería lo mejor para todos.
—Que estuviese muerto —dijo Leon suavemente. El amigo de ayer.
Bishop asintió.
—Ahora nos conoce. Tommy no era el único que estaba metido en esto. Así que esperemos que esté muerto. Queremos asegurarnos de ello —dijo, de forma casual, sin amenaza; solo sus ojos parecían acerados.
Leon lo miró. El mismo cabello pajizo, probablemente las mismas gafas que usaba en Groton, pero ahora todo se veía endurecido; años en el negocio.
—¿Y eso cómo puedes hacerlo?
—Quien quiera que vendiese a Tommy está en contacto con los rusos. Empezaremos por ahí. Lo encontraremos.
Leon respiró hondo; el aire que tenía en la cabeza estaba empezando a enturbiarse, alimentándose de sí mismo.
—Mira, sé lo que estás pensando. Alguien ha matado a Tommy. Tal vez intenten pegarte un tiro a ti también.
—No, no pensaba eso. De verdad. —Una ironía casi demasiado complicada; mejor alejarse—. ¿Qué quieres que haga?
—Empieza por la gente que trabajaba para él. ¿Quién más lo sabía?
Leon asintió, para ganar tiempo. Piensa en cómo hacerlo. No había explicaciones. Ninguna plausible. Todo el mundo preferiría creer a Tommy, a quien siempre habían creído.
—He de decirte que no te reprocharía que lo pensases —dijo Frank, orientando sus pasos hacia Mesrutiyet, abajo—. Querrá protegerse.
—Sí.
—Está muy bien que no te asustes con facilidad —aseguró Frank, como si añadiese una nota al expediente.
Estaban pasando junto a las verjas de hierro forjado del consulado norteamericano. La oficina de Tommy, recordó, se hallaba en la parte de atrás, con vistas al Cuerno de Oro. Ahora era suya; algo tan surrealista como asistir al funeral del hombre al que has matado.
—¿Cuál era el siguiente eslabón? —preguntó, pensativo—. ¿Cómo ibais a sacar a ese tipo de Estambul?
—En avión. No te preocupes, lo he cancelado —dijo Frank; a Leon le pareció como si fuera el sonido de una puerta al cerrarse.
El salón de banquetes del Pera estaba atestado, desbordante de personal del consulado y de turcos que no habían estado en la iglesia y ahora estaban alineados ante la mesa del bufé, con platos en la mano. La comida era norteamericana, pollo y ensalada de patata y rosbif frío, no había ni siquiera una hoja de parra rellena para recordarles dónde estaban. Barbara estaba de pie junto a la puerta, recibiendo a los invitados, aún con ronchas de haber llorado y las mejillas hinchadas.
—Oh, Leon —dijo, dándole un abrazo—. Gracias por venir. Todavía no parece verdad, ¿no crees? Un día todo está… Y muerto de un tiro. Sigo pensando, esos últimos minutos, cómo serían.
—No hagas eso —dijo Leon, desconcertado—. No pienses en eso.
—Lo sé, lo sé, me lo dice todo el mundo. Y justo ahora que por fin habíamos conseguido Washington. No podía hablar de otra cosa. De llevar allí todas nuestras cosas. Ya sabes cómo son los barcos. Y ahora, ¿qué hago yo?
—No hagas nada —dijo Leon—. Tómate un tiempo. No te conviene precipitarte en nada.
—No puedo quedarme aquí.
—¿Dónde está tu casa?
—En Boston, supongo —dijo con vaguedad—. Pero ya hace años de eso. Ya sabes cómo es esto de vivir en el extranjero, llevas tu hogar a cuestas. No conozco a nadie en Washington. Íbamos a ir allí por el trabajo de Tommy. ¡Frank! —dijo, cogiéndole el brazo cuando se les unió—. Venir desde tan lejos, desde Ankara.
—¿Cómo lo llevas?
—Todo el mundo ha sido tan amable —contestó Barbara, remilgada de repente, algo que había oído en las películas.
—Kay se va a quedar unos días por aquí, le prometí unas vacaciones, así que cualquier cosa que necesites…
Ella asintió.
—Nunca imaginé la de papeles… Ahora quieren que rellene un impreso para llevarlo a casa. Tengo que dar fe de que son sus cenizas. ¿Y de quién si no iban a ser?
—Le pediré a Ted Kiernan que se ocupe de todo en tu nombre. De eso es de lo que se ocupa, de sacar cargamento fuera.
—Cargamento… —empezó a decir Barbara cuando a Frank, entre gestos de disculpas, lo llevaron aparte a saludar a alguien.
—Desde luego no ha tardado nada en presentarse aquí, ¿verdad? —dijo Barbara mirándolos marcharse—. Ya está haciéndose cargo de la oficina. Podrían esperar siquiera unos minutos. Tommy no está todavía frío y ya está aquí Ankara…
—Barbara…
—Bueno, es así. Oh, ¿qué más da? Política del departamento. Ya no formamos parte del Gobierno, ¿no es así? Y ahora, ¿qué? ¿Te importaría pasarte por casa y ayudarme a arreglar las cosas? Siempre he tenido la sensación de que contigo podía hablar —dijo levantando la vista, extrañamente coqueta—. Tommy siempre se ocupaba de todo, y ahora…
—¿Estás bien de dinero?
Asintió.
—Sí, sí, son solo todos esos papeles… —dijo, dejando una puerta abierta, y Leon se dio cuenta de que ella lo estaba malinterpretando, respondiendo con una intimidad inesperada. ¡La mujer de Tommy!
—Deberías hablarlo con Ed Burke —sugirió mientras se apartaba—. Es abogado.
—Oh, Ed. Nunca me ha dirigido más de cinco palabras y, ahora, en cuanto me doy la vuelta, ahí lo tengo. Tal vez piense que soy una viuda rica. ¡Ja! No tan rica.
—Pero necesitarás un abogado. ¿Dejó Tommy testamento?
Negó con la cabeza.
—Por lo menos, no he encontrado ninguno. A su edad… Uno no espera… —Dejó la frase sin acabar; estaba empezando a sollozar otra vez.
—Aquí tienes —dijo Ed, apareciendo a su espalda con una copa, que sustituyó por el vaso vacío que ella sostenía en la mano.
—Gracias, Ed —contestó con voz trémula, cambiando de tono—. Te estás portando estupendamente.
—Arriba ese ánimo —dijo él, levantando la copa.
—No dejes que me achispe. Es lo único que me falta.
—No pasará —le aseguró él.
Amigo de la familia, mostrándose cada vez más atento incluso, buscaba un asiento en la mesa, con una curiosidad que no lograba dominar.
—Discúlpeme, señora King —interrumpió el gerente del hotel, para mencionar algo acerca del champán.
—Bueno, creo que les dije que con el postre, pero si la gente ya lo está pidiendo —respondió ella, y salió detrás de él.
—¿Conoces a Frank Bishop? —preguntó Ed.
—Solo de saludarnos. En Ankara.
—Es el sheriff, ¿no crees? —dijo Ed, inclinándose con tono confidencial.
—¿Qué quieres decir?
—Han tenido que saltar muchas alarmas con todo esto. En cuanto se han enterado, él ya estaba a bordo de un avión.
—No estoy muy seguro de entenderte, Ed.
—Para un burócrata de Commercial Corp.
Alzó los ojos y le reveló una mirada de entendimiento.
—¿Quién es ese con el que está hablando? —quiso saber Leon mirando a través del salón.
Era un hombre que le resultaba familiar, pero que no conocía; una de esas personas que ves en las fiestas, pero que, por algún motivo, nunca llegan a presentarte.
—Al Maynard. Western Electric. ¿No conoces a Al?
Leon negó con un movimiento de cabeza. El hombre de Tommy.
—Pues ya no vas a tener ocasión. Se marcha a Washington.
—Ajá. Es verdad, Tommy lo mencionó.
—¿Lo hizo? ¿Por qué? Quiero decir… si no lo conoces…
—Bueno, no por él, por el trabajo. Pensó que podría interesarme su puesto.
—Tiene gracia cómo funcionan las cosas. Puede que Al consiga ahora el puesto de Tommy, el nuevo, en Washington. Alguien lo hará. Mira cómo le baila el agua a Frank.
—¿Qué has querido decir con eso de que Frank es el sheriff?
—Aquí no se fían de la policía. Flan mandado a su propio hombre. Saben que no fue un robo.
—¿Cómo lo saben?
Ed señaló a Frank con un gesto de la cabeza.
—¿Para qué lo han mandado si no?
—Ed…
—Solo digo lo que piensa todo el mundo en esta sala. Todo el mundo.
¿Sería ese el caso? Leon miró a su alrededor. Notó el murmullo confuso de la conversación social, pero también una tensión soterrada; los asistentes miraban a Frank de soslayo, bajaban la voz cuando pasaba Barbara cerca, especulaban, murmuraban, cada uno con su propia idea del asunto. Pero nadie sabía nada. Leon sintió de nuevo el cosquilleo en la nuca: nadie sabía nada.
Frank hablaba con otra persona. ¿Otro enlace de la red de Tommy? Quizá pudiera seguirle por el salón como si fuese un diagrama, de un punto confidencial a otro punto. Pero ¿a qué se dedicarían todos? Todo había empezado vigilando barcos, el tráfico del Bósforo. Tomando copas en el Park, confiando en alguna indiscreción. No le pegaban un tiro a nadie. Pero esa guerra había terminado. En la nueva, se ayudaba a huir a los asesinos y se los ponía a salvo. Para que pudieran hablarte de otros asesinos. Y había un trabajo en Washington al final. Ahora de nuevo disponible. A la espera de un nuevo Tommy.
—¿Puedo gorronear otro? —preguntó Kay Bishop, repentinamente a su lado—. ¿O tampoco está bien visto aquí dentro?
Leon parpadeó, volviendo a la realidad.
—Fumar —apuntó ella.
Sacó la cajetilla y se volvió a Ed para presentárselo, pero Ed se había ido. ¿Cuánto tiempo habría estado ahí parado mirando la sala?
—Creo que puede arriesgarse —respondió mientras esbozaba una sonrisa de fiesta—. Con tanta gente.
Se había quitado las gafas oscuras y vio por primera vez sus ojos, brillantes y despiertos, tan brillantes que parecían haber absorbido toda la luz de su pálida tez, dejando una salpicadura de minúsculas pecas. Miraban directamente a los suyos, sin vacilar, sin movimientos a los lados, y el efecto era de fácil familiaridad, como si ya se conociesen de antes y simplemente estuviesen retomando el hilo de una conversación interrumpida. Entonces vio que las cejas se enarcaban ligeramente, como en una pregunta, y cayó en la cuenta de que la estaba mirando de hito en hito.
—Sus ojos son verdes —dijo—. Como en la canción.
—Son solo unas pintitas. En realidad son castaños. Es un truco de la luz.
—Menudo truco.
—¿Me está tirando los tejos?
—Disculpe —dijo, sorprendido—. ¿Es lo que ha parecido?
—¿Y cómo voy yo a saberlo? —respondió—. Vivo en Ankara.
—¿No se flirtea en Ankara?
—Si lo hacen, me lo he perdido.
—¿Y qué se hace allí?
—Las mujeres jugamos a los naipes. Los hombres, no lo sé. Intentan no quedarse dormidos, básicamente. En cualquier caso, no se flirtea.
—Es una ciudad gubernamental. Siempre son así. Ahorra posibles problemas.
—Y los turcos…
—¡Ah!
—No, es aun peor. Solo miran. Como si una fuese algo en una tienda de dulces.
—Les resulta nuevo que los hombres y las mujeres alternen. No están acostumbrados.
—Pero están casados. ¿No hablan con sus esposas?
Leon sonrió.
—Quizá por eso no les hablan a ustedes.
Ella alzó su copa para aprobar su comentario.
Leon volvió a sonreír; de repente se sentía animado. Era la primera vez desde Bebek que se sentía el de siempre, con la mente clara, sin distorsionar las cosas. Entonces ella inclinó ligeramente la cabeza, como preguntando «¿qué?», y él negó con la suya en respuesta, «nada», avergonzado. Flirteando. Ahí, precisamente. Con la mujer de Frank, ni siquiera especialmente bonita. Excepto sus ojos. Se dio cuenta de que era consciente de su perfume.
—Ahí hay uno, por ejemplo. Lleva cinco minutos sin quitarme el ojo de encima.
Leon siguió su mirada y se quedó helado. No la estaba mirando a ella, sino a él. Era el hombre del inmueble de Marina, el del tranvía; solo era admisible una coincidencia. Tenía un bigote fino, algo en lo que Leon no había reparado antes.
—¿Cómo sabe que es turco? —preguntó él, volviéndose rápidamente—. Podría ser de cualquier otro sitio.
Hablaba por hablar, desaparecido el ánimo boyante, oprimido una vez más por la inquietud. Miró de reojo hacia el hombre. Ahí seguía.
—Por la forma de mirar, como si una fuese un espécimen. Pero se limitará a mirar. Así que solo queda usted. Veamos: los ojos, sí. ¿Le gusta algo más?
—Todo —respondió Leon mirándola un segundo—. Pero a Frank probablemente también.
Se quedó parada, como una pelota suspendida en pleno vuelo, y luego agachó la vista.
—No se haga ideas equivocadas. Solo estaba… pasando el rato. Acaba una aprendiendo a hacer estas cosas…
—En Ankara. —Leon completó la frase.
Ella tomó un sorbo de su vaso.
—Allí la gente no habla así.
—Así, ¿cómo?
—Dando rodeos.
—Dígale a Frank que pida un permiso. Quédense un tiempo.
—Tiene que volver. Pero yo me voy a quedar unos días. Aquí mismo, de hecho.
Alzó los ojos, como si pudiese ver su habitación a través del techo.
—¿Es su primera estancia?
—Estuvimos un día, al llegar a Turquía. Nada más bajar del tren visitamos Topkapi y la iglesia grande.
—Santa Sofía.
—Luego, otra vez al tren. Y Ankara. Así que, ¿qué debería visitar?
—La mezquita de Solimán. Empiece por ahí.
—¿Qué más? Cosas que no estén en las guías. ¿A usted qué le gusta?
—¿A mí? Todo. El agua. Tantos barcos. La comida.
—¿La comida?
—No esta cosa. Su comida.
—Berenjena —apuntó ella.
—Sí, pero mire lo que hacen con ella. Los sultanes tenían un chef solo para la berenjena.
—A usted le gusta esto —dijo ella, aquilatándolo con la mirada.
El hombre se apartó de la pared para dirigirse hacia la mesa del bufé, pero manteniéndolos siempre a la vista. ¿Por qué no se acercaría sin más? Pero no lo haría, no mientras estuviesen conversando. Esperaría una oportunidad.
—Son las capas —dijo Leon—. Por ejemplo, este sitio en el que estamos. Lo construyó el Orient Express para que sus pasajeros tuviesen donde alojarse. Un sitio grandioso. Con todas las modernidades.
—¿Aquí? —dijo ella, recorriendo con la vista el ajado salón.
—Entonces era el súmmum de la elegancia, igual que el tren. El comedor de Sirkeci tiene la misma apariencia. Así era Pera, el barrio europeo, en aquellos tiempos. Estaban todas las embajadas, hasta que las trasladaron a Ankara. Justo cruzado el puente desde la ciudad otomana. Salvo que todo era otomano, en realidad. Durante quinientos años. Anteriormente, la colina fue genovesa, una concesión comercial de los bizantinos. La torre la levantaron ellos. Los bizantinos duraron mil años. Desde su cuarto probablemente pueda ver sus astilleros, alrededor de todo el Cuerno de Oro. Así es Estambul. Siempre está uno encima de varias capas.
—¿Y qué hay de esta, de ahora mismo? —preguntó interesada.
—¿Ahora? La guerra ha sido un tiempo duro para Turquía.
—Pero eran neutrales.
—Mantuvieron un ejército en pie de guerra, por si acaso. Mucho dinero para un país pobre. Ahora están arruinados. La casa necesita una mano de pintura, pero tienen que dejarlo para el año que viene. Así que todo tiene un aspecto un poco cochambroso. Pero supongo que será igual en todas partes desde la guerra.
—Menos en casa.
Leon calló e inclinó la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Excepto allí.
—Pero usted quiere quedarse aquí —dijo ella, casi como para sí, intentando leer en su rostro—. No revela usted gran cosa, ¿verdad? Hace un rato, cuando estaba ahí de pie, limitándose a mirar, no se me pasaba por la cabeza qué podría estar pensando. Los demás sí, pero lo que es usted, ni idea.
—No sabía que fuera tan misterioso —dijo con desenfado—. La mayoría de la gente no piensa eso.
—Bueno, la mayoría de las personas no son misteriosas, ¿no le parece? Así que no lo notan. Tampoco ven las capas. —Apartó la vista, mirando por encima del hombro de Leon—. Dios mío, ¿quién es esa?
Él se volvió.
—Esa es Lily. Nadir.
—Pero ¿quién es?
—Su marido se quedó con la naviera Vassilakos cuando echaron a los griegos. Es viuda. Es lo que en Washington llamarían una anfitriona. Da fiestas.
—No va zarrapastrosa.
Iba vestida para un funeral, con un vestido de seda negra de cuello alto con hombreras y unas pocas joyas —diamantes de día—, un brazalete fino y un alfiler gigantesco que brillaba como una estrella sobre el tejido oscuro. Su cabello, rubio trigueño veteado de gris, iba cubierto por un paño negro con hilo de plata, algo a medio camino entre una redecilla y un pañuelo de cabeza, un suave chal otomano que hacía parecer desaliñados todos los tocados de la habitación.
—No se ven joyas así en Ankara.
—Tampoco aquí se ven mucho. Lily es un caso especial.
Llevaba un rato de pie en la puerta, recorriendo el salón con la mirada, y al ver a Barbara se dirigió hacia ella. La gente se apartaba a su paso conforme avanzaba, en una suerte de coreografía social. Tomó las manos de Barbara entre las suyas —un momento regio— y dijo algo, y cuando Barbara rompió en sollozos, le apretó más las manos, para enfatizar, un gesto mucho más dramático que un abrazo. Todos los presentes se habían vuelto a mirar.
—Otra capa de Estambul —dijo Leon—. Lily formaba parte del harén de Abdul Hamid.
—¿De su harén? ¿Cuántos años tiene?
—No hace tanto tiempo que lo abolieron. Cuarenta años o menos. Era una niña.
—¿Una niña?
—A menudo las enviaban al harén muy pronto, para recibir formación —dijo, y entonces advirtió la expresión de ella—. No, no ese tipo de formación. Cosas de palacio. Modales. No todas llegaban a acostarse con el sultán, y desde luego no las niñas. Supuestamente ser una gözde era un privilegio. Una de las escogidas.
—¿Y ella lo fue? ¿Escogida?
—No, era demasiado joven. Y después tuvo suerte. Encontró un protector.
—Ya lo creo —dijo Kay, que seguía mirando el alfiler.
Lily se apartó de Barbara en ese momento, una vez presentadas sus condolencias, y pasó junto al hombre del bigote. Lo miró de soslayo, casi demasiado deprisa para ser observada, y sin detenerse, pero consciente de él.
—¿Le gustaría que se la presentara?
—¿La conoce?
—Todo el mundo conoce a Lily. Posee uno de los grandes yalis que dan al Bósforo. Cuando llegas en tren y ves las casas, esas que parece que se están cayendo a pedazos, piensas que eso es Estambul. Pero no ves los yalis, los antiguos jardines. El jedive solía alojarse en el suyo cuando venía a Estambul. Luego lo compró su marido, así que ahora le pertenece. Era un gran amigo de Atatürk, por cierto. De los primeros tiempos. Así que no diga nada antiturco.
—Primero Frank, y ahora usted. Me han sacado en sociedad de vez en cuando.
—Solo quería decir…
—Sé lo que quería decir. Soy una mujer de embajada. Tiene gracia, de todos modos; no parece turca. Con esos pelos claros, quiero decir… Normalmente, no se ven…
—Es circasiana. De origen.
Irguió la cabeza.
—Y ahora no me dirá dónde está eso, y yo no se lo preguntaré porque no quiero que sepa que no lo sé, así que me quedaré sin saberlo.
Leon sonrió.
—Hoy en día forma parte de Rusia. Al este del mar Negro. Una zona muy popular entre los sultanes, por los esclavos.
—Los caballeros las prefieren rubias —dijo ella.
—Incluso entonces.
Lily estaba rodeada de gente, pero se dio la vuelta —un instinto social— como si hubiese notado que Leon se acercaba.
—¡Léon! —dijo, pronunciándolo a la francesa—. ¡Qué agradable! Lo esperaba.
Alargó la mano, juguetona, para que se la besara.
—No sabía que conocieras a Barbara.
Se le iluminaron los ojos, como a una niña traviesa a la que hubiesen pillado en falta.
—Muy poco. Pero, querido, no he sabido resistirme. Nadie habla de otra cosa. ¡Imagínate! Es como un roman policier. Aquí, en Estambul. Tenía que venir.
—Pero un robo…
—Uf. Sin dinero. Un ladrón turco se habría llevado el dinero, ¿no? ¿En el Bósforo, de noche? Una cita galante: tiene que serlo. El encuentro fatal. Pero ¿con quién? —Miró alrededor de la sala—. Tal vez la esposa celosa. Ella pudo hacerlo. Tiene manos muy fuertes, deberías tocárselas. Una pistola no supondría un gran esfuerzo para ella.
Leon sonrió.
—Compórtate. Deja que te presente a Kay Bishop. Ha venido de Ankara.
—¿Está en la embajada? —le dijo con calidez, cogiéndole la mano.
Kay asintió.
—Mi marido. ¿Se nota?
—En Ankara todo el mundo está en alguna embajada. ¿Por qué si no iban a ir allí? ¡Con tanto polvo! ¡Dios mío, cuantísimo polvo! Por supuesto, Kemal quería una ciudad turca, y eso está bien, pero también se pierde algo con el cambio, creo yo. Pobre Estambul, demasiado decadente para él, dijo, que solo era un soldado, las barracas estaban bien. Pero, sabe, lo que quería decir es que había demasiados extranjeros. En aquellos días, todos los letreros de las tiendas eran armenios, griegos, hebreos. Ahora todos están en turco. Incluso aquí. Una ciudad turca ahora.
—Es la primera visita de Kay.
—¿De veras? Entonces ha dado con el guía perfecto. Nadie conoce la ciudad como Leon. Los extranjeros somos los verdaderos estambulitas.
—¿Tú? Tú no eres extranjera desde…
Lily levantó un dedo.
—Nada de fechas. Ça n’est pas gentil! —Se dirigió a Kay—. Pues entonces tiene que venir a mi fiesta. ¡Resulta tan difícil conseguir mujeres! Aún les resulta nuevo lo de salir de casa. Los maridos dicen que las van a traer, pero luego no lo hacen. Leon, ¿la acompañarás? —Hizo una pausa—. Y a su marido, por supuesto.
—No puede quedarse. Acudiría solo yo, me temo.
—Ah —exclamó Lily, mirando a Leon—. Tanto mejor. Una mujer más en Estambul. Más valiosa que los rubíes. Ay, Dios, un ataque de histeria. —En el extremo opuesto del salón, Barbara había empezado a sollozar ruidosamente—. Quizá no está recibiendo suficiente atención.
—Lily…
—No, si es verdad. Es el día de la viuda. Y con todas estas distracciones…
—Tú eres la distracción —dijo Leon.
—Espero que no —replicó, disfrutándolo—. En un momento como este. Tal vez debiera marcharme.
—Eso sí que sería una distracción. Acabas de llegar.
Arqueó una ceja, mirándolo, pero se dirigió a Kay.
—¿Y a usted qué le parece? Lo del asesinato. ¿Se le ocurre algo?
—No sabía que lo fuera. Dijeron que…
—Ah sí, lo del ladrón en la noche —dijo Lily, desdeñosa—. Pero esto es mucho más interesante, ¿no le parece? Resulta egoísta decirlo, lo sé, pero un pequeño frisson resultará beneficioso para la fiesta. Durante la guerra era fácil: invitabas a un alemán, invitabas a un ruso, y te dedicabas a mirar. ¿Estarán juntos en la misma habitación? ¿Se mirarán? Y, por supuesto, las preguntas serias: ¿seguirá Turquía al margen? Pero siempre había algo. Desde entonces todo se ha vuelto un poco aburrido, me parece.
—Entonces esto es justo lo que necesitabas —dijo Leon.
—Estás burlándote de mí, pero es cierto, así que, ¿por qué no decirlo? Y por descontado, resulta tan inverosímil. Un hombre como ese: ¿un gran amor? ¿Cómo imaginarlo siquiera? ¿Tal vez una mujer local a la que iba a dejar? ¿O una amiga norteamericana? Una relación solo de cinq à sept, y ella se puso celosa. Pero tiene que haber alguien.
—Lily, eres una romántica —apostilló Leon.
—¿Y tú no? Todos lo somos, creo, si tenemos suerte. Pero en esta ocasión ha sido mala suerte. He de admitir que pensar en Tommy King como amante…
—Tal vez la cosa no tuvo que ver con él. Igual se metió en medio de algo —dijo Kay.
Leon la miró, sorprendido, con la mente de repente otra vez en el muelle, siguiendo la trayectoria de las balas, marcando las posiciones, volviendo a representar toda la escena. Cuando se mira el tablero de ajedrez desde el otro lado, había dicho Alexei. Pero nada cambió. Había ocurrido de una sola forma.
—En los libros siempre se leen cosas parecidas —dijo Kay—. La gente ve algo que no debiera, o se encuentra ahí por azar…
—Pero eso es horrible, ¿no? Un asesinato accidental. No ser ni siquiera lo bastante interesante para ser una víctima. Solo… un entrometido. Mejor, creo yo, pensar que ha sido la viuda. Esas manos…
—Le dispararon, Lily.
—El gatillo, entonces. No es problema, je t’assure. Escucha: otra vez.
Un recién llegado, y Barbara llorando a lágrima viva.
—No te rías tanto de esto —dijo Leon.
Lily agachó la cabeza, contrita.
—Es verdad, no deja de ser una muerte —miró a Kay—, pero ¿vendrá a mi fiesta?
—Por supuesto. Muchas gracias.
—Quizás esté el asesino. Quien quiera que sea.
—¡Vaya idea! —exclamó Leon.
—¿Por qué no? A lo mejor también está aquí. Alguien a quien conocía. No un extraño. Tuvo que ser así.
—¿Por qué?
—¿Quién va a un sitio como ese para reunirse con un extraño? Tenía que ser alguien conocido. Y el disparo fue de cerca.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Leon, alerta.
Lily se encogió de hombros.
—La gente habla.
—¿Gente de la policía?
—Gente a secas. Ya te lo he dicho, no se habla de otra cosa. Menos aquí, quizá. Donde todos queréis creer que ha sido un ladrón.
De forma involuntaria, Leon miró a través de la habitación. Frank, que había alcanzado la mesa de las bebidas, se dio media vuelta al presentársele el hombre del bigote. Educado, formal, tal vez inocuo. Lily le preguntaba a Kay por sus planes, un ruido de fondo mientras Leon se centraba en la otra conversación, demasiado alejada para poder oír nada. Salía del edificio de Marina. ¿Un cliente? ¿Por qué Frank? Luego Frank volvió la vista, inclinó la cabeza en dirección a Leon, como si estuviese señalándolo.
—El hotel puede buscarle un guía —Lily le decía a Kay—. Por supuesto, si Leon está libre… Él lo conoce todo muy bien. Excepto las tiendas. Era Anna la que conocía los comercios.
—¿Anna?
—Mi esposa —dijo Leon.
—Oh —exclamó Kay, que no se esperaba eso. Pero había tenido que ver la alianza—. ¿No está aquí?
—Está enferma.
—Lo siento. ¿Nada serio, espero?
—Une maladie des nerfs —explicó Lily—. Una cosa espantosa. Hace mucho tiempo ya. Pero tal vez pronto…
—Eso esperamos —dijo Leon, interrumpiéndola—. Frank tiene mi teléfono, si le apetece visitar algo —apuntó según se unía a ellos Frank.
Kay levantó la cabeza para añadir algo pero luego asintió.
—Seguro que estás muy liado en la oficina —dijo Frank—. Puede llamar a Cook’s. Sin embargo, estaría bien si pudieras invitarla a comer.
Kay le lanzó una mirada fugaz, irritada.
Leon inclinó ligeramente la cabeza.
—Estaré deseándolo —dijo, cogiéndole la mano.
—Sí —contestó ella, cortés de nuevo—. Y la fiesta también —le dijo a Lily.
—¿Entonces? —preguntó Frank, impaciente ya por marcharse.
Pero Kay aguardó un instante más, mirando a Leon.
—Gracias. Por lo de las capas.
Leon los vio despedirse de Barbara.
—¿Te interesa esa muchacha? —preguntó Lily.
—Acabo de conocerla.
—¿Esa es tu respuesta? ¿A esa pregunta?
—No —dijo, una respuesta formal—. No hagas de Cupido. Soy demasiado viejo.
—Vaya, así que viejo. A ella le interesas.
—Estoy casado.
Lily suspiró.
—Tu fidelidad resulta tan norteamericana… Un turco…
—Iría a un salón de té y jugaría a las cartas.
Lily se rio.
—Sí, quizá. Solo aquí arriba. —Se tocó la cabeza—. Pero tú la has estado mirando. Te he visto. Y a ella le gustas.
—Y todo eso lo has visto en cinco minutos.
—En dos. Y ese marido… ¡Uf!
—Bueno, eso es problema suyo. —La miró—. Estoy casado. Tú también lo estuviste. Y eras una esposa entregada. Lo dice todo el mundo.
—Por supuesto —dijo con naturalidad—. Fue el amor de mi vida. Y Anna el tuyo. Pero eso no es lo único que hay en la vida. Tu fidelidad resulta antinatural.
—Para mí no.
Ella alzó los ojos, mirándolo, y le puso la mano en el brazo, sonriendo un poco.
—Como quieras. Pero está interesada. Quiere saber cómo eres.
—Saber cómo soy.
—A las mujeres nos gusta averiguar las cosas. Somos detectives.
—¿Y lo conseguís?
—A la larga —le palmeó el brazo—. Esa es la parte decepcionante. Ay, no. Más cataratas —señaló a Barbara con un gesto de la barbilla—. Debería marcharme. Sería un descanso para los dos, creo.
—Solo ha bebido un poco de más. Es un día duro para ella.
—¿Eso crees? —Se volvió a mirarlo—. Los hombres sois muy raros. Nosotras os conocemos, y vosotros no sabéis nada de nosotras. No está disgustada. ¿Por qué habría de estarlo? Ah, por las molestias, quizá.
—Pues entonces adiós a tu crime passionnel.
—Bueno, resulta divertido pensarlo. Un hombre como ese. Con una mujer. Pero por supuesto que ha sido algo político —dijo con toda naturalidad—. Ya sabes que formaba parte del, ¿cómo lo llaman?, como los ingleses, supongo, del servicio secreto americano.
—¿Cómo?
—Bueno, todo el mundo andaba un poco en eso, ¿no? Durante la guerra —dijo, a la espera de la reacción de Leon a eso.
—Todo el mundo no.
—¿Ah, no? De acuerdo. Pero Tommy… Hans Beckmann siempre lo sostuvo. ¿Te acuerdas de él, del consulado alemán? Lo sabía porque él estaba en el suyo. Cómo lo sabía, no lo sé. Era un hombre de lo más indiscreto. Por supuesto, perdieron la guerra, a lo mejor fue por eso.
—Lily… —dijo, alargando las sílabas.
—Bueno, pero es interesante, ¿verdad? Espías. ¿Qué espían? Los unos a los otros. Pero ahora Hans ya no está, los alemanes tampoco. Tommy se iba a ir a casa, con la fiel Barbara. Así que, ¿por qué ahora? Esa es la pregunta, n’est-ce pas? Algún episodio de la guerra, tal vez. Que ha resurgido ahora. Los alemanes recuerdan cosas. Así que tal vez alguien siga combatiendo. No lo sé.
—Lo dices como si no tuviese importancia.
—¿Este asunto? Oh, durante la guerra claro que sí, todo importaba entonces. Ahora, quizá no demasiado. Una muerte. ¿Qué importancia tiene realmente en el esquema de las cosas? —Hizo una pausa—. ¡Vaya mirada! Piensas que soy horrible. ¿Tanto te importa a ti esta muerte?
Apartó la cabeza, desconcertado. Barbara seguía llorando al otro lado del salón, tal vez más afectada de lo que imaginaba Lily. Una cosa irremplazable. Desaparecida con solo apretar un gatillo. Su gatillo.
—Ya lo sé —dijo ella—, se supone que tenemos que sentirlo así. Pero ¿en cuanto pasen uno o dos meses? Ya será algo del pasado. El tiempo es distinto aquí. Ya sabes que me trajeron a Estambul como esclava. ¡Esclava! Entonces yo no tenía ni idea. Sencillamente así es como eran las cosas. Nos pusieron nombres nuevos a todas las niñas. Nombres poéticos. Gracia Juvenil. Eterna Juventud. Yo era Dilruba, Captora de Corazones. Bueno, eso esperaban. Dili, me llamaban mis amigas. Y, después de aquello, volví a cambiar. Lily. Luego, el nombre de Refik. Y ya sabes cómo es la vida: todas las cosas que te ocurren parece que fueron ayer. Pero en realidad hace mucho tiempo. Esclava. Imagina la de tiempo que hace de eso. Eran otros tiempos.
Leon se quedó callado un segundo y luego sonrió.
—Así que Captora de Corazones.
—Sí, pero no del que esperaban. Así que, ¿quién sabe? A lo mejor aquí también ha ocurrido algo inesperado. Un crime passionnel, al fin y al cabo. —Miró hacia Barbara—. Bueno, me despido, y dejo a Níobe con su pena.
Cuando Lily dejó caer la mano, el hombre que estaba contra la pared empezó a moverse entre el gentío.
—Lo que me contó Hans… que quede entre nosotros —dijo—. No es que importe mucho. Pronto lo sabrá todo el mundo.
—¿Por qué?
—Acabará saliendo a la luz cuando descubran quién lo hizo. A menos que lo mantengan en secreto. Siempre lo intentan, ¿no es cierto? Aun así, habrá algo. No te olvides: trae a tu amiga a la fiesta —dijo apresuradamente mientras se alejaba.
El hombre de la pared lo miraba a los ojos. Al acercarse más, curiosamente, su bigote desapareció: otro truco de la luz. Su rostro era oscuro por la barba cerrada, de alguien que se afeita dos veces al día, pero sin bigote: el hombre del tranvía.
—Señor Bauer —dijo, al llegar por fin junto a él—. ¿Me permite que me presente? Soy el coronel Altan.
Leon inclinó la cabeza.
—Pensé que podríamos fumarnos un cigarrillo juntos. ¿Le importa?
—En la calle, ¿quiere decir?
Altan extendió el brazo, en ademán de usted primero, esperando a que Leon se adelantara.
—¿Es usted de la policía?
—No. Se lo ruego.
Volvió a alargar el brazo, y ahora era algo más que una sugerencia.
Se acercaron a la puerta, abriéndose camino entre la multitud.
—Triste ocasión —dijo Altan—. Era un hombre muy popular.
Leon no contestó; esperó hasta que estuvieron en la calle y entonces le ofreció un cigarrillo.
—Coronel, ¿de qué? —preguntó al darle fuego.
—Emniyet —respondió simplemente Altan.
—Creía que ustedes nunca se daban a conocer.
—Es una cortesía. Para con nuestros huéspedes extranjeros.
—Para tranquilizarnos. Al hablar con el Departamento de Seguridad del Estado.
—Señor Bauer, no somos la Gestapo.
—No, pero tampoco la policía sin más. ¿Se trata de una entrevista oficial?
—Aún no.
Leon lo miró, intentando mantener la calma. Emniyet podía hacer cualquier cosa, detenerlo a uno indefinidamente, revocar un visado. No era la Gestapo, no aporreaban las puertas de madrugada, pero tenían los mismos privilegios.
—¿En qué puedo ayudarlo?
—Estuvo usted tomando copas con el señor King la víspera de su muerte. ¿De qué conversaron?
—De su vuelta a casa, fundamentalmente. No veía la hora de marcharse.
—¿No le gustaba Turquía?
—No, no es eso. Su trabajo aquí había concluido. Ahora tenía uno nuevo, eso es todo.
—Su trabajo aquí. ¿Trabajaba usted con él?
—No. Hace años que Reynolds tiene todas sus licencias. Commercial Corp., eso era Tommy, era parte del esfuerzo de guerra. Compraban cromo. Embargaban a las empresas que hacían negocios con el Eje. Cosas de esas. Pero ahora que la guerra ha terminado, también ha acabado el trabajo.
—Me refería a su otro trabajo.
—Su otro trabajo…
—Señor Bauer, es mejor que seamos sinceros en estas cuestiones. Estamos al tanto del trabajo del señor King. Sabemos que usted era ocasionalmente… ¿Cómo calificarlo? ¿Un agente irregular? Es nuestra responsabilidad saber estas cosas. Tenemos que ser los oídos de Turquía.
—Escuchando a Tommy King.
—A muchos.
—Y ahora quiere saber quién lo mató.
—No exactamente. Eso es cosa de la policía.
—Entonces, ¿por qué…?
—La policía se ocupa del crimen. Testigos. El tipo de proyectil. Coartadas. Hacen las cosas a su manera. Metódicamente. Ellos también querrán saber de su conversación en el Park. De sus movimientos la noche del crimen. Bebek, tan a mano, justo ahí carretera abajo. ¿Una coincidencia? La noche anterior, de copas. Esa noche, justo al lado. Eso les resultará sospechoso. Pensarán que podría haberse citado con usted. Le preguntarán cuándo fue a la clínica, cuándo se marchó. Policía.
—¿Piensa usted que maté a Tommy?
—No me importa.
Leon alzó la vista para mirarlo.
—No soy de la policía. No me conciernen los asuntos de la justicia. Mi misión es proteger a la República. Si fue usted quien lo hizo, la policía lo averiguará. O tal vez no. Nuestra policía no siempre tiene éxito. El exceso de trabajo, tal vez. No me importa, ni de una forma, ni de otra. No ha muerto ningún turco. Si los ferengi quieren matarse entre ellos, es asunto suyo. Hasta que se vuelve nuestro.
—¿Y eso cuándo es?
Altan inclinó la cabeza, en un silencioso «ahora».
—Pero ¿no quiere saber quién lo mató?
—Para el expediente, por supuesto. Pero lo que de verdad quiero, señor Bauer, es al rumano.
Habían estado caminando hacia arriba, de vuelta a Túnel, y entonces se detuvieron en el muro próximo a Nergis Sok, que dominaba el Cuerno de Oro allí abajo. Empezaba a formarse una bruma sobre los astilleros, impidiendo el paso del pálido sol invernal.
—¿Qué rumano?
—Más sinceridad. Un rumano con el que el señor King había previsto reunirse. De gran interés para ustedes. También para los rusos. Botín de guerra, por decirlo así.
—¿Y usted cree que mató a Tommy?
Altan se encogió de hombros.
—Eso carece de importancia. Lo que importa es dónde está ahora.
—Tal vez con los rusos.
—No.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque lo sé.
Leon lo miró.
—¿Los oídos de Turquía?
Otra ligera inclinación de cabeza.
—En todas partes. —Una nueva idea—. Luego también entre nosotros. Así es como sabía usted que Tommy iba a encontrarse con alguien.
Altan lo miró fijamente, sin decir palabra.
—¿Tommy nunca sospechó? —preguntó Leon.
Altan apagó su cigarrillo.
—No podemos estar en todas partes. Tenemos que elegir cuidadosamente. Estamos donde es probable que se produzcan daños. —Daños.
—Mire ahí abajo —dijo Altan, con un gesto de la barbilla hacia el Cuerno de Oro—. Otrora la bisagra del mundo. Y ahora lo único que podemos hacer es escuchar. Para protegernos. El oso ruso nos tragaría, así que procuramos no ofenderlo. Estados Unidos es rico. —Se volvió a Leon—. Embarga las industrias. Su guerra, pero nuestras industrias. Así que tampoco los ofendemos a ellos. Un juego de equilibrismo. ¿Tiene usted idea de lo que ha supuesto esta guerra para nosotros? La primera fue una catástrofe. Los otomanos, acabados. Estambul, ocupada. Grecia nos invadió. Solo nos salvó Atatürk. Bueno, eso, y que los soldados griegos fueran… griegos. Y luego, una nueva guerra. Ambos lados nos invitaron a unirnos. Tal vez resultase otra catástrofe. Así que caminamos por la cuerda floja. Un paso, luego otro, siempre pendientes de que no nos empujasen o nos hicieran tropezar. Y ahora seguimos vigilantes. Un hombre ha sido asesinado a tiros en nuestras calles. La policía tiene un crimen. Pero puede que nosotros tengamos un incidente, algo que puede empeorar. Con sus dos potencias tirando de nosotros de cada extremo. Así que queremos a ese hombre. Antes de que ustedes nos despedacen para hacerse con él.
—¿Quiere usted decir que los rusos han reclamado a ese hombre? Están acusando…
Altan negó con la cabeza.
—No pueden hacer tal cosa. Oficialmente, ese hombre no puede existir —alzó la vista— para ninguno de ustedes. Ese rumano no existe. Pero ¿qué no harán sus dos gobiernos para hacerse con él? Ya está aquí un hombre de Ankara. Los rusos están ofreciendo dinero. Líneas de batalla. ¿Y quién está en medio?
Rusos ofreciendo… Oídos por todas partes.
—Pero si todo el mundo lo está buscando, es que nadie lo tiene.
—Ese detalle no me ha pasado inadvertido.
—¿Qué harían ustedes si lo encontraran?
Altan se sonrió.
—Resultaría una valiosa posesión.
—Quiere decir que se lo venderían al mejor postor.
—No. Defenderíamos nuestros intereses. Por supuesto no me corresponde a mí decidir cómo hacerlo. Solo encontrarlo. —Hizo una pausa—. Para Turquía sería muy positivo poder detener esto. Desplazar la guerra a otro sitio. Nos mostraríamos agradecidos por tener a alguien que nos ayudara.
Leon lo miró.
—Soy norteamericano.
—Con intereses en este país. Y una buena vida, me parece. Su esposa, ¿está satisfecho de los cuidados que recibe?
—No puedo ayudarlo, aunque quisiera. Nunca he oído hablar de su rumano.
—¿No? Lamento oírselo decir.
Hizo ademán de sacar cigarrillos, pero se detuvo cuando Leon volvió a ofrecerle los suyos.
—Y si realmente sabe tanto como dice, sabrá que yo no era nada para Tommy. Un chico de los recados cuando había que ir al sitio adecuado.
Altan asintió.
—Karpić.
Leon no dijo nada, absorbiendo todo aquello. ¿Cuánto tiempo habrían estado vigilando?
—Podrían haberlo deportado por eso, ¿lo sabe?
—Luchábamos contra Alemania, no Turquía.
—En Turquía.
—Solo soy un hombre de negocios. Por lo que cuenta disponen de un infiltrado. Pregúntenle. Yo no era parte de nada.
—Solo un irregular. Pero eso es lo que lo hace a usted interesante. No lo conocemos.
—¿De eso va esta conversación?
—No, yo diría que es para ponerlo sobre aviso. De que no se implique. —Se dio la vuelta—. A menos que ya lo esté, por supuesto. Esto es excelente —dijo, mirando el cigarrillo—. Es superior; ¿es tabaco norteamericano? Sin embargo, está usted en Turquía.
—Es la mezcla. El Virginia Bright es más barato. Pero el Latakia turco tiene un sabor más fuerte. Hace más intenso el sabor de la mezcla. Y lo turco tiene cierto caché. La gente lo asocia con la riqueza. Mezclas personalizadas.
—Entonces, resulta afortunado para nosotros.
—Su verdadera competencia es el Burley de Kentucky. Se puede ahumar, curar y darle sabor.
Altan dio una calada al cigarrillo.
—Así que sabe usted de tabaco.
Leon lo miró.
—Es mi profesión. Es lo que hago aquí.
—Sí. ¿Sabe? —dijo Altan como si se le acabase de ocurrir algo—. A veces uno ve gente y piensa que ya la ha visto antes, pero no puede recordar dónde. Y de repente le viene a la cabeza. Creo que lo vi a usted ayer en un tranvía. Quizá no. Con el sombrero es difícil estar seguro.
—¿Dónde fue eso?
—En Beyazit. ¿Era usted?
No era una pregunta.
—Puede que fuese yo. Fui a ver a un amigo, a la universidad.
—¿Sí? ¿A quién?
—Georg Ritter.
—Ah, nuestro filósofo marxista. ¿Allí? Creía que ahora vivía en Nişantaşi.
—A su oficina. Todavía tiene una oficina allí.
—¿Qué tal está? —preguntó, siguiendo el ritmo normal de la conversación, con los ojos escrutándolo atentamente.
—En realidad, no estaba. Supongo que fue una estupidez por mi parte pasarme por allí por las buenas, pero me sirvió de excusa para ir al mercado de libros. Ya sabe, en Beyazit Camii.
—Lo pronuncia usted correctamente. La ce resulta traicionera para los extranjeros. Es un valioso don. Son tan pocos los norteamericanos que conocen nuestro idioma. Me sorprende que no recurrieran más a usted, de forma regular. No solo para recados.
—Prefiero el negocio del tabaco.
Altan enarcó las cejas.
—En eso estamos de acuerdo. También nosotros preferimos que se dedique a él. —Echó a andar y Leon lo siguió—. El mercado de libros. Tuvimos algunos asuntos allí en cierta ocasión. ¿Conoce al librero alemán? ¿En la esquina, donde el árbol seco? No solo vendía libros. Los alemanes lo negaron, claro, pero pararon. Siempre resulta mejor así, arreglar las cosas con discreción.
—Vaya coincidencia que estuviese usted en el tranvía.
—Sí. Ah, comprendo. ¿Piensa que fue intencionado? ¿Y qué motivo habría para ello?
—Ninguno.
—No, había ido a Laleli. A un hotel. Como sabrá, es rutina policial comprobar los hoteles después de un crimen. Así que queríamos asegurarnos de que el rumano no estaba alojado en ninguno de ellos. Quizá con otro nombre, pero normalmente siempre se acuerdan de la presencia de un ferengi.
—¿Y lo recordaban?
—En ese hotel en cuestión hubo dos hombres. Emborrachándose, dijo el recepcionista. Pensó que eran marineros.
—¿Pero podría identificarlos si los volviera a ver?
—Sí. A ambos —dijo, mirando a Leon—. Por supuesto, los recepcionistas… a veces esos tipos no son de fiar. Pero como sesión de borrachera, esta resultó un tanto extraña. La habitación estaba limpia.
—Los marineros suelen ser aseados.
—Señor Bauer, ¿se ha emborrachado alguna vez? Échele un vistazo a su habitación a la mañana siguiente.
—La policía podría enseñarle una foto del rumano. Entonces saldrían ustedes de dudas.
—Si tuviesen alguna.
—¿Y no la tienen?
—Señor Bauer —dijo, haciendo caso omiso—, la policía tiene sus métodos. Nosotros no interferimos.
—¿Interferir? ¿El Emniyet? Ustedes pueden…
—Me parece que no lo entiende. La policía tiene que hacer su trabajo, pero sería mejor que no resolvieran este crimen.
Leon lo miró, esperando.
—Esos hombres se han ido, fueran quienes fuesen. Hicieran lo que hiciesen. Si la policía descubre quién mató al señor King, podría resultar embarazoso para algunas amistades. Alguien sería llevado a juicio. Los rusos son gente excitable, se ofenden con facilidad. Podríamos perder el equilibrio, tropezar. Es mucho mejor resolver este asunto discretamente, lejos de la vista del público.
—¿Y si el rumano le hubiese disparado? ¿Querrían resolverlo?
—Con más discreción todavía —dijo Altan, bajando la voz—. Una vez lo hayamos encontrado. —Se dio la vuelta, inclinando la cabeza: una despedida formal—. Gracias por los cigarrillos. Tengo entendido que el tabaco turco procede fundamentalmente de la costa septentrional.
—Así es.
—Su negocio debe llevarlo a los puertos del mar Negro, entonces.
—De vez en cuando.
—También a su esposa, me parece.
Leon no dijo nada.
—Una mujer con intereses judaicos.
—Es judía.
—Sí, comprendo. Han pasado cosas horribles durante la guerra. Uno no puede más que mostrarse comprensivo. Salvar a la gente resulta heroico. ¿Qué es ilegal cuando hay vidas en juego? Ahora, por supuesto, los tiempos han cambiado.
—¿Qué le hace creer que sus vidas ya no están en peligro? Cada día se oyen historias…
—Y ahora, otro amigo en la balanza. Los americanos quieren esto, los rusos, aquello, y los británicos… los británicos quieren que detengamos barcos. Ustedes los llaman refugiados, y ellos, contrabando humano.
—Ustedes fueron la válvula de seguridad durante toda la guerra. La única gente que consiguió escapar lo hizo a través de aquí.
—Pero ahora es una marea. Y los británicos los están rechazando. ¿Adónde? Por lo que a mí se refiere, no… —Hizo una pausa—. Sé que su mujer está enferma. ¿No comparte usted sus intereses, el antiguo trabajo?
—No.
—Mejor. Es una dificultad para Turquía.
—¿Por qué lo pregunta?
—Por nada en particular. Para saber cuáles son sus simpatías. Los tiempos cambian. El mar Negro es un sitio muy agitado hoy en día. Creemos que el rumano entró por allí. Y ahora, todos los judíos. Es un lugar que necesita más oídos. Familiarizados con los puertos.
Leon ponderó sus palabras. ¿Era una invitación? ¿Un aviso? Pero el rostro de Altan permaneció inescrutable.
—¿Ha visto usted el contrabando humano? ¿El aspecto que tienen? —preguntó Leon.
—Sí. Algunos no son más que un esqueleto. —Habían llegado a lo alto de la cuesta; el mar de Mármara era un lejano vislumbre de azul entre los tejados—. Y pensar que cuando Jasón navegó por aquí —dijo Altan, mirando a las aguas abajo—, el mar Negro era un sitio nuevo. Un lugar lleno de tesoros: pieles, ámbar, puede que oro. Ahora nos envía cadáveres. La guerra fue de Europa, pero los supervivientes llegan flotando hasta nosotros.
—Solo están de paso.
—¿Hacia dónde? ¿América? No. Hacia otra guerra. Los británicos nos quitaron Palestina, y ahora nos piden que los ayudemos a mantener la paz allí. Y nosotros tenemos que hacerlo, para mantener el equilibrio. —Se interrumpió—. No debería ayudar a nadie a cruzar. Ni causar dificultades.
—Parece haber un montón de cosas que no desea que haga, pero no estoy haciendo ninguna de ellas. Compro tabaco, eso es todo. Y ahora el Emniyet me acusa de… No sé exactamente de qué. ¿Soy sospechoso de algo?
Altan lo miró, tomándose un momento.
—De no ser sincero, señor Bauer, eso es todo. —Se llevó dos dedos a la frente en ademán de despedida—. Hosça kalin —dijo, y se dio la vuelta, desapareciendo entre la multitud que había frente a la estación del funicular.
Leon se quedó un minuto allí, mirando, y luego retrocedió hasta el extremo de la plaza, donde encendió un cigarrillo, enervado. Era lo que más temía todo el mundo, una conversación con el Emniyet, pero ¿qué se había dicho en realidad? ¿O callado? Era algo elusivo, como el bigote que iba o venía según la luz. Pero solo se permitía una coincidencia, no dos, y ahora parecía que la coincidencia era el tranvía. Miró a la izquierda, ladera abajo, hacia el inmueble de Marina. Tal vez estuviese visitando a otra persona. Pero entonces serían dos coincidencias. De repente se los imaginó en la habitación de ella, vio a Altan quitándole el kimono, pasándole las manos por los hombros. O hablando, el humo de los cigarrillos saliendo por la ventana, un cuaderno para anotar la charla, tal vez semanalmente, también sus jueves.
Tiró el cigarrillo y empezó a bajar la calle, tratando de recordar todo lo que le había contado alguna vez a Marina. ¿Le pagaría Altan? ¿Algo más valioso que su cuerpo, una mirilla a la vida secreta de alguien? ¿De cuántos, o solo de él? Imaginó a Altan escuchando todo lo que decían después, tumbados en las sábanas revueltas.
El vestíbulo olía a yeso húmedo, algo en lo que, con los sentidos habitualmente embargados por la anticipación, no había reparado hasta entonces. Y después estaba el olor del sexo, sus dedos grávidos de él. Silencio en las escaleras, un goteo en algún lugar de la parte de atrás del vestíbulo, una luz grisácea a través de la traslúcida ventana del rellano, el aliento entrecortado, ansioso. ¿Le mentiría ella? Una mentira nueva para mantener la otra a flote. Su golpe sonó fuerte en la puerta; no fue el amable toque habitual, de cuando sabía que lo aguardaba al otro lado.
Tardó unos minutos en contestar, con Leon esforzándose por oír algo, al acecho de pisadas. Se habría sorprendido, ajustándose más el kimono, anudándole el cinturón. Cuando abrió la puerta, dubitativa, su cara era exactamente la que esperaba, intrigada, un tanto incomodada. De «Qué estás haciendo aquí», pero sin decirlo. Un peinador de seda, pero no el kimono, y la puerta del dormitorio cerrada a su espalda.
—¿Qué le has contado a Altan? —preguntó Leon.
Ella no pronunció palabra, mirándolo, mientras decidía cómo reaccionar.
—¿A Murat? —dijo por fin—. ¿Cómo lo sabes?
—Acabamos de tener una charla.
—¿Estás metido en algún lío?
Leon sacudió la cabeza.
—Solo quería asustarme un poco, hacerme saber que estaba ahí.
Marina lo miró fijamente otro segundo más; después, abrió más la puerta.
—Pues entra. ¿Te dijo que venía aquí?
—No. No sabe que lo sé.
—¿Y cómo es que lo sabes? —preguntó ella, encendiendo un cigarrillo.
—Lo vi salir de tu edificio. ¿Era un cliente?
Negó con la cabeza.
—¿Solo busca información? ¿No se cobra en especie?
Levantó la vista, un breve destello de cólera.
—¿Qué quieres?
—Es del Emniyet. ¿Qué quiere él?
—Hablar.
—¿De mí?
—De todo el mundo.
—Y tú se lo cuentas.
—Es del Emniyet —respondió ella, el enfado cediendo el paso al hastío—. Soy una puta. ¿Crees que tengo elección?
—¿Qué es lo que quiere saber?
—Quieren saber cosas acerca del dueño del edificio. No sé por qué. ¿No pensarás que iba a preguntárselo?
—¿Qué quieren saber? ¿Lo que pasa en la cama?
Otro fogonazo de cólera.
—¿Tan interesante te parece lo que ocurre ahí? —Inhaló humo, tranquilizándose—. Quieren saber qué dice. Cosas de su negocio. Si habla de Inonü. Cosas así.
—¿Y qué hay de mí? ¿Qué les cuentas acerca de mí?
—Nada. Le dije que solo venías aquí por lo que hacíamos juntos. Eso es todo. Es bastante cierto. ¿Alguna vez me cuentas algo?
Los vio tumbados en la cama, conversando distraídamente, las palabras flotando entre el humo.
Marina apagó el cigarrillo.
—¿Quiénes son tus amigos? ¿Cuáles son del consulado? Si tienes suficiente dinero. ¿Sabes qué le dije? Que tenías suficiente para mí, y que eso era lo único que me importaba. —Se calló y se acercó a él—. No tienes por qué preocuparte —le dijo, poniéndole la mano encima—. No le dije nada. Es de Bayar de quien quiere saber cosas. Tú solo vienes aquí para acostarte conmigo. Es verdad, ¿no es así? Para eso vienes. —Le acarició el brazo—. Te gusta.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Que por qué… Porque me habrías pedido que dejase de hacerlo, ¿y cómo iba yo a hacer eso? Y entonces tú un buen día tal vez dejarías de venir.
—¿Y quién sabe? Algún día podría escapárseme algo que pudieras usar. En un momento de debilidad.
—¿Piensas que lo haría? —preguntó.
—Tal vez. ¿No es por eso por lo que vinieron a verte? Eres una buena recluta. La gente te cuenta cosas constantemente.
Se volvió hacia él, molesta.
—Es verdad. Constantemente. Cosas fantásticas. ¿Quieres oírlas? Haz tal cosa. Más. Deja que te vea de tal modo. Sí, abre las piernas —lo dijo torrencialmente, como si le desbordara, subiendo el tono—. Ay, ¿no quieres oírlo? ¿Por qué no? Cosas fantásticas. Toda la vida. Nada más que para conseguir esto —dijo, indicando la habitación con la mano—. El Emniyet tampoco quiere escuchar. Dinos qué te cuenta. ¿Qué se creerán que le cuentan los hombres a una puta?
Se abrió la puerta del dormitorio. Asomó solo una cabeza, de rostro sin afeitar, la parte de arriba de una camiseta. Siguió un rápido intercambio en un idioma que Leon no comprendió. Marina le dijo a la aparición que se quedara dentro. El hombre miró a Leon frunciendo el ceño, dubitativo, pero acabó por cerrar la puerta. Marina se volvió hacia él sin decir nada, el ánimo ligeramente abatido, interrumpido el impulso.
—¿Qué era eso? El idioma, quiero decir.
—Armenio —respondió ella.
—¿Una especialidad?
—Le gusta, sí —contestó, su tono ahora desafiante—, le sabe mejor así. Es su lengua. ¿Te gustaría saber lo que me dice en ella?
Leon se apartó, y entonces lo sorprendió su reflejo, el de alguien desconocido, tan deslucido como el propio espejo, jaspeado por los años, con manchas pardas extendiéndose por los bordes. Desgastándose. Un lugar que le había parecido erótico —el polvo en la luz de la ventana, una pátina de sudor— entonces solo era una habitación cansada, con un hosco armenio tras la puerta, una chica delgada en bata esperando para darle placer, como era de verdad su vida. Se miró fijamente durante un minuto, incapaz de moverse, con el mismo vacío que sentía a veces después del sexo, y el hombre del espejo le devolvió la mirada, desengañado.
Marina fue hacia él, le tocó el brazo tentativamente, notando su retraimiento. Cuando bajó la vista del espejo también la vio distinta a ella, con más colorete en los pómulos, tal vez al gusto del armenio. Por un instante tuvo la sensación —un extraño estremecimiento— de que se la había inventado, que todas sus visitas a ese lugar, esas tardes que tanto esperaba, solo habían tenido lugar en su cabeza.
—Ven el jueves. Altan no es nada. No le digo nada. Quiere saber cosas de Bayar, no de ti. —Hizo una pausa—. Y yo no lo haría, ¿sabes? No se las diría. Es solo que le gusta saber quién viene aquí. Vuelve el jueves. —Una media sonrisa, apretándole el brazo—. No tenemos por qué hablar si no quieres.
Subió más la mano, para atraer su cabeza, pero se detuvo: los dos eran conscientes de que algo había ocurrido, había roto el hechizo que solía reinar en la habitación, como una raja en el espejo.
—¿Tú harías algo por mí? —preguntó él.
Marina levantó los ojos, expectante.
—No le digas que sé que viene aquí.
—¿Por qué no?
—Quizás algún día te cuente algo que a él le gustaría saber.
—Y se lo creería. Porque se lo habría dicho yo. Me utilizarías para eso.
—No sería una mentira.
—¿No? Pues entonces díselo tú mismo. Los dos sois iguales. Tú quieres hacer lo mismo que él.
Leon se dirigió a la puerta.
—No me acuesto con él —dijo ella, como si eso marcase una diferencia.
—Aún —replicó él.
Cogió el tranvía en Istiklal hasta la oficina y repasó los mensajes con Turhan. Después tomó un taxi dolmus hasta Aksaray y esperó hasta que los demás viajeros hubiesen subido a sus autobuses, y luego un poco más, para asegurarse de estar solo. El Emniyet quería que uno pensase que lo sabían todo, que vigilaban en todas partes —¿no era esa acaso la finalidad de la conversación con Altan?—, pero nadie podía estar vigilando las veinticuatro horas del día. En la estación solo un hombre parecía estar clavado en el sitio —un posible espía—, pero entonces se subió a un autobús al aeropuerto y Leon se puso en camino hacia Laleli, bajando primero hasta el acueducto y luego caminando colina arriba.
Alexei abrió la puerta; a su espalda, un tablero de ajedrez medio lleno.
—¿No trae nada caliente? —preguntó, mirando en la bolsa que había llevado Leon.
Estaba recién afeitado, su camisa estaba planchada con elegancia militar. Leon pensó en el armenio entrecano.
—Caliéntese una lata de sopa.
Alexei abrió el cartón de cigarrillos y arrancó el celofán de un paquete.
—La comida no es gran cosa, pero sus cigarrillos son excelentes. ¿Son fáciles de conseguir aquí los cigarrillos norteamericanos? En Bucarest son como el oro.
—Tengo una buena fuente.
—Y bien —dijo Alexei, echando humo—, ¿a qué viene esa cara? ¿Hay algún problema?
—Vengo de un funeral.
—Ah, el de su amigo. ¿Cómo se sintió? —preguntó, casi divertido.
—Y luego he tenido una visita del Emniyet.
—¿Por qué usted?
—Están hablando con todos los que conocían a Tommy.
—¿Y?
—Les gustaría encontrarlo a usted. Para así poder ponernos en contra de los rusos, en su propio beneficio. Esta vez los rusos son los favoritos. Usted vendría a ser una especie de ofrenda de paz.
—Alimentar a la bestia para que se quede tranquila. ¿Y mis nuevos amigos?
—También es un tema candente para ellos. La embajada acaba de enviar a un hombre desde Ankara. ¿Le suena de algo el nombre de Bishop? Si es así, necesito saberlo.
—¿Para protegerme? —dijo Alexei, sonriendo un poco, y luego sacudió la cabeza, negando.
—Él canceló su avión. —Alexei levantó la vista—. Hay varias formas de interpretar eso. Depende de si le apetece confiar en él o no.
Alexei descartó la idea con la mano, como si no mereciese comentario alguno.
—¿Y qué pasa con Tommy? ¿Nadie sospecha?
—Siguen pensando que murió en el cumplimiento de su deber, protegiéndolo a usted de los rusos.
—¿Qué son los que me esconden ahora?
—Con la salvedad de que ofrecen dinero por usted, cosa de la que Frank acabará por enterarse, como he hecho yo. Así que no.
—Entonces estamos igual que antes.
—No exactamente. Quiere que lo ayude ocupando el puesto de Tommy, para descubrir quién lo mató.
Alexei arqueó las cejas al oírlo, y luego miró el tablero de ajedrez.
—La partida está complicada. Cada jugada —dijo poniéndose en pie—. Cada vez que se apartan los dedos de una pieza. Muy peligrosa para los peones. ¿Le apetece un té? —Se dirigió al hornillo—. Así que ahora debemos ser cuidadosos. Así es como se sobrevive. Hay una filtración en Turquía. Alguien les dijo a los rusos que yo estaba aquí.
—Bueno, sería Tommy.
—Eso es lo más interesante —dijo Alexei, sentándose y tomando un sorbo de té—. No creo que lo hiciese.
—¿Cómo? —exclamó Leon, una reacción retardada.
—No había rusos allí esa noche. Únicamente estaba él. Un hombre solo. Que ni siquiera tenía buena puntería. Los rusos no trabajan de esa forma.
—Siga —dijo Leon en voz baja.
—Me deja aquí solo todo el día, ¿qué otra cosa puedo hacer sino pensar? Darle vueltas a las cosas. ¿Su Tommy era el eslabón en Estambul? Piense en cómo funciona esto. —Dio otro sorbo—. Sabe que el pesquero me lleva a Estambul. Me tiene aquí, me mete en un avión. Nada antes, nada después, así que la cadena está segura. Todo el mundo trabaja así. Pero ¿por qué dispararme en Estambul? En público. Siempre existe el riesgo de ser visto. ¿Por qué no en la costa? Estuve allí no una noche, sino dos, debido al retraso por la tormenta. Si querían matarme o secuestrarme, ¿por qué no allí? Sabía dónde estábamos. Llamó para saber si veníamos. Qué fácil habría sido hacer otra llamada, y dejar que sus amigos rusos se encargaran del asunto. Con todo el mundo dentro, guareciéndose de la lluvia. Pero no, espera hasta Estambul. Extraña decisión, ¿no le parece?
—Pero vino él. Con una pistola.
—Solo. Puede creerme, los rusos no son conocidos por su comedimiento. Así que, ¿qué significa?
Leon aguardó en silencio.
—No lo sabían. Jamás lo hubieran gestionado así.
—Pero usted estaba de acuerdo en que él debió…
—Sí, pero he pensado sobre eso. Los prisioneros tienen tiempo de pensar. ¿Por qué aquí? El pueblo de pescadores: un momento perfecto. Bebek: todavía una posibilidad, pero ya no tan bueno. Y menos solo.
—Entonces, ¿por qué escogerlo?
—Porque no estaba solo. Lo tenía a usted. Así no se podría sospechar de él. Si hubieran atacado en el pueblo pesquero, se habría podido rastrear la filtración. Pero aquí, estaba protegido. Lo tenía a usted.
Leon no dijo nada.
—Estábamos allí para matarnos el uno al otro. Eso es lo que habría salido a la luz. Y Tommy seguiría a salvo. Él no estuvo allí. Solo nosotros.
El montaje que Leon ya se había imaginado. Asintió.
—Usted era el único que sabía dónde iba a tener lugar el desembarco —dijo Alexei—. ¿Es eso correcto?
—Eso me dijo.
—Pues tiene que pensar más. Acude a alguien de fuera. Alguien en quien confía. Para un trabajo así.
—Tal vez no quisiera perder a uno de sus hombres —aventuró Leon, con tono desabrido.
—No, lo de menos es a quien maten, a usted, a otro. No es momento para finuras. La clave es la confianza.
—¿No se fiaba de su propia gente?
Alexei abrió la mano.
—Así que no les dijo nada. Pero entonces, ¿cómo han podido saber los rusos que estoy aquí? No sabían lo de Bebek, o se hubiesen presentado. Pero ahora andan ofreciendo dinero. Así que, ¿cómo lo saben?
—Porque alguna otra persona se lo ha dicho.
Alexei asintió.
—Pero solo Tommy sabía cuándo llegaba usted. Y yo.
—Pero otras personas debían de estar al corriente de lo que es la operación en sí. No de cuándo, pero sí del hecho mismo, de que Tommy estaría alerta, de que este me transferiría. Y entonces, cuando lo matan, se les impone la conclusión obvia: debo de estar en Estambul. Tal vez huido. Tal vez haya caído en otras manos, pero no en las suyas. —Miró a Leon—. En el eslabón siguiente estoy a salvo. El problema es aquí. Eso lo supe desde el primer momento, antes incluso de tener que pensar en todo. —Se acercó al tablero y apoyó los dedos en una de las piezas—. Así que, a nuestro siguiente movimiento. Los rusos me están buscando, ahora también los turcos, dice usted, así que tenemos que largarnos de Turquía. Ustedes tienen gente en Grecia. Edirne no está lejos. Pero necesitaremos papeles. —Se inclinó sobre su petate y sacó un pasaporte—. Ahora resulta arriesgado usar este nombre. —Lo abrió—. La foto todavía vale, solo la cubre un poco el sello. No será difícil borrarlo. Un pasaporte turco esta vez, diría yo. En cualquier caso, no rumano. —Se lo tendió a Leon—. ¿Puede hacerlo?
Leon asintió.
—Y luego un nombre de contacto en Atenas. Para más tarde. Una vez allí, no antes. Que nadie lo sepa, ni aquí, ni allí. Una visita sorpresa, ¿me entiende?
—Necesitaré un día o dos para los papeles.
—No más —dijo Alexei, oficial al mando.
—¿Tiene comida suficiente? No quiero volver aquí.
—Sí —contestó Alexei, y de pronto se quedó helado, mano en alto como un policía de tráfico.
En dos zancadas silenciosas se acercó a la puerta, apoyó la espalda en la pared, escuchando con atención, sacó una pistola del bolsillo, en lo que pareció cámara lenta, y la alzó. Leon ni respiraba, mirando fijamente el arma. Fuera había un ruido, que ni había oído. Alexei escuchó unos cuantos segundos más y luego bajó la pistola, apartándose de la puerta.
—La pareja de la otra punta —dijo tranquilamente—. Se habían parado en el rellano. Tal vez cargaban con algo de peso.
—¿Los ha oído?
—Se aprende a aguzar el oído cuando se vive así.
—Veo que ha encontrado su pistola.
Alexei asintió.
—No es gran cosa. Sería mejor tener dos. Nunca se sabe cuántos pueden venir.
Leon no dijo nada. Cómo sería estar esperando, un día tras otro.
—Y una pistola más, ¿cambiaría mucho las cosas? —preguntó por último—. ¿En un tiroteo de ese tipo?
—No, es mejor escapar. Pero no siempre resulta posible. Así que se escucha. Para no llevarse sorpresas.
—Escapar, ¿cómo? —preguntó Leon, mirando alrededor de la habitación.
—La ventana del baño da al patio. Pero solo hay una salida a la calle, y allí apostarían a alguien. Hay que tenerlo en cuenta. Hay una escalera plegable que lleva al tejado, puede que eso no se lo esperasen, y resulta sencillo pasar al siguiente.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo he hecho. Una prueba.
—¿Fía salido? Se suponía que tenía que quedarse aquí metido. Le dije que se quedara aquí.
—Sin un plan. Jugando al ajedrez todo el día. —Negó con la cabeza—. ¿Cómo cree que me las he arreglado para seguir vivo? ¿Haciendo caso a la gente como usted? ¿Quién sabe? Tal vez esperando a que usted los traiga.
—No confíe en nadie —dijo Leon, que seguía imaginándose cómo habría sido su vida—. Y, entonces, ¿qué haría? ¿Sentarse en el tejado o dar vueltas por Estambul? Sería solo cuestión de tiempo.
—Un mapa sería de ayuda. Y su número de teléfono también. —Miró fijamente a Leon en una especie de desafío—. Si es que hemos de ayudarnos el uno al otro.
Leon vaciló un instante, sacó la cartera y le tendió una tarjeta de visita.
—¿Su casa? —preguntó Alexei, mirando el número de teléfono—. ¿O la fruta seca?
—La oficina —dijo Leon—. En caso de que yo no esté, siempre hay alguien más.
Alexei sostuvo la tarjeta un minuto, memorizándola, y luego se la devolvió.
—Quédesela.
—Si me matan y la encuentran, los conducirá hasta usted. No se preocupe, ahora la tengo aquí —dijo, y se dio un golpecito en la sien.
Leon hizo ademán de dirigirse hacia la puerta, pero se dio la vuelta.
—Si fue otro el que se lo dijo, debía de haber dos infiltrados. ¿Tommy no lo sabía?
Alexei esbozó una débil sonrisa.
—Los rusos a veces hacían eso, infiltrar a dos; o más. No se puede dejar que se conozcan: si uno es descubierto, solo es uno. No puede delatar a los demás. Washington es así. Allí no se conocen.
Lo dijo sin darle importancia, seguro de lo que afirmaba.
—A veces puede salir el tiro por la culata. En Bucarest se dio el caso: se espiaban el uno al otro. Como los más sospechosos. Tenían razón, según resultó. Una situación típica de Bucarest. —Soltó un bufido, y se le arrugaron las comisuras de la boca—. Yo no he hecho el mundo. La broma es de algún otro.
—Pero Tommy le disparó sin decírselo a ellos.
—Sí —contestó Alexei, asintiendo como si apreciara una jugada que hubiese hecho Leon—. Sigo pensando en ello. Una heroicidad, quizá. ¿Le gustaba actuar solo? Por supuesto, me querrían muerto. Así que los confronta al fait accompli. Con usted para proteger su tapadera. U otra cosa. No lo sé: lo único que sabemos es que lo hizo. Tal vez pueda usted ayudar, cuando se convierta en él. Descubra por qué lo hizo.
—Quizá pensara que usted se lo merecía.
—Quizá —dijo Alexei, mirándolo—. También le disparó a usted.
Leon salió por detrás, por el patio, para ver si Alexei tenía razón. Una sola salida. Se lo imaginó subiendo a toda prisa la escalera plegable, cruzando el tejado, como un ladrón halconero con más vidas que un gato. Al llegar al pie de la colina, se metió por una calle lateral y esperó para asegurarse de que no había nadie siguiéndolo, pero tan solo pasaron dos turcas vestidas con abrigos hasta los tobillos que llevaban unas bolsas de red. Se quedó allí parado un minuto, haciendo una lista. Documentos nuevos.
En el embarcadero alquilaban botes para cruzar el Cuerno de Oro, los pocos que no habían sido retirados del negocio por los puentes. En tiempos, la orilla entera de ese lado estaba cubierta de rampas para caiques, las góndolas de Estambul, esbeltas y gráciles en las antiguas estampas, con sus barqueros aturbantados, damas veladas entregadas a misteriosos quehaceres. Capas.
Este caique era un barco de remos con un pequeño motor fueraborda, y el remero de turbante era un anciano con sobrepeso que olía a raki y se quejó durante toda la travesía del precio de la gasolina. ¿Cómo podía ganarse así la vida un hombre honrado? O uno deshonesto, si es por eso, pensó Leon, e irguió la cabeza al recordar al pescador en Bebek. Le había prometido más dinero, ese era un cabo suelto. Pero esa reclamación acabaría sobre la mesa de Tommy, y, a partir de ese momento, él era Tommy.
Desembarcó cerca de los astilleros Koç en Hasköy y recorrió a pie las pocas manzanas que lo separaban de la oficina de Mihai, un antiguo edificio industrial entregado al Mossad por el propietario judío antes de que fuera embargado a cuenta del impuesto sobre la riqueza. Durante la guerra, el Mossad había usado como base de trabajo el hotel Continental, y parte del personal todavía lo prefería por la comodidad, pero Mihai había trasladado a su equipo a la zona portuaria. Aliyah Bet, la inmigración ilegal, era como el arca de Noé, dijo: debería tener vistas al agua.
Sin embargo, solo unas cuantas ventanas del último piso disfrutaban de ellas, y daban a una franja llena de desperdicios junto a los diques secos. El resto de la oficina seguía pareciendo la fábrica textil que había sido, aunque entonces dividida por mamparas de contrachapado. El escritorio de Mihai, una antigua mesa de corte, estaba cubierta de lo que parecían pilas de pasaportes y un portapapeles con listados.
—Siento llegar tarde —dijo Leon, con voz lo bastante alta para que lo oyese la gente.
Mihai levantó la vista, sorprendido.
—A Anna no le importará. Podemos ir en taxi. En realidad no hace ninguna falta que hagas esto, ya lo sabes.
—Sí, lo sé —dijo Mihai con mirada interrogativa.
Con una inclinación de cabeza, Leon señaló la puerta.
—Dame un segundo —dijo Mihai con un tono de voz normal—. Tengo que guardar esto. Son visados de entrada. Valen su peso en oro —explicó, y empezó a colocarlos en un estante de la caja fuerte.
Leon cogió uno.
—¿Honduras? Esto es nuevo.
—Un anfitrión generoso. No establece contingentes.
Leon abrió el pasaporte.
—Josef Zula, nacido en Lodz. Destino: Honduras. ¿Y se lo tragan?
—A los rumanos no les importa dónde acabe, con tal de que se marche de allí. Los visados son auténticos. Cuba está cerrando el grifo, y tenemos gente lista para zarpar. A caballo regalado… ¿Cuántos quieres llevarte tú? Ah, la tierra de la libertad… ¿Judíos? Está todo completo.
Leon dejó el pasaporte en la mesa.
—Menuda sorpresa se llevarían en Honduras si llegarais a ir. Esto ha tenido que costarte un pico.
—¿A ti qué precio te parecería excesivo? —Cerró la puerta de la caja fuerte y giró la rueda de la combinación—. Bien. No hagamos esperar más a Anna —dijo, levantando la voz, para luego decirle a la secretaria que estaría en la clínica. Todo controlado.
—¿Qué es tan urgente? —le preguntó una vez fuera—. Ahora me toca ir a Bebek, y encima, un día como hoy, cuando hay tanto por hacer.
—No se me ha ocurrido otra cosa. Saben que visitas a Anna. ¿Por qué otra razón iba a venir a verte?
—¿Por mi conversación? Y bien, ¿qué pasa?
—He tenido una charla con el Emniyet.
—Bienvenido al club. ¿Qué tiene eso de particular?
—Fue en el funeral de Tommy. Quieren saber qué ocurrió. Saben que Alexei está aquí.
—¿Y por eso hablaron contigo?
—No solo conmigo. Era una pequeña advertencia, creo. También me previnieron de que no me mezclase contigo, con las operaciones de Aliyah. A causa de Anna, pensaban que…
—¿Qué hasta podrías echar una mano en vez de causar problemas? Qué poco te conocen.
—No pareces demasiado preocupado.
—El Emniyet y yo somos viejos amigos. A veces se interesan por lo que hago, a veces no. Ahora mismo están interesados. Los ingleses son muy insistentes. Así que Estambul se está poniendo difícil. Tenemos que enviar los convoyes a Italia; luego, lo único que tenemos que hacer es esquivar a la flota del Mediterráneo y superar el bloqueo de las aguas costeras. Pan comido, como dirían los de la RAF —dijo con ironía—. Resultaba más fácil durante la guerra, entonces tenían otras cosas que hacer. Ahora ya pueden dedicar toda su atención a detener a los judíos. Dejar que los polacos acaben con ellos. Pero no con estos cuatrocientos.
—Con visados hondureños.
—La mayoría. Hay algunos más. Todos de verdad.
—¿No te sobrará alguno, por casualidad?
Mihai lo miró.
—Ya están todos cumplimentados.
—Necesito otro. Un pasaporte nuevo.
—¿Para él? ¿Para el carnicero? ¿Y me lo pides a mí? —Se recostó contra la cerca de alambre gris opaco y óxido que rodeaba el desguace que tenían a sus espaldas—. Para un asesino de judíos.
—Es algo más complicado que eso.
—No, es fácil. ¿Qué haces aquí? Creía que no debíamos tener ningún contacto. Si la policía…
—Ahora no se trata solo de la policía. Es el Emniyet.
Mihai se detuvo, en silencio.
—Pensé que sería mejor que supieses… cómo están las cosas. No es fácil. Es bastante complicado.
—Pues cuéntamelo.
No había ningún taxi esperando en los astilleros Koç, así que se encaminaron a la parada del ferry de Hasköy, con Leon hablando, intentando ordenar las cosas, como cuando se recoge un escritorio. Mihai no dijo nada, solo escuchó. El transbordador a Karaköy estaba atracando cuando llegaron al embarcadero, así que siguieron al gentío que subió a bordo y se dirigieron a la popa, al aire libre, para hablar mientras todo el mundo se apiñaba en el interior para entrar en calor. Mihai recorrió con la vista el embarcadero desierto mientras el ferry se alejaba, vomitando humo marrón de lignito.
—No hay nadie detrás —dijo—. No te están siguiendo. Aparecerán y desaparecerán ahora que ya han establecido el contacto. Es un truco que tienen, para hacerle creer a uno que siempre están ahí. Ya te acostumbrarás. —Se dio la vuelta y miró a Leon como si siguiera tamizando todo lo que le había dicho—. Es un asesino de judíos —concluyó.
—Pero eso no es lo único que es. Necesito papeles.
—No los obtendrás por mí.
—Solo una dirección. ¿A quién usáis? —Esperó—. Tenemos que trasladarlo. Lo sabes de sobra.
—No el Mossad. No podemos. A ese hombre no.
Leon asintió.
—No el Mossad. Yo.
—Tú. Un hombre solo. —Mihai se quedó pensativo un minuto—. Aléjate de esto inmediatamente o nunca conseguirás salir.
—¿Alejarme, cómo? Acabo de explicarte…
—¿Un hombre como él? Devuélveselo a los rusos, y nadie volverá a saber nada de él. Basta con que les des la dirección, y se acabó todo. Desaparecerá —calló—, y estaremos a salvo.
—Lo matarían. ¿Tú lo harías? ¿Matarlo?
—No tendría que hacerlo. Lo harán ellos —respondió mientras se frotaba las palmas de las manos, como si se las lavara.
—No —dijo Leon tranquilamente.
Mihai apartó la vista, rehuyendo su mirada.
—De acuerdo. Haz otro nudo. Átate bien. Como Houdini. ¿Cómo vas a sacarlo de aquí?
—Primero le conseguiré papeles.
Mihai se tomó otro minuto.
—No me necesitas para eso. Ahora eres Tommy. Puedes hacer todos los preparativos bajo las mismas narices de los norteamericanos —dijo, mostrando un atisbo de sonrisa— mientras te investigas a ti mismo.
El trayecto en taxi a Bebek les llevó media hora. Leon habló con las enfermeras, para advertirles de su llegada, y luego se dirigieron a la habitación de Anna. Estaba vestida, sentada en una silla junto a las puertas de la terraza, con un cárdigan echado por encima de los hombros. Mihai le cogió la mano y la miró a los ojos.
—Hola, preciosa —le dijo, y se volvió a Leon—. Ha parpadeado. Conoce mi voz.
—Quizá.
—Hemos conseguido un barco —dijo Mihai a Anna con voz pausada, dándole conversación—. ¿Te lo ha contado Leon? Caben cuatrocientos. Es del griego, del que nos vendió el Ida, ¿te acuerdas? Ari dice que está en bastante buen estado. Es de bandera panameña. En fin, ya veremos. La mayoría son de Polonia, de los campos. Sabes que algunos volvieron a sus casas y los polacos… Pogromos, después de los campos. —Se interrumpió—. Pero eso ya pasó. Ahora están en Constanza, así que tenemos que darnos prisa. En cuanto estés mejor, ya verás cuánto trabajo tenemos. Barcos más grandes. En Italia tienen uno con cabida para dos mil. Imagínate, dos mil a la vez. La de trabajo que supondrá solo subirlos a bordo. —Guardó silencio a medida que la miraba, y luego se puso en pie—. ¿Siempre es así? ¿No hay ninguna mejoría?
—Pero tampoco hay regresión. El doctor dice que eso es lo que importa.
Mihai miró fijamente el jardín.
—En ocasiones pienso que ha sido por mi culpa. Aquel trabajo… Creía que era como yo, pero en realidad apenas era una adolescente.
—No es culpa de nadie.
—Lo sé. Si no hubiese ocurrido esto, si no hubiera pasado aquello. —Hizo una pausa—. Conocía chicas como ella. Todo para la familia. La vajilla buena en Pascua. Mi madre tenía un mantel especial, para una vez al año. Ella era así: una hija. Por eso lo hizo, creo. En alguna parte de su mente creía que estaba salvando a sus padres. Y entonces, la noche que los niños se ahogaron…, empezó entonces. Pero no de golpe, ¿te acuerdas? Poco a poco, como si fuese apagando las luces. Hasta que la casa quedó a oscuras. —Se encogió de hombros, con los ojos repentinamente húmedos—. No hay regresión. ¿Qué quiere decir eso? ¿De qué, de esto? Me acuerdo de cuando llegasteis aquí los dos. De la forma que tenías de mirarla. —Volvió a mirar al jardín durante un minuto, con la habitación en silencio—. ¿Qué será de ella si a ti te pasara algo?
Leon guardó silencio: otro nudo atado en su lugar correspondiente.
Mihai se volvió hacia él.
—Por un asesino de judíos.
—Sabía que traerían a alguien —dijo Ed Burke, angustiado, con las bolsas bajo los ojos tirantes—. Piensan que uno de nosotros lo hizo.
—Nadie ha dicho eso, Ed. Solo me han pedido que revise los libros de cuentas.
—Pero lo piensan. ¿Por qué no han ascendido a Phil?
Leon se encogió de hombros.
—¿Y por qué Frank sigue aquí?
—Ya se vuelve a Ankara. ¿Qué problema tienes, Ed? No me han pedido que revise tus libros —dijo Leon, casi con astucia, casi una broma.
—Solo los de Tommy. Vale, de acuerdo, no me lo digas.
—Ed, ¿cuánto hace que me conoces?
—Es que es un momento extraño para una auditoría. —Bajó la vista hasta la carpeta que Leon tenía en la mano—. ¿La lista de embargos? Eso es de durante la guerra. ¿Hasta qué año te vas a remontar?
—Solo estoy familiarizándome con los expedientes. La gente emplea sistemas diferentes. Sigo sin comprender las cuentas de gastos. ¿Tenéis más de una?
—Depende de quién autorice el gasto. Si es el consulado, se usan los impresos blancos. Si es Washington directamente, son los amarillos, y hay que mandarlos por valija.
—Pero todos los pagos los efectúa la misma oficina, aquí.
Ed asintió.
—Bienvenido al Gobierno de Estados Unidos.
Leon se puso de pie y se acercó hacia la pared llena de archivadores metálicos; sacó unas cuantas carpetas más.
—¿Crees que es alguno de ellos? ¿Alguien a quien rechazó?
—Aún no creo nada —contestó Leon bajando la vista hacia el expediente para luego levantarla, presa de una nueva idea—. De todas maneras, tú has dicho que ha sido alguien de aquí.
—Dije que era lo que creían. Si no, ¿para qué iba a estar aquí la policía?
—¿Aún siguen?
—Llevan aquí toda la mañana. Recorriendo todo el consulado. «¿Dónde estaba usted…?». Coartadas.
—¿Tú tenías alguna?
—Muy gracioso.
—Venga, Ed. Es solo el procedimiento rutinario. Se interroga a los compañeros de trabajo.
—Te pone los pelos de punta pensar que pueda ser alguien de aquí. Te lo cruzas por el vestíbulo, qué sé yo, y no tienes ni la menor idea.
Leon lo miró, sin decir palabra.
Una hora después, Frank lo llamaba a su despacho para presentarle al detective Gülün, un hombre corpulento de traje gris con brillos en los puños, y lo que parecía una permanente sombra de barba. Para entonces, la secretaria de Tommy ya le había explicado a Leon el sistema de archivo, y había registrado todos los cajones, buscando cualquier cosa que no estuviese oficialmente relacionada con Commercial Corp. Pero resultaba evidente que Tommy se había tomado muy en serio esa parte de su tapadera: su otro trabajo no había existido nunca, por lo menos sobre el papel. Solo había unos cuantos objetos personales en los cajones del escritorio: una agenda, talones de cheques, los justificantes de gastos blancos, caramelos de menta; podía ser la mesa de cualquiera. El último cajón estaba cerrado con llave, pero no era hondo: había sitio apenas para una botella, para tomar algo al acabar la jornada. ¿Guardaría archivos en su casa, más vulnerable al robo? Algo tenía que haber. Tal vez codificado en los demás archivos, memorandos que significaran otra cosa, pistas que podría tomar semanas desentrañar. El dinero, sin embargo, siempre estaba justificado. Tommy pagaba a sus colaboradores externos: el dinero tenía que salir de algún sitio.
—Le he explicado al detective Gülün que estabas ayudándonos.
Leon inclinó la cabeza.
—¿Ha encontrado algo? —le preguntó a Gülün, que pareció sobresaltarse con la pregunta, como si se pusiera a la defensiva.
Un asesinato en la comunidad europea era lo último que podía desear un policía. Diplomáticos furiosos exigiendo respuestas, llamadas de Ankara, gente a la que se suponía que no se debía intimidar. Ese era el mundo de Altan, lleno de recursos y de extranjeros. Gülün era la clase de policía que se siente más a gusto con ladrones de coches en Taksim.
—Algunos testigos en el café.
—¿Testigos?
—Solo vieron el coche. Desgraciadamente, estaba demasiado oscuro para poder identificarlo.
—Pero ¿era un coche, no un taxi? —preguntó Leon—. Eso acota un tanto la búsqueda, ¿no es cierto? Alguien que se puede permitir mantener un coche, con las restricciones de gasolina. Hace meses que no he sacado el mío.
Una maniobra de distracción, pero Gülün se mostró ansioso por seguirla.
—Como bien dice usted, ha de ser alguien que pueda permitírselo. Quizás exista una conexión con el mercado negro —sugirió, con lo que se alejaba aún más.
—¿Ha hablado con la gente de aquí? —preguntó Leon.
Gülün asintió.
—Por supuesto, tenemos que comprobar sus historias —contestó; horas tiradas por la borda.
—Pero ¿nada sospechoso?
—No. Pero, sabe usted, no esperaba tener… —dijo, con deferencia—. Me disculpo si resulta molesto.
—No, no, usted tiene que hacer su trabajo. Queremos que lo haga. Si piensa que ha podido ser alguien de aquí…
—Como he dicho, no lo espero. Es una cuestión de procedimiento, nada más. La explicación más probable es la del robo, pero la dificultad es lo del dinero. Que el señor King siguiera llevándolo encima.
—¿Y en el café nadie vio nada? ¿Ni cuánta gente fue?
—Solo vieron el coche. Es posible que solo hubiera una persona. Tal vez se asustara antes de poder coger el dinero —sugirió; ya estaba preparando su carpeta de «Caso sin resolver».
—Pero si no fue un robo, entonces es algo más serio.
—¿Más serio? —repitió Gülün.
Frank alzó la vista, ligeramente alarmado, preguntándose adónde querría ir a parar.
—Un ladrón es una cosa. —Leon se detuvo, dubitativo, mirando el expediente que sostenía en la mano—. Lo que no consigo dejar de preguntarme es: ¿y si no fue un accidente? ¿Y si hubo algún motivo, alguna razón?
—Alguna razón —repitió Gülün monótonamente.
—No es más que una idea que se me ha ocurrido —dijo Leon—. ¿Sabe usted a qué se dedicaba exactamente Tommy?
Frank enarcó las cejas.
—Commercial Corp. fue establecida por la Junta de Guerra Económica. —Miró de reojo a Gülün, que ya se había perdido en el organigrama burocrático—. Su misión consistía en comprar cosas para que los alemanes no pudieran hacerlo, cromo, fundamentalmente. Algo muy bueno para Turquía, por cierto: pagaba los mejores precios con tal de que no llegara a manos alemanas. Y también en orientar el negocio norteamericano hacia las firmas amigas. Podía someter a embargo a las hostiles —dijo bajando la voz.
—Someter a embargo —repitió Gülün, a la espera.
—Así es. Dejar de hacer negocios con esas empresas si pensaba que se mostraban demasiado amistosas con los alemanes. Eso podía resultar delicado: las compañías querían venderle a los dos bandos. A veces no les quedaba más remedio, para poder seguir adelante. Un embargo aliado podía hundirte el negocio.
—Arruinarte —dijo Gülün.
Leon asintió.
—Lo que se me ocurrió fue: ¿y si se tratara de alguien a quien Tommy hubiese arruinado, alguien que le guardara rencor?
—Ya veo —dijo Gülün, acostumbrado a los rencores.
—O alguien a quien iba a…
—Pero la guerra ha terminado, Bauer Bey.
—Pero todavía no se han levantado todos los embargos. Y ¿a quién si no se le puede vender ahora? Alguien que salía adelante a duras penas, y Tommy no quiso… Bueno, solo es una idea.
—No, es muy posible —respondió; con turcos implicados, gente a la que Gülün se sentía más cómodo investigando.
—Si le sirve, le prepararé una lista. —Levantó la mano del expediente—. Cualquier empresa que se hubiese visto afectada podría tenérsela jurada, o tal vez considerara conveniente quitar a Tommy de en medio. ¿Podría resultarle útil?
—Muy útil —contestó Gülün, inclinando la cabeza—. Es usted muy amable.
—Bueno, queremos saber quién ha hecho esto. Cualquier cosa que podamos hacer para ayudar…
Por un instante se sintió avergonzado de su propia astucia. Gülün y sus hombres sometiendo al tercer grado a infelices hombres de negocios, amontonando los informes. Pero no eran empresarios cualesquiera, al fin y al cabo, sino simpatizantes nazis, gente que aún se merecía un poco de escrutinio policial.
—Creo que hemos progresado bastante —aseguró Frank, dando por concluida la reunión—. ¿Cuánto tardarás en preparar una lista?
—Déjeme uno o dos días —le dijo Leon a Gülün—, y tendré una preliminar.
Gülün volvió a inclinar la cabeza. Cogió su sombrero mientras Frank se dirigía a la puerta.
—En cuanto a sus archivos —le dijo a Leon—, ¿solo tratan de estas empresas? ¿No hay nada más?
—¿Como qué?
Gülün se tomó un segundo para responder.
—Negocios personales, quizá. Algún otro tipo de negocio —dijo, torpemente.
Leon sacudió la cabeza, negando.
—Solo Commercial Corp. Tommy tenía la mesa muy ordenada.
Gülün se lo pensó un poco, y luego asintió y siguió a Frank fuera. Leon se sentó en el borde del escritorio para ojear la carpeta. Licencias de exportación. Un informe político sobre el dueño de la compañía, lo bastante impreciso para no ser más que habladurías. La tapadera de Tommy. Se le ocurrió una idea ociosa: ¿habría favorecido a las empresas que negociaban con los soviéticos? Pues claro que lo habría hecho.
—Eso ha estado muy bien —dijo Frank al volver—. Lo de los embargos. Eso lo debería mantener ocupado, para que no vuelva a hurgar por aquí.
—Eso ya lo está haciendo el Emniyet. Hablaron conmigo. Saben lo de… ¿cómo se llama?
—Jianu. Sí, estamos cooperando con ellos. —Alzó la vista—. Están en todas partes. Puede que hasta den con él.
—¿Y qué te hace pensar que en tal caso nos lo entregarían a nosotros?
—La política —dijo Frank, seguro de sí mismo—. Le tienen miedo a los rusos, y hacen bien. ¿Has encontrado algo aparte de los embargos?
—No hay nada que encontrar. O bien Tommy jugaba sus cartas con mucha precaución, o alguien ha hecho limpieza. Ni siquiera hay registros de pagos.
—Los tengo yo —dijo Frank con indiferencia.
—Así que los tienes tú —contestó Leon—. ¿Se supone que no los puedo ver? ¿Exactamente qué quieres que haga aquí, entonces? ¿Ser como Gülün, dar palos de ciego?
Frank se ajustó sus gafas de lechuza.
—No te alteres. No quería dejar cosas rodando en el despacho de Tommy; cualquiera podría haberles echado un vistazo. Lo tengo todo aquí.
—¿Qué es «todo»?
—El resto de expedientes. Las operaciones. —Una media sonrisa—. Apareces en ellas con cierta frecuencia.
—Los has revisado.
Frank asintió.
—Pero no siempre sé qué estoy leyendo, quiénes son las personas que aparecen. —Abrió el cajón del escritorio y extrajo varias carpetas—. Hay dos juegos. Gastos corrientes, fondos especiales. Algunos de estos últimos están en clave, así que puede que nunca lleguemos a nada.
—¿Por qué haría eso? Quiero decir, aquí, en el consulado.
Frank se dio la vuelta.
—Bueno, lo que se me ocurrió fue que tal vez no se fiara de la gente de aquí. Por lo menos, de una persona. Para eso estás tú aquí, ¿recuerdas?
Revisaron juntos los libros de gastos, y Leon fue identificando los nombres cuando pudo. Mehmet, el barman: Tommy indudablemente era solo uno de varios pagadores en ese caso. Un turco de la Aduana. Unos cuantos nombres del Colegio Universitario Robert. Se detuvo al llegar a F. Gülün.
—¿Cuál es el nombre de pila de nuestro detective?
—Farid. Ya sé. Pensé que tendría un interés especial en resolver todo esto antes de que nadie metiera demasiado las narices en las cuentas.
—May varios pagos —dijo Leon, que seguía mirando la página.
—Ya sabes cómo es esta gente. Aquí son todos corruptos.
—No más que en cualquier otro lugar —aseguró Leon.
Los patrulleros en Chicago, los concejales en Boston, pero solo los extranjeros son corruptos.
—Era sin ánimo de ofender. No sabía que te hubieras vuelto turco —dijo Frank con un tono de voz desenfadado, intentando dejar atrás la cosa—. Tan solo forma parte de la cultura local, ¿no es así? ¿Un pequeño bakshish? —dicho con acento de Groton, frotando las puntas de los dedos.
—¿Y qué hay de nosotros? Somos los que pagamos.
Frank lo miró por encima de los cristales de sus gafas.
—La cuestión es que lo aceptó.
—De acuerdo, pero ¿qué hizo a cambio?
Frank se encogió de hombros.
—Multas de aparcamiento. Tal vez alguna vigilancia una vez fuera de servicio. ¿Quién demonios puede saberlo? Pregúntaselo.
Leon negó con la cabeza.
—Pensará que sospechamos de él. Es más fácil de manejar de esta manera.
—Si cree que no lo sabemos.
—Está en un aprieto. Sabe lo que hacía Tommy: trabajaba para él. Así que sabe que la lista de embargos es una tomadura de pelo. Pero no va a decir nada, se limitará a seguir con la cabeza gacha. Aquí tampoco gustan los polis corruptos, lo creas o no. Lo expulsarían.
Frank levantó la cabeza para decir algo, pero lo dejó estar y volvió a centrar su atención en las hojas de gastos.
—Aquí aparece uno de los códigos. Doce-dos. ¿Será una fecha?
—No, la fecha aparece en la columna de la izquierda. —Doscientas cincuenta liras. Lo mismo que había costado el barco que alquiló el pasado septiembre. Le echó otro vistazo a la fecha—. Soy yo.
—¿Doce-dos?
Leon lo miró: era una definición de crucigrama.
—L. B. —contestó por fin.
—La duodécima letra del alfabeto. Es como un juego de críos. ¡Jesús, este Tommy! Mira a ver si funciona también para los demás.
—Y luego ¿qué? —dijo Frank—. Lo que importa es ¿quién coño es J. M.? O cualquier otro.
—Déjame echarle un vistazo —pidió, recorriendo la columna con el dedo, buscando el nombre de quien quiera que hubiese suministrado los documentos a Alexei, probablemente haría no más de un mes. ¿Cuándo había empezado la operación por el lado rumano? Una cantidad de entre cien y doscientos dólares, en liras turcas, sería más o menos correcta. Miró el apunte en código. No eran iniciales que reconociera, ni una entrega que hubiese efectuado él. ¿Cómo iba a poder hacer eso sin el expediente de Jianu?
—¿Dónde está el expediente de operación sobre nuestro tipo?
Frank lo miró sin decir nada.
—Tiene que haber uno. ¿Quieres que me ocupe de esto, o no? Necesito comprobar una fecha.
Frank esperó un minuto más, luego se puso en pie y se dirigió a su escritorio.
—Esto no sale de aquí. Puedes llevarte los demás, pero este se queda aquí.
Leon lo abrió. Todo estaba a la vista. El número de contacto al que debió de llamar Tommy cuando se desató la tormenta. El permiso de aterrizaje del transporte del ejército, con un plan de vuelo de Estambul a Casablanca, así que no había intervenido nadie en Grecia, lo que era un plus. Una dirección en Tophane de un tal Enver Manyas, fotógrafo, presumiblemente el falsificador, las fechas casaban.
—¿Vas a seguir leyendo por encima de mi hombro, o me vas a dejar hacer esto a mi modo? —Frank se apartó un poco—. ¿Quién más sabía que venía Jianu? Eso es lo que buscamos.
Y cualquier cosa que fuera necesario eliminar, como referencias a doce-dos. Pero no había ninguna, aquí no. Se suponía que el que recogía era Tommy. Así que, ¿por qué se lo pidió a Leon? Porque entonces habrían muerto dos personas; el cadáver de Leon era lo que la policía necesitaba para cerrar el caso.
—Y los códigos —dijo Frank—. Para aclarar las cosas. Para que sepamos en qué nos estamos gastando el dinero.
Leon asintió.
—Necesitaré las hojas de pagos. Te las devolveré luego.
—Compréndeme, no es que no…
—Otra cosa. Las operaciones que salieron mal.
—¿Qué quieres decir?
—Operaciones que no salieron bien. Como esta. Quiero comprobar si hay un patrón, si aparece alguien.
Frank lo miró fijamente.
—Alguien de aquí —dijo, con un atisbo de excitación en la voz: era la caza que le interesaba.
Ahora sospechaba de todo el mundo, menos de Tommy.
Leon siguió hojeando el expediente, esperando dar con alguna coincidencia, pero la mayoría de las iniciales quedaron sin atribuir, seguían siendo el secreto de Tommy. Manyas había resultado una excepción afortunada: se lo mencionaba porque ya había hecho trabajos para la unidad antes de que llegara Tommy. Pasaportes bajo varios nombres. Leon memorizó la dirección.
Mensajes de Bucarest transmitidos por cable diplomático, parte de la cadena que llevó a Alexei hasta la costa para su entrega a Tommy. Leon trazó la ruta en su mente. Era como había dicho Alexei. Hubiera sido infinitamente más sencillo para los rusos apoderarse de él en la costa de haber estado enterados. Lo que significaba que no fue el caso. Y una vez a bordo de un transporte militar, habría sido imposible. Estambul sería su última oportunidad.
En el expediente había una breve biografía: los tiempos de Alexei junto a Antonescu, sus quiebros ante los rusos tras ser depuesto, para finalmente huir y ocultarse, los primeros contactos con los norteamericanos; la historia que Leon ya conocía. No había nada acerca de Străuleşti: o se desconocía por aquel entonces o se había borrado del expediente. El carnicero era todo nuestro.
El número 15 era la segunda tienda calle abajo desde el hamam cercano a la mezquita Kiliç Ali Pasa, en Tophane. La calle era lisa, a la espalda de las terminales de carga marítima, y la tienda era tan estrecha que apenas cabían la puerta y un escaparate. Las polvorientas fotos enmarcadas cubrían los ritos habituales de la vida familiar: soldados envarados con uniforme nuevo, solemnes muchachos circuncisos con sus sombreros redondos y túnicas de blanco satén. En varias de las fotos más antiguas, los hombres aún se tocaban con fez, planchados al vapor para el retrato, convertidos ya en puros artefactos históricos. A tenor de un pequeño letrero, Enver Manyas ofrecía una selección de telones de fondo —un pabellón de jardín, la punta del Serrallo, vistas del Bósforo—, pero la mayoría de sus clientes parecían haberse decantado por un telón liso, menos oneroso.
Cuando Leon abrió la puerta, tintineó una campanilla que hizo aparecer a un hombrecillo cargado de hombros con gafas de montura metálica. Al principio, una expresión de sorpresa, seguida de una reservada inclinación de cabeza.
—Efendi…
—Merhaba. ¿Manyas Bey?
El hombre asintió, aún cauteloso.
—Tengo un trabajo que encargarle. Para el señor King —dijo Leon en turco.
Manyas se quedó mirándolo fijamente, manteniendo la compostura en el rostro, inexpresivo.
—¿Estamos solos? —preguntó Leon.
Una nueva inclinación de cabeza, a la espera. Leon se llevó la mano al bolsillo y sacó el pasaporte de Alexei.
—El señor King ha muerto —dijo Manyas.
—Así es. He ocupado su puesto. —Le tendió el documento—. ¿Está interesado? Al mismo precio.
Manyas miró el pasaporte por encima.
—No lo ha usado.
—Hubo un cambio de planes.
—Rumano. En tránsito por Turquía. ¿Tiene otra foto?
—Use la misma. Ahora es turco, con destino a Grecia.
Manyas levantó la vista y lo miró, juntando las piezas; el hombre de la foto aún estaba en el país.
—¿Cuánto tardará?
Manyas examinó la fotografía, pasando la yema por el sello en hueco.
—¿Judío también?
—Si eso le facilita las cosas…
—Para mí carece de importancia. Es cuestión del espaciado, de la longitud del nombre. Un judío turco. Barouh. Sayah —dijo, proponiendo nombres.
—Barouh —replicó Leon, estableciendo una identidad.
—¿Nombre de pila? Izidor. Nesim. Yusuf.
—Nesim, supongo.
—De acuerdo. Nesim Barouh, camino de Grecia. ¿Lo demás, todo igual? —Levantó la vista—. ¿El mismo hombre?
—Lo demás, todo igual —dijo Leon—. ¿Cuánto tardará?
—Hay que casar el sello con la foto.
—¿Mañana?
—¿Hay prisa?
—La mitad ahora, la otra mitad mañana —dijo Leon, sacando la cartera.
—¿Y qué hay del otro? —preguntó Manyas, mirándolo contar los billetes.
Leon levantó la vista.
—Por supuesto, ya comprendo que ahora ya no… Pero el trabajo se ha hecho. ¿Me lo pagará? Hay doscientas liras pendientes. Si no hubiese hecho el trabajo… Pero tal y como están las cosas…
Leon aguardó.
—Un momento —dijo Manyas, metiéndose en la trastienda de donde volvió al instante con un sobre—. En cuanto oí la noticia, sabe, lo pensé: te has quedado sin el dinero. Pero hace falta papel especial para estos, es un gasto considerable. Y el mercado negro no es salida posible para este. Ahora no.
Leon sacó el pasaporte del sobre. Era norteamericano.
—Como verá, el grabado es excelente. No se aprecia la diferencia.
Leon lo abrió. Russell Brooks, nacido en Pensilvania, un sello grabado sobre el hombre de la foto. Tommy. Leon se quedó mirándolo, intentando mantener el rostro impasible. Algo que Tommy había encargado para sí mismo. Podía notar el silencio en la tienda, en suspenso, como el polvo.
—¿Doscientas liras? —preguntó, por decir algo.
—Eso fue lo acordado. No hubo trabajo de estudio, así que hubo un ligero ahorro. Copias fotográficas. Si no hubiésemos podido utilizar la misma foto…
—¿La misma foto?
—Que en los otros. En los otros dos.
—Los otros dos —dijo Leon, despacio, tanteando el camino—. ¿Expedidos a nombres diferentes?
—Sí, por supuesto, diferentes.
—¿Tommy tenía tres pasaportes? —exclamó Leon, pensando en voz alta.
—Resulta útil, ¿verdad? —contestó Manyas con llaneza—. En su trabajo.
Leon volvió a mirar el pasaporte.
—¿También le debe algo de los otros?
—No, no, eso fue el año pasado. Solo este está pendiente. Si lo desea, como un favor, sin cargo, ya que ha fallecido, puedo cambiarle la foto. El pasaporte es un buen trabajo. Sería una lástima desperdiciarlo.
—Ya se lo haré saber —dijo Leon, volviendo a meterlo en el sobre—. Mañana le traeré las doscientas liras. No llevo tanto encima. ¿Está bien?
—Por supuesto —dijo Manyas, inclinando la cabeza, su voz formalmente cortés, como la de un comerciante del Bazar—. ¿Y a quién tengo el placer de atender ahora?
—Sigue siendo Tommy. Sigue siendo su cuenta.
Se quedó parado en la calle unos cuantos minutos, para despejarse la cabeza. ¿Para qué podía necesitar nadie otro pasaporte? Para ser otra persona. Para cruzar una frontera siendo otro. Pero Tommy se marchaba a casa, con su propia identidad. A menos que algo saliera mal en Bebek. Hay que estar preparado para lo inesperado, tener un as guardado en la manga por si hay que largarse a toda prisa. Como otra persona. Pero este no lo había recogido aún, por lo que habría tenido que usar uno de los viejos. Lo que significaba que seguían estando en algún sitio, más Tommys. No en su mesa de despacho. ¿En casa, entonces, con Barbara? Se preguntó si ella lo sabría. Pero no se habían hecho pasaportes para Barbara. Si Tommy necesitaba darse el piro, largarse de Turquía, planeaba hacerlo solo.
Leon tomó un taxi hasta su banco en Taksim, donde sacó dinero suficiente para pagar a Manyas y el viaje a Edirne. Luego bajó andando por Tarlabaşi Caddesi hasta un garaje que había usado anteriormente. Su coche necesitaba una puesta a punto. Si lo llevaba, ¿disponían de algún otro vehículo que pudiera usar uno o dos días? ¿A quién le sobrarían coches esos días? Pero de algún modo, por determinado importe, podían hacerlo. Pensó en Frank, tan pagado de sí mismo: era la tierra del bakshish, al fin y al cabo.
Caminó colina arriba hacia el consulado, notando el pasaporte en el bolsillo del pecho. ¿Por qué un pasaporte norteamericano, algo tan llamativo? Pero ¿qué otra cosa podía ser Tommy? ¿Un búlgaro con un gorro de lana? Jianu podía cambiar de nacionalidad en un minuto, todo un camaleón. Tommy nunca podría ser otra cosa. Un desertor sin esperanza, si llegara a darse esa circunstancia. ¿Dónde podría ir Russell Brooks?
Al principio, durante un desconcertante segundo, creyó que el que se inclinaba sobre la mesa de la secretaria de Tommy era Alexei: el mismo pelo cano cortado a cepillo, la misma espalda marcialmente recta, la chaqueta de uniforme, tal como Alexei debió de vestir en el pasado. Las voces eran bajas, privadas. Cuando lo oyeron en la puerta y se dieron la vuelta, Leon pudo verle la cara: carnosa, casi sin definición, nada que ver con la de Alexei, salvo por el pelo gris.
—Señor Bauer —dijo Dorothy dando un respingo, confusa.
Entonces pudo mirar con más detenimiento: la chaqueta de la armada empezaba a estarle un poco justa en la cintura, era demasiado mayor para el servicio activo, pero evidentemente no para flirtear. Dorothy tenía treinta y tantos, llevaba gafas y el pelo recogido en un moño; quizás agradeciera las atenciones.
—Mi marido —dijo.
—Jack Wheeler —dijo este, tendiendo la mano—. No pretendía… Acabo de llegar de Ankara y se me ocurrió pasarme a saludar.
Leon inclinó la cabeza.
—Jack es agregado naval —dijo Dorothy, explicándose.
—¿En Ankara?
—Ya sé —dijo Wheeler, acostumbrado a la pregunta—. No hay demasiados barcos, pero sí montones de almirantes. Hay que estar donde se cuecen las órdenes. Pero tengo ocasión de ir y venir, y así pasamos la noche juntos de vez en cuando —dijo, acercando la cabeza a Dorothy, que apartó la vista, azorada de nuevo—. ¡Mujeres de la armada! Por lo menos no estoy embarcado. Y una vez que lo dejen todo aclarado aquí en Commercial Corp… Por cierto, ¿cuánto va a durar su misión? —Lo que todos querían saber en el consulado.
—No me lo han dicho.
—Una cosa es cuando estamos en guerra. Entonces uno hace lo que le corresponde. Pero ahora que van a traer chicas nuevas, que dejen a las esposas volver al hogar. Estarás en Ankara antes de lo que te imaginas.
—Sí —dijo tranquilamente Dorothy.
Wheeler sonrió.
—Ella sostiene que para eso más le valdría estar en Omaha. Pero por lo menos las calles son seguras. ¡Qué demonios, matar a tiros a un hombre de esa manera! ¡Y a un norteamericano!
—Jack, luego te veo —dijo Dorothy, cogiendo un bloc.
—¿Verdad que es única? Tan profesional. Bueno, está bien, supongo. Encantado de conocerle —dijo, volviendo a darle la mano a Leon—. Cuanto antes aclare las cosas aquí, mejor para mí. Cuide bien de mi chica.
—Jack…
—Haremos todo lo posible.
—¡Qué demonios, en plena calle! ¿Usted lo conocía, supongo? —preguntó Wheeler, mirando a Leon.
—De encontrármelo por ahí —respondió este—. Todo el mundo conocía a Tommy.
Wheeler aguardó, esperando más detalles, y luego asintió.
—Bueno, me quitaré de en medio. Hasta luego —dijo, saludando a Dorothy con dos dedos.
—Tengo la lista que me pidió —le dijo ella a Leon, saludando apenas con una inclinación de cabeza a Wheeler, al que apremiaba con la mirada—, aunque no estoy muy segura de haber entendido a qué se refería con lo de Atenas. El señor King jamás fue a Atenas.
—Su contacto en la embajada de allí.
—No había embajada, Grecia estaba ocupada —explicó ella—. Bueno, ahora ya no, por supuesto.
—¿No tenía ningún contacto allí?
Necesitaba a alguien para Alexei, una vez que hubiera cruzado la frontera.
—Puedo buscarle el número de la centralita si necesita hablar con alguien. ¿Es eso?
—Pensé que tendría un representante. De esta oficina —dijo, recurriendo a la misma tapadera.
—No que yo sepa. Tratamos con Turquía, eso es todo. A veces viajaba a Ankara. En una ocasión fue hasta Esmirna, para visitar unas empresas. Pero a Grecia nunca, al menos en el tiempo que yo llevo aquí. —Hizo una pausa, sus manos aletearon, peinando hacia atrás un mechón suelto—. ¿Puedo preguntarle por qué quiere saberlo? Quiero decir, no estoy segura de comprender qué es lo que hace aquí. Todo el mundo está de los nervios desde el… desde que el señor King murió. La policía anda haciendo preguntas, el señor Bishop va y viene, y ahora… —guardó silencio.
—Y ahora yo. Siéntese. Yo tampoco estoy muy seguro de saber qué hago aquí. Investigar, supongo. En cualquier caso, eso es lo que quiere Frank.
—¿Al señor King? Él fue la víctima.
—Pero no de un robo, ya lo sabe. Así que necesito averiguar cualquier cosa que pueda… —La miró—. Necesito su ayuda. Nadie lo conocía mejor que usted.
—¿Qué le hace pensar eso? —dijo de repente, irguiendo la cabeza, pillada tan desprevenida que, por un momento, las miradas de los dos se cruzaron y Leon lo supo; los dos guardaron silencio, sorprendidos.
Se miraron, regateando. Otra pieza de la vida secreta de Tommy. ¿Fines de semana en algún sitio? ¿Allí mismo, en la oficina? Nada menos que con Tommy. Leon se la imaginó sin las gafas, quitándose las horquillas del pelo. ¿O estaría arrepentida? De un momento de debilidad que en ese momento amenazaba con estallarle en la cara. Achuchando a Wheeler.
—Me refiero al trabajo con él —dijo Leon. Está a salvo, eso quedará entre nosotros.
Ella apartó la vista.
—A los dos trabajos.
—No sé a qué se refiere.
—Sí que lo sabe. Su marido forma parte del personal de la embajada. Tiene que tener habilitación de seguridad. Y, por lo tanto, usted también la tendrá. Encajaba aquí a la perfección.
—Yo era una esposa norteamericana con mucho tiempo libre. Y puedo teclear ochenta palabras por minuto.
Levantó la mano para detenerla antes de que pudiera decir nada más.
—No se moleste. Yo también trabajaba para él. ¿O ya lo sabía usted?
Volvieron a intercambiar miradas, y ella cruzó los brazos sobre el pecho, ofreciendo una tregua.
—Parece usted pensar que él… me hacía confidencias. No era así en absoluto. Yo hacía el trabajo, eso es todo. No hablábamos de eso.
—¿Nunca?
—Nunca —dijo, mirándolo a los ojos, estableciendo una frontera.
—Pero no haría falta. Todo pasaría por sus manos.
—No todo. Algunas cosas las llevaba él en persona. —Una pálida sonrisa—. Él era así. —Alzó la vista, tomando una decisión, y lo miró de frente—. ¿Qué quiere usted saber?
—Estábamos intentando sacar a alguien fuera. ¿Lo sabía usted?
Vaciló, pero terminó por asentir.
—¿Quién más lo sabía?
—No lo sé. Nadie.
—Pero alguien debía de saberlo.
—El señor Bishop se llevó el expediente de la operación. Podría mirar ahí.
—Ya lo he hecho. ¿Hay agenda?
Una sonrisa astuta, casi de conspiradora.
—No me la ha pedido.
—En mi oficina Turhan tiene mi vida entera ahí apuntada. Día a día.
—Iré a buscarla —dijo, poniéndose en pie.
—¿Y por casualidad no tendrá también la llave de esto? —preguntó, apuntando al cajón cerrado.
Asintió y se dio la vuelta para marcharse, al tiempo que se quitaba las gafas. Era agradable, sin más; una mujer corriente, con el suficiente juicio para no haberse dejado embaucar. Pero Tommy la hizo sentirse especial. Los misterios de los demás.
Volvió con la agenda y con una nota de aviso telefónico de color rosa.
—Ha llamado la señora King —dijo sin inmutarse—. Quiere fijar una cita para venir a repasar sus cosas.
—Vale.
—Nunca guardaba nada en casa, ¿sabe? —dijo ella, con un ligero reproche—. Decía que aquí estaba todo más seguro.
Leon cogió la agenda.
—Por las noches le echábamos la llave a los archivadores, para que el personal de limpieza no pudiera… Era muy estricto al respecto. Sé que le gustaba tomarse una copa de vez en cuando, pero no hablaba, ni siquiera conmigo, del trabajo.
—¿De qué hablaba? —preguntó Leon, pasando las páginas.
Hora tras hora aparecían todas las citas programadas, pero no los encuentros casuales en el vestíbulo, o las copas tardías en el Park.
—¿Qué quiere decir?
—¿De la guerra? ¿De política? —preguntó con desenvoltura, como si fuera una pregunta ociosa.
—¿Política? —dijo ella—. ¿Tommy? Ni siquiera sé si era demócrata o republicano. Nunca surgió el tema. ¿Se refiere a la de aquí? ¿A la turca? Bueno, no hay más que un partido, ¿no? Así que no hay mucho que opinar. No creo que nada de eso le importase. En esta oficina no habría podido. Había que tratar con todo tipo de gente.
—Hummm. —Recorrió la página con el dedo, sacudiendo la cabeza—. Mire esto. Conocía a todo el mundo en el edificio.
—Bueno, en un departamento comercial es lo que se hace —dijo, sonriendo ligeramente—. Pero también es que así era él.
—El novio en la boda.
—¿Cómo?
—Solo era una frase hecha.
Dorothy empezó a apartarse, repentinamente perdida.
—No se olvide de llamar a la señora King —dijo, y le entregó una llave—. La del cajón. —Aguardó mientras él lo abría.
—Lo que me imaginaba —dijo él, sacando una botella—. Esta debió de meterla en el país por valija. Desde la guerra esto no se puede conseguir aquí.
—La trajo consigo. Sin embargo, nunca lo vi beber de ella. Demasiado cara. Era cuidadoso con el dinero; con el suyo, por lo menos. La cuenta de gastos era otro cantar. Se la he traído también, por cierto. —Le indicó otra carpeta—. El señor Bishop tampoco me la pidió. Tal vez encuentre algo ahí. Bueno, me vuelvo a atender el teléfono. —Toqueteó la carpeta de gastos, haciendo tiempo—. Me ha preguntado que de qué solíamos hablar… En ocasiones, de la casa. La que iban a tener la señora King y él cuando volvieran a Estados Unidos. Iba a ser grande. Con un tocador en el piso de abajo, para no tener que subir las escaleras. Decía que un tocador le daba categoría a la casa. De eso es de lo que solía hablar. Conmigo.
Leon levantó los ojos, sorprendido por el quiebro en su voz.
—Así que supongo que la guardaba para eso —dijo ella, indicando la botella con el mentón—. En cualquier caso.
—¿Y esto qué es? —preguntó Leon sacando unos cuantos expedientes del fondo del cajón.
Dorothy abrió uno.
—Así que ahí es donde los guardó. Me lo había preguntado. No los quería juntar con el resto de los expedientes.
—¿Por qué? —dijo Leon, pasando las páginas—. ¿Remisiones al Comité de Distribución Conjunta? ¿A la Junta de Refugiados de Guerra?
—Dijo que algún día serían historia, pero por ahora eran… no exactamente ilegales, solo secretos. Estaba orgulloso de ellos. Sabe, la gente pensaba que sabía cómo era. —Le lanzó una mirada—. Pero había mucho más en él. El lado que no permitía que la gente viera.
Leon alzó la cabeza.
—El señor Hirschmann, de la Junta de Refugiados de Guerra, logró hacer salir de Europa un tren cargado de niños. Tommy consiguió los visados de tránsito para el tren. De otro modo no los habrían dejado marchar. En términos estrictos, se suponía que el embajador no podía pedir algo así, por lo que el señor Hirschmann le pidió a Tommy que lo arreglara él. Trescientos dólares por cabeza. Nunca se me olvidará. Imagínese, vender niños. También los ayudó a arrendar algunos barcos turcos. Así es como supo de usted. Su mujer estaba trabajando para uno de los grupos que sacaban refugiados del país. ¿Lo sigue haciendo?
—No.
—Pues así es como se enteró de que iba usted cada tanto a Ankara. —Volvió a indicar con un gesto el expediente de gastos—. Buena suerte con eso —dijo, mirándolo directamente a la cara y bajando la voz—. No siempre era la persona más sensible del planeta, pero también tenía esa faceta. No merecía que lo mataran.
Leon esperó, sintiendo una quemazón en la punta de las orejas, inseguro de qué respuesta dar.
—Nadie lo merece —dijo finalmente.
—No, es cierto. Nadie lo merece.
Se la imaginó de repente, subiendo al estrado de los testigos, junto a Barbara, junto a Frank, y todos mirándolo a él, absortos. Las mentiras se volvían más fáciles, la una conduciendo a la siguiente hasta que uno mismo acababa por creérselas. Así es como debió de ser para Tommy, que también les mintió a todos.
A los pocos minutos entró Frank, con aspecto satisfecho.
—Echa un vistazo. Gülün consiguió descubrir algo, al fin y al cabo. Han podido seguir el rastro de la otra pistola.
—¿Qué otra pistola?
—Tommy llevaba dos encima. Ahora, para qué diablos necesitaba dos… Carece de todo sentido.
—No —dijo Leon con cautela, pudiendo ver en su mente cómo las colocaba Tommy, una en la mano muerta de Alexei, la otra en la suya.
—Y mira por dónde, resulta que es rumana.
—¿La que él disparó?
—No. Esa era turca.
—¿Turca? ¿No llevaba su propia arma?
Frank asintió.
—Pero a una pistola turca no se le podría seguir el rastro hasta aquí. Si ocurriera algo, no habría conexión americana.
—¿De dónde la sacó?
—Gülün dice que eso es tan sencillo como comprar un paquete de tabaco. Sin embargo, no es el caso de esta joya —dijo Frank, dando con el dedo en el informe de la policía—. No resulta tan fácil hacerse con una pistola rumana. —Alzó la vista—. A menos que fueras a encontrarte con un rumano.
—¿Así que crees que es de Jianu?
—¿Tú no? Tal vez Tommy lo cachease, debería haberlo hecho, y, «Vaya, mira tú, por ahora vamos a quedarnos con esto, hasta que…». Mala suerte, en cierto modo. Eso significa que Jianu estaba desarmado cuando se presentaron los rusos. Se cargaron a Tommy y el tipo no tuvo la menor oportunidad.
Leon escuchó como completaba el guión en su mente, un detalle plausible tras otro.
—¿Y eso adónde nos conduce?
—No demasiado lejos. Pero así no tenemos que darle más vueltas a lo de las dos pistolas. Una cosa menos. —La carpeta abierta sobre el escritorio de Leon atrajo su atención—. Ah, lo de los niños —dijo—. ¿Conservó copias? No debía hacerlo.
—¿Puedes leer del revés? Es todo un don.
—Es el membrete: Hirschmann tenía uno propio. —Cogió una página y la miró por encima—. Pues ahora ya lo sabes. No es que tenga demasiada importancia ya, supongo.
—Ahora ya sé, ¿el qué?
—Lo que transportabas —dijo Frank tranquilamente—. Tommy siempre te usó para los tratos con Hirschmann.
—¿Esto? —se extrañó Leon—. ¿Por qué? ¿Por qué no usó la valija?
—¿Nunca te lo explicó? Para mantener al embajador al margen. Cuando envías algo por valija se torna oficial. Queda registrado. Distribuido. De esta forma, Steinhart podría decir que no sabía nada. ¿Qué pensabas que llevabas? ¿Los planes de invasión de los aliados?
—No —dijo Leon, apartando la vista, extrañamente avergonzado al recordarse en el tren, lo alerta que iba en su compartimento, sintiéndose importante. Cogió una carpeta—. ¿La Junta de Refugiados de Guerra? ¿Había que tenerlo al margen de esto?
—Tienes que recordar cómo se pusieron las cosas el año pasado. Los búlgaros, los rumanos… Hitler ya no tenía pinta de ganador. Todo el mundo buscaba la forma de congraciarse con los aliados, para luego. ¿Sabes que hasta Eichmann se puso en contacto con nosotros? Quería conseguir camiones a cambio de los judíos de Budapest. Eso no llegó a ninguna parte, ya te imaginas. ¿Enviar material de guerra a los nazis? —Tocó la carpeta, haciendo memoria—. Pero Hirschmann obtuvo una exención de Morgenthau, del Tesoro. De otro modo habría estado comerciando con el enemigo: técnicamente, es lo que era, ya que había dinero cambiando de manos. Por eso podía hacer tratos. Dice que sacó a unos quince mil. Tal vez fuesen menos, le gusta exagerar. Pero se suponía que nosotros no sabíamos nada. No había nada en la valija. Por eso te enviaba Tommy. No había conexión con la embajada, y si alguien lo hubiera descubierto, bueno, tu mujer estaba metida en el negocio. Resultaría natural que tú también estuvieras implicado.
—Por ella —dijo Leon, tratando de mantener un tono de voz neutro. Tommy también había usado a Anna—. Y si los turcos…
—Te hubiésemos protegido —aseguró Frank—. Qué demonios, lo hacías por motivos humanitarios.
—Lo supiera o no. —Se quedó con la mirada fija en los expedientes—. ¿Así que eso fue todo lo que hice?
—No —contestó Frank, mirándolo—. No todo. Pero resultabas perfecto para eso, por lo de tu mujer…
—Lo tenía todo calculado —dijo Leon, rumiándolo—. Todo esto, solo para cubrirse Tommy las espaldas.
—Bueno, las suyas no, las de Steinhart. La embajada no podía ni tocar ese asunto.
—¿Por qué no?
—Por los rusos, como de costumbre. En el mismo instante que Steinhart hubiese hablado con alguien del Eje, los rusos habrían creído que estábamos tratando de negociar la paz por separado. Antes de que ellos llegaran. Eso es probablemente lo que quería Antonescu, pero lo único que nosotros queríamos era sacar a unos cuantos críos. Los rusos sospechaban de Hirschmann, porque siempre sospechan; es su manera de ser. Así que era mejor que el trabajo de peón lo hiciese alguien a quien conocían, que no los ponía nerviosos. —Abrió la mano—. Y ese era Tommy. Sabían a qué se dedicaba, y no era a negociar la paz.
—¿Qué lo conocían? ¿Cómo?
—Al principio de montar el operativo aquí, se planteó la idea absurda de que intercambiaríamos información, ya sabes, entre aliados y tal. Pero resultó ser una calle de un solo sentido, como suele ocurrir con los rusos, así que no puede decirse que se intercambiase gran cosa. Sin embargo, todo el mundo fingía que sí. Bueno, a lo que iba: Tommy era nuestro representante, así que lo conocían.
La mejilla de Leon dio un respingo, un tic involuntario.
—¿Se reunía con los rusos? ¿De forma regular?
—Al principio. Luego, de vez en cuando, solo para dar el pego, fingir que colaborábamos todos. Les pasaba información. En una ocasión, el plano alemán del campo de minas del puerto de Sulina. Eso fue lo más gordo. Le habíamos puesto las manos encima, y no nos servía de nada, así que nos dijimos: ¿por qué no ayudar a los rusos? Nunca conseguimos nada de ellos, claro.
—Tommy hablaba con los rusos —dijo Leon de forma categórica, permitiendo que la idea se asentase.
Estaba autorizado, no necesitaba reunirse a escondidas en un banco del parque, o acodado a la barandilla de un ferry, mirando de reojo a su espalda.
—Bueno, durante la guerra. Ahora nadie habla con nadie. Pero eso le proporcionó una buena tapadera para lo de Hirschmann. Y Hirschmann conocía a mucha gente en Washington, hasta al mismísimo FDR. Es de esa clase de persona que deja caer una palabra en el oído apropiado, y de repente te encuentras destinado otra vez en casa. Supongo que no debería decir esto, al fin y al cabo está muerto, pero ya sabes cuánto quería ir a Washington. Así que probablemente pensara que Hirschmann era su billete de vuelta a casa. Lo era, de hecho. Hasta que se pusieron en medio los rusos la otra noche.
—Por la ciudad corre el rumor de que siguen buscando a Jianu —dejó caer Leon; era algo de lo que Frank iba a acabar por enterarse de todas formas.
—Hay rumores sobre casi todo —dijo Frank, despectivo—. Es una cortina de humo. Son muy buenos en eso. Ya lo tienen. Yo quiero al que no tienen, al que delató a Tommy. Está aquí, puedo sentirlo. —Frank miró su reloj—. Llego tarde a mi cita con el cónsul. Acompáñame hasta allí.
Ya en el vestíbulo, Leon siguió dándole vueltas al asunto.
—Esas reuniones que tenía con los rusos, ¿levantaban acta de lo que se decía? —Una prueba de algún tipo.
—¿Actas? —preguntó Frank, sonriendo—. ¿De esos encuentros? Alguna vez comían. Tomaban una copa en el Pera. O se encontraban por casualidad. No levantaban actas.
—Pero él te informaría después de lo que habían hablado.
—Para lo que servía… Él creía que era fundamentalmente una pérdida de tiempo: bueno, eso pensábamos todos.
—¿Por qué Tommy? Quiero decir, ¿se presentó voluntario para eso?
—Cuando se lo pedí yo. —Frank lo miró—. Soy el responsable de los soviéticos.
Leon se quedó parado un segundo, pero dio alcance a Frank cuando este daba la vuelta a la esquina.
—Entonces, ¿la operación Jianu era tuya?
—Yo había sido informado —dijo Frank con cautela, marcando las distancias.
—¿Alguien más en Ankara? A veces se oyen cosas sin querer.
—No había nada que oír. Los detalles eran cosa de Tommy. La hora, el lugar. Es el procedimiento. Era más seguro para él. Cuanta menos gente estuviera enterada…
—¿No había equipo de apoyo?
—Eso le correspondería organizarlo a él.
—Pero no lo hizo —apostilló Leon, dándole vueltas a la idea—. Así que él era el único que estaba al tanto.
—Pero no lo era, ¿no? —dijo Frank—. Y no vas a encontrar al que sea ahí dentro. —Hizo un gesto, indicando el expediente que Leon llevaba en la mano—. Ahí no hay más que viejas historias de la guerra. Tampoco está en Ankara. Está aquí. —Se detuvo—. Katherine.
Estaba sentada en el borde del escritorio, vestida de calle, con tacones de aguja y un sombrero de ala ancha, como si esperara sol, no el invierno de Estambul.
—Ah, aquí estás —dijo ella—. Y yo que creía que llegaba tarde.
Frank la miró sin expresión.
—¿Para la comida? —apuntó ella—. ¿A la que me has invitado?
—A decir verdad…
—Se te ha olvidado, y ahora estás ocupado —dijo ella, dejándose caer de la mesa, se le subió la falda un segundo, un fugaz destello de lencería blanca.
Leon la miró. Llevaba una chaqueta gris abierta, blusa de seda blanca, pintalabios brillante que hacía parecer más oscuro su cabello rojizo. Los ojos eran verdes, no era un truco de la luz.
—Y luego te vuelves a Ankara y nunca podré salir, a no ser que me acompañe Barbara. —Se estremeció, para causar efecto, y miró a Leon—. ¿Por qué no nos acompaña? Podrán hablar los dos, y yo me quedaré sentada en un rincón, más callada que un muerto, mordisqueando algo.
—No puedo, estoy encadenado a mi mesa. —Inclinó ligeramente la cabeza hacia Frank, asignándole el papel de capataz—. Además, tenemos la fiesta de Lily. No querría quedarme sin temas de conversación para luego.
—No podrás, por lo menos con Katherine —dijo Frank, inesperadamente juguetón—. Esa gente que da la fiesta, ¿son amigos tuyos? Tenemos que estar…
—Lily dirige Estambul. Las fiestas, por lo menos. Estará ahí todo el mundo.
—Y no habrá embajadores —dijo Kay—, para variar. No tendré que estar «representando a mi país».
—Tú siempre… —empezó a decir Frank, a punto de mostrarse pomposo, pero se contuvo a tiempo—. Fíjate, se muere de ganas de ir. —La miró cariñosamente—. Cualquiera pensaría que es tu primera fiesta. De acuerdo, comamos. Déjame que vea al cónsul primero. —Volvió a mirar el reloj—. ¿Por qué no vamos aquí al lado?
—¿Al Pera? Puedo ocuparme yo misma del servicio de habitaciones. —Sacó un papel del bolso—. Ginny me ha dado una lista. —Se volvió hacia Leon—. Usted debe de conocer todos estos sitios. ¿Troika?
—Que esté cerca —dijo Frank.
Leon asintió.
—Está a unas pocas manzanas. Es ruso. Os gustará.
—Estupendo, estupendo. Dame diez minutos —dijo Frank, dejándolos solos.
Kay se apoyó en la mesa; la habitación había quedado repentinamente tan en silencio que podía oírse el reloj de pared. Un silencio incómodo, con Leon allí de pie, manoseando el expediente. Cuando levantó la vista, como si la presencia de ella le tirase del brazo, la sorprendió mirándolo fijamente, de la misma forma que en el Pera. Otro momento más, aún sin hablar, y luego apartó la vista, rompiendo el hechizo.
—Ruso —dijo ella—, tiene gracia. Aquí, quiero decir.
—Bielorruso. Vinieron en oleadas en los años veinte.
—Otra cosa que no sabía. ¿Más capas?
—Cuando llegue, mire hacia la galería. Verá a dos señoras tricotando. Hay otra más detrás de la caja. Van cambiando de puesto. Todas rubias. Bueno, solían serlo.
—¿Van todos los días?
—Para vigilar el restaurante. Son las dueñas. Eran bailarinas. Luego fueron amigas de Atatürk.
—¿Amigas? —repitió ella, volviendo a mirarlo.
—Amantes —respondió, haciendo una inclinación.
—¿Todas a la vez?
La miró a los ojos, divertido.
—Eso lo ignoro. Pero cuando se cansó de ellas, les puso un restaurante. Para que les quedara algo. O eso cuenta la historia.
—¿Es eso lo que se estila por aquí? Me pregunto si Frank me regalaría un restaurante si se cansa de mí.
—Tal vez no lo haga.
—¿No? —dijo, y se echó para atrás—. Bueno, qué suerte. —Recogió su bolso—. ¿Qué clase de ropa hay que llevar a la fiesta? ¿Qué suele ponerse Lily?
—Algo flotante.
—Flotante.
—Bueno, ya sabe, largo y… flotante. Como un sari. No sé describirlo de otra forma. Siempre parece flotar a través de sus fiestas.
—Es de gran ayuda. Así que no me pondré el jersey. Tal vez me agencie unos patines de ruedas y así podremos flotar juntas.
Leon sonrió.
—Estará bien con cualquier cosa —dijo, indicando la ropa que llevaba puesta—. Lo que quiera.
—Solo un hombre diría eso.
—¿Decir qué? —preguntó Frank, ya de vuelta.
—Que no importa lo que una se ponga —respondió ella, repentinamente nerviosa, como si la hubiesen sorprendido haciendo algo indebido—. ¿Listo?
Se cogió de su brazo.
—Y no importa. Tú siempre estás preciosa.
Puso los ojos en blanco.
—Eso es porque nunca me miras —dijo, pinchándolo.
—Cuidado con el pollo a la Kiev —advirtió Leon—, la mantequilla salpica.
Ella enarcó las cejas, no muy segura de si era una broma; le sostuvo la mirada un segundo y luego se alejó con Frank.
Leon la miró alejarse, sin flotar, taconeando por el parqué, largas y esbeltas piernas inclinadas hacia delante sobre los tacones de aguja. Nunca te pongas patines. Pero debió de hacerlo en el pasado, cuando era una chiquilla pecosa. Ahora tocaban los tacones de aguja y las blusas suaves y esa forma de caminar, algo en el aire. Náufraga en Ankara, donde Frank vigilaba a los rusos.
Leon bajó la vista hacia la carpeta que tenía en la mano. Muchas molestias para mantener al embajador al margen. Un Tommy que no había conocido, el mejor de ellos. ¿Cómo sopesar todas las caras de una persona? ¿Qué le habrían ofrecido los rusos? ¿Dinero? ¿Una ideología? Pero luego estaba también eso otro, algo de lo que estaba orgulloso, según Dorothy. El mismo hombre que había tratado de matarlo en Bebek.
Volvió a su despacho con el expediente y empezó a leérselo todo en orden. Lo que Leon había transportado en el tren ya era historia. Aun así, ¿por qué tener los expedientes bajo llave? La guerra había terminado. ¿O se le habrían olvidado a Tommy, sin más? Siguió leyendo, esperando hallar algo, pero era justo lo que habían descrito Dorothy y Frank, el Comité Conjunto, mensajeros confidenciales, trueques desesperados.
Miró el cajón. ¿Y por qué ahí? ¿Por qué la botella, ya puestos? Todo el mundo sabía que a Tommy le gustaba beber, no era ningún secreto. Abrió el cajón. Unos cuantos expedientes más, como los que ya había leído. Los hojeó: más de lo mismo. Miró el cajón, ya vacío. Ni era la botella, ni eran los expedientes; no valía la pena guardarlos bajo llave. Pero ahí no había nada más. Empezó a cerrar el cajón. Quizá fuese otro de los jueguecitos detectivescos de Tommy, un hombre que empleaba un código alfabético. Se detuvo. Al que le gustaba jugar a esconder las cosas.
Abrió el cajón del todo y dio unos golpecitos en varios puntos del fondo, para luego detenerse, sintiéndose como un tonto. ¿Doble fondo? Ni siquiera Tommy. Pasó los dedos por los lados y levantó el cajón sobre sus carriles guía, sacándolo del todo; palpó por detrás, y luego lo volcó.
El sobre estaba pegado con cinta adhesiva hacia la parte de atrás, apartado de los carriles de forma que no rozase el fondo del mueble al abrirse el cajón. Despegó un trozo de cinta, y tiró del resto. Un sobre del consulado, ni siquiera cerrado. Sacó dos pasaportes. La misma foto que había usado Enver Manyas. En uno, Tommy era Donald Price, de Rhode Island; en el otro, Kenneth Riordan, de Virginia. Sellos de entrada en Turquía, sin duda obra de Manyas, pero nada más. Nunca había salido del país.
En la contracubierta de cada pasaporte había una tira estrecha de papel. Otro código de Tommy, pero esa vez no era alfabético. DZ2374, AK52330. Leon se quedó mirándolos, intentando hallar una clave, pero no se le ocurrió nada. Todo ello parecía absurdo. Estaba sentado a un escritorio con un cajón boca abajo, mirando unos números sin sentido. Pero tenían que tener algún sentido para Tommy. Un hombre con pasaportes que no viajaba.